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DIRECTORIO FRANCISCANOHistoria franciscana |
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[Título original: L'Ombrie italienne et l'Ombrie brabançonne, en Études Franciscaines, T. XVII, 1967, Supplement annuel, 78 páginas.- Aquí publicamos un extracto]
Este trabajo quiere poner de relieve una importante corriente espiritual, en pleno desarrollo, en el país belga, a finales del siglo XII, y que encierra todas las características fundamentales del joven movimiento suscitado en Umbría por san Francisco de Asís. La existencia simultánea de estas dos corrientes, una en el Norte y otra en el Mediodía, inspiradas en unos mismos temas espirituales y en unos mismos principios motores, nos impulsa a concluir que han sacado, tanto uno como otro, sus elementos esenciales de un mismo patrimonio común, perteneciente a una época anterior al siglo XI y XII. En este último siglo, sobre todo, se pone de manifiesto el atractivo suscitado por la vida evangélica y el culto a la humanidad de Cristo, que ha marcado con una gran huella las aspiraciones religiosas del siglo de Francisco. Se puede decir que las ideas y las tendencias espirituales, muy desarrolladas ya en esta época, solamente alcanzaron su pleno desarrollo en el siglo XIII. El Pobre de Asís ha sido el heredero por excelencia de los ardores religiosos que, en tiempos de su conversión, subsistían bajo las cenizas en la cristiandad de Occidente. Francisco, tanto por santidad personal como por su manera eminentemente evangélica y apostólica, supo reavivar la llama a su alrededor y propagarla hasta en la masa de los fieles. Mas él no fue el único en hacerlo. Sería una grave injusticia el no hacer caso, por ejemplo, de ese otro fundador de una Orden mendicante, santo Domingo, cuyos hijos espirituales han conocido, en muchos países, un prestigio religioso y apostólico que admite parangón con el de los frailes menores. Bástenos, sin hablar de Italia, mencionar la Alemania del siglo XIII y XIV. Por lo mismo, antes de dar a conocer esta corriente belga en los tratados enteramente franciscanos (pero nacida fuera de toda influencia franciscana), nos es forzoso reducir un poco la parte, a menudo exagerada, que se atribuye al Seráfico Padre y a su joven instituto, en la difusión en Europa de las nuevas ideas evangélico-apostólicas y de ciertos temas de devoción. Se reconocerá que efectivamente, tanto dentro como fuera de la Orden, la figura del «Poverello» ha sido exaltada sobremanera. En lo que respecta a la Orden, baste recordar las pretensiones exorbitantes de los espirituales exaltados y de sus semejantes, los «fraticelos», o ciertas afirmaciones bien intencionadas sin duda, pero exageradas, del De conformitate vitae beati Francisci ad vitam Domini Jesu de Bartolomé de Pisa. Y fuera de la Orden, sobre todo entre los no católicos, algunos han visto en nuestro santo el segundo fundador y hasta el auténtico restaurador del cristianismo; mientras que otros han creído ver en él ya un arquitecto consumado, ya un humanista, o incluso un precursor de la democracia moderna, y en todo caso, un primer reformador social. Dejando al margen todas estas aberraciones históricas que desnaturalizan la verdadera fisonomía religiosa de Francisco y de su fundación, nos ha parecido útil, sin embargo, extendernos sólo sobre algunas exageraciones concernientes al dominio de la espiritualidad antes de consagrar algunas reflexiones al origen de las devociones llamadas franciscanas. I. LA UMBRÍA ITALIANA 1. Algunas exageraciones sobre la originalidad de san Francisco en materia de espiritualidad Se presenta muy a menudo a Francisco de Asís -así lo han descrito numerosos escritores católicos- como el renovador, en el corazón de la Edad Media, de la vida evangélica, un tanto descuidada en la cristiandad de Occidente. San Francisco, así como sus hijos espirituales, se convirtieron en los auténticos restauradores. Se le atribuye además -por permanecer en el mismo orden de ideas- la paternidad de numerosas devociones que se relacionan con la humanidad de Cristo y de las cuales se alimenta todavía gran parte de la piedad moderna: devoción al Cristo paciente y crucificado, al niño Jesús; devoción tierna y personal a la santa Eucaristía; a las que se agrega la veneración afectuosa y filial a la Virgen María, prolongamiento del culto a la humanidad del Señor. Ahora bien, todas estas aseveraciones, al tomarlas al pie de la letra, no son tan exactas como parecen. Ateniéndonos al primer punto -Francisco redescubridor del Evangelio y de las fuentes espirituales, que encierra-, sería difícil de sostener esta tesis sin caer en contradicciones históricas y hasta en inconsecuencias. Es verdad, también, que ciertos historiadores, al principio de nuestro siglo todavía, han descrito al Pobre de Asís como el único perfecto después de Cristo en la época medieval, como el «descubridor» del Evangelio, como el fundador de una Orden, la primera que basó su regla sobre la observancia de las normas evangélicas, o como el auténtico renovador de la vida apostólica que -se creía- había caído en el olvido. Existen otras tantas expresiones de las que se han servido, hasta en estos últimos tiempos, para