DIRECTORIO FRANCISCANOHistoria franciscana |
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[Título original: Franziskus von Assisi und die Katharer seiner Zeit, en Archivum Franciscanum Historicum 51 (1958) 225-264]
Durante la alta Edad Media, junto al movimiento religioso de pobreza, con el que Francisco se enfrentó a menudo de palabra y con su vida,[1] existió aquel otro movimiento, el de los Cátaros, que era no menos peligroso y que resultó más funesto; este movimiento, además, estaba muchas veces muy entremezclado con el primero y hasta llegó a actuar unido con aquél, de tal suerte que muchos contemporáneos consideraban ambos movimientos como una sola herejía. Debemos tener en cuenta, sin embargo, que los movimientos religiosos de pobreza intentaron, al principio, una reforma de la vida interior de la Iglesia y que fue tan sólo en el curso de sus esfuerzos, tal vez por influencia de la ideología cátara, cuando aceptaron ciertas doctrinas heréticas; el Catarismo, por el contrario, ya desde sus orígenes orientales, constituyó siempre una herejía, si bien en sus comienzos en Occidente hizo suyos los deseos y objetivos de la reforma interna de la Iglesia.[2] En este estudio querernos investigar si existieron relaciones de cualquier clase entre el Catarismo y Francisco de Asís. Ahora bien, para alcanzar el objetivo de nuestra investigación, hemos de señalar primero los problemas más importantes planteados por los Cátaros en la vida eclesiástica de aquellos tiempos y que incitaron a una solución ortodoxa. I. EL PROBLEMA CÁTARO Desde el renacimiento de la filosofía platónica en el Neoplatonismo y después que los grandes pensadores cristianos adoptaron esta filosofía, no había peligro más grande para el Cristianismo que el de una espiritualización que devaluaba las cosas materiales y que, por esta misma razón, no tomaba en serio el hecho de la Creación por Dios, tal como debía serlo según la Revelación. Y es que para la filosofía platónica, el reino de las ideas, jerárquicamente ordenado y culminando en la idea del bien supremo, era el único ente verdadero, mientras que el mundo de la materia no era para ellos más que un mundo puramente quimérico y, en el fondo, la causa de todo mal. Ya en la Iglesia primitiva, esta concepción dualística del mundo de los diferentes sistemas gnósticos, y, más tarde, del Maniqueísmo, imbuido de ideas persas, llegó a constituir una cuestión de vida o muerte. A partir de entonces, la ciencia cristiana, al final de la época antigua, se caracterizó por la tendencia a sobrevalorar lo espiritual y, al propio tiempo, a devaluar lo corporal o incluso desintegrarlo en algo espiritual, como vemos, por ejemplo, en Gregorio de Nisa. Aunque el Maniqueísmo, como religión no cristiana, había sido sofocado por los estudios de algunos teólogos, sobre todo de san Agustín, y también por la autoridad pública de los emperadores romanos, dejó profundas huellas en la vida pública y especialmente en el ascetismo de las instituciones monásticas, huellas que nunca han sido completamente borradas; y tanto menos porque el neoplatonismo, en muchas de sus doctrinas filosóficas y teológicas, ha favorecido el que se mantuviesen constantemente efectivas tales ideas, aunque en una forma atenuada. Los escritos, sobre todo del Pseudo-Dionisio Areopagita, en los que el neoplatonismo cristiano alcanza su más intenso desarrollo, constituyeron sin cesar la fuente en que podían nutrirse ciertas ideas dualísticas o exageraciones espiritualísticas en el pensamiento cristiano. Sin embargo, par muchos caminos todavía no completamente aclarados, se habían infiltrado directamente en Occidente desde los Balcanes ciertas ideas dualísticas.[3] Como no nos interesa tratar aquí del origen del Catarismo ni de sus múltiples manifestaciones, nos bastará constatar que a principios de la alta Edad Media se encontraban ya conventículos en todas las partes del Occidente cristiano y que, poco después, también fuertes comunidades que sostenían muchas ideas dualísticas. De los múltiples nombres con que se les designaba, retenemos el que ellos mismos reivindicaban para sí: Cátaros. Bajo este nombre vinieron a ser para la Iglesia medieval, al igual que los Maniqueos lo habían sido para Iglesia antigua, los «herejes» por antonomasia. Entre los diversos grupos reinaban muchas diferencias doctrinales. Los Cátaros, como tampoco los antiguos Gnósticos o Maniqueos, no formaban una secta única con un sistema doctrinal homogéneo. Los matices en que se manifestó el dualismo fueron múltiples. Al lado de la vida apostólica de los «puros» se desarrolló cada vez con más fuerza la doctrina dogmática, con lo que el dualismo fue haciéndose cada vez más radical.[4] Para nuestra investigación es importante constatar que el obispado cátaro de Espoleto (Ecclesia de Valle Spoletana), que ya existía antes de 1190, profesaba una fe radicalmente dualística.[5] Si Francisco supo algo del Catarismo, tuvo que conocerlo en esta forma. La forma radical del Catarismo resuelve la cuestión del origen del mal suponiendo dos principios originarios, o sea, lo bueno es bueno y lo malo es malo sin más, íntegramente y de raíz, quedando tales principios personificados en un Dios bueno y un Dios malo; aunque se hable de ellos utilizando términos de la Revelación, toda su doctrina está impregnada de matices mitológicos. De la variada profusión de sus manifestaciones, mencionamos solamente algunas más generales. El Dios bueno creó el mundo de los espíritus, un mundo invisible, puramente espiritual. Pobló este mundo de hombres que tienen cuerpos inmateriales. Su reino es el cielo, el cual, más tarde, según el dualismo radical «fue provisto de todo lo creado, mujeres, armas y caballos espirituales, todos ellos sometidos al Dios bueno». El Dios bueno, sin embargo, era para los Cátaros en general «más bien una abstracción luminosa, pero lejana, y todos los pensamientos que los herejes dirigían a ese Dios eran pálidos y casi indiferentes». Este Dios no viene a ser más que «el contrapeso frente al poder amenazante de Satán».[6] El Dios malo, identificado con Satán, es el creador del mundo visible; es omnipotente en este mundo, como el Dios bueno en el suyo. Contrasta con él como la oscuridad con la luz. Así pues, el mundo visible y perecedero es del diablo, es «naturaliter diabólico» (Borst, 147). Resumiendo, podríamos decir: «El diablo creó todo lo visible y perecedero y, entre otras cosas, el cuerpo humano. Dios creó todo lo permanente e invisible, incluida el alma humana».[7] Por haber creado el mundo, el diablo viene a ser el Dios del Antiguo Testamento, que es el código de la religión de la ley. El Nuevo Testamento es la doctrina del Dios bueno, porque en él se predica el ideal del alma pura.[8] A partir de esta doctrina dualística sobre Dios y la creación, se planteó la otra cuestión: el origen del alma buena y pura en el hombre y particularmente en el cuerpo. A esta cuestión se contestaba con un mito que, en sus formas externas, adoptaba ideas bíblicas. Satán, envidiando el reino de Dios en el cielo, se había introducido subrepticiamente como un mal vecino; una vez allí, Satán «habría expuesto sus tesoros, y especialmente los atractivos de la mujer, a los ángeles. Como los ángeles, curiosos, no sabían lo que era una mujer, Satán introdujo furtivamente en el cielo a una hermosa mujer; los ángeles, enardecidos y vueltos ahora pesados por su concupiscencia, caen, rompiendo el cielo vidriado, o bien, luchan antes al lado de Satán por la dominación del cielo. Luego Satán, tras haber atraído a los ángeles, encerró sus almas en los cuerpos». Por esto, los Cátaros radicales negaban cualquier unión entre cuerpo y alma. Según su concepción, el alma del ángel había dejado su cuerpo propio en el cielo; el cuerpo terrestre no es más que su cárcel. «El vínculo entre cuerpo y alma, el espíritu, flotante entre el cielo y la tierra, busca su alma en los cuerpos de este mundo; después de encontrarlos, los ilumina: el hombre se convierte en "Cátaro"».[9] Todos los Cátaros creyentes están aferrados a su doctrina de que el alma y el mundo son dos esferas separadas y hostiles, aunque forzosamente han de admitir una cierta unión débil entre ambos. «El Cátaro vive en la tierra para hacer penitencia por sus pecados, por su apostasía, apostasía que cometió como ángel antes del principio del tiempo. Cuando se acabe esta vida humana, el Cátaro volverá de nuevo finalmente a su patria celestial, dejando atrás para siempre el valle terrestre de miseria» (Borst, 167). Este regreso al cielo y la liberación del mundo son el objetivo central de los Cátaros, en torno al cual gira todo lo demás y al que deben servir también las especulaciones dogmáticas. El Catarismo se distingue fundamentalmente del Cristianismo precisamente en su doctrina sobre la redención. Esto se ve con toda la claridad en sus ideas acerca de la persona y de la misión de Cristo. «Para los Cátaros, el Hijo de Dios e Hijo del Hombre no es el punto crucial de la historia de la redención; no es más que un ángel. Y su misión, en lo que se refiere a la caída de los ángeles y su retorno al cielo, no tiene más importancia que la que se deriva de su propia naturaleza: es solamente predicador, no redentor» (Borst, 162). Sobre todo los Cátaros radicales son los que niegan la encarnación de un modo más consecuente. Según ellos, Cristo es un ángel que, «al contrario de los ángeles caídos, no entró en contacto con el pecado, es decir, con el cuerpo. María, por tanto, no es su madre corporal. También ella es un ángel, a través de cuya oreja entró en este mundo Cristo, dotado de un cuerpo tan sólo aparente, sin materia terrestre, ajeno a las flaquezas humanas» (Borst, 163). Cristo nació de María sólo en apariencia, y por la oreja.[10] Así pues, como para ellos Cristo no tenía cuerpo terrestre, los Cátaros tampoco tomaban en serio la crucifixión: «Cristo no podía sufrir ni morir en la cruz, ya que no tenía cuerpo terrestre» (Borst, 167). Según ellos, la pasión, al igual que la encarnación, es una ilusión. Por esto, la redención no consiste en la muerte y resurrección de Cristo, sino en el seguir su predicación. Cristo, por su enseñanza, debe rescatar a los ángeles caídos. El que quiera ser redimido, tiene que aceptar su doctrina, la de los Cátaros, y entrar en la verdadera iglesia, que es la comunidad de los Cátaros, la cual va tomando cada vez más una especie de carácter eclesiástico. En ella, el alma es purificada de todos los pecados por un acto de consagración del que hablaremos luego; es purificada de todos los pecados, incluso del «pecado original» que cometió en el cielo por su apostasía. Así es como se cumple la penitencia. Y cuando el cuerpo terrestre muere, el alma vuelve al cielo ya purificada. Evidentemente, en semejante concepción no se puede hablar de una resurrección de la carne; sería absurdo. El fin venturoso es la reunificación del alma con su cuerpo celestial. Entonces, «los "perfectos" volverán a ponerse las coronas y los vestidos que habían dejado tras de sí en su caída; volverán a ascender a sus tronos y todo volverá a ser lo que había sido antes del comienzo de la historia».[11] De acuerdo con estas premisas, la exigencia principal de la moral de los Cátaros era la abstención de la materia: «El pecado es la sumisión al mundo; el "principio de la abstención del mundo" es el único mandamiento moral» (Borst, 175). De ahí se llega a un ascetismo riguroso, casi mecánico. Así como el pecado en sí consiste realmente en que los espíritus celestiales se dejaron inducir por el Dios malo a seguirle a su mundo material, así también todos los pecados actuales consisten en la entrega a este mundo. Todo contacto con la materia es pecaminoso; por tanto, lo será la posesión de bienes terrestres (si bien las comunidades cátaras los acumulaban en cantidades considerables),[12] la guerra, la utilización del «ius gladii» por parte de las autoridades, así como, en general, todo derramamiento de sangre, aun en el caso de la más justificada defensa; pecaminoso será igualmente matar los animales y comer carnes.[13] Pecaminosas son particularmente las relaciones sexuales íntimas en el matrimonio, ya que, por un lado, constituyen el contacto más brutal con la materia y, por otro, son el medio de encerrar las almas de nuevo. Por esto, comete también pecado el que come cualquier cosa que influye en las relaciones sexuales, como los huevos y la leche.