DIRECTORIO FRANCISCANO

Historia franciscana


FRANCISCO DE ASÍS
Y LOS LAICOS QUE VIVÍAN EN EL SIGLO,
¿INICIO DE LA TERCERA ORDEN?

por Raoul Manselli

 

[Texto original: Francesco d'Assisi e i laici viventi nel secolo: Inizio del Terz'Ordine?, en Analecta TOR 15 (1982) 11-19]

¿Quiso Francisco fundar una tercera orden y, de hecho, la fundó? De las intenciones de Francisco respecto a los hermanos que se le unieron y a los fieles que siguieron viviendo en el siglo, deduce el A. que Francisco quiso llevar a todos los fieles a una vida más evangélica, pero sin organizarlos en una forma de vida jurídica. Más tarde, los hermanos fueron organizando a los fieles que, atraídos por el ejemplo y mensaje de Francisco, acudían a ellos.

El A. reproduce aquí el texto de su ponencia tal cual la pronunció en el Congreso de Estudios Franciscanos celebrado en Asís del 30 de junio al 2 de julio de 1981. En cuanto a los argumentos en que se basa su estudio, el A. se remite a su libro San Francesco y a la edición erudita del mismo que tiene en preparación, así como también a su otro libro Il primo secolo francescano.

Segrelles: San FranciscoPara responder a la pregunta que da título a mi intervención, ha de tenerse en cuenta que la respuesta sólo puede surgir de la confrontación entre dos exigencias concretas y precisas: ¿Cuál fue la intención de Francisco al convertirse y elegir una condición de vida que, desde el punto de vista jurídico y formal, sería considerada de penitente? «Penitentes oriundos de la ciudad de Asís», se declararán más tarde Bernardo de Quintavalle y su compañero en Florencia (AP 19; cf. TC 37). ¿Cuál fue la acogida que su comportamiento y su vida tuvieron a un doble nivel, el nivel inmediato de quienes, muy pronto, quisieron uniformarse con él por entero, y fueron los hermanos, y el nivel de quienes, aun cuando continuaban viviendo en el siglo y tal vez en condiciones de vida conyugal, querían de alguna forma participar en la experiencia religiosa y en el hecho espiritual que Francisco de Asís se proponía vivir en la sociedad de su tiempo?

Por tanto, antes de proseguir y de aproximarnos a una serie de problemas, a varios niveles y por varias razones harto complejos, hace falta insistir enérgicamente y lo más explícitamente posible en un hecho de naturaleza preliminar: la singular contraposición entre Francisco, absolutamente indiferente a las instituciones jurídico-formales en cuanto tales, y una sociedad para la cual, en cambio, estas instituciones tenían una importancia esencial y, en algunos aspectos, decisiva, con una incidencia tal que constituían motivo de aceptación o rechazo de quien aceptaba o rechazaba ese aparato institucional.

Esto supuesto, diremos en seguida que Francisco, en el momento de su conversión, no se propuso pasar a la condición de penitente, sino que fueron otros quienes lo consideraron como tal. Basta al respecto releer la página en la que Francisco de Asís es acusado por su padre ante los cónsules de la ciudad y, por tanto, ante el tribunal civil; el padre considera que su hijo no ha salido en modo alguno de la sociedad civil, mientras que los cónsules fueron de diverso parecer y advirtieron que, «desde que se ha puesto al servicio de Dios, ha quedado emancipado de nuestra potestad» (TC 19). Como ya he puesto de relieve en otro lugar, la frase «servicio de Dios» jurídicamente no es del todo precisa y hace constar un hecho, más que una condición jurídica. Es interesante que el obispo, en cambio, reconozca el estado de hecho y, a título individual, se lo apruebe. Pero, ¿qué era ese estado de hecho que los cónsules llaman servicio de Dios y que el obispo -y hay que alabar su inteligencia y no sólo en este episodio- aprobó a su protegido?

