DIRECTORIO FRANCISCANO

Historia franciscana


RAÍCES LAICAS DE LA ESPIRITUALIDAD DE SAN FRANCISCO

por Jesús Sanz Montes, OFM

 

[Texto original: Raíces laicas de la espiritualidad de san Francisco, en Verdad y Vida 46 (1988) 87-107]

INTRODUCCIÓN

No podemos acceder al papel reformador o innovador de San Francisco sin situarlo en el amplio contexto de la sed de reforma del laicado, en el que él participó de modo original.

La realidad de fondo que provoca y enmarca el movimiento laical de renovación tiene sus raíces en la crisis que experimentan tanto los moldes civiles como los eclesiales para acoger y encauzar un nuevo modelo societario que pretende superar el feudalismo hasta entonces vigente.

Vamos a aproximarnos a estas raíces para comprender el panorama en el que nace un nuevo hombre, un nuevo creyente y un nuevo religioso. Estas coordenadas, que pueden esquematizarse serenamente ocho siglos después, tuvieron una gestación dolorosa en la que se dieron tensiones, rupturas, pero es en ese proceso dialéctico donde Francisco recibió el don de aportar su camino para la gran reforma.

G. Villoslada escogió el concepto de "raíz" para comprender otro personaje y su movimiento, Lutero y el protestantismo: «Podríamos señalar diferencias entre las causas propiamente dichas y "ocasiones" o "circunstancias", cuya presencia es capaz de provocar el estallido de un acontecimiento histórico y de crearle un clima propicio. Para un historiador siempre será arriesgado el hablar de "causas". Por eso pienso que tal vez sea mejor en nuestro caso emplear la metáfora de "raíces históricas", intentando significar con esta expresión que entre unos fenómenos precedentes y otros posteriores existe un cierto nexo, cierta ligazón, cierta influencia o dependencia».[1]

No se trata, pues, ni de volver a condenar a herejes, ni de volver a canonizar santos. Nuestra mirada a este período de la espiritualidad tiene la impronta histórica que busca las raíces -felices o infelices-, y no la perspectiva moralista que condena a los que se equivocaron o ensalza a los que supieron acertar. No es este el argumento, pues en el fondo unos y otros son hijos de una situación política, social, cultural y eclesial, cargada de ambigüedad, de incertidumbre y extremismos, junto a un cúmulo de posibilidades que no todos lograron descubrir.

Desde esta visión, no situamos a Francisco como el reformador que simplemente contestó a los movimientos laicos heterodoxos -como a veces se le ha utilizado-; su contestación fue más bien a toda una sociedad -civil y eclesial- decadente pero que supo realizarlo en una evangélica armonía: ruptura y fidelidad.

Partiendo del movimiento laical quiero llegar hasta la "novitas" franciscana, la "novedad" franciscana, pero subrayando justamente ese nexo entre laicado y franciscanismo. El laico como protagonista, que genera un nuevo tipo de ciudadano (rompiendo con la estructura feudal), un nuevo tipo de cristiano (rompiendo con la estructura eclesial basada igualmente en el feudalismo), y alimenta un nuevo modelo de religioso (rompiendo con el monaquismo decadente).

Para mayor claridad en el iter o itinerario del trabajo, haré tres grandes bloques: los dos primeros estudian las "raíces" sociales y eclesiales, y el último -a modo de conclusión- abordará el movimiento franciscano.

Jean François Millet: El Ángelus

I. RAÍCES SOCIOECONÓMICAS: UN NUEVO HOMBRE
CREADOR DE UNA NUEVA SOCIEDAD

Nos movemos en los siglos XII-XIII. Desde hacía cuatro siglos los hombres del Occidente vivían encuadrados bajo el Feudalismo. Este sistema, fundamentalmente rural, giraba en torno al "señor" propietario de las tierras. El pueblo que para él trabajaba debía hacer un juramento de sumisión tanto política como social.

Dentro de un régimen de estabilidad, se daba el intercambio: el pueblo ofrecía su trabajo, la explotación de la tierra, y el señor feudal daba seguridad y protección. La sociedad feudal tenía organizada la estructura social dando a cada hombre un lugar definido e inmutable en una división tripartita de categorías: los "oratores" para rezar, los "bellatores" para conquistar o defender, los "laboratores" para trabajar.

1. EL MOVIMIENTO COMUNAL

Este movimiento, que se inicia en la región lombarda italiana en el siglo XI, toma arraigo en la segunda mitad del siglo XII. Se trata de «un proceso socioeconómico muy complicado que desembocará en una organización nueva de la sociedad, muy diferente del sistema feudal imperante en los siglos precedentes».[2]

El movimiento comunal viene determinado principalmente por dos fenómenos: el nacimiento de las ciudades y la aparición de los mercaderes.

a) Nacimiento de las ciudades

El siglo X experimentó un incremento demográfico muy acusado. Hasta entonces la agricultura como actividad laboral dentro de los feudos había abastecido la demanda de trabajo de la gleba. Si bien, con el aumento de población aumentó también la producción agrícola, ésta llegando a un punto quedó desbordada y no pudo absorber la petición de trabajo. De este modo se origina el éxodo, hacia los incipientes núcleos urbanos, de tanta gente desocupada.

«La consecuencia más espectacular de la eclosión demográfica y económica es un fuerte movimiento de urbanización... Dicho movimiento crea una red de ciudades que ya no serán como en la antigüedad y la Alta Edad Media: centros militares y administrativos, sino fundamentalmente focos económicos, políticos, culturales».[3]

Este paso de la sociedad rural a la sociedad urbana, con la ampliación o fundación de nuevas ciudades, está íntimamente ligado al fenómeno comercial, pues éste fue uno de los motivos que originó el citado éxodo.

