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DIRECTORIO FRANCISCANOHistoria franciscana |
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El sepulcro del apóstol Santiago, con su campo de estrellas, significa para la orden franciscana, en el atardecer de la edad media, lo que la providencial estrella del oriente para los Reyes Magos, en el amanecer de la era de gracia. SANTIAGO «ABRE» A FRANCISCO El hecho transcendental de que Francisco de Asís, divinamente inspirado, hubiese resuelto ante la tumba del patrono de las Españas extender su naciente orden por el mundo entero, sin limitación de reinos ni de naciones,[1] nos obliga a remontar el hilo de nuestra historia hasta los tiempos primitivos de la era franciscana, pues su paso por los pueblos de España fue la semilla fecunda que hizo brotar por doquier la maravillosa floración de conventos que, aún en vida del mismo fundador, llegaron a constituir una de sus provincias más queridas. Desgraciadamente, poco sabemos de cierto sobre lo que él hiciera durante su permanencia en España, si exceptuamos el hecho singular de su visita a la ciudad de Compostela.[2] Sin embargo, este acontecimiento, falto de todo otro detalle complementario en los escritores de los tres primeros siglos franciscanos, es el que ha dado, probablemente, a los cronistas posteriores mayor ocasión para desbordar su fantasía y recoger las numerosas leyendas locales, perpetuadas por la tradición, atribuyendo al santo la fundación personal de uno o varios conventos en sus respectivas provincias religiosas.[3] Para amasar a su gusto la historia, fíjanle de antemano y convencionalmente el itinerario que más les conviene, sin preocuparse mucho ni poco de los fundamentos históricos que apoyan sus afirmaciones. LA ITINERANCIA DESCONCERTANTE Así surgió, en nuestra historia primitiva peninsular, ese rosario de leyendas inverosímiles, sin consistencia alguna en la realidad, haciéndole recorrer, si juntamos todas las leyendas, los caminos más apartados y los itinerarios más desconcertantes para llegar a todos los lugares que se citan. De aquí también que los historiadores modernos hayan prescindido en absoluto de sus relatos, al tratar de fijar los posibles caminos que hubo de recorrer el santo en sus andanzas por la península, prestando su atención preferente al estudio de las distintas vías que llevaban a Santiago a los peregrinos jacobeos. No siempre será lógico, como decimos, fijar rutas viables para llevar al santo a tantas partes sin andar y desandar caminos o sin desviarle por los más encontrados. Con todo, nuestra región ocupa una situación de privilegio entre los distintos caminos que pudo recorrer el santo peregrino de Asís, tomando como punto de entrada más probable el de la ruta del Pirineo navarro. Sea que llegara a nuestra patria con el único propósito de dirigirse a los reinos del Miramamolín, para llevar a los sarracenos la luz del evangelio y conseguir su anhelado martirio,[4] o sea también que, desde el primer momento, entrara dentro de sus intenciones peregrinar a Compostela,[5] es seguro que tuvo que atravesar, tanto a la ida como a la vuelta,[6] parte del territorio descrito en el capítulo anterior, aun cuando la escasez de datos nos impida precisar todos los puntos del itinerario recorrido. Mas no por eso vamos a relegar al olvido su caminar solitario en la noche de los tiempos, sino que intentaremos siquiera recoger las tradiciones que han llegado hasta nosotros sobre sus posibles andanzas, sin pretender detenernos en todas sino únicamente en aquellas que entran en el círculo de nuestra provincia. Pues, aun cuando no les concedemos mayor veracidad histórica de la que, como a tales, les corresponde, sería injusto preterirlas en absoluto. Vamos, pues, a ordenarlas en este capítulo, valorando su contenido en cuanto nos sea posible, y completándolas con nuevos detalles cuando los datos históricos así nos lo permitan. Con ello conseguiremos, al menos, ofrecer a nuestros lectores un anecdotario de sencillas y frescas florecillas franciscanas aplicadas a nuestra región, que en ocasiones tendrán la virtud de recordarnos las bellas páginas de I Fioretti, por el candor y la ingenuidad de sus relatos. Sólo nos resta advertir que sacrificamos el orden cronológicamente más probable de las fundaciones, por el que nos han legado la tradición y la leyenda, atribuyéndole el establecimiento de nuevas casas a su paso por los pueblos, tanto en el camino de ida como en el de vuelta, a raíz de su entrada en la península por el reino de Navarra. De hecho, estamos persuadidos de que nuestro Padre no planeó extender su familia hasta su visita a Santiago. A) PRIMERAS JORNADAS POR TIERRAS NAVARRO-RIOJANAS En Rocafuerte, diminuta villa de Navarra, situada a poco más de un kilómetro de la ciudad de Sangüesa y, más en concreto, en una vetusta ermita de San Bartolomé, enclavada dentro de los límites de su jurisdicción, señala la tradición más comúnmente admitida, el primer punto de acampamiento de Francisco y sus discípulos al penetrar en nuestra patria. Un imperativo de caridad le detiene en su marcha. Un enfermo, tendido en el camino, reclama su atención y su ayuda. Este hecho, relatado por I Fioretti y el Speculum Vitae,[7] sin ningún otro detalle de lugar ni tiempo, ha sido adscrito a esta villa por Gonzaga y demás cronistas posteriores. Francisco, después de confiar el cuidado del enfermo a su discípulo predilecto, fray Bernardo de Quintaval, siguió