DIRECTORIO FRANCISCANOHistoria franciscana |
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[Título original: Un créateur en son temps: François d'Assise, en Christus n. 80 (1973) 416-430]
En las siguientes páginas se invita al lector a considerar si en el pasado de la Iglesia se planteó ya el problema de una creación, cómo se planteó y por qué caminos se resolvió. Lejos de mí la idea de refugiarme en el pasado. La historia está hecha de diferencias y cada generación se encuentra ante su propia invención, frente a sus propios riesgos. Pero la discontinuidad no es absoluta y la meditación del pasado no es un estetismo vano; analizar los interrogantes y las respuestas de quienes, lejanos o cercanos a nosotros, se han encarado a la novedad de su propio tiempo no es estéril ni inútil. No podrá tratarse nunca de imitar el pasado, sino de «traducirlo», lo que supone un cierto tipo de relación entre el después y el antes. ¿Por qué escoger a Francisco de Asís y lo que puede llamarse el «fenómeno franciscano»? Ciertamente la figura del Pobrecillo es muy conocida, aunque a menudo bastante mal; sin duda Francisco provoca cierta unanimidad en la admiración, si bien, con frecuencia, por razones sentimentales; ciertamente Francisco forma parte del gran período constructivo del siglo XIII, el de las catedrales, de las sumas teológicas, del afianzamiento de los municipios, aunque muchas veces se ignoren los movimientos populares de contestación y de anarquismo. Sin embargo, creo que las razones para detenerse a contemplar a Francisco de Asís son otras. En primer lugar, él forma parte de un momento histórico en el cual se realiza el paso de una sociedad a otra; él conoció el estallido de un mundo. En segundo lugar, Francisco supo asumir el movimiento de su tiempo (sin duda, más intuitiva que analíticamente) con una rara precisión, inyectándole la referencia evangélica «sin glosa». Él dio, además, una mística nueva al desfase que se estaba produciendo. Por último, él vivió no sólo un drama, como cada hijo de vecino, sino una tragedia eclesial, sin establecer, con todo, una contraiglesia. En una palabra, Francisco de Asís fue bastante contestatario para inventar, demasiado creador para quedarse en la contestación. En él se daban todos los gérmenes de un extremista testificante, pero permaneció ante todo un instaurador. Esta positividad ganada y conquistada es lo que más me interesa. I. EL MOVIMIENTO DEL TIEMPO ¿Qué sucedía en el tejido social y en la trama eclesial a principios del siglo XIII? Según el pensamiento de M.-D. Chenu, no es exagerado hablar de ruptura social y de crítica de la religión. La aparición de las órdenes mendicantes se sitúa exactamente en el eje de una y otra Edad Media. La palabra «nuevo» adquiere una importancia considerable en el vocabulario. La sociedad rompe con la ideología puramente feudal, hasta entonces dominante, y puede decirse, sin exageración, que se desacraliza; el amor cortés es el mejor ejemplo para mostrar que las antiguas relaciones son puestas en tela de juicio. EL MUNDO FEUDAL ¿Cuál era la imagen del hombre feudal y la representación de Dios prevalente hasta entonces? Todo se apoyaba en el contrato jurado, especie de sacramento (juramento = sacramento) entre el que tenía algo en feudo y su señor. La connotación esclavista del «servus» (siervo) daba paso entonces a la de fidelidad. El contrato social que establecía el juramento exigía derechos y deberes recíprocos, pero estrictamente jerárquicos. El mundo feudal había logrado así caracterizarse por la estabilidad y por una armonía tal que la coherencia del mundo y del hombre parecía un hecho adquirido. La mística dominante era la del orden (en el sentido de ordo), atribuido a un efecto de la providencia cuyos signos podían leerse en la historia. Hallándose cada uno en su lugar, todo protegiendo al hombre contra las amenazas naturales, Dios encontraba también el suyo como garante de este ordo en el vértice de esta pirámide socio-económica. El pensamiento, con Dionisio Areopagita por ejemplo, había elaborado la teoría de este ordo, sabiendo, gracias sobre todo a Agustín, que el mundo es caduco y que nada se puede comparar con la armonía celeste. Todo itinerario espiritual adoptaba el camino del paso analógico entre