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[Título original: Carisma e institucionalidad en la vida de la Iglesia, en Archivo Ibero-Americano 39 (1979) 3-22]
En una publicación que ha visto la luz recientemente, titulada «Secesionistas en la Iglesia. ¿Qué pretenden los modernos movimientos de renovación?», Peter Meinhold llama la atención sobre las múltiples iniciativas carismáticas de nuestros días, especialmente en los círculos jóvenes. Señala, sin embargo, que esos grupos no consiguen establecer contacto con la Iglesia concreta, sino que a lo sumo se asientan al margen de las comunidades establecidas y son considerados por éstas como secesionistas, constituyendo una provocación para las mismas. Es más: esos grupos con frecuencia se proponen escandalizar deliberadamente, pretendiendo despertar a un mundo aletargado, inquietándolo, turbándolo y provocándolo, para espolearlo de este modo a una nueva vida.[1] A mi parecer, las Iglesias deberían tomar en serio a estos secesionistas y sus demandas, recoger sus justificadas peticiones e incorporarlas en la medida de lo posible. Si así lo consiguen, no sólo cumplirán con una tarea pastoral respecto a esos hombres, sino que además ellas mismas experimentarán un estímulo vivificante y enriquecedor. Al mismo tiempo, prestarán también un servicio a la sociedad, pues las fuerzas e ideas cristianas que han perdido el rumbo y se han vuelto «incontroladas», a menudo han actuado en la historia como elementos emponzoñadores y destructivos. Basta can recordar aberraciones tan terribles como el reino de los anabaptistas de Münster en Westfalia, esta sobremanera repugnante «mezcla de piedad, hedonismo y sed de sangre», como dice Ranke.[2] También en nuestra época abundan las ideas cristianas que se han vuelto demenciales. Así, por ejemplo, no cabe pasar por alto que las aberraciones de los actuales terroristas y de sus simpatizantes tienen su origen también en pensamientos teológicos que fueron como «cortacircuitados» y desnaturalizados hasta el punto de inspirar actitudes revolucionarias. Con la misma franqueza con que hemos de admitir que, en el curso de la historia de la Iglesia, ha habido representantes del ministerio eclesial que han pecado por abuso de poder y arrogancia autoritaria, hemos de admitir que no podemos pasar por alto las desgracias que se han abatido sobre la humanidad porque ha habido hombres y mujeres que, poseídos de una falsa conciencia y pretensión carismáticas, han invocado la voluntad divina. No pienso, al decir esto, sólo en los genuinos charlatanes y en los profetas a todas luces falsos. No es infrecuente que hasta los santos ocupen a este respecto una posición ambigua y estén sujetos a la ambivalencia de todo lo humano. Así, por ejemplo, no cabe dar de lado a la cuestión de si realmente fue un legítimo carisma profético lo que impulsó al santo monje Bernardo de Claraval para que, contrariando las intenciones del papa, convenciera en Spira, el día de Navidad de 1146, al rey Conrado III, con su homilía arrebatadora y con profética certidumbre, a participar en la II cruzada que terminó en espantoso desastre. Y otro ejemplo: el papa Gregorio XI († 1378), ¿obró sabiamente al prestar oídos al imperioso requerimiento de la gran santa Catalina de Siena para que regresara desde Aviñón a Roma? ¿No habría sido mejor, tal vez, haber aplazado el regreso? ¿Posiblemente, no se habría evitado con ello el gran cisma de Occidente? Afirma Juan Gerson[3] († 1429) que, recordando a esta santa, el papa Gregorio XI previno, en su lecho de muerte, contra mujeres y hombres que invocan visiones. Sostiene que, sin reparar en el juicio de la razón, el papa se dejó convencer por tales visionarios, exponiendo con ello a la Iglesia al peligro del cisma. Considerando esta ambigüedad de todos los fenómenos históricos, el cristiano, y sobre todo el ministerio eclesial, deben cumplir, según la Sagrada Escritura, con una doble obligación: por una parte, la de «examinar los espíritus para verificar si son de Dios» (1 Jn 4,1), lo que también significa desenmascarar y expulsar al «espíritu del error» (1 Jn 4,6); y, por otro lado, dejar espacio para que el espíritu obre libremente, según 1 Tes 5,19: «¡No apaguéis el Espíritu!». El carisma profético y la misión rectora del ministerio eclesial no se excluyen, por tanto, sino que son interdependientes y se completan y corrigen mutuamente como fuerzas autónomas. Pero esto sólo es posible si en la Iglesia existen espacios de libertad en un doble sentido: un espacio libre en el que los miembros de la Iglesia puedan asociarse a discreción, formando grupos, congregaciones y órdenes religiosas, y elegir libremente el contenido y la orientación de sus iniciativas; al proceder así, pueden confiar en la asistencia y guía del Espíritu Santo, que a través de sus dones actúa directamente en aquéllos. Pero también, espacio libre en la Iglesia en el sentido de que Dios dispone libremente de los suyos otorgándoles su salvación sin tener que servirse para ello siempre e incondicionalmente del ministerio eclesial y de los sacramentos. Es cierto que el ministerio eclesial y los sacramentos gozan de la promesa de ser instrumentos del obrar salvífico de Dios. Dios se ha vinculado a estos instrumentos de salvación y permanece fiel a sí mismo, incluso ante la infidelidad de los hombres. Los sacramentos son símbolos de salvación «ex opere operato», es decir, independientemente de los merecimientos de quien los imparte y de quien los recibe, como también hace constar Lutero.