DIRECTORIO FRANCISCANO
Fuentes biográficas franciscanas

Leyenda de Perusa, 105-120


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El novicio que quiere un salterio

105. Muchos meses más tarde, estando el bienaventurado Francisco junto a la iglesia de Santa María de la Porciúncula, se hallaba cerca de su celdilla en el camino que pasa detrás de la casa, cuando de pronto viene aquel hermano a hablarle otra vez del salterio. Le dijo el Santo: «Vete y haz lo que tu ministro te diga». Apenas oyó esto el hermano, inició el regreso por el mismo camino que había traído.

Quedóse el bienaventurado Francisco en el mismo sitio y se puso a reflexionar sobre lo que había dicho al hermano. Y en seguida le gritó: «Espera, hermano, espera». Y se le acercó para decirle: «Vuelve conmigo a indicarme el sitio donde te he dicho, en cuanto a tu salterio, que hagas lo que tu ministro te diga». Cuando retornaron al lugar, el bienaventurado Francisco se arrodilló ante el hermano, diciéndole: «Mea culpa, hermano, mea culpa. Quien quiera ser hermano menor, no debe tener sino las túnicas que concede la Regla, la cuerda y los calzones, y el calzado, si la manifiesta necesidad o la enfermedad lo exigen» (1 R 2,13-14; 2 R 2,14-15).

Cada vez que un hermano venía a pedirle consejo de este género, le daba la misma respuesta. Por lo que decía: «Tanto sabe el hombre cuanto obra; y tanto sabe orar un religioso, cuanto practica». Cómo si dijera: Al buen árbol no se le conoce sino por sus frutos (cf. Lc 6,44; Adm 7).

Por qué toleraba ciertos abusos

106. En los días en que el bienaventurado Francisco residía de nuevo en el mismo palacio, uno de sus compañeros le habló en cierta ocasión: «Padre, perdóname, porque lo que voy a decirte, ya lo han advertido otros muchos. Tú sabes cómo en tiempos anteriores, por la gracia de Dios, floreció toda la Religión en la pureza de la perfección, cómo los hermanos observaban con celo y fervor la santa pobreza en todas las cosas: en casas pequeñas y pobres, en utensilios pequeños y pobres, en libros pequeños y pobres y en vestidos pobres. En esto como en las demás cosas exteriores eran todos de una sola voluntad, decididos a observar cuanto se refiere a nuestra profesión y vocación y al buen ejemplo; y así eran también unánimes en el amor a Dios y al prójimo. Ahora bien, desde hace poco tiempo esta pureza y esta perfección comenzaron a deteriorarse, aunque los hermanos, excusándose, repitan que todo esto no se puede observar por la multitud de los hermanos; muchos hermanos creen que hasta el pueblo está más edificado por esta nueva manera de vivir y les parece que así se vive de manera más conveniente. Menosprecian el camino de la simplicidad y de la pobreza, que fueron origen y fundamento de nuestra Religión. Viendo todo esto, creemos que te disgusta; pero estamos sorprendidos de cómo lo soportas y no lo corriges, si es que te disgusta». El bienaventurado Francisco respondió: «Hermano, que el Señor te perdone por haber intentado ser mi contrario y adversario y por mezclarme en cuestiones que no son de mi incumbencia». Y añadió: «Mientras tuve el gobierno de los hermanos y ellos permanecieron fieles a su vocación y profesión, a pesar de que desde los comienzos de mi conversión a Cristo era yo enfermizo, a poco que me preocupaba, les satisfacía con mi ejemplo y mis exhortaciones. Pero cuando vi que el Señor multiplicaba cada día el número de los hermanos, y que éstos, por tibieza y por falta de espíritu, empezaban a desviarse del camino recto y seguro por el que antes andaban y a tomar, como dices, otro más ancho, sin tener en cuenta ni su profesión, ni su vocación, ni el buen ejemplo; cuando me apercibí de que ni mis consejos ni mi modo de vivir podían apartarles de ese camino emprendido, entonces puse la Religión en manos del Señor y de los ministros. Yo renuncié a mi cargo, y me excusé ante los hermanos en el capítulo general de no poder, a causa de mi enfermedad, ocuparme del cuidado de los hermanos. Sin embargo, si los hermanos vivieran ahora y hubiesen vivido antes según mi voluntad, no querría, para su consolación, que tuvieran otro ministro que yo hasta el día de mi muerte. En efecto, cuando el súbdito fiel y bueno conoce y observa la voluntad de su prelado, no tiene éste que preocuparse mucho de él. Hasta experimentaría yo tanta alegría por la bondad de los hermanos y recibiría tan gran consuelo a la vista de nuestras ganancias, mías y suyas, que no me resultaría gravoso complacerlos aunque estuviera postrado en el lecho por la enfermedad».

Y dijo: «Mi cargo es espiritual: estar sobre los hermanos para contener los vicios y corregirlos. Y, si no puedo reprimirlos y enmendarlos con mis exhortaciones y mi ejemplo, no quiero convertirme en verdugo que castigue y flagele, como hacen los poderes de este mundo. Confío en el Señor que caerán sobre ellos los enemigos invisibles (funcionarios del Señor encargados de castigar en este mundo y en el otro a los transgresores de los mandamientos divinos), y se vengarán haciendo que sean castigados por los hombres de este siglo, con gran vergüenza y confusión suya, y así volverán a su vocación y profesión. Sin embargo, hasta el día de mi muerte no cesaré de enseñar con mi ejemplo y mi vida cómo han de marchar los hermanos por el camino que el Señor me mostró, y que yo les mostré y les enseñé a fin de que no hallen excusa delante del Señor, ni yo tenga que rendir cuentas más tarde ante Dios ni de ellos ni de mí mismo».

Por eso, hizo escribir en su Testamento que todas las casas de los hermanos debían fabricarse de arcilla y madera, en señal de santa pobreza y humildad, y que las iglesias que habían de construirse para los hermanos fuesen pequeñas (1). Es más: quiso que todo esto, y particularmente lo referente a la construcción de las casas de madera y barro y cuanto hacía a los buenos ejemplos, comenzara a aplicarse en el lugar de Santa María de la Porciúncula, que fue el primer lugar donde, después que estuvieron los hermanos, el Señor comenzó a multiplicarlos; quería que por siempre constituyera un memorial para los hermanos presentes y para los que en el futuro han de entrar en la Religión.

Hubo quienes le dijeron que no les parecía bien que las casas se hicieran de barro y madera, porque la madera resultaba más cara que la piedra en muchos lugares y provincias. (El bienaventurado Francisco no quería discutir con ellos, pues estaba muy enfermo y a las puertas de la muerte; efectivamente, murió poco después.)