subrayar (con razón, por otra parte) la importante acción espiritual, profundamente evangélica, desarrollada por el santo de Asís. Pero, a fin de cuentas, estas afirmaciones, al interpretarlas estrictamente, nos llevarían a grandes errores. Nos obligarían a decir: pobre Cristo, pobre doctrina evangélica, que solamente ha triunfado al penetrar la sociedad durante cuatro siglos, a lo más, para ser rápidamente olvidada por completo, desconocida durante casi un milenio. Es evidente que tales aserciones reflejan excesivamente ciertas concepciones protestantes, que veían en Francisco al precursor de la reforma. Ellas tienden a renovar, inconscientemente al menos, el error de los franciscanos exaltados, llamados espirituales, y el de sus muy adictos, los fraticelos, que veían en el Poverello al único pionero del puro evangelio. Evangelio que la Iglesia romana o la «infame Babilonia» había tirado, hacía siglos, por la borda. En todas estas concepciones se olvida o se parece ignorar que la vida evangélica, el Espíritu de Cristo y de sus Apóstoles, no han abandonado a la santa Iglesia en ninguna época. Se olvida, igualmente, una muchedumbre de hombres evangélicos, que han ilustrado la Iglesia latina: un san Agustín, un Gregorio Magno, un Pedro Damián, un Anselmo de Cantorbery. Se olvidan los fervientes del evangelio, ermitaños y penitentes, del género de Esteban de Thiers y de Bruno, el fundador de los cartujos -se podría citar un gran número- o los predicadores itinerantes de la clase de los «Wanderprediger», entre los que figuran Roberto d'Arbrissel y san Norberto, fundador de los premonstratenses. Se pasa en silencio, muy especialmente, a Bernardo de Claraval y, con él, un número impresionante de excelentes místicos, tales como Guillermo de Saint-Thierry, Hildegardo de Bingen, Eckart de Schönan, Hugo y Ricardo de San Víctor. Junto con estos es necesario señalar los numerosos apóstoles y misioneros que, llenos del más puro celo apostólico, han cristianizado los diversos pueblos de Europa durante la alta Edad Media. ¿Se podría afirmar, sin prejuicios, que ellos no han vivido la verdadera vida del evangelio, ni han querido derramarla a su alrededor? Señalemos, por otra parte, que, poco antes de la conversión de san Francisco, el movimiento de pobreza voluntaria y predicación apostólica obsesionaba a los espíritus. En la época de nuestro santo, este ideal había llegado a plena madurez: Gregorio VII, como alguno de sus predecesores y, sobre todo, numerosos de sus sucesores, habían inculcado con firmeza, y no siempre sin éxito, estos mismos principios evangélicos al clero del siglo XI y XII. La originalidad del Poverello, pues, no ha consistido en innovar, sino más bien en renovar y, sobre todo, en expandir, más especialmente entre el pueblo, el amor de la pobreza voluntaria y del espíritu evangélico. Él lo ha hecho con celo incomparable y, al decir de sus contemporáneos, con un método que le es propio. Esto último es lo que ha constituido una de sus originalidades más notables. Además de que en él, así como en su triple fundación religiosa, el atractivo por la vida evangélica y apostólica ha recibido su más alta expresión. En fin, por él, este movimiento se coloca de nuevo en la perfecta ortodoxia y en la comunión de fe con la Iglesia romana. A esta realización, notémoslo bien, la Iglesia dirigente ha contribuido grandemente tanto por su protección como por su impulso. 2. Orígenes probables de las devociones llamadas franciscanas Lo mismo podemos decir acerca de las devociones que se refieren a la humanidad de Cristo, mencionadas anteriormente. San Francisco no las ha inventado, las ha recogido, ya vigentes, de ciertos medios cerrados, sobre todo monásticos. Él se penetró de ellos, los asimiló y se hizo el ardiente propagador de los mismos. Es una vocación que le ha sido típicamente propia; aunque los temas relativos a la humanidad de Cristo no procedan, como tales, ni de Francisco ni de su Orden, guardan, sin embargo, con razón el calificativo de «franciscanos». Más que las otras órdenes los frailes menores han sobresalido, en efecto, en ponerlos en la portada de los pueblos, después de haberse penetrado de ellos. En cuanto a su historia anterior, estas devociones, en especial, al Divino Crucificado o al Cristo paciente y al Niño Jesús y a su santa Madre, estaban, desde tiempos inmemoriales, particularmente vivas en ciertos medios bizantinos. Se las ve muy tempranamente difundidas entre los monjes de la Iglesia oriental, que se aplicaron a propagarlas en su medio. A decir verdad, estos ermitaños y monjes son muy estimados del pueblo; son quienes han defendido, a veces con el precio de su sangre, el culto de las imágenes contra los excesos de los iconoclastas y quienes han mantenido en el arte eclesiástico griego una corriente popular de expresión patética y pintoresca. En Occidente, estos temas no parecen haber gozado de una gran popularidad durante la alta Edad Media. La época merovingia y carolingia solamente han dejado raros trazos de ellos. Se sabe que la veneración de las imágenes no era de la estima de la corte de Carlomagno. Pero, en revancha, san Agustín se deleitaba en la meditación de los misterios del Hombre-Dios, del Verbo hecho