DIRECTORIO FRANCISCANO

Historia franciscana


ORÍGENES Y FINALIDAD DEL ESTUDIO EN LA ORDEN FRANCISCANA

por Jacques Guy Bougerol, OFM

 

[Título original: Le origini e la finalità dello studio nell'Ordine francescano, en Antonianum 53 (1978) 405-422]

El autor se plantea, una vez más, la cuestión de los estudios en la Orden franciscana, y trata de darle la triple respuesta de la historia, de la teología y de la vida y formación de los hermanos. El presente trabajo fue la lección inaugural del curso académico 1978-1979 en el Pontificio Ateneo «Antonianum» de Roma. Aquí lo ofrecemos desprovisto del amplio aparato de notas y citas que lleva el original.

El Cardenal Jacobo de Vitry, hablando un día a los hermanos, poco después de 1229, afrontó indirectamente el tema de los estudios en la Orden. Decía: «Algunos, más que míseros y estúpidos, buscando solaz para su pereza, dicen que no conviene estudiar, sino que es más seguro que los hermanos permanezcan en la humildad de su simplicidad, puesto que la ciencia enorgullece y las muchas letras hacen perder el sano juicio».

Después de siete siglos, el mismo tema sigue planteándose a los hermanos todavía hoy, aunque en sentido inverso, con la misma urgencia.

Quisiera dar al tema una triple respuesta, fundándome en documentos auténticos: en primer lugar, la respuesta de la historia, mostrando la evolución de la Orden hasta la creación de centros universitarios y la organización de los estudios a nivel de los principales conventos, con un objetivo eminentemente pastoral: formar a los hermanos para la predicación y la confesión, tal como les imponía la Iglesia. Añadiré la respuesta de la teología, subrayando en qué medida los primeros maestros tomaron los temas esenciales de su teología de la vida, espíritu y escritos de san Francisco. Concluiré con la respuesta de la vida, evocando la preocupación constante de los maestros de formar a sus hermanos para la tarea pastoral a la que se preparaban.

Caravaggio: San Francisco

I. LA RESPUESTA DE LA HISTORIA

El 6 de abril de 1237, el papa Gregorio IX envió a todos los prelados de la Iglesia la bula Quoniam abundavit iniquitas (BF I, 214-215, n. 224). La introducción de esta bula parece reflejar una cierta angustia y una gran esperanza: angustia frente al crecimiento de los movimientos marginales del siglo anterior y a su persistencia en los comienzos de este siglo XIII; una gran esperanza frente al dinamismo evangélico de la Orden franciscana, de la que Gregorio IX había conocido íntimamente al padre san Francisco y de la que había seguido atentamente la evolución.

«Porque creció la iniquidad y se enfrió la caridad de los más, el Señor suscitó la Orden de los amados hijos los Hermanos Menores, quienes, no buscando su propio provecho sino el de Cristo: non quaerentes quae sua sunt, sed quae sunt Christi, para acabar con las herejías y extirpar otras pestes mortíferas, se dedicaron a la evangelización de la palabra de Dios en la humildad de la pobreza voluntaria».

La autoridad pontificia aprueba seguidamente su santo propositum y pide a todos los obispos que permitan a los hermanos ejercer el oficio de la predicación, al que están destinados por la profesión de su Orden, y el ministerio de la confesión, para que puedan sembrar las virtudes en los corazones preparados por su palabra; el permiso de confesar es una innovación.

Aquí hay un hecho a mi parecer importantísimo. Gregorio IX usa en esta bula, casi en los mismos términos, el texto de la bula que Honorio III había promulgado el 18 de enero de 1221 para recomendar la Orden de los Predicadores; si se compara el texto de las dos bulas, la del 18 de enero de 1221 y la del 6 de abril de 1237, referente la primera a los Predicadores y la segunda a los Menores, se comprueba que ésta repite casi literalmente el texto de aquélla. Dieciséis años separan las dos bulas, dieciséis años que constituyen el período de tiempo durante el cual la Orden franciscana ha realizado una evolución irreversible.

Esta evolución se debe a múltiples elementos, de los que unos son propios de la Orden y otros provienen del papado.

Los elementos internos han sido ampliamente estudiados y magníficamente sintetizados por el P. Kajetan Esser, sobre todo en su obra La Orden franciscana, orígenes e ideales (Aránzazu 1976).

Es cierto que el creciente número de clérigos en la Orden modificó progresivamente su mentalidad y estructura. Por una parte, los clérigos entregados a los estudios teológicos son dispensados del examen que la Regla impone para los predicadores, y esto por la bula Quo elongati del 28 de septiembre de 1230.