[14] Así, la moral de los Cátaros llegó por sí misma a ser una moral negativa y exterior, un elenco de meras prohibiciones, una larga lista de tantos y tantos «noli tangere» (¡no tocar!).[15] Con todo, la generalidad de la masa apenas se dejó llevar hasta tales extremos. Por esto, el Catarismo constituyó forzosamente una comunidad esotérica, oculta y reservada, que obligaba a semejante práctica severa tan sólo a sus verdaderos miembros, los llamados «perfecti». Estos «perfectos» son los verdaderos portadores del Catarismo. Se adherían al movimiento al recibir el «consolamentum», es decir, el acto de consagración a que nos hemos referido más arriba. Era administrado por la imposición de las manos, siendo algo así como un bautismo espiritual. El «consolamentum» reúne de nuevo al alma con su santo espíritu, liberándola del poder de la materia y, por esto mismo, de la dominación del Dios malo. Consiguientemente, el que había recibido el «consolamentum» era perfecto, amigo del Dios bueno. Estos hombres, al igual que los adheridos a los movimientos religiosos de vida apostólica, recibieron los nombres de «boni christiani» o «boni homines».[16] Como tales, gozaban de la veneración del pueblo. Como uno de tantos testimonios, vamos a citar aquí la observación que le hicieron a santo Domingo un grupo de mujeres a quienes había convertido: «Illos homines, contra quos praedicas, usque modo credidimus et vocavimus bonos homines» (a aquellos hombres, contra los que tú predicas, los habíamos creído y llamado hasta ahora hombres buenos).[17] Al lado de estos «perfectos», estaba el gran número de los «credentes» o «creyentes», los cuales, aun siendo adeptos a la doctrina cátara (por cierto, a menudo clandestinamente), seguían viviendo en el mundo y, más aún, como casados, poseían bienes temporales y podían también hacer la guerra. Lo único que se les exigía era que hicieran la promesa[18] de recibir el «consolamentum» antes de morir. Estos «creyentes» tenían en suma veneración a los «perfectos», y manifestaban su unión con ellos mediante ciertos signos y señales que ponían incluso en el exterior de sus casas. Esto era tanto más importante por cuanto estaban obligados a ayudar a los «perfectos», cuya vida era una cadena de sacrificios, ya que se alimentaban prácticamente sólo de pan, fruta y pescado que les habían sido regalados por los «creyentes».[19] Si bien éstos eran necesarios para el movimiento cátaro, ponían de manifiesto una inconsecuencia notable, pues no se les exigía en su vida, ni mucho menos, las duras consecuencias que afectaban incluso la vida cotidiana, tal como se les exigía a los «perfectos». Si un alma ha recibido el «consolamentum» y ha vivido según las costumbres cátaras, después de la muerte, vuelve enseguida al cielo. Cuando de un convertido no se podía esperar una observancia fiel de las costumbres, se le metía en la «Endura», es decir, se le dejaba morir de hambre para que no pecase más y no perdiese, por ligereza, la salvación recién ganada.[20] Mientras los Valdenses, que originariamente se llamaron «Humillados», arrancaron, al menos en parte, de un nuevo ideal de la imitación de Cristo y de la vida apostólica, llegando más tarde a separarse de la Iglesia de aquel tiempo (cf. Esser, l. c., 293ss), los Cátaros, a pesar de las apariencias, estuvieron desde un principio fuera del Cristianismo. Su concepción de la vida, lo mismo que el conjunto de sus doctrinas no son cristianas. Pero, el hecho de que se servían de muchos términos e ideas bíblicas, aumentó aún más su peligrosidad para el pueblo cristiano, que no sabía distinguir entre su vida piadosa y su doctrina falsa.[21] El peligro era tanto más grave por cuanto los «creyentes», en su mayoría, continuaban perteneciendo exteriormente a la Iglesia e incluso seguían tomando parte en el culto divino. Por lo demás, los Cátaros eran enemigos enconados de la Iglesia Romana, la cual, según ellos, estaba totalmente dedicada, por sus posesiones, al reino de Satán.[22] Decían ellos que todo en la Iglesia era fraude, mentira e invento satánico. Los sacramentos, sobre todo, habían sido un invento del Dios malo, ya que se servían de signos materiales y, consiguientemente, significaban un contacto con el mundo material; Satán los había inventado para arruinar todo lo que el Dios bueno hacía para la salvación de las almas. De entre todos los sacramentos, rechazaban naturalmente con mayor vigor el sacramento del altar, porque en él, de manera especial, el mundo de lo espiritual entraría continuamente en un más íntimo contacto con el mundo material.[23] Por consiguiente, los Cátaros en Occidente forzosamente tuvieron que establecer una antiiglesia completa.[24] Necesariamente tenían que inventar un culto propio y desarrollar unas formas propias de culto divino. En su vida de oración el Padrenuestro jugaba un papel dominante; lo rezaban hasta 250 veces al día. Con el tiempo, practicaron también cierta clase de sacramentos, de los que el más importante fue el ya citado «consolamentum». Igualmente, en sus fiestas, días festivo y de ayuno, imitaban a la Iglesia. Con razón Borst hace este resumen: «Estudiando la posición general de los Cátaros frente a la Iglesia católica, encontramos en todas partes una repulsa consciente y una imitación inconsciente. Todos los argumentos que la espiritualidad occidental podía formular contra la Iglesia Romana, son utilizados por los Cátaros; casi todas las instituciones de esta Iglesia tan vituperada por ellos, tienen algún paralelo en el culto cátaro. El concepto cátaro de Iglesia es católico, y precisamente por esto la Iglesia católica les debía parecer a los Cátaros la antiiglesia diabólica» (Borst, 221). Esta misma difícil relación, de repulsa y dependencia al mismo tiempo, hacía de los Cátaros el gran peligro para la Iglesia medieval. Ahora resulta fácil comprender las palabras de Inocencio III en las que decía que los Cátaros serían peores que los sarracenos (Borst, 117). Su principio era en el fondo a-eclesiástico y totalmente a-cristiano, y las conclusiones que de ello derivaban debían poner en mayor peligro la vida cristiana y la comunidad eclesiástica que el Islam y su Corán; pues el Catarismo, a pesar de sus fuertes apariencias cristianas y precisamente a causa de ellas, dado el ropaje cristiano en que se envolvía, consiguió que el pueblo sencillo, en gran parte sin formación religiosa, apenas notase la enorme diferencia que existía entre el sistema cátaro y el cristianismo, y volviese su mirada, fascinada y preferencial, hacia la vida austera de los Cátaros, porque en la vida de los Cátaros "perfectos" encontró muchas cosas que faltaban en buena parte de los responsables católicos. Hay que señalar de modo especial algunos hechos que agravaban aún más la peligrosidad del Catarismo para la Iglesia de aquellos tiempos. 1) El movimiento de los Valdenses, que en el fondo eran solamente antijerárquicos, tras separarse de la Iglesia, cayó, en muchos puntos, bajo la influencia de la dogmática cátara, de suerte que desde entonces fueron juntos estos dos movimientos tan peligrosos para la Iglesia. Este proceso de asimilación tuvo tanto mayor éxito por cuanto el Catarismo en Occidente había hecho suyas, desde el principio, muchas de las aspiraciones y peticiones fundamentales de los movimientos religiosos. De ahí que, ya desde el principio, existían muchos elementos comunes a los dos movimientos. Con esto se redobló el peligro, tanto más funesto por cuanto la Iglesia, sólo muy tarde, tuvo el coraje de enfrentarse a semejante peligro con una vida parecida, severa sí, pero en la fe ortodoxa.[25] 2) La peligrosidad del Catarismo era también mayor porque aquellos hombres no eran extranjeros, como en el caso del Islam, que lo propagaban y representaban. Iba creciendo en tierra cristiana, si bien del Cristianismo tomaba sólo la máscara exterior y no el contenido. Las palabras utilizadas en su sistema eran quizás cristianas, pero no así sus pensamientos fundamentales. Por esto, al observador ingenuo podría parecerle un cristianismo particularmente consecuente. En un principio, el Occidente no estaba en condiciones de hacer frente a tal herejía. La práctica eclesiástica no disponía de ningún medio adecuado para combatirlo. Los métodos de lucha usados hasta entonces contra los herejes, ya no bastaban, antes al contrario, podían aumentar el idealismo frecuentemente sin par de muchos valerosos Cátaros. 3) El Islam fue vencido por el Occidente cristiano porque en tal lucha se juntaban la conciencia eclesiástica y el sentido nacional; así sucedió en el caso de los Francos del siglo VIII y en la España de la Edad Media, como sucedería también más tarde en las guerras contra los turcos. Pero ahora, en los siglos XII y XIII, la conciencia nacional estaba casi siempre aliada con los Cátaros, particularmente allí de donde partió la lucha, con los grecoeslavos en los Balcanes, y allí donde la lucha era más fuerte, en el sur de Francia, donde la nobleza prestó especial protección al movimiento cátaro. 4) Cátaros y Valdenses, ambas herejías, estaban estrechamente enlazados con la ambiciosa y ascendente clase burguesa de las ciudades. No en vano, muchos de tales herejes se dedicaban a las profesiones peculiares de la burguesía urbana, a la educación de la juventud en escuelas particulares y a la asistencia de los enfermos. Y esto fue precisamente lo que les abrió el acceso a las ciudades. Por esto, su presencia se sintió sobre todo en las regiones más densamente pobladas del sur de Francia, en las ciudades de Lombardía, en Alemania meridional, en las regiones del Rhin, en el norte de Francia y en Flandes; en todas esas áreas su influencia era particularmente eficaz. Además, muchas ciudades, en su lucha contra los jefes espirituales de las mismas, mostraban su simpatía hacia los Cátaros y, por lo mismo, les daban gustosamente protección y refugio (Borst, 227).[26] Hasta en las mismas ciudades de los Estados Pontificios se difundían profusamente y en la misma Roma tenían una escuela; además, hoy se sabe «que la herejía, a comienzos del siglo XIII, llegó a penetrar hasta las antecámaras del Papa» (Borst, 371). 5) Es curioso observar lo poco que se pensaba al principio, en el siglo XIII, en enfrentarse teológicamente con estos nuevos movimientos. Ahora la situación era muy diferente de lo que ocurría en la Iglesia de la antigüedad, cuando las herejías causaban grandes discusiones teológicas e incluso eran una de las causas del apogeo de la teología, como antimovimiento frente al error. Ahora se consideraba a los Cátaros, y en general a los herejes, más bien como gentes que perturbaban el orden público, y contra ellos se utilizaban las correspondientes medidas. A este respecto, la guerra contra los Albigenses ofrece un ejemplo espantoso por demás. Es cierto que Inocencio III, con su visión realista, percibió el gran peligro en que se encontraba la Iglesia. En sus cartas habla de él repetidas veces. Y estaba resuelto a contrarrestar tal peligro. Trató, sobre todo, de movilizar a los Cistercienses para la lucha espiritual, lo mismo que al Rey de Francia para la guerra militar, contra los Albigenses. Se formó una verdadera cruzada; pero lamentablemente degeneró en una horrible guerra, vergonzosa para el nombre cristiano. Sin embargo, las ideas no se pueden derribar con las armas; a sus seguidores se les puede matar en masa, como sucedió en esa llamada cruzada; pero las ideas de un movimiento vivo no se vencen con semejantes medios. En cualquier caso, también aquí el remedio estaba ya preparado por Dios. Mientras el Papa llamaba al Rey y a los Príncipes para la lucha contra los Cátaros, en el centro del espacio cátaro había surgido el hombre que había de vencer la herejía por su vida y la de sus seguidores, y por la auténtica predicación de la fe: Domingo, fundador de la Orden de los Predicadores.