carne. Es en el siglo XII, solamente, cuando estas devociones ostentan todo su glorioso esplendor en la Iglesia latina, gracias a san Bernardo, promotor por excelencia del culto a la humanidad de Cristo. En sus diversos tratados, en sus múltiples meditaciones y sermones, él ha contemplado tan importante tema bajo casi toda sus facetas, desarrollando paralelamente los misterios de la vida de la Virgen. Más que cualquier otro, Bernardo ha orientado los espíritus hacia el Cristo del evangelio, hacia el Cristo humanizado. A Bernardo vuelve el honor de haber determinado fundamentalmente la evolución de la piedad privada y personal. Él ha fijado, por así decirlo, los grandes temas de la piedad, no sólo para el resto de la Edad Media, sino también para la Edad Moderna. Todos los maestros espirituales posteriores a Bernardo, todas las escuela posteriores de espiritualidad invocan su doctrina, tan profunda como popular. Esto no quiere decir que él haya creado todas las piezas de este arsenal de espiritualidad. Él ha tenido también predecesores, ante todo y sin dudas a san Agustín y, en época más próxima, a san Pedro Damián, a Juan de Fécamp, a Lanfranco, a Anselmo de Cantorbery y otros. Todos estos, a excepción de san Agustín, pertenecen a la orden de san Benito y, detalle interesante, eran además originarios de Italia. ¿Esta última particularidad no parece insinuar que esta corriente de tierna devoción a la humanidad del Salvador, ha partido de la misma Italia o, mejor, desplegando del Oriente Bizantino, ha seguido la ruta de la península para ganar nuestras regiones? Al lado de Bernardo destaca, sin embargo, una figura eminentemente mística, al mismo tiempo que muy influyente, la de Guillermo de Saint-Thierry (†1148). Se hizo cisterciense y, por tanto, compañero de Bernardo. Aunque nacido de una familia de Lieja, había recibido su educación en Francia. Sus escritos espirituales, de una originalidad incontestable, han ejercido una influencia extraordinaria, tanto en los países del Norte como en la patria del santo de Asís, gracias sobre todo al superior de Claraval, bajo cuyo nombre fueron publicados una buena parte de sus escritos. Por esto, se les ve, durante siglos, confundidos parcialmente con los de Bernardo. El renombre de la obra espiritual de este último ha servido, por así decirlo, de salvoconducto a la difusión de los escritos de Guillermo. Y ésta se ha hecho, en primer lugar, por medio de sus compañeros los cistercienses, esparcidos por toda Europa, comprendida Italia. No hay duda de que las obras de Guillermo han contribuido mucho a la propagación del culto a la humanidad de Cristo, al mismo tiempo que al de la Eucaristía. Si, a partir de lo dicho, queremos determinar las dos principales fuentes indirectas de las cuales el Pobre de Asís ha sacado sus formas de devoción más o menos nuevas, se puede, con toda probabilidad, hacer notar dos influencias a primera vista distintas, pero que se complementan. La una emana de san Bernardo, cuyo enorme prestigio se había hecho sentir hasta en la Italia central y meridional, sin que se pueda descuidar, sin embargo, la influencia de su compañero Guillermo. La otra se une al movimiento espiritual monástico y popular bizantino, del cual hemos hablado anteriormente, destacando su antigüedad e importancia en la Iglesia de Oriente. Es, por lo demás, un hecho admitido que Italia -que jamás había cesado de sentir vivamente las repercusiones de todas las corrientes importantes manifestadas en la Iglesia griega- ha sufrido nuevas y fuertes influencias bizantinas en el siglo XI y durante todo el siglo XII y XIII. Está claro que durante los dos siglos que precedieron al movimiento franciscano, se ve penetrar en la península sus formas de devoción más evangélica, más tiernamente afectiva, al mismo tiempo que patética respecto del Hombre-Dios, tal como nos es descrita por los evangelistas. Ellas se implantan en Italia gracias al arte sagrado, de igual carácter, y que ha servido como de vehículo. No se puede dudar de que hayan sido propagadas gracias a la actividad inmensa de los monjes y de los ermitaños griegos, establecidos en estas provincias, así como a la de los religiosos autóctonos que compartieron este mismo ideal. Es interesante notar que los siglos XI y XII están marcados por una fuerte recrudescencia del eremitismo, cuyo carácter oriental apenas es posible disimular. Apareciendo primero en Italia estas tendencias eremíticas, penitenciales y muy preocupadas por la pobreza evangélica -alimentadas además por una misma mística de afectividad hacia la humanidad y pasión de Cristo- parecen haber ganado el Norte para propagarse rápidamente por el resto de la cristiandad occidental. No es, pues, improbable, como lo sugeríamos acerca de los monjes de san Bernardo, que la corriente bizantina mencionada anteriormente haya alcanzado primero la península y se haya infiltrado, desde allí, en los otros países de Occidente. Podemos preguntarnos, además, si, ya entre los precursores italianos del abad de Claraval, no existe alguien que sirva de alguna forma de lazo de unión entre las concepciones itálico-bizantinas y la obra espiritual de Bernardo. Y en este caso -de ningún modo ilusoria- la elección caerá en