[4] Pero esto no significa que el Señor haya limitado su obrar salvífico a esos símbolos o instituciones. El Espíritu obra donde quiere. Nos es transmitido en los sacramentos y en el ministerio con base sacramental, pero igualmente nos es comunicado en los dones gratuitos que la Sagrada Escritura califica de carismas. La Iglesia es, según expresión de Karl Rahner, un sistema abierto; «lo carismático en la Iglesia designa el lugar en el cual, dentro de la Iglesia, Dios, como Señor de la misma, dispone de ella como de un sistema abierto».[5] En la Iglesia no sólo tiene validez aquello que el vértice del sistema quiera, disponga o al menos haya aprobado de una manera positiva. Forma parte de la naturaleza de lo carismático, como rasgo esencial de la Iglesia, el que, a diferencia del ministerio y su transmisión, el carisma se manifieste en formas siempre nuevas e inesperadas, por lo que, una y otra vez, tiene que redescubrirse. Carisma y ministerio eclesial no se oponen entre sí y menos aún se excluyen mutuamente, sino que están ordenados el uno hacia el otro.[6] I. CARISMA Y MINISTERIO ECLESIAL Así lo confirma y hace comprender más profundamente una ojeada a la Sagrada Escritura, que nos haremos explicar por H. Schürmann.[7] En la primera carta a los Corintios, san Pablo aplica cuatro términos a una realidad espiritual idéntica en el fondo. Habla de dones del Espíritu («pneumática»), dones de la gracia («charismata»), ministerios («diakonici») y operaciones («energemata»). En 1 Cor 12,4-6, se lee: «Hay diversidad de dones, pero uno mismo es el Espíritu. Hay diversidad de ministerios, pero uno mismo es el Señor. Hay diversidad de operaciones, pero uno mismo es el Dios que obra todas las cosas en todos». Es característico de los esfuerzos del Apóstol el que separase los carismas del ámbito de la mera exaltación y de los fenómenos de éxtasis especiales, y que integrase a aquéllos convenientemente en la vida de la comunidad, interpretándolos, en último término, como rasgo característico del que está bautizado. El criterio decisivo para los diferentes dones del Espíritu es, según san Pablo, el servicio a la comunidad: los carismas existen para la común utilidad (1 Cor 12,7). Considerando esta variedad de los dones de la gracia del Espíritu, san Pablo se esfuerza por encontrar un principio ordenador, porque el Dios que otorga los carismas «no es un Dios de confusión, sino de paz» (1 Cor 14,33) y ha conferido los dones como un todo. De ello resulta para la vida de la comunidad esta conclusión: «Hágase todo con decoro y orden» (1 Cor 14,40). El «espíritu uno» no puede sino manifestarse como un conjunto coordinado e interdependiente de los dones espirituales, como cuerpo «ordenado», o no se manifiesta como el Espíritu de Dios (cf. Ef 4,4: «un cuerpo y un espíritu»); de ahí arranca el mandato de «conservar la unidad del espíritu» (Ef 4,3). El primer principio ordenador de los carismas es el amor fraterno. Gracias al amor fraterno, que es el más grande de todos los carismas (1 Cor 12,31), los miembros de la comunidad que han recibido dones y ministerios espirituales llegan a una ordenada cooperación entre sí. El amor fraterno es la respuesta al amor divino «que se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5). Quien lleva en sí el espíritu, inspirado por la caridad, sabe moderarse, porque ve que el Espíritu de Dios obra también en su hermano. La caridad «se complace en la verdad» (1 Cor 13,5) que habla por el hermano. De aquí nace el respeto: «Amándoos los unos a los otros con amor fraterno; honrándoos a porfía unos a otros. Sed diligentes sin flojedad, fervorosos de espíritu con quienes sirven al Señor» (Rom 12,l0s). Esta autorregulación de los dones del Espíritu que mutuamente se moderan en la caridad y se prestan atención recíprocamente, se inscribe en la normativa de una tradición ordenadora. San Pablo invita frecuentemente a la imitación de su persona, porque en su vida y doctrina la tradición eclesial toma cuerpo válidamente. Esto es aplicable a los filipenses (3,17): «Sed, hermanos, imitadores míos, y atended a los que andan según el modelo que en nosotros tenéis». La doctrina tradicional es el criterio por el que todo debe medirse. «Manteneos, pues, hermanos, firmes y guardad las enseñanzas que recibisteis, ya de palabra, ya por nuestra carta» (2 Tes 2,15; cf. Gál 1,8; Rom 6,17). El orden transmitido y la regla auxiliadora no están muertos, sino que piden ser impartidos de manera viva. Así existe la intervención ordenadora del Apóstol: «Bien sabéis los preceptos que os hemos dado en nombre del Señor Jesús» (1 Tes 4,2). Y: «En nombre de nuestro Señor Jesucristo, os mandamos apartaros de todo hermano que viva desordenadamente y no siga las enseñanzas que de nosotros habéis recibido» (2 Tes 3,6). Cuán resueltamente el Apóstol, revestido del ministerio, interviene en la vida de la comunidad lo evidencia 1 Cor 5,3: «Pues yo, ausente en cuerpo, pero presente en espíritu, he condenado ya, cual si estuviera presente, al que eso ha hecho». San Pablo termina el cap. 11 de la I carta a los Corintios, en la que les reprocha la forma de celebrar la Cena del Señor, con esta frase: «Lo demás lo dispondré yo cuando vaya». Ahora bien, este poder rector apostólico se considera a sí mismo siempre como «ministerio». Todas las funciones del ministerio tienen siempre como única misión la de «capacitar para el ministerio». «Y Él constituyó a los unos apóstoles, a los otros profetas, a éstos evangelistas, a aquéllos pastores y doctores para la perfección consumada de los santos, para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo» (Ef 4,11). El ministerio del Apóstol es ciertamente único; pero precisamente a causa de la fundamental diferencia entre el orden de la Iglesia apostólica con sus ministerios, constitutivos de la Iglesia, de los Apóstoles y profetas que todavía recibieron de la Revelación en sus personas, y la Iglesia postapostólica que