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DIRECTORIO FRANCISCANOHistoria franciscana |
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[Título original: Franziskus von Assisi und die soziale Frage, en Wissenschaft und Weisheit 15 (1952) 109-121]
Francisco de Asís, ya desde su infancia, estuvo familiarizado con la cuestión social. Su padre, Pietro Bernardone, se encontraba metido de lleno en la más dura lucha de la competencia en razón de sus relaciones comerciales con Francia; era, en efecto, allí, donde se enfrentaban las lanas más finas y costosas de Inglaterra con las árabes y africanas. Desde inicios del siglo XI estaba floreciendo una industria de la lana, merced a una elaboración más acabada. Los hombres de esa industria y los comerciantes en lanas obtenían de tal competencia grandes beneficios, sin ahorrar, por cierto, ni sudor ni sangre; pero bien entendido: sangre y sudor de sus trabajadores, sobre quienes recaía todo el peso de la lucha competitiva. Así se iban éstos empobreciendo más y más (P. Bargellini: Franziskus, 5-16). Contribuyó a agravar todavía más el problema el cambio radical que se dio en el comercio: se pasó del comercio de cosas al comercio de dinero, debido a la rapidez de los negocios y de los transportes. Este es el aspecto económico del problema que después influirá en el plano social y eclesial. A los 17 años, el mismo Francisco había participado ya en la lucha de los burgueses (Minores) contra los nobles (Maiores). Y cuando la nobleza llamó en su ayuda a la poderosa ciudad de Perusa, él se fue al combate de Ponte San Giovanni. Empobrecida la nobleza a consecuencia de las Cruzadas, era natural que la burguesía aspirase a tomar en sus propias manos su poder político y a ocupar su posición social; también el mismo Francisco quería ser caballero. Incluso en la Iglesia parecía que el orden estaba amenazado. Es posible que en la fiel Umbría no apareciera esto así. Pero su padre contaba de sus viajes comerciales cómo en la Lombardía y en el Sur de Francia los Albigenses y Valdenses vivían la pobreza del Evangelio; cómo, por razón de su pobreza, se sentían más facultados para la predicación y administración de los sacramentos que el clero rico, alto y noble, en el que raras veces se encontraba traza alguna de celo apostólico y de pobreza evangélica, y que parecía más preocupado por el disfrute de sus ricas prebendas que por la pastoral de las almas (H. Grundmann: Movimientos religiosos en la Edad Media, 92s). Las fundaciones nobles y los monasterios tenían, además, amplias posesiones, y se contaban entre los ricos y poderosos. Por su parte, el clero bajo, a causa de su pobreza, se entregó a la ganancia de los medios de vida indispensables. No es de maravillar, por tanto, que precisamente la burguesía, preocupada por la vida religiosa, se sintiera extraña en la Iglesia, y atraída por las sectas. Es comprensible, por tanto, que se haya podido decir del movimiento franciscano que aspiraba al «mejoramiento de las relaciones sociales» (F. Glaser: El movimiento franciscano, 15). O también, que Francisco, nacido en la riqueza, consiguió sacar a los pobres de su pobreza. O que, como hijo de un gran comerciante, tomó venganza, sin odio, de los oprimidos y empobrecidos trabajadores de la lana (Bargellini, 15s). Incluso se le ha considerado como antípoda del comunismo, pues éste «niega abiertamente la propiedad ajena, mientras afirma en secreto la propia; aquél niega la propia y afirma en secreto la ajena» (D. Mereschkowski: Francisco de Asís, 17). ¿Qué decir de éstas o de parecidas observaciones? I. EL MOVIMIENTO FRANCISCANO Y SU TIEMPO ¿Se puede demostrar con documentos que el movimiento franciscano fue una reacción religiosa de las clases populares más bajas? Ya el mismo Francisco procedía de una familia rica de comerciantes, y las fuentes (1 Cel 31; TC 54; Leg. antigua 3; AP 47; etc., etc.), franciscanas o no franciscanas, como es el caso de Jacobo de Vitry, son uniformes en subrayar constantemente: «Por aquel tiempo (es decir, 1225), movidos por primera vez por la gracia de Dios, se unieron a San Francisco muchos del pueblo, nobles y plebeyos, clérigos y laicos». a) Procedencia social de la primera generación Esto lo encontramos confirmado, palabra por palabra, si estudiamos los datos que dan las fuentes sobre la procedencia social de la primera generación franciscana. Al igual que Francisco, pertenecían a familias pudientes Bernardo de Quintaval, uno de los «hombres más