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DIRECTORIO FRANCISCANOHistoria franciscana |
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[Título original: Saint François et le «mépris du monde», en Études Franciscaines 15 (1965) Supl., pp. 157-168] El número de julio-septiembre de 1965 de la «Revue d'Ascétique et de Mystique» reunía un conjunto de estudios notables sobre la noción de «desprecio del mundo» en la tradición espiritual occidental. Al parecer, en muy pocas ocasiones había sido tratado el tema con tanta variedad y maestría, a la vez que sin concesiones a la vana palabrería o a repeticiones inútiles y vacías en materia que puede parecer a algunos demasiado clásica o inútil. Pero, tanto al examinar el índice general como al leer o echar una ojeada a los estudios, nos pareció que este conjunto de trabajos adolecía de cierta laguna. Si se busca en el índice de personas (p. 430) el nombre de Francisco de Asís, uno se sorprende al constatar que sólo aparece una vez (p. 307), en el hermoso artículo de M. Mollat sobre «Pauvres et pauvreté au XII s.»; e incluso en este caso, el patriarca de Asís es citado simplemente como un hito histórico, pero no como un modelo o un maestro... Sin embargo, ¿quién negaría que san Francisco, heredero también él de la noción bíblica de desprecio del mundo, sabe darle no obstante, en el tránsito del siglo XII al XIII, una nueva coloración, sobre todo mediante su práctica de una huida del mundo que se llama en nuestro actual lenguaje presencia de testimonio? Permítasenos esbozar este estudio sobre el desprecio del mundo en el sentimiento, la experiencia, la enseñanza y la práctica de Francisco. Lo haremos con tan poco espíritu polémico o reivindicativo que partiremos de las ideas maestras expuestas en los trabajos de Dom Grégoire y de Francesco Lazzari aparecidos en dicha revista.[1] Comprobaremos luego en qué es Francisco deudor de la tradición que le precede. Y, en un tercer momento, procuraremos descubrir lo que Francisco cambia o añade. Nuestro estudio será, sin duda, inferior en erudición y riqueza de pensamiento al de los autores que quisiéramos completar. No obstante, esperamos no ser rechazados de su gloriosa y agradable compañía. I. EL DESPRECIO DEL MUNDO ANTES DE SAN FRANCISCO Dom J. Leclerc confiesa que el tema del desprecio del mundo «nunca le ha parecido un elemento dominante, obsesivo, un dato fundamental y que explique todo en la espiritualidad de los monjes de la Edad Media».[2] Sin llegar a impugnar esta afirmación, nos vemos no obstante obligados a reconocer que no ha existido en toda la tradición cristiana una búsqueda de perfección evangélica que no haya ido emparejada con una actitud un tanto negativa, por mínima que fuese, respecto al mundo. Queda por saber qué realidades encubren las palabras mundo y desprecio... En este, como en otros sectores del pensamiento religioso antiguo, se han cometido exageraciones que han comprometido la recta comprensión de los textos y de las cosas. Así, mundo no quiere decir todo el universo creado, y desprecio no significa rechazo total e incondicionado. Eso es lo que nos demuestran o nos recuerdan los textos citados y explicados por Dom Grégoire. Será útil repetir aquí lo esencial para poder situar mejor después el pensamiento y la acción de Francisco. Y en primer lugar, lejos de ser malo en sí, el mundo creado es bueno, porque es obra de Dios e imagen de su creador. El austero y exigente Pedro Damiano no duda en proclamarlo: «Considere pues el hombre el hermoso orden existente en el mundo creado, y cuando vea que todo ello ha sido hecho para su uso, agradézcaselo a su creador y no a sí mismo... En la medida en que se somete en el presente a las leyes de su Autor, él, hombre, que aparece como la más excelsa de las criaturas terrenas, sea también exaltado verdaderamente en la gloria celestial».[3] El mismo doctor enseña también que lo que es fuente de mal u ocasión de pecado no es la criatura en sí, sino la conducta que Dios ha dictado al hombre en sus relaciones con ella, acercándose así al pensamiento de san Pablo sobre la ley (Rom 7,7). «Una cosa es declarar indiferentemente buenas las criaturas de Dios y otra es atender a conservar castidad y sobriedad mediante el dominio del propio cuerpo. En efecto, el árbol del Paraíso era bueno, plantado por un buen hacedor, sin embargo, no era bueno comer de sus frutos, pues así lo había establecido el mismo jardinero... Lo que era bueno por naturaleza, se convirtió en malo por no haber obedecido».