«A lo largo de las vías del comercio, al pie de los antiguos burgos fortificados, los comerciantes establecen almacenes, abren tiendas. Su actividad atrae una multitud de gentes a las que proporcionan empleo: barqueros, carreteros, cargadores... Artesanos de todo tipo vienen a quedarse igualmente en estos nuevos barrios. Estos nuevos burgos, poblados de comerciantes y de artesanos, dan nacimiento a las ciudades que pronto se convierten en centros cada vez más importantes por el número de sus habitantes y por su actividad económica. Esencialmente nudo comercial en su origen, la ciudad se transforma pronto en un centro de producción en el que se activan todos los gremios artesanales».[4]

El historiador Le Goff sintetiza en tres características la novedad de la ciudad en aquel marco medieval tan dependiente del feudalismo:[5]

La ciudad es un taller, donde se desarrolla un artesanado numeroso y vario, en cuyo seno nace -dentro de los tres sectores en vías de "industrialización": construcción, tejido y curtido- un pre-proletariado de peones indefenso ante la subordinación del salario al precio del mercado que determina la oferta-demanda, y ante el creciente poderío de los "empleadores".

La ciudad es un lugar de intercambios, atrayendo o creando ferias y mercados. Por ser lugar de transacciones económicas, se recurrió pronto a un medio de intercambio esencial: el dinero. Lo cual originará otro sector nuevo: los especialistas del dinero, primero como simples cambistas y más tarde como banqueros.

La ciudad es centro de poder, porque este nuevo grupo de hombres, los ciudadanos o burgueses, va conquistando libertades y privilegios cada vez mayores frente al poder tradicional del obispo y del señor feudal. Al principio sin atacar los principios económicos y políticos del feudalismo, este grupo introduce un cambio que generará libertad e igualdad. En adelante la desigualdad que nace de la gestión económica y social no se basa en el nacimiento o la sangre, sino en la fortuna mobiliaria o inmobiliaria, en la posesión del suelo, en las rentas y dinero.

Estamos ante un fenómeno común en toda la Europa occidental, el cual viene expresado también por los nombres que a estas nuevas ciudades se daban: las "Villafranca" en Italia y en España (libres de franquicias o impuestos feudales), las "Villanueva" de España, las "Villeneuve" y "Villefranche" de Francia, datan en su mayoría de esta época.

La Villanueva se empezó a independizar de la jerarquía feudal y eclesiástica, comenzó a tener vida propia. Se crearon municipios, ayuntamientos, que defendían los intereses de los habitantes de la ciudad. Comenzó la era de la autonomía.[6]

b) Los nuevos mercaderes

Si dentro de la sociedad rural el ritmo de trabajo tenía casi la única finalidad de subsistir, es decir, estaba en función del consumo, ahora en la sociedad urbana se amplía el horizonte: se produce también para comercializar, para exportar. Surge así una nueva clase entre el señor feudal y la gleba: los mercaderes o comerciantes. Son los prohombres del futuro.

El dinero suplanta a las especies en los intercambios comerciales. Comienza una economía de mercado con su oferta y demanda. Asistimos al nacimiento de un capitalismo incipiente: los comerciantes tendrán enormes masas de dinero en poco tiempo. Todos los nuevos ricos, los nuevos capitalistas, son de ese mundo.

Sin embargo, esta alternativa que se ofrecía a las estructuras feudales tiene también su parte negativa: el distanciamiento entre los nuevos ricos y los pobres de siempre. «Todo lo que las fuentes históricas nos permiten conocer sobre el reparto de la riqueza en estos últimos siglos de la Edad Media, es que los beneficios del comercio y del incipiente capitalismo se concentran en manos de muy pocos, de modo que el número de los pobres aumenta cada vez más. Este incremento de la pobreza trajo consigo la lucha contra los ricos y poderosos, entre los que se encontraba la jerarquía eclesiástica y las instituciones monásticas».[7]

Y no sólo se dio un malestar entre ricos y pobres, sino entre nuevos ricos y los de siempre. Los comerciantes aparecen como creadores de una riqueza nueva al lado de la antigua fortuna de los señores feudales. Algunos señores, como los de Champagne, intuyen el problema y practican una política liberal con los comerciantes (exención de tasas serviles, protección en los desplazamientos, privilegios), y a cambio obtener rentas por los impuestos y por los simples peajes de circulación. Pero «el desarrollo y las nuevas funciones de las ciudades se avienen mal con el poder señorial. El mundo urbano en plena extensión, se siente cada vez más ahogado en el viejo mundo feudal».[8]

2. LA EMANCIPACIÓN DE UNAS ESTRUCTURAS VIEJAS

En todo este fenómeno que venimos llamando "movimiento comunal" observamos una serie de rupturas con los marcos que hasta entonces encuadraban la política, la cultura, los hábitat, la sociedad.

Tal movimiento de ruptura puede definirse en una palabra: emancipación. En realidad esta es la gran aspiración de aquellos hombres: dar rostro a sus aspiraciones de libertad. Y precisamente lo que hace saltar esta emancipación generalizada es la nueva praxis comercial. Así lo dibuja E. Leclerc, afirmando que la reacción se produce cuando este hombre nuevo medieval, con su nueva concepción de la economía, choca contra la vieja estructura feudal que le impide desarrollarse.

El feudalismo vinculaba al hombre a un territorio y a un señor (abad, obispo o conde), a quien pertenece todo cuanto se hace y sucede en su dominio. Tal estructura feudal, «adaptada a una economía rural cuya estabilidad trataba de salvaguardar ante todo la estructura social y política, llegó a ser un obstáculo dentro de la economía de mercado, de circulación y urbanización. No responde ya a las exigencias nuevas. Bloquea las iniciativas económicas frenando los desplazamientos e intercambios, por una reglamentación minuciosa que no está ya a la medida del mercado. Por eso, pronto es sentida como opresiva y retrógrada».[9]

Con un trasfondo comercial y económico, los "burgueses" -habitantes de los nuevos "burgos"- constatan progresivamente la inadecuación feudal ante el mundo nuevo que está naciendo; las cargas fiscales, las restricciones jurídicas, la dependencia política, bloquean el desarrollo comercial, y, por consiguiente, es preciso liberarse: una autonomía política y jurídica, una autogestión social y económica... eran las bases del proceso de emancipación.

