DIRECTORIO FRANCISCANO

Historia franciscana


LA POBREZA FRANCISCANA

por Jacques Paul

 

[Título original: La pauvreté franciscaine, en Pax et Bonum núm. 148 (octubre 1980) 2-9]

En esta conferencia, pronunciada ante los hermanos de la Provincia franciscana de Lyon, Jacques Paul, historiador, profesor de la Universidad de Provenza, considera de una manera original el papel y la influencia de la pobreza franciscana en la sociedad del siglo XIII.

Los estudios de estos últimos años sobre la historia de la pobreza religiosa se interesan más por el cometido y la importancia de la pobreza franciscana en las aspiraciones religiosas y sociales de la sociedad del siglo XIII, que por los debates ideológicos que han dividido a la Orden franciscana, las concepciones sobre la pobreza o los medios para ponerla en práctica.

Con su ideal de renuncia, por una parte, y, por otra, la mendicidad, la pobreza franciscana es considerada hoy por los historiadores como una de las claves de la muy compleja relación que los hermanos menores mantienen con los diferentes ambientes sociales. Es un ideal religioso expresado por quienes lo viven y percibido como tal por los fieles. El impacto del ideal de pobreza en la población es un aspecto que los estudiosos apenas abordan. La pobreza es también, a través de la mendicidad, una manera determinada de insertarse en la sociedad, en la medida en que no puede darse pobreza voluntaria absoluta si no existe un considerable número de amigos que sostengan la iniciativa.

Fácilmente se comprende qué es lo que los historiadores buscan al plantear así los problemas. Quieren pasar de un ideal de vida a su inserción en la vida económica; de una Orden religiosa, a su audiencia social. A decir verdad, son auténticas investigaciones históricas y modernas, puesto que tratan, de una manera o de otra, de encontrar, a través del cauce de la pobreza, ideal o vida concreta, el significado religioso de un movimiento social. Estas explicaciones sociales, por muy esquemáticas que puedan parecernos, se acoplan tanto a la moda intelectual, que tienen grandes probabilidades de ser aceptadas.

Es preciso darse cuenta de que existe en todo esto una cuestión legítima que no se puede rechazar sin un examen previo. Se podría formular con estas dos preguntas:

-¿Qué esperan los fieles de los franciscanos cuando se dirigen a ellos más que al clero secular, los monjes o los canónigos?

-¿Qué es lo que los hombres y mujeres del siglo XIII hacen o quieren hacer cuando dan limosna a un franciscano antes que a cualquier otro?

Se puede responder, en primer lugar, que los fieles se dirigen a los franciscanos para que recen por ellos, y porque la vida de los hermanos menores les parece más santa y más impregnada de piedad.

Efectivamente, los documentos del siglo XIII anteponen con frecuencia el carácter ejemplar de la vida religiosa de los hermanos, sobre todo cuando su género de vida fue impugnado durante aquella memorable querella que les enfrentó con el clero secular. Pero esta explicación, así propuesta, no es suficiente, pues en el siglo XIII hubo obispos santos, sacerdotes entregados, clérigos celosos y monjes de elevada espiritualidad. Por lo tanto, lo que los fieles buscan en las nuevas Ordenes no es la oración o la piedad, que también podían encontrar en otras partes, sino una determinada forma de piedad que esté de acuerdo con su propia sensibilidad. Esperan una expresión del sentimiento cristiano que llene las aspiraciones de la época. Ante dos formas un tanto diferentes de vida cristiana, tan legítimas la una como la otra, los fieles escogen la que les parece más apropiada a su estilo, la que les resulta psicológicamente más próxima, aquella que más y mejor responde a lo que buscan.

