DIRECTORIO FRANCISCANOHistoria franciscana |
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[Título original: Le franciscanisme comme contestation permanente dans l'Eglise, en Etudes Franciscaines, vol. 20, n. 55-56 (1970), 417-431]
El franciscanismo es un movimiento de pensamiento y de acción en la sociedad y en la Iglesia, aparecido a principios del siglo XIII bajo la forma de tres institutos religiosos. Tiene su origen en la experiencia espiritual y en la enseñanza de san Francisco de Asís, hombre del siglo XII, formado en las ideas y costumbres de una época que encausará muy pronto, no profiriendo teorías revolucionarias, sino viviendo de otra manera y, en particular, viviendo el Evangelio de un modo bastante diferente de como lo había visto vivir... Al decir que Francisco de Asís es un hombre del siglo XII, afirmamos justamente que el siglo XIII será en gran parte obra suya, resultado de su contestación de un orden establecido. Si, en el campo intelectual, el siglo XIII se preocupa esencialmente de clasificar, definir, explicar, erigiendo la razón en maestra, es, como suele decirse hoy, un período de «puesta en tela de juicio». Y puede sostenerse, sin lugar a dudas, que el movimiento nacido de Francisco de Asís es y seguirá siendo -no sin numerosos retornos al pasado- uno de los elementos mayores de esta evolución, debido a la contestación tanto de la sociedad civil como de la Iglesia. Sin embargo, Francisco no contesta nunca, no critica a nadie, no condena nada. Simplemente vive de otro modo, actúa de otro modo, siendo su actitud lo que implica la contestación de un orden que se niega a reconocer como el mejor y definitivo. Y no obstante esto, Francisco no introduce ninguna novedad propiamente dicha. Su búsqueda de la pobreza en particular, por lo que es más conocido generalmente, no es nada nuevo. Casi un siglo antes que él, el «movimiento de pobreza» había captado tanto a numerosos fieles de Roma -Roberto de Arbriselle, Bernardo de Claraval, Esteban de Muret y muchos otros- como a herejes -albigenses, valdenses, pobres de Lyon- contestatarios no ya DENTRO de la Iglesia, sino DE la Iglesia, a la que prefieren abandonar antes que intentar reformarla desde dentro. Pero la pobreza no es el único elemento característico de esta búsqueda. Quienes sienten la nostalgia del Evangelio auténticamente vivido ponen la mirada en casi todas las formas de la vida social. Con el Císter se vio, por ejemplo, el ensayo de una nueva fórmula de relaciones entre los monjes y su jerarquía. San Benito había legislado la autonomía de cada uno de los monasterios bajo la mitra del abad; Cluny realizó una concentración imperial y feudal; el Císter intenta una apertura hacia la federación parlamentaria, con el sistema de las filiaciones y los capítulos abaciales. Pero esto quedó en una sistematización de base en la cual desaparecía el hombre dentro de la institución. Francisco verá algo completamente distinto: una refundición total de la vida religiosa, con sus repercusiones en la misma vida seglar, basada en el principio del respeto, no proclamado pero vivido, de la persona por encima de la institución. El presente ensayo no puede ser completo; se podría, en efecto, escribir toda la historia franciscana bajo este ángulo de la contestación continua del fixismo y del derecho adquirido de una vez para siempre. Yo quisiera simplificar las cosas, sin forzarlas ni falsearlas, estableciendo como tesis que el franciscanismo de siempre y, sobre todo, el franciscanismo en sí mismo es un rechazo de cualquier clase de dictadura: rechazo de la dictadura de una autoridad absoluta, encarnada en instituciones consideradas como las mejores y definitivas; rechazo de la dictadura del pensamiento, bajo la forma de un dogmatismo que cierra toda puerta a la investigación de la verdad mejor conocida; rechazo de la dictadura del dinero y de su poder político y social a través de su significación económica. Todo ello, repito, es aportado aquí a título de reflexiones fundamentales y no de estudio exhaustivo, como pistas de investigación y no como conclusiones definitivas e irrevocables. EL FRANCISCANISMO RECHAZA De una manera global, puede afirmarse que la primera contestación realizada por Francisco de Asís es la contestación de la sociedad feudal en la cual nació. Ciertamente es un ciudadano e hijo de mercader, pero ¿no sueña ya con convertirse en caballero?, ¿no se alimenta de novelas de caballería y de toda la civilización reflejada en ellas? Ahora bien, una vez consumada su conversión, es decir, su experiencia personal de un encuentro nuevo con Cristo y su Evangelio, Francisco se apartará deliberadamente de las formas recibidas y, en especial, de las formas de la vida religiosa. Todas las formas de vida religiosa en la Iglesia tendían ciertamente a la vida evangélica y apostólica, pero la reducían a esquemas sociales calcados de la sociedad antigua o feudal; tal es el caso del monasterio, con su abad Paterfamilias, que era al propio tiempo el Dominus, al igual que el conde o el obispo. El monasterio, y cada uno de los monjes profesados en él, vive de las rentas de la tierra que posee y que hace rendir mediante el trabajo de los conversos o de los siervos. La organización temporal y económica se identifica con la jerarquía espiritual, hasta tal punto que es difícil disociar los problemas de autoridad de las cuestiones referentes a la pobreza evangélica. Francisco vio tal estado de cosas y lo rechaza, sin erigirse por ello en censor del mismo. Deja organizarse espontáneamente, como en una especie de cuadrilla, a los hermanos (laicos de todas las categorías sociales y