el ordo presente y el ordo divino. La cultura toda se encontraba feudalizada en su aspecto social, intelectual o religioso. Si se quiere captar una expresión-tipo de esta cultura, el lugar donde se bosqueja concentrada, el lugar epistemológico de esta sociedad, hay que interrogar a la teología y a la vida monásticas. La vida monástica se define, en efecto, primordialmente por el voto de obediencia, juramento de fidelidad en las manos de un superior y vasallaje al monasterio (a cambio de lo cual, el profeso recibe la promesa de la vida eterna). Debido a este acto de entrega de su libertad, el monje no dispone ya de sus bienes ni de su afectividad; por esto hace en consecuencia el voto de pobreza y el de castidad. Así basada sobre la obediencia de tipo feudal, la vida monástica establece una sociedad «a escala reducida» de la sociedad global y es al mismo tiempo un modelo moral. Todo en ella se define por la inmutabilidad, de tipo divino. Esa es la razón por la cual el representante puro de la teología monástica, san Bernardo, fue también el prototipo del conservadurismo: desde el punto de vista político (predicación de la cruzada) y desde el punto de vista intelectual (ferocidad para con Abelardo). LA RUPTURA Mas he aquí que todo esto se pone profundamente en tela de juicio. Se producen múltiples insurrecciones contra los señores y aparece un juramento conjurado contra el juramento feudal vertical. La economía cambia de arriba abajo. Se instala la economía mercantil y una cierta noción de provecho se convierte en el resorte de la vida mercante. «La vida mercantil»: he aquí la característica nueva de esta sociedad. Los mercaderes, marginados de la sociedad en un primer momento, dominarán progresivamente la vida social. El padre de Francisco de Asís era uno de ellos. La creciente importancia de los caminos hace astillas el ideal de estabilidad. El nacimiento de la ciudad fuera de los muros del castillo rompe la fuerza del juramento feudal. «El aire de la ciudad hace libres», dice un proverbio de la época. Nace la vida colectiva propiamente dicha, perdiendo parte de su jerarquización. Añádase el florecimiento de la técnica, que va de la collera a la medida del tiempo (primeros relojes mecánicos) y que hace surgir la organización corporativa y profesional. El orden social se considera como el resultado de un método promovido por el hombre mismo. La providencia desciende entre las manos humanas y el mundo pierde parte de su fuerza de naturaleza englobante para convertirse más en el medio de construir el mundo del hombre. La práctica de las elecciones emancipa muchas estructuras socio-políticas y da a la conciencia un valor de referencia. El tiempo y el mundo no son ya degradación o encerramiento, sino mediación del devenir y del desarrollo del hombre. Este último es siempre imagen de Dios, pero en cuanto es él el dios de este mundo. Se siente la consistencia del hombre en relación a Dios en la medida en que se siente la consistencia de la relación del hombre con el mundo y de los hombres entre sí. UN INDICIO PRIVILEGIADO El amor cortés ilustra esta transformación de las relaciones y de los contactos humanos. En dicho amor, expresado en los poemas de los trovadores, la relación amorosa se desarrolla entre una mujer noble, casada, y un hombre célibe de condición social inferior. Así la pareja se sitúa fuera de la fe conyugal; este amor se distingue de la amistad, con la cual no carece de afinidad, instaurando el amor de amistad intersexual que implica una cierta igualdad, reciprocidad, benevolencia. Queriendo ser intercambio de corazones, rompe con la explotación de la mujer por el hombre en el matrimonio. La mujer reivindica la amistad, vía de liberación para la relación hombre-mujer. En el matrimonio la mujer está a menudo esclavizada a un marido bastante bárbaro y brutal, más ligado a su madre, a su familia y a sí mismo que a su esposa. La mujer, la mayoría de las veces, es objeto o víctima, en todo caso su destino es dar la descendencia. La fidelidad al amante en el amor cortés no compromete precisamente más que las personas, no los bienes o los hijos. Además, la mujer es casada, lo que implica que ella no entregará su cuerpo al amante, y el amor jurado de por vida sustituye la unión carnal. La