con los demás su ruta peregrina, pero no sin habernos dejado en la tradición local huellas de otros episodios sucedidos en ella durante su permanencia. Así, se cuenta que el seráfico patriarca plantó un moral, el cual reverdeció al momento de haber sido fijado en tierra. Una tradición más reciente quiere que este moral no fue plantado por el santo, sino que surgió del báculo, o bastón, que llevaba en la mano y que, metido en tierra con la mayor naturalidad, se transformó milagrosamente en árbol frondoso, con cuyo fruto sanaron después muchos enfermos de sus dolencias; y que el árbol se secaba, o reverdecía, según que los frailes abandonaban o volvían al eremitorio fundado por san Francisco. Los cronistas de la provincia franciscana de Burgos han recogido, además, otras noticias, llegadas hasta ellos por tradición oral o por la escrita, que hacen relación a la estancia del santo en dicha villa. Así, encuentran en ella el asiento de piedra o descanso del Santo, en la empinada cuesta, camino del eremitorio, o más bien oratorio de San Bartolomé, según le llaman la tradición constante del lugar y los cronistas de la provincia; la fuente de San Francisco, en cuyas aguas refrigeraba su sed y en la que hallaron remedio a sus dolencias muchos enfermos; la concha del peregrino, que a su regreso de Compostela dejó allí el santo y de la que se servían los enfermos para tomar el agua de la fuente milagrosa, hasta que algún devoto indiscreto la sustrajo en época relativamente reciente. En otro orden de cosas, recuerdan el obsequioso agasajo que hicieran al santo los carmelitas de Sangüesa en cierta ocasión que le tuvieron en su compañía; y, por último, la religiosa y fraternal asistencia que, por espacio de dos meses, le dispensaron los monjes del vecino monasterio de San Juan de la Peña, en los confines de Aragón, al tener el santo que recogerse a él, a las primeras jornadas de su salida de Sangüesa para Tudela, rendido por las fiebres cuartanas que le aquejaron. De sus compañeros de viaje, fray Lupo y fray Aldeario, escribe Garay que, por expreso mandato del maestro, realizaron una visita a Tudela con objeto de entrevistarse con Sancho VII el Fuerte, mientras él continuaba enfermo en San Juan de la Peña. Recibidos benignamente por el soberano, les prometió éste secundar los planes de su apostólico celo, quedando autorizados desde aquel mismo momento para su realización, con el ruego expreso de que dijesen al santo no dejase de ir a Pamplona para apaciguar los ánimos alterados de sus vecinos, divididos en dos bandos, que se hacían una guerra sin cuartel. En apoyo de esta misma fundación, los cronistas traen el testimonio de dos lápidas, halladas dentro del recinto del eremitorio de Rocaforte: «Este monasterio edificó San Francisco, a honra de San Bartolomé, año de mil doscientos y trece»; y «Este monasterio fundó San Francisco, en honra de San Bartolomé, año de mil doscientos y catorce». El P. Garay se hace cargo de la diferencia de fechas que se advierte entre ambas inscripciones y trata de explicarla diciendo que la de 1213 se refiere al comienzo de la fundación, y que la segunda hace relación a la inauguración de la capilla. Otro argumento consignado por el propio Garay en abono de esta fundación es que, entre los papeles auténticos que se custodiaban en el archivo de la villa de Rocaforte, el P. Manso descubrió un memorial, suscrito por sus cabildos eclesiástico y civil y dirigido al ministro provincial de Burgos, fray José Ximénez Samaniego (1662-1665), en el que le suplicaban volviesen los frailes a habitar aquel primer eremitorio, donde habían permanecido hasta que, 54 años después de su fundación, el rey Teobaldo II de Navarra les edificara, en 1268, un nuevo convento, dentro de los muros de la ciudad de Sangüesa, para preservarles de las posibles incursiones de parte de los aragoneses, en casos de guerra con los navarros, si bien obligando a los frailes a servir la primitiva ermita desde su nueva residencia. Descontados, pues, los 54 años que vivieron los frailes en la primitiva fundación, los orígenes de este convento se remontan al año 1214 como atestigua la tradición, viva aún hoy día entre los habitantes de la región, quienes miran con singular veneración a la ermita de San Bartolomé, así como a la capilla dedicada a nuestro seráfico padre en el lugar que se cree correspondió a lo que fue su primitivo cobijo o celdilla, y a la fuente milagrosa, y al moral, ya seco y todo, y a la piedra del descanso.[8] La distancia que separa a Pamplona de Sangüesa no fue óbice para que Francisco cubriera su trayecto sin ninguna parada intermedia, a pesar de que acababa de reponerse de una larga enfermedad que le retuvo dos meses en San Juan de la Peña, y de que en los caminos que tuvo que recorrer abundaban los albergues u hospitales de peregrinos, como entonces se les llamaba. Francisco quería cumplir así con el compromiso aceptado por sus discípulos, Lupo y Aldeario, con el rey de Navarra en Tudela, pues no acababan de aquietarse los ánimos de los vecinos de los cuatro barrios o burgos de Pamplona, no obstante haber aceptado el recentísimo pacto de mutua avenencia, propuesto por el rey y el obispo Aspárago Barca en 1213. Era difícil que se le pudiera haber encomendado cosa más de su agrado, ni que estuviera más en consonancia con su temperamento dulce y pacificador. Llegó, pues, en breve a la vetusta ciudad y, una vez entre sus irascibles moradores, el siervo de Dios logró