[27] A los frailes Predicadores, se asociaron pronto los Hermanos Menores bien instruidos en teología. Baste mencionar a Antonio de Padua, quien, seguramente no por mera casualidad, desplegó su apostolado principal en el sur de Francia y en el norte de Italia. Pero no sin razón escribe Borst haciendo resaltar, aunque con brevedad, un hecho al que se ha prestado poca atención: «Lo que el solo poder no había podido lograr con todos los horrores de la guerra contra los Albigenses, lo que nunca logró alcanzar contra los Valdenses, sí se realizó porque la doctrina cátara fue derrotada por el celo por la fe de Domingo, y porque la moral cátara fue desbancada por la seriedad de vida de Francisco» (Borst, 120). Esta afirmación, más bien sumaria, queremos ahora examinarla en lo que se refiere a san Francisco. Vamos a consultar, junto a algunos testimonios de carácter externo, especialmente las palabras y los escritos del Santo de Asís, ya que estos autotestimonios pueden informarnos de manera más objetiva y espontánea sobre la cuestión de si el Santo veía el nuevo peligro para la Iglesia y cómo trataba de enfrentarse con él. II. LA ACTITUD DE SAN FRANCISCO «Aunque los Cátaros desenvolvían una eficaz actividad ante los ojos de san Francisco, podemos contentarnos aquí con mencionarla brevemente. Por muy influenciado que fuese el franciscanismo por los Valdenses, sin embargo, poca huella dejó en él el movimiento de los Cátaros. Esto sé explica ya por el hecho de que Francisco no quiso nunca ocuparse de cuestiones doctrinales. Para él, creer no era cosa de la inteligencia, sino entrega del corazón. Reflexionar sobre los dogmas era para él tarea vana».[28] Este juicio de Sabatier, como tantas otras de sus afirmaciones, ha llegado a ser como un dogma en las investigaciones modernas sobre san Francisco. A pesar de ello, parece ser que esta tesis necesita una revisión después de cuanto se ha averiguado sobre el movimiento cátaro. El hecho es que Francisco conocía el Catarismo. La diócesis de los Cátaros, la «Ecclesia de Valle Spoletana», y esta región era la patria chica del Santo, era un centro de Catarismo radical en la Italia central. Se puede suponer que los Cátaros arraigaron también en el mismo Asís. De lo contrario, ¿cómo hubiera sido posible que los habitantes de Asís, ciudad papal, eligieran, el año 1203, a un cátaro como Podestà, por oposición al Papa?[29] Sabían muy bien lo que estaban haciendo. Y Francisco, entonces un joven de 21 años y vivamente interesado en todos los acontecimientos de su ciudad natal, ¿no lo habría percibido con verdadero interés? Aunque se puede admitir que al joven de genio alegre y ávido de gloria terrestre no le atrajera el Catarismo, austero y hostil al mundo. Pero ciertamente lo conocía.[30] Consta igualmente que Francisco conocía las decisiones del Concilio Lateranense IV (1215) y que se esforzó para que se cumpliesen.[31] Pues bien, en este Concilio se hablaba extensamente del Catarismo. Borst escribe con razón: «La profesión de fe del Concilio va dirigida, casi en cada una de sus proposiciones, contra la fe cátara» (Borst, 119). Por esto es difícil creer que Francisco no conociera a fondo el Catarismo. Si además muchos detalles hacen suponer que Francisco se encontraba en Roma con ocasión de este Concilio,[32] se comprende mejor por qué él, el «vir catholicus», hizo suya la preocupación de la Iglesia. Para él no podía ser ya una cuestión de interés puramente personal. Consta igualmente que más tarde, en sus correrías apostólicas por el norte de Italia, entró en contacto con los Cátaros. Esto está probado por una narración reveladora debida a Celano: estando el Santo un día en Alejandría para predicar allí la palabra de Dios, un huésped le ofreció un capón. Francisco, fiel al mandamiento del santo Evangelio, comió de todo lo que le servían; un trozo del capón lo dio a un pobre que apareció en la puerta mendigando. Cuando al día siguiente Francisco estaba predicando, el pobre se presentó y mostró a la muchedumbre el trozo de carne diciendo: «Mirad qué clase de hombre es este Francisco que os predica y a quien vosotros veneráis como un santo; mirad qué clase de hombre es éste: he aquí la carne que me dio anoche mientras él estaba comiendo de ella». Pero en aquel mismo instante la carne se había transformado en pescado. A duras penas se libró aquel miserable del linchamiento del pueblo enfurecido (2 Cel 78-79). Si aún pudiese haber alguna duda de que aquí un cátaro quiso impedir la actividad del Santo, nos lo pondrían en claro algunos epítetos usados por el indignado Celano: le llama «filius Belial», «daemone plenus» y «omni gratia pauper». El hombre perfecto que comía carne debía ser desacreditado. Comer pescado, en cambio, estaba también permitido a los «perfectos» cátaros. Así, la maquinación de aquel hombre había fracasado. El relato nos demuestra también que los Cátaros veían en Francisco a un adversario que habían de tomar en serio y al que tenían que eliminar. A Celano, lo que le importaba por encima de todo en este relato era poner de relieve el milagro; por eso precisamente, su forma de narrar, no intencionada respecto a nuestro tema, es lo que hace tan valioso su testimonio. El mismo resultado se saca también de un relato conservado por Esteban de Bourbon, O. P., muerto en 1261, y que trata de un suceso acaecido igualmente en Lombardía.[33] Cierto «paccharius» o «manichaeus», a quien le constaba la «fama sanctitatis» de que gozaba el Santo ante el pueblo, señalando a un párroco de la población que vivía en concubinato («qui concubinam tenet et manus habet pollutas, carnes meretricis tractando»), quiso obligar al Santo a que diese su opinión sobre aquel sacerdote. Francisco adivinó los planes de la malicia del hereje («haeretici malitia») y le contestó mostrándole su fe con palabras y signos, confundiendo a los herejes y a sus creyentes que estaban presentes («confundens haereticos et eis credentes, qui aderant»): de rodillas, besa las manos del párroco. El fondo cátaro de este relato es tan claro que el resultado para nuestra investigación resulta evidente. Podemos, pues, afirmar que Francisco conocía a los Cátaros y sus doctrinas, que discutía con ellos y que sufría sus persecuciones. Lo que insinúan estos relatos exteriores, se aclarará aún más cuando examinemos cómo Francisco contestó, de palabra y por escrito, y sobre todo con su ejemplo y su actitud espiritual, a muchas de las preguntas que el Catarismo planteaba a la vida interior de la Iglesia. 1) LA IMAGEN DE DIOS DE SAN FRANCISCO Es cierto que Sabatier ha juzgado bien al constatar que a Francisco le interesaban poco las especulaciones teológicas. Francisco fue siempre un hombre de praxis; ni se enfrentó de forma teórica con los movimientos heréticos, sino que los superó por su propia vida.[34] De esta manera, Francisco llevó a la práctica lo que enseñaba a sus hermanos: «Y cuando vemos u oímos decir o hacer el mal o blasfemar contra Dios, nosotros bendigamos, hagamos el bien y alabemos al Señor que es bendito por los siglos. Amén».[35] La manera cómo Francisco alaba a Dios, hace el bien y habla bien, puede llevarnos a deducir cómo los hombres blasfeman y hablan o actúan mal. Y por esta misma actitud del Santo, se puede saber y descubrir cuál era su postura frente a los Cátaros.[36] Así mismo podemos ver si en la imagen que Francisco tiene de Dios se destacan con mayor fuerza algunos aspectos, ya que son posiciones adoptadas con relación a las negaciones de los Cátaros. Examinando las oraciones que conservamos de san Francisco, salta de inmediato a la vista que el Santo subraya siempre que sólo Dios, Uno y Trino, es el único Dios: «Ninguna otra cosa nos agrade y deleite, sino nuestro Creador, Redentor y Salvador, solo Dios verdadero» (1 R 23,9). A Él adora porque: «Él solo es bueno, Él solo altísimo, Él solo omnipotente y admirable, glorioso y Él solo santo» (2CtaF 62). Así pues, no hay nadie bueno, ni altísimo, ni omnipotente, ni que merezca la admiración, sino sólo Él; nadie posee la gloria y la santidad, sino solo Él, el único Dios. Los atributos propios de Dios no se pueden aplicar a ningún otro. A Él elogia Francisco en sus oraciones de Alabanza: «Tú eres santo Señor, Dios solo... » (Alabanzas de Dios). A Él, «al solo sumo Señor», debe dirigirse toda la voluntad del hombre (Carta a la Orden). Llama la atención el hecho de que Francisco en sus oraciones, al hablar de Dios, insista tanto en su exclusividad, que no admite al lado de este único Dios, ningún otro principio supremo ni señor supremo. Ante este hecho, uno se siente tentado a preguntar, con toda precaución, si era verdaderamente necesario insistir de tal manera en ello, a menos que Francisco quisiera aquí alabar a Dios porque los otros lo blasfemaban. Repetidas veces Francisco ensalza a Dios como el «rey del cielo y de la tierra» («rex coeli et terrae»); pero hay que hacer notar que tal expresión va muchas veces precedida de esta otra: «Padre santo».[37] Dios, el Padre santo y bueno, es pues a la vez rey, no sólo del cielo, sino también de la tierra. A Él sirven, no sólo los cielos, sino también todas las criaturas de la tierra. Aquí se insinúa de nuevo el por qué Francisco utiliza con tanta insistencia en sus composiciones estas afirmaciones bíblicas. Casi se diría que el Santo quiere volver a juntar lo que otros han desgarrado. Con la misma insistencia se destaca en las oraciones del Santo otro punto: habla siempre de Dios como uno y único Señor, como el del bien supremo: «Tú eres el bien, todo bien, sumo bien, Señor Dios, vivo y verdadero».[38] Dios, como Creador, Redentor y Conservador, es decir, en cuanto el Dios Uno y Trino, que obra todo, es el «pleno bien, todo el bien, completo bien, verdadero y sumo bien, solo el cual es bueno... que solo es santo... que solo es benigno». La idea de Dios, por tanto, no se descompone en dos principios, el bueno y el malo; sino que el único y verdadero Dios, «el Rey del cielo y de la tierra», es también el bien supremo, en quien todo está incluido.[39] Después de cantar este himno a Dios, único verdadero Dios, el bien supremo..., lo interrumpe, por decirlo así, y sigue la frase que en el contexto podría fácilmente parecer incomprensible: «Nada, pues, nos impida, nada nos separe, nada se interponga». A estas últimas palabras, sigue la continuación del himno que se desborda en júbilo exuberante. Con razón podríamos también preguntarnos aquí por qué Francisco se siente acosado por una tan grande preocupación que le hace cortar la oración para dirigirse directamente a los hermanos, exhortándolos a repeler el peligro de una falsa imagen de Dios. Ahora bien, tal imagen errónea de Dios y falsa veneración del mismo, sólo podían venir entonces de los Cátaros, ya que todas las otras herejías eran ortodoxas a este respecto. La herejía cátara oprimía al Santo hasta en su oración.[40] 2) LA CREACIÓN Y EL HOMBRE No cabe duda de que en la oración de san Francisco se encuentran algunos elementos que nos confirman que a él le importaba ante todo conservar la verdadera imagen de Dios contra su falsificación hecha por el dualismo cátaro. Este dato se esclarece aún más y adquiere mayor evidencia cuando se examina lo que dice Francisco acerca de la creación. En el pasaje de la Regla que comentábamos y que, con razón, ha sido llamado el Credo del Santo, Francisco da gracias «porque, por tu santa voluntad y por tu Hijo unigénito con el Espíritu Santo, creaste todas las cosas espirituales y corporales y a nosotros, creados a tu imagen y semejanza, nos pusiste en el paraíso» (1 R 23,1). En esta frase es muy significativo que las palabras «visibilia et invisibilia» (las cosas visibles e invisibles), que ya por sí solas resultarían ser del Symbolum fidei, sean expresadas enfáticamente aquí con los términos «spiritualia et corporalia». Toda la creación, por tanto, viene de la mano de Dios, tanto el mundo corporal como el de los espíritus. Al Dios Uno y Trino debe su existencia. Por ello, Francisco, en esta oración, le da gracias por la creación de todo el cosmos. De esta convicción fundamental procede, pues, su concepto de la naturaleza, tan profundamente enraizado en la fe, que estaba en completo contraste con todo el pensar cátaro, el cual debía resultarle incomprensible a Francisco. Puesto que la naturaleza fue creada por Dios, por esto mismo apunta hacia Él: «de ti, Altísimo lleva significación», y el hombre puede glorificar a Dios por y a través de las criaturas. Así lo hace Francisco en su Oficio de la Pasión, valiéndose de muchos pasajes de los Salmos; así también en aquel incomparable himno de las criaturas que, como Cántico del Hermano Sol, ha entrado en la literatura universal, y que tan profunda impresión causó en los hombres de aquel tiempo, como puede verse en las fuentes correspondientes. En medio de las tinieblas en que el mundo estaba sumergido por el Catarismo, irrumpió un optimismo creyente de un modo espontáneo y convincente; pues el Cántico del Hermano Sol es una manifestación