nobles, ricos y prudentes» de Asís; Peregrino de Trento, «un rico comerciante»; Juan Iwyn, quien regaló el terreno para el convento de Londres y entró después en la Orden, lo mismo que algunas otras vocaciones de Inglaterra, «para quienes se pensaba, con derecho, había que proveer conforme tocaba a su rango». En otros casos se subraya la noble procedencia: Simón el Toscano es hijo de la Condesa de Colazón; el primer biógrafo de San Francisco es hijo del Conde de Celano; Bernardo era hijo del Conde de Poppenburg y canónigo de la catedral de Hildesheim; Rufino Sciffi, pariente de santa Clara, pertenecía a la nobleza más distinguida de Asís; Antonio de Padua tuvo entrada, como noble, al convento de canónigos regulares de S. Agustín de Lisboa y Coimbra; Ricerio de Muccia, de noble alcurnia, había sido estudiante noble de Bolonia; Morico pertenecía a la noble familia de los Morico; y de otros muchos, particularmente de los franciscanos ingleses, se dirá otro tanto. Por otro lado, Bienvenido de Gubbio, Ángel Tancredo, Ludolf y cinco franciscanos ingleses procedían de la clase de los caballeros. Junto con los profesores de París, Alejandro de Halés y Juan de la Rupella, entraron también en la Orden los profesores Nicolás de Pepoli, de Bolonia; Simón Ánglico, «un pedagogo y gran teólogo»; Eustaquio de Normanville, Canciller de la Universidad de Oxford, Maestro de Filosofía y Derecho Canónico, varón rico y noble; y con él entraron otros doce profesores ingleses, entre los que se encuentra el conocido Adán de Marsh. También pidieron ser recibidos Cesáreo de Espira, clérigo secular, subdiácono y gran conocedor de la Sagrada Escritura; Julián de Espira, maestro de canto en la corte real francesa y compositor del Oficio de San Francisco; Pacífico, «rey de los versos, noble y maestro trovador de la corte»; Crescencio de Jesi, médico famoso; Elías de Cortona, que de colchonero había logrado ascender a notario. Como juristas se citan especialmente Otón el Lombardo, primer provincial de la provincia renana; Juan Parente, segundo general de la Orden; Pedro Stacia, quien, contra la voluntad de S. Francisco, construyó una casa para estudiantes de Bolonia; Ánglico y Nicolás el Humilde, junto con muchos estudiantes de Oxford, y otros hombres cuya formación se subrayará explícitamente. Por último, numerosas vocaciones llegaron del clero secular: León, confesor y secretario de S. Francisco; Pedro Catáneo, «canónigo instruido y noble de San Rufino de Asís», el cual, en vida del Santo, estuvo al frente de la Orden en algunas ocasiones; Silvestre, segundo compañero del Santo; Nicolás, consejero del Papa Honorio III, que cambió la corte pontificia por la Orden de San Francisco, pero que más tarde fue reclamado de nuevo por el Papa; el futuro mártir de España, Vicente (Chron. 24 Gen., 186), y muchos otros sacerdotes, diáconos (entre ellos, el cronista Jordán de Giano), subdiáconos y clérigos. Para el resto, muy raramente se encuentra noticia alguna sobre su procedencia. Por lo demás, esto mismo sucede, no sólo en las Clarisas y en los «Hermanos y Hermanas de Penitencia», o III Orden, sino también entre los Dominicos, que proceden igualmente del mismo movimiento religioso propio de los siglos XII-XIII; e incluso, en algunos grupos, en parte, heréticos, como Cátaros, Valdenses, Humillados, que llevaron a cabo la realización en forma herética de las mismas ideas. De todo lo dicho se deduce: «Si se quiere determinar la procedencia social de los franciscanos en general, lo esencial se encuentra en que sus miembros provienen de todos los estados y clases sin excepción, aunque en su mayoría proceden de la rica burguesía, de la nobleza y del clero; no, de los gremios pobres del artesanado o del proletariado. Bajo este aspecto, no se diferencia esencialmente la composición de la Orden de los Hermanos Menores en sus inicios de la de otros grupos de movimientos religiosos de pobreza, como los Cátaros, Valdenses o Humillados» (H. Grundmann, 167). b) Origen religioso del movimiento franciscano Por eso, si se mira bien el movimiento franciscano, no es en modo alguno una «reacción de los desheredados, de los empobrecidos, de los marginados, contra las clases dirigentes de la Iglesia, de la sociedad o de la economía de su tiempo; sino que es una reacción religiosa de esas mismas clases dirigentes... que rechaza, en nombre de la religión, la seducción y la tentación de la cultura y del modo de pensar mundano y profano» (H. Grundmann, 168s). El movimiento