Por otra parte, los hermanos que llegaron con Bernardo de Quintaval a Bolonia en 1211, fundaron allí una escuela interna de teología. En 1220, Francisco aceptó el nuevo convento, puesto que el cardenal Hugolino reivindicó su propiedad (cf. 2 Cel 58). En 1223-1224, Antonio de Padua fue enviado a dicha escuela por Francisco para que enseñara teología. La escuela boloñesa ya no cesará de recibir hermanos de todas las provincias y, así, de proveer a los principales conventos italianos de lectores [maestros o profesores], siguiendo el modelo dominicano.

En París, los hermanos llegados en 1219 siguen las lecciones de una escuela de la Facultad de teología de la Universidad hasta 1236 en que Alejandro de Halés traslada su cátedra de maestro regente a la escuela, hasta entonces interna, de los Hermanos Menores. La escuela franciscana de teología quedaba así fundada y reconocida por la Universidad y por la Iglesia.

Los hermanos llegados de Oxford en 1224 recibieron la enseñanza de Roberto Grosseteste. En 1245, Adán de Marsh se convertirá en el primer maestro regente franciscano.

En 1228, el ministro general Juan Parente, al enterarse de que la Provincia de Alemania no tenía un lector de teología, relevó de su cargo de ministro a fray Simón y lo nombró lector (Giano, Crónica n. 54; cf. Sel Fran n. 25-26, 1980, 261).

Se puede afirmar que desde 1231 existían en la Orden franciscana tres centros de estudios: Bolonia, París y Oxford. La mayoría de las Provincias y los conventos importantes tenían su propio lector, cuyas lecciones debían seguir todos los hermanos.

El desarrollo interno de la Orden la hacía hallarse cada vez más adaptada para responder a la llamada insistente de la Iglesia. La herejía continuaba haciendo su camino y el papado, después de haber seguido con benevolencia y atención el progreso de los movimientos apostólicos, llegó a prohibir toda predicación a los laicos, como atestigua la carta de Gregorio IX al arzobispo de Milán.

Así, la Orden franciscana, en el espacio de dieciséis años, se insertó en las estructuras de la Iglesia, con la creciente clericalización y con las exenciones que dieron origen a un nuevo derecho.

Entonces el papado confió a la Orden una misión necesaria y urgente: la predicación y la confesión, como hemos visto al comentar la bula Quoniam abundavit iniquitas. El papa Gregorio IX tuvo una gran influencia en este desarrollo. Ardiente admirador de san Francisco, intentaba proteger su obra contra toda desviación y ponerla al servicio de la Iglesia.

Las consecuencias aparecieron muy claras: desde los orígenes, los estudios tuvieron un fin esencial y, digámoslo, único: un objetivo pastoral, es decir, la evangelización. Los hermanos, conscientes de la riqueza de su vocación, exigían estudios serios, como lo atestigua el sermón predicado en París por un hermano menor anónimo el 1 de mayo de 1231, fiesta de los santos Felipe y Santiago: hasta ahora los hermanos siguen las lecciones de los maestros seculares que

«ni leen ni disputan útilmente, sino que enseñando como "rabbi" aquellas cosas que en la Sagrada Escritura son fáciles de entender, las hacen difíciles con sus explicaciones confusas y obscurecedoras, cuando, por el contrario, se dice en el Eclesiástico: "Quienes me ilustran tendrán la vida eterna" (24,31). ¡Ay de los tales! Pues de ellos dice Isaías: "¡Ay de los que de la luz hacen tinieblas y de las tinieblas luz" (5,20) en sus discusiones! Se oye un gran clamor, por lo que apenas o nunca el que propone puede ser entendido por su oponente; esto, sin embargo, lo hacen y son estimados en las escuelas. Por esto se le dice a Timoteo: "Evita las cuestiones inútiles" (2 Tim 2,23)».

El ingreso de Alejandro de Halés en la Orden y la consiguiente creación de la escuela franciscana fue como la respuesta colocada al pie de la petición de los hermanos. Pronto cada una de las provincias envió dos estudiantes que, después de haber superado el bachillerato bíblico o en las Sentencias, regresaban para enseñar en Bolonia o en su provincia. Sólo permanecían en París un tiempo más largo aquellos que habían sido escogidos para hacer la licencia y el magisterio.