brotada de una fe totalmente cristiana, según la cual esta tierra es hermana y buena, todas las criaturas que habitan el firmamento y la tierra son bellas e intrínsecamente buenas. En este cántico, que es al mismo tiempo una confesión jubilosa, Francisco revela, de forma sumamente poética, la belleza y bondad incluso del mundo material. Porque éste refleja objetivamente el señorío de Dios («Todas las criaturas que hay bajo el cielo, según su naturaleza, sirven y conocen y obedecen a su Creador», Admonición 5), el hombre tiene la obligación de glorificar a Dios por él y para él. Por esto, Francisco incluye el mundo en su oración. Esta actitud de san Francisco es descrita, de manera sumamente emocionante, por su biógrafo: todo lo que existe en este mundo llegó a ser un apoyo para este peregrino caminante hacia el Eterno. Para el Santo, todo era «un espejo clarísimo de la bondad de Dios» (2 Cel 165). Gozaba de una dulzura indecible «contemplando en las criaturas la sabiduría del Creador, su poderío y su bondad» (1 Cel 80). «Admiraba en las cosas hermosas al Hermoso por excelencia; todo cuanto encontraba de bueno le decía: "el que nos creó es el mejor de todos"». A continuación, Celano formula aquella frase incomparablemente profunda, que sin duda figura entre lo mejor que jamás se ha escrito sobre el concepto que Francisco tenía de la naturaleza: «Buscaba por todas partes e iba siempre en pos del Amado siguiendo sus huellas impresas en las criaturas, y de todas ellas formaba como una escalera para llegar al divino trono» (2 Cel 165). No queremos entrar aquí en más detalles. Evidentemente, hay que guardarse de interpretar este precioso concepto de la creación como una reacción consciente contra el Catarismo; era algo que estaba demasiado profundamente arraigado en su fe y entrelazado con la riqueza de toda su personalidad. Pero tampoco se puede negar que aquí, brotando de una fe viva, se dice un rotundo SÍ a la creación como obra de la bondad de Dios; y que este SÍ, lleno de fe, por la fuerza en que fue vivido y por el amor que lo saturaba, fue capaz de disipar toda la obscuridad dualística del concepto cátaro de la naturaleza![41] El problema se hace más difícil cuando procedemos a estudiar la cuestión del concepto que tiene Francisco del hombre y, más concretamente, del cuerpo humano. Esta es la pregunta decisiva en relación con los Cátaros. Ya en otro contexto hemos citado sus palabras: «Te damos gracias porque... creaste todas las cosas espirituales y corporales y a nosotros, creados a tu imagen y semejanza, nos pusiste en el paraíso» (1 R 23,1). Si Francisco da gracias por la creación del hombre, o sea, del cuerpo y del alma, es porque lo considera bueno. Sí, el hombre en su totalidad es claramente puesto en la proximidad de Dios. Este pensamiento está más explícito en otro texto: «Advierte, oh hombre, a cuanta excelencia te ha elevado el Señor, porque te creó y formó a la imagen de su amado Hijo según el cuerpo, y a semejanza suya según el espíritu».[42] Dios, por tanto, no creó al hombre con un cuerpo celestial, espiritual, como si fuese un ser espiritual, cual quería la opinión de los cátaros, sino también en su corporalidad real. Prototipo para la creación y formación del cuerpo fue la imagen de Cristo, Dios-Hombre, y esto, como es evidente, vale incluso ya para antes del pecado original;[43] en cambio, el modelo para la creación y formación del espíritu fue el mismo Dios: pues Dios es espíritu. Con insistencia y precisión al mismo tiempo, se dice expresamente: «Todos nosotros amemos de todo corazón... al Señor Dios, quien nos dio todo el cuerpo, toda el alma y toda la vida, y nos lo sigue dando a todos nosotros, el cual nos creó...» (1 R 23,8). El hombre, en su totalidad, sin exclusión de nada, con cuerpo y alma, salió de la mano creadora de Dios, e igualmente su existencia es conservada por Dios. No se puede expresar mejor la «excelencia» del hombre como ser-cuerpo-alma. Tampoco aquí puede pasar inadvertido el «sí» de san Francisco, pronunciado con fe absoluta, frente al múltiple «no» de los Cátaros. Con todo, también Francisco está profundamente convencido de que el hombre fue infiel a esta su excelencia: «Y nosotros, por nuestra culpa, caímos» (1 R 23,2). Para el hombre caído, la carne y el cuerpo vienen a ser fuente de pecado: «Ya que nosotros, por nuestra culpa, somos fétidos, míseros y contrarios al bien, y, por el contrario, prontos para el mal».[44] Ahora se comprende también la admonición: «Despreciémonos y humillemos nuestros cuerpos, porque todos, por nuestra culpa, somos miserables y pútridos, fétidos y gusanos».[45] Culpa del hombre es, cuando cede al empuje de la carne: «que es enemiga del alma» (1 R 10,4). Francisco, por tanto, no atribuye la culpa del mal, ni la causa del pecado, a un principio primero del mal. Por muy convencido que esté de la realidad del mal y por mucho que subraye siempre lo de «instigante inimico», «por instigación del enemigo» (2 R 7; 1 R 13; Carta a un Min.; Carta a los Fieles), Francisco sabe muy bien que, en definitiva, todo depende del hombre mismo. Incluso, en la Admonición 10, previene a sus hermanos directamente contra la tentación de ver la causa del pecado en el Maligno: «Hay muchos que, cuando pecan o reciben injurias, muchas veces echan la culpa al enemigo[46] o al prójimo. Pero no es así, porque cada uno tiene en su poder al enemigo, esto es, al cuerpo, por el que peca»; y el hombre no está a merced de este enemigo; por esto, continúa así la exhortación: «Consiguientemente, dichoso aquel siervo que siempre tuviere sujeto bajo su poder a tal enemigo y sabiamente acierte a defenderse de él; porque, mientras esto hiciere, ningún otro enemigo, visible o invisible, podrá hacerle daño». Creemos que se puede interpretar este texto en el sentido de que Francisco ve en el cuerpo la fuente del pecado; pero el cuerpo, para él, no es sólo el organismo, sino también lo que hoy solemos llamar, de un modo más abstracto, el «yo» del hombre. Ahora bien, si Francisco denomina «cuerpo» a esta fuerza de resistencia activa del mal, intentando verla en lo corporal y hacerla patente, esto se podría atribuir, tal vez, al modo de pensar de aquel tiempo influenciado por los Cátaros, modo de pensar de cuya influencia tampoco pudo librarse Francisco. Con todo, jamás siguió a los Cátaros en estas concepciones, pues no se encuentra en él ni siquiera la menor alusión a que de algún modo el hombre esté por completo abandonado al poder del mal por su cuerpo; al contrario, este enemigo es siempre «inimicus traditus in sua potestate» (enemigo entregado en su poder). Ciertamente puede admitirse que Francisco, en sus palabras sobre el cuerpo como fuente del pecado, con frecuencia es muy vehemente y emplea expresiones que suenan muy duras. Admitimos igualmente que, en su comportamiento práctico con el «hermano asno», no siempre era consecuente con lo que expresaba en sus enseñanzas.[47] Tal vez en esto fue un hijo de su tiempo, que en muchas de las formas de comportarse en la práctica estaba más influenciado por el pensar cátaro de lo que él mismo se daba cuenta. 3) LA REDENCIÓN POR JESUCRISTO Si hasta ahora los elementos que hacían suponer un enfrentamiento de san Francisco con los Cátaros eran claros, aunque en general no demasiado numerosos, la situación cambia fundamentalmente al ocuparnos del concepto que Francisco tenía acerca de la redención, pues la doctrina sobre la redención constituye el fundamento de la vida religiosa práctica. Y éste es el campo particularísimo de Francisco, no tanto un hombre de especulación teológica, cuanto un hombre de piedad. La influencia destructora del docetismo de los Cátaros dentro del campo de la piedad cristiana, se notaba sobre todo en tres puntos: el misterio de la encarnación quedaba anulado, los misterios de la pasión y muerte de Cristo no tenían ya sentido, y los sacramentos, especialmente el sacramento del altar, venían a ser a lo sumo como fantasmas del diablo. A todo esto hay que añadir la conclusión de la siguiente reflexión: si Cristo no hubiera sido más que la criatura suprema del Dios bueno y hubiera vivido en la tierra solamente en un cuerpo aparente, la idea dominante en la vida de san Francisco, el seguimiento de Cristo, perdería su último sentido.[48] Incluso al observador más imparcial, le llama la atención el hecho de que estos tres misterios fueron los pilares básicos de la piedad cristocéntrica de san Francisco. Por algo su piedad suele expresarse tradicionalmente en ambientes franciscanos con estas tres palabras: «pesebre, cruz, altar». De hecho, la herejía cátara había destruido en la piedad cristiana estas mismas palabras. Francisco volvió a colocarlas en el centro de la piedad del pueblo cristiano, exhortando a una entrega total, que adoptaba al mismo tiempo formas muy expresivas.[49] Resulta difícil verificar si eso lo hizo consciente o inconscientemente. En cualquier caso, no será equivocado suponer que la providencia de Dios concedió a su Iglesia, también en la persona de Francisco y particularmente en su vida religiosa y de piedad, una posibilidad de superar el Catarismo desde dentro, no con la lucha dogmática, sino por una vida genuina y auténtica según la fe, cual Francisco requería constantemente: «plus exemplo quam verbo», más con el ejemplo que con palabras. A pesar de esto, se puede afirmar rotundamente que muchas expresiones de san Francisco sobre estos misterios centrales de la fe y de la piedad cristiana hacen suponer, con razón, que él, en muchas ocasiones, se enfrenta con los Cátaros. Es realmente impresionante lo que escribe acerca de la encarnación: «El altísimo Padre anunció, por su santo ángel Gabriel, que esta Palabra del Padre, tan digna, tan santa y gloriosa, descendería del cielo al seno (in uterum) de la santa y gloriosa Virgen María, de cuyo seno (ex cuius utero) tomó la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad».[50] Aquí queda corregida, punto por punto, la doctrina cátara sobre la encarnación: Cristo se hace hombre, es concebido, no a través de la oreja, sino «in uterum». Nace, no por la oreja, sino «ex utero». No tiene un cuerpo ficticio, sino «la verdadera carne de nuestra humanidad». Pero esto parece que aún no le satisface a Francisco, que añade: «y de nuestra fragilidad». Cristo, pues, no vivió una existencia tan sólo aparente. Por eso, el texto continúa: «El cual, siendo rico sobremanera, quiso, sin embargo, elegir, juntamente con su santísima madre la Virgen, la pobreza»: consiguientemente, Él vivió la misma pobreza humana que su madre. Igualmente, Francisco acentúa la esencia de Jesucristo, como Dios-Hombre, en su «Credo»: «Y te damos gracias porque, así como nos creaste por tu Hijo, así también por el verdadero y santo amor con que nos amaste, hiciste que Él naciera, verdadero Dios y verdadero hombre, de la gloriosa siempre Virgen, la beatísima santa María» (1 R 23,3). Aquí llama también la atención el doble «verum», verdadero, por el que se rechazan dos negaciones de la cristología cátara. Lo mismo vale para el «nasci fecisti», hiciste que Él naciera, expresión ciertamente destacable. También hay que hacer notar que mediante el «sicut» y el «sic», así como... así también..., la creación y la encarnación son consideradas como obra del mismo y único Dios, quien las realiza por amor a sus criaturas. María tuvo realmente al Hombre-Dios en su seno; por esto, Francisco la saluda con razón, y nótese también aquí su expresión concreta y plástica: «¡Salve, palacio de Dios! ¡Salve, tabernáculo de Dios! ¡Salve, casa de Dios! ¡Salve, vestidura de Dios!... ¡Salve, Madre de Dios!» (Saludo a la Virgen 4-5). Y se la venera tan merecida y justamente «porque lo llevó (a Cristo) en su sacratísimo seno (útero)» (Carta a toda la Orden 21). Francisco acentúa una vez más él gran misterio de la encarnación en su importancia secular, cuando reza: «Saltad de júbilo en honor de Dios, nuestra ayuda, haced fiestas al Señor Dios vivo y verdadero con cantos de alegría...[51] Porque el santísimo Padre del cielo, nuestro gran rey antes de los siglos, envió a su Hijo desde las alturas y nació de la bienaventurada Virgen santa María». Y así como resalta aquí, respecto del Hijo, su nacimiento eterno del Padre y su nacimiento en el tiempo de la Virgen, así también, en uno de los versículos siguientes, subraya la realidad de este hecho: «Porque un Niño santísimo y amado nos ha sido dado, y por nosotros nació en despoblado, y fue colocado en un pesebre, porque no tenía lugar en la posada».