En el siglo XIII, la Orden franciscana se halla indiscutiblemente en el centro de este tipo de búsqueda; su éxito lo demuestra. Esta constatación nos lleva de nuevo al problema ya evocado del impacto psicológico de la vida evangélica franciscana y, por consiguiente, de la pobreza, que es un elemento característico de aquélla. La pobreza es, hay que convenir en ello, aunque se puedan aportar matices, la que da a la piedad, a la vida y al fervor franciscanos ese elemento atractivo que hace que los fieles se encariñen más con la nueva Orden que con el clero secular, y más con los franciscanos que con sus concurrentes los dominicos. Esta característica de los franciscanos tiene una gran importancia en el favor popular, portador incontrovertiblemente de aspectos sentimentales.

Los historiadores no dan una explicación unánime al entusiasmo de aquel siglo por los franciscanos. Podemos recordar dos explicaciones de carácter social o psicosocial, aunque tengamos que criticarlas y rectificarlas.

Para unos, y ésta es una tesis bastante antigua, el movimiento franciscano es la expresión religiosa de las aspiraciones del pueblo humilde urbano, de los artesanos, de los tenderos y de la parte más modesta de la sociedad. Así como las luchas urbanas transmiten el eco a veces violento de sus aspiraciones económicas, políticas y sociales, de la misma manera sus aspiraciones religiosas encontrarían su mejor expresión en la Orden franciscana, cuyo programa de vida evangélica incluye la humildad y la búsqueda de una posición inferior en la sociedad. La pobreza franciscana sería, pues, la transposición religiosa, en el plano ideal, de un género de vida y de un nivel social. Sería la santificación, por medios apropiados, del comportamiento habitual de una parte de la sociedad.

Esta tesis, tan superficialmente social, ha cedido el sitio a concepciones más elaboradas, como la de Lester K. Little. Según él, el ideal de pobreza y la aparición luego de los religiosos mendicantes, son la expresión de la sensibilidad religiosa de los siglos XII y XIII, marcados esencialmente por los problemas morales anejos a la vida urbana y planteados por la economía monetaria, nacidos del desarrollo del comercio.

En la Edad Media no existe una justificación humana y moral de la actividad comercial. Los mercaderes apenas tienen importancia en los análisis teóricos de las profesiones del mundo, elaborados por los hombres de Iglesia para uso de la sociedad. El mercader no es un productor que gana su pan con el sudor de su frente y que merece el salario de su esfuerzo. No es un propietario que tiene derecho a los frutos de su tierra. No es un defensor de la paz que tiene la obligación de llevar armas para desbaratar las iniciativas de los enemigos de la cristiandad o para asegurar la paz pública en la sociedad cristiana. El mercader es un intermediario sospechoso que se aprovecha del trabajo de los demás y que maneja dinero. Practica el préstamo con interés, cosa que en la Edad Media se considera siempre como usura, sea cual fuere la tasa de interés, y, por esta razón, es un pecador público y excomulgado.

El mercader se enriquece manejando dinero, lo cual es muy sospechoso en el seno de una sociedad tradicional, pues eso no puede hacerse sin codicia, sin desear los bienes del prójimo y sin injusticia. El enriquecimiento no puede justificarse de ninguna manera. La riqueza puede heredarse y debe emplearse bien, nada más, nada menos. Por eso, el mercader está en la encrucijada de todos los pecados y de todos los vicios: la usura, que está castigada, y, más sutilmente, la «avaritia», que es la raíz de todas las apetencias y de todos los vicios. Por esa razón, en una sociedad cristiana, el mercader está, ha estado y estará en crisis espiritual y de manera permanente.

El papel de los franciscanos en semejante situación es doble: ofrecen un lugar de conversión a los mercaderes y a los hijos de mercaderes que quieren poner sus vidas en armonía con sus conciencias; y, sobre todo, los franciscanos son los fiadores espirituales de la crisis de conciencia de los demás. A través de la mendicidad, los franciscanos aceptan las limosnas de quienes pueden hacerlas y, sobre todo, de los que ejercen ese oficio espiritualmente peligroso que es el comercio. Mediante la limosna, participan estos últimos en los frutos de penitencia y en la oración de los pobres. Atienden su crisis espiritual, al menos parcialmente, por interpuesta persona.

