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DIRECTORIO FRANCISCANOHistoria franciscana |
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[Título original: Saint François, Gubbio, le loup et la lutte des classes, en Etudes Franciscaines, vol. 15, n. 34 (1965) 84-92]
Que me perdone el lector, pues no soy literato y por lo tanto no puedo ofrecerle una traducción elegante de las Florecillas. Tampoco soy historiador y no puedo decidir si existió en Gubbio un lobo con las fauces hechas colmillos o un bandolero con la garganta repleta de reivindicaciones. Incluso, no sabría dilucidar si Gubbio era una ciudad angustiada por el miedo o una ciudad víctima de la lucha de clases. ¿Era el mismo autor de las Florecillas un narrador, un historiador, un sociólogo, un psicólogo, un pensador o un precursor de la Rerum Novarum y de las posteriores encíclicas sociales de la Iglesia? ¿Era Hugolino de Montegiorgio o sencillamente un desconocido a quien el Espíritu Santo habría sugerido una de sus «locuras»? No lo sé. Pero esta historia del lobo me parece que tiene la estructura de una Parábola, Parábola que quizá contiene la dialéctica del Evangelio. Ahora bien, ¿hay alguien que no deba tener en cuenta, pronto o tarde, la dialéctica del Evangelio? - I - «Morando San Francisco en la ciudad de Gubbio, apareció en sus alrededores un lobo enorme, terrible y feroz, que devoraba no solamente a los animales, sino también a los hombres» [Florecillas 21]. Jamás he visto aquí un lobo de carne y hueso. Por el contrario, a veces me he entrevisto a mí mismo. Hubo un momento en que comencé a verme a mí mismo -el cristiano pone siempre en tela de juicio la definición de su «yo» y, como un antropólogo, explora continuamente su morada y su contorno-; y a partir de entonces, ya nunca he tomado al lobo por una bestia de los bosques, ni he leído su historia en las fábulas para niños, porque éstas enseñan a los pequeños a tener miedo del lobo de «fuera» como un «objeto malvado» que se opondría dualísticamente al hombre. En cuanto a este lobo que está presente en mí, no intencionalmente sino ontológicamente, ¿qué voy a hacer de él? Yo no puedo, a pesar de todo, disfrazarlo de cordero; necesitaría para ello la habilidad del ilusionista. «¡Pues bien! Ya que has descubierto un lobo «dentro» de ti mismo, no tienes más que hablar de ese tal lobo», me diréis irónicamente. Yo he descubierto ese lobo «dentro» de mí, al igual que he descubierto «dentro» de la boca una lengua tan capaz de la blasfemia como de la plegaria. ¿Cómo me ha nacido ahí? Hay algo malvado en mí que está en el origen de la presencia de su embrión en lo más íntimo de mí mismo. Luego, yo le he alimentado y lo he hecho cada vez más prolífico. Hay algo peor. Un buen día finalmente me di cuenta de que el lobo era yo. Se ha expulsado de los bosques al lobo, pero ha encontrado refugio en nuestra conciencia. Y ahora que ésta se ha introducido en la historia de los lobos en manada, ¿para qué sirve el Buen Pastor? Lo que necesita el mundo es un lobo gigante que tenga a raya a los pequeños lobos. Cristo, que envía ovejas y corderos en medio de los lobos, ¿es entonces un ingenuo que no sabe cómo van las cosas en este mundo, o acaso es el único que conoce la trama real de nuestra libertad? Si en cada cordero existiese la contextura de un lobo, y en cada lobo tela de cordero, tendríamos entonces una posibilidad a partir de la cual la práctica enseñada por Cristo ofrecería una probabilidad de éxito. A nivel microscópico se da la indeterminación en el mundo de la materia y también en el de los espíritus. Si Rousseau, en lugar de interesarse por el cristianismo histórico considerado a simple vista y por el hombre natural pensado en abstracto, se hubiese interesado en primer lugar por el Cristo real y por lo que el Cristo real piensa del hombre real -«del corazón del hombre sale... toda clase de corrupción»-, no habría formulado afirmaciones equívocas sobre la naturaleza del hombre. De la mano del Creador brotan, a raudales, las «potencialidades»; ahora bien, en el dominio de lo potencial no se pueden emitir juicios sobre la esencia. «No