Pero escribió luego en su Testamento: «Guárdense los hermanos de recibir en absoluto iglesias y moradas, ni nada de lo que se construye para ellos, si no son como conviene a la santa pobreza que prometimos en la Regla, hospedándose siempre allí como forasteros y peregrinos».

Nosotros que estuvimos con él cuando compuso la Regla y casi todos sus escritos, damos testimonio de que en la Regla y otros escritos suyos hizo poner muchas cosas de las que eras contrarios algunos hermanos, particularmente prelados. Y sucede que hoy, después de la muerte del bienaventurado Francisco, serían muy útiles a toda la Religión aquellas cosas a las que algunos hermanos se opusieron. Pero, como tenía tanto horror al escándalo, condescendía de mal grado a los deseos de los hermanos.

Decía con frecuencia: «¡Ay de los hermanos que se oponen a lo que sé que es voluntad de Dios para el mayor bien de la Orden! Aunque muy a pesar mío, condescenderé a sus deseos». Y muchas veces decía a sus compañeros: «Este es mi dolor y mi aflicción: que aquellas cosas que consigo de Dios a fuerza de mucha oración y meditación para utilidad actual y futura de toda la Religión y de las que he sido confirmado por Él que son según su voluntad, las quitan algunos hermanos valiéndose de su autoridad y de las luces de la ciencia, diciendo: "Tales prescripciones se deben guardar y observar; tales otras, no"». Sin embargo, temía tanto el escándalo, como hemos dicho, que transigía en muchas cosas y condescendía a deseos que iban en contra de su voluntad.

Reparación de las palabras ociosas e inútiles

107. Estaba nuestro Padre junto a la iglesia de Santa María de la Porciúncula. Tenía la costumbre de ocuparse en algún trabajo a una con sus hermanos después de comer, para que ni él ni sus hermanos perdieran, por medio de palabras ociosas e inútiles después de la oración, el bien que con la asistencia de Dios habían ganado en ella. Por eso, un día, para evitar ese lapso de palabras ociosas e inútiles, mandando a sus hermanos que lo observaran, ordenó lo que sigue: «Si un hermano, estando entre los hermanos sin hacer nada o haciendo algo, profiriese alguna palabra ociosa o inútil, esté obligado a recitar una vez el padrenuestro, alabando a Dios al principio y al final de esa su oración. Pero con esta condición: si el transgresor, consciente de su falta, se acusa de ella antes de ser corregido, dirá el padrenuestro y las alabanzas de Dios (2) en bien de su alma; si es advertido por otro hermano antes de que se acuse él mismo, dirá el padrenuestro por el hermano que le ha corregido, según el modo antes indicado. Pero si, advertido por un hermano, trata de excusarse y no quiere recitar el padrenuestro, lo dirá dos veces por el hermano corrector, si del testimonio de éste o tal vez del de otro tercero constase que la palabra vana o inútil había sido pronunciada. Recitará estas alabanzas de Dios al principio y al final de esa oración tan fuerte y clamante, que todos los hermanos presentes las oigan y entiendan; éstos durante tal recitación deben callar y escuchar. Si alguno no guarda silencio y habla mientras el otro reza, deberá decir el padrenuestro con las alabanzas de Dios por el rezador. Siempre que un hermano entra a una celda, casa u otro lugar y encuentra allí o en otro sitio a uno o más hermanos, debe alabar y bendecir a Dios diligentemente». El muy santo Padre acostumbraba recitar siempre estas alabanzas, y su gran deseo y voluntad era que también los otros hermanos las dijeran igualmente con fervor y devoción.

Devoción a la eucaristía

108. Después del capítulo, celebrado en el mismo lugar [en 1217] y en el que por primera vez fueron enviados hermanos a algunos países de ultramar, el bienaventurado Francisco, que había quedado allí con algunos hermanos, les dijo: «Mis muy queridos hermanos, yo debo ser modelo y ejemplo para todos los hermanos. Por tanto, si he enviado a mis hermanos a países lejanos, donde sufrirán fatigas, humillaciones, hambre y pruebas de toda clase, es justo y me parece muy conveniente que también yo vaya a alguna comarca lejana para que mis hermanos puedan sobrellevar con mayor paciencia los sufrimientos y privaciones, sabiendo que también yo los soporto».

Y les ordenó: «Id y pedid al Señor para que acierte yo la provincia donde pueda trabajar para mejor gloria suya, provecho y salvación de las almas y buen ejemplo de nuestra Religión».

Era, en efecto, costumbre del santísimo Padre, cuando se proponía partir a predicar no sólo en una provincia lejana, sino también en las provincias vecinas, orar y hacer orar a los hermanos para que el Señor le inspirase a dónde debía encaminarse según el deseo de Dios.

Los hermanos se retiraron, y, concluida la oración, volvieron donde el bienaventurado Francisco, que les habló así: «En nombre de nuestro Señor Jesucristo, de la gloriosa Virgen, su madre, y de todos los santos, escojo la provincia de Francia. Es una nación católica que, entre todas las naciones católicas de la santa Iglesia, profesa la más grande veneración al cuerpo de Cristo (cf. 2 Cel 201 n. 8), lo que me complace sobremanera. Por eso, me será muy grato estar con sus gentes».

El bienaventurado Francisco tenía, en efecto, grandísima reverencia y devoción al cuerpo de Cristo. Por ello, quiso escribir en la Regla que, en las provincias donde morasen, los hermanos debían tener cuidado y preocupación del mismo, y debían predicar y exhortar a los clérigos y sacerdotes a que tuviesen el cuerpo de Cristo en lugar decente y conveniente; si éstos no lo hacían, quería que lo hicieran los hermanos (cf. CtaCle).

Y en cierta ocasión quiso también enviar por todas las provincias algunos hermanos con copones para que colocasen en ellos con respeto el cuerpo de Cristo cuando lo hallasen colocado en contra de las normas. Por reverencia al santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, quiso también insertar en la Regla que, «si los hermanos hallan escritos con las palabras y los nombres del Señor por los que se confecciona el santísimo sacramento no bien colocados o tirados indecorosamente por el suelo, los recojan y levanten, honrando de esta manera al Señor en las palabras que Él pronunció; muchas cosas se santifican, en verdad, por las palabras de Dios, y el sacramento del altar se realiza por la virtud de las palabras de Cristo».