Siguiendo el razonamiento de L. K. Little, el franciscano es víctima inocente de la pobreza y encargado de redimir las faltas de los demás. Más aún, cargando sobre sí los pecados de la civilización monetaria y mercantil, le asegura su tranquilidad moral. Cuantas más limosnas aceptan y cuantas más muestras de gratitud reciben, tanto mejor aseguran su cometido de justificación de las actividades mercantiles y de fiadores de la riqueza monetaria. L. K. Little culmina su análisis atribuyendo al franciscano Alejandro de Alessandria († 1314) el papel más importante en la justificación teórica del préstamo con interés. Nacidos de los problemas espirituales ligados al tabú del dinero, los franciscanos cumplen su función histórica en la sociedad mediante la justificación de la riqueza, después de haber servido de coartada espiritual.

Dos maneras diferentes, pues, de considerar a la Orden franciscana, porque, en esta segunda hipótesis, ella sirve principalmente de justificación a los mercaderes y a los ricos de las ciudades en la medida en que los franciscanos les aseguran contra los peligros de una crisis moral, a cambio de las limosnas.

Estas dos interpretaciones sociales de la Orden de los hermanos menores no se deben rechazar sin previa discusión, porque los franciscanos tienen una vocación apostólica, lo que obliga a considerar que aportan, con el ejemplo o con la palabra, un mensaje sobre la manera de ser cristiano en el mundo y, por consiguiente, se ven confrontados con los problemas evocados anteriormente. Por otra parte, es preciso que la interpretación que hacen de la pobreza franciscana las gentes humildes y los ricos que la ven y la sostienen, corresponda, en la práctica y en la vida interna de la Orden misma, a algo que se preste a este género de interpretación. No existen dos pobrezas: una completamente interior y otra para utilidad de los fieles que la ven desde fuera. Necesariamente ha de haber coherencia entre lo que vive la Orden franciscana y su función social.

LA POBREZA FRANCISCANA

Segrelles: Fr. GilQue la pobreza franciscana sea real y concreta, no se discute; es una evidencia sobre la que no me parece útil insistir.

Es importante observar que la práctica de la pobreza se presenta con dos formas sucesivas: el trabajo y la mendicidad. Las instrucciones de san Francisco sobre el trabajo manual son muy importantes para comprender el estilo de vida franciscana. En la primera Regla y en el Testamento, el trabajo manual es la forma normal y natural de atender a las necesidades de la vida. Los hermanos pueden tener sus propios instrumentos de trabajo y continuar ejerciendo el oficio que ejercían anteriormente en el mundo, si esto no pone sus almas en peligro. La mendicidad es sólo un complemento para afrontar dificultades excepcionales. Si no han recibido retribución por su trabajo, o si hace falta cuidar a un enfermo, los hermanos pueden recurrir a ella como a la mesa del Señor, en virtud del derecho adquirido por Jesucristo para todos los pobres.

Estas disposiciones tienen mucha importancia porque hacen a los franciscanos pobres en el sentido concreto del término, es decir, hombres que viven de su trabajo, con las incertidumbres que ello trae consigo. Cuando hay que mendigar, no se trata de una cuestación oficial recomendada por las autoridades eclesiásticas a la caridad de los fieles, ni de un don vinculado a la predicación o a una misión apostólica. Se trata simplemente de mendigar, cuando ello es preciso, como los demás pobres.

Las primeras comunidades franciscanas optan clara y sencillamente por vivir pobres y permanecer de esta manera entre la gente humilde, entre quienes se encuentran a merced de los acontecimientos y a quienes el azar puede convertir en mendigos. A este nivel, es preciso reconocer que el género de vida de los franciscanos y la pobreza que ellos practican les confieren afinidades con el pueblo bajo y darían cierto crédito a la primera interpretación social de la Orden.

La opción por la mendicidad clásica, tras el abandono total o parcial del trabajo manual, es consecuencia de la Regla de 1223 y de las interpretaciones pontificias de la Regla. Esta evolución toma en cuenta la clericalización de la Orden. Los laicos penitentes de las primeras comunidades pueden continuar viviendo del trabajo de sus propias manos; no así los clérigos, que son a la vez intelectuales y eclesiásticos. El trabajo manual no es de su competencia. Deben ejercer otra tarea, u otro oficio, según su capacidad.