[4] Por tanto, el desprecio del mundo no es desconocimiento de lo que tiene de bueno o rechazo de servirse de ello para el bien; es, ante todo, apreciación de una jerarquía de valores de lo creado en relación a lo increado, de lo carnal en relación a lo espiritual; y por eso, voluntad de superación. El desprecio del mundo así entendido, sitúa las cosas en su verdadero lugar o las vuelve a colocar en él cuando el pecado las ha apartado de su sitio. F. Lazzari, pues, tiene razón al escribir: «Por esencia, el hombre es un fin con relación al mundo; pero el deseo provoca una inversión y el hombre se hace esclavo de las criaturas. En esta perspectiva, despreciar el mundo, por su incapacidad de colmar las exigencias de un ser espiritual, es algo postulado desde el punto de vista teórico para el establecimiento de una jerarquía de valores que devuelva al hombre la conciencia de su dignidad de fin para el universo».[5] En concreto, la tradición medieval sobre el desprecio del mundo (contemptus mundi), se expresará mediante la explotación de tres temas principales. El primero es el de la incompatibilidad entre la vida espiritual y los cuidados, ocupaciones y negocios del mundo. Para inculcar este principio, se recordará con frecuencia una frase de san Pablo: «Nemo militans Deo implicat se negotiis saecularibus».[6] El segundo tema, escriturístico también, es el del exilio: somos peregrinos y forasteros en esta tierra.[7] El tercero es el de la muerte al mundo, que conlleva igualmente resonancias paulinas: «Porque habéis muerto y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios» (Col 3,3). Pero se subraya bien que «esta verdadera muerte al mundo, esta huida del mundo, este odio al mundo es espiritual y moral. Hay que despreciarse primeramente a sí mismo para renunciar verdaderamente al mundo».[8] ¿Despreciarse a sí mismo incluye un desprecio del hombre en cuanto hombre? De ningún modo, puesto que el sentido preciso de la creación implica admiración por lo creado, concediendo preferencia a la criatura humana. Lejos de implicar desinterés por el hombre, el desprecio del mundo destaca una dualidad de sentimiento y de actitud que F. Lazzari subraya muy bien en san Bernardo.[9] Pero nos preguntamos si esta dualidad no era experimentada como una especie de conflicto por quien se llamaba la «quimera de su siglo»: el imperativo mayor de la caridad no pierde nunca sus derechos; ahora bien, el hombre forma parte de esas trampas que tiende el «mundo» en el camino que conduce hacia Dios, y la exigencia de liberarse del mundo no puede hacer extinguirse la vocación a la solidaridad humana. Por eso, el desprecio del mundo, puesto que es reposición en orden de las cosas, no puede inspirar en el corazón del monje desamor ni siquiera indiferencia del hombre. Al contrario, «el significado característico del contemptus se manifiesta sobre todo en el sentimiento de la solidaridad humana, en la solicitud por distribuir entre los compañeros de camino hacia la salvación parte del bien que se ha conseguido».[10] De este modo, considerado en todas estas direcciones, según la tradición monástica, «el desprecio del mundo es una marcha hacia la comunión, hacia el cumplimiento del amor humano en el amor divino».[11] II. SAN FRANCISCO Y LA TRADICIÓN MONÁSTICA Hemos tenido ya ocasión de recordar cómo y en qué la experiencia religiosa y la enseñanza de san Francisco se relacionan con la corriente espiritual anterior a él, y particularmente con la del siglo XII, del cual es hijo y uno de sus más típicos testigos.