sacerdotes que aceptaban vivir como laicos entre ellos) que se alinean a su alrededor para compartir su experiencia espiritual y renuncia con ellos a toda posesión de tierras o bienes inmuebles, para vivir día a día del trabajo manual o de la mendicidad. Cuando el grupo se multiplicó hasta convertirse en una sociedad, hacen reflexiones a Francisco proponiéndole los modelos preexistentes de vida evangélica, pero éste responde: «¡No me habléis de san Benito o de san Bernardo!», cosa que explicará en su Testamento al decir: «Nadie me enseñó lo que debía hacer, sino que el mismo Señor en persona me lo reveló». En esta actitud de partida se intuye cómo el franciscanismo empieza, por así decirlo, desde cero, tomando únicamente en consideración el Evangelio y prescindiendo de los cuadros preexistentes. No hay iluminismo en la base de esta actitud, antes bien la conciencia aguda de una misión en la Iglesia y, gracias a la cual, Francisco irá adelante tranquilamente en medio de las objeciones y de los buenos consejos, seguro tanto del valor de su sumisión a la Iglesia como de su confianza en la libertad personal de los que se confían a él. No es mi propósito examinar si ha habido en todo ello parte de fantasía o cierta dosis de imprudencia, sino solamente examinar sus principios e investigar sus consecuencias. Conviene que consideremos cómo concibe Francisco la obediencia religiosa. Si habla de ser «sumisos a todos», entendamos bien cuáles son los límites de esta sumisión que no quita la iniciativa personal, ni la responsabilidad social y moral. Así se desprende de la admirable Admonición III sobre la obediencia, que es el revés de la absurda parábola del cadáver. Porque un cadáver es incapaz de obedecer; el cadáver es maniobrado. Y Francisco, tan enamorado de la vida y de todo lo viviente, no puede ser considerado con seriedad como el autor preignaciano del perinde ac cadaver [igual que un cadáver]. Todo lo contrario, las leyendas franciscanas, incluso las Florecillas, nos muestran ampliamente la libertad con que actuaban los hermanos. ¿De dónde arrancaría esto sino de un sentido del hombre dominado por el respeto de la persona y de sus derechos fundamentales? En el Capítulo General Especial de los capuchinos de 1968, reunido para refundir las Constituciones de la Orden, un grupo de capitulares propuso, con tanta seriedad como humor, que los textos canónicos estuvieran precedidos de la «Declaración de los Derechos del Hombre». Es verdad que la proposición no llegó lejos, pero el hecho mismo de que pudiera ser presentada oficialmente patentiza de por sí la permanencia del ideal franciscano y, a lo largo de los debates, quedó viva y perceptible la voluntad de no imponer nada que fuese en contra de los derechos fundamentales del individuo. Esta prioridad concedida a los derechos de la persona humana y particularmente a la libertad ante Dios, no sólo se halla en el origen del franciscanismo, antes bien parece ser su ilustración y su naturaleza misma, llevándole a incurrir incluso en el peligro de la «anarquía triunfante», como dice L. Moulin. Lo más curioso, lo más desconcertante tal vez, es que Francisco no duda en multiplicar protestas solemnes de sumisión al Papa, incluso inventando, en la persona y en la función del Cardenal Protector, un lazo jurídico nuevo entre la Orden y la Santa Sede. De ahí la afirmación, a menudo repetida, de que no hay en la Iglesia otra Orden religiosa más obediente a la Santa Sede que la Orden franciscana. Por el contrario, conviene percatarse de que el servicio más grande que los franciscanos han hecho a la Santa Sede ha sido posiblemente el de saber contestar, aunque esta contestación no haya sido siempre, entre algunos espirituales del siglo XIII, de buena ley. Repasemos las cosas desde su principio. Francisco de Asís vio agruparse a compañeros en torno suyo; viven religiosamente, pero fuera de todo cuadro monástico tradicional; sin embargo, al ver por propia experiencia cómo se afirma su estabilidad y su crecimiento, deciden que se haga aprobar su género de vida, lo cual confirmaría su catolicismo y también su seguridad. Esta diligencia de sumisión es al mismo tiempo la primera diligencia de contestación. El Papa y sus colaboradores, en efecto, quieren imponer a Francisco una de las formas de vida ya en vigor; Francisco se niega, no quiere aceptar otra forma de vida que no sea el Evangelio y evidencia con su santa tozudez, humilde y medida, la realidad espiritual de su misión. Los hermanos abandonan entonces Roma, tan sumisos como independientes. Si puede afirmarse, en un plano místico, que nos encontramos ante la política del Espíritu Santo, en un plano puramente humano no puede menos de decirse que se trata del acuerdo de dos espíritus políticos: uno de respeto a la autoridad constituida, otro de respeto a la independencia de espíritu frente a la autoridad. Creo poder sostener que esta postura encierra todo el carácter de la contestación franciscana en la Iglesia, a saber, el rechazo de cualquier actitud de la autoridad que vaya en contra del ideal recibido o concebido, en contra del bien común propio de la sociedad particular que es la Orden religiosa y, por su medio, hasta un cierto punto, en cuanto su misión es pública, en contra del bien común de la Iglesia entera. Examinemos algunos rasgos de la crisis de los espirituales para darnos cuenta mejor de cuanto venimos diciendo. Lo que está en juego es el mantenimiento del ideal de Francisco, tal como lo conciben ciertos tradicionalistas, o sea, dando prioridad a la pobreza mendicante. A partir de 1230, las autoridades de la Orden y las autoridades de la