debe salvaguardar las tradiciones apostólicas, es tan significativo que, según los escritos del N. T. pertenecientes a la segunda generación -es decir, los Hechos de los Apóstoles y las Cartas pastorales-, el ministerio se transmite por la imposición de las manos de los Apóstoles. «Entonces, después de orar y ayunar, les impusieron las manos y los despidieron» (Hch 13,3). «Mirad por vosotros y por todo el rebaño, sobre el cual el Espíritu Santo os ha constituido obispos» (Hch 20,28). «No seas precipitado en imponer las manos a nadie, no sea que vengas a participar de los pecados ajenos» (1 Tim 5,22). «... te amonesto que hagas revivir la gracia de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos» (1 Tim 1,6). «Te dejé en Creta para que acabases de ordenar lo que faltaba y constituyeses por las ciudades presbíteros...» (Tito 1,5). De Pablo y de Bernabé se afirma finalmente en los Hechos de los Apóstoles: «Ellos constituyeron presbíteros en cada iglesia por la imposición de las manos, orando y ayunando, y los encomendaron al Señor, en quien habían creído» (Hch 14,23). Según los últimos escritos del N. T., existen el carisma del ministerio, a que se refieren 1 Tim 4,14, y 2 Tim 1,6, y los carismas libres a que, por ejemplo, hace referencia 1 Pe 4,10, al decir: «El don que cada uno haya recibido póngalo al servicio de los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios». II. MOVIMIENTOS CARISMÁTICOS En la Iglesia postridentina -en contraposición al Nuevo Testamento-, los carismas eran presentados como dones extraordinarios o privilegios especiales de la primitiva Iglesia apostólica. El Concilio Vaticano II, en cambio, vuelve a referirse a los carismas considerándolos como simples dones de la gracia difundidos con carácter general y adaptados a las respectivas necesidades de la Iglesia en una determinada época. Sin embargo, el juicio sobre su autenticidad y uso ordenado corresponde, según el Concilio, a aquéllos que desempeñan funciones rectoras en la Iglesia. Estos, por su parte, deben cuidarse de no apagar el Espíritu, antes bien, deberán reconocer y cultivar los carismas y dones de los fieles en el culto reverencial del Espíritu Santo que habita en la Iglesia. En el número 12 de la «Constitución sobre la Iglesia» se lee: «El mismo Espíritu Santo, además, no sólo santifica al pueblo de Dios por los sacramentos y ministerios, no sólo lo guía y enriquece con virtudes, sino que "distribuye a cada uno según quiere" (1 Cor 12,11) sus dones, repartiendo también gracias especiales entre los fieles de todas clases. De esta manera, los capacita y dispone para que asuman variadas obras y ministerios encaminados a la renovación y al próspero desarrollo de la Iglesia, según está escrito: "A cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad" (1 Cor 12,7). Estos carismas, tanto los extraordinarios como los más comunes y difundidos, deben ser recibidos con gratitud y consuelo, porque son muy adecuados y útiles a las necesidades de la Iglesia. Los dones extraordinarios no deben pedirse temerariamente ni hay que esperar de ellos con presunción los frutos del trabajo apostólico. Y, además, el juicio de su autenticidad y de su ejercicio razonable pertenece a quienes tienen la autoridad en la Iglesia, a los cuales compete ante todo no sofocar el Espíritu, sino examinarlo todo y retener lo que es bueno (cf. 1 Tes 5,12 y 19-21)». Esto, en cuanto al Concilio Vaticano II. Ahora bien, ¿cómo se presenta la relación entre carisma profético y misión rectora, entre libertad y autoridad, en la historia de la Iglesia? Al intentar dar una respuesta a este interrogante, corremos el peligro de pensar exclusivamente en los conflictos, que ciertamente saltan a la vista mucho más que la fecunda cooperación entre carismas y ministerio. Tampoco deben retenerse como ejemplos positivos únicamente los sucesos tan espectaculares como la alianza entre Gregorio VII y la Pataria milanesa que hace afirmar jocosamente a Herbert Grundmann que en el siglo XI no hubo herejías porque el papa era aliado de los herejes.[8] No menos significativa es la cotidiana coexistencia de carisma y ministerio eclesial, difícil de demostrar concretamente. Con carácter general cabe afirmar que los movimientos renovadores nunca partieron del ministerio eclesial ni fueron promovidos por la Iglesia jerárquica. Han tenido su origen en pequeños grupos en el mundo, viviendo por el carisma de los miembros de la Iglesia. Si en esto radica el misterio de su vida y fecundidad, también forma parte del misterio de la Iglesia el que tales movimientos sólo lograran abrirse camino y hacerse valer cuando y tan pronto como fueron recogidos por el ministerio eclesial. E inversamente, ha habido movimientos reformistas que fracasaron y se volvieron heréticos por carecer el ministerio jerárquico de la suficiente apertura de espíritu y de la necesaria sensibilidad pastoral y religiosa para percatarse de los signos de la época y hacer suyas las justificadas aspiraciones que latían en muchos de los movimientos de crítica a la Iglesia. La consecuencia fue que movimientos en que se manifestaban imperiosas exigencias de los tiempos y que de suyo habrían podido adquirir carta de naturaleza en el seno de la Iglesia, tomaron un rumbo herético y antieclesiástico. Cuanto más el ministerio eclesial carecía de fuerzas asimiladoras, es decir, cuanto menor era su apertura hacia las justificadas peticiones de reformas, tanto más prepotente se hacía el elemento de crítica a la Iglesia y tanto más grave era el peligro que el movimiento reformista corría de hacerse herético. Esto vale para la mayoría de las fundaciones de nuevas órdenes religiosas, para el movimiento de pobreza de hacia el 1200, para las reformas protestante e interna de la Iglesia en el siglo XVI, lo mismo que para la reforma en nuestros días que, en el lado católico, está informada por el Concilio Vaticano II. En el origen de nuevos movimientos, órdenes y congregaciones religiosas, suelen converger tres componentes: 1.