ausencia de unión se convierte entonces en lenguaje de la unión. La unión ideal se hace lenguaje en un tiempo en que la sexualidad se encuentra muy lejos de serlo. La pareja cortés es el recinto del amor, del valor, que se instaura a expensas del matrimonio venal y utilitario. El amor cortés, aunque se desarrolla en un clima de adulterio, no carece, sin embargo, de provecho en esta época: permite acceder al amor en cuanto amar y ser amado se hacen correlativos. Es pues la conquista de la igualdad en la experiencia del amor. Es amor total que se dirige a todas las personas, aun cuando confiriese a dicho amor su sentido de signo de unión progresiva. La sexualidad, por eso, no puede concebirse más que en el ámbito de un deseo de infinito y de eternidad: es signo, pero nunca fin; sólo el amor es fin. Por ello, un amor semejante se hace duradero de por vida y fiel. El ejemplo del amor cortés enseña, pues, que, para que haya amor en la pareja, es necesario que el amor se sitúe siempre más allá de él mismo y que no le baste ninguna expresión ni seguridad alguna, porque es deseo infinito. El amor cortés es una captación del otro como otro. II. FRANCISCO ASUME EL MOVIMIENTO DE SU TIEMPO En medio de este clima de mutaciones sociales, económicas, sexuales, la Iglesia estaba turbada y buscaba caminos. Iba a tener lugar un concilio que, entre otras cosas, definiría que sólo las reglas monásticas anteriores encuadrarían la vida religiosa. Francisco forzará la puerta y hará admitir la suya. Francisco de Asís, hijo de mercader, nacido en una ciudad particularmente representativa de la época, soñaba, sin embargo, todavía con el feudalismo. Estos sueños serán rotos por la enfermedad y el encarcelamiento; Francisco se ve forzado a ser él mismo. Pero en ese preciso momento, sus sueños vuelven a tomar alas al descubrir el amor de Jesús. Es entonces cuando surge su originalidad: él será hijo de su tiempo, pero lo será de manera diferente a la de los burgueses asisienses. LOS OTROS Como él mismo dice en su Testamento, lo que le puso en camino fue el encuentro con los pobres. El encuentro con personas concretas le obliga a salir de sus prejuicios y a una solidaridad efectiva con ellas. Jamás descubrirá Francisco un elemento importante a partir de «cosas ya hechas», de teorías elaboradas, sino descendiendo a la realidad, provocadora y purificadora. Causa o efecto de su descubrimiento del Evangelio a la letra, poco importa, el leproso y los mendigos constituyen rostros fraternos y son reflejo del rostro fraterno de Dios, como en Jesús; este rostro compromete en una dinámica relacional. Los benedictinos del Monte Subasio, a dos pasos, no le atraen; tendrá un contacto pasajero con ellos, pero el modelo de éstos no será su camino. Él procura permanecer cercano a los otros, ser un ser de relaciones ordinarias. Francisco, pues, no piensa primeramente en la obediencia, sino en una vida pobre en medio de los otros, sobre todo de los otros pobres. Él instituirá por tanto una forma de vida centrada en la relación fraterna (he ahí lo que le acerca a la sociedad de su tiempo), pero él la hará pobre (he ahí lo que marca la ruptura con el espíritu de provecho). De esta experiencia fundamental surge, por lo tanto, no una orden monástica, sino una comunidad de hermanos, mezclados con los hombres, e itinerantes. Francisco no huye a una sociedad ya constituida (el monasterio), sino que permanece en su ciudad y en ella reúne compañeros consagrados a manifestar las costumbres evangélicas en las relaciones mantenidas con todos. En el seno de esta fraternidad, esencialmente universalizante (como aparecerá de forma explosiva en el Cántico de las Criaturas), se vive un lazo de reciprocidad y de atención mutua. Los hermanos no tendrán «superior», sino «guardianes»; la autoridad se llamará únicamente servicio y consistirá en «lavar los pies» de los hermanos. Francisco cambia el vocabulario e introduce las imágenes familiares para tipificar las relaciones, rechazando el lenguaje feudal; no duda en decir que los responsables son madres. Este vocabulario, inadecuado hoy en día, marcaba un cambio total y radical en las relaciones y en la autoridad. Se puede llegar a decir que Francisco rechazó todo derecho de un hombre sobre otro. Él no traspasó este