[52] De todo esto podemos sacar la conclusión de que, si bien Francisco refleja la doctrina tradicional sobre la encarnación, muchas de sus expresiones, y sobre todo la selección de sus afirmaciones y sus acentuadas ampliaciones, demuestran cuánto se esfuerza, incluso en sus oraciones, por superar la herejía cátara. Dentro de este contexto, podemos pensar también en la celebración del «pesebre» de san Francisco en Greccio. En esta ocasión, representó de modo muy concreto y plástico el misterio de la encarnación delante del pueblo que había concurrido de todas partes. Con gran fervor predicó sobre el «Niño de Belén». Y en el sermón, a través de todas sus actitudes y gestos, manifestó de tal modo su amor al Hijo de Dios hecho hombre, que todos los presentes se sintieron presa del amor. No es casualidad el que Celano concluya su relato (1 Cel 84-86) con la referencia a un hombre piadoso de los que había allí, el cual contempló un niño exánime reclinado en el pesebre que había montado el Santo: «Vio un niño... al cual se acercó el santo varón de Dios y lo resucitó tan suavemente cual si le despertara del sopor del sueño». Celano enjuicia como muy apropiada esta visión: «Porque significaba que habiendo sido echado en olvido el divino Jesús y arrojado de muchos corazones, resucitó por su siervo Francisco... y quedó impreso en los corazones deseosos de verdad». Desde luego, no queremos afirmar que esta celebración del «pesebre» tuviera el carácter de una manifestación anticátara. Celano demuestra con demasiada claridad cuán enraizada estaba en toda la piedad del Santo aquella manifestación. Pero tampoco se podrá negar que podía tener, precisamente entonces, una importancia decisiva en esta dirección según los planes de la providencia divina, aun cuando Francisco, ardiente de amor, no fuese consciente de ello. También en la descripción de la pasión de Cristo nos encontramos con algunas expresiones de fuerte contenido. En la única narración extensa de la Pasión de Cristo destaca, como detalle, sólo este hecho: «Y vínole un sudor como de gotas de sangre que chorreaban hasta el suelo» (2CtaF 9; Lc 22,44). Si se hubiera tratado de una pasión ficticia, Cristo no hubiera tenido por qué temerla en la Oración del Huerto. Por tanto, el sufrimiento fue real, como el de cualquier otro hombre. Esto lo ratifica de modo inequívoco ese pasaje significativo de la Escritura que Francisco incorpora en su escrito. Contra todo docetismo van también dirigidas las muchas expresiones en que Francisco afirma que somos redimidos por la sangre de Cristo: «... el cual redimió las almas de sus siervos con su propia sangre santísima».[53] No debe pasarse por alto la adición introducida por Francisco en el texto escriturístico: «proprio», propia. A todos los hermanos reunidos en Capítulo, Francisco los saluda «en Aquél que nos redimió y purificó con su preciosísima sangre, cuyo nombre, al oírlo, adoradlo con temor y reverencia, postrados en tierras» (CtaO 3-4). Esta acción de gracias y adoración, la lleva el mismo Francisco a presencia de Dios: «porque... por su cruz y sangre y muerte nos quisiste rescatar a nosotros cautivos» (1 R 23,3-4). Tiene importancia, y no es meramente casual, el hecho de que en la expresión acostumbrada «per crucem et mortem» (por su cruz y muerte), haya insertado «et sanguinem» (y sangre), aclarando lo dicho. En ello precisamente veía Francisco el carácter sacrificial de la pasión de Cristo, como expone extensamente en la Carta a los Fieles: «La voluntad del Padre fue que su Hijo bendito y glorioso, que nos dio y nació por nosotros, se ofreciera a sí mismo como sacrificio y hostia por medio de su propia sangre en el altar de la cruz; no en beneficio propio, pues por Él fueron hechas todas las cosas, sino por nuestros pecados, dejándonos su ejemplo para que sigamos sus huellas. Y quiere que todos nos salvemos por ÉL...» (2CtaF 11-14). La redención, pues, no consiste en la mediación de unos buenos conocimientos, sino en el supremo sacrificio de Cristo; por tanto, el seguimiento de Cristo no se reduce al cumplimiento de una enseñanza, sino que es la reproducción concreta de la vida de Cristo. En todo esto, Francisco cuida la realidad palpable. ¿Iríamos demasiado lejos si opinásemos que esta insistencia en la realidad, casi diríamos realidad material, de la pasión como fundamento de nuestra redención, fue provocada por el hecho de que los Cátaros, con su orientación espiritualista, minaban tal realidad? Si alguna vez la estigmatización de un santo ha sido de importancia decisiva y de gran eficacia para su tiempo, más allá de la gracia personal, lo fue ciertamente la de san Francisco para aquel entonces. El Catarismo había afirmado que el cuerpo ficticio de Cristo no era capaz de padecer. Frente a lo cual, se hicieron entonces visibles para muchos hombres las llagas de Cristo en el cuerpo de un hombre que vivía entre ellos, siendo una realidad que todos pudieron comprobar después de la muerte de Francisco. «Era ,el cuerpo del siervo de Dios verdadera copia de la pasión y cruz del Cordero inmaculado, que borró los pecados del mundo, cual si recientemente hubiese sido desclavado del santo madero, con las manos y pies atravesados con clavos y su costado derecho perforado por una lanza» (1 Cel 112). No en vano constata Celano: «La novedad del milagro sumió por entero sus mentes en el estupor» (ibíd.). Aquí se había alzado un estandarte que, con su luz radiante, eclipsaba toda herejía.[54] El que quiera ser redimido por la pasión de Cristo, ha de creer en su presencia en el sacramento de la Eucaristía y recibirle en él. Francisco entregaba su amor, de un modo muy especial, a este sacramento, rechazado por los Cátaros. Mientras éstos daban un sentido diverso a las palabras de la institución de la Eucaristía, o incluso las rechazaban, o querían considerarla únicamente como una comida de recuerdo, Francisco inculcaba a todos cuantos querían seguirle el relato bíblico de la institución: su Carta a todos los Fieles compendia los diferentes elementos de los Evangelios de Mateo y Lucas, para no omitir absolutamente nada; puede verse igualmente la primera Admonición y, hasta cierto punto, el cap. 20 de la Regla no bulada. Más aún, dice Francisco: «Porque nada veo corporalmente en este mundo del altísimo Hijo de Dios, sino su cuerpo y sangre santísimos» (Testamento 10). Cristo está presente realmente en las especies de pan y de vino, y aquí es visible. «El mismo piadoso Señor se entrega en nuestras manos, y lo palpamos y consumimos diariamente con nuestra boca».[55] Repetidas veces habla Francisco de este tocar y sumir al Señor, que debe hacerse con toda reverencia (cf. Carta a toda la Orden). Donde se expresa con mayor claridad la idea de "verdadero y corporal" es en la primera Admonición del Santo:[56] así como Cristo descendió hace tiempo de los tronos regios «al seno de la Virgen» (in uterum Virginis), así también desciende todos los días del seno del Padre al altar en las manos del sacerdote. «Y así como se mostró en su verdadera humanidad (in vera carne) a los santos Apóstoles, así también ahora se nos muestra a nosotros en el sagrado Pan; y así como ellos, con la mirada de su carne (intuitu carnis suae) sólo veían su humanidad (carnem suam), pero, contemplándolo con los ojos espirituales, creían que era el mismo Señor Dios, así también nosotros, viendo el pan y el vino con los ojos corporales, veamos y creamos firmemente que es su santísimo cuerpo y sangre vivo y verdadero». No se podrían acentuar con mayor vigor los rasgos de esta realidad. También aquí los pasajes particularmente subrayados quieren hacer patentes los puntos precisos: «in vera carne» proclama la encarnación real de Cristo. Para los fieles católicos hubieran estado de más las afirmaciones pronunciadas aquí; mas para aquellos, cuya fe estaba en peligro, eran necesarias así y no de otra forma. Una prescripción de la Regla, según la cual los Ministros debían examinar escrupulosamente a los candidatos a la Orden acerca «de la fe católica y de los sacramentos de la Iglesia», nos atestigua que los mismos hermanos también podían estar entonces afectados de este peligro. Sólo quien tenga esta fe, la confiese con fidelidad y quiera permanecer siempre en ella, puede ser recibido en la Orden.[57] Francisco trata de impedir a toda costa el ingreso de elementos heréticos en su fraternidad. En la Admonición antes mencionada, también combate este peligro. Francisco, con todo, no insiste únicamente en la presencia real de Cristo en la Eucaristía, sino también en la necesidad de su recepción. Quien no recibe este sacramento no puede ser redimido. Esto se ve claramente expresado sobre todo en la parte introductoria de su Carta dirigida a todos los Fieles, ya que en ella discute, punto por punto, las herejías cátaras; es significativo que concluya esta parte con las siguientes palabras: «Y quiere que todos nos salvemos (consiguientemente, no sólo unos cuantos) por medio de Él y que lo recibamos con puro corazón y casto cuerpo. Pero son pocos los que quieren recibirlo y salvarse por su medio, aun cuando su yugo sea suave y su carga ligera» (2CtaF 14-15). Y sigue esta frase que resulta grave en boca de un santo generalmente tan benigno: «Los que no quieren gustar cuán delicioso es el Señor y aman más las tinieblas que la luz, no queriendo cumplir los mandamientos de Dios, son malditos» (2CtaF 13; cf. también 1 R 22). Si alguien todavía abrigase dudas acerca de a quién se refiere tan duro juicio, lea además este otro pasaje tomado de la primera Admonición: «Por tanto, cuantos vieron al Señor Jesucristo según la humanidad y no vieron ni creyeron, según el espíritu y la divinidad, que era el verdadero Hijo de Dios, fueron condenados; así también ahora, todos los que ven el sacramento del cuerpo de Cristo, que es consagrado con las palabras del Señor, sobre el altar, por ministerio de las manos del sacerdote, en forma de pan y de vino, y no ven ni creen, según el espíritu y la divinidad, que es verdaderamente el santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, son condenados...» (Adm 1,8-9). En este veredicto es particularmente palpable que las palabras van dirigidas contra los Cátaros, ya que negaban esas dos verdades. Una vez más vemos la preocupación del Santo por conservar la fe de sus seguidores y conservar en ellos la vida según la fe. Cierto que a Francisco no le impulsó ningún interés de carácter teológico; por esto, nada nuevo dice desde el punto de vista teológico. Sí le empujaba, en cambio, un objetivo pastoral: la solicitud por los hombres a él confiados; de aquí que acentúe precisamente los aspectos dichos y que condene con tanto vigor lo que entonces podía ser peligroso para su vida cristiana. Para san Francisco, sin embargo, el sacramento del altar no es solamente la presencia real del cuerpo y de la sangre de Cristo, sino que, en contraste con los Cátaros, es también la actualización del sacrificio de Cristo. A sus mismos hermanos les inculca: «Cuando quisieren celebrar Misa, celebren puramente, con limpia conciencia y reverencia el verdadero sacrificio del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo...».[58] Porque tanto estima este sacrificio, quiere Francisco que estos santísimos misterios sean conservados en lugares preciosos y que «deben tener limpias y preciosas todas las cosas que pertenecen al sacrificio».[59] Mientras los Cátaros quitaban de sus cultos cuanto fuese decoración, porque estimaban mala la materia, Francisco la ponía abundantemente, porque corresponde a la grandeza del Hijo de Dios. En todo esto, hasta olvida a la dama pobreza, tan venerada por él. Cuando se trata de «las nuevas señales del cielo y de la tierra», que traen la salvación, y que son grandes y excelentes ante el Señor, la fe en ellas ha de encontrar aquí también la expresión correspondiente.