º La sobresaliente personalidad carismática de los fundadores o creadores de órdenes religiosas que reflejan y viven en su persona lo nuevo y exigido. Una fundación proyectada se malogra a veces por faltar la figura convincente que viva y represente paradigmáticamente lo que los miembros de la nueva comunidad creen reconocer como la forma de vida que les cuadra y que exigen. El fundador de la orden cisterciense es, propiamente, Roberto de Molesme († 1111). Sin embargo, su rigor ascético y su voluntad de reforma no fueron suficientes para que la fundación de Cîteaux consiguiera abrirse camino. Sólo al ingresar en aquélla Bernardo de Claraval († 1153), la orden del Císter se convirtió en el movimiento innovador que conquistaría al mundo. 2.º Aunque en un principio sea el fundador quien determina la forma de vida de la comunidad -más por la fuerza configuradora de su personalidad y de su vida ejemplar que por una regla-, ésta, no obstante ser secundaria en cuanto al tiempo y rango, no deja de ser constitutiva para la comunidad y su fuerza de impacto en la realidad histórica. En la regla de una orden religiosa, lo espontáneo-carismático recibe su marco institucional. Frecuentemente, aunque no en todos los casos, sólo fue elaborada al cabo de múltiples ensayos tanteadores e incluso no por obra del fundador. Este, a menudo, ni tan siquiera era el superior de su fundación o se veía en el caso de confiar la dirección a otras manos, como, por ejemplo, san Francisco de Asís. San Bruno de Colonia († 1101), fundador de los cartujos, permaneció sólo cinco años en la Cartuja. Y sólo el quinto prior, Guigo († 1137), dotó a la orden, en 1116, de su organización y regla con las Consuetudines. Investigaciones recientes hacen posible que tampoco Norberto de Xanten († 1134), el fundador de los premonstratenses, fuese el prior de los mismos ni el primer preboste de Prémontré. La Charta caritatis, la regla fundamental de los cistercienses, que imprimió a esta orden su carácter propio, es obra de Esteban Harding († 1133), el tercer abad de aquélla. 3.º Pero la espiritualidad del fundador de una orden religiosa y la forma de vida en cuya definición haya intervenido, es decir, la regla, no determinan por sí solas la peculiaridad de las órdenes religiosas ni son la razón de la variopinta imagen que ofrecen las numerosas comunidades dentro y fuera de la Iglesia. Como tercer componente debe considerarse en cada caso la llamada de la época. En las personas de los fundadores de órdenes se revelaban hombres despiertos y receptivos para el futuro, que trataban de dar respuestas a los interrogantes y angustias de su tiempo, cuyos singulares aspectos demoníacos percibían, congregando en torno suyo a correligionarios con el fin de resolver los problemas así planteados, o sea, creando una congregación u orden.[9] III. EL MOVIMIENTO DE POBREZA HACIA 1200 Ejemplo elocuente de las tensiones entre carisma e institucionalidad, vocación personal divina y ministerio eclesial, así como del peligro de ruptura y de las posibilidades de síntesis creadora, lo constituye el movimiento de pobreza de finales del siglo XII.[10] Su origen no radicaba en un pauperismo generalizado, sino en la prosperidad económica de las ciudades gracias a la economía de dinero que hacía viable un comercio e industria a escala importante. No es ningún azar que las regiones cultural y económicamente más desarrolladas del mediodía de Francia, así como la Lombardía, Flandes y Champaña, fuesen el escenario de esos movimientos de pobreza y de predicación itinerante en la que protestaban contra la «edad de la lana», el espíritu mercantil y los peligros de la incipiente economía dineraria. En la pobreza pretenden imitar a Jesús, el pobre. Se trataba en primer lugar de vivir según el Evangelio, no de la doctrina. No se dirigen al clero, sino al pueblo creyente, a la multitud de los seglares piadosos. Estos han despertado a una más vigorosa conciencia de sí mismos, mostrándose más exigentes en lo que se refiere a la vida espiritual, la predicación y su realización en la vida cotidiana. El apóstol y predicador itinerante es el representante de las nuevas comunidades, su vida de pobreza garantiza la verdad de la doctrina. Si lo que se pretendía era la reforma de las costumbres por la vuelta a la pobreza evangélica, esta aspiración tenía que volverse forzosamente contra un clero cuyo modo de vida era contrario a las exigencias de su ministerio. Ahora bien, este elemento de crítica a la Iglesia debe considerarse como algo secundario que conduce al rechazo de los clérigos ordenados y de los sacramentos por ellos administrados. La gente se preguntaba si las consagraciones y bendiciones del predicador itinerante, dotado del Espíritu, no serían más de fiar que los sacramentos dispensados por sacerdotes que vivían de manera tan poco edificante. «Magis operatur meritum quam ordo», más eficaz es el mérito de una vida ejemplar que el orden recibido, era un argumento típico que no dejaba de causar impacto.