Llegados a este punto debemos acudir a ese documento esencial y, en algunos aspectos, decisivo para comprender a Francisco, que es el Testamento. En éste se dice de modo clarísimo que su conversión consistió en un vuelco de valores, no en un cambio de estado jurídico, por cuanto lo que antes le resultaba amargo (o sea: el ver a los leprosos), se le tornó en dulzura de alma y cuerpo (Test 1-3). Es decir, Francisco cambia de estado social, pasa de la condición de rico mercader al estado de los más humildes y miserables, sin ninguna protección jurídica. Será el obispo de Asís -la necesidad de insertarse de algún modo en la vida concreta para poder actuar en ella- quien inducirá a Francisco, después de haberse formado un primer grupo de compañeros, a aceptar alguna sistematización jurídica. Sea como fuere, es interesante subrayar que un hombre experto en la vida de la Iglesia y, a la vez, en sus ordenamientos institucionales, Jacobo de Vitry, no se resuelva a colocar a los Menores en una categoría eclesiástica y prefiera denominarlos como ellos mismos se denominaban: «hermanos y hermanas menores», nombre que indica una situación espiritual y psicológica, no un status jurídico.

Debemos, pues, intentar representarnos la comunidad franciscana de los primerísimos tiempos, entre los inicios de su organización y los años inmediatamente posteriores a la aprobación de la protorregla, como una libre fraternidad de oración, de penitencia y de exhortación penitencial. De exhortación, repito, y no de predicación, y esto incluso, según parece si nos referimos a ese tiempo, por parte de los hermanos que eran sacerdotes. No olvidemos al respecto que esta fraternidad no rehusaba el empleo de los diversos modos de influir en la muchedumbre, tal como, por lo demás, era usual en el modus concionandi [forma de oratoria civil empleada en las asambleas de ciudadanos: cf. Sel Fran n. 33, 1982, p. 415] y para la exhortación a la penitencia, recurriendo, por tanto, a cantos e himnos en las plazas públicas. En esto captamos una diferencia esencial con el ordo poenitentiae propiamente dicho.

En realidad, cuando Francisco hizo su opción, «permaneció un poco de tiempo y salió del siglo», como nos dice en el Testamento (Test 3). Y, atención a esto, una vez más la expresión que él emplea es una expresión de vida religiosa y no de condición jurídica. De todos modos, para Francisco su opción se completa saliendo del siglo; pero, y este es un punto que debe subrayarse, la salida del siglo, como realidad mundana en la que se vive ejerciendo actividades económicas relativas a la vida social, no significa para Francisco salir de la sociedad civil; en ésta sigue estando por cuanto trabaja en ella, no por la avidez de ganancia sino para conseguir el sustento necesario para vivir, y actúa en ella en virtud de la exhortación a la penitencia.

Esta es la realidad que Francisco presentará al pontífice Inocencio III, y que será aprobada como propósito y forma de vida, no como institución jurídica. No al azar, la «forma del santo evangelio» (Test 14) es enunciada todavía en el Testamento con estas palabras: «Y yo lo hice escribir en pocas palabras y sencillamente y el señor papa me lo confirmó» (Test 15). Aquí no se hace ni la más mínima referencia a una institucionalización que sólo acaecerá sucesiva y gradualmente, siguiendo una andadura que sintéticamente se llamará primero fraternidad, después religión y orden.

Llegados a este punto, debemos preguntarnos qué novedad implicaba cuanto hemos visto hasta ahora a propósito de Francisco y del franciscanismo primerísimo. En primer lugar, la elección de una marginación o, si la palabra parece demasiado moderna, de una humildad y humillación total, como aclara la denominación de menor, que expresa a mi entender una tensión permanente por colocarse por debajo de todos los demás. Tras el período de verdadera y auténtica hostilidad, que sólo la Leyenda de los tres compañeros recuerda y reconoce explícitamente, el franciscanismo se presenta con una característica suya que, en cierto momento, es sentimentalmente específica y devocionalmente particular. Desde el punto de vista de las manifestaciones externas, el rasgo que más impresiona y que, de cualquier modo, es característico del primer franciscanismo es la alegría. Así como, en sus grupos juveniles de Asís, Francisco cantaba, y en los momentos más alegres lo hacía en francés, así continuará haciéndolo también después de su conversión, aun cuando sus cantos no serán ya de amor, sino alabanzas del Señor. Además, precisamente la misericordia que él tuvo para con los leprosos y el ver en ellos a Cristo sufriente indican una tendencia que no podemos reducir a un hecho meramente devocional, pero que tal debió parecer a los fieles de su tiempo; éstos captaban a Cristo en su humildad y lo representaban esencialmente en su terrenal cotidianidad de vida, aquella cotidianidad de vida que, por lo demás, debía estar en las motivaciones profundas de la religiosidad popular, como prueban la difusión y las traducciones de los apócrifos relativos a la infancia de Jesús. Aprovecho la ocasión para recordar que con demasiada frecuencia los investigadores, cuando miran a las personalidades de la cultura teológica y filosófica del Medievo, olvidan, por ver las cimas, el monte bajo de leyendas, tradiciones y noticias sobre la vida de Jesús, que apoyan y amplían los datos presentados por los evangelios canónicos. Piénsese en las leyendas sobre los reyes magos, los detalles de la infancia de Jesús, las añadiduras a los relatos de la pasión, etc.