Este trabajo, para los clérigos franciscanos, es lógico: las actividades apostólicas, es decir, la predicación y la confesión. Son tareas de Iglesia, exigen tiempo, requieren preparación y trabajo intelectual. La limosna puede retribuirlas. Surge así un problema nuevo en la cristiandad, pero que no es insoluble, pues quienes anuncian el Evangelio tienen derecho a vivir del altar. Antes de san Francisco, los valdenses habían experimentado ya la misión evangélica y la mendicidad.

El querer contraponer las dos formas sucesivas asumidas por la pobreza sería infantil. Hay que darse cuenta de que ambas expresan el mismo ideal franciscano en condiciones diferentes. Por eso, los fundamentos espirituales de la pobreza resultan más importantes que sus sucesivos modos de realización. Y por la misma razón, la interpretación social del movimiento franciscano no puede basarse en una forma de pobreza con prevalencia sobre la otra, ni descuidar la inspiración espiritual que es su raíz.

A fin de resumir lo esencial y no repetir lo que se ha escrito con frecuencia, me limitaré a observar:

-La pobreza está unida a la imitación de Cristo. «Empéñense todos los hermanos -dice Francisco- en seguir la humildad y pobreza de nuestro Señor Jesucristo» (1 R 9,1; cf. 2 R 12,4). La coordinación de la humildad y la pobreza es importante y rentable, ya que nos orienta hacia las virtudes espirituales. Para Francisco, sin embargo, se trata de una tesis histórica: Cristo «fue pobre y huésped y vivió de limosna tanto Él como la Virgen bienaventurada y sus discípulos» (1 R 9,5). Debe tenerse en cuenta que esta afirmación aparece en la primera Regla, es decir, en el mismo momento en que Francisco prescribe a sus hermanos que trabajen con sus manos. Desde ese momento están ya presentes las consideraciones esenciales para fundamentar lo que puede ser la pobreza de un clérigo. Esto bastaría para no oponer la pobreza en el trabajo y la mendicidad.

-Afirmar que Cristo vivió pobre, que pidió limosna y que fue huésped, equivale en fin de cuentas a decir que asumió la pobreza y la imperfección de la condición humana. Las consecuencias concretas de la actitud de Cristo son evidentes. En la primera Regla Francisco declara que los hermanos «deben gozarse cuando conviven con gente de baja condición y despreciada, con los pobres y débiles, y con los enfermos y leprosos, y con los mendigos de los caminos» (1 R 9,2). De hecho, no tienen que preocuparse por conservar su condición más de lo que Cristo, siendo Dios, se preocupó por conservar la suya. Deben humillarse y abajarse hasta lo más débil que exista sobre la tierra, como lo hizo Cristo. ¿Por qué los franciscanos no habrían de ser trabajadores con las gentes sencillas y mendigos con los miserables? Es una sola y misma condición, la del abajamiento y de la humillación a imitación de Cristo. Trabajar o mendigar es todo uno: son dos maneras complementarias de vivir con humildad en el último eslabón de la sociedad para imitar a Cristo. La elección del trabajo manual con preferencia sobre la mendicidad no es objeto de consideraciones transcendentes. Hay que desechar la ociosidad, por una parte, y esforzarse por no ser gravoso a nadie. Estas observaciones, en efecto, bastan para optar por un trabajo, puesto que de todas maneras los hermanos deben mantenerse en el último eslabón de la sociedad.

-El rechazo de cualquier posesión cae por su propio peso, pues no puede pensarse en vivir del trabajo de las propias manos o mendigar, para compartir la condición de Cristo que se hizo pobre y forastero, si se poseen bienes. No se trata aquí simplemente de hacer penitencia trabajando con las propias manos, cosa que es compatible con el hecho de tener posesiones módicas, sino de imitar a Cristo, lo que es completamente distinto.