Y aunque no escribió esta prescripción en la Regla, sobre todo porque los ministros no juzgaron oportuno ponerla como precepto, el santo Padre quiso manifestar a los hermanos en su Testamento y en sus escritos su voluntad a este respecto. Quiso también enviar hermanos a todas las provincias con buenos y hermosos utensilios de hierro para la elaboración de las hostias.

Escogió el bienaventurado Francisco los hermanos que debían de acompañarle y les ordenó: «En el nombre del Señor, id de dos en dos en compostura y, sobre todo, en silencio, orando al Señor en vuestros corazones desde la mañana hasta después de tercia. Evitad las palabras ociosas o inútiles, pues, aunque vayáis de camino, vuestro comportamiento debe ser tan digno como cuando estáis en el eremitorio o en la celda. Pues dondequiera que estemos o a dondequiera que vayamos, llevamos nuestra celda con nosotros; nuestra celda, en efecto, es el hermano cuerpo, y nuestra alma es el ermitaño, que habita en ella para orar a Dios y para meditar. Si nuestra alma no goza de la quietud y soledad en su celda, de poco le sirve al religioso habitar en una celda fabricada por mano del hombre».

Cuando llegaron a Arezzo, casi la ciudad entera era presa de un escándalo espantoso y de una guerra que se mantenía día y noche. Había, en efecto, dos facciones que se odiaban desde tiempos atrás. El bienaventurado Francisco se alojó en un hospital a las afueras de la ciudad. En seguida se percató de la situación, y, al oír tanto alboroto y fragor durante el día y durante la noche, se persuadió de que eran los demonios quienes gozaban de ello e incitaban a todos los habitantes de la ciudad a destruirla por el fuego y otros medios peligrosos.

Movido a piedad en favor de la ciudad, llamó al hermano Silvestre, sacerdote, hombre de Dios, de fe sólida y de una simplicidad y pureza admirables. El santo Padre le veneraba como a santo. «Vete -le dijo- a la puerta de la ciudad y en alta voz ordena a los demonios que salgan todos ellos de esta ciudad». El hermano Silvestre se levantó, marchó a la entrada de la ciudad y gritó con todas sus fuerzas: «Loado y bendito sea el Señor Jesucristo. De parte de Dios todopoderoso y en virtud de la santa obediencia a nuestro santísimo padre Francisco, ordeno a todos los demonios que salgan de esta ciudad».

Y gracias a la bondad de Dios y a la plegaria del bienaventurado Francisco, sin más predicación, se restablecieron al poco tiempo la paz y concordia entre aquellos ciudadanos. Al no poder predicarles en esta ocasión, el bienaventurado Francisco les dijo más tarde en el primer sermón que les dirigió: «Vengo a hablaros como a gente encadenada por los demonios. Vosotros mismos, por vuestra miseria, os encadenasteis y os vendisteis, como se vende a los animales en el mercado; os entregasteis en manos de los demonios al someteros a la voluntad de aquellos que se destruyen a sí mismos y continúan destruyéndose y quieren vuestra ruina y la de toda la ciudad. Sois miserables e ignorantes, pues no reconocéis los beneficios de Dios; pues, aunque algunos de vosotros lo ignoren, en cierta ocasión liberó a esta ciudad por los méritos de un hermano muy santo llamado Silvestre».

Habiendo llegado el bienaventurado Francisco a Florencia, encontró allí al señor Hugolino, obispo de Ostia, que más tarde fue papa. Éste había sido enviado por el papa Honorio como legado al Ducado, a Toscana, Lombardía y la Marca de Treviso hasta Venecia (3). El señor obispo se alegró mucho de la llegada del santo Padre.

Pero, cuando le oyó que quería ir a Francia, se lo prohibió, diciéndole: «Hermano, no quiero que vayas a las partes ultramontanas, pues hay en la curia romana prelados y otras gentes que muy a gusto impedirían el bien de tu Religión. Otros cardenales y yo que la amamos, de muy buena gana la protegeremos y ayudaremos si permaneces en los alrededores de esta provincia».

El bienaventurado Francisco le respondió: «Señor, es muy vergonzoso para mí quedarme en estas provincias mientras he enviado a mis hermanos a países lejanos». El señor obispo le replicó en son de reproche: «¿Por qué enviaste a tus hermanos tan lejos a morir de hambre y a sufrir tantas calamidades?» El bienaventurado Francisco respondió con gran fervor y con espíritu de profecía: «Señor, ¿pensáis y creéis que el Señor Dios ha enviado a los hermanos sólo para estas provincias? Os digo de verdad: Dios ha elegido y enviado a los hermanos para provecho y salvación de todos los hombres del mundo entero; serán recibidos no sólo en los países de fieles, sino también de infieles. Y, con tal de que observen lo que prometimos al Señor, Él les proveerá de lo necesario tanto en tierra de infieles como en la de fieles».

El señor obispo quedó admirado de estas palabras y reconoció que tenía razón, pero no le permitió marchar a Francia; el bienaventurado Francisco envió a aquel país al hermano Pacífico con otros hermanos (cf LM 4,9) regresando él al valle de Espoleto.

Retrato del verdadero hermano menor

109. Como se aproximaba la celebración del capítulo que se había de celebrar junto a la iglesia de Santa María de la Porciúncula, el bienaventurado Francisco dijo un día a su compañero: «No me consideraré hermano menor mientras no tenga lo que te voy a decir: piensa que los hermanos vienen con gran devoción y veneración a visitarme y me invitan al capítulo, y yo, conmovido por su devoción, voy al capítulo con ellos. Estando todos reunidos, me piden que anuncie la palabra de Dios a toda la asamblea. Me levanto y hablo según me inspira el Espíritu Santo. Supongamos que al término de mi sermón reflexionan y se levantan contra mí, diciendo: "No queremos que reines sobre nosotros, no tienes elocuencia, eres muy simple; nos avergonzamos de tener por superior a uno tan simple y despreciable; en adelante no tengas la pretensión de decir que eres nuestro prelado". Y me desprecian y me expulsan del capítulo. Pues bien, no me consideraría hermano menor si no me siento tan gozoso cuando me vilipendian y me arrojan vergonzosamente porque no me quieren de superior, como cuando me honran y veneran, a condición de que el provecho de ellos sea igual en entrambos casos. Pues, si me congratulo de su aprovechamiento y devoción cuando me exaltan y honran -que en esto puede correr peligro mi alma-, más he de alegrarme y regocijarme, por mi aprovechamiento y el bien de mi alma cuando me vituperan y arrojan vergonzosamente, ya que esto es para mí una ganancia».