primer lugar sobre Pedro Damián, asceta austero al mismo tiempo que reformador de la Iglesia de gran envergadura. Está demostrado que sus principios, tanto místicos como monásticos, encuentran una acogida en los países situados al Norte y que la forma de vida practicada en su congregación de Fonte-Avellana encontraba imitadores hasta en Francia. Pero lo que sorprende, sobre todo, es que por sus aspiraciones evangélico-apostólicas y, más todavía, por su conmovedora devoción, tanto a la humanidad y a la pasión de Cristo, como a la Madre de Dios, él se emparenta estrechamente con las ideas y efusiones piadosas del futuro Bernardo. Ahora bien, tanto su villa natal, Ravena, como sus múltiples relaciones con los monjes y eremitas griegos, le ponen en una situación ideal para recoger numerosos ecos de la corriente de piedad bizantina, de la que habrá heredado muchas características. Y, entre los místicos posteriores que más le han asimilado, parece que san Bernardo ocupa el primer lugar. No es extraño, por tanto, que ciertos autores franciscanos hayan establecido, no sin algún éxito, por otra parte, una relación de dependencia entre Pedro Damián y el fundador de su Orden. La semejanza, a veces sorprendente, entre las enseñanzas de Bernardo y muchos temas piadosos de Damián puede bien haber dado lugar a esta conjetura. Si una cierta dependencia de Francisco, vis a vis, del maestro italiano pertenece al dominio de las probabilidades, ella es, sin embargo, muy limitada y muy vaga para hacer de éste último el inspirador principal de la espiritualidad del «Poverello». Por los motivos expuestos más arriba, existe en nuestros días la inclinación a admitir que la devoción de Francisco al Cristo del Evangelio, venerado sobre todo en su humanidad, su Pasión y su cruz, como, incluso, su tierna devoción a la Virgen María, encuentran su fuente principal en el patrimonio místico de Bernardo, el doctor melifluo, sin olvidar la parte que se debe a Guillermo de Saint-Thierry. Solamente el gran prestigio que gozaba, en tiempo de Francisco, la espiritualidad bernardina, tanto en Italia, como por casi todo Occidente, debería hacernos suscribir esta conclusión. Sin embargo, para que ésta sea formulada exactamente, conviene insistir sobre el clima itálico-bizantino anterior a san Bernardo e independiente de él, y que parece haber influido todavía al santo de Asís. Este clima, debido en una gran parte a Pedro Damián, debía preparar y favorecer en la patria del Poverello la difusión de la espiritualidad bernardina, que -así como nosotros lo hemos mostrado- se unía en más de un tema a las concepciones de Pedro. En fin, es necesario tener en cuenta la atmósfera creada por las cruzadas. Estas empresas, parcialmente al menos, con el fin de volver a tomar a los musulmanes la cruz y los lugares santos, eran por su misma naturaleza suscitadoras y mantenedoras de una viva piedad en torno a la humanidad doliente del Cristo crucificado. San Francisco no ha escapado, ciertamente, a esta cálida atmósfera, ahora universalmente extendida, de compasión profesada a los dolores del Hombre-Dios en el Calvario. Estas son, pues, las grandes fuentes probables, aunque indirectas, de los temas de devoción estimados y queridos por el Poverello, a cuyo respecto la ciencia histórica nos puede informar: Bernardo, Bizancio y las cruzadas. Evidentemente, no queremos negar con esto el carácter profundamente personal de las experiencias religiosas de Francisco, ni el enorme trabajo de la gracia en su alma. Pero por lo que respecta a las primeras, no se desarrollan normalmente más que sobre un conjunto de dones ya entregados antes, y, en cuanto a las segundas, ellas tampoco operan en el vacío, pues, se sabe que Dios en su economía sobrenatural, no sólo respeta, sino que generalmente sigue los caminos trazados por la historia humana, dirigida por Él. II. LA UMBRÍA DE BRABANTE Después de esta breve exposición sobre la procedencia de la piedad característica del Patriarca de Asís, nadie se sorprenderá al oír afirmar que las mismas devociones al Cristo doliente, Niño Jesús, divina Eucaristía (los tres grandes temas del culto a la humanidad de Cristo) eran desde el final del siglo XII y durante todo el XIII el patrimonio de una multitud de almas piadosas en las provincias belgas, especialmente en el ducado de Brabante y en la antigua diócesis de Lieja. Estas devociones se habían implantado allí sin el menor contacto con Francisco y su joven instituto. En suma, la influencia específicamente franciscana en estas provincias solamente se hizo sentir a mediados del siglo XIII, más o menos. Sin embargo, en este período la corriente religiosa de Lieja y Brabante estaba ya en pleno apogeo. Dando la parte justa a algunas influencias orientales, quizás menos sensible aquí que en Italia, se puede afirmar que el gran «importador» de estos devotos temas en los Países Bajos -belgas- ha sido, sin duda alguna, Bernardo de Claraval. Él ha realizado esta tarea, tanto con sus viajes y visitas personales como con la acción espiritual de sus hermanos cistercienses, que se encontraban allí en gran número. Sin embargo, cuando nosotros dirigimos la atención al medio en el que los gérmenes de la acción bernardina y cisterciense