límite, pero su utopía tendía a un grupo de puro servicio mutuo sin sistema de poder. Como declara Chesterton, Francisco ha sido el único demócrata verdaderamente sincero. No dudo en afirmar que fueron sólo las necesidades sociológicas las que, cuando fue preciso suceder a Francisco, hicieron volver la vida de la fraternidad franciscana al cuadro general de la «vida religiosa». MOVIMIENTO LAICO Los hermanos no reciben una misión muy específica. Como dice 1 R 16, los hermanos no pueden adoptar más que dos actitudes: predicar simplemente el Evangelio y/o vivir y trabajar entre los hombres. También aquí la novedad es grande: Francisco integra la noción de trabajo y pide explícitamente a los hermanos que tengan un oficio, pues la mendicidad debe ser sólo un complemento [cf. 1 R 7]. Por ello, la fraternidad del principio se compone de laicos y no de clérigos. La orden mendicante es de vena «laical». Francisco no rechazará la entrada de sacerdotes, así como deseará tener ministros propios en la fraternidad, para el pan de Dios. Él, personalmente, no quiso ser sacerdote; ¿por sentimiento de indignidad? Pase. Puede verse en ello también un signo de la comprensión de su tiempo: no era el momento de los clérigos sino de los hombres libremente evangélicos. Convendría evocar aquí el humus de los movimientos populares de pobreza y de vida fraterna (Valdenses, Pobres de Lyon, etc.). También en este lazo profundo, aunque tal vez no explícito, que lo une a toda una fermentación de la cual no tenemos ya idea, se caracteriza lo mejor posible su referencia evangélica. En un tiempo que cambiaba y una Iglesia que se estancaba, no había recomendaciones para lo nuevo; la crítica había realizado ya su labor; pero no era posible tampoco abandonarse a la modernidad de la época. Francisco recurre entonces, como los otros, pero con más rigor y con mayor sentido global, al Evangelio fresco, sin glosa, tajante. Como dice admirablemente el P. Chenu, se está obligado entonces a una «memoria subversiva». El Evangelio a la letra no es un simplismo o un fundamentalismo; en Francisco es lo teologal al desnudo, al vivo, por encima del fárrago y de la complicación de una teología abstracta. La lectura del Evangelio que hace Francisco, habida cuenta de los estilos de la época, es irruptora, porque está embragada con la experiencia justa de una situación nueva del hombre en el mundo y del hombre en la Iglesia. Con todo, fue necesario que un cardenal, Juan, previniera a sus colegas y al mismo papa que no convenía impedir a alguien vivir el Evangelio. Lo cual es muy significativo respecto a una cierta situación de la Iglesia. Este camino nuevo se desarrolló en numerosos gestos proféticos. Evocaré solamente cuatro. 1.º Francisco visitó al Sultán. Hecho aislado, sin duda. Una de las numerosas «florecillas», si se quiere. Para mí se trata de mucho más. El hecho de que Francisco, en una sociedad en la cual los mejores sólo pensaban en términos de defensa y de ataque frente a los enemigos de la fe, fuese el único que tuvo la idea de que al musulmán no había que reducirlo, sino que convertirlo, de que el enemigo podía llegar a ser aquél con quien se habla, me parece significante de lo que él creaba: el trato, la relación, el para-otro, es lo que dominaba en él. Yo no estoy seguro de que él buscase el martirio. Tenía bastante confianza en la creación y en el hombre para abordar a estos enemigos, acercarse a ellos, seguro de que hallaría respuesta, eco, resonancia. Él atravesaba bastante las opacidades para leer las posibilidades del hombre y ver en él a Dios en persona. Haciendo esto, mostraba que Dios no se encuentra en las nubes, sino delante de mí; significaba que la práctica de las relaciones humanas es el lugar donde pueda surgir el fulgor divino. Esta clase de gesto señala algo más allá de sí mismo, como el dedo que señala una estrella. 2.