tan cumplidamente su cometido, que el rey en agradecimiento le concedió, para mansión suya y de sus discípulos, la iglesia y casa aneja de San Pedro de Ribas, extramuros de la ciudad y a orillas del Arga, donde se cobijara durante su misión pacificadora (Garay). A sólo estos dos extremos se reduce todo el aval de la tradición oral sobre la estancia y actuación del santo en Pamplona, tradición tan tardía, que nada se sabe de ella hasta que no la recogió el P. Castro en su Arbol. Tampoco hay cosa aprovechable en los modernos historiadores navarros, que se limitan a recoger el eco de la tradición y leyenda populares. Desde luego, es significativa la falta absoluta de referencias a la intervención del santo en los pactos de paz que fueron estipulados por los inquietos burgueses de Pamplona, pues no se alude a san Francisco, ni aun en el de 1222, el más solemne e inmediato a la de su supuesta intervención en 1214. Ello no obstante, don Jesús Etayo escribe que, después del pacto de 1213, «de éxito muy pasajero... en agosto de 1214, dentro del término que los historiadores señalan a la estancia del Santo en España, vense en vigor más eficaces providencias pacificadoras, cuya virtud duró varios años»; y concluye afirmando categóricamente -sin antes haber precisado cuáles fueron esas providencias a que alude- que, «sin temeridad patriótico-religiosa, puede afirmarse que la tradición según la cual el Fundador de los Menores intervino en la paz de los barrios de Pamplona es probabilísima». Por nuestra parte terminaremos diciendo que el convento primitivo de Pamplona, fundado en vida del santo patriarca en San Pedro de Ribas, subsistió hasta que lo dejaron los religiosos al trasladarse, en 1246, a la ciudad, como consta de muchas bulas y documentos, que pueden verse en Garay y en el P. Atanasio López. La nobilísima ciudad de Logroño, la Lucronium de los romanos, que colindó luego con la Cantabria de los visigodos, fue para los romeros europeos de la edad media que entraban en España por los Pirineos rumbo a Compostela, como la avanzada de Castilla la Vieja, a la que asomaban por el famoso río Ebro. En toda la comarca existe una generalizada tradición de que fue en esta ciudad donde el santo hizo su primer alto en el camino, después de su salida de Rocaforte. ¿La causa? Una circunstancia similar a la que le detuvo allí: curar al hijo de una familia principal del pueblo de Agoncillo, distante dos leguas de Logroño. A esta circunstancia se debió que, a la vuelta de pocos años, se procediera a la fundación de un convento que, los agraciados por el favor y rasgo caritativo del patriarca seráfico, se comprometieron a levantar de nueva planta. Fue Gonzaga el primero de nuestros cronistas quien, al recoger estas tradiciones, afirmó ser este convento «el primero de los erigidos, de nueva planta, en España», ya que los otros, que recaban para sí la primacía de fundación, fueron todos iniciados en ermitas ya existentes, como son: Santiago, Burgos, Pamplona, etc. He aquí, en resumen, la tradición logroñesa, recogida por el P. Arce en su Descripción manuscrita de la provincia de Burgos, en la que seguramente se inspiró Gonzaga:
Hasta aquí el relato del P. Arce. Mas la suposición de los padres Arce y Gonzaga, sobre la prioridad de esta fundación, al menos en su sentido literal y forma definitiva, no parece aceptable, dada la transcendencia capital que, para nosotros, ejerció en Francisco su visita al sepulcro del apóstol en orden a la expansión por el mundo de su nuevo instituto; aunque en nuestra relación invirtamos el orden probable de sus fundaciones en España, para referir los episodios franciscanos en la forma que nos han sido transmitidos por la tradición y la leyenda, objeto principal del presente capítulo. B) DE BURGOS AL LITORAL CANTÁBRICO Siguiendo su ruta hacia Compostela, llegó nuestro santo a Burgos, cuyo convento de San Francisco, situado fuera de los muros de la ciudad, data de 1214, según quiere la tradición, registrada por el mismo P. Arce. Pero el lugar primero donde nuestro padre se alojó a su llegada a la ciudad, no fue el posterior convento de San Francisco, sino una ermita, llamada de San Miguel, situada en una cuesta próxima. Por lo demás, aunque no hay escritura autorizada por donde conste deberse a san Francisco la fundación burgalesa, «parece ser así -observa el P. Arce- por haberse siempre dicho por las personas antiguas, frailes y seglares, y haberlo oído así a sus mayores y antecesores». El cual añade que «lo segundo que en esta verdad hace evidencia y valer por escritura autorizada, es estar los gloriosos Padres San Francisco y Santo Domingo, con sus Reglas confirmadas por los Sumos Pontífices. Están las imágenes de estos santos, de piedra de bulto, en la portada de la iglesia mayor de la ciudad de Burgos, como se presentaron delante del Rey, que también está de bulto de piedra, con su cetro y corona, en compañía de la Reina, su mujer, cómo estos santos piden licencia y favor para edificar conventos en esta ciudad». Y, como si tratara de discriminar los tiempos, advierte el cronista que estos dos santos no se presentaron juntos al rey en demanda de autorización para fundar sus respectivos conventos, sino que lo hicieron en diversos tiempos y a diversos reyes. Y, como una prueba más, menciona también «la capilla de la parte del Evangelio, que se llama de San Francisco», donde está puesta una verja de hierro sobre una sepultura, donde siempre se dijo estar