han fructificado, constatamos que comprende ante todo mujeres, y más particularmente beguinas y cistercienses. Estos dos institutos eran allí bastante recientes. A estos se agregó el de las «reclusas», ya en el sentido estricto, ya en el sentido amplio. En este último caso se trataba de piadosas mujeres que solamente practicaban la vida solitaria de una forma impropia, sin querer ligarse tan rigurosamente como las reclusas tradicionales. Son ellas, ante todo, las que han formado los primeros grupos de beguinas. Para conocer con mayor detalle la admirable floración del culto a la humanidad de Cristo en este medio femenino de Lieja y Brabante, evocaremos los tres temas mencionados: devoción al Cristo doliente, al Niño Jesús y a la santa Eucaristía. Para ello nos basaremos en algunos documentos verdaderamente representativos de esta época. Para ser completo, no obstante, queda por señalar que esta insigne corriente religiosa de la Bélgica medieval, en concordancia perfecta con aquella de san Francisco en Italia, se caracteriza por un intenso culto a la Trinidad y a la Madre de Dios, y que el ardor de observar el Evangelio, sobre todo, en materia de pobreza voluntaria y del celo apostólico, parece ser muy semejante al de Francisco y sus primeros discípulos. Se constata por otra parte, una gran estima por el trabajo manual, en tanto que es un ejercicio mandado por la moral y practicado en la Iglesia primitiva. Sin embargo, la brevedad de este trabajo no permite que nos detengamos en estos últimos temas, aunque son interesantes. 1. La devoción a Cristo doliente y crucificado Dentro de la corriente señalada, la vida de santa María de Oignies es significativa, ya por su valor interno ya por su antigüedad. El papel que ella desempeñó en el movimiento beguino, sobre todo en sus principios, es de capital importancia. He aquí como su biógrafo y confesor describe la influencia de Cristo doliente en la vida espiritual de su penitente, ejemplo que le relaciona estrechamente con san Francisco:
En otra parte de su biografía encontramos el siguiente texto:
Conviene notar que la expresión «humanidad de Cristo» o «naturaleza humana de Cristo» era tan usada por los hagiógrafos belgas a finales del siglo XII o mediados del XIII, que parece tener relación con una fuente común. El culto a la humanidad del Salvador y más especialmente el sentimiento místico -patético y conmovedor- unido a la Pasión de Cristo, deben haber estado en estima en el país belga a lo más tardar en el último cuarto del siglo XII. Así tenemos el testimonio del sacerdote reformador Lambert, organizador de una asociación de hombres y mujeres piadosos. Primera realización del gran movimiento de beguinas y begardos ortodoxos, que surgió inmediatamente después. Lambert, en una carta redactada en 1175, se expresa como sigue acerca del carácter devocional de su grupo:
Además de la devoción al Cristo paciente existe la veneración a las cinco llagas. Los testimonios son numerosos en Bélgica. Citemos dos solamente de principios del siglo XIII. El primero tomado de la Vida de María de Oignies († 1213):
El segundo, tomado de la vida de Lutgarda, parece ser que ocurrió en 1215. Dice así:
Se constata, no sin asombro, que Lutgarda y Francisco de Asís, nacidos el mismo año, han estado obsesionados por la preocupación de los dolores del Hijo de Dios. Así pues, la devoción a la humanidad doliente de Cristo no ha sido extraña a las piadosas mujeres de Bélgica, familiarizadas con ella ya antes del siglo XIII. Juliana de Cornillon, leemos, tuvo deseos de sufrir la muerte por los perseguidores de Cristo, a imitación del esposo. Lo mismo podemos decir de Isabel d'Huy, etc. Aunque literariamente nos parezcan exageradas algunas expresiones, lo cierto es que existía ya en la piedad y mentalidad de las almas piadosas la devoción al Cristo humanado, doliente. Las consideraciones que preceden nos conducen al fenómeno de la estigmatización. Los hagiógrafos del siglo XIII no omiten descripciones de este fenómeno en algunas raras mujeres de estas regiones. Mencionemos a Ida de Lovaina e Isabel de Spalbeek, piadosas mujeres de esta época. Según esto, uno se sentiría inclinado, con gran número de autores, a establecer cierta relación de dependencia entre estos estigmas y los de Francisco. Los documentos, donde constan los casos mencionados anteriormente, no nombran para nada la existencia de los estigmas de Francisco (lo cual no dice nada a favor ni en contra). Ciertamente se admite que el conocimiento de los estigmas de Francisco haya podido ejercer alguna influencia sicológica en ciertas personas estigmatizadas después de él. Pero sería forzar la nota querer explicar por su influencia eventual -de imitación- el verdadero origen de los estigmas: Dios que lo da a quien quiere, no opera a partir de nada y se adapta a la naturaleza, circunstancias de tiempo, lugar, etc. En aquel tiempo la perfección espiritual estaba señalada con afectividad, emoción, patetismo, compasión, contemplación y concentración en Cristo crucificado, deseo de participar de sus dolores, siendo todo esto un ambiente muy propicio para recibir la gracia de la estigmatización. Sea lo que fuere, la corriente mística y devota de la Pasión de Cristo o de su muerte en la Cruz, no data de los tiempos de Francisco. Hemos visto como en los Países Bajos existía esta devoción desde el final del siglo XII hasta la mitad del siglo XIII. Esta devoción extiende sus raíces hasta finales del siglo X. Y se acabará, por así decirlo, en la Edad Media, incluso más tarde. No debe extrañar, a fin de cuentas, que el amor seráfico haya tenido su parte en el deseo de llevar las llagas del Señor, no sólo en el país de Francisco, sino también en los países de Lieja y Brabante. 