[12] Tratemos de captar cómo su pensamiento y su práctica del desprecio del mundo siguen esa tradición. Escribiendo a todos los fieles, dice Francisco a los que no hacen penitencia: «Mirad, ciegos, engañados por nuestros enemigos, la carne, el mundo, el diablo...» (2CtaF 69). Esta postura, que recuerda las tres concupiscencias de san Juan, es categóricamente una oposición al mundo... Y Francisco asociará más de una vez el mundo y la carne, esclareciendo así estos dos términos el uno por el otro: «Defendámonos de la sabiduría de este mundo y de la prudencia de la carne» (1 R 17,11); los «que ponen por obra vicios y pecados... sirven corporalmente al mundo con los deseos carnales, con los cuidados y afanes de este siglo... engañados por el diablo...» (2CtaF 64-66). Habrá pues que liberarse de esta esclavitud que sólo ocasiona preocupaciones: «El Señor manda en el Evangelio: Precaveos de la solicitud de este siglo y de las preocupaciones de esta vida» (1 R 8,1; cf. Lc 12,15; 21,34); «Amonesto... a que se guarden los hermanos de toda... preocupación y solicitud de este mundo» (2 R 10,7). En lo cual el santo de Asís es de los más clásicos, viendo claramente que el «desprecio del mundo toma su significado en la oposición entre libertad y esclavitud, en la percepción del ser ideal del hombre».[13] Pero en él, como en los doctores que le han precedido, el desprecio del mundo no es desconocimiento de las necesidades del hombre, que no puede menos que vestirse y alimentarse[14] ni, sobre todo, de la belleza y de la bondad esencial de las criaturas. Antes que él hubo monjes que fueron poetas y cantaron la naturaleza y a su creador; pero él dará a esa poesía una sencillez y un tono nunca conocidos hasta entonces. No renuncia a la dulzura que le proporciona la música, pero la sitúa de nuevo en su verdadero plano: la alabanza de Dios. Es conocido aquel episodio en el que Francisco pide a un hermano habilidoso que le toque la cítara; le dice: «Hermano, los hijos de este siglo no entienden los misterios divinos. Hasta los instrumentos músicos, destinados en otros tiempos a las alabanzas de Dios, los ha convertido ahora la sensualidad de los hombres en placer de los oídos» (2 Cel 126). Cosa curiosa, escandalizado por un capricho... tan mundano de Francisco, el hermano se negó a tocar y fue un ángel quien consoló a Francisco con una música celestial.[15] También sabe Francisco, el austero ayunador, lo que es la dulzura del gusto y no lo oculta. Un día dijo: «No tengo ganas de comer; pero, si tuviese un trozo del pez que se llama lucio, lo comería con gusto» (EP 111).[16] Tampoco Francisco sentía desprecio por su cuerpo, al que con tanta frecuencia había maltratado; con elegancia y hasta con humor le hace justicia: «Soy testigo de que me ha sido obediente en todo, de que no ha tenido miramiento alguno consigo, sino que iba, como precipitándose, a cumplir cuanto se le ordenaba. No ha recusado trabajo alguno, no se ha hurtado molestia alguna, todo para poder cumplir perfectamente lo mandado. Hemos estado de acuerdo él y yo en esto: en seguir sin resistencia alguna a Cristo el Señor» (2 Cel 211). Por último, como sus antecesores, Francisco encuentra en todo lo visible un trampolín hacia lo invisible, reconoce en cada criatura una base de partida hacia la contemplación, como para los apóstoles la visión física del cuerpo de Cristo era el acceso a la contemplación divina, y para el cristiano la mirada al pan eucarístico es una invitación a la adoración.[17] Sin embargo, a pesar de todo el respeto que siente por lo creado, Francisco no permite que este respeto suplante el desprecio del mundo que él experimenta, que ha aprendido y que enseña. Por eso, se encuentran en sus escritos ciertos temas muy del agrado de los padres de la ascesis monástica, pero con algunos matices. El tema del destierro, con su base escriturística, se convierte en el leit-motiv de la peregrinación y de la inestabilidad ligada a la pobreza franciscana: somos peregrinos y extranjeros en esta tierra y, por eso, no podemos apegarnos a nada.[18] El tema de la «muerte al mundo» como tal es extraño a Francisco; parece preferir la idea de muerto a sí mismo. En el Saludo a las Virtudes, interpelando a esas grandes señoras, les dice: «Nadie hay absolutamente en el mundo entero que pueda poseer a una de vosotras si antes no muere» (SalVir 5). Pero sus biógrafos dicen clásicamente de él que «estaba ya muerto al mundo y Cristo vivía en él» (2 Cel 211). En fin, Francisco no cita nunca el texto de 2 Tim 2,4, aducido con frecuencia por los autores monásticos, y, aunque los antiguos insistían en afirmar que el monje no debía hacer lo que hacía en el mundo antes de su conversión, Francisco no ve inconveniente en que los primeros hermanos menores continúen en algunas de sus ocupaciones del pasado, con tal que sean honestas y no tengan nada que ver con el dinero.