-El rechazo del dinero y de la moneda es también imprescindible. El problema no está en la moralidad del lucro o en el uso honesto del dinero, que no parecen afectar a Francisco. La moneda parece más bien una forma potencial de la posesión. Ella permite, además, asegurar el mañana o, por lo menos, entrever el futuro sin angustia ni inquietudes. El dinero elimina las incertidumbres de la vida. Por eso, el dinero separa de la comunidad de los pobres, que carecen de él y cuya suerte es la incertidumbre. La moneda dispensa de confiar en Dios, puesto que el futuro está asegurado. Quien guarda dinero, aunque sea fruto de un trabajo legítimo, queda excluido de la «herencia y de la justicia que se debe a los pobres, adquirida para nosotros por nuestro Señor Jesucristo» (1 R 9,8). Esta desaprobación del dinero desaparece sólo cuando hay que enfrentarse a una situación apremiante y presente: cuidar a los enfermos o socorrer a los leprosos. En estos casos, efectivamente, el dinero no separa de los pobres, puesto que sirve para socorrerles, ni dispensa tampoco de la fe en Dios, puesto que se recibe de su generosidad a través de la limosna. En una palabra, el rechazo del dinero y la dispensa eventual en un caso de urgente necesidad provienen de una sola y misma consideración sobre Dios y los pobres.

LA COMUNIDAD FRANCISCANA

Benlliure: Fr. Bernardo Se nos impone ahora volver a las interpretaciones sociales evocadas anteriormente y confrontarlas con este ideal de pobreza, espiritual y concreto: la imitación de Cristo que se hizo pobre y mendigó; la voluntad de colocarse en el último puesto de la sociedad para conformarse a la humildad y a la pobreza de Cristo.

Lo que a Francisco le preocupa es la vocación espiritual de sus hermanos; y lo que junto con ellos pretende llevar a cabo es ante todo la imitación de Cristo; el sentido social que asume este hecho es desde luego secundario. La vida franciscana crea pues una comunidad sobre esa imitación de Cristo que lleva a colocarse en el último eslabón de la sociedad. Conviene por tanto examinar aquí la composición social de esa primera fraternidad de los doce que rodean a Francisco (Cf. S. Clasen: Francisco de Asís y la cuestión social, en Sel Fran n. 9, 1974, 264-265).

Entre los discípulos inmediatos de Francisco, algunos provienen del pueblo sencillo; resulta muy difícil identificarlos socialmente, porque los archivos de los notarios de Asís no han conservado sus nombres ni los de sus antepasados; fray Gil pertenece a este grupo; representan una buena tercera parte del grupo inicial. Hay también burgueses, que pueden ser al mismo tiempo comerciantes, propietarios y juristas; Bernardo de Quintavalle es uno de ellos, al igual que Francisco; constituyen un poco más del tercio de la primera comunidad. Hay, por último, nobles en el sentido estricto del término, como Ángel Tancredo; son un poco menos de un tercio del grupo inicial. Estas cifras muestran que los primeros discípulos de Francisco no pueden reducirse a un único ambiente social y que la Orden franciscana carece desde sus orígenes de cualquier homogeneidad social. Esta diversidad se mantiene a lo largo de todo el siglo XIII por lo menos, contrariamente a lo que pretende Lester K. Little, quien sostiene que el elemento noble es un elemento antiguo que desapareció rápidamente. No fue así, en absoluto; hubo príncipes y nobles que vistieron el sayal de san Francisco incluso en el siglo XIV.

Lo propio del franciscanismo es reunir en un programa de vida idéntica a hombres venidos de todos los horizontes sociales. Desde este punto de vista, la tesis que considera al franciscanismo como la expresión religiosa de la sensibilidad del pueblo bajo y de sus aspiraciones evangélicas es totalmente inventada. La tesis de L. K. Little, que sería compatible con una composición de burgueses y de miembros del pueblo bajo, tampoco se puede sostener, en la medida en que a lo largo de todo el siglo está continuamente presente el elemento noble y éste no puede compartir las angustias anejas a la actividad mercantil.