2. La devoción al Niño Jesús Antes de pasar a un nuevo tema, es útil hacer notar que las almas piadosas de las regiones que nos ocupan, de los siglos XII y XIII, adaptan sus materias de meditación a los misterios de la vida de Cristo según el ciclo del año litúrgico. (Estos temas de meditación parece que han sido sacados de los sermones de san Bernardo acerca de las fiestas de la Iglesia). Es así como las beguinas y cistercienses, etc., de estas regiones, no sólo meditaban acerca de los dolores de Cristo, sino que, como compensación, se alegraban de conmemorar y meditar la infancia de Cristo. Lo mismo sucede en Francisco: gran parte de su tiempo lo dedica a meditar en el Niño de Belén. Podríamos corroborar lo dicho con muchos ejemplos, sacados de las vidas de Ida de Nivelles († 1231), de Beatriz de Nazaret y de Ida de Lovaina, mas daremos prioridad a los hechos de dos piadosas mujeres: la viuda Odilia de Lieja (1165-1220) y María de Oignies, ya que son más antiguas que las anteriores. En la vida de Odilia se dice:
En sus meditaciones, aunque ahora modernamente no nos vaya, escenificaban los diversos misterios de la vida del Niño Jesús, imaginándoselo de cabellos rubios, jugando, abrazado a sus padres... En todo esto cabe la influencia, además de Bernardo, del místico inglés Elredo de Rieval († 1166) y de la piedad afectiva, realista, sensible..., dicha anteriormente. En otros casos, se relacionaba al Niño Jesús con la Eucaristía. Bástenos señalar un pasaje de la vida de María de Oignies, aunque no sea único en su género:
Este pasaje nos lleva a exponer el último tema del tríptico de la piedad medieval: la Eucaristía. 3. La devoción a la Eucaristía Es un hecho que, en la Edad Media, la veneración a la humanidad de Cristo está estrechamente ligada al culto eucarístico. Este representa una parte o, mejor dicho, un aspecto particular, pero capital. Por esto, sin duda, los medievales han designado al Santísimo Sacramento del altar con la apelación sugestiva de «Corpus Domini» o «Cuerpo de Cristo». Esta identificación es tan importante que san Francisco, por ejemplo, para hacerse una representación concreta del Hijo de Dios hecho carne, se lo figura, generalmente, oculto bajo las especies visibles del Sacramento del Altar. Y obraba así, escribe el mismo Francisco, porque: «del mismo altísimo Hijo de Dios nada veo corporalmente en este mundo, sino su santísimo Cuerpo y Sangre...» (Test 10; cf. CtaCle). Pero es, ante todo, el Cristo paciente e inmolado el que la piedad medieval ha honrado en la Eucaristía, en plena conformidad con la fe de la Iglesia: «La Eucaristía es el sacramento de la Pasión de Cristo, que efectúa la unión del hombre con Cristo inmolado» (santo Tomás). A un historiador de la piedad cristiana no le es extraño que el culto a la Eucaristía haya sido particularmente vivo en los medios donde se meditaba mucho en la pasión, llagas y sagrado Corazón del Señor. Se puede decir que esto se da en la Edad Media, donde se reúne, en una misma actitud, de piedad y devoción, la Eucaristía, la cruz y el renunciamiento a los bienes terrenos. Tres trazos esenciales de la devoción al Santísimo Sacramento en los países de Lieja y Brabante: a) El carácter interno de esta devoción. a) El carácter interno de esta devoción Hemos de notar que no se trata aquí del culto a la Eucaristía, que ha existido en todo tiempo en la Iglesia, sino de una disposición personal y especial de un gran número de almas, que de alguna manera sobrepasa al culto público, litúrgico, del Santísimo Sacramento en este período. El gran florecimiento de esta devoción, a partir del siglo XI y XII, constituye una novedad en la Iglesia de Occidente. Ha estallado particularmente en los Países Bajos meridionales, que han tenido el honor de suscitar el primer movimiento eucarístico. La santidad de que gozaban estas provincias era debida a su devoción eucarística. En el 1246-1247, la devoción eucarística llega a la cima en expresiones externas con Juliana de San Moutun [Juliana de Cornillon] y su fiel compañera santa Eva. Mas todo esto tiene, en los años anteriores, evidentes manifestaciones. En el 1215, por ejemplo, Jacobo de Vitry, exaltando el joven movimiento de beguinas, nos traza el cuadro siguiente, a propósito de la vida de María de Oignies:
Otra gran amante de la Eucaristía es Ida de Nivelles, que en el momento de morir († 1231) sólo tuvo un deseo, que expresó suspirando dulcemente:
Sería fácil multiplicar los ejemplos, incluso de la última mitad del siglo XII y primer cuarto del siglo XIII. Pero, quizás, sea más rápido recordar la conclusión de Jacobo de Vitry a propósito de las numerosas mujeres piadosas del país de Lieja en las dos primeras décadas del siglo XIII.