enterrado un fraile santo, compañero de nuestro Padre; «y en la ermita de San Miguel, que arriba dijimos se recogió N.P.S. Francisco cuando vino a esta ciudad, se tuvo siempre memoria de otros dos o tres religiosos santos, enterrados del tiempo de N.P.S. Francisco. Y el año 1569, tornándose a reedificar esta ermita, parecieron tres cuerpos... y, aunque deshechos los cuerpos, los huecos y composición de ellos estaba entera, y túvose por cierto ser estos tres cuerpos de aquellos frailes santos de quienes antes se tenía memoria. Viéronlos tres canónigos de esta ciudad que, en el año 1583 que esto se escribe, están vivos los dos, que son el canónigo Quintana Dueñas y el canónigo Castillo, los cuales han dado testimonio de esto, y también los vieron algunos religiosos de nuestra Orden». Pero no se reducían a esto sólo los recuerdos conservados en Burgos del paso de nuestro padre por allí, pues «en memoria de haber fundado este convento y santificándolo con su presencia -explica el P. Arce- dejó él una suela suya, que está guardada y, aunque muy gastada por lo que de ella se ha cortado para reliquias, la muestran y tienen en mucha veneración». La influencia de este relato sobre los cronistas posteriores, tales como Gonzaga, Wadding, Hernáez de la Torre, Garay y Galarreta, es bien manifiesta, tanto en los datos histórico-legendarios que recogen, como en el simbolismo que atribuyen a la representación plástica de los personajes que forman la media línea derecha básica del tímpano de la portada norte de la catedral de Burgos, llamada Puerta de la Coronería, cuya interpretación no satisfizo al P. Atanasio López. En cambio, faltan en el P. Arce otras referencias de recuerdos franciscanos, que han llegado hasta nosotros por otros conductos, tales como la vera faz o cara del santo, existente en el arranque derecho de la archivolta superior del tímpano que cierra el arco principal de la portada del claustro de la catedral, o el cuadro de la misma catedral, que se veneraba allí en 1682, al decir del P. Cornejo, como imagen verdadera de nuestro padre, alumbrada desde más de trescientos años por la devoción del pueblo. Según los cronistas de nuestra provincia, al llegar a la altura de Burgos, decidió nuestro seráfico padre dejar en suspenso su viaje a Compostela, reincidiendo en sus pasadas ansias de llegarse hasta Marruecos, por lo que torció, en profundo viraje, hacia la costa cantábrica con el fin de esperar allí alguna embarcación que le condujera a los dominios del Miramamolín. Y hétenos aquí trasladados, de un portentoso salto, de Burgos a Vitoria. Era esta villa la más importante de la parte occidental del país vasco, constituida en municipio con el fuero de Logroño por Sancho IV el Sabio de Navarra hacia el mes de septiembre de 1182, y rápidamente reconstruida después del horroroso incendio que la destruyó en parte en 1202, a los dos años de haber sido conquistada para Castilla por Alfonso VIII el Noble. Fue en el período de su febril reconstrucción cuando nuestro santo hizo su aparición en el arrabal contiguo a la puerta de Castilla, llamada así por ser la entrada obligada de los caminantes que fluían de aquella región española. La tradición local, calificada por Gonzaga, a fines del siglo XVI, de «antiquísima y certísima», dice que fueron benignamente recibidos, él y sus compañeros, por los moradores de la villa, que les obsequiaron con largas limosnas, y que el santo decidió fundar convento en una capilla de la advocación de Santa María Magdalena, a cuyo servicio dejó algunos de sus compañeros con la precisa obligación de terminarla y regentarla. El hecho de que esta primitiva capilla, adosada al cuerpo de la gran iglesia conventual de San Francisco, que se levantó a fines del siglo XIII, se hubiese conservado en su primitiva estructura mientras subsistió allí la comunidad franciscana es, por su significación, un testimonio elocuente, aunque mudo, de la veneración excepcional en que siempre se le tuvo por religiosos y seglares, persuadidos todos de la verdad del venerable origen que la tradición le atribuía. No hallamos en nuestros cronistas otros restos de tradiciones antiguas En uno de los libros de pías memorias de dicho convento,
correspondiente al 20 de mayo de 1615, se hace constar, por el guardián y
discretos, ser tradición que nuestro padre san Francisco «fundó el convento, Peregrino en gran manera nos parece el detalle, pues teniendo que ser Finalmente, en corroboración de la tradicional creencia de que interviniese personalmente san Francisco en la recepción de la capilla de la Magdalena, plácenos aducir el testimonio plástico de un cuadro alusivo a dicho suceso que, durante algún tiempo, figuró sobre la propia sacristía, y la inscripción que se leía a la puerta de la gran iglesia conventual, que rezaba así: «Este convento fundó el mismo nuestro Padre San Francisco año de 1214». Una nueva nota de la tradición vitoriana de nuestro padre es la referente al convento de Santa Clara, que es donde se ha conservado oralmente hasta nuestros días. Según ella, al llegar el santo junto a la puerta de la capilla, señalando un montoncito de piedras que había por allí, predijo que día llegaría en que se establecerían sus hijas de la segunda orden en una casa que se había de levantar en aquel lugar. Había transcurrido casi un siglo completo desde que Gonzaga dejara indeterminado e impreciso el rumbo seguido por Francisco a su salida de Vitoria, cuando en 1682 apareció la Crónica