[19] III. EN QUÉ DIFIERE SAN FRANCISCO DE SUS ANTECESORES Estas últimas consideraciones nos permiten ya entrever cómo Francisco adopta algunas libertades en ciertos aspectos del desprecio del mundo enseñado por sus predecesores. Es hora de examinar más extensamente este tercer punto de nuestro tema. Veamos en primer lugar cómo Francisco lleva a la práctica el desprecio del mundo y la separación del mundo, que aquél implica, durante las etapas de su conversión. No vamos a recoger aquí todos los detalles de esa conducta de Francisco; nos limitaremos a algunos sucesos más salientes, conscientes de que se podría haber hecho otra selección. Ahí está Francisco, a principios del año 1205, camino de la cruzada; su vestido, equipo y armadura son magníficos y completamente nuevos; encuentra a un caballero pobre, y le da su uniforme de lujo... Es el gesto loco de un hombre que todavía está «viviendo en el siglo y siguiendo sus máximas» (1 Cel 17; LM 1,3). En este gesto puede verse una primera renuncia y una primera ruptura con el conformismo mundano, tanto más cuanto que en la noche siguiente Francisco recibirá la visión inaugural de su conversión, y muy pronto dará media vuelta y regresará a Asís... Varios meses más tarde, sin duda, tiene lugar el gesto de despojarse públicamente de sus vestidos en presencia del obispo de Asís y de su padre, a quien le entrega todo, diciendo: «Desde ahora diré con libertad: Padre nuestro que estás en los cielos, y no padre Pedro Bernardone...» (2 Cel 12; cf. 1 Cel 15, y paralelos en otras leyendas antiguas). Esta vez la ruptura, incluso canónica, es todavía más tajante y más claro el desprecio que hace Francisco del mundo y de sus valores, e incluso, en cierto sentido, ¡del valor de la sangre! Pero hay otro episodio, sin duda cronológicamente anterior, que parece ser más decisivo aún, pues el mismo Francisco se refiere a él en su Testamento, atribuyéndole toda su conversión y lo que de ella se siguió. Dejemos que sea Francisco mismo quien nos hable: «El Señor me dio de esta manera, a mí el hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia; en efecto, como estaba en pecados, me parecía muy amargo ver leprosos. Y el Señor mismo me condujo en medio de ellos, y practiqué con ellos la misericordia. Y, al separarme de los mismos, aquello que me parecía amargo, se me tornó dulzura de alma y cuerpo; y, después de esto, permanecí un poco de tiempo y salí del siglo» (Test 1-4).[20] Aquí tenemos una confesión capital de Francisco y de la que habría que hacer uno de los textos primordiales de la psicología de la conversión. A Francisco, todavía mundano -«viviendo en el siglo, dice Celano, y siguiendo las máximas del siglo»-, le repugna el encuentro con los leprosos: es la carne quien habla en él, y el comportamiento mundano... Pero Dios mismo lo prueba llevándole entre esos seres pobres, rechazados y dolientes, imágenes bíblicas de Cristo. Y Francisco vence la naturaleza, se libera del prejuicio y del comportamiento mundanos para hacer un acto de caridad. Es entonces cuando la sabiduría, recompensa ya de esa victoria sobre sí mismo y sobre el mundo, lo invade por completo. Pero, al mismo tiempo, la sabiduría lo ilumina; por eso Francisco llega a la conclusión de que no tiene ya nada que ver con ese mundo y lo abandona poco después. Todo ese drama íntimo nos parece comentado por F. Lazzari, pero a propósito... de san Bernardo. Leamos esos pasajes: «Dios viene generosamente al encuentro de la oración del hombre, y éste, al gustar su ternura, se convierte completamente a Él hasta el punto de llegar a amarlo por sí mismo... Este éxtasis supremo se sitúa al término de una historia cuyo eje central es el encuentro del hombre con Dios; como consecuencia de este encuentro, el hombre orienta todo su ser hacia otro fin, se convierte. La obra de la voluntad divina es la historia de la conversión humana...».