º De Francisco surgió lo que se ha llamado la «tercera orden». No me interesa ahora si el nombre es o no apropiado, ni tampoco si es caduca o no, hoy en día. Incluso, si no fue él quien tuvo la idea, fue en su jardín donde vio la luz. ¿No es esto también un signo? El signo de que la Iglesia es el pueblo entero; el signo de que la vida evangélica radical es para todos; el signo de que no existe jerarquía entre estatutos de vida, categorías sociales. ¿No es ello signo de que la mística de Francisco es laical?, ¿de que puede ser vivida en pleno ejercicio de las realidades económicas, políticas, familiares, sexuales? Se trastocan las clericaturas y las castas. La «tercera orden», sea cual fuere su origen histórico preciso y contingente, por el hecho de haber brotado inmediatamente de Francisco, manifiesta la esencia misma de la experiencia del Pobrecillo. Yo afirmaría sin dudarlo que la «tercera orden» fue la verdad del franciscanismo. 3.º Francisco anunció e hizo anunciar la paz. Una vez más podemos quedarnos en lo secundario, a saber, que hizo cantar el perdón, que intervino pacíficamente y sin recursos propiamente políticos. De ahí a decir que no se puede deducir nada de tal acontecimiento o que, por el contrario, en él se encuentra el aval de los movimientos no violentos, no falta mucho. Pero hay que profundizar debajo de las apariencias del dato histórico. Con esta preocupación, Francisco manifiesta que debemos actuar. Con ello, concede un gran valor a la acción. La acción, al igual que el trabajo, es sublimado por Francisco como lugar de contemplación y de divinización. Esto es lo nuevo para aquella época. 4.º Por último, tenemos las relaciones entre Clara y Francisco. A menudo no nos atrevemos a tratar este tema, bien sea por miedo a descalificarlos convirtiéndolos en amantes sublimados, bien sea porque podría apoderarse de ellos una puerilidad «misticoide» y erigirlos en modelo de la relación hombre-mujer. Uno y otro peligro nos invitan a la prudencia. ¿Pero puede negársele por ello que se hayan comprendido mutuamente en profundidad y que hayan creado juntos la obra que conocemos? Sabemos cuánto se han aconsejado y cuánto contaba para el uno el parecer del otro. Entre ellos se da una «ayuda mutua». La igualdad del hombre y de la mujer se entronizan en el corazón de esta relación privilegiada; contrariamente al amor cortés, en el cual la mujer con frecuencia permanece unilateralmente dueña, Francisco y Clara subrayan su diferencia mutua. En su amistad se daba algo del amor cortés. La relación vivida por Francisco y Clara es signo de que la amistad y la ternura pueden actuar y tienen su puesto en toda relación. En cualquier caso, no es falso afirmar que el género de relación que existió entre Francisco y Clara favoreció el nacimiento de un nuevo tipo de intersubjetividad. En su manera de considerar al hermano, de considerar a la mujer, de concebir la obediencia, de amar a las criaturas, de relacionarse con la humanidad de Jesús, Francisco logra una feliz síntesis del amor cortés y del amor evangélico. ¿Hubiera tenido él la intuición talmente fuerte de un Dios tan personal y tan tierno, si no hubiera respirado el amor cortés que personaliza por la dilección? ¿Hubiera comprendido hasta tal punto el amor de Jesús, en Jesús, si no hubiera recogido la herencia del amor de benevolencia y de deseo que cultivaba el amor cortés, oponiéndose en ello a los solos imperativos de la reproducción? ¿Hubiera penetrado tan profundamente las criaturas, desde la piedra hasta el sol, si no hubiera descubierto la belleza de la relación que sabe superar y, sin embargo, integrar el eros, y que sabe hacerse contemplación del otro sin posesión? En toda esta creación de las denominadas «órdenes mendicantes», Francisco puso los fundamentos de una mística a la medida de los deseos de su tiempo. III. MÍSTICA DE LA ENCARNACIÓN Dos polos, unidos con rara fuerza, porque son el anverso y el reverso de una misma realidad, predominan, a mi entender, en Francisco de Asís: Dios trino, el hombre Jesús. Todas las oraciones y todos los escritos de Francisco respiran la contemplación del Dios específicamente cristiano, a saber, el Dios-tres, completamente distinto del gran solitario de muchas otras religiones. Un Dios, pues, personal, relacional. Un Dios dinámico ante todo. Francisco me parece muy opuesto a toda forma de «teísmo», en el sentido en que esta palabra refleja la noción de un ser lejano, aplastante, estático, un Dios «cosa», un Dios inmóvil, de una perfección consumada, sin vida real, sin deseos. Pero Francisco no me parece tampoco «panteísta», en el sentido en que la palabra evoca un Dios impersonal o