juzguéis». ¿Por qué? Porque el hombre es precisamente un ser en constante devenir. Si en el cordero hay tela de lobo, y en el lobo la de cordero, ¿qué haces, se preguntará, del principio de identidad? El principio de identidad no es, que yo sepa, negación del devenir, al contrario: el lobo que se reviste con la piel del cordero viola el principio de identidad, pero el lobo que se convierte en cordero, no lo viola. Habituados como están a distinguir el bien y el mal según las clasificaciones por bloques debidamente separados y etiquetados, algunos se preguntarán para qué estar de un lado o de otro. La parábola de las Florecillas nos muestra, en un momento dado, al lobo en un lado y a los ciudadanos de Gubbio en el otro, y se ha llegado a pensar, pues esa es nuestra manera de leer la historia, que a la «derecha» está el frente de las gentes honradas, y al otro lado, a la «izquierda», el frente del lobo que perturba la digestión del bienestar. ¿Y si lo que había era dos clases de lobos: el lobo salvaje, el de los bosques, que nunca aprendió las reglas de la civilización; y el lobo doméstico, que come a sus horas y sabe comportarse en la mesa? ¿Entonces qué? Antes de colocarse en un lado o en otro, sería necesario en primer lugar poder formarse un juicio y ver claramente de qué se trata. Tanto el último de los pilluelos como el primero de los monseñores de Gubbio estaba, yo pondría la mano en el fuego, contra el lobo del bosque. En cambio, la cuestión estaba en quién tomaría partido por el lobo vestido... con una pelliza o que llevaba una muceta. La parábola comienza aquí a hacerse muy curiosa. Convendría, en efecto, preguntarse por qué el lobo de los bosques ataca, estrangula y devora, y por qué el otro que no tiene madriguera, sino una casa, come aseadamente sin manchar el plato de sangre y aumenta su confort sin dejar rastro alguno de su avidez. Compararlos es fácil; juzgarlos, no lo es tanto. ¿Acaso el lobo doméstico no deja, de hecho, a su paso muchos más estragos que el lobo de cuatro patas tras el suyo? Es verdad que el lobo doméstico sabe saludar a las gentes de bien y a las personas piadosas, mientras que el lobo de los bosques no acepta, según parece, el diálogo más que con los santos. Tengo la impresión que el Evangelio nos sugiere que nos guardemos, no de los lobos salvajes, sino de los que se disfrazan de corderos. Si pretendemos no ser lobos, debemos entonces ir en medio de ellos y no echarnos sobre ellos ni gritar «¡a ellos!». - II - La ciudad se llama, pues, Gubbio. De un lado los ciudadanos en armas y del otro un lobo «feroz» o que se le presumía tal. A propósito, ¿qué esquema seguían los sermones del domingo en Gubbio ante semejante circunstancia? Cuando hay que luchar contra el lobo de «fuera», ¿quién se preocupa todavía del lobo de «dentro»? El clero, en sus sermones dominicales, piensa sobre todo en la cruzada contra el lobo de fuera. Los espíritus están enajenados y los creyentes ya no son enseñados. ¿Cuál de los dos partidos aquí presentes tiene, pues, razón? También Pilatos, en el pretorio, se hizo la misma pregunta y se la planteó a Cristo, pero sin obtener respuesta, porque a preguntas necias, oídos sordos. Nadie puede responder a una cuestión que no tiene sentido. La verdad no es una cosa, es una Persona. Y aquí, en Gubbio, la inexactitud teórica de la cuestión raya en lo grotesco: preguntarse quién tiene razón es pretender poner a la Verdad en la picota de la Historia. Según parece, se le pide a Francisco que emita un juicio. ¿A quién va a dar la razón? Salomón propuso partir al niño en dos, y así logró descubrir a la verdadera madre. Paul Kruger zanjó una disputa entre dos hermanos sobre unas tierras que habían heredado: «Que uno haga el reparto y que el otro elija», les dijo. Consiguió hacer justicia, pero no reconciliar los corazones. Cristo rehusó hacer de árbitro entre dos hermanos (Lc 12,14), porque la justicia evangélica únicamente tiene por raíz y motivación la «metanoia», la conversión: Cristo debe estar presente desde el origen en nuestras relaciones con nuestros hermanos, y no ser invocado después como un extraño a quien