Todas estas reivindicaciones adquieren fuerza y eficacia cuando los habitantes de las ciudades se asocian formando la así dicha "comuna". Aunque nace en Italia, pronto se extenderá por toda Europa. El movimiento comunal trata de liberar a las ciudades del poder señorial, y ésta es otra de las características que incide en el modo de convivir: el movimiento comunal luchará por pasar de una sociedad tremendamente jerarquizada en la que prevalece la subordinación, a una sociedad de gentes "asociadas"; es cambiar el verticalismo de la dependencia por el horizontalismo de la solidaridad.

Este asociacionismo no se deja a la libre voluntad abstracta, sino que exige un compromiso concreto. La comuna también conocerá la práctica del juramento, pero se diferencia del que hacía el señor feudal y el vasallo en que aquí se vincula a la persona con el grupo o comunidad. Se trata de un juramento igualitario entre personas iguales. Y, «si la desigualdad económica en materia fiscal urbana, por ejemplo, no puede eliminarse, debe combinarse con fórmulas y prácticas que salvaguarden la igualdad de principio entre todos los ciudadanos. Así, en Neuss, en 1259, se estipuló que si hace falta alzar un impuesto para la necesidad de la comuna, pobres y ricos jurarán igualmente (equo modo) pagar proporcionalmente a sus recursos».[10]

3. LA UNIVERSALIZACIÓN DE LA CULTURA

Curiosamente, según va madurando este movimiento, se da lugar a otra emancipación: la de la ignorancia. Hasta entonces, la cultura era un tesoro reducido al mundo de los monjes, que eran quienes solamente la cultivaban.

Los mismos señores feudales, la nobleza, pensaban que era indigno de su rango el saber letras. Así, ellos por desdén, y el pueblo bajo por desinterés e imposibilidad material, nos encontramos que la cultura era prácticamente un sinónimo de monacato.

Sin embargo, a finales del siglo XII y principios del siglo XIII, el burgués toma conciencia de su propia inferioridad y desea instruirse. A ello le impulsa también el nacimiento de las lenguas vulgares, la evolución de las ciencias naturales y las necesidades del comercio. «Así como los comerciantes se habían asociado antes con impulso irresistible, casi biológico, para defenderse y conservar las prerrogativas de sus respectivos oficios, así ahora se asocian para conquistar el libre acceso a la cultura».[11]

Junto a las aspiraciones de una distribución equitativa del poder fáctico y económico, se suma también la inquietud cultural. Existe un interés comercial en el trasfondo; de hecho los gremios artesanales crean sus propias bibliotecas y elementales academias donde enseñar contabilidad, gramática y matemáticas.[12] Si bien, esto es verdad, la cultura también forma parte del intercambio que protagonizan los comerciantes: no sólo dinero y mercaderías, sino también religiosidad y movimientos intelectuales van y vienen en la nueva sociedad postfeudal.

Es una constante en toda revolución de viraje histórico: se produce una nueva cosmovisión y surge la necesidad de darle profundidad intelectual.

Para Alfonso Ortega «la cultura europea ha logrado su perfil determinante con el Humanismo del Renacimiento, que fundió dos componentes principales y definitivos: la Antigüedad clásica y el legado judeo-cristiano».[13]

Este segundo elemento, la herencia judeo-cristiana, tiene una importancia capital para entender la apertura del Occidente al mundo oriental: España se incorpora definitivamente a Europa en 1212 con la batalla de Las Navas de Tolosa,[14] lo que significa que a través de España entrará en Europa la filosofía árabe y el sistema aristotélico.

La "universitas", que viene a suplantar a las ya insuficientes escuelas monásticas y catedralicias, no sólo supone un acceso intensivo a la cultura por parte de las clases medias, sino también un acceso extensivo a la cultura aristotélica, filtrada por la corriente judía y árabe asentada en España.

Guerrit Dou: Lectura de la Biblia

II. RAÍCES ECLESIALES: UN NUEVO CRISTIANO
CREADOR DE UNA NUEVA IGLESIA

Entramos ahora en un segundo frente de comprensión de la "novitas" medieval: el aspecto religioso-eclesial. También aquí se da una profunda ruptura con el estilo anterior de los últimos siglos, hasta el punto de inaugurar una nueva imagen de cristiano, con un marcado protagonismo laico.

1. SITUACIÓN DE LA IGLESIA

Para no ser injustos ni con los movimientos que hacen la historia, ni con las personas que los provocan, antes de abordar el tema de los grupos y sectas, es obligado una visión de conjunto sobre el estado de la Iglesia. Los herejes, como los santos, no "nacen" sino que en buena medida se "hacen", y ello está estrechamente relacionado con el aire social y eclesial que respira una determinada época.

a) Un cambio de imagen eclesial

En los cinco primeros siglos cristianos, la Iglesia occidental fue como una gran familia organizada en pequeñas iglesias urbanas presididas por su obispo y los demás pastores. La unidad esencial de tal estructura era la iglesia particular, la cual abarcaba tanto al clero como a los fieles. Aunque los pastores tenían una función relevante dentro de la comunidad, no formaban todavía una clase aparte con intereses y privilegios, de tal manera que los diferenciaran de los laicos drásticamente: era más importante afirmar la unidad aunque no se ignorase la pluriformidad.

Desde el siglo V hay una doble transformación: en primer lugar, del episcopado urbano se va pasando al regional, y el clero llamado "alto" va ocupando cargos importantes en el Imperio como en los pequeños reinos, dando lugar a la progresiva separación de ese alto clero respecto a las iglesias particulares. En segundo lugar, el fenómeno de la vida monástica abre otra separación en el pueblo: los monjes que habían "dejado el mundo" por un modo de vida más radical, y los clérigos y laicos que permanecían "en el mundo". Más adelante, en la época del IV Concilio Lateranense, la separación será total, en la Iglesia había tres grandes categorías: el clero, los "religiosos" (monjes, canónigos y frailes) y los laicos.[15]