despersonalizado, confundido con el proceso histórico y mundano. Me siento del todo inclinado a comprender a Francisco según la palabra de la tradición cristiana oriental: panenteísta. Es decir, todo está en Dios y Dios en todo, precisamente porque Él es relación y porque la creación en la cual nos encontramos no puede ser la obra puramente «ad extra» de un ser suficiente, sino el surgimiento de un acto de amor que es primeramente un acto de amor intra-trinitario, intra-divino, ínter-relacional. TEOCENTRISMO..., ES DECIR, CRISTOCENTRISMO Y HUMANOCENTRISMO Es exacto afirmar que Francisco es teocéntrico, pero a condición de añadir enseguida que su Dios no tiene nada que ver con un «objeto trascendente» o con un impersonal inaccesible. La perfección y la trascendencia del Dios de Francisco no son las de una cosa, ni siquiera las de una fuente o una «profundidad», sino las del amor. Lo cual es completamente distinto. Dios es «Altísimo», como dice constantemente Francisco, porque es el sin-fondo del amor, mucho más que por ser «extrínseco», exterior al mundo. Francisco no niega una cierta exterioridad de Dios, pero el peso de su insistencia y de su experiencia recae sobre una transcendencia muy particular: la de una energía, la de una potencia de amor. No es ante todo un Dios «más allá», «más acá», «fuera». Es ante todo el acto dinámico de un amor que se realiza sin fin y sin interrupción. El Dios de Francisco es un Dios viviente. Ahora bien, un Dios viviente no puede ser más que un Dios-rostro, que mantiene en sí mismo un cara-a-cara, y con el cual se puede conversar. Es el sentido mismo de Dios-trino: unión de únicos, diversidad que la relación funda y produce, unidad máxima que no permanece sino haciendo varios. Los únicos son por completo relacionalmente únicos; las relaciones ponen y reclaman los términos. Es la unidad de las diferencias; es la diferenciación que une. El Dios de Francisco, por consiguiente, resulta ser el universalmente particular, la energía personal jamás cerrada: he aquí otro sentido de la afirmación del Dios trinidad. Dios no es un universal abstracto: es universal porque es singular y constituido de singulares. Francisco comprendió perfectamente que, por este Dios, toda la vida y toda la comunicación se denomina gratuidad, desinterés. Lo que estos únicos se intercambian, cada uno de una manera propia, es un impulso de donación y de recepción. Las relaciones de nuestro Dios viviente son recíprocas e iguales, aunque no idénticas. Francisco intentó cantar esto en sus Alabanzas para fray León [AlD]. Francisco captó con agudeza que Dios no es fusión, porque el amor no lo es, sino relación; jamás Francisco cae en la perspectiva de un Dios indiferenciado y unívoco. Dios no es único y «todopoderoso» sino porque es comunidad. En esta línea, la primacía de la humanidad de Jesús está a la medida de este misterio de Dios vivido como relacional y como transcendencia de amor, de energía y de dinamismo. Francisco reconoce en el rostro humano de Jesús el rostro de Dios. Por nuestra condición (espacio-temporal, cultural, comprometida en el devenir), la única manera que ha tenido este Dios para manifestar que no es ni el transcendente del paganismo ni el falso infinito más allá de nuestros límites, sino el enamorado con una inagotable fuerza de amor, ha consistido en la existencia de un Hombre que nos enseña a vivir nuestras relaciones como Él vive las suyas: que nos enseña a ser un rostro entre nuestros rostros. Jesús nos enseña cuáles son las costumbres de Dios y cuáles deben ser las nuestras. En las costumbres de Cristo nosotros aprendemos las nuestras, nuevas porque son las de la comunidad divina. CRISTOCENTRISMO Y HUMANOCENTRISMO, ES DECIR, TEOCENTRISMO Puede decirse acertadamente que Francisco dedica toda su atención a Cristo, a Jesús, pues para él es lo mismo que estar centrado en Dios. Él fue, de hecho, quien introdujo definitivamente en la Iglesia el humanismo de Dios. Como lo han visto muy bien los PP. Gérald Hégo e I.