se le pide que arbitre desde «fuera» y pronuncie un veredicto para dar o quitar la razón a alguien. Preguntar quién tiene razón cuando se está acorralado entre dos egoísmos, es una cuestión que carece de sentido. Esto supondría admitir el presupuesto falso de que la función del veredicto es tranquilizar la conciencia de alguno. San Francisco no da más oídos a las quejas de los ciudadanos contra el lobo que a las del lobo contra las gentes de Gubbio. En este plan y con semejante método, él habría terminado por tomar partido o por encontrar una solución «razonable». Ahora bien, lo que Francisco busca es la solución evangélica. A los ojos de Francisco, el lobo y los ciudadanos de Gubbio son igualmente culpables con relación a la concepción meta-histórica de la coexistencia. Ciertamente, él se compadece de esta población que es víctima de una mentalidad antievangélica porque le atenaza un miedo pavoroso del lobo; toda esta agitación, en efecto, encubre un equívoco: la cuestión no es saber quién tiene la culpa y quién la razón, sino tomar finalmente conciencia de la ceguera espiritual que hace imposible toda pacificación o que no puede obtenerla más que en términos de tregua o de equilibrio de miedos. La misión de Francisco es clara: de las dos variedades de lobos aquí presentes, él intenta hacer hombres. Empresa que compete a la rama más especializada de la pedagogía especializada. Los dos partidos están presentes. Un hombre se separa de uno de ellos. Avanza hacia el lobo, pero no con la mentalidad del partido de donde viene. Él ni siquiera es de la región; no está comprometido ni alineado. Es un ciudadano del Reino de los cielos, un pobre, y sobre todo pobre de sí mismo. No pertenece a ninguna clase, sólo se pertenece a sí mismo: encarna el Evangelio. Despegado, es tanto de un partido como del otro, ni siquiera tiene intereses personales que defender, y por ello puede hablar tanto a uno como a los otros. Se adelanta desarmado, deseando el bien a los dos lobos, que son como dos «posibilidades» que se le ofrecen a modo de dos bloques de mármol para un escultor o dos campos de cultivo para un campesino. Su aspecto es demasiado lastimoso para que nadie pueda figurarse que viene como embajador. No trae cartas credenciales de parte de la ciudad: éstas tendrían impreso el sello de un partido. Tampoco es Francisco «la tercera fuerza»: él representa una fuerza «nueva» que está más allá de cualquier fuerza o poder. Él es el hombre que no se ha dejado cautivar más que por Cristo. En otro tiempo, él había representado el papel de los lobos bien vestidos --¡y su padre era entendido en «telas»!-; no es, pues, un teórico, sino alguien que conoce, por haberlo experimentado, la tristeza de un egoísmo. La ciudad hubiera querido enviar a parlamentar con el lobo al cordero «diplomático» aureolado de santidad, porque lo que ella buscaba era convertir al lobo. Aquí tenemos uno de los ritos a los que la ciudad es fiel; en la Edad Media, las misiones de este género eran frecuentes. Pensemos en el elevadísimo púlpito que Fray Juan de Vicenza hizo levantar el 27 de agosto de 1233 en la campiña de Paquara, cerca de Verona, para restablecer la paz, en nombre del Papa, entre Federico II y las Comunas lombardas. Recordemos las diversas posiciones «temporales» adoptadas sucesivamente por Fray Juan, y nos será fácil persuadirnos de que los «corderos» capaces de dialogar con el lobo son muy raros. He aquí, pues, a Francisco que atraviesa las puertas de la ciudad y se pone en camino. «Sus compañeros» lo escoltan; pero ninguno de ellos resiste al miedo y se repliegan hacia la ciudad. No se llega a ser como el maestro por el simple hecho de seguirle: ciertas opciones parecen idénticas a nivel macroscópico, pero a nivel microscópico sus motivaciones se revelan heterogéneas. El valor de quien consiente hacer de cordero pero a medias, con fines tácticos, no puede ser duradero. Según esquemas de mi lógica occidental y supuestamente cristiana, me habría imaginado que san Francisco habría bendecido y hecho la señal de la cruz sobre la ciudad en armas al caminar hacia la madriguera del lobo. ¿Acaso