b) La comunión frecuente De los testimonios, dados en el apartado anterior, se concluye la afirmación de la comunión frecuente. En el siglo XIII se entendía por comunión frecuente, ya la comunión mensual, ya la de los domingos y grandes días de fiesta. Esta última era la que se practicaba en Bélgica, al menos por ciertas personas. Es verdad que, según las fuentes hagiográficas, las religiosas del Císter y las beguinas tenían el deseo de comulgar todos los días, pero las circunstancias y costumbres de aquel tiempo se lo impedían. c) La entusiasta admiración de Francisco de Asís por el culto eucarístico en las provincias belgas San Francisco, como veremos, debió tener una gran predilección por este movimiento de renovación que se desarrollaba en los Países Bajos. Es bastante natural que esta devoción no le fuera desconocida a un tan gran devoto del santísimo Sacramento. San Francisco acarició el proyecto de ir a visitar y ejercer el apostolado en estas regiones. He aquí lo que se lee a este respecto en el «Espejo de perfección»:
Anterior a este testimonio del «Espejo de perfección» está el de Tomás de Celano en su II vida (1246):
Se habrá notado que «Francia» tiene aquí un sentido específico. La Francia de hoy no se constituyó hasta el 1271, en que el Languedoc y, en el 1487 la Provenza, fueron unidas a la corona. Francia comprendía la Bélgica de hoy. Pero concretamente «Francia» se refiere en estos dos pasajes a una parte bien determinada de Francia: la Galia Bélgica y sobre todo los países de Lieja y Brabante. Sería muy largo exponer con detalle por qué vías concretas e intermedio de personas, el Pobre de Asís llegó a conocer este floreciente culto eucarístico en Bélgica, a más de 1.500 kilómetros. III. LA UMBRÍA ITALIANA Y LA UMBRÍA DE BRABANTE 1. El siglo XII, edad de oro de la mística monacal El siglo XII está marcado por una elaboración de doctrinas espirituales y místicas, sobre todo, en los monasterios. A ello contribuyó grandemente el contacto establecido con el próximo Oriente, gracias a los cruzados y al comercio, que fueron medios de infiltración cultural y bizantina en la espiritualidad occidental. Estas aportaciones del Oriente parecen haber seguido durante años la ruta tradicional de Italia, Lombardía, sobre todo, Mediodía francés, de donde subía al Norte y Flandes para llegar últimamente a Brabante. Desde el punto de vista cultural y espiritual, la Campaña y el Norte de Francia, ya convertidos en arterias del comercio, no tardaron en dar a conocer su prestigio en los países inmediatos, extendiéndolo en los países lejanos y mucho antes en Italia. Estas circunstancias explican por qué Francisco admiraba la cultura francesa y deseaba cantar no sólo en provenzal, sino también en «lingua francígena». Esto explica cómo al final del siglo la espiritualidad bernardina, comprendida la de Guillermo de Saint-Thierry, después de haber iluminado a Francia, había invadido ya al final del siglo la patria del Poverello. 2. Siglo XIII, transición a la mística popular en lengua vernácula El siglo XIII se caracteriza por el florecimiento de la escolástica y el aristotelismo. La mística creada en siglos anteriores no sufre cambios fundamentales. El gran cambio que se opera es de orden exterior. Es decir, que de monástica, deviene popular. Se dirige al pueblo y se expresa en su lengua. Lo que las dos órdenes mendicantes hicieron en la primera mitad del siglo XIII en el Mediodía, las beguinas lo hicieron en el Norte en estrecha colaboración con las cistercienses de su comarca. Francisco no sólo habla en toscano al pueblo, sino que redacta en su lengua alguna alabanza o exhortación espiritual. En Bélgica la primera producción en lengua románica de importancia es «Li Beges» (1170) de Lambert, dirigida a los grupos de hombres y mujeres que él mismo dirigía en Lieja. Medio siglo después, Beatriz de Nazaret publica, en el flamenco de entonces, una autobiografía seguida de un pequeño tratado místico (el primero en lengua vulgar que menciona la historia, 1232-1233). Y, poco después, Hadwych, en pleno medio beguinal, creará en su idioma nativo una obra voluminosa de prosa y poesía lírica. Estas dos se inspiran en san Bernardo y en Guillermo de Saint-Thierry. No cabe duda que los escritos de estas dos mujeres vulgarizaron, en lengua popular, la mística en favor de los fieles del mundo. 