La hermana cigarra

110. Era en verano. El bienaventurado Francisco moraba en el mismo lugar y habitaba la última celda, cerca del seto del jardín detrás de la casa; la misma celda que, después de la muerte del Santo, habitaba el hermano Rainerio el hortelano. Un día, al bajar de aquella celdilla, vio al alcance de su mano una cigarra posada en una rama de la higuera que hay junto a la celda. Extendió la mano hacia la cigarra y le habló: «Ven, mi hermana cigarra». En seguida ésta trepa a lo largo de sus dedos; mientras la acaricia con un dedo de la otra mano, le dice: «Canta, mi hermana cigarra». Ella le obedeció en seguida y se puso a cantar, lo cual inundó de consuelo al bienaventurado Francisco, que también se puso a alabar a Dios. Así transcurrió una hora larga. Luego la colocó en la misma rama de la higuera de donde la había tomado.

Cada vez que el Santo bajaba de su celda durante ocho días, la hallaba en el mismo sitio, la ponía en su mano, y tan pronto le decía, acariciándola, que cantase, ella cantaba. Pasados los ocho días, dijo a sus compañeros: «Vamos a dar permiso a la hermana cigarra para que vaya a donde quiera. Nos ha consolado bastante. Y podría ser ocasión de vanagloria para nuestra carne». Recibido el permiso, partió la cigarra y no volvió a aparecer.

Los compañeros admiraron la obediencia y la mansedumbre que mostró la cigarra al bienaventurado Francisco. Tanta alegría encontraba él en las criaturas por amor del Creador, que el Señor, para consuelo de su alma y de su cuerpo, amansaba las criaturas que para el resto de los hombres son salvajes.

Quiere ser ejemplo para todos los hermanos

111. En cierta ocasión, el bienaventurado Francisco residía en la ermita de San Eleuterio, cerca del castro llamado Condigliano, en la comarca de Rieti. Como no vestía más que una túnica, por razón del frío intenso que hacía y de la necesidad manifiesta reforzó interiormente con algunos retazos su túnica y la de su compañero. Con ello encontró algún alivio su cuerpo.

Poco después, al regresar un día de la oración, con gran alegría dijo a su compañero: «Debo ser modelo y ejemplo para todos los hermanos. Por tanto, aunque mi cuerpo necesite llevar la túnica reforzada con retazos, debo pensar en mis hermanos, que, teniendo esta misma necesidad, acaso no tienen ni pueden tener la posibilidad de hacer otro tanto. Entonces yo debo ponerme en su situación y soportar sus privaciones, a fin de que ellos las sobrelleven más pacientemente viendo mi modo de obrar».

Nosotros que hemos vivido con él no podríamos contar cuántas fueron las veces que negó a su cuerpo lo necesario en la comida y en el vestido para dar buen ejemplo a los hermanos, y para ayudarles así a soportar más pacientemente su indigencia. En todo tiempo, pero especialmente cuando el número de hermanos comenzó a crecer y él renunció al cargo de superior, el principal y supremo cuidado del bienaventurado Francisco fue enseñar a sus hermanos, con las obras más que con las palabras, lo que debían hacer y lo que debían evitar.

«¿Quién ha plantado la Religión de los hermanos?»

112. Un día, viendo y oyendo que algunos hermanos daban mal ejemplo en la Orden y que otros hermanos se apartaban de la cima de su profesión, con el corazón dolorido se dirigió al Señor en la oración para decirle: «Señor, te confío la familia que me diste».

El Señor le respondió: «Dime: ¿por qué estás tan triste cuando un hermano abandona la Religión u otros no van por el camino que te mostré? Dime: ¿quién ha plantado la Religión de los hermanos? ¿Quién hace que el hombre se convierta para que en la religión haga penitencia? ¿Quién da la fuerza para perseverar? ¿No soy yo?»

Y le fue dicho en espíritu: «No escogí en tu persona a un sabio, ni a un hombre elocuente para gobernar mi familia religiosa, sino a un hombre simple, para que sepas tú y sepan los demás que soy yo quien vigilaré sobre mi grey. Te puse en medio de los hermanos como un signo para que las obras que hago en ti las vean ellos y las pongan, a su vez, en práctica. Los que andan por mis caminos me poseen y me poseerán más plenamente aún; pero los que no quieren andar por ellos serán desposeídos de lo que creen tener. Por eso, te digo que no te aflijas tanto; haz bien lo que haces, trabaja bien lo que trabajas, pues yo he plantado la Religión de los hermanos en la caridad perpetua. Has de saber que la amo tanto, que, si alguno de los hermanos vuelve a su vómito y muere fuera de la Religión, llamaré a otro para que reciba la corona que le estaba designada a aquél. Y, aun en el caso de que ese otro no hubiera nacido, haré que nazca. Y has de saber que amo de corazón la vida y religión de los hermanos; y tanto la amo, que, aun en la hipótesis de que en la Religión de los hermanos no quedaran más que tres, no la abandonaré jamás».

Estas palabras confortaron el ánimo del bienaventurado Francisco, que quedaba muy contristado cada vez que tenía noticias de que los hermanos habían dado algún mal ejemplo. Y, aunque no podía impedir del todo la tristeza cuando le contaban alguna falta de los hermanos, sin embargo, después que el Señor le animó con las dichas palabras, las evocaba en su recuerdo y se las repetía a sus hermanos.

Les decía también muchas veces en los capítulos y en las exhortaciones: «He resuelto y he prometido guardar la Regla; los hermanos se obligaron también a observarla. Desde que renuncié al cargo de superior de los hermanos, no me siento obligado, en razón de mis enfermedades, sino a darles buen ejemplo para mayor utilidad de mi alma y de la de todos ellos. Pues he aprendido del Señor, y estoy seguro de ello, que, aunque la enfermedad no fuera razón suficiente para retirarme, el mayor servicio que puedo prestar a la Religión es pedir al Señor todos los días que la gobierne, la conserve, la proteja y la defienda, pues a esto me obligué ante el Señor y ante los hermanos: quiero tener que rendir cuentas al Señor si algún hermano se perdiere por mi mal ejemplo». Cuando algún hermano venía a decirle que debía ocuparse más de los asuntos de la Religión, le contestaba: «Los hermanos tienen su Regla; incluso se comprometieron a ella. Y para que ellos no tengan excusa, volví a prometerla ante ellos cuando plugo al Señor hacerme su superior, y quiero continuar en su observancia hasta el fin de mi vida. Por eso, desde que los hermanos saben lo que han de hacer y han de evitar, no me queda sino predicarles con el ejemplo, ya que para esto les he sido dado durante mi vida y después de mi muerte».