[21] Y más adelante: «La humildad conmueve la infinita benevolencia divina: la esperanza y la oración engendradas en las lágrimas por la interpelación de Dios constituyen entonces el primer eslabón de la unión con Él, el efecto inicial de la rehabilitación. En el centro de este proceso se halla la razón, principio de la sabiduría, que es experiencia de la verdad; ella despeja el terreno reconociendo la miseria y negatividad del deseo. Esta obra de redención de la afectividad, de la voluntad extraviada en el ansia, coincide con el alba de una visión radiante, que debe atraer hacia una nueva clase de placer: inveniet paradisum voluptatis plantatum a Domino».[22] ¿No se percibe aquí lo que Francisco dice en las cortas frases experimentales y no especulativas de su Testamento? Habiendo vencido su repugnancia -que no es más que un deseo vacío- y habiéndose entregado, contra el movimiento del mundo y de la carne, al impulso de una razón superior iluminada por la fe, Francisco experimenta la unción de la sabiduría y la dulzura que Dios le hace sentir, y se determina por una conversión definitiva: dejar el mundo completa e irrevocablemente. Pero es aquí donde comienza un hecho de la aventura franciscana que marcará una ruptura total con la tradición precedente. Francisco deja el mundo. Pero, ¿cómo? ¡Quedándose en Asís, en esa ciudad donde conoce a todo el mundo y donde es más conocido que la ruda! Antes de él, dejar el mundo quería decir huir al desierto o, por lo menos, a una selva, aunque fuera cercana, para vivir solitariamente; o bien significaba enclaustrarse tras los muros de un monasterio. Francisco no escoge el retiro ermitaño ni la clausura, sino la ciudad o su proximidad, y no rehúsa la compañía de sus contemporáneos. Su pobreza es lo que será al mismo tiempo su desprecio y su fuga del mundo. ¿Cómo aparece la pobreza de Francisco desde esta perspectiva? Ciertamente no se trata del aspecto económico o, si puede decirse, cuantitativo de la pobreza. Los ermitaños y los monjes podían ser tan pobres como Francisco y por los mismos motivos que él. Pero al escoger a la vez la pobreza y la presencia en la sociedad, entre la gente de la ciudad y de la parroquia, Francisco hace algo distinto que el ermitaño o el monje. Podemos afirmar que Francisco hace un gesto moderno que reinventa el desprecio y la fuga del mundo. En su época, como se sabe, la sociedad se encontraba en plena evolución económica: aunque la explotación rural seguía predominando e incluso se ampliaba, la organización artesanal y el establecimiento de industrias rudimentarias en la ciudad y sobre todo el comercio de consumo generaban un mayor poder y generalizaban un mayor uso de la moneda.[23] Francisco era habitante de una ciudad y burgués del comercio; continuará siendo habitante de una ciudad; la fuga del mundo no tiene nada que ver en él con el abandono de tierras, sino con la desconfianza y el desprecio del dinero, valor burgués por excelencia. El dinero es poder y signo nuevo de poder. Bien lo probará la cercana organización de la banca. La propiedad es, por otro lado, fuente de preocupaciones incompatibles con la sabiduría espiritual, y también origen de litigios y de conflictos, de los cuales Francisco quiere liberarse: cuando el obispo de Asís le reprocha su exagerada pobreza, Francisco le responde: «Señor, si tuviéramos algunas posesiones, necesitaríamos armas para defendernos. Y de ahí nacen las disputas y los pleitos» (TC 35). La pobreza es pues una liberación y una forma pacífica de vida en sociedad, al mismo tiempo que una verdadera fuga del mundo. Así lo entiende Francisco; la fuga del mundo no la produce sólo el estado jurídico nacido de la profesión. «Después que hemos abandonado el mundo»; «los religiosos, que renunciaron al siglo», dice él hablando de los hermanos menores errantes por las aldeas y ciudades de Italia (1 R 22,9; 2CtaF 36). Más aún, no admite a un hermano que había distribuido sus bienes entre su familia y no entre los pobres. Escribe Celano: «A los que venían a la Orden enseñaba el santo que, antes de nada, habían de dar el libelo de repudio al mundo, y que a continuación habían de ofrecer a