[11] No es preciso señalar expresamente que hay que distinguir entre los cátaros, cuya doctrina dualista era fundamentalmente herética y profundamente opuesta al espíritu occidental, y los movimientos de pobreza como los de los valdenses o «Pobres de Lyon» y los Humillados. Lo que éstos pretendían, por el contrario, era auxiliar a la Iglesia en su lucha contra la herejía de los cátanos mediante su predicación y el ejemplo de la pobreza apostólica. Pretendían vivir como los herejes, pero enseñar como la Iglesia. Cuando a Pedro de Valdo el ordinario de su diócesis, el arzobispo de Lyon, le prohibió que predicara, aquél recurrió a Roma, persuadido de que obtendría de Alejandro III y del Concilio Lateranense el reconocimiento de su vida de pobreza y la licencia para la predicación apostólica itinerante. Tanto más trágico fue que la Curia no acertara a comprender la naturaleza ni voluntad del movimiento religioso que se le ofrecía, y que la petición de los seglares de que se les autorizara a predicar, quedase sin respuesta, entre las arrogantes risas de la junta examinadora compuesta de teólogos y juristas.[12] Parecida a la suerte de los valdenses, fue la de los humillados en 1179. Ninguno de los dos grupos estaba dispuesto a renunciar a la predicación. Convencidos de haber recibido un mandato superior e invocando los Hechos de los Apóstoles 5,29: «Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres», persistieron en sus actividades. Por esta razón, el sínodo de Verona, bajo Lucio III, condenó en 1184 a todos los desviacionistas de entonces sin distinción: cátaros, patarinos, humillados, valdenses y otros (cf. Denzinger-Schönmetzer, nn. 760ss). IV. ESFUERZOS DE INOCENCIO III EN PRO La grandeza de Inocencio III (1198-1216) fue que -pese a su decidido propósito de combatir por todos los medios la peligrosa herejía de los cátaros, en trance de erigir una antiiglesia- acertó a percatarse de la diferencia que existía entre aquéllos, por un lado, y los humillados y valdenses, de otro. No sólo trató de recuperarlos para la Iglesia, sino que, como grupo, les concedió una esfera de actuación en el seno de la misma. Abrió al movimiento de la pobreza las puertas de la Iglesia y trató de salvar el abismo entre el movimiento religioso y el ministerio jerárquico. No exageramos cuando, frente a una interpretación histórica que presenta a Inocencio III unilateralmente como político y rey-sacerdote que pretendía el dominio universal, vemos la importancia primordial de este pontífice en la integración del movimiento de pobreza en el seno de la Iglesia. «Su política fue decisiva para que, de la informe fermentación del movimiento religioso, pudieran surgir las nuevas grandes órdenes religiosas y los órdenes nuevos».[13] No fueron sólo razones de política eclesiástica las que movieron a Inocencio III a hacer concesiones a los movimientos religiosos de signo centrífugo; no sólo aspiraba a incorporarlos a la Iglesia institucional, sino que había una relación interior que lo vinculaba a la espiritualidad de aquéllos, y lo que pretendía era que ésta fuera fecunda en la Iglesia. Sus escritos, homilías y cartas denotan una interior proximidad al ideal de pobreza de la época y la conciencia de su importancia para la reforma de la Iglesia. Siendo todavía cardenal, Inocencio trata detenidamente de los peligros de la opulencia, en su escrito Sobre la miseria de la condición del hombre (PL 217, 722), describiendo la dictadura de la opulencia sobre los corazones humanos. Como ningún rico puede entrar en el reino de los cielos, declara bienaventurado al apóstol que podía decir de sí «no tengo oro ni plata» (Hch 3,6). Como programa de su pontificado y del Concilio convocado por él, Inocencio cita, además de la recuperación de Tierra Santa, la reforma de la Iglesia (PL 217, 674); para ésta considera como auxiliares muy calificados a las órdenes religiosas. Por eso, se propone promover la vida espiritual de las mismas. Si ésta consiste en la imitación de Cristo, lo que importa es seguir desnudos y pobres a Jesús, el pobre: «Pertenece, pues, a la perfección seguir a Cristo, para que el desnudo siga al desnudo, el pobre al pobre» (PL 217, 573). Con ese «seguir desnudos a Cristo desnudo», Inocencio recoge una vieja divisa del ascetismo que, en el movimiento de pobreza de su tiempo, había adquirido nueva actualidad: «A Cristo pobre lo imitáis cual pobres», escribe al capítulo general de los cistercienses (PL 214, 334). Porque sabía que los herejes del mediodía de Francia extraían sus más contundentes argumentos de la vida poco edificante de los prelados de la región, el pontífice instruyó de este modo a sus legados de la orden del Císter: «En vuestras costumbres debe poder leerse lo que exponéis con vuestras palabras» (PL 215, 359). «Que vuestra modestia haga enmudecer a los herejes; guardaos de darles motivo de censura con vuestras palabras u obras» (PL 215, 360). Según un escrito de 1206, los legados pontificios deben hacer recapacitar a los descaminados mediante su ejemplo activo y la fuerza persuasiva de su discurso basada en la imitación de la pobreza de Cristo, el pobre. Con esta actitud pastoral y con su proximidad al ideal de pobreza, Inocencio reunía las condiciones para recuperar a los humillados y a una parte de los valdenses, y conceder de esta manera, aun antes de la aparición en escena de san Francisco de Asís, al movimiento de pobreza un lugar en la Iglesia. Al comienzo de su pontificado, Inocencio se opuso a que todos los representantes de la pobreza evangélica fuesen tratados indiscriminadamente como herejes.