franciscano de pobreza es precisamente una reacción religiosa, porque Francisco, a diferencia de los Cátaros, no considera la pobreza como una ayuda ascética, para la liberación del mundo material; a diferencia de los Valdenses, no la considera como una protesta contra la riqueza de una Iglesia y clero cargados de posesiones; ni, por último, a diferencia de Santo Domingo, la considera como un medio económico para mejor llevar a cabo la predicación; sino que la considera en un sentido estrictamente religioso, como la novia del Hijo de Dios hecho hombre. Por eso, su modelo será Cristo pobre, cuyas palabras y ejemplo ambicionará con todas las fibras de su corazón, y ya que la pobreza es la novia de este Señor pobre, él abraza también a Dama Pobreza con el mismo amor (L. Casutt: La herencia de un gran corazón, 36). El servicio de trovador de Dama Pobreza significa, por ello, para el caballero de Cristo, vivere secundum formam sancti Evangelii, la vida conforme al santo Evangelio. Así, las palabras de la misión de Cristo (Mt 10,5), según las cuales los Apóstoles no debían tomar nada para el camino (ni dinero, ni alforja, ni cayado, ni sandalias, ni dos vestidos) y debían predicar el Reino de Dios, constituyeron para Francisco su propia misión y esencia, formulación y justificación de su voluntad (L. Casutt, 46). «Nadie me dijo -escribe más tarde en su Testamento- lo que debía hacer, sino que el mismo Todopoderoso me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio». II. LA RESPUESTA A LAS CUESTIONES DE SU TIEMPO Francisco no pretendió reformar la injusta distribución de las riquezas de este mundo, ni la separación de clases ya superada, ni la insuficiencia del orden eclesiástico del siglo XIII; Francisco realizó, más bien, precisamente lo contrario de todas las reivindicaciones de tal tipo y pretendió la meta estrictamente religiosa de la realización sencilla y literal del Evangelio de Cristo. ¿Significa esto que haya un malentendido al poner a San Francisco en relación con la cuestión social? Por tanto, ¿el tema mismo de esta disertación está quizás mal planteado desde el principio? La respuesta es: precisamente porque San Francisco excluyó de raíz cualquier pretensión no religiosa, y puso como único asunto vital para sí y para sus compañeros «la vida según la forma del santo Evangelio», contribuyó poderosamente a solucionar la cuestión social del siglo XIII y nos propuso, también a nosotros, hombres de hoy, un camino seguro, al realizar tres exigencias fundamentales del Evangelio para toda vida comunitaria humana: ser libre, ser hermano, ser menor. a) Ser libre y los conflictos económicos
Este ser libres para Dios se manifiesta en la despreocupación, que vive del trabajo de las manos y no exige por ello recompensa alguna, sino que más bien solicita lo necesario como limosna (Testamento); se manifiesta todavía más en la confianza de niños en Dios, que no tolera ninguna provisión, ni siquiera para el día siguiente: «El bienaventurado Francisco decía con frecuencia a sus hermanos: "Yo no he sido ladrón de limosnas, recibiéndolas o empleándolas en más de lo que la necesidad exigía. Siempre me he contentado con recibir menos de lo que me tocaba, para que otros pobres no quedaran privados de su porción; obrar de otra manera sería hurto"» (EP 12); finalmente, esta libertad para Dios se manifiesta en la alegría que sólo procede de la pobreza: «Se gozaban cordialmente en la pobreza, pues no ambicionaban riquezas... Se alegraban de continuo en el Señor y no encontraban entre sí ni dentro de sí motivo de tristeza. Cuanto más apartados del mundo, tanto más unidos estaban con Dios...» (TC 45). Francisco, una vez que había superado la tierra en su propio yo por medio de esta libertad, podía abrazar, lleno de amor, las cosas de este mundo, en su canto de alabanza de las criaturas, como hermanos y hermanas. Cuando luego Francisco prohíbe aceptar dinero, lo hace porque el dinero encierra la posibilidad de ser guardado por más tiempo que las cosas producidas por la naturaleza, y por ello ejerce sobre los hombres una mayor atracción; además, porque quiere tener el camino celestial libre de todos «los cuidados de este mundo y preocupaciones de esta vida», que son precisamente estimuladas por el dinero (1 R 8). En fin, cuando Francisco al principio no quería ningún lugar de residencia firme (sus primeros compañeros pasaban la noche allí donde se encontraban: en cuevas, establos abandonados, portales o bajo el cielo