De esta manera la Orden respondió a la misión que le fue confiada por la Iglesia, y Juan de Parma, ministro general, cuando visitó la provincia de Inglaterra, podía afirmar que el edificio de la Orden estaba construido sobre dos fundamentos sólidos: la vida evangélica y la ciencia (Eccleston, 74).

M., Bassetti: San Antonio leyendo

II. LA RESPUESTA DE LA TEOLOGÍA

Si la historia ha respondido ya al tema con los acontecimientos y los documentos, la teología atestigua, por su parte, cómo los maestros de la primitiva escuela franciscana quisieron permanecer fieles al carisma de san Francisco. Existe una verdadera convergencia entre Francisco y los dos primeros maestros franciscanos, san Antonio de Padua y Alejandro de Halés. Ambos son teólogos según el corazón de san Francisco: Antonio, a quien Francisco llamaba «mi obispo» (CtaAnt), y Alejandro, refiriéndose al cual afirma san Buenaventura que la Orden, como la Iglesia, empezó con hombres sencillos y se enriqueció seguidamente con doctores ilustrísimos y sapientísimos.

El espíritu de san Francisco se hace sentir, no sólo en las grandes opciones teológicas, sino también en el lenguaje, cuyos términos pasaron de un maestro a otro y, por consiguiente, a los estudiantes, que los difundieron en toda la Orden. Así se fue creando un lenguaje teológico, un modo de pensar y unas expresiones que, por su originalidad, podemos definir como franciscanos. Esto se resume en tres temas esenciales: la noción de teología, el Cristocentrismo y la primacía moral del precepto de la caridad.

1. LA NOCIÓN DE TEOLOGÍA

Francisco elogiaba un día la santa simplicidad que prefiere obrar a enseñar o aprender:

«Esta es la simplicidad que requería el Padre santísimo en los hermanos letrados y en los laicos, por no creerla contraria, sino verdaderamente hermana de la sabiduría» (2 Cel 189; cf. 2 Cel 205).

Decía, respondiendo a la pregunta de si era de su agrado que los letrados ingresados en la Orden se aplicasen al estudio de la Escritura:

«Sí, me place, pero a condición de que, a ejemplo de Cristo, de quien se dice que se dedicó más a la oración que a la lectura, no descuiden el ejercicio de la oración, ni se entreguen al estudio sólo para saber cómo han de hablar, sino, más bien, para practicar lo que han aprendido y, practicándolo, lo propongan a los demás para que lo pongan por obra» (LM 11,1).

San Antonio de Padua subrayaba, en el exordio de un sermón, que «la teología es el cántico nuevo que resuena dulcemente en los oídos de Dios y que renueva el alma». En otro sermón, describe brevemente la utilidad de la teología: «El predicador debe ser hijo de la ciencia y del conocimiento, pues en primer lugar debe saber qué, a quién y cuándo predica, y en segundo lugar debe conocer en sí mismo si vive según lo que predica».

De modo más científico, Alejandro de Halés, en la introducción a la Suma, define la teología como la sabiduría propiamente dicha («sapientia ut sapientia»). Ésta genera primero de todo el creer, la fe, y, en el corazón purificado por la fe que obra en el amor, genera el entender, la inteligencia.

La serie de maestros franciscanos, hasta Duns Escoto, desarrollarán el mismo pensamiento, pero cada uno añadirá lo que el ingenio de cada uno encontrará más expresivo. Así, Odón Rigaud aplicará a la teología aquello que dice Aristóteles en la Ética a Nicómano: «Ut boni fiamus», para que nos hagamos buenos, expresión que se hará clásica en la teología franciscana hasta san Buenaventura. Duns Escoto, en cambio, se encuentra ante una problemática nueva, pero permanece fielmente ligado al pensamiento de sus maestros: «Deus non deest quaerentibus toto corde salutem», Dios no falta a los que buscan de todo corazón la salvación, escribe en su Ordinatio. Y en su De primo rerum principio refleja su alma profundamente franciscana: «Dios nuestro, ...enseña a tu siervo... a mostrar por la razón lo que por la fe cree con absoluta certeza».

Así permanece la fidelidad a san Francisco, quien dice en una de sus Admoniciones:

«Son vivificados por el espíritu de la divina letra quienes no atribuyen al cuerpo toda la letra que saben y desean saber, sino que con la palabra y el ejemplo se la restituyen al altísimo Señor Dios, de quien es todo bien» (Adm 7,4).