No sufre que haya otro más pobre que él

113. Yendo en cierta ocasión de predicación por una provincia el bienaventurado Francisco, se encontró con un hombre muy pobre. Ante el espectáculo de tanta pobreza, dijo a su compañero: «La pobreza de este hombre nos avergüenza y nos reprocha nuestra pobreza». «¿Cómo, hermano?», preguntó el compañero. «Es para mí -dijo él- una gran vergüenza el encuentro con uno que es más pobre que yo. He escogido la santa pobreza para hacerla mi señora, mis delicias, mi tesoro espiritual y temporal. Sepa todo el mundo que he hecho profesión de pobreza ante Dios y los hombres. Por eso, debo sentir vergüenza cuando hallo otro más pobre que yo».

Corrige a un hermano que piensa mal de un pobre

114. El bienaventurado Francisco había llegado al eremitorio de los hermanos de Rocca di Brizio (4) para predicar a las gentes de aquella provincia; el día del sermón se le acercó un hombre pobre y enfermizo. Al verlo, se fijó en su pobreza y enfermedad, y, compadecido, comentaba con su compañero la desnudez y enfermedad del pobre.

Su compañero le dijo: «Hermano, es verdaderamente muy pobre, pero puede ser que no haya en toda la provincia otro que sea más rico que él en el deseo». El bienaventurado Francisco le reprendió por no haber hablado bien, y el hermano reconoció su falta. Entonces le preguntó: «¿Quieres hacer la penitencia que te indique?» «Con mucho agrado», contestó. «Pues bien: despójate de la túnica y vete desnudo a postrarte a los pies del pobre; dile cómo has pecado contra él calumniándole y ruégale que ore por ti para que Dios te perdone».

Fue el hermano e hizo lo que le había ordenado; luego se levantó, se puso la túnica y regresó. El bienaventurado Francisco le dijo: «¿Quieres que te diga cómo has pecado contra ese pobre y hasta contra el mismo Cristo?»

Y añadió: «Cuando ves a un pobre, debes pensar en Aquel en cuyo nombre se te acerca, es decir, en Cristo, que vino a tomar sobre sí nuestra pobreza y nuestras dolencias. La pobreza y la enfermedad de este hombre son un espejo en el que debemos ver piadosamente la pobreza y el dolor que nuestro Señor Jesucristo sufrió en su cuerpo para salvar al género humano».

Unos bandidos se convierten

115. En el eremitorio que los hermanos tienen encima de Borgo San Sepolcro (5), sucedió que venían, a veces, unos ladrones a pedir pan a los hermanos; vivían escondidos en los grandes bosques de la provincia, pero de vez en cuando salían de ellos para despojar a los viajeros en la calzada o en los caminos. Algunos hermanos del lugar decían: «No está bien que les demos limosnas, ya que son bandidos que infieren tantos y tan grandes males a los hombres». Otros, teniendo en cuenta que pedían limosna con humildad y obligados por gran necesidad, les socorrían algunas veces, exhortándoles, además, a que se convirtieran e hicieran penitencia.

Entre tanto llegó el bienaventurado Francisco al eremitorio. Y como los hermanos le pidieron su parecer sobre si debían o no socorrer a los bandidos, respondió: «Si hacéis lo que voy a deciros, tengo la confianza de que el Señor hará que ganéis las almas de esos hombres». Y les dijo: «Id a proveeros de buen pan y de buen vino y llevadlos al bosque donde sabéis que ellos viven y gritad: "¡Venid, hermanos bandidos! Somos vuestros hermanos y os traemos buen pan y buen vino". En seguida acudirán a vuestra llamada. Tended un mantel (6) en el suelo y colocad sobre él el pan y el vino y servídselos con humildad y buen talante. Después de la comida exponedles la palabra del Señor y por fin hacedles, por amor del Señor, un primer ruego: que os prometan que no golpearan ni harán mal a hombre alguno en su persona. Si pedís de ellos todo de una vez, no os harán caso. Los bandidos os lo prometerán al punto movidos por vuestra humildad y por el amor que les habéis mostrado. Al día siguiente, en atención a la promesa que os hicieron, les llevaréis, además de pan y vino, huevos y queso, y les serviréis mientras comen. Terminada la comida, les diréis: "¿Por qué estáis aquí todo el día pasando tanta hambre y tantas calamidades, maquinando y haciendo luego tanto mal? Si no os convertís de esto, perderéis vuestras almas. Más os valdría servir al Señor, que os deparará en esta vida lo necesario para vuestro cuerpo y luego salvará vuestras almas". Y el Señor, en su misericordia, les inspirará que se conviertan por la humildad y caridad que habéis tenido con ellos».

Se levantaron los hermanos y obraron según el consejo del bienaventurado Francisco. Los bandidos, por la gracia y la misericordia de Dios, que descendió sobre ellos, aceptaron y cumplieron a la letra punto por punto todas las peticiones hechas por los hermanos; y, agradecidos a la familiaridad y caridad que les mostraron los hermanos, empezaron a llevar a hombros leña para el eremitorio. Así, por la misericordia de Dios y gracias a la caridad y bondad que los hermanos tuvieron con ellos, unos ingresaron en la Religión, otros se convirtieron a la penitencia y prometieron ante los hermanos no cometer más tales fechorías y vivir en adelante del trabajo de sus manos.

Mucho se admiraron los hermanos y cuantos oyeron y conocieron lo sucedido con los ladrones; les hacía ver la santidad del bienaventurado Francisco: tan pronto se convirtieron al Señor quienes eran pérfidos e inicuos, según él lo había anunciado.

Descubre el engaño de un hermano que pasaba por santo

116. Había un hermano que llevaba una vida santa y ejemplar: día y noche se dedicaba a la oración y guardaba un silencio tan riguroso, que, a veces, cuando se confesaba con un hermano sacerdote, lo hacía por señas, sin decir una sola palabra.

Parecía ser muy devoto y fervoroso en el amor de Dios: cuando se sentaba con los hermanos, aunque no hablase, manifestaba tanta alegría interior y exterior al escuchar cualquiera conversación piadosa, que movía a devoción a los hermanos y a todos los que le veían. Todos le miraban como a un santo.

Llevaba este hermano muchos años en este género de vida cuando llegó el bienaventurado Francisco al lugar donde él moraba. Al enterarse de su manera de actuar, dijo a los otros hermanos: «Sabed en verdad que es una tentación diabólica y un engaño, pues no quiere confesarse».