Seráphica de nuestro incomparable estilista Cornejo con la peregrina noticia de que el santo llegó a Vitoria, de paso para el puerto de San Sebastián, adonde se dirigía con ánimo de embarcar para Marruecos, pero que no pudo ver realizados sus propósitos por haberle sobrevenido allí -no especificaba si en Vitoria o en San Sebastián- una grave enfermedad, que le obligó a reanudar su ruta compostelana. Pero he aquí que, otro siglo más tarde, el cronista oficial de Cantabria, fray Melchor Amigo, recoge la noticia de Cornejo y la amplía consagrándole nada menos que un capítulo. No podemos precisar los términos completos en que está concebido el relato de nuestro cronista; pero, gracias a las referencias de Landázuri, disponemos de los suficientes elementos como para ver el alcance de la teoría sustentada por él. En efecto después de referir las diversas opiniones de los historiadores sobre cuál fue el primer convento fundado por nuestro padre, señala este orden: Logroño, Burgos y Vitoria. En el capítulo cuarto hace expresión del viaje que hizo desde Vitoria el santo patriarca, Le dirige, en su ruta, a San Sebastián, y de aquí, por el puerto y costa de Igueldo, en la provincia de Guipúzcoa, le lleva hasta Ondárroa, población del señorío de Vizcaya, y continuando por las costas de las Montañas de Burgos le hace llegar a Santiago de Galicia, que era su destino. Tan sintetizado y todo como parece estar este itinerario, es, no obstante, lo suficientemente expresivo como para entrever el empeño de su autor en hacer partícipe de la visita del serafín de la Umbría a las comarcas de Vizcaya y Santander, al igual que a sus hermanas de Álava y Guipúzcoa. Para ello le hace costear a lo largo del litoral cantábrico, por si en alguno de sus puertos encontraba modo de realizar su ansiada travesía marítima, que le condujera a tierras magrebinas, sin suponerle afectado de ninguna enfermedad. Del convento de Castro Urdiales escribe Gonzaga que es contemporáneo de san Francisco, según una tradición vulgar muy generalizada. Pero poco menos que inadvertida pasó casi hasta nuestros días la referencia a su paso por Santander. Fue Amós de Escalante quien primero la recogió y nos la relata en el siguiente texto, de prosa ampulosa de su siglo. Hela aquí:
Así Escalante. Pero Escagedo da una versión totalmente diversa:
Continuando la recogida de las tradiciones dispersas por la provincia de Santander, escribe Amós de Escalante que se halla nuevo vestigio en una casa de Torrelavega, «honrada por el Santo con su presencia a su paso para Santiago»:
Escribe a su vez el Marqués de Casa Mena:
Llegase o no hasta el extremo occidental de nuestra provincia de Cantabria el santo peregrino, lo cierto es que no conocemos en esta región ningún otro lugar que conserve los recuerdos legendarios de su paso para Santiago. C) CAMINANTE POR TIERRAS CASTELLANAS Sin embargo, otros cronistas hispanos ignoran la desviación del santo hacia la cornisa cantábrica, y desde Burgos le hacen dirigir sus pasos por tierras castellanas hacia su meta compostelana, registrando su presencia, bien a la ida o a la vuelta, en otras poblaciones fuera del marco que configuró el territorio de la primitiva provincia de Cantabria, pero que nos pertenecen en la actualidad. Su primera parada sería en la entonces villa de Valladolid. Merece que destaquemos este hecho no sólo por su proximidad a Burgos, sino principalmente por las especiales circunstancias con que la tradición viene rodeada. La más destacada es, sin duda, la de que la fundación del convento no la hiciera el santo de Asís, sino que se atribuya al «extático y venerable» fray Gil, tercero de sus discípulos y uno de sus preferidos, cuando fue enviado por él, como precursor suyo, cabe el sepulcro del apóstol Santiago; y como consecuencia de todo ello, la de ser la primera fundación franciscana de toda España. El hecho de que no pueda ponerse una fecha determinada a la peregrinación de fray Gil, no es óbice para negarla, y así lo ha reconocido expresamente el prestigioso historiador P. Atanasio López que asegura categóricamente que es incontrovertible.[9] Pero sí ha sido motivo de grandes discrepancias entre los cronistas e historiadores locales, antiguos y modernos, la precisión del año en que sucedieran ambos acontecimientos, poniéndolo los más arriesgados en el inverosímil 1210, tenazmente defendido por los cronistas Alonso y Daza y admitido sin reservas por los modernos historiadores vallisoletanos, al tiempo que otros, capitaneados por Sobremonte y Calderón, lo aplazaban a 1213-1214 por exigencias de manifiesta incompatibilidad cronológica, sin que ello le impidiera afirmar rotundamente a Calderón que «el primer convento que la religión de nuestro Padre San Francisco tuvo en los reinos de España, fue el de la ciudad de Valladolid, fundado en 1213». Resumiendo la opinión unánime de todos en punto que no afecte al tiempo, puede expresarse con palabras del P. Matías Alonso que «es constante tradición que antes que el seráfico Padre viniese a España, [fray Gil] había fundado convento de su orden en un sitio llamado Río de Olmos, camino de Simancas, cerca de Valladolid, que donó para ese fin la infancia de Castilla doña Verenguela». Este lugar distaba de Valladolid media legua y el edificio construido para convento era más bien una humilde choza que otra cosa, hecha de barro y ramas de árbol por cubierta, y donde Francisco se alojaría poco más tarde de camino para Compostela, según