abierto), no le interesaba tanto la simple renuncia, el «guárdense los hermanos que, dondequiera que moren, en los yermos o en otras partes, ningún lugar se apropien ni lo defiendan» (1 R 7), o el «como peregrinos y extranjeros» no echen raíces en lugar alguno (Testamento; 2 R 6); le interesaba mucho más la libertad para el apostolado: quería imitar la vida pobre y errante de Cristo, quien no tenía dónde reclinar su cabeza, para así hacer surgir en los hombres una santa inquietud para con Dios; incluso, cuando se vio que las residencias fijas eran absolutamente indispensables, la inestabilidad y movilidad frecuente de los hermanos de unas casas a otras, será una invitación a los hombres para que consideren cuán pasajera es su peregrinación por la tierra. Francisco realizó, todavía en otro sentido, el ser libre en el sentido del Evangelio. Se le ha achacado muchas veces la poca organización de su Orden. La primera Regla se componía de unas cuantas frases del Evangelio y «poco más», como dice Celano (1 Cel 32). Igualmente, su Regla posterior tampoco tiene ningún orden del día, ningún párrafo sobre la elección de los superiores, ninguna indicación sobre el trabajo, estudio o prácticas conventuales. Tiene, sin embargo, un capítulo sobre «Cómo deben ir los hermanos por el mundos (2 R 3), y una determinación, que fuera de Cuaresma no sufran ninguna limitación en la clase de comidas: «Y según el santo Evangelio séales lícito comer de todos los manjares que les pusieren delante» (2 R 3). Esto no es pura casualidad: Francisco se opuso con toda tenacidad a tomar como modelo alguna de las Reglas preexistentes (EP 68). Para él, se trataba de una lucha por la libertad. Todos los párrafos los consideraba él como muletas; quería el menor número posible de preceptos en la Regla; dio preferencia al espíritu sobre las prescripciones; suponía en sus hijos su propia magnanimidad; temía mucho hacer el juego a lo mínimo, y esto significaban para él los párrafos. Sabía perfectamente que en la vida religiosa solamente es decisiva la fuerza religiosa interior. De ahí que precisamente la libertad personal y de residencia sean características en la organización legal de su Orden, como puede verse en las prescripciones referentes al trabajo, estudio y oración. Hasta 1221, la ocupación exterior de los hermanos consistía todavía en la predicación de la penitencia, en el cuidado de los enfermos y en los diversos servicios prestados en las casas particulares (1 R 6-7). Al aumentar los clérigos, el trabajo pastoral de las almas se considerará como propio de la Orden, y el trabajo manual será considerado como una «gracia» especial (2 R 5). Pero todo ello, lo mismo que las cosas temporales, tendrá una función de servicio, de modo que la vida religiosa será lo que retenga la primacía. Lo mismo vale para el estudio. Quizás al principio, Francisco tenía ciertas dudas contra los estudios; sin embargo, no estableció ninguna prohibición estricta, sino que únicamente garantizó la simplicidad evangélica -simplicidad no significa para él renuncia a la formación- y la auténtica religiosidad (1 R 3; 2 R 10), e incluso encargó a San Antonio de Padua la enseñanza de la teología a los hermanos, con la condición de que «por este estudio no se apague el espíritu de la santa oración y devoción, tal como se dice en la Regla» (Carta a S. Antonio). Respecto a la vida de oración de la Orden, Francisco no impuso obligación alguna y dejó abierta toda posibilidad al libre desarrollo de la personalidad religiosa de sus hermanos. Por eso dio solamente instrucciones para la oración de la comunidad, la oración coral; pero no las dio para la meditación, para dejar libres los impulsos del corazón de cada uno; ni determinó tiempo alguno para ello, a fin de que pudiera así responder a las necesidades del corazón. San Antonio, por ejemplo, tras la predicación de la cuaresma de 1231 en Padua, se retiró a la soledad de Campo San Pietro, para dedicarse por un tiempo más largo a la vida contemplativa; y lo mismo hacían otros hermanos. Es en 1452, es decir, dos siglos y un cuarto después de la muerte del Fundador, cuando se impone por primera vez la meditación como ejercicio comunitario. San Francisco, pues, en su Regla y particularmente al tratar del trabajo, del estudio y de la oración, dejó una gran libertad a sus hermanos, para que pudiesen desarrollar ampliamente su propia personalidad. Francisco, pues, dejó vigente el orden económico de su tiempo, con todas sus injusticias