[60] 4) LA PIEDAD PRÁCTICA Los Cátaros se veían forzados, a causa de su dualismo, a observar largos y severos ayunos e innumerables abstinencias. En consonancia con esto, era su aspecto externo. Más de uno se hizo sospechoso de herejía por su aspecto pálido. También Francisco recomienda el ayuno, porque «el Señor dice en el Evangelio: Esta raza de demonios no puede ser expulsada sino a fuerza de oración y de ayuno» (Mc 9,28). Pero añade en seguida esta otra frase de la Escritura: «Cuando ayunéis no os pongáis caritristes como los hipócritas» (Mt 6,16). Así se expresa en la Regla (1 R 3,1-2). Más claro es aún en la Carta a todos los Fieles: «Debemos también ayunar y abstenernos de los vicios y pecados y de la superfluidad en los alimentos y bebida y ser católicos» (2CtaF 32). Francisco no rechaza el ayuno ni la abstinencia; pero quien los practica debe permanecer en la fe católica y no caer en la herejía cátara, podríamos añadir refiriéndonos a aquel tiempo. Dentro de este contexto queremos también valorar el hecho de que Francisco observaba muy estrictamente la libertad evangélica que permite a los seguidores del Señor tomar de todos los alimentos que se les sirvan (cf. Lc 10,8). En la Regla no bulada se refiere tres veces a esto; en la Regla definitiva de los hermanos menores ha quedado establecido para siempre.[61] Se podría también señalar que Francisco, en contraste con las Órdenes antiguas, redujo el tiempo de ayuno para sus hermanos. Por esta razón se irritó cuando, durante su viaje a Oriente, sus Vicarios decidieron, en su Capítulo de Seniores, limitar a los hermanos el consumo de carne, obligarles a ayunar tres días a la semana y permitirles, sólo de modo restringido, el uso de los lacticinios (Jordán de Giano: Chronica, cap. 11ss). No sabemos si los Vicarios querían hacer de los hermanos menores un instrumento más apto para la lucha contra los herejes, como hizo santo Domingo respecto a los hermanos Predicadores. Tampoco sabemos si con esto querían adaptarse a los «perfectos» cátaros. Ninguna de las dos posibilidades se puede descartar. Lo que sí sabemos con certeza es que Francisco no se avino a estas normas de sus Vicarios, antes bien las anuló lo más pronto posible. Él se mantuvo fiel a la norma del Evangelio y no se dejó disuadir por otras consideraciones.[62] Los «perfectos» cátaros andaban «por las aldeas y ciudades sin mucho equipaje, pálidos y flacos por el ayuno, muchas veces con barba, al principio también descalzos en ocasiones, vestidos todos de un hábito como de fraile y, más tarde, con capucha y manto» (Borst, 206); por su aspecto exterior, se les asemejarían los primeros hermanos menores. Pero, mientras los Cátaros andaban siempre por el mundo con caras largas, para los hermanos menores valía la admonición de su Padre: «Y huyan de aparecer tristes e hipócritamente ensombrecidos; al contrario, aparezcan alegres en el Señor, risueños y afables como se debe».[63] Su «alegría en el Señor» debía comunicarse a todos los hombres. Las Cátaros rehusaban radicalmente el culto divino de la Iglesia que se celebra, en gran parte, con textos del Antiguo Testamento y que, para la expresión simbólica, utiliza signos visibles y materiales. En general, admitían sólo el Padrenuestro como oración permitida y celebraban sus cultos en lugares totalmente exentos de decoración, en los que no se podía ver más que una mesa cubierta con una tela blanca y en ella el Nuevo Testamento. Reprobaban las imágenes como invento del demonio. El crucifijo era para ellos el signo de la ignominia de Cristo, pues recordaba el triunfo del Dios malo. A la vista de esto, adquieren un sentido más profundo las palabras de Francisco, según las cuales Dios le había dado una fe tan grande en las iglesias que así sencillamente oraba y decía: «Te adoramos, Señor Jesucristo, aquí y en todas tus iglesias que hay en todo el mundo, y te bendecimos, pues por tu santa cruz redimiste al mundo».[64] Esta oración la enseñó Francisco a sus primeros hermanos, y la rezaban cada vez que veían, aunque fuese de lejos, una iglesia o una cruz (1 Cel 45). Por comparación con las negaciones de los Cátaros, se comprenderá por qué, para Francisco, los términos «decir el Oficio» y «ser católico» están tan íntimamente relacionados. «Y los que fueren hallados que no recitaren el Oficio según la Regla y quisieren variarlo de otra manera, o que no fueran católicos...» (Testamento 31); «A todos aquellos de entre los hermanos que no quisieren guardar estas cosas, no los tengo por católicos ni por hermanos míos» (CtaO 44). El Oficio según la Regla es el de la Iglesia Romana: tan sólo en él ve Francisco relegado el peligro de perderse en la herejía.[65] Pero como era evidente que había tal peligro entre los hermanos, Francisco redactó estas severas prescripciones penales: «guardarlo fuertemente como a hombre encadenado...» (Test 32); «... ni quiero verlos ni hablarles, hasta que hagan penitencia» (CtaO 44).[66] Francisco estaba dispuesto a soportarlo y perdonarlo todo; solamente el peligro de la herejía es lo que no toleraba. Por lo visto, se dio cuenta de que su movimiento estaba muy cerca de los movimientos heréticos de su tiempo, con los cuales los hermanos menores tenían muchas cosas en común.[67] Por esto quería que se eliminase incluso toda apariencia de mezcla. Los Cátaros prohibían el juramento y todo cuanto significase matar, aunque fuese como ejecución judicial (Borst, 185ss). En los escritos de Francisco, mientras no se encuentra nada concreto referente al juramento,[68] tenemos esta admonición explícita respecto a lo segundo: «Los que han recibido poder de juzgar a los otros, ejerciten el juicio con misericordia, como quisieran ellos mismos alcanzar misericordia de parte de Dios; porque será juzgado sin misericordia el que no sea misericordioso».[69] Francisco no rechaza nada en esta materia, ni tampoco usurpa ninguna competencia de juzgar. Pero, con un espíritu verdaderamente evangélico, exhorta a una recta actitud interior. Tenemos que señalar una diferencia esencial, muchas veces olvidada, que se refiere a la pobreza, en la que a menudo se ha visto un punto de contacto entre los Cátaros y los hermanos menores. Borst, con mucha razón, puntualiza el hecho de que hay una contradicción en la actitud económica de los Cátaros, así como también en otros muchos puntos de su sistema y de su vida. Ensalzan la pobreza de los Apóstoles; pero cada «perfecto», al entrar en la secta, tiene que legar todos sus bienes a la iglesia cátara y vivir del trabajo de sus manos. Por cierto, el individuo era pobre, pero su iglesia era rica. Los herejes iban también como comerciantes a los mercados para fomentar sus ganancias, además de conquistar almas; ejercían negocios temporales para su iglesia (Borst, 105ss). A diferencia de ellos, Francisco insiste en que cuantos quieran asociarse a su fraternidad tienen que repartir todos sus bienes entre los pobres. Prohibió expresamente que los hermanos y sus Ministros se entrometieran en el destino a dar a los bienes de los candidatos. Además, los hermanos debían aceptar como sueldo cuanto necesitan como medio de subsistencia para sí y para los demás. De ninguna manera debían aceptar dinero.[70] Parece de suma importancia esta frase: «Asimismo, guárdense todos los hermanos no vayan rondando por el mundo por ninguna torpe ganancia».[71] En todos estos detalles, no puede pasar inadvertido el contraste y tal vez incluso la corrección. Acaso se podrían incluir muchas otras cosas en el conjunto de estas investigaciones, como, por ejemplo, el concepto que tenía Francisco de la muerte, del juicio, del infierno y del cielo; estos conceptos están expresados de forma muy plástica en aquel ejemplo con el que concluye su Carta a los Fieles (cf. Borst, 171ss). Igualmente, hubiésemos podido tratar de sus continuas exhortaciones a la oración por los difuntos,[72] sobre el valor de las limosnas para la vida eterna,[73] lo mismo que sobre el juicio general y particular. Todos estos elementos los acentúa Francisco tanto en las exhortaciones dirigidas a los hermanos como en la predicación a los fieles.[74] Cuanto hemos indicado, así como otras muchas consideraciones, podrían confrontarse con las negaciones cátaras. Sin embargo, los textos de Francisco no nos dan motivo alguno directo que haga patentes de alguna manera estas relaciones. En cualquier caso, los textos que hemos examinado nos muestran con suficiente claridad que Francisco conocía la doctrina y la vida de los Cátaros y que se enfrentó con ellos. Dichos textos demuestran igualmente que se esforzó por superar tal herejía por la profesión de la fe ortodoxa y por una vida conforme a la misma.[75] San Francisco contribuyó a superar el Catarismo, no por su moral, sino más bien por toda su vida de fe y, especialmente, por su piedad. De su vida brotó una luz que irradiaba sobre la confusión reinante. Lo que faltaba al Catarismo en definitiva era el verdadero y pleno amor. Y Francisco dio a su tiempo ese amor de un modo inmediato y radiante: amor a Dios, al Hombre-Dios Jesucristo, a su madre; amor a la obra de redención de Cristo, a su encarnación, pasión y eucaristía; amor a la Iglesia y a todos los hombres, incluidos los pecadores y los infieles. Ante los rayos de este amor, desaparecieron las tinieblas. También esto pertenece al valor que permanece en la obra de la vida del Santo de Asís. * * * N O T A S: [1] Cf. K. Esser: Die religiösen Bewegungen des Hochmittelalters und Franziskus von Assisi, en Festgabe Joseph Lortz: Glaube und Geschichte, Baden-Baden, 1958, 287-315. [2] La mejor orientación sobre los cátaros se encuentra en la monografía de Arno Borst: Die Katharer (Schriften der Monumenta Germaniae Historica, 12), Stuttgart, 1953, que es sumamente instructiva y constituye un sumario de todas las investigaciones sobre este tema. Utilizamos aquí sus resultados en cuanto se refiere a la descripción del Catarismo. Para no sobrecargar demasiado el aparato crítico de nuestro estudio, citamos las páginas en el mismo texto. En A. Mirgeler: Geschichte Europas, Freiburg i. Br., 19583, pp. 102, 105, 112, 130ss, se encuentran también algunos aspectos interesantes. [3] Resulta difícil determinar si estas doctrinas de los Bogomilos, Paulicianos y como quiera que se llamen, se remontan al antiguo Maniqueísmo. Sería necesario examinar más detalladamente las posibles relaciones con un neoplatonismo "vulgar". En el libro de Borst (62) no hay más que una indicación somera. Allí se encuentran igualmente otras alusiones a algunos dualistas cristianos. [4] Sobre este proceso evolutivo cf. Borst, o. c., especialmente p. 95. [5] Borst, 101, especialmente nota 11; 239. [6] Borst, 152 y 154, especialmente la nota 12. [7] Borst, p. 147. Precisamente en esta confrontación se hace patente aquel antiquísimo problema, ya de suma importancia en la filosofía platónica: el mundo accidental e inconstante de las apariencias no puede haber sido causado por el mundo de lo espiritual, de lo ideal, de lo inmutable. Pa esto, la doctrina neoplatónica de la emanación, que era un intento de resolver semejante dificultad, no nos parece «la mejor arma contra el dualismo cátaro», como opina Borst (p. 273), aunque en aquel entonces muchos quisieron servirse de escritos neoplatónicos para tal fin. [8] No queremos entrar aquí en las discusiones sobre el Antiguo Testamento. Muchos Cátaros no lo admitían del todo; otros admitían tan sólo algunas partes. Cf. Borst, p. 159, especialmente la nota 11. [9] Borst, pp. 145-150. Otros grupos de Cátaros refieren distintos relatos, aunque de carácter parecido, con los que se intenta responder a otras cuestiones. No vamos a entrar aquí en los diferentes matices del mito, que es realmente uno solo en su estructura fundamental. Volveremos a indicar, sin embargo, las analogías con la filosofía platónica. [10] Respecto al nacimiento de Cristo a través de la oreja, cf. Borst, p. 163, nota 2, donde indica además algunas representaciones de estas ideas en el arte. Tal vez, pueda verse en esto una de las razones por la que precisamente en este período se perciben los primeros intentos de esclarecer la doctrina sobre la Inmaculada Concepción de María. Y se comprende también que, en este ambiente, muchos teólogos, entre ellos Buenaventura y Tomás, se pronunciaran en contra de esta doctrina. Aparte otras razones, pudo ser decisivo el tratar de evitar cualquier cosa que pudiera favorecer a los Cátaros; cf. Borst, p. 165, nota 11. [11] Borst, p. 172. En esta idea radica igualmente la negación del Purgatorio. Inmediatamente tras 1a muerte, se pronuncia la sentencia final sobre el hombre; a nadie, después de su muerte, se le puede ayudar con una fe ajena. La oración por los difuntos, consiguientemente, no tiene ningún sentido. Ibíd., 171 y 86. [12] En este punto, como también en muchos de los siguientes, resulta fácil ver la relación de los Cátaros con el movimiento religioso de