Dios primero sus bienes en los pobres de fuera, y luego, ya dentro, sus propias personas» (2 Cel 80). Por último, cuando el cardenal Juan de San Pablo, extrañado por la innovación canónica y ascética que representaba la primera comunidad franciscana, le propone a Francisco que escoja la regla benedictina o un estatuto eremítico, el mendigo de Asís insiste tan admirablemente a fin de permanecer cercano a sus contemporáneos y pobre entre ellos, que el príncipe romano cede e incluso se convierte en defensor del original innovador (I Cel 32; TC 47). Pero esta novedad franciscana de un desprecio del mundo que engendra huida del mundo permaneciendo físicamente en él, contiene algo más que una originalidad personal, incluso explicada can consideraciones de orden social o económico. En el fondo de esta actitud, como en el fondo de cualquier actitud de Francisco, existe la voluntad de imitar a Cristo y vivir más concretamente su caridad. En Francisco todo es imitación de Cristo, adhesión a Cristo.[24] Y aquí volvemos a encontrar lo que F. Lazzari nos decía más arriba a propósito de san Bernardo: el desprecio del mundo no implica desprecio de los que lo habitan, antes bien, un sentimiento de solidaridad humana, madurado en el afinamiento de la caridad, impulsa al monje a ser hospitalario, eventualmente incluso apóstol... Francisco va más lejos: la fuga del mundo no pondrá entre él y los hambres ninguna clausura que le impida trabajar en bien de ellos. Y aquí se manifiesta en Francisco una verdadera vocación eclesial.[25] «Los hermanos menores -dice él- han sido dados al mundo en esta última hora para que los elegidos les provean a ellos, de suerte que el Juez los avale» (2 Cel 71; LM 7,8). Y en otra ocasión: «El siervo de Dios debe arder por su vida y santidad, de forma que con la luz del ejemplo y con el testimonio de la vida reprenda a todos los malvados» (2 Cel 103). ¿No nos encontramos aquí en el camino del «testimonio» del que tanto se habla en nuestros días? Francisco lo convertirá incluso en precepto en su primera Regla: «Todos los hermanos prediquen con las obras» (1 R 17,3). La presencia del hermano menor en el mundo es, por tanto, una realidad eclesial nueva: el religioso que ha renunciado al mundo permanece en el mundo para anunciarle la buena nueva, hasta los pueblos más lejanos, y ofrecerle el testimonio de la vida evangélica. La pobreza crea un vínculo de unión entre el hermano y el mundo, una especie de contrato, que Francisco expresa más de una vez: «Cuando pedís y decís: "Una limosna por amor de Dios", ofrecéis a los que se la pedís el amor de Dios», les dice a los menores (LP 51; EP 18). Y en otra ocasión: «En la medida en que los hermanos se alejen de la pobreza, se alejará de ellos el mundo... Pero si permanecieren abrazados a mi señora la pobreza, el mundo los nutrirá, porque han sido dados al mundo para salvarlo» (2 Cel 70). IV. CONCLUSIONES En su «Diadema de los Monjes», escrito entre el año 817 y el 830 con sentencias tomadas de los Padres de la Iglesia, Esmaragdo escribía: «Es bueno estar alejado del mundo corporalmente, pero es mucho mejor estarlo por la voluntad. Este doble alejamiento es el del hombre perfecto: es perfecto aquel que se ha separado del mundo». «El alma, como dice Jeremías, "desprecia la ciudad", y los monjes, la compañía de los ciudadanos del siglo».[26] En 1137, escribe a su vez Guigues el Cartujo: «No nos hemos refugiado en el fondo de este desierto para procurar cuidados materiales a los miembros del prójimo, sino para la salvación eterna de nuestras almas... De lo contrario, hubiera sido mejor haber comenzado por instalarnos en un camino real y no en estos lugares salvajes y retirados...».[27] Algo menos de un siglo más tarde, Francisco de Asís dirá: «Si yo he enviado a mis hermanos a países lejanos, donde sufrirán fatigas, humillaciones, hambre y pruebas de toda clase, es justo y me parece muy conveniente que también yo vaya a alguna comarca lejana» (LP l08a; EP 65i). Estos tres textos jalonan la evolución desde el fin de la era patrística hasta lo que aporta de nuevo Francisco de Asís a la tradición sobre el desprecio y la fuga del mundo. Pero en Francisco mismo hubo una cierta evolución, en la que «el llamamiento interior precede a la vocación pública y eclesial».