El verdadero problema, en mi opinión, es el siguiente: ¿Cómo un mismo ideal religioso puede seducir a hombres tan diferentes por sus orígenes sociales?

Se puede responder: esto es propio del Evangelio y este caso se había dado ya en el siglo XII. Todos los movimientos religiosos, por definición, desbordan las fronteras de un mundo social.

Puede intentarse llevar el análisis más lejos. El ideal de la vida evangélica en pobreza voluntaria, mediante el trabajo o por medio de la mendicidad, es, para fray Gil y para todos los hermanos provenientes del pueblo bajo, la transposición religiosa de su estado de vida precedente. Es la granazón de la santidad del pobre y de su elección privilegiada por Jesucristo. Es el desenlace de la larga historia del valor religioso del pobre en cuanto tal. Para estos hermanos, su nueva vida es su misma vida anterior, con su trabajo y sus incertidumbres, pero para Dios y a imitación de Cristo. En resumen, es el coronamiento en la santidad y la rectificación en las virtudes de la vida humilde y laboriosa que vivían antes.

Para Bernardo de Quintavalle, para Ángel Tancredo y para el mismo Francisco, esta vida evangélica en pobreza es imitar a Cristo en su anonadamiento y en su renuncia, es verdaderamente renunciar a su anterior estado para colocarse en el último eslabón de la sociedad e incorporarse a los que se encuentran en él. La conversión de los ricos a la vida franciscana es en verdad una vocación que tiene su justificación en la imitación de Cristo. Por eso, un cronista como Jacobo de Vitry es más sensible al ingreso de los ricos y poderosos en la Orden de los hermanos menores, pues dicho ingreso presenta un signo más patente de renuncia.

Es preciso comprender que esta conjunción de elementos sociales tan distintos es indispensable para el proyecto franciscano. Si no hubiese en las comunidades personas provenientes del pueblo bajo, el ideal evangélico no parecería real ni concreto. Sería, a lo sumo, un capricho de ricos que juegan a pobres o de personas que ponen su conciencia a cubierto. La presencia de pobres de verdad es indispensable. Una vez ingresados en la Orden, quedan santificados, dejan de ser repugnantes, sospechosos de inmoralidad o desvergonzados. La pobreza aquí es santificada realmente. La presencia de ricos y nobles es también completamente imprescindible. Sin ellos, el movimiento franciscano no sería más que la expresión religiosa de un movimiento social. Los ricos aportan a la pobreza la garantía de la grandeza del mundo, la ennoblecen sin desacreditarse. Demuestran que se puede elegir la pobreza. ¡Sin ellos, sería miseria! La Orden franciscana es, pues, una sociedad completa.

EL EVANGELISMO

Benlliure: CapítuloLa realización de la comunidad franciscana es por sí misma un evangelismo, porque un ideal común y un mismo proyecto de vida permiten congregar a hombres provenientes de todos los horizontes sociales que superan, para ello, sus antagonismos sociales y culturales. Los franciscanos ofrecen la imagen de una pequeña célula en la que la sociedad está reconciliada. Se han superado los antagonismos incluso legítimos, es una prefiguración de la sociedad celeste. Han realizado entre sí la paz, es decir, el estado ideal.