Llegó allí el ministro general (7) para visitar al bienaventurado Francisco, y ante éste comenzó a elogiar al hermano. El bienaventurado Francisco le dijo: «Créeme, hermano, que éste está engañado y es conducido por el espíritu maligno». A lo que el ministro general respondió: «Me parece asombroso y casi increíble que un hombre en el que vemos tantas señales y obras de santidad, pueda ser lo que dices». «Haz la prueba -replicó Francisco-. Mándale que se confiese dos veces, o al menos una cada semana. Si no te hace caso, sábete que es verdad lo que te he dicho».

Un día en que el ministro general hablaba con este hermano, aprovechó la ocasión para decirle: «Hermano, quiero firmemente que te confieses dos veces, o al menos una por semana». El hermano puso un dedo sobre los labios y movió la cabeza, dando a entender con los gestos que no lo haría. El ministro no insistió más por temor a escandalizarle.

Pocos días después, este hermano abandonó voluntariamente la Religión y tornó al siglo vistiendo de seglar.

Cierto día, dos de los compañeros del bienaventurado Francisco que iban de camino encontraron a este hombre que andaba solo, como un pobrísimo peregrino. Compadecidos, le dijeron: «Pobrecito, ¿dónde está la vida piadosa y santa que tu llevabas? No querías darte a conocer a tus hermanos ni les hablabas, amante de la vida solitaria. Y ahora vas por el mundo como hombre que no conoce a Dios y a sus siervos». Comenzó a hablarles, perjurando como suelen los hombres del mundo. Dijéronle los hermanos: «Desgraciado, ¿por qué perjuras como los hombres del mundo, cuando en otro tiempo, estando en la Religión, te abstenías no sólo de palabras ociosas, sino incluso de las buenas?» A lo que respondió: «No puede ser de otro modo». Y se separaron. Pocos días después murió.

Los hermanos y otras personas admiraron el hecho y se percataron de la santidad del bienaventurado Francisco, que había anunciado su caída cuando era considerado como un santo por los hermanos y otros hombres.

Persecuciones diabólicas y consuelos

117. Una vez, el bienaventurado Francisco fue a Roma (8) para visitar al señor Hugolino, obispo de Ostia, que más tarde fue papa. Después de estar con él unos días, y con su anuencia, fue a visitar al señor León, cardenal de Santa Cruz (cf 2 Cel 119 n. 1).

Era éste muy afable y cortés y tenía sumo gusto en estar con el bienaventurado Francisco, a quien veneraba profundamente. Por eso, suplicó a éste con entera devoción que se quedara algunos días con él, pues, siendo invierno, arreciaba el frío y casi todos los días corría un viento fuerte y llovía mucho, como suele ocurrir en esa época del año. «Hermano -le dijo-, este tiempo no es bueno para viajar. Es mi deseo que, si no tienes inconveniente, te quedes en mi casa hasta que el tiempo mejore para viajar; como todos los días doy de comer a cierto número de pobres, recibirás la comida en lugar de uno de ellos». El señor cardenal le hablaba así porque sabía que, aun siendo de tanta santidad que era venerado como santo por el señor papa, por los cardenales y por todos los magnates de este mundo que le conocían, el bienaventurado Francisco en su humildad quería ser recibido siempre como un pobrecillo dondequiera que le ofrecieran hospitalidad (cf. LP 97). Y añadió: «Voy a poner a tu disposición una buena casa retirada, donde podrás comer y orar según lo desees».

Estaba con el señor cardenal el hermano Ángel Tancredi, uno de los doce primeros hermanos; dijo éste al bienaventurado Francisco: «Hermano, hay cerca de aquí, en la muralla de la ciudad, una bella torre amplia y espaciosa, con nueve galerías. Allí podrás encontrarte tan apartado del bullicio como en un eremitorio». «Vamos a verla», respondió el bienaventurado Francisco.

Cuando la vio le agradó, y, volviendo a donde el señor cardenal, le dijo: «Señor, acaso quede con vos algunos días». El señor cardenal se alegró.

Fuese el hermano Ángel y dispuso la torre de manera que el bienaventurado Francisco con su compañero pudieran habitarla de día y de noche, pues, en tanto fuese huésped del cardenal, no quería bajar de allí ni de día ni de noche; el hermano Ángel se ofreció a darles la comida al bienaventurado Francisco y a su compañero desde fuera, pues ni él ni otro debía llegarse a donde él.

Marchó el bienaventurado Francisco con su compañero a establecerse en la torre. La primera noche, cuando se disponía a conciliar el sueño, cayeron sobre él los demonios y le apalearon fuertemente. En seguida gritó a su compañero, que estaba alejado de él: «Ven aquí». El hermano se levantó y acudió presuroso. El bienaventurado Francisco le dijo: «Hermano, los demonios me han golpeado con dureza; quiero que quedes aquí conmigo, porque tengo miedo de estar solo». El hermano permaneció junto a él toda la noche. El bienaventurado Francisco temblaba como quien tiene fiebre. Los dos estuvieron de vigilia toda la noche.

El bienaventurado Francisco hablaba con su compañero y le decía: «¿Por qué me habrán apaleado los demonios? ¿Por qué habrán recibido del Señor permiso para hacerme mal?» Y proseguía así en su reflexión: «Los demonios son mandatarios de nuestro Señor. Lo mismo que el podestà envía sus guardias para castigar a un culpable, también el Señor corrige y castiga a los que ama por medio de sus guardias, es decir, los demonios, que en esta función son sus ministros. Ocurre frecuentemente que aun el religioso perfecto peca por ignorancia (9).

»Por eso, como ignora su pecado, es castigado por el diablo, para que por este castigo vea y considere diligentemente en su interior y exterior en qué ha ofendido, pues nada queda impune en aquellos a quienes ama el Señor más tiernamente en esta vida. En cuanto a mí, puedo decir que, por la gracia y bondad de Dios, no veo falta alguna de la que no me haya purificado por la confesión y satisfacción.

»Más aún, en su misericordia, me ha concedido el don de conocer en la oración las cosas en que le puedo agradar o desagradar. Mas puede ser, según pienso, que el Señor ha querido castigarme por medio de sus mandatarios por el motivo siguiente: sin duda, el señor cardenal me trata con bondad de buen grado; mi cuerpo tiene necesidad de cuidados, y yo los puedo aceptar de él con confianza; pero mis hermanos, que andan por el mundo sufriendo hambre y toda clase de tribulaciones y los que viven en casas pobrecillas y en los eremitorios, al oír que soy huésped del señor cardenal, podrán tener pretexto para murmurar contra mí. Podrán decir: "Mientras nosotros sufrimos toda suerte de privaciones, él tiene sus consuelos".