Iglesia procuran, mediante una serie de disposiciones jurídicas, que la práctica de la pobreza sea a un tiempo conforme al ideal primigenio y, por otro lado, viable en las circunstancias económicas y sociales del momento. Ahora bien, estos actos (bulas y breves) de la autoridad pontificia, fuesen o no respuesta a una petición de las autoridades de la Orden, eran contrarios en sí mismos a las intenciones de Francisco, quien había insistido en que no se pidiera a Roma ningún privilegio y ninguna interpretación de la Regla. ¡El conflicto es por lo tanto agudo en la conciencia de todo hermano menor que cree y piensa! San Buenaventura en persona, organizador de la Orden, al tomar posesión de su cargo en 1257, escribe a todos los frailes una carta en la cual ataca no sólo los abusos de algunos, sino también las brechas abiertas por los mismos papas en la Regla. Pero como san Buenaventura pide casi enseguida otros privilegios, se desprende que lo que él critica no es tanto el hecho de pedir a la Santa Sede aclaraciones sobre la conducta a seguir, cuanto el hecho de que la Santa Sede manipulase la Orden a su antojo, sin preocuparse demasiado de su especificidad y de sus derechos adquiridos. Los espirituales se opondrán con escritos y actos a los superiores de la Orden y a la Curia Romana, aduciendo siempre como motivo la defensa del ideal franciscano. Mas a medida que crecen las dificultades del papado en el ámbito de la política internacional o del gobierno interno de la Iglesia, los espirituales, como Ángel Clareno, añaden a su intención de fidelidad franciscana el sentido de reforma de la Iglesia. Es verdad que les impulsa vehementemente la creencia milenarista y joaquinita, pero su resistencia a la arbitrariedad de la Santa Sede brota del mundo puramente franciscano; de ahí que no se sometan a las censuras fulminadas contra ellos, pues éstas les parecen ser una confirmación a contrario de su «misión», tal como la concebían a través de las fantasías de Joaquín de Fiore, viendo en san Francisco y los suyos (los puros, evidentemente) a los salvadores de la cristiandad. No obstante, a lo que conocemos, parece claro que no eran los espirituales los únicos que criticaban las decisiones pontificias concernientes a la Orden franciscana; cuanto más amplitudes recibía la pobreza (Nicolás III, Exiit qui seminat, 1279; Martín IV, Exultantes, 1238; y sobre todo Juan XXII, Ad Conditorem, 1332), tanto más se encontraba la Orden en una delicada situación de conciencia, cosa que agravaba aún más las divisiones y oposiciones internas. Aunque el movimiento de los espirituales fuera geográfica y numéricamente limitado, frente a la difusión alcanzada por la Orden, su crisis y su actitud de crítica y desconfianza polariza, en torno suyo, a otros grupos de descontentos que vienen a aumentar la turbación de la sociedad; y esto, a partir de Clemente V, heredero de las crisis causadas por la política de Bonifacio VIII. Baste un ejemplo a cuanto venimos diciendo: Arnaldo de Villanueva se coloca de parte de los espirituales de Provenza, bastante poderosos a la sazón, para aprovecharse de su fuerza de oposición y de resistencia a la arbitrariedad pontificia. Ciertamente, la crisis será resuelta por la autoridad triunfante. Pero cuando Juan XXII suprime prácticamente la pobreza franciscana con su bula Ad Conditorem, encuentra frente a sí no a un espiritual, sino a uno de sus impugnadores, el procurador en la corte de Roma fray Bonagrazia de Bérgamo, quien amonesta al Papa haciéndole ver que su bula ha matado cuanto quedaba del ideal franciscano. Juan XXII capitula entonces en parte y, reconsiderando la Ad Conditorem, modifica bastante profundamente las decisiones que había tomado. Puede afirmarse que si la Sede Romana quiere controlar por sí misma la interpretación auténtica de la Regla religiosa, en lo concerniente a la Orden franciscana, encuentra frente a sí a una sociedad que al mismo tiempo que consulta y espera de la Santa Sede una decisión autoritativa, no está dispuesta a aceptarla sin derecho de inspección y de corrección. Las sucesivas Constituciones de los capuchinos, por ejemplo, rechazarán siempre explícitamente las disposiciones de Nicolás III y de Martín IV, aunque estos decretos formen parte del Corpus Iuris. En el Capítulo Especial de 1968 se llegó incluso a formular la petición de que fuera la Orden por sí misma quien, reunida en Capítulo General, pudiese interpretar la Regla de manera auténtica. Pero Pablo VI rechazó dicha petición. Ello no fue óbice para que en el mismo Capítulo se tuviese conciencia de proceder bastante a menudo contra o al menos praeter legem, de tal modo que algunos capitulares sintieran escrúpulos. Pero la mayoría, por el contrario, tomó esta forma de proceder como norma. Y no era una simple cuestión de conservadurismo o de progresismo, pues semejante impulso, lejos de provenir de una oposición sediciosa, brotaba de la misma mentalidad franciscana, del rechazo de todo lo que pudiera interpretarse como una coerción incondicional. Un último rasgo: las nuevas Constituciones de los capuchinos decidieron que el Procurador General de la Orden, encargado de tratar los asuntos con la Santa Sede, no sea en lo sucesivo consejero del Ministro General (Definidor). Los argumentos explicativos de esta decisión fueron, por supuesto, razones de orden práctico, pero podemos decir también que los capitulares, de manera inconsciente, tal vez, preveían así un medio para garantizar la mutua independencia de la Orden y de la Curia. Si la Orden franciscana manifiesta una cierta desconfianza, rayana a veces en la resistencia, hacia los peligros de