[28] Pueden verse así tres etapas en la evolución de Francisco. En la primera, huye del mundo exteriormente, materialmente, retirándose a la soledad de los bosques, de las grutas o de las capillas: es la etapa en que le habla el crucifijo de San Damián. En la segunda, se desprende interiormente, siguiendo la invitación de los múltiples signos que Dios le da y cuyo sentido total no siempre le resulta claro. Por último, en la tercera, purificado y reconfortado interiormente por el gusto de la sabiduría divina, pone fin a sus soledades ariscas, vuelve entre los hombres y acepta los hermanos que Dios le da. Leamos de nuevo lo que sobre este punto dice el P. Longpré en dos pasajes diferentes pero complementarios: «El exivi de saeculo fue el primer paso del santo. Se dedicó luego a progresar en la inmolación interior. Para él, la conversión del corazón lleva consigo la fuga de los pecados y de las concupiscencias que, cegando el espíritu, hacen perder la sabiduría espiritual».[29] Y en otra parte: «Ejecutando la orden (del crucifijo de San Damián), Francisco había experimentado la cruz..., había vencido al mundo y se había vencido a sí mismo. Iba a recibir la inteligencia de su misión».[30] Por eso, cuando los estigmas de la Pasión de Cristo hayan marcado su cuerpo, y su cadáver repose desnudo sobre la tierra desnuda, el andador de caminos, el amigo de cardenales y de obispos, de gentileshombres y de villanos, de leprosos y de salteadores de caminos reales aparece como «el que no tiene nada en común con el mundo»,[31] aun cuando se haya llevado bien con todo el mundo y haya escrito a las autoridades de los pueblos y a todos los fieles. Y si «todos los cristianos no son llamados, para encontrar a Dios, a renunciar al mundo de una manera tan radical como los monjes»,[32] Francisco abre a todos los cristianos, mediante su genial institución de la Tercera Orden, continuación de su renovación monástica, la posibilidad de vivir en el mundo de cada día como viajeros, sin perder por ello -compartiendo incluso- su ciudadanía del cielo. N O T A S: [1] Réginald Grégoire: Saeculi actibus se facere alienum. Le «mépris du monde» dans la littérature monastique latine médiévale. Seguido de una Nota final, escrita por dom Jean Leclerc: Revue d'Ascétique et de Mystique 41 (1965) 251-291. Francesco Lazzari: Le «contemptus mundi» chez saint Bernard, en Revue d'Ascétique et de Mystique 41 (1965) 291-305. [2] Jean Leclerc, en Revue d'Ascétique et de Mystique 41 (1965) 287. [3] Opusculum XXIII, P.L., t. 145, col. 480, B. [4] Epístola XXXII, P.L., t. 144, col. 423, C. [5] Francesco Lazzari: Le «contemptus mundi» chez saint Bernard, en Revue d'Ascétique et de Mystique 41 (1965) 297. [6] 2 Tim 2,4. Es curioso observar que los traductores de la Biblia de Jerusalén han restablecido en francés el texto primitivo, que no contenía la palabra Dios en la primera parte del versículo, y han restituido el sentido puramente militar del pasaje, que sugieren las palabras «strateuomenos» y «militans». La traducción monástica se basaría, pues, en una lectura parcialmente inexacta, pero patrística, de san Pablo. [7] 1 Pe 2,11. Réginald Grégoire: Saeculi actibus se facere alienum. Le «mépris du monde»... en Revue d'Ascétique et de Mystique 41 (1965) 269 y 277. [8] Réginald Grégoire: Saeculi actibus se facere alienum. Le «mépris du monde»... en Revue d'Ascétique et de Mystique 41 (1965) 275. [9] Francesco Lazzari: Le «contemptus mundi» chez saint Bernard, en Revue d'Ascétique et de Mystique 41 (1965) 291. [10] Francesco Lazzari: Le «contemptus mundi» chez saint Bernard, en Revue d'Ascétique et de Mystique 41 (1965) p. 303. [11] Francesco Lazzari: Le «contemptus mundi» chez saint Bernard, en Revue d'Ascétique et de Mystique 41 (1965) 304. [12] Willibrord de París: Rapports de saint François d'Assise avec le mouvement spirituel du XII siècle, en Études Franciscaines 12 (1962) 129. [13] Francesco Lazzari: Le «contemptus mundi» chez saint Bernard, en Revue d'Ascétique et de Mystique 41 (1965) 301. [14] Los hermanos «recuerden que nada hemos de tener de este mundo, sino que, como dice el