no era una cruzada? Sin embargo, Francisco no hace nada de esto y pronto se encuentra solo, completamente solo, frente al lobo. El momento es decisivo para poner a prueba las ideas, los métodos y las metafísicas. Se van a verificar aquí el valor de los argumentos y las últimas posibilidades que ofrece la inteligencia cuando se sabe utilizarla. El lobo, por su parte, obedece a una lógica irrefutable. Desde el momento en que se avanza hacia su guarida, al punto sale, con la boca abierta, para defenderse, e inmediatamente pasa al ataque. ¿Cómo puede él saber que el hombre que avanza solitario viene a su encuentro y no piensa con el cerebro de la ciudad? Abrir la boca y perseguir a alguien no denota necesariamente un cerebro que piensa; pero abrir la boca porque se tiene hambre y perseguir a alguien para defenderse, esto sí denota, por el contrario, que se puede, después de todo, razonar: «¿Por qué no me dais de comer cuando tenéis comida hasta para tirar a la basura?». San Francisco cuenta con esta capacidad de razonar; sabe que el lobo es capaz de apertura metafísica. Esta vez Francisco hace la señal de la cruz, pero es al lobo a quien bendice y no a una horda de ciudadanos armados y prestos a lanzarse contra el lobo. Es un signo de simpatía evangélica hacia el lobo y nada de la habitual reacción de defensa ante el lobo. «Ven aquí, Hermano Lobo...». El diálogo comienza de un modo curiosamente nuevo, ha sucumbido todo el belicoso vocabulario de la hostilidad. En las querellas cotidianas, el ruido de las voces tenía otro sonido, el de los alaridos confusos y gritos frenéticos de «¡Vete al diablo, asesino, lobo pestilente! ¡Ya verás si no te largas de aquí!». «Ven aquí, Hermano Lobo...», dice Francisco. «¡Pero bueno, a pesar de todo hay unas leyes! ¡Y nosotros tenemos un Código!», gritan los otros. «Hermano Lobo, dice Francisco, yo te mando de parte de Cristo que no hagas mal ni a mí ni a nadie». El plano en el que se sitúa Francisco y en el cual invita fraternalmente al lobo a reunirse con él, es un plano donde se puede respirar a gusto sin temer emboscadas diplomáticas. El lobo sorprendido se detiene y cierra el hocico, porque, a pesar de todo su conciencia está abierta a las llamadas de la Verdad, y él acaba de escuchar por fin las premisas metafísicas de una Moral Nueva: «Hermano Lobo, yo te mando en nombre de Cristo». Detrás de toda empresa bélica, racial o ideológica, encontramos siempre -lo atestigua la historia- a los teóricos de la discriminación antropológica. Los paganos, sobre este punto, tenían siempre la conciencia limpia: bárbaros y esclavos, a priori, tenían siempre la culpa. Pero ya san Ireneo, en un ambiente cristiano, tuvo que desmantelar las posiciones maniqueas de los pensadores aparentemente cristianos que pretendían poder distinguir a ojos vistas una Iglesia compuesta de «hombres espirituales» y de «hombres carnales». Posteriormente, las Compañías comerciales que se dedicaban a la trata de negros inducirán a los teólogos a discutir sobre la «capacidad de los Indios para recibir el bautismo», y como las opiniones diferían en este asunto, los negreros volvieron a surcar los mares con la conciencia tranquila, «in dubiis libertas», en las dudas, libertad. Francisco está demasiado habituado a deducir sus conclusiones prácticas de las premisas evangélicas para no encontrar espontáneamente el término exacto. «Hermano Lobo», dice, y expresa ahí en lenguaje directo -con las palabras- el teorema de la fraternidad en todo su rigor. Nuestras teologías (¡sic!) morales argumentan en nombre del Derecho positivo, de la Metafísica, de las Costumbres, del Derecho natural o del Sentimiento, es decir, en nombre de una norma universal abstracta o de una idea. Francisco argumenta aquí en nombre de una Persona, pues las ideas, sean verdaderas o falsas, permanecen siempre subjetivas, mientras que una Persona es o no es, existe o no existe. Puestos en este plano ético, que se sitúa al mismo nivel del Evangelio, el lobo no rechaza convertirse en cordero, y Francisco puede ahora comenzar a hablarle de sus culpas; el argumento surtirá efecto. El argumento será