rezá el Libro de las Memorias, que se conservaba -y se conserva- en el archivo del convento entre sus más preciados documentos: «Primeramente, este monesterio de Nuestro Padre San Francisco antiguamente fue edificado a Río Dolmos, que es camino de Simancas. E edificóle la reyna doña Verenguela. Esto fue viviendo Nuestro Padre Sant Francisco. E dícese que, pasando él a Santiago, estovo en Simancas y posó en este monesterio». Asentados en la misma tradición sus patrocinadores hacen permanecer a los frailes en dicho lugar unos 50 años, hasta que «como los frayres enfermasen allí a cabsa del río que iba de una parte y del arroyo o fuente que nascía de la otra, fue el monesterio traslado de Río Dolmos aquí donde ahora está, que era entonces fuera de la villa un escobar, de una parte la ermita de Santiago e de otra parte unas casas o hornos de olleros, e lo uno y lo otro cerca del mercado de la villa. Esta traslación se hizo en el año o hera del Señor de mill y dozientos e sesenta e cinco años». Es de suponer que, además de lo insalubre del sitio, contaría para el traslado la razón de tener a los frailes más cerca de la villa para la mejor asistencia espiritual de sus fieles. Estos documentos, que son los más antiguos que avalan la tradición, están tomados de una escritura de la primera mitad del quinientos, que a su vez dice estar basada en lo que «paresce por los libros viejos e escripturas e por dichos de padres antiguos». Fuera ya de tradición, es segura la existencia de una comunidad de frailes menores, asentada formalmente en el lugar de referencia, antes del 31 de enero de 1246, fecha de la bula Quoniam ut ait del papa Inocencio IV concediendo gracias espirituales a los que ayudaran con sus limosnas a los frailes para la construcción de la iglesia y convento en que estaban empeñados. De regreso de Compostela, siempre según la tradición, el santo no se encaminó directamente hacia Italia sino que se internó en Portugal, y hechas allí varias fundaciones, retomó el camino de España donde fundaría en Ciudad Rodrigo, Arévalo y Madrid antes de entrar en los límites de nuestra actual provincia a través de la demarcación diocesana de Sigüenza, empezando por Ayllón, villa de la que los cronistas hablan en términos muy expresivos sobre la tradición allí conservada, simbolizada especialmente en la fuente llamada de San Francisco y en una capillita cuya construcción se le adjudica al mismo santo en persona. Vamos a seguir el relato de Calderón, que le acompaña desde su salida de Madrid camino de Italia, haciéndole parar cuando
Prosiguiendo su camino, se dirigió el santo caminante a la ciudad de Soria, donde dejaría asentada la última de las fundaciones hechas en tierras castellanas, si hemos de atenernos a la tradición recogida por Gonzaga y otros cronistas. Una vez en aquella nobilísima ciudad, a su parte occidental, escogió el lugar que serviría de asiento del nuevo convento, no sin antes manifestar su voluntad de forma enigmática, como tenía de costumbre. Según escribe Calderón:
Prosigue el mismo cronista:
Pocos años se pasaron sin que se cumpliese la profecía, pues aún en vida del santo la realidad se encargó de confirmarla, y el convento de Soria se hizo célebre entre todos los de España por haberse reunido en él uno de los primeros capítulos nacionales, probablemente en 1233, cuando la orden en nuestra península comprendía ya tres provincias.[10] Nos queda su última estación de peregrino dentro de los términos de nuestro actual territorio provincial para dar por terminada la larga ronda de fundaciones que le atribuye la tradición. Nos referimos a la de Tudela, después del alto en el camino y fundación que hiciera en Tarazona una vez abandonada Soria de retorno hacia su patria. Era natural que Tudela, ciudad tan antigua e importante como Tarazona y en donde preferentemente residía el rey Sancho el Fuerte de Navarra, fuese visitada por nuestro padre, cuando de Tarazona se dirigió de nuevo a Rocaforte, para juntarse allí con su discípulo predilecto, fray Bernardo de Quintaval. Es muy posible que no faltase tampoco en su ánimo el deseo de cumplir con el rey de Navarra, que tan liberal se había mostrado con sus discípulos, Lupo y Aldeario. Y la tradición así quiere que lo hiciese, iniciando, en efecto, al propio tiempo, la fundación de un convento de su orden, a las afueras de la ciudad, «donde ahora está el hospital llamado la Puerta de Albazares», según asienta el P. Arce, quien, a su vez, pretende corroborar la tradición basándose en un pergamino antiguo, «con su sello de cera, quebrado, pendiente de una cuerda». Según él, dicha escritura contenía que Juan de Cortés, guardián, y el convento de los frailes menores de Tudela nombraban por síndico a un tal Estéfano para hacer cualesquier actos jurídicos en nombre suyo. Su fecha 1220, es decir, siete años después que nuestro padre lo fundó. Pero tan prematura nos parece esta fecha, que fundadamente sospechamos si el P. Arce no leyó un número por otro; como tampoco creemos verosímil el uso de sello por el convento en aquellas calendas. Debido tal vez a estas razones, tanto Gonzaga como los cronistas posteriores se abstienen, prudentemente, de recoger este dato tan interesante en los relatos que consagran a dicho convento en sus respectivas obras. En cambio, los cronistas provinciales de Burgos y Aragón se hacen eco de otras tradiciones que en vano se buscarán en el Cronicón de Gonzaga, ni en la Descripción del P. Arce. Según ellas, el santo se hospedó en un solar de los Varáiz, que luego fue cedido por dicha familia para convento, con un manantial próximo a él, cuyas aguas bendijo nuestro padre con tan maravillosos efectos que, un siglo más tarde, se colocó sobre el cabezal de la fuente esta cuarteta grabada en piedra:
En cuanto a los Varáiz, objeto de esta tradición, escribe Sainz y P. de Laborda que, de ser ella cierta, su dueño debió de ser don Pedro Martínez de Varáiz, a juzgar por un documento de venta hecho en 1213 por la marquesa de Buñuel, pues se le cita como testigo. El solar fue el que hoy ocupa el hospital de Gracia, según se desprende del hecho de que, al abrir los cimientos, se encontró una lápida con el escudo de la casa, uno de cuyos hijos, el Ilmo. D. fray Pedro de Varáiz, arzobispo de Tiro en 1429, fabricó a sus expensas la iglesia al ser trasladado el convento desde las afueras de la población a su interior, demoliéndose el primitivo por convenir así a la defensa de la ciudad, traslación iniciada en 1372 por el rey Carlos II, y proseguida por su hijo y sucesor Carlos III, quien señaló al nuevo convento la limosna de 25 cahíces de trigo anuales. Ello no obstante, por un pleito seguido entre la cofradía de Santiago y los franciscanos, consta documentalmente que en 1426 aquélla les vendió dos casas de su pertenencia para que levantasen el convento dentro de la ciudad, y que en 1508 ésta donó a los frailes cuatro robos de tierra para huerta. En la nueva iglesia que, no obstante guardara dentro de su sagrado recinto varios sepulcros regios y el corazón de uno de los reyes, fue demolida, juntamente con el convento, después de la exclaustración, los de la familia Varáiz habían demostrado su especial devoción hacia la orden, heredada de sus mayores desde los tiempos de san Francisco, de quien afirmaba la tradición conservada en ella haberles profetizado que nunca faltaría descendencia varonil. Así sucedió hasta mediados del siglo XIX en que, si faltó la promesa, fue por una especie de tentación hecha a Dios por el último varón de la familia; pues, jactándose de que él no podía morir, en virtud de la promesa referida, por ser el último varón de aquel apellido capaz de tener sucesión, se mantuvo célibe hasta edad avanzada, y cuando se le ocurrió casarse, ya septuagenario, no alcanzo a tener la tardíamente pretendida descendencia. Francisco de Asís, terminada su estancia en Tudela, se dirigió a Rocaforte para desde allí emprender el regreso a Italia. Pero, según la generalidad de los cronistas, no lo hizo por la ruta fronteriza de su entrada a España, sino por el camino que, por Zaragoza, Lérida, Cervera, Vich y Barcelona, conducía a Francia, no sin antes dejar constancia de su paso en la fundación de algunos conventos. Y aquí hubiéramos cerrado este capítulo, si una insinuación del P. Atanasio López no nos llevara a dedicar un breve espacio a la pretendida tradición oliteja del santo, por la que abogó el ilustre historiador franciscano allá por el año 1926, aunque su opinión no se fundamente en la tradición oral, ni escrita, que ha faltado y falta en absoluto, sino en la interpretación de un curioso e importante grupo escultórico, grabado en la fastuosa portada medieval de la parroquia de Santa María la Real de dicha ciudad navarra. En efecto, en uno de sus capiteles historiados aparecen tres figuras, vestidas con el hábito y cordón franciscanos, quienes, al parecer, representan a san Francisco y dos compañeros suyos. El santo sostiene con la mano una filacteria, en la que se lee con toda claridad, en letras mayúsculas, el nombre de Franciscus, seguido de otra palabra en abreviatura, de letras minúsculas, que ha sido descifrada por penitens. En esta interpretación estriba la base argumental de los patrocinadores del paso de nuestro padre por Olite. Pero es el caso que -para otros- la palabra abreviada, separada de Franciscus por tres puntos sobrepuestos, está formada por una F mayúscula seguida de las letras e-c-t, cuya unión hace la palabra Fecit, al estilo de la firma de algunos cuadros, en cuyo caso Franciscus sería el nombre del cincelador del grupo y de todo el friso o capitel historiado, situado al lado oriental de dicha portada. Ahora bien, entre la pléyade de artistas que trabajaron en el real palacio de Olite, cuya capilla era la iglesia de Santa María, aparece uno llamado Francisco de la Goardia. ¿No sería éste el artista que quiso perpetuar su nombre estampándolo sobre la figura representativa de su santo patrono? Por lo demás, respecto al tiempo en que debió de hacerse la referida portada, no concuerdan los críticos entre sí, pues mientras unos la suponen obra de la segunda mitad del siglo XIII, otros la clasifican como del siglo XIV, y no falta quien la coloca en los primeros años del XVI. De este último parecer fue, en un principio, el P. Naval, si bien, más tarde, la retrasó un siglo, al situarla entre finales del siglo XIV y comienzos del XV, siendo esta opinión a la que nosotros nos inclinamos. Consecuencia inmediata de cuanto a este respecto antecede es, a nuestro juicio, la de que el grupo escultórico de Santa María de Olite, minuciosamente examinado por muchos, apenas puede influir en la mayor o menor solidez de la conjetura lanzada sobre el posible tránsito de san Francisco por dicha ciudad, aun cuando sea de un valor excepcional, como exponente de las imágenes más antiguas del santo en la región. En cualquiera de los casos, dichas imágenes serían