»Por esto, tengo que darles siempre buen ejemplo; máxime teniendo en cuenta que para eso les he sido dado. Los hermanos quedan más edificados cuando vivo con ellos en lugares pobrecillos que cuando estoy en otros lugares; sobrellevan sus tribulaciones con más paciencia cuando oyen y saben que también yo las sufro con ellos». Y, aunque el bienaventurado Francisco fuese enfermo de siempre -estando en el siglo era ya delicado y endeble de constitución- y día a día hasta su muerte fuese enfermo cada vez más, sin embargo, consideraba que tenía que dar buen ejemplo a los hermanos y que debía evitar siempre a éstos todo motivo de murmuración, de suerte que no pudieran decir: «Él tiene todo lo necesario y nosotros no lo tenemos». Y fueron tantas las privaciones, que, sano o enfermo, se quiso imponer hasta el día de su muerte, que cuantos tuvieren noticia de ellas -como la tenemos nosotros que por algún tiempo convivimos con él hasta el fin de sus días- y las quisieren recordar, no podrán contener sus lágrimas, y, si sufren necesidades y tribulaciones, las soportarán con mayor paciencia.

El bienaventurado Francisco bajó muy temprano de la torre y se fue a contar al señor cardenal todo lo que había pasado y todo lo que había comentado con su compañero. Y añadió: «Las gentes tienen gran confianza en mí y me creen un santo. Pero ahora sucede que los demonios me han arrojado de la cárcel». Él quería vivir, en efecto, retirado en aquella torre como en una cárcel, sin hablar con nadie más que con su compañero. Mucho se alegró el señor cardenal de verle otra vez; pero, porque le reconocía y veneraba como a un santo, quedó satisfecho de su decisión de no permanecer allí más tiempo.

Habiendo conseguido el bienaventurado Francisco el consentimiento para partir, volvió al eremitorio de San Francisco de Fonte Colombo, cerca de Rieti.

La visión del serafín en el monte Alverna

118. El bienaventurado Francisco llegó un día al eremitorio del monte Alverna, lugar que le agradó tanto por su aislamiento, que decidió hacer allí una cuaresma en honor de San Miguel. Había llegado al lugar antes de la fiesta de la Asunción de la gloriosa Virgen María; contó los días que separaban la fiesta de Santa María de la de San Miguel: mas cuarenta. Entonces dijo: «En honor de Dios y de la bienaventurada Virgen María, su madre, y del bienaventurado Miguel, príncipe de los ángeles y de las almas (10), quiero hacer aquí una cuaresma»

Entró en la celda que pensaba ocupar continuamente durante todo ese tiempo; la primera noche rogó al Señor que le diera una señal de si era voluntad divina que él se quedara allí.

Es que, cuando el bienaventurado Francisco se detenía en algún lugar para orar o cuando iba por el mundo a predicar, se preocupaba siempre de conocer la voluntad del Señor para poder agradarle más. Temía algunas veces que, so pretexto de retirarse a la soledad para orar, su cuerpo buscase en realidad descansar y rehuir las fatigas de ir por el mundo a predicar, que es por lo que Cristo bajó del cielo a éste mundo. Incluso hacía que los que él estimaba queridos del Señor rogaran para que les revelara si su deseo era que fuese a predicar por el mundo o si en alguna ocasión quería que quedara en un lugar solitario para dedicarse a la oración (11).

Estaba orando al despuntar el día, cuando pájaros de todas clases vinieron a posarse sobre la celda que habitaba. Pero no todos al mismo tiempo: venía uno, que desgranaba su dulce melodía y se retiraba; venía otro, cantaba y remontaba el vuelo, y así los demás. Este hecho fue para el bienaventurado Francisco motivo de gran admiración y de inmenso consuelo. Como quería saber lo que esto significaba, oyó interiormente la voz del Señor: «Esto es señal de que el Señor te hará bien en esta celda y en ella te concederá muchos consuelos». Y así fue en verdad. Efectivamente, entre otras muchas consolaciones ocultas o manifiestas que le otorgó el Señor, destaca la visión del serafín: inundó su alma de un inmenso consuelo, que, renovando los lazos de sus relaciones con el Señor, perduró a lo largo de su vida. Cuando su compañero le trajo la comida aquel día, le contó todo lo acontecido.

Fueron muchas las consolaciones que conoció en esta celda; pero, según refirió a su compañero, los demonios le hicieron sufrir muchas tribulaciones por las noches. Por eso dijo una vez: «Si supieran los hermanos todo lo que me hacen sufrir los demonios, ninguno de ellos me negaría su piedad y compasión». Por eso, según hizo saber muchas veces a sus compañeros, no podía él prestar a sus hermanos la atención que requerían ni mostrarles la familiaridad que deseaban.

El episodio de la almohada en Greccio

119. En cierta ocasión, el bienaventurado Francisco moraba en el eremitorio de Greccio. Día y noche permanecía para orar en la celda del fondo, la que está detrás de la celda mayor. Una noche, durante el primer sueño, llamó a su compañero, que ocupaba la celda grande y más antigua. Este se levantó en seguida, se fue a él y entró en el zaguán junto a la puerta de la celdilla en que estaba acostado el bienaventurado Francisco. Éste le habló: «Hermano, esta noche ni he podido dormir ni estar erguido para hacer oración, pues la cabeza me da vueltas y me tiemblan las piernas; parece como que hubiera comido pan de cizaña». Su compañero trataba de consolarle con palabras de compasión.

El bienaventurado Francisco dijo: «Yo creo que el demonio se ha metido en la almohada en que apoyo la cabeza». Esta almohada de plumas se la había adquirido de víspera el señor Juan de Greccio, a quien el Santo quería con gran cariño y a quien durante toda su vida dio muestras de mucha familiaridad. Desde que salió del siglo, nunca quiso dormir el bienaventurado Francisco en colchón o usar almohada de plumas ni por motivo de enfermedad ni por ningún otro motivo. Mas esta vez los hermanos le habían obligado, contra su voluntad, a aceptar la almohada por causa de la muy grave enfermedad de los ojos.

Tiró, pues, la almohada a su compañero. Éste la recogió con la mano derecha, se la colocó en el hombro izquierdo teniéndola asida con la mano derecha y salió fuera del zaguán. Al instante perdió el habla, y no podía mover los brazos ni las manos ni desprenderse de la almohada. Estaba en pie, rígido, como un hombre privado del sentido, e inconsciente de lo que pasaba en él y a su alrededor. Llevaba así, más o menos, una hora, cuando, por la misericordia de Dios, le llamó el bienaventurado Francisco. Al instante volvió en sí y tiró la almohada tras sus espaldas y se acercó al bienaventurado Francisco y le contó cuanto había ocurrido.