convincente porque en labios de Francisco la argumentación será «desligada» y «universal». Francisco no relata al lobo lo que piensan de él los ciudadanos de Gubbio. Y si Francisco hubiera preguntado a éstos por qué el lobo hacía mal devorando bestias y gentes, en otros términos, si les hubiera preguntado por qué estaba mal robar y matar, ¿qué habrían podido responder las buenas gentes de Gubbio? Hubiera sido entonces la confusión de Babel, la de todos los «por qué» de las morales humanas. No, Francisco no le sopla nada de todo eso al lobo; se le dirige con un discurso de una evidencia cegadora para el lobo, pues deriva, sin la menor distorsión dialéctica, del plan del Absoluto Vivo y Personal. «Hermano Lobo, tú haces mucho daño en toda la comarca y has cometido grandes fechorías, hiriendo y estrangulando a las criaturas de Dios sin su permiso. No sólo has estrangulado y devorado las bestias, sino que has tenido la audacia de herir y matar a los hombres hechos a imagen de Dios. Merecerías la horca como el peor de los bandidos y asesinos...». No, Francisco no es de los que bordan placenteros sermones acomodaticios y sincretistas: el lobo tiene sobre sus espaldas culpas concretas, no con respecto a la moral «historizada» o «clericalizada» de las buenas gentes de Gubbio, sino respecto a una moral cuyas raíces se hunden en una trascendencia que se sitúa inmediatamente en el plano de una Persona y no de una teología «positiva» o «de silogismos». En el fondo, para Francisco, el lobo es culpable, no por estar al margen del derecho positivo -cuya fuerza podría muy bien no derivarse más que de una opción de la mayoría-, sino porque ofende a Aquel que, al estructurar los semantemas, elementos esenciales y radicales, de la naturaleza humana, hace posible todo derecho. Gracias a estas indicaciones semánticas de Francisco, la conciencia del lobo no encuentra mayor dificultad en descubrir, más allá de las instituciones y de los individuos, a la Persona Viva que les da vida. Al contacto de los Valores que derivan a este Alguien, el espíritu tortuoso del lobo vuelve a encontrar una rectitud que los dudosos argumentos de los ciudadanos de Gubbio no habrían podido darle. El lobo, nunca lo concretaremos suficientemente, no ha sido recuperado o conducido al «buen sentido» o a la «honestidad» social, sino a la Verdad. Francisco se revela aquí como un fino psicólogo. Comprende las motivaciones económicas de la conducta del lobo y las tiene en cuenta: «Sé muy bien que el hambre te ha inducido a cometer toda esta maldad». Existe una sintonía entre el estómago y el pensamiento: uno y otro buscan su alimento, el estómago en la comida y el pensamiento en la verdad. Esta sintonización estructura a la persona y su acción. En este compás del diálogo, el pacto «in re sociali» entre el lobo y Francisco no presenta ya dificultad alguna, Francisco no tiene más que sugerirlo para que el lobo manifieste de inmediato su acuerdo. El ceremonial del intercambio de firmas, siendo muy concreto, no es complicado. «El lobo movió las orejas y la cola e inclinó la cabeza para testimoniar que él aceptaba... Y levantando la pata derecha delantera, la puso fraternalmente en la mano de Francisco, confirmando a su manera la fe jurada». Entonces Francisco lo conduce, y el lobo lo sigue como un corderillo. ¡El lobo convertido en cordero! Los ciudadanos, apretujándose, con la nariz y los ojos en las troneras, contemplan con alivio y admiración universales la escena «milagrosa». La plaza de la ciudad es, momentos después, el lugar del encuentro del lobo y de los ciudadanos de Gubbio. ¿Por qué la plaza y no la iglesia? Pues Francisco era diácono y podía consiguientemente hablar en la iglesia. ¿Hubo acaso alguna tirantez con las autoridades religiosas? O más bien, ¿es que Francisco quiso permanecer fiel hasta el fin a su método y hacer resaltar con ello la Ciudad como lugar de reconciliación de los cristianos con el resto del mundo? Bien pronto se volverán a encontrar en la iglesia, pero solamente a continuación, porque la misma Iglesia se había convertido probablemente en una asamblea más de guerrilleros que de