Apóstol, estamos contentos teniendo qué comer y con qué vestirnos (1 Tim 6,8)» (1 R 9,1). [15] P. Octave D'Angers: Du frère cithariste qui á Riéti se récusa, en Études Franciscaines 44 (1939) 549-556. [16] No se vaya a pensar, sin embargo, en no sé qué epicureísmo franciscano que sólo florecerá en la pluma del cronista Salimbene o del ex-franciscano, ex-benedictino François de Rabelais. Francisco de Asís no se cansa de decir que «es difícil satisfacer las necesidades corporales sin condescender con las inclinaciones de los sentidos» (LM 5,1; 1 Cel 51; 2 Cel 129; EP 97; TC 15a). [17] Réginald Grégoire: Saeculi actibus se facere alienum. Le «mépris du monde», en Revue d'Ascétique et de Mystique 41 (1965) 274, nota 94; respecto a san Francisco, véase Adm 1. [18] Réginald Grégoire: Saeculi actibus se facere alienum. Le «mépris du monde», en Revue d'Ascétique et de Mystique 41 (1965) 269 y 277; respecto a san Francisco, cf. 2 R 6,2 y Test 24; Claude Ch. Billot: La «marcha» según los escritos de san Francisco, en Selecciones de Franciscanismo, vol. IV, núm. 12 (1975 ) 281-296. [19] Réginald Grégoire: Saeculi actibus se facere alienum. Le «mépris du monde», en Revue d'Ascétique et de Mystique 41 (1965) 261-262. Respecto a san Francisco habría que examinar aquí el comportamiento de los primeros hermanos menores, varios de los cuales continúan el «oficio» que ejercían en el mundo. Cf. Dict. Spiritualité, t. 5, fasc. 37-38, col. 1210 ss. Véase también lo que Francisco enseña sobre la obediencia (en comparación con el texto de Esmaragdo citado por la Revue d'Ascétique et de Mystique, l. c.). «Abandona todo lo que posee y pierde su cuerpo aquel que se entrega a sí mismo totalmente a la obediencia en manos de su prelado. Y todo cuanto hace y dice, si sabe que no está contra la voluntad del prelado y mientras sea bueno lo que hace, constituye verdadera obediencia» (Adm 3,3-4). [20] Tomás de Celano utiliza parcialmente este texto, no empleando, por desgracia, lo que tiene de más significativo: 1 Cel 7. [21] Francesco Lazzari: Le «contemptus mundi» chez saint Bernard, en Revue d'Ascétique et de Mystique 41 (1965) 299 y 302. [22] «Encontrará un paraíso de deleite plantado por el Señor», san Bernardo: Sermón de la conversión a los clérigos, P.L. 182, col. 847. [23] Jacques Le Goff: La civilisation de l'Occident médiéval, Grenoble 1964, pp. 359ss [La civilización del Occidente medieval, Barcelona - Buenos Aires, Ed. Paidós, 1999].- Pero, ¿hay que hablar de «clases» y, sobre todo, de «lucha de clases» en la Edad Media? ¡Esa es una cuestión muy distinta! [24] Ephrem Longpré, art. Frères Mineurs, I, Saint François.., en Dictionnaire de Spiritualité, París, Beauchesne, t. V., 1964, fasc. XXXVII-XXXVIII, col. 1277: adhesión a Cristo. Este estudio del llorado sabio franciscano es, en todos los aspectos, admirable por su visión nueva y, sin embargo, fiel a la línea clásica de la espiritualidad franciscana. No estudia aparte el problema que tratamos aquí, pero los elementos que da son abundantes, especialmente col. 1286 y siguientes. [25] Ephrem Longpré, art. Frères Mineurs, I, Saint François.., en Dictionnaire de Spiritualité, París, Beauchesne, t. V., 1964, fasc. XXXVII-XXXVIII, col. 1274. [26] Diadema monachorum, C. 14; P.L. 87, col. 102 BC; Réginald Grégoire: Saeculi actibus se facere alienum. Le «mépris du monde»... en Revue d'Ascétique et de Mystique 41 (1965) 278. [27] Consuetudines, XX, 1; P.L. 153, col. 673-674; Réginald Grégoire: Saeculi actibus se facere alienum. Le «mépris du monde»... en Revue d'Ascétique et de Mystique 41 (1965) 266. [28] Dictionnaire de Spiritualité, París, Beauchesne, t. V., 1964, fasc. 37-38, col. 1273. [29] Dictionnaire de Spiritualité, París, Beauchesne, t. V., 1964, fasc. 37-38, col. 1292. [30] Dictionnaire de Spiritualité, París, Beauchesne, t. V., 1964, fasc. 37-38, col. 1274. [31] Dictionnaire de Spiritualité, París, Beauchesne, t. V., 1964, fasc. 37-38, col. 1292. [32] Réginald Grégoire: Saeculi actibus se facere alienum. Le «mépris du monde»... en Revue d'Ascétique et de Mystique 41 (1965) 289. [En Selecciones de Franciscanismo, vol. IX, núm. 27 (1980) 334-344] |
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