Francisco, aun cuando no se refiere explícitamente a esos textos, dio, sin embargo, por cuanto sé, un impulso notable a esa tradición sobre el Cristo Dios-Hombre, en quien el Hombre tiene una realidad y una consistencia muy diversa de la de los siglos anteriores. No es preciso insistir en este punto, pero será conveniente recordar que en ese sentido Francisco concluye y en cierto modo compendia las tendencias de un siglo entero, cosa que también se subraya a propósito de María.

Ahora bien, este Francisco y sus compañeros se presentan como un hecho realmente nuevo en la sociedad de su tiempo; cuando la Leyenda de los tres compañeros nos dice que «muchos se burlaban de él, teniéndolo por loco; otros, movidos a piedad, no podían dejar de llorar al ver que en tan poco tiempo había llegado de tanta liviandad y vanidad mundanas a tanta hartura de amor de Dios» (TC 21), y cuando más adelante advierte que «por eso se opinaba muy diversamente sobre estos varones evangélicos. Así, unos los tenían por necios y borrachos, otros decían que tales palabras no podían proceder de necedad» (TC 34), se observa que los contemporáneos eran conscientes de encontrarse ante un hecho nuevo. Debemos preguntarnos, pues, cómo y por qué esta perplejidad si no, al menos en algunos, hostilidad ante el hecho minorítico se convirtió lentamente en un triunfo arrollador. En este sentido debemos prescindir en parte de la carismaticidad misma de Francisco porque, y esto es una realidad que ha de subrayarse con energía en el plano histórico, si bien Francisco intuyó indudablemente la importancia, valor y necesidad de una nueva forma de vida religiosa y de práctica religiosa, no por esto debemos olvidar la importancia de aquellos que, separándose del lado de Francisco, difundieron sus ideales y su vida más allá de Asís y del área geográfica -prácticamente buena parte de Italia- en la que actuó Francisco. Aunque no podemos en este momento hablar de los hermanos menores y de las hermanas menores/damas pobres de San Damián -recordemos como ejemplar el caso de S. Antonio de Padua, quien se sintió profundamente fascinado por el ideal franciscano aun antes de haberse encontrado personalmente con Francisco-, es interesante plantearse aquí el problema de qué encontraron en Francisco y en sus hermanos quienes, siendo laicos y viviendo en el siglo, sentían no obstante admiración y afecto hacia ellos.

Benlliure: Francisco en la plazaEs menester recordar al respecto que la religiosidad europea en general y la italiana en particular, desde el siglo XI hasta el XIV, se fijó con mucha atención en la relación predicación-comportamiento en la vida de los monjes y del clero: el éxito de las herejías, fuera la valdense o la cátara, se explica precisamente, en la inmensa mayoría de los casos, por el hecho de que los herejes practicaban la vida que predicaban y el clero no; de ahí que la primera razón del impacto que produjeron los hermanos menores dondequiera que se dirigieran, fue su rigurosa coherencia de vida: el ya citado episodio de Bernardo de Quintavalle en Florencia lo confirma indiscutiblemente, y así lo indica entre otras cosas el hecho concreto de la sorpresa que provocaron cuando en la iglesia rechazaron la limosna que se les ofrecía, diciendo que era para los verdaderos pobres, los socialmente tales, y no para pobres voluntarios como ellos (TC 39). Además, su alegría interior era lo que caracterizaba a los hermanos menores: si el hermano Pacífico era el «rey de los versos», también los demás hermanos, tal como había sugerido Francisco, se guardaban de mostrarse «tristes exteriormente o hipócritamente ceñudos», mostrándose más bien «gozosos en el Señor y alegres y debidamente agradables». (1 R 7,16). Es verdad que este consejo desaparece en la segunda regla, a cuya característica jurídica más destacada no se adaptaba; pero ciertamente no había desaparecido del espíritu de Francisco, como lo demuestra, si acaso hubiese necesidad de ello, el Cántico del Hermano Sol.