creyentes: su pedagogía era más la de la oposición al lobo y de la lucha contra él que la de la purificación de los corazones y de la unión de los espíritus. ¿Para qué habrían venido a la iglesia si no para cantar el Te Deum de su victoria sobre el lobo o para agradecer a Dios el haber vuelto juicioso al lobo, el haberle hecho ser de nuevo «honesto»... como ellos? Francisco llega, pues, a la plaza, seguido por el lobo, pero no va a entregárselo. Comienza otro acto: para Francisco, que ha recuperado al lobo, se trata ahora de recuperar a los ciudadanos de Gubbio, y para ello es necesario un método diferente. Lo importante es conseguir conducirlos -a ellos, ¡a las gentes honestas!- al mismo plano de la Verdad al que el lobo acababa de elevarse y a la que ahora se adhería. Y Francisco empieza el «sermón»: en lugar de discurrir sobre los fundamentos de la moral, es una prédica lo que hace ahora, ya que esta vez se dirige a creyentes o a gentes que como tales se consideran. Para hablar en la iglesia se necesitaba el permiso del obispo, pero para decir dos palabras aquí, en la plaza, bastaba que se encontrase en ella alguien que escuchase; ahora bien, toda la ciudad se apretujaba allí. Francisco toma, pues, la palabra y recuerda a la muchedumbre, «entre otras cosas», cómo «Dios permite semejantes calamidades por sus pecados». Francisco había recordado al lobo los fundamentos de la moral; a los ciudadanos de Gubbio les hace un sermón sobre la necesidad de ajustar su conducta y su vida social a los fundamentos de esta moral. Los habitantes de la ciudad no están en regla con la Verdad que profesan si no se conforman a ella: por más que tengan una iglesia en medio de la ciudad y a Cristo en esta iglesia, no poseen por ello la Verdad si no la llevan a cabo primero en sus actos. Francisco continúa luego comparando la boca del lobo con la del infierno: comparada con la del infierno, la del lobo no tiene importancia y, sin embargo, habéis tenido un miedo cerval a ésta. ¿Qué ocurrirá cuando os hundáis en la del infierno? Haced, pues, penitencia de vuestros pecados, después de haberos reconocido verdaderamente pecadores. Estaréis en paz con el lobo y con el infierno, cuando os hayáis puesto en paz con Dios, es decir, cuando hayáis dominado el lobo que hay «dentro» de vosotros mismos, se desvanecerán por sí mismos el miedo del infierno y el del lobo de «fuera». Cuando la conciencia de un «lobo» y la de un «ciudadano» se dejan iluminar una y otra por la misma luz, ¿qué queda de la lucha de clases? Apenas la conciencia comienza a arrancar de raíz en sí misma al «hombre viejo», el «lobo» queda destruido y como volatilizado en el interior de nosotros mismos, y «afuera», en el nivel ontológico, no quedan más que «corderos»: la oposición dualista y maniquea entre las clases da paso a la oposición dialéctica que hace avanzar el Reino. Francisco no destaca, como lo haría un sociólogo, las culpas de los unos y las razones de los otros para tasarlas según el parámetro del derecho positivo civil o eclesiástico. Él coge por la mano a los dos oponentes y los conduce a alturas que sobrepasan todo bando y donde el discurso sobre la «Justicia» se hace posible y fácil de realizar. La parábola termina como sigue. El lobo se convierte no en un ciudadano de la «vieja» ciudad de Gubbio, sino en un ciudadano «nuevo» de una «nueva» ciudad. La parábola no nos habla en absoluto de una ciudad que reabsorbe o recupera a un ciudadano «perdido»; nos habla de dos clases de «ciudadanos perdidos» -el lobo y los ciudadanos de Gubbio-, que son reintegrados en una «nueva» concepción de coexistencia y de convivencia. No me preguntéis si Francisco es un objetor de conciencia, un «tonto útil», alguien que secunda los propósitos del lobo, o un ferviente del «diálogo» o del ecumenismo; me plantearíais cuestiones banales. Preguntaos más bien si el método escogido por Francisco es una utopía fantástica... o si no sería el camino, el único camino, de la verdadera revolución social cristiana. [En Selecciones de Franciscanismo, vol. III, núm. 9 (1974) 310-317] |
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