[14] En una carta dirigida al obispo de Verona, en 1199, escribe que hay que guardarse de arrancar el trigo con la cizaña (PL 214, 695 y 788s) y cuidar de no condenar a inocentes y de absolver a culpables. Partiendo de esta actitud, Inocencio logró que volviesen al seno de la Iglesia los humillados y parte de los valdenses, que serían llamados en adelante «pobres católicos». Fueron autorizados a conservar sus usos y costumbres y a dedicarse a la predicación ambulante para edificación de los fieles y conversión de los herejes. Condición básica para esta reconciliación fue el reconocimiento del ministerio jerárquico. Los militantes en el movimiento de pobreza hubieron de admitir básicamente que el derecho de predicar está vinculado al mandato o licencia del papa o de un obispo,[15] que sólo el sacerdote ordenado por el obispo puede lícitamente administrar los sacramentos y que éstos son válidos independientemente de que el sacerdote que los dispensa sea digno o no. Los esfuerzos del pontífice en pro de la reconciliación con los movimientos de pobreza fracasaron en muchos casos a causa de la incomprensión de los ordinarios del lugar, que no sabían distinguir entre los valdenses heréticos y los pobres «católicos». El papa hubo de prevenir a los obispos para que no excluyesen de la Iglesia a hombres creyentes y justos; si los recuperados, sostenía, se mantenían fieles a la «substantia veritatis», podía permitírseles que conservaran muchos de sus hábitos anteriores e incluso había que contar con la posibilidad de que, precisamente por ello, actuasen con tanta mayor eficacia entre los demás herejes para hacerlos volver al seno de la Iglesia.[16] En carta dirigida al arzobispo de Tarragona, fechada en 12 de mayo de 1210, el pontífice llega incluso a reprochar a los obispos que, por su dureza, sustraen a la misericordia de Dios a muchos hombres espoleados por la gracia divina (PL 216, 275). Ya anteriormente, en el Propositum en que confirmaba a los humillados sus normas y forma de vida, el pontífice, invocando las palabras de san Pablo, «¡No apaguéis el espíritu!», había prohibido a los obispos que impidieran a los hermanos la predicación edificante. De modo similar, Honorio III tenía motivos para exhortar todavía en 1218 a todas las jerarquías eclesiásticas a que acogiesen a los hermanos menores «como católicos y fieles», y para disponer una vez más que fuesen admitidos en sus respectivas diócesis como «verdaderamente fieles y religiosos».[17] En su presentación exterior y en la formulación del mensaje, apenas había ninguna diferencia entre san Francisco de Asís o los franciscanos y los movimientos de pobreza de los valdenses y humillados que habían entrado en conflicto con la Iglesia. Así, los franciscanos en Alemania eran apaleados y expulsados porque se los confundía con los herejes.[18] Estos hechos nos permiten calibrar la importancia del encuentro entre el papa Inocencio y el Santo que acudía al pontífice para que éste le confirmara su regla de vida. Apenas ningún otro santo tan convencido de su carisma y de la inmediatez de su vocación divina. La expresión «El Señor me dio» la emplea Francisco tres veces ya solo al principio de su Testamento. «Y después que el Señor me dio hermanos, nadie me mostraba qué debía hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio» (Test 14), dirá en la segunda parte del mismo. Poco más adelante, repetirá: «El Señor me reveló». Pero san Francisco no quería vivir su vocación sin la aprobación y el mandato de la Iglesia. En el prólogo de la llamada segunda regla, la Regla no bulada, dice: «Esta es la vida del Evangelio de Jesucristo, cuya concesión y confirmación pidió el hermano Francisco al señor papa. Este se la concedió y confirmó para él y para sus hermanos» (1 R Pról. 2). La regla misma comienza así: «El hermano Francisco y todo aquel que sea cabeza de esta Religión, prometa obediencia y reverencia al señor papa Inocencio y a sus sucesores» (1 R Pról. 3; cf. 2 R 1,2). «Era la primera vez en la historia de la Iglesia que una orden religiosa en su totalidad se vinculaba tan estrechamente al pontífice y se subordinaba a él tan absolutamente en todo».[19] De no menor significación que esta apertura del Santo y su movimiento hacia el ministerio eclesial fue el hecho de que el pontífice, pese a numerosas resistencias por parte de la Curia, accediese a la súplica del hermano Francisco, autorizándole a llevar una vida de pobreza evangélica tal como él la entendía. Con ello, las puertas de la Iglesia quedaban definitivamente abiertas al movimiento de pobreza. El fecundo encuentro entre carisma y ministerio eclesial había liberado fuerzas vitales para el movimiento franciscano, así como para la propia Iglesia. Pero esto, claro está, presenta un aspecto enteramente diferente si se enfoca con los criterios del siglo XIX o de cualquier ideario que ignora totalmente el misterio de la Iglesia. Así, Paul Sabatier escribe, en su famosa Vida de san Francisco de Asís, que durante varios decenios fue la obra más autorizada en la materia: «De esta manera, la creación de san Francisco, concebida en un principio tan laicalmente, se convirtió sin ninguna intervención suya en una institución eclesiástica. Forzosamente, no tardaría en degenerar en institución puramente clerical. Sin saberlo, el movimiento franciscano se había apartado de sus esencias primigenias. El profeta había cedido el puesto al sacerdote...».[20] Que esta interpretación no se corresponde con la de san Francisco, lo demuestra el ulterior comportamiento de éste. En las primeras crisis de su inicial movimiento, el Santo buscó una relación todavía más estrecha con la institución eclesial, una vinculación aún más fuerte a la Iglesia romana. Las causas de la crisis radicaban sobre todo en el extraordinario aumento del número de hermanos y en la rápida propagación de la nueva Orden mucho más allá de Italia. El Santo temía, además, las corrientes heréticas. Según su biógrafo Tomás de Celano, san Francisco se aplicaba la imagen de la «pequeña gallina negra» incapaz de seguir albergando bajo sus alas a todos los polluelos, por lo que decía: «Iré, pues, y los encomendaré a la santa Iglesia romana, para que con su poderoso cetro abata a los que les quieren mal y para que los hijos de Dios tengan en todas partes libertad plena para adelantar en el camino de