-E. Motte, autores de la Pascua de San Francisco, uno de los hechos evangélicos que fascinó a Francisco fue el lavatorio de los pies. En este gesto, Cristo nos anuncia cuáles son sus costumbres y, por tanto, también quién es Él. En este gesto, demuestra que es el gran pobre, el dador que se olvida de sí mismo en su don, el mendigo de otro. Con dicho gesto, Él trastoca todas las imágenes de Dios: Dios es el que se olvida de sí mismo no solamente para su creación, sino en su creación. Cristo muestra que su manera de ser con nosotros y para nosotros es la kénosis, el anonadamiento, la sumisión, la ausencia. Pero, por ello y a causa de ello, Él da a los gestos más simplemente humanos un peso divinizante, eleva la creación y toda relación humana a hacerse capaz de representar a Dios, enuncia la grandeza y el alcance del mundo y del hombre. En este episodio, Él transforma, desde el interior, nuestra humanidad. Nuestra vida crística no es otra que nuestra vida humana vivida en «jueves santo». Lo que denominamos sagrado se voltea, pues a partir de este momento lo sagrado es arrancado radicalmente de su situación de extrañeza, es liberado de su fuerza alienante, por separadora: la vida toda del hombre se vuelve susceptible de consagración y se hace capaz de divinización. No se trata tanto de separar de la vida ordinaria cuanto de vivir la vida según las costumbres descubiertas en la tarde del jueves santo. El sentido del sacrificio también se modifica: la eucaristía de Cristo es su vida entregada a sus amigos; no es dolor sino don, no es sufrimiento sino amor; en una palabra, es la existencia «verdadera» de Jesús. Fiel a este espíritu de jueves santo, Francisco insistió a menudo en los episodios que se refieren a la caridad, como Mt 5. Francisco cita también la perícopa de Mt 23,8-13, sobre la minoridad, a la luz del jueves santo. La minoridad puede tomarse en su nivel sociológico (la sociedad comprendía los «minores», la clase de la gente sencilla, opuesta a los «majores»). Puede también quedar desvalorizada como una simple «virtud moral». Para mí, la minoridad en Francisco significa Dios. La minoridad no es cuestión de estado de vida. La minoridad es teologal; es, tal vez, la forma teologal de asumir el movimiento de su tiempo. En el jueves santo, que constituye, a mi entender, el resumen de la vida de Francisco, podemos descubrir que él no es horizontalista ni verticalista, por emplear unos términos que han hecho furor y provocado polémicas inútiles. Por una parte, Cristo y la creación son considerados conjuntamente; por otra, Cristo y Dios son el mismo movimiento. El sentido del Cántico de las Criaturas hay que buscarlo ahí en primerísimo lugar: la creación canta desde el interior de sí misma a un Dios que está presente en ella, aunque no se confunde con ella, y ella no podría hacerlo si su broche de oro, Jesús, estuviera añadido a ella accidentalmente o por una especie de decisión segunda. Llegar hasta el fondo de lo humano, vivirlo hasta el final, nos lleva a reencontrar la presencia de Dios. Contemplar a Dios, seguir a Cristo, nos lleva a encontrar la presencia del mundo. Pensar que la inmersión en la plena realidad mundana es un rodeo o una desviación en relación a Dios es una idea de los escépticos y de los materialistas, de aquéllos que no creen en la cercanía de Dios respecto a la creación en la cual reside, con toda discreción ciertamente. Pensar que la afirmación de Dios es una evasión y un alibi no puede ser sino la suerte de los idealistas decepcionados o la constante de quienes viven sólo un cristianismo doceta. (El docetismo atribuye a Cristo un cuerpo aparente y niega su nacimiento humano de María). Con su sentido de la fraternidad humana y de la fraternidad cósmica, Francisco nos previene contra toda forma de ruptura, de dualismo, entre nuestra tierra y la vida «sobrenatural». Sólo hay una vida: humano-divina. Cristo, Jesús nacido y muerto, hace como extinguirse el Absoluto. El Absoluto no es ya el separado. No existe más que la «filantropía» de Cristo para conducirnos a Dios. Ecce homo, ecce deus; ecce deus, ecce homo. Dios se ha «dicho» en la creación, y de forma suprema, en Aquel que lava los pies, en Aquel a quien la rabia ajena desfigura, en Aquel de quien se hace burla cuando está clavado, en Aquel que arranca las máscaras a una religión de cargas y de clericalismo, que sonríe a los niños y consuela a la prostituta. Dios por entero está allí: en la creación vivida por Jesús y recuperada por Él. Lo admirable en Francisco, a mi modo de ver, consiste