En este arco de tiempo que media entre el siglo V y el que nos ocupa, la situación eclesial ha sufrido una auténtica decadencia. Los historiadores son acordes en fijar el pontificado de Gregorio VII como el comienzo de la segunda Edad Media. Precisamente este papa trató de corregir aquella descomposición eclesial. Aunque de él tomará el nombre la reforma ("gregoriana"), en realidad fue comenzada por sus antecesores y terminada por sus inmediatos sucesores, aunque con Gregorio VII la elipse reformatoria toca su punto más decisivo.

b) La Reforma Gregoriana

R. G. Villoslada[16] sintetiza las causas del cáncer eclesiástico de aquel momento en estos puntos a los que se dirigió la reforma:

La investidura laica.- Era una lacra como consecuencia del pacto formal o implícito que la Iglesia había hecho con el feudalismo. La investidura era, pues, el acto jurídico por el que el dueño de una iglesia la confiaba como beneficio al eclesiástico que debía servirla. Se solía buscar entre los parientes o adictos del señor, que no siempre eran los más aptos, o incluso se buscaba el mejor postor. Luego le otorgaba la investidura entregándole los símbolos de la autoridad espiritual (báculo y anillo, si era obispo), y el electo hacía el juramento de fidelidad y vasallaje. Así empezaba a administrar la diócesis y a gozar de sus bienes y beneficios. Sólo faltaba la consagración, cosa que no le negaría el Metropolitano.

Simonía y nicolaitismo.- Aunque la raíz de los desórdenes estaba en aquella investidura laica, ésta tenía después una serie de consecuencias fatales. Así la simonía: todos los que ambicionaban un episcopado prometían cosas indignas o injustas, o lo compraban a precio de oro. Villoslada documenta esta realidad con ejemplos increíbles.

La segunda consecuencia era el nicolaitismo: hombres que entraban así al estado eclesiástico era imposible que tuvieran la virtud y austeridad necesarias para guardar el celibato. Además, encuadrados en el feudalismo de la época, participaban casi de todas las taras morales propias de los señores feudales.

Tal corrupción moral intentó ser cortada por la Reforma Gregoriana. Nos da una imagen de los eclesiásticos que en un buen número vivían en situaciones desastrosas ante los ojos del pueblo.

Para F. Kemp, esta situación que se arrastra desde la decadencia del período carolingio empezará a reformarse con los papas alemanes (Clemente II, Dámaso II y Víctor II) que manifestaban «su deseo de volver a la antigua Iglesia y a su pureza, siquiera este deseo se limitara a una renovación moral que acabara con la simonía y el nicolaísmo».[17]

El auge de la Reforma será con los papas lorenenses y toscanos (1057-1073), pero en la elección de Gregorio VII (22 abril 1073) entra la Reforma en su cenit.

El primer sínodo romano de reforma (1074) renovó los antiguos decretos; contra la simonía se dicta pena de exclusión del servicio de la Iglesia, y contra el nicolaitismo la suspensión. El Sínodo del año siguiente fue más duro: a los simoníacos les deponía permanentemente y a los sacerdotes nicolaíticos volverá al dictamen de 1059 exhortando al pueblo al "boicot" contra tales sacerdotes. Respecto al problema de las investiduras fue el más difícil para Gregorio VII, y su gestión fue drástica bajo pena de excomunión y anulación del acto realizado en la investidura: se prohibía totalmente a los clérigos recibir de mano de laicos la investidura de obispados, abadías e iglesias. En el Sínodo de 1080 se extiende la prohibición a los oficios de iglesias menores y fulminando la excomunión también contra los laicos investientes.

«Para Gregorio no se trataba aquí de una cuestión de poder, mucho menos de intereses económicos, sino de reforma. Esta en su sentir sólo podía lograrse si la provisión de sacerdotes y obispos se liberaba del opresor influjo de reyes y patronos de iglesias, y se hacía otra vez de acuerdo con las disposiciones canónicas que dejaran lugar para la acción divina».[18] No obstante, la Reforma continuará y tomará nuevas perspectivas al siglo siguiente con los movimientos pauperistas.

Paralelamente, al amparo de la Reforma Gregoriana, desde la mitad del siglo XI surge una actitud de autocrítica dentro del monacato, ante los ricos monasterios y cabildos incorporados al sistema de economía y gobierno feudales. Los monjes también se hacen eco del esfuerzo reformador del papado por volver a la primitiva "ecclesia apostholica et evangelica" (iglesia apostólica y evangélica). De ahí que se den frutos como la Abadía de Vallombrosa, la Grand-Chartreuse, los Cistercienses, los Premonstratenses y los Canónigos Regulares de San Agustín. Esta fue la implícita denuncia de algunos monjes y clérigos a los desórdenes simoníacos, nicolaititas y todas sus consecuencias.

«Pero todo este período representa para las órdenes religiosas de Occidente un giro epocal. La idea de la "vita evangelica et apostholica", que hizo pasar a un segundo plano las formas monásticas más antiguas, rompió la posición de monopolio de los monjes y produjo no sólo los canónigos agustinianos, sino también las comunidades de laicos. Y así se explica también el brillante desenvolvimiento de las nuevas órdenes -sobre todo Cistercienses y Premonstratenses-, aunque al languidecer su vuelo a fines del siglo XII, la "vita apostholica" se tornó de nuevo problema. La expresión por tanto tiempo deseada la halló en las modernas Ordenes Mendicantes».[19]

c) Insuficiencia de tales reformas "in capite"

Toda esta gama de reformas desde la jerarquía y desde un sector del monacato, en seguida tropezaban con la rutina a la que nuevamente había que reformar. Tanto Moliner como Alvarez[20] constatan esta insuficiencia reformadora: monasterios que empezaban pobres, por las limosnas, donaciones, paulatinamente se iban enriqueciendo. Había reformas aisladas, abades que reaccionaban celosamente, se ponían precauciones prácticas y jurídicas, pero al final se caía en la incoherencia anterior.

El problema de la reforma no se reducía a retocar algún aspecto aislado; el gran reto era encontrar nuevos cauces desde los que anunciar el Evangelio en una situación social, cultural y económica que habían cambiado profundamente. La insuficiencia no estaba sólo en la ineficaz reforma (toda reforma termina siendo "ineficaz", pues necesita de la crisis que la haga avanzar con la evolución de la historia) de los moldes clásicos de cristiandad, sino sobre todo porque aquella Iglesia no encontraba el camino que encarnase en una nueva etapa histórica un nuevo rostro. Fruto de esta búsqueda y dialéctica dolorosa serán los Mendicantes.