la salvación eterna» (2 Cel 24). El Santo exigía esta integración en las estructuras eclesiales sobre todo para la predicación. Condición necesaria para ésta era, si no la consagración sacramental, sí el encargo misional recibido de la Iglesia o licencia del ordinario, además de la preparación necesaria. Así, en la regla primera se establece que «ningún hermano predique contra la forma e institución de la santa Iglesia y a no ser que se lo haya concedido su ministro» (1 R 17,1). La regla definitiva dispone: «Los hermanos no prediquen en la diócesis de un obispo cuando éste se lo haya prohibido» (2 R 9,1). Hasta qué punto era serio su propósito de incorporar su misión profética al seno de la Iglesia, hasta qué punto era ajeno a sus intenciones hacer valer su carisma contra el ministerio eclesial, lo atestigua su Testamento, donde está escrito: «Y si tuviese tanta sabiduría como la que tuvo Salomón y me encontrase con algunos pobrecillos sacerdotes de este siglo, en las parroquias en que habitan no quiero predicar al margen de su voluntad» (Test 7). Por eso prohibió a sus hermanos que, mediante los correspondientes privilegios de la Santa Sede, se asegurasen la libertad de predicar (Test 25). Lo que el Santo se proponía evidenciar de este modo es que la predicación sólo debe realizarse en el marco de la autoridad eclesial. Grande era sin duda la preocupación de san Francisco de que sus hermanos pudieran derivar hacia la herejía. El Santo, tan amable de ordinario, se vuelve tajante y «legalista» cuando se trata de oponerse al peligro de la herejía. En la más antigua regla de la Orden Tercera se intenta prevenir la infiltración de corrientes heréticas al disponer que «no se permitirá el ingreso a ningún hereje ni acusado de herejía...».[21] En la Regla no bulada, el Santo exhorta: «Todos los hermanos sean católicos, vivan y hablen católicamente. Pero, si alguno se aparta de la fe y vida católica en dichos o en obras y no se enmienda, sea expulsado absolutamente de nuestra fraternidad. Y a todos los clérigos y a todos los religiosos tengámoslos por señores nuestros... y veneremos en el Señor su orden y oficio y su ministerio» (1 R 19). En la Regla bulada se dispone: «Y los ministros examínenlos (a los aspirantes) diligentemente sobre la fe católica y los sacramentos de la Iglesia», y sólo los admitirán «si creen todo esto, y quieren profesarlo fielmente, y guardarlo firmemente hasta el fin...» (2 R 2,2-3). Como intención de su Testamento, que los «espirituales» creyeron más tarde poder invocar, el Santo declara: «... para que mejor guardemos católicamente la Regla que prometimos al Señor» (Test 34). Precisamente en este documento, que ha sido presentado «como la última manifestación solemne de los ideales de san Francisco» e incluso como «ardorosa protesta contra la regla definitiva de la Orden»,[22] el Santo no se contenta con la exhortación fraterna, sino que emprende «la vía de la severa jurisdicción»,[23] cuando escribe: «Y a los que se descubra que no cumplen con el oficio (divino) según la Regla y quieren variarlo de otro modo, o que no son católicos, todos los hermanos... estén obligados por obediencia... a presentarlo al custodio más cercano... Y el custodio esté firmemente obligado, por obediencia, a custodiarlo fuertemente, como a hombre en prisión día y noche, de suerte que no pueda ser arrebatado de sus manos hasta que en propia persona lo consigne en manos de su ministro. Y el ministro esté obligado... a remitirlo por medio de tales hermanos, que lo custodien día y noche, como a hombre en prisión, hasta que lo lleven a la presencia del señor de Ostia (el cardenal protector), que es el señor, protector y corrector de toda la fraternidad» (Test 31-33). El Santo supo soportar heroicamente las tensiones entre su vocación y la obediencia al ministerio eclesial, a veces con el corazón sangrante. Hubo de comprender que, para la Orden, el ideal de pobreza no era realizable con el radicalismo primitivo. Al aumentar el número de los hermanos y propagarse la Orden por el mundo, fueron precisas instituciones, así como residencias fijas y libros para la formación de las jóvenes promociones. Para no ser un obstáculo en este camino y seguir fiel en su persona a la pobreza radical, siendo de esta manera un símbolo para los hermanos, san Francisco confió a otras manos la dirección de la Orden. Al seguir viviendo y actuando en la misma como simple hermano, no había en esta actitud resignación ni protesta, sino una síntesis, tan grandiosa como cargada de tensiones, de su fidelidad a la vocación y de heroica obediencia a la Iglesia constituida. Mientras su espíritu permaneció vivo en la Orden, ésta siguió siendo fecunda para toda la Iglesia. En cambio, en la posterior disputa sobre la pobreza de los llamados espirituales, un rigorismo ergotista invocaba a san Francisco y sus ideales de una manera que hacía escarnio de los mismos, causando grave daño a la Orden y a la cristiandad.