y deficiencias. Si bien conocía los peligros demoníacos inherentes al deseo de posesión y, sobre todo, a la pasión por el dinero en quienes lo poseen, no ignoró por ello el hecho de que los no poseedores pueden estar igualmente dominados por la manía de la posesión. Por esto, realizó en sí mismo el ser libre según el espíritu del Evangelio, lo predicó también a otros e inició con ello una completa trasmutación de los valores de los bienes terrenos. Desde que Francisco echó a manos llenas el dinero a la cara del codicioso sacerdote Silvestre, con motivo de la renuncia de bienes de su primer seguidor, hasta que el mismo Silvestre abrió los ojos y se unió a los hermanos; desde que Francisco manifestó su profunda vergüenza cuando encontró a uno más pobre que él, se fue abriendo camino en los círculos en que actuaban los hermanos un cambio de mentalidad, de modo que estos acomodados, como por ejemplo Jacoba de Sietesolios, no se dejaron ya dominar en adelante por sus bienes, y la acumulación de riquezas se estimó como no-cristiana; incluso, muchos nobles y ricos vivían como Hermanos y Hermanas pobres de la Penitencia, y se sentían dichosos cuando podían ser amortajados con el pobre sayal de los Hermanos Menores, como si fuese un vestido de gala. Existirán nobles, príncipes e incluso reyes, como por ejemplo un Luis IX de Francia, que se harán tan libres para Dios en su interior, que administrarán su oficio y sus riquezas como «prestados por Dios» (2 Cel 15), y que por su actitud sencilla y por su fervorosa participación en la vida del culto fueron incluso criticados. Paulatinamente penetró también en el pueblo la concepción franciscana del trabajo, de modo que ya no se lo consideró como una penosa servidumbre o como un mal necesario para la obtención de dinero. Se difundió por todas partes una alta estima del hombre, lo cual llevó a menudo a que la balanza de la justicia se inclinara precisamente a favor del pobre y del menor; incluso, algunas ciudades de Italia, donde trabajaban los hermanos, establecieron por ley un trato más suave para con los deudores, tal como hizo Padua, por ejemplo, en 1231, bajo el influjo de la predicación de San Antonio. Así se consiguió una revolución pacífica desde arriba, no mediante la revolución económica desde abajo, sino por medio de la vida sencilla en la libertad evangélica. b) Ser hermano y los conflictos sociales
Lo que a Francisco le interesaba mucho más era la completa igualdad de todos los hermanos, en cuanto a todos abrazaba con el mismo amor. Por esto, Francisco no aceptaba distinción alguna entre hermanos sacerdotes y no sacerdotes, salvo en el desempeño de su santo ministerio, de modo que todavía en tiempo de Buenaventura, es decir, 50 años después de la muerte de Francisco, los hermanos se sentaban a la mesa tal como entraban. Esta es también la razón por la que Francisco prefería para sus hermanos el nombre de «Caballeros de la Tabla Redonda» (EP 72), y por la que el delicado hermano León, el presuntuoso Mateo, el sencillo y espontáneo Junípero, el embebido en Dios Gil, el caballeroso Ángel, el cantarín Pacífico, e incluso Elías, con sus ambiciosos planes, formaban una verdadera fraternidad. Francisco daba prioridad a esta fraternidad sobre el oficio de los superiores. «Ningún hermano -prescribió él- tenga potestad o dominio alguno, máxime entre sí... mas el que quisiere ser mayor entre ellos, sea su ministro y siervo» (1 R 5; 1 R 22). Por eso, él designa al Superior General o Provincial con el nombre de Ministro, es decir, servidor; al Superior de una parte de la Provincia, Custodio, o sea, protector de los hermanos; y al Superior de una casa Guardián, pues debe guardar y cuidar a los suyos. Así es: Francisco compara el oficio del superior con la solicitud de una madre (REr), e incluso cambia la relación, de modo que los súbditos puedan hablar a sus superiores «como los señores a sus siervos, pues así debe ser, que los ministros sean siervos de todos los hermanos» (2 R 10). Y su oficio no es otro que el servicio de lavar los pies de los hermanos (Adm 4; 2CtaF 42ss). Para que los superiores no se enorgullezcan de su oficio (Ibid.), ni se irriten cuando son retirados del mismo (2CtaF), prescribe Francisco: «Nadie sea llamado prior (es decir, superior) según este modo de vida, sino todos en conjunto llámense hermanos menores, y cada uno lave los pies al otro» (1 R 6). A fin de que estos oficios, por otra parte necesarios, no produjeran rupturas ni distinción de