Esto no lo pueden ignorar quienes apoyan a los franciscanos en este mundo terreno. Ciertamente se puede dar limosna para tranquilizar la propia conciencia, pero esta actitud no parece corresponder ni a la naturaleza de la pobreza ni a la de la comunidad. Se puede pensar que quienes apoyan a los franciscanos son los que desean que el evangelismo interior de la fraternidad se extienda a otros grupos humanos. Son amigos de los franciscanos quienes desean que la gracia de la unión de los corazones y de los espíritus que se lleva a cabo en la Orden de los hermanos menores repercuta más ampliamente en la sociedad. Son amigos de los franciscanos quienes esperan la realización de lo que los franciscanos han llevado a cabo entre sí, es decir, la paz. La misión franciscana en el mundo mediante la vida evangélica en pobreza es la paz. Así se explica la recomendación de Francisco a los hermanos, pidiéndoles que deseen la paz a todos aquellos a quienes se dirijan (cf. 1 R 14,2; 2 R 3,10-13). Igualmente, cuando Francisco predica en Bolonia, si damos fe al testimonio de Tomás de Spalato, «todo el contenido de sus palabras iba encaminado a extinguir las enemistades entre los ciudadanos y a restablecer entre ellos los convenios de paz» (cf. San Francisco de Asís: Escritos. Biografías. Documentos de la época, Madrid, BAC, 1978, p. 970). Es el desbordamiento del evangelismo interno de la Orden franciscana sobre la población. Hay que añadir que la paz constituye el cuadro ideológico fundamental de la concepción medieval de la sociedad. Hacer reinar la paz, restablecerla, es deber del rey y del emperador. Los caballeros tienen la fuerza para defenderla. Los obispos pueden exigir juramentos para que sea respetada. Las ideologías de paz y los movimientos de paz son un fenómeno bien conocido y muy importante de las sociedades medievales.

La vida evangélica en pobreza puede tener la paz como horizonte, lo cual da al franciscanismo una dimensión completamente distinta. Yo no creo que el cometido de una Orden religiosa en la cristiandad pueda consistir en drenar las conciencias inquietas por el enriquecimiento producido por la expansión del comercio.

El evangelismo franciscano se prolonga mediante campañas de predicación que tienen como objetivo la paz. La más célebre y la más cercana al santo fundador es la de 1233, el año del alleluia, en la cual los franciscanos y los dominicos provocaron en Lombardía inmensos movimientos de masas de los que se sirvieron para imponer la paz entre las facciones rivales de las ciudades. Reformaron los estatutos urbanos para que este movimiento de renovación de vida pudiera ponerse luego en marcha con buen pie. Desafortunadamente, el movimiento duró sólo algunos meses, como todas las cosas humanas.

La vida evangélica en pobreza realiza la paz en el seno de la comunidad sólo de forma precaria y pasajera, pues para estar reconciliado con todos es ciertamente preciso asumir la altísima pobreza, que destierra la avaricia. Aun así, el éxito no es seguro, como lo prueba la historia de la Orden franciscana. La mayoría de las veces hay que reemprender toda la tarea. No obstante, si se intenta considerar esta empresa con un poco de perspectiva, se puede apreciar la situación de la Orden franciscana en la sociedad del siglo XIII de la siguiente manera.

La imitación de Cristo mediante la vida pobre lleva a situarse entre la gente humilde y los débiles de la sociedad. Es una opción religiosa, un programa de vida evangélica que permite reunir a hombres provenientes de todos los medios y ambientes sociales. Su resultado más visible es la realización de una comunidad o fraternidad compuesta de hombres reconciliados entre sí y que viven un mismo programa. La calidad de la caridad interna de las comunidades franciscanas alcanza así su recompensa y su interés.

El historiador advierte a menudo con curiosidad la insistencia de un hombre como Jacobo de Vitry sobre la realización de un evangelismo en el seno de la Orden de los hermanos menores. Debe tenerse en cuenta al término de este análisis que es el primer testimonio y el más importante. Comunidad reconciliada, que vive en la paz evangélica porque sus miembros han erradicado la «avaritia», la Orden es la vanguardia de la ciudad celeste y tiene valor de signo escatológico, como de nuevo observa Jacobo de Vitry. La sociedad del siglo XIII no puede, es natural, volcarse completamente a la persecución de un esfuerzo evangélico de este tipo; eso supera las capacidades de una sociedad humana.

El cometido de los franciscanos consiste, sin duda alguna, en predicar lo que viven, es decir, el evangelismo de la vida de pobreza en pro de la paz. Tienen también a su cargo mostrar que este ideal puede realizarse en pequeñas fraternidades y que es promesa de la paz celestial.

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. IX, núm. 27 (1980) 387-396]

 


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