2. EL MOVIMIENTO PAUPERÍSTICO:
LA VERTIENTE HERÉTICA DE ESTE MOVIMIENTO

El laicado es ruptura y al mismo tiempo inauguración novedosa, el gozne clave de la espiritualidad monástica a la mendicante. El despertar laico pondrá en crisis el esquema eclesiástico anterior y dará la inspiración -e incluso los miembros- del nuevo estilo mendicante. «Los cristianos más clarividentes se dan cuenta de los nuevos valores que se revelan, y aun a riesgo de ciertas rupturas, pasan a integrar las estructuras que los expresan».[21]

El alumbramiento del protagonismo laico (o la simple participación) no fue siempre sereno. Muchas de tales inquietudes nacieron y crecieron en el enfrentamiento con aquello oficial y establecido (monacato y clérigos) que no se aceptaba por su decadencia.

Recurrir al desprestigio popular de simoníacos y nicalaítas se convirtió en argumento contra la misma jerarquía. Grundmann señala que «las armas de las que el mismo Gregorio VII se sirvió en esta lucha se volvieron más tarde contra la Iglesia jerárquica. Él afirmó que sólo el sacerdote digno podía cumplir eficazmente las funciones religiosas, tachando como indignos y usurpadores del oficio sacerdotal a los sacerdotes simoníacos que no son llamados por la Iglesia, como a los concubinarios y no castos. Hizo perseguir como herético a quien celebraba la misa siendo cura simoníaco o nicolaíta, y a quien se procuraba cargos eclesiásticos».[22]

Nos encontramos con un laicado que ha tomado conciencia de una cierta mayoría de edad, animado por sus éxitos sociales y económicos, que ha conseguido una amplia emancipación. Y este laicado que incluso eclesialmente quiere manifestar su voz e iniciativa, tropieza no simplemente con una jerarquía absorbente y totalitaria, sino -en muchos casos esto fue lo peor- con una autoridad arrogante desde su propia incoherencia e incapacidad de asimilar las novedades.

Estos grupos del movimiento pauperista que tienen un signo antijerárquico tienen su origen, para Y. M. Congar, en tres factores que intervienen en el último tercio del siglo XI:[23]

• El llamamiento de Gregorio VII a los laicos contra los sacerdotes simoníacos y concubinos, y el apoyo que el Papa da a la Pataria milanesa.

• Los movimientos de paz y tregua de Dios suscitados por los obispos desde finales del siglo XI movilizaron a los laicos: los hicieron activos y les acostumbraron a reunirse, como después se verificó en las dos primeras cruzadas.

• El ansia de vida espiritual que aparece en los laicos: búsqueda de pobreza voluntaria, eremitismo, itinerancia, vita apostholica, literalidad evangélica, actividad espiritual para no dejar todo bajo el monopolio de los clérigos.

En estas coordenadas hay que colocar a Pedro Bruys († 1126), que predica un evangelismo excluyente del bautismo de los niños, la eucaristía, las oraciones por los difuntos y el uso de las iglesias. Arnaldo de Brescia († 1155), que se rebela contra el uso de los medios temporales por los hombres de Iglesia. Hugo Speroni († 1185), discípulo del anterior, que rechaza el bautismo de los niños y la eucaristía. El Catarismo, que tiene su origen en los bogomilos de Bulgaria, sostiene el dualismo maniqueo radical: condenación de la materia, con lo que no aceptan la Encarnación, los sacramentos, la cruz, el poderío de la Iglesia. Pedro Valdés (1173), que comienza con un gran espíritu de pobreza evangélica, pero poco a poco adoptó posiciones antieclesiales desde un biblismo exclusivo, si bien algunos valdenses no siguieron en todo al reformador y constituyeron con Durando de Huesca los "Pobres Católicos". Joaquín de Fiore, con su triple división de la historia, proclamando la llegada de la escatología final con la era pneumatológica.

Estos fueron algunos de los grupos disidentes que contestaron la Iglesia decadente con su postura antieclesial, endurecida, con lo cual nada aportaron al esclarecimiento ni a la verdadera renovación.

3. LA ALTERNATIVA LAICA DENTRO DE LA COMUNIÓN ECLESIAL

No obstante, en aquel gran movimiento no todo fue herejía. De hecho nos encontramos una serie de valores muy positivos que marcarán la espiritualidad nueva, y dará un rostro distinto a la Iglesia poniendo las bases para el nacimiento de los mendicantes. Señalamos algunas de sus claves:

a) La vuelta a los orígenes

Es una constante de toda renovación cristiana: volver a las fuentes de la Iglesia primitiva. La "vita apostholica" no era en este momento un modelo sólo para la renovación de las instituciones eclesiales ya existentes, sino también para nuevos grupos laicos con aspiraciones radicales.[24]

b) La vida comunitaria

Volver a la primitiva Iglesia era descubrir en ella una fuerte fraternidad. Lo cual entroncaba con la sensibilidad comunitaria de los siglos XII-XIII: «Todos los movimientos religiosos de aquel tiempo, más aún, todas las organizaciones de carácter social o económico, tendían a hacer de la fraternidad la forma de expresión y la fuerza de unión del mutuo compromiso».[25]

Es importante situar bien esta corriente de la comunitariedad y fraternidad, pues en ella se encarnará tanto la espiritualidad laica como la mendicante.[26]

c) La pobreza

Fue una de las notas más representativas de los grupos reformadores, hasta el punto que dio nombre genérico al movimiento: pauperístico. En la crítica a una Iglesia rica hubo dos inspiraciones bíblicas: SEGUIMIENTO de Jesús, abandonando todo (cf. Mt 19,27), e IMITA CIÓN de la Iglesia primitiva, que todo lo tenía en común (cf. Hch 2,44ss; 4,34ss).