arbitrariedad de la autoridad pontificia, eso no quiere decir que mantenga una complacencia exclusiva hacia su propia jerarquía interna. Por el contrario, la historia franciscana es una sucesión de reformas internas; o sea, que ella se contesta a sí misma. En sus principios, como vimos, la Orden es ante todo un grupo de laicos que viven en común bajo la guía de uno de ellos. La amplitud extraordinaria del reclutamiento impondrá, a pesar de las repugnancias de Francisco, redactar un código mínimo. Habrá que esperar, por lo demás, desde 1209 hasta 1221 para pasar del derecho consuetudinario al derecho escrito... Y se hablaba de un total de más de 5.000 hermanos, repartidos por gran parte de Europa, con fraternidades en Siria y en África del Norte... Pero, ya desde el momento en que aparece redactada la Regla, se vislumbran cambios en la estructura social de la fraternidad franciscana: hay clérigos y laicos. Es verdad que se necesitarán aún 20 años para ver a los laicos alejados de los cargos de la Orden que implicaban autoridad eclesiástica y cura animarum; eso no impide que se haya producido el cambio y que la Orden Franciscana se haya convertido en una Orden clerical. Para mejor o para peor, con las decisiones capitulares escalonadas de año en año, con las medidas impuestas por la Santa Sede, sobre todo con las Constituciones del Capítulo de Narbona de 1260, la fraternidad laica y libre franciscana se convirtió en una Ordo Regularis et Clericalis, muy monastizada. Es un estado de hecho surgido de una evolución del derecho. Puede afirmarse que todas las reformas franciscanas manifestarán la voluntad profunda de no traicionar, a pesar de todo, las originalidades esenciales de la fundación, que es una hermandad pobre e igualitaria al servicio de la Iglesia, y no un imperio monástico poderoso y autosuficiente. No obstante la clericalización, los hermanos laicos conservarán cuidadosamente el derecho de participar en las elecciones con voz activa, cuando no pasiva y, en general, el derecho de expresarse en los diferentes capítulos, por sí mismos o por medio de delegados (sacerdotes, pero en cuya elección ellos participan). A pesar de la monastización, la clausura no será nunca total y permanecerá la posibilidad, y la realidad, de compartir, a imitación de Francisco, la vida del pueblo como medio de evangelización. Pese a esta misma monastización, y a despecho de todos los avatares sufridos por el régimen de pobreza, la Orden no será nunca propietaria; por otra parte, participará cada vez más ampliamente en la acción pastoral del clero de las parroquias. Cada uno de estos puntos merecería un estudio particular. Pero quiero insistir en algunas actitudes de la Orden hacia sus propias estructuras, para mostrar cómo se pone incesantemente a sí misma en tela de juicio, en una contestación permanente de sus propias costumbres jurídicas o políticas. Bastaría para ello con redactar una especie de lista de las instituciones que la Orden rechaza para no encerrarse en los peligros de una dictadura interna. La Regla de san Francisco preveía que el cargo de Ministro General de la Orden fuera vitalicio; durante la Edad Media, las sucesiones fueron rápidas, no por fallecimiento de los titulares, sino por su promoción al episcopado o al cardenalato. Por tanto, con el fin de asegurar más libertad e independencia al Capítulo General, órgano supremo de la Orden, el de 1506 estipuló que el cargo de General sería temporal. Por cierto que el límite de tiempo ha variado en muchas ocasiones, hecho que demuestra cómo la Orden quería mantener ciertas distancias de su ejecutivo supremo. Se dio incluso el hecho sorprendente de que las Constituciones de los franciscanos conventuales impusieron un límite de edad máxima en la elección del General, para evitar así una gerontocracia... Se temperan igualmente los peligros de una aristocracia (a despecho de la exclusividad de cargos por parte de los sacerdotes) manteniendo a los legos en el seno de los capítulos. Pero como esto parecía a menudo insuficiente y más una concesión que un verdadero gesto político, las reformas, como la de los capuchinos, definieron esta participación, sobre todo mediante los votos, equilibrando en cuanto era posible el peso clerical y el peso laical. Recientemente las nuevas Constituciones de las diversas ramas, a impulsos del Vaticano II, han acordado más o menos a los laicos la posibilidad de acceder a responsabilidades, incluso superiores, y es curioso constatar cómo la Orden franciscana vuelve de este modo a sus orígenes por el sesgo de la ley común, su primitiva ley particular, perdida en los caminos pedregosos de la historia... Me parece, sin embargo, que uno de los rechazos sociológicos y políticos más típicos del franciscanismo es el rechazo de la uniformidad, del monolitismo. ¿No se produjo el «Movimiento» interno de los espirituales ya a partir del segundo o tercer decenio de la Historia de la Orden, el cual osó muy pronto pedir su autonomía? Se le negó ciertamente la autonomía, pero las tolerancias concedidas al partido de los espirituales no dejaban de ser excepciones a una uniformidad en el modo de vida e incluso en la legislación, excepciones que, sin comprometer la unidad fundamental de la Orden, negaban su monolitismo. Durante el generalato de san Buenaventura se confrontaron tres tendencias: un movimiento amplio, incluso laxista, pronto a pedir a la Santa Sede todas las dispensas posibles para mantener del ideal franciscano únicamente la capa edificante de una vida honesta pero alejada de las exigencias de los consejos evangélicos; en sus antípodas, los espirituales que, por obra