[24] * * * Hemos partido de los movimientos renovadores en nuestros días, de los grupos que critican a la Iglesia institucionalizada y de su alienación e incluso alergia frente a la misma. Por el ejemplo del movimiento de pobreza de finales del siglo XII y comienzos del XIII, hemos evidenciado cómo llega a producirse el conflicto entre carisma y ministerio eclesial, y también cómo es posible una síntesis y un encuentro fecundo entre ambos. Habríamos podido aportar otros ejemplos tomados de la historia, v.g., las reformas protestante y católica del siglo XVI. Lo expuesto también es válido en nuestros días. Una Iglesia institucionalizada, exteriormente intacta, no basta, como tampoco son operantes los arranques carismáticos. Si las expectativas de reforma se verán cumplidas hoy día o conducirán a frustraciones y hasta a nuevos cismas, dependerá de si el carisma y el ministerio eclesial llegan a encontrarse mutuamente, de si las jerarquías eclesiásticas -los obispos y el papa- confían en el Espíritu que obra en todos los miembros de la Iglesia, y de si, al mismo tiempo, tienen el valor de ejercer su autoridad. Y no menos depende de si aquéllos que se sienten como protagonistas de la reforma, no sólo se consideran carismáticos, sino que lo son efectivamente y se abren al Espíritu Santo que a todos nos está prometido, en lugar de dejarse guiar por la sabiduría de la carne y de la sangre, la obstinación y el afán innovador, y si se acercan al ministerio eclesial en la obediencia, es decir, dispuestos a escuchar y con el propósito de salvaguardar la unidad del Espíritu. * * * N O T A S: [1] P. Meinhold: Aussenseiter in den Kirchen... (Biblioteca Herder), Friburgo 1977. [2] L. V. Ranke: Deutsche Geschichte im Zeitalter der Reformation, (edit.) V. P. Joachimsen, t. III (Munich 1925) 429. [3] Tractatus de examinatione. Pars II, Consideratio III: Opera (Basilea 1483) II, fol. 202v. [4] Cf. entre otros el Gran Catecismo: «Mi fe no hace el bautismo, sino que lo recibe» (WA 301, 218, 30). «Y aunque sea un impío el que lo recibe o administra el sacramento, recibirá el verdadero sacramento que es el cuerpo y la sangre de Cristo al igual que aquel que lo dispensa de la forma más indebida» (WA 30 I 224, 16 y sigs.). [5] K. Rahner: Das Charismatische in der Kirche, en Geist und Leben 42 (1969) 251-262: Schriften z. Theologie, t. IX (Einsiedeln-Colonia 1970) 422. [6] K. Rahner: Das Charismatische in der Kirche, en Geist und Leben 42 (1969) 257: Schriften z. Theologie, t. IX (Einsiedeln-Colonia 1970) 423. [7] H. Schürmann: Die geistlichen Gnadengaben in den Paulinischen Gemeinden, en G. Barauna (edit.): De Ecclesia I (Friburgo de Brisgovia 1966) 494-519, ampliado y revisado en Idem: Ursprung und Gestalt... (Düsseldorf 1970) 236-267; K. Kertelge (edit.): Das kirchliche Amt im NT. Wege der Forschung vol. 439 (Darmstadt 1977) 362-412. [8] Cf. H. Grundmann: Ketzergeschichte des Mittelalters: Die Kirche in ihrer Geschichte, t. II, fascículo G (1.ª parte, Gottinga, 2.ª ed., 1967): «La autocrítica y purificación de la Iglesia restó en un principio la motivación a la herejía» (G 11). «Gregorio VII, y también ya su predecesor Alejandro II aconsejado por aquél, se sirvieron de este movimiento» (es decir, de los patarinos) (G 15). [9] Cf. W. Dirks: La respuesta de los frailes, San Sebastián, Ed. Dinor, 1957. Lo que se expresa tan certera como sencillamente con los términos "llamada" y "respuesta" ha sido calificado recientemente por Metz como «componente práctico-político "de situación"», que juntamente con el componente místico, constituye la dable estructura de la sucesión: J. B. Metz: Las Ordenes religiosas. Su misión en un futuro próximo como testimonio vivo del seguimiento de Cristo, Barcelona. Ed. Herder, 1975. 45s. Cf. E. Iserloh: Reform-Reformation, en W. Heinen y J. Schreiner (edit.): Erwartung-Verheissung, Würzburgo 1969, 111-131, 113-116. [10] H. Grundmann: Religiöse Bewegungen im Mittelalter, Darmstadt 1961. Ilarino da Milano: Le concept de "Reformé" comme solution aux tensions religieuses du XIIIe siècle. Relación presentada en la Universidad de Uppsala (manuscrito mecanografiado, agosto 1977). [11] Alano de Lila († 1202): De fide contra haereticos, c. 8: «Dicen los predichos herejes que más opera el mérito para consagrar o bendecir, atar y absolver, que el orden y oficio» (PL 210 Sp. 385). H. Grundmann: Religiöse Bewegungen im Mittelalter, Darmstadt 1961, 95, nota 46. [12] Cf. el informe arrogante e irónico del clérigo inglés afecto a la corte, Walter Map, que tomó parte en el interrogatorio: De nugis curialium I, 31, ed. M. R. James: Anecdota Oxoniensia 14, 1914, p. 60; H. Grundmann: Religiöse Bewegungen im Mittelalter, Darmstadt 1961, 60 y sigs. [13] H. Grundmann: Religiöse Bewegungen im Mittelalter, Darmstadt 1961, 72. [14] Cf. H. Grundmann: Religiöse Bewegungen im Mittelalter, Darmstadt 1961, 71ss. [15] H. Grundmann: Religiöse Bewegungen im Mittelalter, Darmstadt 1961, 109. [16] PL 216, 73; H. Grundmann: Religiöse Bewegungen im Mittelalter, Darmstadt 1961, 114. [17] Cum dilecti filii (11-VI-1218) I, 2b; Pro dilectis filiis (29-V-1220) I, 2b; K. Esser: Anfänge und ursprüngliche Zielsetzungen des Ordens der Minderbrüder, Leiden 1966, p. 148-149. [18] Cf. el informe de Jordán de Giano sobre la aparición de los primeros hermanos menores en territorio alemán: Crónica, cap. 5; H. Grundmann: Religiöse Bewegungen im Mittelalter, Darmstadt 1961, 154s; K. Esser: Anfänge und ursprüngliche Zielsetzungen des Ordens der Minderbrüder, Leiden 1966, 148-153. [19] Werkbuch zur Regel des hl. Franziskus, publicado por los franciscanos alemanes (Werl 1955) 140; cf. K. Esser: Anfänge und ursprüngliche Zielsetzungen des Ordens der Minderbrüder, Leiden 1966, 197-207. [20] Paul Sabatier: Vie de S. François d'Assise (33.ª ed., París s/a) 116. [Trad.: Francisco de Asís, Valencia, Ed. Asís, 1994, 4.ª ed.]. [21] K. Esser - L. Hardick: Die Schriften des hl. Franziskus von Assisi, Werl 1972, 4.ª ed., 81. El P. Esser no incluye esta Regla en su edición de los Opuscula por no haber sido compuesta directamente por el Santo; cf. Opuscula, 52. [22] Cf. K. Esser - L. Hardick: Die Schriften des hl. Franziskus von Assisi, Werl 1972, 4.ª ed., 8. [23] K. Esser: Anfänge und ursprüngliche Zielsetzungen des Ordens der Minderbrüder, Leiden 1966, 151. [24] Cf. J. Lortz: El santo incomparable, Madrid, Ed. Centro de Propaganda, 1964. [En Selecciones de Franciscanismo, vol. IX, núm. 25-26 (1980) 20-34] |
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