El estudio de la teología fue siempre para nuestros maestros -de san Antonio de Padua a Alejandro de Halés, Buenaventura y Duns Escoto-, ni más ni menos, lo que el mismo Antonio había dicho en un sermón:

«Ejercitarse en la contemplación por el deseo de la bienaventuranza, para llevar más ávidamente a sí mismos y a los otros el pan de la palabra de Dios».

2. EL CRISTOCENTRISMO

«Uno es vuestro maestro, el que está en los cielos: Cristo», escribía Francisco, quien, pobre de todo, no se creía digno de nombrar a Dios y le suplicaba de esta manera: «Que nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo amado, en quien has hallado complacencia, te dé gracias de todo junto con el Espíritu Santo Paráclito como a ti y a Él mismo le agrada, Él que te basta siempre para todo...» (1 R 22,35; 23,5).

Desde la primera llamada de Cristo en San Damián hasta la estigmatización en la Verna, la vida de san Francisco es como una escalada continua en la conformidad más expresiva a Jesucristo. ¿Cómo habrían podido olvidarlo sus hermanos teólogos?

Alejandro de Halés, en efecto, desarrolla un pensamiento totalmente franciscano en la cuestión De Incarnatione, que había tratado antes de su ingreso en la Orden. Recuerdo aquí el más importante de sus argumentos:

«Lo propio de la bondad suma consiste en manifestarse por medio de la bondad creada; por tanto, que se declare de modo supremo y por el medio supremo en la criatura en cuanto es posible. Ahora bien, la bondad suprema no sería comprensible en la criatura si no existiera la Encarnación, pues una simple criatura no puede llegar a aquella bondad a la que sí puede llegar la criatura unida a la divinidad. Por tanto, era conveniente la Encarnación, aunque no tuviese lugar la Pasión» consiguiente al pecado.

Así, desde los orígenes de la escuela franciscana, el primado de Cristo es alumbrado no sólo como un principio para explicar el proyecto de Dios, sino como un principio de fe vivida. San Buenaventura desarrollará el mismo pensamiento, hasta decir en las Collationes in Hexäemeron: «El Verbo es el medium metafísico que reconduce todo al Padre. Esto constituye toda nuestra metafísica».

Conocido es el pensamiento de Duns Escoto. Profundamente ligado a la tradición franciscana, si la renueva, lo hace para mejor conservarla. Presenta de otro modo el argumento que hemos encontrado en Alejandro de Halés, pero el fundamento es el mismo: Dios es caridad. Siendo a la vez amor supremo y bien supremo, Dios se ama a sí mismo necesariamente. Pero Él quiere también, libremente, que otros seres lo amen, o sea, que puedan participar, en la propia medida, del amor infinito con que Él se ama a sí mismo y que es bienaventuranza. Esta voluntad, que sólo inspira el amor, es la causa primera de la creación. Y para que el universo externo de los seres dedicados al amor fuese capaz de darle satisfacción a Él, era necesario que creciese un amor infinito, digno de responder al acto de amor por el que fue engendrado. Por eso, Dios previó desde la eternidad la unión del Verbo con la naturaleza humana, aun cuando el hombre no hubiese caído en el pecado de considerarse autónomo. El motivo primero de la Encarnación, por tanto, no es el pecado de Adán, sino el amor de Dios.

Los maestros franciscanos colmaron así el deseo de san Francisco. Jesucristo está en el centro de la fe y de la vida de los hermanos. Él es quien ha suscitado una múltiple santidad entre ellos, Él ha enfervorizado sus obras y su predicación.

3. LA PRIMACÍA MORAL DEL PRECEPTO DE LA CARIDAD

«Dame una caridad perfecta», decía san Francisco al crucifijo de San Damián (OrSD). La caridad es hermana de la obediencia, de la humildad, y se manifiesta en las palabras y en las obras (cf. SalVir 3; Adm 3; 9; 25; etc.).

El pensamiento de Francisco está presente en todos los maestros franciscanos que, al exponer la ética evangélica, prefirieron la clasificación según los mandamientos antes que la clasificación según las virtudes.

Alejandro de Halés desarrolla este pensamiento en la cuestión De gradibus caritatis: La caridad es el amor del sumo bien por sí mismo, y así es el vínculo de la perfección, pues une todas las cosas por medio del amor. La caridad es el fin de toda obra según que tal obra se hace por el fin que es el sumo bien amado. La caridad es el orden del amor perfecto a Dios, al prójimo y a sí mismo.

Para san Buenaventura, los preceptos del Decálogo arrancan de la fe del cristiano, así como de su caridad. Si bien son múltiples los preceptos respecto a la diversidad de obras a que se aplican, encuentran su unidad esencial en la caridad, en la que están como enraizados.