en que él es el testigo privilegiado del cristianismo en su raíz: una conciliación que, como a toda la humanidad, nos cuesta pensar y vivir, la creación como acto de Dios. Francisco creyó en la creación. Pero creyó en ella porque creía en un Dios trino, misterio de relación. Una de las expresiones más profundas sobre Francisco la dijo su primer biógrafo, Tomás de Celano, cuando anotó que Francisco veía a Dios « in creaturis». En las criaturas: no a través, no a partir de, no más allá, sino dentro. Una de las páginas más certeras sobre la mística de Francisco es la de Ephrem Longpré en su Saint François d'Assise, cuando afirma que la mística de Francisco -muy original en esto- es la captación existencial de Dios en el mundo y no ese itinerario por «analogía» en que se sale progresivamente de lo sensible y de lo creado. Como escribe, por su parte, Stanislas Breton, «lo sensible, para Francisco de Asís, es mucho más que una etapa o un medio; es el espejo indispensable, el único que nos permite apuntar al absoluto y reconocerlo. Ciertamente, por ello hay que pasar. Pero, sobre todo, lo sensible es aquello en lo cual nosotros pasamos continuamente a Dios». Como consecuencia de esta teología franciscana, existe la mística no del retiro sino del acercamiento, no de la evasión sino de la super-aplicación. Me parecería un tanto pueril vociferar aquí que se olvida la cruz y que Francisco es mucho más agustiniano de lo que yo digo e incluso muy tributario del «desprecio» del mundo de la gran tradición monástica. Muchas expresiones y actos de Francisco obligan, en efecto, a matizar todo cuanto he dicho. ¿Hace falta repetir que lo que yo busco es el movimiento más profundo, el mar de fondo que hace resaltar la ola, el rasgo más marcado, la significación más específica de la experiencia de Francisco? Yo creo descubrirlo todo eso en este anclaje de la encarnación. Francisco no desarrolló su visión hasta las últimas consecuencias, y con razón. Nadie transpasa todos los límites de su época. El haber inaugurado una forma de vida original en relación a la vida monástica y completamente nueva en la Iglesia, ya es algo. CONCLUSIÓN Francisco vivió su creación en el sufrimiento. Se admira a menudo su sumisión a la Iglesia. Fue real, pero no como aceptación de las ideas recibidas o de las costumbres establecidas. Él buscó su propio camino, durante mucho tiempo, con excesos que los otros le ayudaron a equilibrar. Conviene recordar, por ejemplo, que, entre el momento en que decide cambiar de vida y el momento en que, con una docena de hermanos, va a encontrar al Papa, transcurrieron más de cinco años. Durante este tiempo, vivía y creaba sin garantía oficial, sin obediencia particular, aun cuando el obispo de Asís le era favorable. Él conoció las burlas, la ruptura con su familia y la desaprobación general en el seno de su ciudad. Francisco fue alcanzado por las dudas, pensó que estaba loco, estuvo al borde del fracaso. Pero, sobre todo, al final de su vida, viendo lo que hacían de su propia obra, desaprobó el curso que tomaban las cosas. Se puso a dudar de nuevo y, precisamente al renunciar a su propia obra, recobró la paz. Francisco tuvo la sensación de que era traicionado en su inspiración. Su profetismo, institucionalizado en extremo; su fraternidad, convertida en orden poderosa; su simplicidad relacional, burlada por los «políticos». ¡Fue una crisis profunda para él! El fundador se veía como excluido de lo que él había puesto en camino. Recuperaban su movimiento y él sentía recaer su impulso. No se trata de juzgar este devenir histórico. Lo que sí es cierto es que él vivió la muerte de su evangelismo. Es importante no olvidarlo, pues sería absurdo atribuir este curso de los acontecimientos a no importa qué destino, ley histórica ineluctable o providencia sádica. He dicho al empezar que no me parecía posible ni oportuno imitar a Francisco. No veo por qué tiene que ser necesario que siempre «eso suceda de la misma manera». Si se desprende una lección de san Francisco de Asís, es ante todo y tal vez sólo ésta: creemos nosotros la Iglesia al ritmo del movimiento del tiempo, con audacia evangélica. [En Selecciones de Franciscanismo, vol. III, núm. 9 (1974) 296-307] |
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