rangos en el grupo de sus hermanos, no permitió oficio alguno vitalicio, excepto el de ministro general, y quiso que el hermano superior, tras haber desempeñado su oficio, se reintegrase al grupo de los hermanos obedientes (1 R 17). Incluso, supeditó el desempeño del oficio del superior al control de los súbditos, y precisó: «Cuando alguno de los ministros ordene a un hermano algo que vaya contra nuestra vida o contra su conciencia, no esté el hermano obligado a obedecerle... Sin embargo, todos los hermanos que están subordinados a los ministros y siervos, miren con diligencia y consideración las acciones de los ministros y siervos. Y si vieren que alguno de ellos se comporta carnalmente y no espiritualmente..., después de la tercera amonestación, si no se enmendare, sea denunciado, en el capítulo de Pentecostés, al ministro y siervo de toda la fraternidad, sin dejarse arredrar por contradicción alguna» (1 R 5). Quizá nada distinga tan claramente este carácter de hermandad entre los franciscanos como la concepción del Santo sobre la «verdadera y santa obediencia», que según sus palabras consiste en que los hermanos, «por amor espiritual, se sirvan y obedezcan voluntariamente entre sí» (1 R 5); como si la obediencia fuese menos una obligación y un deber, y sí mucho más un servicio de amor, que se hace al hermano que manda, el cual temporalmente debe servir al bien de cada uno y de la comunidad, pero que dentro de poco él mismo tendrá que obedecer también. Francisco, pues, reconoció también por completo el orden social de entonces, en el que la sociedad humana estaba organizada según el patrón militar germánico, que no permitía a ningún inferior mandar o preceder a un superior. Ni siquiera Francisco negó la reverencia debida a los nobles y prominentes. Reconoció igualmente que en la sociedad humana tiene que haber posiciones y oficios superiores y subordinados. En vez de cambiar el orden social, cambió la mentalidad del hombre, en cuanto abrazó, según el Evangelio, a todos los cristianos con el mismo amor, como hermanos y hermanas de Cristo. Por esto precisamente, Francisco, con sus hermanos, fue designado como mediador de paz entre la nobleza y la burguesía, los pobres y los ricos, en la lucha por el poder, y se manifestó a los hombres como el perdón de Dios sobre la tierra, tal como lo expresaba su saludo: «El Señor te dé la paz» (Testamento). No se fundó para ello Francisco en consideraciones sociales, pues entonces hubiera chocado con repulsas insuperables. No. Él prosiguió la misión de paz del Evangelio de Cristo. Mientras se entregó totalmente con sus hermanos, en la más completa pobreza y noble ansia de ayuda, a la benevolencia de los hombres, obtuvo, a pesar de la desunión social, un insospechado poder en su misión de paz, y esto precisamente por su desvalimiento y desprendimiento: con solo oír la estrofa sobre la paz del Cántico del Hermano Sol, los hombres se sentían desarmados y reconciliados con los hermanos. Así indujeron a desarmarse a un mundo belicoso, como jamás se ha desarmado después. Rápidamente retrocedieron a segundo término los programas políticos, perdió interés la agitación de los partidos, en las ciudades se instauró la paz entre las diversas clases, al igual que en Asís, en 1210 y por iniciativa del Santo, pudo obtenerse la paz entre la nobleza y la burguesía. Cuando Francisco, además, prohibió a los Hermanos de la Penitencia llevar armas homicidas y el juramento de vasallaje, los convirtió en los pacifistas del siglo XIII e impidió con esto más de una contienda sangrienta. Francisco realizó plenamente, todavía en otro sentido, el concepto de hermandad del Evangelio, en cuanto tomó en serio a cada hombre, fuese pobre o rico, superior e inferior; mejor dicho, cuando incluso prefirió los inferiores y marginados a los superiores y propietarios. No es, pues, de extrañar que precisamente los explotados, enfermos, pobres, mendigos, se sintieran como en su casa entre los hermanos, e incluso se encaminaran a las puertas de sus conventos los parias, como los leprosos, marginados y ladrones, con la seguridad de que se les recibiría como a hermanos en Cristo. Teniendo esto en cuenta, se explica el éxito de las tres Órdenes franciscanas; hablando humanamente, quizá la razón de ello esté en que todos los hombres, tanto de procedencia noble y rica, como de burguesa y pobre, se estimaban por igual mutuamente, y recibían a todos, cualquiera fuese su rango, sin distinciones, aunque de un modo especial, a los más pobres entre los pobres. Pensemos, por ejemplo, en una Santa Isabel, que todavía hoy es venerada como la patrona del amor cristiano misericordioso. ¿Acaso, por esta razón, las fuentes mencionadas más arriba han subrayado sus indicaciones sobre la distinguida, rica o científica vida anterior de los nuevos hermanos, para que así brillara con luz más clara su heroico amor fraterno? Francisco cambió el rostro de la sociedad de su tiempo mediante la simple realización práctica del amor fraterno cristiano llevado a cabo desde arriba, y no por medio de una revolución social desde abajo. c) Ser menor y los conflictos eclesiales