Para Duns Escoto, la voluntad encuentra en la caridad objetiva y desinteresada la perfección de su función moral, de modo que la caridad perfecta constituye el coronamiento del esfuerzo moral sostenido por la gracia. La caridad es el ápice de la perfección, y Duns Escoto se pone en la línea de san Francisco completando la palabra de san Pablo: «... entonces conoceré como soy conocido» (1 Cor 13,12), con las palabras: entonces amaré como soy amado.

El pensamiento franciscano nació de dos imperativos: la fidelidad al carisma de san Francisco y la voluntad de preparar a los hermanos para la misión de predicar y confesar que les fue confiada por la Iglesia; este pensamiento se ha orientado constantemente a realizar una síntesis total del saber y del vivir.

En el corazón de cada uno de los maestros, de san Antonio de Padua a Alejandro de Halés, de san Buenaventura a Duns Escoto, está vivo el culto a san Francisco. Etienne Gilson se ha imaginado la reunión de estos maestros en un concilio: cuando aparece Francisco en medio de ellos, todos cierran sus libros para escucharlo y aprender de él la solución de los problemas que ellos se limitaban a discutir abstractamente.

Fray Lucas: San Buenaventura

III. LA RESPUESTA DE LA VIDA

Sin embargo, los maestros franciscanos, al plantear esos problemas, jamás olvidaron vivir con plena autenticidad la vida que habían profesado. Nunca fueron únicamente maestros del saber. Basta escucharlos predicar a los hermanos estudiantes para darse cuenta de ello. La predicación formaba parte de su cargo y esto fue para ellos la ocasión de formar a los hermanos en su empeño pastoral. Allí la palabra era menos formal y los maestros se proponían a la vez dar un buen ejemplo de predicación y formar el espíritu franciscano en los jóvenes estudiantes. Quisiera citar algunos fragmentos de los sermones rubricados, y consiguientemente auténticos, de Alejandro de Halés, Juan de la Rochelle, Odón Rigaud y Guillermo de Melitona o Midletown, que he transcrito de sus manuscritos.

En un sermón sobre el tema Christus assistens pontifex, Alejandro de Halés desarrolla, de modo muy concreto, la idea de que Cristo nos ha preparado un puente para permitirnos el paso del río de este mundo. Después de haber subrayado las cualidades de este puente según el texto de la Carta a los Hebreos: «Así es el Sumo Sacerdote que nos convenía: santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores, encumbrado por encima de los cielos» (Heb 7,26), advierte que nos esperan cinco peligros. El primer peligro estriba en que, al entrar en el puente con excesivo equipaje, se corre el riesgo de hundirlo: este equipaje son los bienes materiales, que debemos abandonar. El segundo peligro consiste en que haya una disensión encima del puente y el más fuerte arroje al agua al más débil; aunque se tenga que litigar en los asuntos temporales, es muy peligroso hacerlo a propósito del reino de los cielos, cuando se debería tener un solo corazón en la caridad. E1 tercer peligro se da cuando las aguas desbordan el puente, con el riesgo de que se pudra la madera; así sucedería si las delicias del mundo corrompieran el rigor de la penitencia. El cuarto peligro es que las piedras y madera que, arrastradas por las aguas, chocan contra el puente, acaben por derribarlo; el trato con los mundanos y pecadores puede arruinar la santidad de los religiosos. El quinto peligro se da cuando falta el punto de apoyo y firmeza sobre el puente, ya que el viento puede lanzar a uno a las aguas; así puede suceder al hombre que se vanagloría y no tiene presente lo que dice el Apóstol: «¿Qué tienes que no hayas recibido?» (1 Cor 4,7).

Muy distinto es Juan de la Rochelle, primer discípulo de Alejandro de Halés y, con él, autor de la Summa fratris Alexandri. En un sermón para el domingo XVI después de Pentecostés, predicado el 5 de octubre de 1242, Juan de la Rochelle explica cómo Jesús iba a la ciudad de Naím. Lo acompañaban sus discípulos y una gran muchedumbre (Lc 7,11-17). Los discípulos se reconocen por el amor a Dios y al prójimo. También, por su palabra verdadera y por sus obras evangélicas. Pero el Evangelio dice que los discípulos no eran los únicos que seguían a Jesús. También lo seguía una gran muchedumbre. Y esto se dice contra los religiosos que siempre quieren atraer a los otros hacia sí. En otro sermón, Juan de la Rochelle exhorta a los hermanos al estudio de la filosofía y de las otras ciencias, con tal que lo hagan con intención recta. Se debe temer, más bien, la falta de esfuerzo en ese estudio, puesto que la astucia de los demonios consiste en distraer de ese estudio: «Estos demonios no querrían que los cristianos tuviesen una inteligencia aguda».