pobreza, aunque los fundamentos teóricos de ambos movimientos eran diferentes. Sin embargo, para la gente sencilla, las apariencias externas eran idénticas, como también lo fueron probablemente para san Francisco. [13] Consecuencia lógica de esto es la relación directa con la prohibición estricta de comer carne en los primeros tiempos de la Orden Dominicana, ya que esta Orden tenía como primer objetivo superar el Catarismo. No carece de interés el hecho de que también se notaron tendencias parecidas en la evolución de los Hermanos Menores, según el testimonio de los cronistas Jordán de Giano (n. 11-12) y Tomás de Eccleston (coll. 5 y 14). [14] Desgraciadamente no podemos comprobar si la abstinencia de "ova et lacticima" (huevos y lacticinios), al menos en tiempo de ayuno, tal como se practicaba también en la Iglesia, tenía aquí sus raíces. [15] Así describe acertadamente los hechos Hefele en su Historia de los Concilios (V, 832). [16] Cf. K. Esser: Die religiösen Bewegungen des Hochmittelalters und Franziskus von Assisi, en Festgabe Joseph Lortz: Glaube und Geschichte, Baden-Baden, 1958, p. 295. [17] H. Grundmann: Religiöse Bewegungen im Mittelalter, Berlín 1935, p. 22, nota 17. [18] Convenentia, convenesa o pactum; cf. Borst, p. 199, nota 26. [19] Aquí se halla, pues, una estructura fundamental de carácter social, tal como existía en muchos movimientos. Hasta dónde también la Tercera Orden Franciscana se hubiera basado en semejante estructura, necesitaría examinarse más a fondo. Cf. Esser: Werkbuch zur Regel des hl. Franziskus, Werl i. W. 1955, p. 174. [20] Como demuestra Borst (p. 197, nota 22), no se debería conceder excesivo valor a esta norma, cuya observancia no era tan general como se admite frecuentemente . [21] Además del testimonio citado en la nota 17, nótese el dicho tomado igualmente del Cartularium de Ntra Sra. de Proville, primer convento de Dominicas: «Erant de illis bonis hominibus, qui dicebantur heretici (¡) et vivebant bene et sancte et ieiunabant tribus diebus in septimana et non comedebant carnem» («Eran de aquellos hombres buenos que se llamaban herejes (¡) y vivían bien y santamente, y ayunaban tres días a la semana y no comían carne»). [22] Precisamente este mismo punto es el que más tarde, con los Espirituales franciscanos, condujo a «un nuevo juicio de la herejía de los Cátaros», sobre todo en el relato de P. J. Olivi; cf. E. Benz: Ecclesia spiritualis, Stuttgart 1934, pp. 287ss. [23] El tan conocido "milagro del asno" de san Antonio de Padua, representado a menudo en el arte, tiene un sólido fundamento histórico en este contexto. Cf. Borst, pp. 213ss. [24] Borst, a lo largo de toda su obra, pone en claro cómo precisamente esta institucionalización eclesiástica era un elemento enigmático en el desarrollo de la doctrina cátara y en la formación de las sectas. No podemos menos que ver en esto el punto más incitante de su exposición. [25] Haber visto la necesidad de esta misión y haberla emprendido, es el mérito imperecedero de santo Domingo y de su Orden; si bien es verdad que ella entró en liza sólo cuando el Catarismo había alcanzado ya su más amplia extensión. [26] Cf. Mirgeler: Geschichte Europas, pp. 130ss. Con qué intensidad se veía entonces, incluso lejos del teatro de tales acontecimientos, el rumbo que tomaban las cosas, nos lo muestra Cesáreo de Heisterbach, quien escribe en su Dialogus miraculorum (5, 19) que los Cátaros habían destruido unas mil ciudades y que amenazaban con inundar toda Europa. Por lo visto, el peligro debió ser muy grande. [27] Borst (117ss) lo menciona, por así decir, de pasada. Tal vez Domingo, igual que el movimiento dominicano, merecía una mayor atención. Sobre este tema convendría averiguar hasta qué punto la Orden fue afectada en su formación interior por su misión primera. Recuérdese el fomento de los estudios; pero también, la prohibición absoluta de comer carne. También sería interesante saber si no estaría fomentada por tal misión la repulsa del neoplatonismo y la recepción del aristotelismo en la Orden Dominicana. Consta que la Universidad de Toulouse, que fue fundada contra los Cátaros (cf. Mirgeler, l. c., 105 y 112ss), fue la primera que proclamó la recepción de Aristóteles o la que lo hizo de un modo más persistente. Desgraciadamente, la severidad formal del método escolástico no dejó plantearse tales consideraciones acerca de la historia contemporánea, ni tampoco las oportunas referencias a ese problema. Por esto, no resultará tarea fácil examinar estas cuestiones y otras similares. [28] P. Sabatier: Vie de St. François d'Assise, París 1896, 45ss. Sobre su concepto del Catarismo, cf. Borst, p. 43. [29] Sabatier, l. c., p. 50. Por cierto que del texto de la Bula de Inocencio III, por él citado, no se puede demostrar que el Podestà Giraldo de Gilberti fuese hereje; cf. A. Fortini: Nova vita di S. Francesco d'Assisi, Milán 1926, 90ss. Dicho sea de paso que los Cátaros ocasionalmente llevaban el nombre "Francisci" (Borst, p. 243, nota 3). Tal vez se pudiera considerar bajo este aspecto el hecho de que Pietro Bernardone, padre de Francisco, eligiese ese nombre, aunque no disponemos de ningún punto de apoyo para ello. Cf. también M. Bihl: De nomine s. Francisci, en AFH 19 (1926) 510. [30] Recientemente estas cuestiones han sido tratadas por Fidentius van den Borne: Voornaamste feiten uit het leven van Franciscus..., en Sint Franciscus 3 (1957). Este autor considera también imposible que tal corriente haya ejercido mucha influencia en Francisco (p. 172). Rechaza sobre todo, como pura fantasía, la opinión frecuentemente expresada de que Francisco, en sus viajes a Francia con su padre, hubiera llegado a conocer a los Valdenses y Cátaros ambulantes (p. 166). En este último punto estamos de acuerdo. [31] Los numerosos testimonios que se encuentran en los escritos del Santo, aunque no todos, están citados en B. Cornet: Le "De reverentia Corporis Domini", en Études Franciscaines 7 (1956) 163ss. - En la misma Revista, 6 (1955) 78 nota 22, este autor trata de los Cátaros en Italia, y particularmente en Asís, aportando (pp. 155ss) testimonios contundentes sobre el hecho de que la expansión de los Cátaos fue favorecida por los vicios del clero. [32] Grundmann: Religiöse Bewegungen, p. 114 y ss., estima como muy probable la estancia de san Francisco en el Concilio. En discusión con este autor, M. Bihl (en AFH 19, 1936, pp. 557ss) expone las dificultades que surgen de las fuentes medievales respecto a la participación de san Francisco en este Concilio. Así pues, será difícil aclarar esta cuestión por completo. Con todo, Cornet, en Études Franciscaines 7 (1956) 163, tiene por cierta esta participación. Acerca de toda esta cuestión, cf. también L. Casutt: Die älteste franziskaniche Lebensform, Graz 1955, p. 67, nota 50. [33] Cf. Lemmens: Testimonia minora, Quaracchi 1926, 93s; "paccharius" es otro nombre de los Cátaros, a los que también se les llama aquí "manichaeus". Algo semejante puede verse también en 2 Cel 201. Acerca de toda esta cuestión, cf. Borst, p. 131 y ss.: «Los Cátaros conocían bien a su más peligroso enemigo; toda su ira se dirigió contra el Papa y las Ordenes Mendicantes». [34] Cf. Esser: Die religiösen Bewegungen, 299ss. Aquí queremos llamar la atención sobre el echo de que Francisco, en sus escritos, nunca designó a los Cátaros por su nombre. Ni siquiera habla directamente de herejes, aunque se enfrenta muy vivamente con este gran peligro para sus hermanos. Algo parecido puede decirse también respecto a los autores de las Leyendas. Celano habla sólo en términos genéricos de la "haeretica pravitas" y de los "haeretici" (1 Cel 62), los cuales habrían sido vencidos, para alegría de todos los fieles, por la predicación de san Francisco (cf. también: Legenda chori, n. 9; Julián de Espira: Vita s. Francisci, n. 46; en AF X, 122 y 357). Pero cabe preguntarnos aquí cuáles fueron precisamente los herejes que estuvieron en contacto con san Francisco. Solamente los Valdenses y los Cátaros, que entonces no llegaban a ser distinguidos con precisión por el pueblo (cf. Borst, 109 ss.). Así, es posible que Francisco se enfrentara de hecho con las herejías de ambos movimientos, pero que los considerara como un solo movimiento herético; cf. LM, 4,3, donde los dos, Cátaros y Valdenses, son tratados como si fueran uno solo. Una referencia directa a los Cátaros -llamados allí "Patarinos"-, se encuentra en Enrique de Avranches: Legenda maior s. Francisci versificata, Lib. VI, 140-142. Por la descripción que el poeta hace de los Cátaros en otro lugar (Lib. VII, 160-176), puede deducirse que los conocía muy bien. Las nuevas investigaciones sobre el tema (cf. Borst, 102ss, especialmente 104, nota 22) confirman sus datos concretos más de cuanto las notas de los PP. editores quisieron admitir. Por esto, es más de fiar su afirmación de que Francisco había convertido a muchos Cátaros en el valle de Espoleto. En general, hay que atenerse a la opinión de que el término "herejes", en las fuentes franciscanas, se refiere a los Cátaros y Valdenses. [35] 1 R 17,19. El hecho de que las palabras citadas de la Regla no bulada se encuentren precisamente en el capítulo sobre los "predicadores", puede aclarar la dirección en que Francisco quería que se hiciese la defensa católica contra los herejes, considerando esta forma tal vez como la de suma importancia. [36] En nuestra exposición aquí seguimos el mismo orden que adoptamos en la primera parte de este estudio, al exponer la doctrina y vida de los Cátaros. [37] 1 R 23,1; Alabanzas de Dios 2; Oficio de la Pasión 1,5. Hemos de renunciar aquí a un análisis detallado de este Oficio, si bien nos ilustraría y nos haría ver con claridad cómo Francisco, de entre el abundante arsenal que le ofrecen los Salmos, escoge y compone precisamente aquellos versículos que presentan a Dios como el Señor, el Rey de todo el mundo creado. [38] Alabanzas de Dios 3. - Nos parece un tanto absurdo querer adivinar aquí alguna influencia pseudodionisíaca o al menos no considerarla imposible, como hace Cornet en su estudio, Le "De reverentia Corporis Domini", en Études Franciscaines 7 (1956) p. 88). Quizá nuestra disposición de estos textos convenza más por su sencillez. [39] 1 R 23, 1 y 9-11. Pueden verse expresiones parecidas en la segunda Carta a los fieles; Laudes antes de Oficio, Oración; Alabanzas de Dios; Paráfrasis del Padrenuestro, en cuya segunda invocación, posiblemente se halle una adición hecha por Francisco. [40] En este contexto, y lo mismo vale para cuanto sigue, no podemos tratar de desplegar cada vez toda la plenitud de los contenidos de la fe en Francisco. Queremos destacar solamente aquellos elementos que son de importancia para el desarrollo de nuestra investigación, mientras que no tomaremos en consideración todo lo demás. [41] Cf. 1 Cel 36-37: «Parecía que había descendido de lo alto del cielo a la tierra una nueva y resplandeciente luz que disipaba la oscuridad de las tinieblas... Brillaba cual rutilante estrella en la oscuridad de la noche y como aurora que disipa las tinieblas», hasta el punto de que muchos «aspirasen al amor y reverencia del Creador». Cf. 1 Cel 62. [42] Adm 5. Precisamente, esta Admonición, por el desarrollo de las ideas que contiene, parece rechazar ideas cátaras, pues habla: 1) de la dignidad del hombre en cuanto ser corporal-espiritual creado por Dios; 2) del servicio que todas las criaturas, cada una según su propia esencia, prestan a Dios; 3) de la realidad de la Pasión de Cristo; 4) de la realidad del seguimiento de Cristo en el Vía Crucis, seguimiento que constituye la verdadera felicidad del hombre. Las antítesis incluidas en este texto se destacan claramente si se considera que el alma del hombre, según la doctrina cátara, es el alma de un ángel caído, «que desde entonces ha emigrado ya a través de muchos cuerpos cual si fuese a través de jaulas cambiantes», y que sólo es redimida por la aceptación de la doctrina cátara, pues con esto termina la vida terrena del alma angélica caída (Borst, p. 168). Aquí se pone igualmente de manifiesto que Cristo no es sólo un profeta, resucitador y maestro (Borst, p. 167), sino el verdadero redentor de la culpa del pecado y que, por lo mismo, todo pecado tiene una relación real con la pasión de Cristo. En esta Admonición, Francisco, por la fe, corrige los errores cátaros. [43] Ya hemos indicado en otro lugar que no le eran ajenas a Francisco ideas similares a las que más tarde Duns Escoto formularía en su doctrina de la «predestinación absoluta de Cristo»; cf. Esser: Die Marienfrömmigkeit des hl. Franziskus, en Wissens. u. Weis. 17 (1954) 176-190, 178, especialmente la nota 13. Cf. también allí otro texto. [Véase el texto español, nota 7]. [44] 1 R 22,6. Con todo, aún nos rodea la misericordia de Dios, «quien nos concedió y concede todos sus bienes a nosotros, miserables y míseros, pútridos, fétidos, ingratos y malvados» (1 R 23,8). [45] 2CtaF 46; poco antes, en la misma Carta a los fieles, hay otros pasajes semejantes. Respecto a toda esta cuestión, cf. el excursus "cuerpo y carne" en Esser-Hardick: Die Schriften des hl. Franziskus von Assisi, Werl 1956, 2ª ed., 197-199. [46] Los Cátaros veían en el pecado no tanto «algo efectuado subjetivamente por la voluntad humana», cuanto un «espíritu, que sugiere a los hombres la obra mala» (Borst, p. 175). Según parece, Francisco, en estas palabras, rechazaba precisamente esto. [47] Francisco mismo tuvo que aprender a corregir sus relaciones con su propio cuerpo. Este progreso en su actitud se ve probablemente expresado del modo más típico en las palabras "hermano asno" y "hermano cuerpo" (cf. 2 Cel 211, 129, 126). Sobre toda esta cuestión, cf. K. Esser: Die Lehre des hl. Franziskus von der Selbstverleugnung, en Wissen. und Weis. 18 (1955) 161-174. [48] De todo este contexto se ocupa H. Felder: Los Ideales de san Francisco de Asís, Buenos Aires 1948, pp. 41ss, aunque no lo examina detalladamente ni de un modo sistemático. [49] Ya en otro lugar (Esser: Die Marienfrömmigkeit des hl. Franziskus, en Wissens. u. Weis. 17 (1954) 176-190, 178, nota 13.