esculpidas estando asentada ya la orden franciscana en ella. Pero si Olite no puede compartir con otras ciudades de su reino la gloria de la visita personal de san Francisco de Asís, por lo que a fuentes tradicionales o documentales se refiere, le cabe, en cambio, la honra exclusiva de haber sabido mantener en su recinto a los hijos del Poverello desde antes de 1243, fecha en que históricamente se comprueba su existencia, hasta nuestros días, sin solución de continuidad. N O T A S: [1] Así lo dicen expresamente los escritores, en general, de la segunda centuria franciscana y, naturalmente, ya todos los posteriores que tratan del viaje de san Francisco a España. Cf. Flor 4: «En los comienzos de la fundación de la Orden, cuando aún eran pocos los hermanos y no habían sido establecidos los conventos, San Francisco fue, por devoción, a Santiago de Galicia, llevando consigo algunos hermanos; entre ellos, al hermano Bernardo. Yendo así juntos por el camino, encontraron en un país a un pobre enfermo...». Para todo lo relacionado con la venida de san Francisco a España es imprescindible consultar al P. Atanasio López, Viaje de san Francisco a España, en AIA 1 (1914) 13-45, 257-289, 433-469, y Viaje de san Francisco por España, en Curso de conferencias acerca de la personalidad de san Francisco, organizado por el Colegio de Doctores de Madrid con ocasión del VII Centenario de su muerte, Madrid 1927, 141-172. Son dos trabajos magistrales que no han sido superados todavía. A ellos nos referiremos con frecuencia. Además, ver del mismo autor, Provincia de España de los Frailes Menores. Apuntes histórico-críticos sobre los orígenes de la Orden franciscana en España, Santiago 1915. [2] A partir del siglo XVI, todos los historiadores aseguran explícitamente que nuestro santo oró ante el sepulcro del apóstol Santiago (Atanasio López, Viaje de san Francisco a España, en AIA 1 (1914) 25-28). El P. José Alvarez de la Fuente (1732) lo pone realizado el 8 de enero de 1214. [3] Las fundaciones atribuidas por la tradición a san Francisco deben entenderse en el sentido de que el santo aceptaba las ofertas que se le hacían, a su paso por los pueblos, para establecer en ellos conventos o casas de su orden, enviando más tarde, desde Italia, según los casos, discípulos suyos que realizaran la fundación propiamente dicha. [4] Esto parece que quieren decir sus primeros biógrafos: 1 Cel 56; 3 Cel 34; LM 9,6, pues no sólo no se hace alusión ninguna a otros motivos, sino que le hacen volver prestamente, después de curado de su enfermedad: «Poco después [del fracasado viaje a Siria] se dirigió hacia Marruecos a predicar el Evangelio al Miramamolín y sus correligionarios... una vez que entró en España, se enfrentó con él [Dios], y, para evitar que continuara adelante, le mandó una enfermedad que le hizo retroceder en su camino» (1 Cel 56). «Tan pronto como dejó el mar y puso pie en tierra, comenzó a sembrar la semilla de la palabra de salvación, recogiendo apretado manojo de frutos espirituales. Mas como le atraía tanto la idea de la consecución del martirio, que prefería una preciosa muerte por Cristo a todos los méritos de las virtudes, emprendió viaje hacia Marruecos con objeto de predicar el Evangelio de Cristo a Miramamolín y su gente, y poder conseguir de algún modo la deseada palma del martirio... Pero cuando llegó a España, por designio de Dios, que lo reservaba para otras muy importantes empresas, le sobrevino una gravísima enfermedad que le impidió llevar a cabo su anhelo...» (LM 9,6). [5] Es la opinión generalizada desde que los biógrafos cuatrocentistas lo afirmaron expresamente. Cf. Flor 4: «En los comienzos de la fundación de la Orden, cuando aún eran pocos los hermanos y no habían sido establecidos los conventos, San Francisco fue, por devoción, a Santiago de Galicia, llevando consigo algunos hermanos; entre ellos, al hermano Bernardo. Yendo así juntos por el camino, encontraron en un país a un pobre enfermo...». [6] Estamos en la persuasión de que Francisco siguió a la vuelta, en general, el mismo itinerario que llevó a la ida, según se advierte expresamente en el Speculum vitae 59. [7] Flor 4; Speculum vitae 59. [8] Sobre lo que tiene de positivo la tradición franciscano-rocafortiana, que persiste hasta hoy, cf. I. Omaechevarría, San Bartolomé de Rocaforte en el camino de Santiago, Aránzazu 1962; varios artículos en Colectánea Franciscana 18 (1963) 44-52 y 150-154; Solidez histórica de la tradición de San Bartolomé de Rocaforte, en Archivo Ibero-Americano 26 (1966) 41-49; San Bartolomé de Rocaforte y los orígenes de la Orden franciscana en Navarra, en CF 27 (1969) 23-32. [9] A. López, Provincia de España de los Frailes Menores. Apuntes histórico-críticos sobre los orígenes de la Orden franciscana en España, Santiago 1915, 162. [10] Al calificar de probable el capítulo de 1233, aceptado unánimemente por todos los cronistas citados, lo hacemos pensando en el confusionismo que se ha originado sobre él, tanto en cuanto a sus protagonistas como a sus disposiciones. Como veremos en el capítulo siguiente, ni fue el celebrado en Soria por fray Juan Parente, que tuvo que ser antes de 1227, ni en él se dispuso la división en tres de la única provincia existente hasta entonces, porque dicha división se llevó a efecto en el capítulo general de Rieti del 30 de mayo de 1232. [En Selecciones de Franciscanismo, vol. XIX, núm. 56 (1990) 295-314] |
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