Odón Rigaud fue maestro al morir Juan de la Rochelle en febrero de 1245. En un sermón para la fiesta de san Nicolás, desarrolla en el exordio la palabra del profeta Isaías: «Traeré tu descendencia del oriente, y los reuniré del. occidente. Diré al septentrión: Devuélvelos; y al mediodía: No los retengas» (Is 43,5-6). Algunos, dice Rigaud, desde oriente, o sea, desde su juventud, vienen al Señor y entran en la religión. Otros vienen desde occidente, o sea, en la edad de la decrepitud y de la vejez llaman a la puerta de la religión..., alusión jocosa al viejo y venerado maestro Alejandro de Halés que ingresó en la Orden a la edad de 60 años. Rigaud exhorta a los hermanos a vivir la pobreza que tantos santos han vivido. Abrahán, por ejemplo, obedeció de inmediato al Señor que le dijo: «Sal de tu tierra...». Y lo mismo habría hecho si hubiese escuchado otros mandatos. Una vez que Cristo ha padecido por nosotros y nos invita a la pobreza, no tenemos excusa si no vivimos como Él nos pide y seguimos amando las riquezas terrenas, y se nos inculpará de ello, pues no está bien que los miembros vivan regaladamente mientras su cabeza, Cristo, está coronada de espinas.

Guillermo de Midletown fue el sucesor de Odón Rigaud cuando éste fue nombrado arzobispo de Rouen en 1248 y recibió del papa el encargo de terminar la Summa fratris Alexandri. En un sermón para la fiesta de santa Catalina, el 25 de noviembre de no se sabe bien qué año, Guillermo escogió el tema de los Proverbios: «Examinó un campo y lo compró» (Prov 31,16). El campo es el de la Sagrada Escritura, en el que no se siembra cualquier cosa ni se mezcla el error con la verdad, pues no se echa el vino nuevo en odres viejos. El vino nuevo es la sabiduría divina que no envejece. Los odres viejos significan a aquellos cuya mente es estúpida y la memoria lábil. Apenas se echa el vino nuevo, tales odres revientan; hay quienes no recuerdan nada de lo que aprenden. Es una perversidad que los estudiantes, en plena juventud, se dediquen con todo el ardor al estudio de las ciencias que son útiles al cuerpo por un tiempo, dejando para cuando sean viejos y caducos el estudio de la teología que es útil al cuerpo y al alma para siempre. El estudio de la teología requiere mucho respeto y humildad. Los futuros lectores y maestros no deben tener por vil ningún saber, ni deben avergonzarse de aprender de cualquier otro, ni deben despreciar a quienes saben menos que ellos. El lector prudente escucha de buen grado a todos sus alumnos, se informa de todo, no desprecia ninguna lectura, ni persona, ni opinión. Busca saber lo que no sabe sin cuidarse de las personas; toma en consideración, no lo que sabe, sino lo que ignora. No le interesan las lecciones ni la predicación, si no son fructuosas.

Así predicaban los primeros maestros de la escuela franciscana de París. He seleccionado algunos textos de entre la amplia literatura de los sermones medievales; sobre todo, he escogido textos auténticos, y este testimonio de los sermones revela la verdad de la fraternidad de la escuela, es decir, de los maestros y de los hermanos estudiantes. Todos tenían conciencia de ser portadores del Evangelio siguiendo a san Francisco. Todos se preparaban para la misión que les había sido encomendada por la Iglesia.

Al regreso a sus provincias, estos jóvenes lectores enseñaban y predicaban, estaban presentes en el mundo de su tiempo, hacían propios los problemas de la gente en medio de la cual vivían. Sabían que su ciencia era una invitación urgente a amar más al Señor y a sus hermanos. Creían en la presencia central de Cristo, en el amor infinito de Dios a los hombres y veían a cada hombre con los ojos de Cristo y no permanecían en la abstracción de una teología formal. Conocían la auténtica condición de los hombres, hasta el punto de que un cronista contemporáneo, Pierre Dubois, podía escribir:

«Creo que los Predicadores y los Menores conocen mejor que nadie el estado del mundo de hoy y la condición y modo de vivir de cada uno».

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. XI, núm. 31 (1982) 107-116]

 


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