Después de que Cristo en su Encarnación, en su Pasión y en el Sacramento del Altar, da el ejemplo más profundo de anonadamiento (1 R 9; CtaO; Adm 1), ya no existe para Francisco ningún otro camino que el de «ser menor». En primer lugar, para con Dios, quien obra todo bien en los hombres (1 R 17; Adm 21) y de quien todo hombre es un siervo inútil (1 R 23). Por esta razón, tiene que ser menor también en el modo de pensar frente a su prójimo: incluso si éste le reclama más en cuanto a comida y vestido, no pueden los hermanos juzgarle (1 R 11; 2 R 2), ni deben pensar que son mejores cristianos, porque muchas veces el egoísmo es la raíz del celo reformador (CtaM). Por esta razón escogió Francisco para sí y para sus compañeros el nombre de «hermanos menores», para que así no tuvieran la osadía de ser «mayores»; el mismo nombre lleva ya consigo una confesión de minoridad, que además exige, consecuentemente, una transformación manifiesta. Y ya que son hermanos menores, también sus trabajos deben ser «menores»: «Todos los hermanos, en cualquier lugar en que se encuentren en casa de otros para servir o trabajar, no sean mayordomos ni cancilleres, ni estén al frente de las casas en que sirven» (1 R 7); tampoco deben aspirar, por lo mismo, a los trabajos más delicados, como los espirituales: «Los hermanos que no saben letras, no se cuiden de aprenderlas» (2 R 10). «Menor» debe ser también la remuneración del trabajo: pueden tomar por su trabajo las cosas necesarias para la vida, pero como limosna; y si no se les da el salario de su trabajo, pueden entonces pedir limosna, pero sin avergonzarse (1 R 9; 2 R 5-6; Testamento). Tampoco a los sacerdotes de la Orden les debe faltar el «ser menores», pues «han sido enviados para ayudar a los clérigos seculares en la salvación de las almas, y para suplir donde ellos no llegan» (EP 54). El propio Francisco tomó la delantera cuando confesó de sí mismo: «Si yo tuviera tanta sabiduría como Salomón tuvo, y me encontrara con los pobrecillos sacerdotes de este mundo en las iglesias en que viven, no quiero predicar contra su voluntad» (Testamento). Incluso en la misma predicación, los hermanos no deben olvidar su condición de «menores»; sin duda, tienen que hablar después de haberlo pensado bien, con claridad, pero con palabras breves (2 R 9), y por tanto deben renunciar a todo fausto en la oratoria. «Menor» debe ser, por último el ambiente donde se muevan: «Deben alegrarse cuando se encuentran entre gentes vulgares y despreciadas, entre pobres y débiles, enfermos, leprosos y pordioseros» (1 R 9). Francisco puso, pues, el «ser menor» como piedra fundamental de su Orden, y expresó su valor positivo en tres actitudes. Primera: que cada uno se humille ante Dios por cuanto Él es el origen de toda obra buena: «Humillaos, pues, para que seáis ensalzados por Él. No os reservéis nada de vosotros para vosotros mismos (es decir, de vuestras buenas obras), para que os reciba enteros el que se os dio enteramente» (CtaO). Segunda: que sean sumisos unos a otros en estima y veneración: «En cualquier lugar donde estén los hermanos o donde vinieren a encontrarse, deben, espiritualmente y con diligencia, manifestarse mutuamente estima y veneración, sin murmuración» (1 R 7; Testamento). Tercera y última: que se piense en las propias equivocaciones: «No puedes en modo alguno... gloriarte. Pero en una cosa podemos gloriarnos: en nuestras debilidades» (Adm 5). Como se ve, pues, Francisco dejó intacto el orden eclesiástico establecido, que, por las exigencias de los obispos y abades nobles, y la mezquina dotación del clero bajo, había entorpecido el cuidado de las almas. Incluso manifestó, a ese clero lleno de defectos y debilidades, una estima y aprecio sin precedentes. Aceptó, sí, el orden vigente en la Iglesia, pero vio al mismo tiempo las necesidades religiosas de su tiempo, y