3. Fusión de dos corrientes religiosas, edad de oro de la mística popular Durante el segundo cuarto del siglo XIII, las Ordenes mendicantes remontan el Norte, mientras el movimiento beguinal de los Países Bajos se extiende hacia el Sur, llevando cada uno su mística. Es el momento en que las dos corrientes místicas se encuentran, se juntan y fusionan. Se puede decir que esta fusión inaugura el siglo de oro de la mística medieval. Al analizar los elementos prácticos que la componen, vemos que, en cuanto a la sustancia, está ligada, tanto en un grupo como en el otro, a la espiritualidad de san Bernardo de Claraval: la contemplación de la humanidad de Cristo, la gruta de Belén y la cruz, la veneración de la Eucaristía y el recurso frecuente al tema nupcial en la práctica del amor de Dios, aunque esta última faceta sea menos importante en el franciscanismo de primera hora, y afirmada en los años posteriores. Vemos, pues, que no es acertado lo que la tradición franciscana viene atribuyendo con insistencia a san Francisco, ya que, por el contrario, Francisco se alimentó de las doctrinas espirituales de la Iglesia de su tiempo y particularmente en lo tocante a facetas muy ortodoxas. No hay por qué traer a colación doctrinas heréticas de su tiempo, para resaltar y alardear de su fidelidad a la Iglesia romana. 4. Optimismo frente a lo creado y alabanza de las criaturas Todo el siglo XIII está impregnado de un sorprendente optimismo hacia la naturaleza (y esto independientemente de santo Tomás). Parece haber heredado la actitud bondadosa de las doctrinas del siglo precedente. La causa puede haber sido, sin duda, la reacción contra el envilecedor pesimismo respecto de la materia en los cátaros, por ejemplo, o contra ciertas vías pesimistas fundamentalmente de san Agustín. En todo caso, la teoría de las creaturas como «enseñanza», «manifestación» y más especialmente como «imágenes» del Creador, desarrollada por los Victorinos, san Bernardo, Guillermo de Saint-Thierry y otros maestros era para encaminar ya al sentimiento religioso hacia el optimismo cósmico, que se desarrolla plenamente en el siglo XIII. Así pues, para muchos espíritus religiosos del siglo XIII el mundo visible había cesado de ser maldito y el hombre rey caído del universo. Es en este cuadro donde hay que explicar, cree el autor, la fuerte tendencia de las almas piadosas de este tiempo a glorificar a Dios por su obra creadora y a cantar las grandes maravillas de la creación. Después de todo esto, se piensa espontáneamente en la alabanza de las criaturas de san Francisco, llamado vulgarmente el «cántico del sol». En Bélgica, aunque no existe en este período un cántico tan acabado como el de san Francisco, existen los mismos sentimientos inspiradores de este género literario. En la vida de Ida de Nivelles, por ejemplo, se puede leer:
En este relato parece que uno se encuentre ante la «alabanza de las creaturas», aunque haya quedado literariamente inexpresado. Los mismos sentimientos se encuentran en Margarita d'Ypres (1206-1237). En el momento de morir quiso alabar al Señor radiante de alegría:
Tanto Ida de Nivelles como Margarita d'Ypres eran unas fervientes de la Eucaristía y de la pobreza evangélica, dos rasgos que caracterizan al Pobre de Asís. Se puede decir que el desprendimiento de los bienes y el recurso al pan del cielo les ha dado un sexto sentido: el percibir la bondad de Dios a través de las cosas creadas. En realidad este sentimiento ha jugado un papel grande en la vida religiosa del s. XIII. Señalemos que la espiritualidad de los Países Bajos del siglo XIII y la actividad específica del Poverello preludian el Renacimiento. Anuncia el humanismo, no sólo en cuanto a la literatura mística en lengua vernácula, sino también por su apreciación eminentemente optimista de la naturaleza creada. 5. Las dos corrientes religiosas y la pobreza evangélica Además de las tres grandes devociones analizadas anteriormente, el movimiento beguino-cisterciense belga inscribía en su programa la observancia de la pobreza evangélica, llevada a veces al extremo. En vez de describir las diversas manifestaciones de la pobreza evangélica en Bélgica durante los siglos XII y XIII, nos bastará relatar dos casos, que se diría sacados de las Florecillas del Pobre de Asís. El primero se refiere a la vida de María de Oignies. Jacobo de Vitry, su biógrafo, nos lo describe vivamente.
Esta voluntad de vivir pobre y de mendigar por Cristo debió abundar en estos movimientos de Bélgica. El segundo lo tenemos en la vida de la beata Margarita:
[En Selecciones de Franciscanismo, vol. I, núm. 1 (1972) 33-48.- Nótese que esta publicación es un extracto del original francés] |
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