de una visión aberrante de los ejemplos y enseñanzas de san Francisco, no veían en la pobreza un medio para vivir evangélicamente, sino el fin mismo de la vida; por último, en el centro, la inmensa mayoría de la denominada «Comunidad». Cada uno de los movimientos contesta al otro, interpelando duramente a la Orden en su propio ser, pero de una manera desastrosa, capaz de terminar en la autodestrucción. Como la Comunidad constituye a pesar de todo la parte sanior et maior, y es considerada por la Santa Sede como la Orden ut sic, se concluye que la contestación interna del franciscanismo toma el giro de una contestación en el seno de la Iglesia, ya que el sistema monástico antiguo, dada la autonomía de los monasterios y el desconocimiento de la noción de Orden con un sólo General y un único Capítulo General, hizo imposible hasta el momento esta protesta interna de una sociedad religiosa contra sus propias estructuras, usos y legislaciones. Sin embargo, la escisión propiamente dicha de la Orden franciscana en ramas distintas, a resultas de la contestación interna, se produciría más tarde. Bajo el pontificado de Juan XXII, en el año 1317, los espirituales de Sicilia eligieron un General propio, Enrique de Ceva, erigieron conventos y provincias incluso en Roma y parece ser que Ángel Clareno, segundo General de esta obediencia, llegó a pedir la mediación de Felipe de Mallorca ante el Papa para que se reconociese canónicamente la nueva Orden, pero el príncipe se negó a ello y todo se deshizo. No sucedió lo mismo con las múltiples tendencias reformadoras de los siglos XIV y XV. Ver en estas luchas y rivalidades meras querellas de monjes sin objeto serio, sería cometer un grave error. Aunque su postura puede parecer hoy en día relativa y secundaria, en el fondo se trataba de la libertad de seguir en la Iglesia, pero no bajo su arbitrio, el ideal de Francisco e incluso la libertad de poder seguir dicho ideal fuera del arbitrio del partido franciscano en el poder. En estos continuos ensayos de reforma, por lo tanto, es necesario considerar, sobre todo, la independencia de espíritu para interpretar una herencia espiritual puesta al servicio de una Iglesia, necesitada también de reformas continuas. Por eso las reformas franciscanas presentan dos elementos constantes, tomados directamente de la experiencia de san Francisco: el eremitismo penitente y contemplativo y la predicación popular. León X es el primer Papa que reconoce, en 1517, la existencia de dos observancias franciscanas bastante diferentes entre sí como para separarlas una de la otra, unificando en una de las dos, la Observancia, las restantes reformas menudas. Pero diez años más tarde el movimiento de contestación interna en la Observancia misma engendrará la experiencia de los capuchinos, eremitas y predicadores que pretenden volver también a los orígenes del franciscanismo. Es tal vez el momento de citar, ante este resurgimiento continuo y fecundo de un ideal jamás agotado y nunca destructor de la unidad espiritual, a pesar de las separaciones políticas y jurídicas, la frase de L. Moulin: «Las repúblicas caen o se suceden, pero no se corrigen». Parece ser que, por el contrario, el franciscanismo se corrige sin cesar asegurando de este modo su perennidad en una unidad espiritual libre de cualquier uniformismo institucional. EL FRANCISCANISMO RECHAZA Aunque la dictadura del dinero no se dé principalmente en la sociedad eclesial, la contestación franciscana en la Iglesia aparece, sobre todo, como búsqueda de la pobreza voluntaria, hecho que muchos historiadores y ensayistas de diversas disciplinas consideran como una contestación, incluso una revolución, tanto en el campo de la vida económica como en el ámbito de la vida social. Digamos por lo pronto que no comprenderíamos en absoluto la pobreza de san Francisco y, en consecuencia, la pobreza pretendida por sus seguidores, si tuviésemos en cuenta únicamente su aspecto económico externo. No se busca la pobreza ni como ideal social universal, ni como protesta de cualquier propiedad; ella es un elemento de la vida espiritual de hombres consagrados a Dios, constituye uno de los pilares de la vida evangélica, de la sequela Christi, seguimiento de Cristo, tal como la vivieron los Apóstoles. Hecha esta advertencia indispensable, es forzoso percatarse de que, en la intención de Francisco y los suyos, la pobreza voluntaria es también una contestación, sobre todo en nuestro tiempo, después de tantas tomas de conciencia... Ya hemos tratado anteriormente de lo que Schnürer denominó «Armutsbewegung»; el Movimiento de Pobreza, una de las características del siglo XII, época en que nació san Francisco. Posiblemente dicho movimiento no sólo es una búsqueda de purificación de la Iglesia mediante la invitación a abandonar sus riquezas feudales, sino más bien una ola profunda de mutación de la sociedad. Si existen, por una parte, protestas contra la riqueza de la Iglesia y de los príncipes, por otra, se da también una evolución de mentalidad entre los príncipes con tendencias a generalizarse. Cuando, por influencia de san Bernardo, Teobaldo de Champagne organiza a través de los premonstratenses verdaderos servicios sociales de su corte en beneficio de los indigentes, va más allá de la tradición limosnera de los príncipes cristianos, manifestando que ha adquirido el sentido del pobre como persona humana y, a la vez, el sentido político del organizar la asistencia social. Como Francisco no tiene las mismas responsabilidades no desembocará en las mismas conclusiones prácticas. Pero Francisco posee una sensibilidad inteligente que le permite interpretar, tanto