Además, Francisco ofrecía a la sensibilidad visiva de los fieles una serie de «invenciones» -obviamente en sentido relativo, no absoluto-, como el belén, la intensificación del culto eucarístico, con una acentuada devoción a la presencia de Cristo y el respeto al sacerdote en cuanto dotado del carisma de consagrar el cuerpo de Cristo, y, por último, el sentido de la pasión de Cristo. Todo el arte, la poesía, la liturgia de los dolores de Cristo y de María, al igual que las celebraciones navideñas, provienen de Francisco y explican la adhesión de los fieles al franciscanismo. Digamos incidentalmente que otras razones, que no viene al caso tratar aquí, llevarán a otros fieles hacia los dominicos, y sería interesante una confrontación entre las dos tendencias.

Llegados aquí, se plantea, pues, el problema esencial: ¿pero quiso Francisco fundar y fundó una tercera orden, y qué podía y debía ser ésta? El problema es extremadamente serio, pero considero que -como decía al principio- debe plantearse en términos absolutamente inequívocos.

Francisco quería a lo sumo una fraternidad; para él fue una sorpresa, que sólo su extraordinaria capacidad de amor logró superar, la adhesión de Clara y de las otras mujeres que a ella se unieron, y que a él le causaron no pocos problemas y dificultades bastante serias en relación con la práctica de la pobreza, como se discutió hace dos años precisamente en Asís. Considero que la misma transformación de la fraternidad en religión / orden fue para Francisco una difícil y, más de una vez, amarga experiencia. La singular emergencia individual de Francisco, sobre todo en la segunda regla, con expresiones características suyas como «amonesto y exhorto», «mando firmemente», «mando» y otras similares, es el indicio y la señal bien clara de una sensibilidad que desconfía de las formulaciones jurídicas y que se dirige a la creación de una relación personal entre quien debe seguir la regla y quien, al darla, indica cómo seguirla. Y no añado nada a cuanto ya he dicho repetidas veces respecto al Testamento.

¿Cuál era, pues, la actitud de Francisco hacia los laicos que vivían en el siglo, aquellos a quienes él llama en una célebre carta (1CtaF; 2CtaF) «universi fideles», todos los fieles? En primer lugar, el mismo encabezamiento de la carta excluye la formación de grupos o de agrupaciones de cualquier tipo. El universi (todos) indica una nivelación que no admite excepciones. Y, por lo demás, para Francisco no había unos fieles más cercanos a su corazón y otros más lejanos: todos eran objeto de su amor, de su entrega, de su palabra, de su ejemplo, y, si no directamente de él, sí de sus hermanos, a quienes no por casualidad había enviado a los cuatro puntos cardinales de la tierra. Si acaso, existía una diversidad: la que había entre quienes querían y quienes no querían convertirse a una vida profundamente cristiana. Diría, por tanto, llegados a este punto, que Francisco no pensó nunca en una tercera orden como algo que de manera característica y normativamente precisa se pusiese al flanco de las otras dos. Por otra parte, precisamente la voluntad de atraer a sí a todos los fieles lo impulsaba a dirigirse a ellos con exhortaciones precisas, con consejos específicamente -sería ya el caso de decir: técnicamente- puntuales, consejos que podían ser recibidos como normas de vida, pero que él daba no como tales sino más bien como indicaciones de un camino de mayor adhesión al evangelio, a la vida de Cristo, a las amonestaciones de la Iglesia. No debemos olvidar a este respecto que Francisco, a la vez que exhortaba a los fieles a una vida cristiana más intensa, los exhortaba también a una adhesión más íntima a la disciplina eclesiástica.