El tema de la pobreza fue argumento tanto para invitar a la fidelidad de los nuevos cristianos como para denunciar la incoherencia de algunos estamentos viejos.

d) El evangelismo

Es otra de las importantes características de los grupos reformadores desde la ortodoxia como desde la heterodoxia. «El evangelismo es una especie de denominador común de cuantos quieren llevar a cabo y hasta el fin la reforma gregoriana realizándola en sumisión a la Iglesia romana y quienes se declaran defraudados por aquella Iglesia aún reformada... Se señala la sed de conocer (en caso necesario, de memoria) los textos bíblicos en su literalidad; el amor a la pobreza, el estilo de vida comunitaria, la libertad de predicación, la contestación del mundo que pasa y de su vanidad... En algunos grupos, la espera de tiempos nuevos y el anuncio del "reino del Espíritu" dan al evangelismo una nota mesiánica y profética, e incluso apocalíptica».[27]

e) La predicación

Al final del siglo XI, la predicación de clérigos ambulantes obtuvo una gran resonancia. El tema predicado era la "vita apostholica" y muchos oyentes les seguían como ascetas penitentes. Pero estos laicos, invitados a predicar con el ejemplo, querían también predicar con la palabra. Y al igual que para las reuniones privadas los laicos se hicieron traducir libros bíblicos, también usaron dichas traducciones para predicar a la gente. «Al comienzo del siglo XII, contemporáneamente a los herejes "maniqueos" aparecieron otros representantes de las mismas ideas de vida apostólica y pobreza cristiana, predicadores itinerantes, que realizaban vagando de tierra en tierra, el mensaje evangélico según el ejemplo de los apóstoles, después de haber renunciado a todas las riquezas, llamando a la penitencia y a la paz, denunciando los pecados del clero».[28]

La predicación de estos laicos sólo se distinguía de la de los heterodoxos en que pedían autorización a la Iglesia y evitaban las doctrinas heréticas. Pero su predicación apostólica, al igual que en los grupos heterodoxos, se volvía virulenta contra los pecados del clero, con el consiguiente desprestigio y pérdida de respeto a la jerarquía; y por otra parte, no era bien visto por la autoridad eclesiástica que, como consecuencia de aquella predicación, se formasen grupos "para-comunitarios" de «hombres y mujeres, cuya vida común, irregular e inestable, estaba en contradicción con los fundamentos del ordenamiento eclesiástico, como la forma de vida de los herejes. Sobre todo la participación de mujeres en este nuevo tipo de vida apostólica determinó en este caso, como en el de los heréticos, la intervención de la Iglesia».[29]

Giovanni Bellini: San Francisco en éxtasis

III. CONCLUSIÓN:
EL FRANCISCANISMO COMO NUEVA ESPIRITUALIDAD

Nuestro trabajo ha estudiado las RAÍCES sociales y eclesiales del Medievo, que marcaron un cambio profundo en la espiritualidad: hay un origen marcadamente laical en todo el proceso. Sin embargo, el FRUTO de tales raíces no ha sido precisamente una devolución de la ciudadanía seglar en la Iglesia a los laicos cristianos (¡habrá que esperar al Vaticano!), sino simplemente el nacimiento de un nuevo modelo de vida religiosa, alternativo al monacato. Por eso, en la conclusión, quiero señalar en dos puntos, lo positivo y lo negativo que hay en el FRUTO de la espiritualidad franciscana, cuyas RAÍCES fueron laicas.

1. VALOR POSITIVO:
LA RESPUESTA CARISMÁTICA A UNA EXPECTATIVA HISTÓRICA

En un estudio interesante, W. Dirks presenta a los religiosos y sus fundadores como "respuesta" a unos "retos" históricos. Tomando cuatro ejemplos (Benito, Francisco, Domingo e Ignacio de Loyola), Dirks profundiza en cómo estos hombres han sido respuesta personal, pero en nombre de Dios, a una urgencia del mundo y de la Iglesia. Y esto aunque no se tenga conciencia de ello: «Es claro que en esta motivación no todo sería consciente. Tener sentido de la historicidad no significa poseer las categorías de una teoría de la historia que no se desarrollaron hasta mucho más tarde, ni poseer una conciencia histórica explícita».[30]

En este sentido queremos afirmar cómo Francisco fue respuesta a la problemática de su siglo, y aquello que él descubrió, vivió y ofreció como camino evangélico, está en relación con todas las inquietudes de aquel entramado histórico.

Situándonos entonces, vemos que «ese hombre nuevo, esa sociedad nueva, con todas sus implicaciones indicadas en el campo social, económico, cultural y religioso, le estaban planteando un reto a la Iglesia. Pero ahora ya no valen las órdenes monásticas antiguas que habían respondido del modo adecuado en tiempos de la sociedad feudal. La nueva sociedad exige respuestas nuevas, sin que por ello dejen de tener vigencia los monjes o los canónigos regulares. La estructura monástica, con su estabilidad, con la autarquía de cada monasterio, no sirve para la movilidad de los nuevos hombres».[31]

En efecto, ciñéndonos a la familia franciscana dentro del movimiento mendicante, si hacemos un elenco de su espiritualidad y sus opciones,[32] vemos que no estamos ante algo extraño al curso de aquel momento histórico. Basta citar algunos puntos de la "Forma Vitae"[33] que Francisco entrega a sus hermanos para comprender la estrecha vinculación del camino franciscano con todos esos valores que definen el despertar laico:

a) En primer lugar la clara vocación evangélica, "sine glossa", en desnuda y entrañable radicalidad: «La Regla y la vida de los hermanos menores es ésta: guardar el santo Evangelio» (2 R 1,1); «Si algunos quieren tomar esta vida y vienen a nuestros hermanos, remítanlos a sus ministros provinciales... díganles la palabra del santo Evangelio: que vayan y vendan todo lo suyo y procuren distribuírselo a los pobres» (2 R 2,1.5); «Nadie me mostraba qué debía hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio» (Test 14); «... para que, siempre sumisos y sujetos a los pies de la misma santa Iglesia, firmes en la fe católica, guardemos la pobreza y la humildad y el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo que firmemente prometimos» (2 R 12,4).