a la luz de la fe como a la luz puramente racional, sus experiencias de joven mercader ciudadano. Él captó la relación existente entre el dinero y la vida de la sociedad, y sabe que toda modificación de las finanzas y de la moneda implica una modificación de las relaciones sociales, lo cual no deja de acarrear inconvenientes a la vida evangélica, dado que la justicia y la caridad se ven afectadas por dichos cambios antes que cualquier otra cosa. Y justamente en el naciente siglo XIII, período de organización y de expansión económica, el dinero, con todo su sistema de préstamos, de participación, de capitalización, de cambio, se convierte cada día más en una fuerza que linda con el poder político por obra del dominio económico. Así lo comprende Francisco, con una inteligencia intuitiva y no sistemática, con una experiencia no especulativa sino vivida. Por eso su pobreza, considerada en un plano social y humano, es un rechazo del dinero como poder, ese poder que él ve en acción, maniobrado y maniobrante, tanto en su ciudad de Asís como en la distribución de los beneficios eclesiásticos. Si Francisco no quiere para sí y sus hermanos tierras, ni títulos, ni rentas, ni prebendas, es porque rechaza, en el fondo de todo ello, el poder, la tiranía, la injusticia engendrada por la posesión del dinero. Evidentemente, los espirituales, con un sentimentalismo de corto alcance, apenas han captado esto; su pobreza es un fetichismo, una inversión por la que toman como un fin en sí (ser pobre por ser pobre) lo que no es más que un medio (ser pobre para ser libre ante Dios y los hombres). Por el contrario, la más sana tradición franciscana sabrá aliar una búsqueda humana de la pobreza evangélica en sí misma con la lucha contra las injusticias y alienaciones entrañadas por el poderío del dinero. Es característico, en efecto, que los doctores franciscanos se hayan interesado siempre más que otros en las investigaciones jurídico-teológicas sobre el préstamo a interés, la usura, el justo precio. El estudio de M. Ibanés (La doctrine de l'Eglise et les réalités économiques au XIII s.), si bien cita a santo Tomás de Aquino bastante más que a cualquier otro autor (es la costumbre...), no puede menos de realizar luminosas incursiones en el terreno franciscano. Franciscanos son también quienes, como Bernardino de Feltre, organizaron los «Montes de Piedad» en sus diversas formas, para defender a los pobres de los confiados de su riqueza, más poderosos por su dinero que por un derecho verdaderamente moral. Sin olvidar al capuchino Ludovico de Besse y sus «bancos populares», a principios de nuestro siglo. A despecho de las soluciones inseguras, inventadas a menudo por los canonistas, y no por los religiosos, para dirigir su propia pobreza; a despecho de numerosos abusos bajo títulos colorados, los franciscanos supieron conservar, en la búsqueda de una vida simple y, sobre todo, con el rechazo constante del enriquecimiento, del provecho indefinido, su vocación de contestatarios de la sociedad capitalista y de la explotación del pobre por el rico. Que su método haya coincidido con frecuencia con las mentalidades prácticas y paternalistas, por ejemplo con las mentalidades o los usos de diversas épocas, no disminuye el valor de su actitud, tanto más cuanto ellos sabían mantener en otros campos una acción contestataria tan resuelta como bien fundada. RECHAZO DEL ORDEN ESTABLECIDO Rechazando la arbitrariedad de la autoridad absoluta y uniformizante, rechazando la tiranía del capital y sus consecuencias inhumanas y antievangélicas, el franciscanismo rechaza, por lo menos en sus orígenes, la existencia de un orden establecido e inmutable en la sociedad. Nacido en una época en la que lo feudal se difumina frente a la instalación de la civilización urbana y la organización del gran comercio, el franciscanismo, como se dijo anteriormente, rechaza desde el principio las estructuras feudales y, en particular, la propiedad de tierras como base de la subsistencia y de la autoridad. Cuán sorprendida quedará la corte pontificia cuando santa Clara, que vivía en clausura y en comunidad estricta, pida para sí el «privilegio» de la pobreza, es decir, la renuncia a la propiedad territorial y, como los frailes, renuncia a toda renta fija y a todo capital fructificable, como fuente ordinaria de subsistencia. Pero no están incluidos aquí todos los elementos de la sociedad, como tampoco los franciscanos y las clarisas constituyen todo el franciscanismo. Si el enfoque de este ensayo no permite llevar las investigaciones al terreno de la Orden de los penitentes o Tercera Orden, es indispensable señalar, por lo menos, que la Orden Tercera tuvo también su parte en la contestación franciscana de la sociedad establecida. El feudalismo radica en el juramento; la regla de la Tercera Orden prohíbe a sus miembros prestar juramento... La guerra endémica del sistema feudal supone que todos los hombres, en particular los nobles, estén armados; los terciarios deben renunciar a llevar armas. Las sucesiones hereditarias estaban reglamentadas por el derecho consuetudinario o escrito, en las cuales era determinante el derecho de primogenitura o el uso de las divisiones; la Tercera Orden impone la obligación de hacer testamento, con objeto de cortar de raíz todo litigio entre los herederos... Aún cuando los penitentes franciscanos no poseen siempre la iniciativa ni el monopolio de estas acciones, ¿no son todas ellas formas concretas de protesta contra los principios jurídicos o las costumbres sociales, armazones del orden establecido? Pero volvamos de nuevo a los frailes y su actitud en la Iglesia. Junto