[Véase el texto español, nota 8], hemos indicado que la imagen de Cristo como "Señor ensalzado", visto exclusivamente en su radiante gloria de Dios, debe haber favorecido el comienzo del docetismo cátaro. «En todo caso, puede parecer curioso que, al crecer el Catarismo y en vista de su peligro amenazador, dentro de h Iglesia se desarrollara una forma de piedad que trataba de volver a comprender plena y seriamente también la naturaleza humana de Cristo, lo que contribuyó a superar el Catarismo desde el interior de la Iglesia; sin ese cambio en la piedad, de la que Francisco es un representante eminente y eficiente, la represión del Catarismo en la alta Edad Media, no sería casi imaginable. Este proceso jugó un papel importante también en el arte cristiano» (l. c.). Por esta razón, no se debería atender solamente, como lo hace Borst, a los factores externos para la superación de los Cátaros (guerras contra los Albigenses, inquisición, etc.). Posiblemente, las fuerzas internas de defensa, con la nueva piedad y el nuevo arte, fueron tan eficaces como las otras, y quizá fueron precisamente las que conjuraron el peligro. [50] Segunda Carta a los Fieles 4. - Aquí tomamos el texto tal como ha sido transmitido en los manuscritos más antiguos y en la mayor parte de los manuscritos. La variante adoptada por Lemmens, "venturum" en vez de "in uterum", puede ser un defecto de lectura, pero también una corrección posterior plausible de esta afirmación que suena con cierta dureza. [51] Aquí también debe destacarse que Francisco añade al texto del Salmo 80, 2, el "vivo et vero"; por lo demás, es una expresión que se encuentra a menudo en sus oraciones. No puede tratarse de una simple casualidad. [52] Oficio de la Pasión, Salmo de Vísperas en la Navidad del Señor (OfP 15,1.3); ver también el Salmo de vísperas "per annum" (OfP 7). Acerca de toda esta cuestión, cf. Esser: Die Marienfrömmigkeit des hl. Franziskus, en Wissens. u. Weis. 17 (1954) 176-190, 179ss. [Véase el texto español]. [53] Oficio de la Pasión, Salmo de Nona "per annum" (OfP 6); ver también la Carta a todos los Clérigos. [54] Más tarde, Gregorio IX en su himno "Caput draconis" (AF X, 401), puso de relieve la importancia de este "vexillum crucis" (bandera de la cruz), hecho visible en el cuerpo del Santo para la superación de la herejía. [55] Carta a los Clérigos; también aquí son de notar los términos tan realísticos utilizados por Francisco. Con toda seguridad que su elección no se debe a la mera casualidad. [56] Adm 1. [Cf. K. Esser: El Cuerpo del Señor]. No vacilamos en ver precisamente en esta Admonición una total enmienda de la doctrina cátara: los pasajes de la sagrada Escritura que reproduce primero, acentúan la espiritualidad inaccesible de Dios, el cual, sin embargo, se hace visible en su Hijo hecho hombre. Después recalca la igualdad de las tres Personas divinas. Luego expone la verdadera divinidad y la real humanidad de Cristo, así como la presencia real de Cristo en la Eucaristía y la necesidad de recibirla para la salvación. Nótese en el texto el marcado paralelismo: ver al hombre-Jesús y conocer en la fe su divinidad, de un lado, y ver el sacramento y conocer en la fe el cuerpo y la sangre de Cristo, de otro. Punto por punto resultan rechazadas aquí las herejías fundamentales de los Cátaros. El doble "damnati sunt", "son condenados", pone de manifiesto la total gravedad con que Francisco trata de estas ideas. Nos parece que aplicado a Francisco, resulta un poco rebuscado ver, como lo hace Cornet (Le "De reverentia Corporis Domini", p. 77), estas y otras expresiones semejantes ("verum", "veraciter", etc.) en relación a la disputa eucarística berengaria, y lo mismo vale respecto a las controversias contra los Cátaros. A Francisco le importaba más la simple confesión da la fe ortodoxa contra las herejías. [57] 2 R 2,2-3. Esto le preocupaba todavía a Francisco en el último periodo de su vida, cuando escribió su Testamento a fin de que sus hermanos observasen "melius catholice", más católicamente su Regla (Test 34); cf. K. Esser: Das Testament des hl. Franziskus von Assisi, Münster 1949, 154, 191ss: [El Testamento de san Francisco de Asís, Oñate, Ed. Franciscana Aránzazu, 1981]. [58] Carta a toda la Orden 14. También aquí uno se pregunta por qué era necesario acentuar ante la hermanos el sacrificio con el "verum", verdadero. [59] Carta a los Custodios; Testamento; cf. Carta a los Clérigos: «... cuán viles son los cálices, corporales y lienzos en donde se sacrifica el cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo...», «...póngase y guárdese el lugar precioso». [60] Carta a los Custodios; es de notar que Francisco lamenta intensamente aquí que estos misterios «son tenidos en nada por muchos religiosos y por otros hombres»; sabía, pues, muy bien lo que sucedía en su tiempo. [61] 1 R 3,13; 9,13; 14,3; 2 R 3,14; 1 Cel 51; cf. Borst, pp. 183ss. - No carece de interés señalar que el fraile menor del sur de Francia, que aun en el siglo XIII revisó la "Legenda versificata" de Enrique de Avranches, anota que esta práctica de san Francisco el Santo la había tomado del Evangelio, pero que también había sido adoptada a fin de escapar de la herejía que rechazaba los manjares (Append. lib. VII, XX, en AF X, 512). De esto se desprende, por lo menos, que pocos decenios después, en la región donde era mayor la extensión de los Cátaros, se daba a la postura adoptada por el Santo una interpretación anticátara. [62] Según el testimonio de Tomás de Eccleston, Francisco, después de la Regla bulada aún dio otra norma: «Que los hermanos, entre los seglares, no comieran más de tres trozos de carne en razón de la observancia del santo Evangelio» (De adventu fratrum Minorum in Angliam, coll. V, ed. Little, 25). Sin embargo, esta prescripción restrictiva no era debida a causas ideológicas ni religiosas, sino «que los hermanos comían ávidamente». [63] 1 R 7,16. - En este capítulo se trata precisamente de los muchos contactos posibles de los hermanos con los seglares; cf. 2 Cel 128: Francisco no quiere entre sus hermanos a ninguno «con cara triste y de mal humor». [64] Testamento 5. Para la mejor comprensión de este asunto cf. Borst: «El edificio mismo de las iglesias, con sus campanas e imágenes, eran considerados como un montón muerto de piedras» (p. 219, esp. nota 22); ibíd., nota 24, cita también la repulsa de la veneración de la cruz, con la argumentación que aducían. [65] Con razón, Ángel Clareno trata de esta prescripción bajo el título: "De pravitate autem haeretica"; cf. Esser: Das Testament, 187, nota 184. Ahí se trata de esta prescripción en un contexto más amplio. [66] Con esto se encuentra también relacionado el punto de 1 R 19,2: «Si alguno se desviara de la fe y vida católica de palabra o de hecho y no se enmendara, sea expulsado absolutamente de nuestra fraternidad». [67] También H. Hefele señala cierta afinidad de san Francisco con los Cátaros, aunque no en el sentido de una influencia externa directa (Die Bettelorden und das religiöse Volksleben Ober- und Mittelitaliens im XIII Jahrhundert, Leipzig 1910, 29ss). Por cierto que no da más que algunos aspectos generales. [68] Un papel mucho más importante jugó la prohibición de jurar válida para las comunidades penitentes de la Tercera Orden; cf. Regla de los hermanos y hermanas de penitencia, VI, 4-5. Con todo, también parece haber sido de importancia la repulsa del juramento en los primeros hermanos menores; cf. Eccleston: De adventu fratrum..., coll. V: «Crecía también entre ellos tan religiosa costumbre que nada juraban en absoluto, sino que sencillamente decían: Sabed...» (l. c., 25); cf. el documento "Nuper nobis" de Honorio III del 1-III-1225, según el cual un Custodio de los hermanos menores habría afirmado: «que según la Regla de su Orden no podían jurar, ni debían, sino que había que atenerse en esto a sus palabras simples" (BF I, 21). Parece, pues, que muchos hermanos menores hicieron suya esta prohibición. Tal vez esta cuestión merecería un estudio especial. [69] Carta a todos los Fieles 28-29. Este pasaje adquiere mayor importancia si se considera que desde los párrafos anteriores de esta Carta se trata de una discusión acerca de las herejías de aquellos tiempos y que las corrige. Francisco se dirige aquí indistintamente contra los errores de los Valdenses y de los Cátaros, lo mismo que sucede en su Testamento, lo que hace suponer que el Santo no distinguía con precisión entre los dos movimientos, sino que veía en ellos un solo peligro herético; por lo demás, lo mismo sucedía a muchos de sus contemporáneos. [70] 1 R 2,5-6; 7,7; 8,3; 2 R 2,5-8; 4,1; 5,3; 6,1-2; Testamento 16-17 y 21-22. La antítesis existente entre el uso cátaro y la prohibición franciscana de utilizar dinero se hace más más visible cuando se compara con ello el material recogido en la obra de Borst, 125ss y 189. Por eso, no es imposible que los Cátaros tomasen más tarde en sus prácticas una especie de antiposición frente al modo de vida de los mendicantes, particularmente odiados por ellos (cf.: l. c.). [71] 1 R 8,12. - Sin embargo, en ello pudiera haber habido alguna influencia del cap. 16 del Conc. Lateranense IV; con todo, habría que considerar que el texto podía tener un sentido anticátaro ya antes del decreto conciliar. [72] 1 R 3; 2 R 3; Regla de los hermanos y hermanas de la penitencia; cf. Borst, 175, nota 5; 220, nota 28. [73] 1 R 9 y 23; Carta a los Fieles; cf. Borst, 83, 125, 220. [74] 1 R 21 y 23; Adm 1; Carta a los Fieles; cf. Borst, 171. Para todo este conjunto de cuestiones cf. también K. Esser: Homo alterius saeculi, en Wissen. und Weis. 20 (1957) 180-197. [75] Por cierto, parece que hacia el fin del siglo XIII algunos elementos cátaros se infiltraron, acá y allá, entre los hermanos menores. En todo caso, llama la atención el hecho de que algunos Cátaros que, procedentes de Provenza y de Toscana, se habían refugiado en Sicilia, fueron citados como "Espirituales" (Borst, 137, nota 10). De hecho, estas dos Provincias, en las que floreció particularmente el Catarismo, fueron también las regiones donde más tarde se hicieron más violentas las luchas con los llamados "Espirituales" dentro de la Orden de hermanos menores, mientras que aquellas Provincias que quedaron libres del Catarismo, se vieron paralelamente apenas afectadas por las luchas contra los "Espirituales". Aquí podríamos suponer conexiones mutuas, tanto más por cuanto los Cátaros adoptaron también algunas ideas joaquinitas alrededor de 1260 (l. c., nota 13). Sobrepasaría los límites de esta investigación examinar tales conexiones. Por ello, nos contentamos con indicarlas (cf. más arriba, la nota 22). [En Selecciones de Franciscanismo, vol. V, núm. 13-14 (1976) 145-172] |
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