b) Francisco no desconocía la realidad de una Iglesia infiel en los sacerdotes simoníacos y nicolaítas. Pero su respuesta fue diversa: no ignoró aquella situación, pero tampoco juzgó a las personas que la encarnaban. Aquí brilla su fidelidad a la Iglesia más allá del anti-testimonio de algunos de su miembros: «El Señor me dio y me sigue dando una fe tan grande en los sacerdotes... (que) no quiero advertir pecado en ellos, porque miro en ellos al Hijo de Dios» (Test 6.9). Y no sólo no juzgar, sino actitud de obediencia y participación activa: «El hermano Francisco promete obediencia y reverencia al señor papa Honorio y a sus sucesores canónicamente elegidos y a la iglesia romana» (2 R 1,2; 1 R 1,2-3); «y que (mis hermanos) vivan siempre fieles y sumisos a los prelados y a todos los clérigos de la santa madre Iglesia" (Testamento de Siena 5).

c) Su misión es una predicación itinerante del Evangelio, con la palabra y el ejemplo. Anuncian la conversión profunda del corazón. Es una predicación popular (cf. 2 R 9; 1 R 17).

d) Sin embargo, el evangelismo, la eclesialidad y la predicación tienen en Francisco tres referencias que enmarcan su carisma: desde Dios como Absoluto, son la fraternidad, la minoridad, la misión. Esta es su original aportación a la Vida Religiosa: construir fraternidades misioneras, menores, contemplativas y eclesiales (cf. 2 R caps. 3, 5-7 y 12; 1 R 3, 7-10, 14-16 y 22-23; TestS, REr, CtaO, Test).

Todos estos núcleos franciscanos nos ponen ante la continuidad de aquel siglo inquieto por renacer. Francisco es hijo de su tiempo y "simplemente" supo dar un cauce pacífico, humilde y menor, eclesial, a unas inquietudes comunes con el gran movimiento laical y pauperista. Y al mismo tiempo estableció (sin proclamas, sino con la propia vida suya y de sus hermanos) una crítica a ciertos aspectos de la Iglesia y sociedad "feudales", y a las desviaciones de la nueva Iglesia y la nueva sociedad "comunitarias".

Por eso decimos con Matura que, "tomados aisladamente, la mayoría de los rasgos que componen el proyecto franciscano se encuentran también en otros ambientes. Pero su combinación, su coherencia, su equilibrio y su expresión concreta, en fin de cuentas realista, confieren a este proyecto unas dimensiones únicas».[34]

2. VALOR NEGATIVO:
LA CLERICALIZACIÓN DE UNA INTUICIÓN LAICAL

Hemos visto lo positivo que fue para la Vida Religiosa la aportación de los Mendicantes y del Franciscanismo en particular. No obstante, no podemos olvidar otro aspecto eclesial concomitante, más bien negativo: valores evangélicos que en gran parte tenían su génesis y su posible evolución en el laicado, paulatinamente se fueron integrando en los Mendicantes.

Abiertamente lo afirma el gran medievalista Manselli: «Es preciso decir que en la segunda mitad del Duecento, la Iglesia trató, y en gran parte lo consiguió, de reconducir estos movimientos espontáneos por el cauce de una progresiva clericalización, que puede considerarse en gran medida concluida en el tiempo del II Concilio de Lyon (1274), cuando todos los movimientos que o habían luchado contra la clericalización o no pudieron ser reabsorbidos por las Ordenes admitidas (y en un modo u otro, clericalizadas), fueron simplemente abolidos».[35]

Esto sería el elemento oscuro. No negamos la dificultad que suponía para la jerarquía el canalizar bien tantos grupos y grupúsculos que no siempre vivían sus inquietudes en una armonía de fidelidad, pero entendemos que no fue feliz llegar a la supresión -como dice Manselli- de todo movimiento renovador si al final no se integraba en alguna de las órdenes establecidas.

En el fondo pesaba aquella concepción sacral de la Iglesia en la que los laicos, por el simple hecho de serlo, no tenían ni voz ni voto en el Pueblo de Dios. El P. Congar nos presenta esta realidad citando unas palabras de Graciano: «Hay otro clase de cristianos que son laicos. "Laós', en efecto, significa pueblo. A ellos les está permitido poseer bienes temporales, pero sólo para las necesidades del uso, porque no hay nada más miserable que menospreciar a Dios por el dinero. Se les concede casarse, cultivar la tierra, dirimir las querellas, pleitear, depositar ofrendas ante el altar, pagar los diezmos: así pueden salvarse si evitan siempre los vicios y hacen el bien". Dos cosas nos parecen particularmente notables en este texto, desde nuestro punto de vista: 1.º) se presenta la condición laica como una concesión; 2.º) el espíritu está orientado hacia la idea de que los laicos, consagrados a las tareas temporales, no tienen parte activa en el orden de las cosas sagradas».[36]

Es verdad que se dieron las Terceras Ordenes (en los Franciscanos, los Dominicos, los Carmelitas), pero según su desarrollo histórico cabe sospechar si realmente vivieron secularmente los valores de novedad que habían recogido las Primeras Ordenes, o si más bien eran asociaciones de piedad "para-religiosas", quitando gloriosísimas excepciones de auténticos laicos comprometidos con el Evangelio y con la construcción del Reino de Jesús desde un carisma particular.[37]

Por último señalar, como igualmente negativo, que este mismo proceso de clericalización que se dio a nivel eclesial, también fue una realidad dentro de los mendicantes, especialmente entre los franciscanos: una progresiva clericalización hasta la hegemonía y control total de una forma de vida nueva que, en la intuición del fundador y en su primera etapa, no fue ni laical ni clerical, sino simplemente una FRATERNIDAD, vida religiosa con posibilidad para acoger ambas vocaciones.[38]

* * *

N O T A S:

[1] R. García-Villoslada, Raíces históricas del luteranismo, Madrid, 1969, p. 4.

[2] J. Álvarez Gómez, La Vida Religiosa ante los retos de la historia, Madrid, 1979, p. 119.