a la no-clausura, al sistema democrático de gobierno y a la pobreza social, el franciscanismo introdujo la novedad de su participación en la pastoral. Aún cuando los religiosos se habían mantenido hasta entonces en la clausura, extraños por completo al ministerio de las parroquias, los hermanos menores se pusieron desde el primer día de su existencia, no obstante su condición laical, a predicar en los pueblos, en las plazas de las ciudades y hasta en las iglesias. Y cuando más tarde, tras renunciar a sus beneficios, se les agregan sacerdotes, éstos se dedican a la predicación popular, le prestan sus conocimientos, aunque rudimentarios, de teología y, sobre todo, se inmiscuyen en la colación de los sacramentos, reservada hasta entonces al propius sacerdos, es decir al párroco o a sus equiparados. No tardará en originarse el conflicto, a pesar de la protección pontificia y episcopal, conflicto que significa, por parte de los franciscanos, una verdadera contestación del derecho exclusivo de los sacerdotes diocesanos a la administración de los sacramentos y de la Palabra de Dios e, igualmente, contestación de la notoria insuficiencia de un clero sin formación ni vida religiosa seria. Ello hará decir a san Buenaventura en su Tratado Quare Fratres minores praedicant et confessiones audiunt, que se ha confiado a los franciscanos (y a los dominicos) la participación en la pastoral para suplir la insuficiencia de los clérigos. Y el mismo doctor explicará que el proprius sacerdos es tal, bien sea en virtud de su oficio, bien por comisión recibida. Cosa que es otra innovación en el derecho común, debida a la contestación y no-conformismo de los franciscanos. La Crónica de fray Salimbene de Parma posee al respecto páginas extraordinariamente contestatarias y, él que no era modelo por exceso de modestia, apostrofa a los clérigos seculares diciéndoles que, después de todo, los hermanos menores son tan capaces como ellos de ser párrocos, canónigos, arciprestes, obispos e incluso papas... Esto, ¡ay!, no tardaría mucho en producirse, para bien de numerosas diócesis, dicha sea esta aclaración última para tranquilidad interior de la Orden. La participación en el apostolado y en la pastoral traía consigo la necesidad de estudiar. Por ello la fraternidad laica de san Francisco se convirtió rápidamente en una Ordo Sapiens, una Orden en la que se estudiaba. Fue un movimiento doble, algunos doctores se hacían franciscanos y algunos franciscanos se hacían doctores. Pero también eso significaba una innovación notoria y escandalosa: ¿con qué título, en efecto, pretendían los religiosos grados universitarios y el derecho a la enseñanza pública que se derivaba de la posesión de títulos? ¿Cómo era posible pertenecer al mismo tiempo a dos sociedades igualmente perfectas, la Orden religiosa y la Universidad? (Igualmente era inaudito pertenecer a una Orden y formar parte al mismo tiempo de la pastoral sujeta a la jurisdicción episcopal; la Edad Media tiene miedo a las dobles pertenencias...) Se entabló a este propósito una contienda terrible, y tuvieron un papel eminente en ella, frente a la Universidad de París y algunos obispos franceses, las dos lumbreras de la escolástica: Tomás de Aquino, por parte de los hermanos predicadores, y Buenaventura, por parte de los hermanos menores. Su protesta contestando a los universitarios el monopolio de la colación de grados y, sobre todo, el monopolio de la enseñanza, condujo igualmente a una modificación profunda de la estructura del derecho. Al debate mendicantes-universidad, que duró buena parte del siglo XIII y unió a las dos grandes Ordenes nuevas, dominica y franciscana, debe añadirse otra cuestión en la cual los franciscanos, si no se manifiestan contestatarios, se manifiestan por lo menos no alineados y en esta ocasión con respecto a sus hermanos dominicos. Me refiero a la independencia de espíritu de que dio muestras la Orden de san Francisco frente a la formación de una doctrina escolástica, que muchos querían ver convertida en la enseñanza única y universal de la Iglesia. Ciertamente, presentar el tomismo como escuela oficial de la Iglesia romana a partir de su formación en el siglo XIII sería más que anacrónico, puesto que santo Tomás en persona vio como se le discutía e incluso condenaba. Pero, paralelamente a la formación del tomismo, los maestros franciscanos elaboraron con plena libertad de espíritu un sistema teológico inspirado en principios diversos de los del sistema tomista, en la lectura de la misma Palabra de Dios. Las construcciones buenaventuriana y escotística de la teología y de la mística, no sólo difieren de la construcción tomista, de base aristotélica, sino que se diferencia también entre sí, no obstante su vinculación platónica común. Puede decirse incluso que, hasta la afirmación, ya en época moderna, de las nuevas formas de pensamiento, con la constitución de las grandes escuelas filosóficas, los franciscanos, cosa que puede parecer una anarquía intelectual, no cesarán de investigar la verdad y sus formulaciones añadiendo matices a matices y produciendo la escuela nominalista de Guillermo de Ockham, último avatar de la escolástica medieval y puerta abierta al racionalismo y tal vez hasta al mismo estructuralismo de nuestros días. Así volvemos a encontrar en cierta manera, hasta en la más alta vida intelectual de los franciscanos, el rechazo de toda sistematización prefabricada y de toda armonía preestablecida o de cualquier conformismo pasivo y, en consecuencia, podríamos reconocer también este rechazo en la multiplicidad de sus corrientes de espiritualidad, justificadas todas ellas, sin