Ya sé que un investigador de la altura del P. Esser ha fechado la carta de la que hemos hablado en términos cronológicos relativamente lejanos de la muerte de san Francisco, 4-5 años antes; considero, sin embargo, que la carta es más tardía y que proviene de la época de la vida de Francisco en la que éste sólo podía dirigirse a los fieles y a los demás, incluidos los hermanos, por escrito. Ahora bien, precisamente la consideración de los últimos años dolientes de la vida de Francisco, con todos los problemas derivados de la fatigosa elaboración de las reglas primera y segunda -¿hace falta recordar los tan numerosos episodios relativos a este punto?-, excluye la posibilidad de que fundara una tercera orden, con normas y disciplinas de vida.

Entonces, pues, un último problema: si Francisco no fundó una tercera orden, ¿cómo se formó realmente esta tercera orden más tarde? ¿Cómo y por qué se fue formando? Debo afirmar aquí que esta pregunta sólo puede hallar una respuesta en Francisco mismo. Que él quisiera atraer a sí a los fieles, que quisiera que los hermanos estuvieran en estrecha relación con los fieles, que estos hermanos debieran ser, según indica el Evangelio, sal de la tierra y luz del mundo y debieran constituir en la sociedad cristiana como un grano de mostaza, es indudable: Francisco lo quería. Pero esto no implicaba para él el crear una normativa para los fieles que vivían en el siglo, siendo así que lo que quería era más bien proponer una ejemplaridad que atrajese a los fieles, que los impulsase a actuar, a vivir y a sentir cristianamente, con una adhesión espontánea. Nos explicamos así cómo espontáneamente, de manera diversa en cada lugar, se pudieron formar, en torno a las iglesias de los hermanos, devotos que se habían dirigido a ellos para recibir consejo y exhortación, para recibir también instrucciones sobre la manera de comportarse y normas más concretas de vida cristiana. Estos fieles, abandonados hasta entonces a su religiosidad popular, acudían, pues, a los hermanos a preguntarles el modo de elevar su tono religioso, de intensificar su participación en la vida de la Iglesia bajo la guía de los franciscanos, a quienes sentían cercanos a su corazón, prontos a comprender sus exigencias, dispuestos a aceptar sus palabras, y que, además, tenían como padre a Francisco de Asís, ahora ya santo y alter Christus.

Si proseguimos en los decenios sucesivos cuando ya, en la segunda mitad del siglo XIII, se va articulando de veras una tercera orden (y todavía a finales del siglo XIII y principios del XIV con las formaciones de los beguinos en el sur de Francia y de algunas comunidades en Italia), veremos de nuevo cómo son posibles las formaciones espontáneas de este tipo y según la génesis que hemos esbozado.

Pudiera dar la impresión de que yo haya querido negar así a Francisco uno de sus grandes méritos; creo, en cambio, no haberle añadido ninguno, pero sí haber precisado uno de los más sublimes: el de haber suscitado un fermento renovador entre los fieles que, en muchos casos, se sentían olvidados y abandonados. Échese una mirada a los sermones de san Antonio, publicados no ha mucho en edición crítica en Padua, y se verá cuál era la condición de los fieles en tiempo de san Francisco e inmediatamente después. Entonces se comprenderá que no había necesidad de una tercera orden (san Antonio no dice ni una palabra al respecto), pero que sí había, en cambio, una exigencia de vida cristiana. No fue Francisco de Asís, sino el movimiento minorítico el que, continuando a Francisco de Asís, insertándose en profundidad en la vida de la Iglesia, respondió y correspondió a las exigencias de los fieles. Y así, la tercera orden se formó espontáneamente, para recibir de los hermanos y de la jerarquía una consistencia institucional propia.

Pero en la base, recuérdese bien, en el origen primero de todo, permanece Francisco de Asís y su infinito amor «a todos los fieles». Y entonces, si queremos, digamos asimismo que, en línea indirecta, también la Tercera Orden, también los laicos que por su ejemplo y el de sus hermanos quisieron llevar una vida cristiana intensamente vivida, también ellos, y con todo derecho, son hijos de Francisco de Asís.

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. XIV, núm. 40 (1985) 133-140]

 


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