[3] J. Le Goff, «Francisco de Asís y la renovación del mundo feudal», en Concilium 169 (1981) 303-304.

[4] E. Leclerc, Francisco de Asís. El retorno al Evangelio, Oñate, 1982, p. 17.

[5] Cf. J. Le Goff, «Francisco de Asís y la renovación del mundo feudal», en Concilium 169 (1981) 304-305.

[6] J. M. Moliner, Espiritualidad medieval, Burgos, 1974, p. 17 (nota 18).

[7] J. Álvarez Gómez, La Vida Religiosa ante los retos de la historia, Madrid, 1979, p. 120.

[8] E. Leclerc, Francisco de Asís. El retorno al Evangelio, Oñate, 1982, p. 20.

[9] E. Leclerc, Francisco de Asís. El retorno al Evangelio, Oñate, 1982, pp. 20-21.

[10] J. Le Goff, La civilisation de l'Occident médieval, París, 1964, p. 362; cit. por. E. Leclerc, op. cit., p. 25.

[11] J. M. Moliner, Espiritualidad medieval, Burgos, 1974, pp. 19-20.

[12] Cf. V. Vedel, Ideales de la Edad Media, III, Barcelona, 1931, p. 174.

[13] A. Ortega, «Franciscanismo y Humanismo del siglo XIII», en Verdad y Vida, n. 161 (1983) 29.

[14] Cf. J. Álvarez Gómez, La Vida Religiosa ante los retos de la historia, Madrid, 1979, p. 121.

[15] Cf. M. D. Knowles, Nueva Historia de la Iglesia, II, Madrid, 1977, p. 269.

[16] Cf. R. García-Villoslada, Historia de la Iglesia Católica, II, Madrid, 1963, pp. 295ss.

[17] F. Kempf, La reforma gregoriana, en H. Jedin, Manual de Historia de la Iglesia, III, Barcelona, 1970, p. 547.

[18] F. Kempf, La reforma gregoriana, en H. Jedin, Manual de Historia de la Iglesia, III, Barcelona, 1970, p. 576.

[19] F. Kempf, El movimiento de la vida evangélica y el nacimiento de nuevas Órdenes, en H. Jedin, Manual de Historia de la Iglesia, III, Barcelona, 1970, p. 701.

[20] Cf. J. M. Moliner, Espiritualidad medieval, Burgos, 1974, pp. 24-28; J. Álvarez Gómez, La Vida Religiosa ante los retos de la historia, Madrid, 1979, pp. 119-121.

[21] M. D. Chenu, Hacia una teología del trabajo, Barcelona, 1965, p. 79.

[22] H. Grundmann, Movimenti religiosi del medioevo, Bolonia, 1980, p. 35.

[23] Cf. Y. M. Congar, «Eclesiología desde S. Agustín hasta nuestros días», en Historia de los Dogmas, III, Madrid, 1976, pp. 119-129; E. Scheid, «Eresie medievalí», en AA.VV., Dizionario storico religioso, Roma, 1966, pp. 305-312; R. Pazzelli, San Francesco e il Terz'Ordine, Padua, 1982, pp. 107-128.

[24] A. Laita, «Tendencias y movimientos renovadores en la actualidad y en la Edad Media». Aportación franciscana», en AA.VV., S. Francisco ayer y hoy, Madrid, 1977, p. 202. [Cf. Selecciones de Franciscanismo, vol. IX, núm. 25-26 (1980) 35-61].

[25] L. Iriarte, Vocación franciscana, Madrid, 1975, pp. 162-163.

[26] M. D. Chenu, «"Fraternitas". Evangile et condition socio-culturelle», en Rev. Hist. Spir. 49 (1973) 390s.

[27] C. Gerest, «Comunidades y movimientos en el Cristianismo en los siglos XI y XII», en AA.VV., Comunidades de base, Madrid, 1971, p. 167.

[28] H. Grundmann, Movimenti religiosi del medioevo, Bolonia, 1980, p. 49.

[29] H. Grundmann, Movimenti religiosi del medioevo, Bolonia, 1980, p. 50.

[30] W. Dirks, «Respuesta de los monjes», en Concilium 97 (1974) 13.

[31] J. Álvarez Gómez, La Vida Religiosa ante los retos de la historia, Madrid, 1979, p. 121.

[32] Cf. K. Esser, La Orden franciscana. Orígenes e ideales, Oñate, 1976; G. Racca, La Regola dei Frati Minori, Asís, 1986; M. Hubaut, El camino franciscano, Estella, 1984; L. Iriarte, Vocación franciscana.

[33] Citamos los textos sanfranciscanos según J. A. Guerra (ed.), San Francisco de Asís. Escritos. Biografías. Documentos, Madrid, 1978.

[34] Th. Matura, «Originalidad de la forma de vida franciscana en el siglo XIII», en Confer 77 (1982) 116.

[35] R. Manselli, La religione popolare nei secoli XII-XIII, Milán, 1986, p. 32.

[36] Y. M. Congar, Jalones para una teología del laicado, Barcelona, 1963, pp. 30-31.

[37] Cf. W. Van Dijk, «Orden tercera secular», en AA.VV., Un camino de evangelio. El espíritu franciscano ayer y hoy, Madrid, 1984, pp. 250-253; R. Pazzelli, San Francesco e il Terz'Ordine. Il movimento penitenziale pre-francescano e francescano, Padua, 1982, pp. 215-277; S. Gieben: «Confraternite e penitenti dell'area francescana», en AA.VV., Francescanesimo e vita religiosa dei laici nel '200, Asís, 1981, pp. 169ss.

[38] Cf. Th. Desbonnets, De l'intuition à l'institution, París, 1983, pp. 131-143 [trad.: De la intuición a la institución. Los franciscanos, Oñate, Ed. Franciscana Aránzazu, 1991]; R. Manselli, «S. Bonaventura e la clericalizzazione dell'Ordine dei Minori», en S. Bonaventura Francescano, Todi, 1974, pp. 181-208; M. Conti, «Lo sviluppo degli studi e la clericalizzazione dell'Ordine», en Antonianum 57 (1982) 321-346.

 


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