embargo, por un denominador común, la espiritualidad franciscana, en contraposición a una sensibilidad y un sentimiento religiosos muy diferentes en el seno mismo del cristianismo romano. La historia aportará matices, o confirmaciones o incluso aligeraciones a las proposiciones iniciales. Ello no obsta para que podamos considerar los siete siglos del movimiento franciscano como siete siglos de búsqueda y de protesta y no como siete siglos de estabilidad inmutable y pasiva. CONCLUSIÓN Al terminar esta exposición, que merecería un amplio estudio que abarcase todos los matices, pruebas y decisiones pertinentes, quisiera deducir algunas conclusiones más sintéticas y señalar de pasada algunas pistas de investigación. Sobresale el hecho de que, en su conjunto, el franciscanismo, a partir de sus orígenes mismos -y tal vez en sus orígenes sobre todo, por tanto en su naturaleza- ha sido uno de los elementos más importantes en la evolución de la vida y del derecho de la Iglesia romana, ya que se ha comportado como una sociedad abierta, que no se alineaba incondicionalmente, sino que buscaba instintivamente, por así decirlo, los puntos de una posible evolución y, por lo tanto, los puntos de puesta en duda inmediata. La contestación franciscana en la Iglesia no es revolucionaria, ni simplemente atenta a una evolución; es, por los actos que pone o suscita, provocadora del cambio. La fuente de este no-conformismo provocador reside en el hecho de que el franciscanismo es un movimiento surgido de las profundidades de la fe evangélica y, siendo eminentemente humano y terrestre, se niega a dar el primado a las causas materiales para explicar los fenómenos humanos. No es la situación económica lo que provoca la búsqueda de la pobreza, sino la fe evangélica; y de ella surge por sí misma la ocasión de sanear la moral económica y social. Francisco muestra claramente que los hermanos deben esforzarse en vivir «como todo el mundo», «como los demás pobres»; el franciscano no desea otra cosa que ser un hombre de su país y de su tiempo. Pero sabe, a la vez, que es necesario escoger entre las realidades contemporáneas para poder superarlas y así preparar el futuro. Francisco es contemporáneo de las cruzadas y participa en una de ellas, pero su experiencia le hace comprender que la mística de cruzada no es solución del problema. Está muy bien devolver el sepulcro de Cristo a tierras cristianas, pero si ello se realiza mediante la guerra que mata las almas y los cuerpos, entonces no. Y Francisco propone la evangelización en lugar de la guerra. Y es el primero en dedicar un capítulo de su Regla: «De los que quieran ir entre los sarracenos y otros infieles». He aquí el rechazo dinámico y nuevo de una situación considerada en ese momento como la mejor... Es cierto que, a pesar de todo, no se debe exagerar trazando del franciscanismo un cuadro que presente la continuidad y la lógica como sus constantes fundamentales. No es así. Al tiempo que han contestado la sociedad y el orden establecido, los propios franciscanos acabaron por aprovecharse también de esta sociedad. Y lo que es peor: la Orden franciscana no supo reconocer las injusticias del orden establecido, cuando sus predicadores y sus confesores mantenían de buena fe las jerarquías de clase, reforzando terriblemente la espiritualidad del deber de estado, en el cual veían la voluntad sagrada e inmutable de Dios. Por ello, al llegar la Revolución francesa, los discípulos de san Francisco quedarán muy sorprendidos ante los cambios que ellos creían haber hecho imposibles, cuando en realidad lo que debían haber hecho era, por el contrario, prepararlos con otro espíritu y otra orientación, que debían haber encontrado en un conocimiento verdadero de su naturaleza y de sus orígenes. De igual modo, los teólogos y los filósofos franciscanos han ignorado a Descartes y el provecho que hubieran podido sacar de la renovación del pensamiento; se mantuvieron en las sendas trilladas de una escolástica gastada, que ni siquiera eran capaces de resucitar con su independencia de espíritu. Su ceguera frente al cartesianismo y a cualquier remozamiento intelectual les hizo desviarse de su papel histórico. ¿Ha muerto, hoy en día, frente a la renovación universal pero confusa de la vida en sus más variadas manifestaciones, el papel históricamente contestatario del franciscanismo? Rechazando cuanto hizo una tradición obnubilada por el desconocimiento de las verdaderas exigencias de la tradición, los franciscanos juegan la carta de la pluralidad de formas entre sí bajo la separación jurídica de sus ramas. Pero en un mundo en que la especialización se ha convertido en un freno del progreso por la imposibilidad o la dificultad de acercar, coordinar y reunir, ¿no consistirá la contestación franciscana, en el plano intelectual, en el esfuerzo de síntesis de los materiales de pensamiento dispersos y dispares, en la promoción de una unidad a la vez pluralística y dinámica en la comunidad de fin? ¿No puede aparecer a su vez este objetivo como la libertad cristiana de la persona en una sociedad abierta a un progreso indefinido, condicionado por la valentía de rechazar toda instalación definitiva? Si nos negamos a ver en la experiencia franciscana la anarquía sublevada o la indisciplina individualista, si vemos en ella la realización de una sociedad libre pero comprometida, independiente pero solidaria, abierta pero lógica, entonces quiere decirse que la historia franciscana no ha terminado y que su servicio permanece abierto. [En Selecciones de Franciscanismo, vol. I, núm. 3 (1972) 31-45] |
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