le indicó el camino hacia la Iglesia, haciendo suyas sus preocupaciones religiosas y respondiendo con su vida a las mismas; pero alejó de sí todo pensamiento de reforma como una tentación. Por la estima y veneración, enraizadas en la fe, que profesaba y enseñaba a los demás para con todos los sacerdotes de la Iglesia, despertó aun en muchos sacerdotes indignos de su tiempo el ansia de vivir según la tan elevada dignidad de su estado. Por su vida pobre de pastor de almas itinerante dentro de la Iglesia, condujo innumerables herejes y hombres amenazados por los maestros heréticos a la Iglesia católica; así convirtió el movimiento religioso de pobreza del siglo XII en el movimiento católico de pobreza del siglo XIII, y le aseguró, por su actitud, la protección de los Papas, como lo expresa un slogan contra los maestros herejes: Donde está Francisco, está la Iglesia de Pedro (P. Cuthbert: S. Francisco, 178). Según W. Neuss, especialista sobre este tiempo: «Así en Francisco de Asís entró en escena el hombre que con genial originalidad llevó a cabo una especie de milagro por medio de su movimiento de pobreza. No podía por sí mismo suprimir el feudalismo (es decir, la ordenación eclesiástica de su tiempo). Pero se rompieron los muros de la feudalización en la Orden mendicante de Hermanos Menores fundada por él. Se abrió un nuevo cauce, y las aguas de la vida eclesiástica se lanzaron por él. Podría decirse que los antiguos sistemas permanecieron en pie como viejos castillos a la orilla del río, por cuyo cauce corría la nueva vida». Francisco pudo resolver el problema social de su tiempo desde la perspectiva eclesial, no por medio de una rescisión violenta del antiguo orden, sino mediante su sincero «ser menor» en el espíritu de Cristo. * * * Si para la Iglesia de hoy es de nuevo aguda la cuestión social en sus vertientes económica, social y eclesial, tiene, sin embargo, la posibilidad de mirar hacia atrás, hacia una solución histórica: la de San Francisco de Asís, quien resolvió el problema, no por medio de una nueva ordenación del mundo de la economía, de la sociedad y de la Iglesia, sino por medio de un repensar las exigencias cristianas primitivas del Evangelio. En cualquier caso, le pareció más importante y provechoso «la vida según la forma del Evangelio» que todas las recetas de una reforma social, porque estaba claro para él que sólo sería razonable el desgaste de fuerzas en la cuestión social cuando no se buscase el cambio de la situación de las personas, sino el de su mentalidad. ¿Pero no significa todo esto una recusación y una evasión de las dificultades por parte de la Iglesia, que huye al campo meramente religiosa? De hecho, la Iglesia siempre se verá amenaza por la tentación de mezclarse en las cuestiones sociales y económicas. A pesar de todo, no debe ni puede, en razón de su misión, dejarse empujar al campo puramente terreno; Cristo, cuando le pidieron: «Señor, di que mi hermano reparta la herencia conmigo», respondió: «Hombre, ¿quién me ha constituido juez o repartidor entre vosotros?» (Lc 12,13). Así se comportaron también los Apóstoles. Ninguno de ellos predicó la supresión de la tan llamativa plaga de la esclavitud, y sin embargo sí predicaron la estima hacia los esclavos, como una obligación cristiana; pensemos en las palabras del Apóstol Pablo: «Cada cual permanezca en el estado en que fue llamado. ¿Has sido llamado como esclavo? No te preocupes... porque quien fue llamado como esclavo, es un libre en Cristo... Cada uno, hermanos, permanezca ante Dios en la misma condición en la que estaba cuando fue llamado» (1 Cor 7,20-24). Ni los Apóstoles ni Francisco pretendieron un cambio de las estructuras sociales, pero cambiaron la mentalidad de los hombres en el espíritu de la Buena Nueva de Cristo, y por ello produjeron indirectamente un allanamiento de los inconvenientes sociales: la supresión de la esclavitud y la solución de la cuestión social del siglo XIII: Este camino, en cuanto camino del Evangelio, es supratemporal, y ha conducido al éxito contra todos los crasos inconvenientes sociales. Por eso, tampoco hoy la Iglesia puede adoptar otro camino en la cuestión social. Si forma a los hombres según la norma del santo Evangelio, es decir, de modo que busquen «el Reino de Dios y su justicia», se le dará lo otro, a saber, la solución de los problemas sociales (Mt 6,33). [En Selecciones de Franciscanismo, vol. III, núm. 9 (1974) 263-275] |
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