El bienaventurado Francisco le dijo: «Esta tarde, cuando rezaba completas, sentí que el diablo entraba en la celda». Pero después que descubrió ser verdad que era el diablo quien le había impedido dormir o estar erguido para orar, dijo a su compañero: «El demonio es muy astuto y sagaz. Puesto que, por la misericordia y gracia de Dios, no puede hacer mal a mi alma, quiere impedir que satisfaga las necesidades del cuerpo, no dejándome ni dormir ni estar erguido para orar. Lo que busca es quitarme la devoción y la alegría del corazón para que me queje de la enfermedad».

Durante largos años sufrió mucho del estómago, del bazo, del hígado y de los ojos. Sin embargo, tenía tanto fervor y oraba con tanta reverencia, que no se permitía, durante la plegaria, apoyarse en el muro o tabique; se mantenía siempre de pie, con la cabeza descubierta, y algunas veces de rodillas, sobre todo cuando pasaba en oración la mayor parte del día y de la noche.

Incluso cuando iba a pie por el mundo, se detenía siempre para rezar las horas. Si, por sus continuas enfermedades, cabalgaba, se apeaba para decir las horas.

Cómo rezaba el oficio divino. La alegría espiritual

120. Volvía en cierta ocasión de Roma -era cuando se hospedó por algunos días en casa del señor León (LP 117)-; el día en que salió de la ciudad llovió de la mañana a la noche. Como estaba muy enfermo, iba a caballo; pero para recitar sus horas se apeó y se mantuvo de pie a la orilla del camino a pesar de la lluvia, que le calaba completamente.

Él decía: «Si el cuerpo quiere estar sosegado y tranquilo para tomar un alimento que vendrá a ser comida de los gusanos juntamente con él, con cuánta paz y serenidad debe tomar el alma su alimento, que es Dios mismo».

Decía también: «El diablo se alegra mucho cuando puede apagar o impedir la devoción y el gozo interior producido en el siervo de Dios por una oración pura o por otras buenas obras. Cuando el demonio consigue apropiarse algo del siervo de Dios y éste no tiene la sabiduría de anularlo o destruirlo cuanto antes por medio de la confesión, contrición y satisfacción, en breve el primer cabello, al que irán sumándose otros nuevos, lo convertirá en viga».

Y afirmaba: «El comer, dormir y otras necesidades corporales deben ser satisfechas con discreción por el siervo de Dios, para que el hermano cuerpo no pueda murmurar: "No puedo estar erguido y dedicarme a la oración, ni alegrarme en las tribulaciones, ni realizar otras buenas obras, porque no me das lo que necesito"».

Decía también: «Si el siervo de Dios atiende con discreción a su cuerpo y lo cuida de modo conveniente y honesto, y, no obstante, el hermano cuerpo es perezoso, negligente o somnoliento en la oración, las vigilias y otras buenas obras del alma, lo debe castigar como a bestia mala y perezosa que quiere comer y se niega a ganar y a llevar la carga. Y si, por escasez y pobreza, el hermano, sano o enfermo, no puede tener las cosas necesarias y, pidiéndoselas por amor de Dios correctamente y con humildad a su hermano o a su prelado, no se las dan, sufra pacientemente por el amor del Señor, y Él le concederá el mérito del martirio. Y por cuanto hizo lo que dependía de él, es a saber, por haber pedido lo que necesitaba, se le excusa de pecado, aun cuando el cuerpo se enferme más gravemente a causa de esa privación».

A pesar de que el bienaventurado Francisco fue siempre, desde el principio de su conversión hasta el día de su muerte, muy duro con su cuerpo, su principal y supremo cuidado fue tener y conservar en todo momento, interior y exteriormente, la alegría espiritual. Decía que, si el siervo de Dios se esforzase en poseer y conservar la alegría interior y exterior que procede de la pureza del corazón, los demonios no podrán hacerle mal alguno; por el contrario, se verán obligados a decir: «Como este siervo de Dios conserva su alegría tanto en la tribulación como en la prosperidad, no podemos hallar entrada alguna para penetrar en él ni nos es posible dañarle».

En cierta ocasión reprendió a uno de sus compañeros, al que veía triste y con el semblante sombrío, y le dijo: «¿Por qué manifiestas así la tristeza y el dolor que sientes por tus pecados? Esto es asunto para vosotros dos: Dios y tú. Pídele que te devuelva, por su misericordia, el gozo de su salvación. Delante de mí y de los otros, trata de mostrarte siempre alegre, porque no es conveniente que un siervo de Dios aparezca ante su hermano u otro cualquiera, agrio y con el semblante acongojado.

»Yo sé que los demonios tienen envidia de mí por todas las gracias que he recibido de la misericordia del Señor. Como no pueden hacerme daño directamente en mi persona, se esfuerzan en hacérmelo en mis compañeros. Pero, si no pueden conseguir su propósito ni en mí ni en mis compañeros, se retiran llenos de confusión. Si alguna vez me encontrara yo tentado y abatido, pienso que sería suficiente ver la alegría de mi compañero para pasar, por este motivo, de la tentación y abatimiento a la alegría interior y exterior».

* * * * *

Notas:

1) Test 24. Pero no se mencionan en él la madera y la arcilla. Cf. más arriba LP 57-58.

2) Debe hacer referencia a las Alabanzas para todas las horas.

3) El cardenal Hugolino recibe la bula de legado el 23 de enero de 1217.

4) Puede ser Rocca S. Angelo, al noroeste de Asís, o la villa de Brizignano, al norte de Asís.

5) En el eremitorio de Monte Casale, a dos horas de Borgo San Sepolcro, en la montaña.

6) Quería que los hermanos tuvieran con los ladrones atenciones que no le agradaba las tuvieran consigo mismos (cf. LP 74).

7) 2 Cel 28 dice «vicario del Santo». ¿Pedro Cattani o el hermano Elías?

8) Sabatier opina que se puede situar la fecha en el invierno de 1223-24.

9) Otra teoría corriente: se distinguían tres modos de pecar: por debilidad, por ignorancia y por malicia. Cada especie era enfocada en relación con una de las personas de la Trinidad, según Mt 12,32.

10) Doble afirmación, basada en la Escritura y en la liturgia: príncipe de los ángeles: Dan 10,13; jefe de la milicia celestial: Ap 12,7; príncipe de las almas, que él conduce al paraíso: antes, ofertorio de la misa de difuntos.

11) El mismo procedimiento para averiguar la voluntad de Dios (cf. LP 108 y, sobre todo, LM 12,2).

LP 86-104 Introducción

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