DIRECTORIO FRANCISCANO

Historia franciscana


FRANCISCO DE ASÍS Y LA IGLESIA

por Isaac Vázquez Janeiro, OFM

 

[Texto original: Conciencia eclesial e interpretación de la Regla franciscana, Roma 1983, pp. 7-37; en Antonianum 57 (1982) 347-375]

El P. Vázquez ha publicado recientemente un amplísimo estudio titulado «Conciencia eclesial e interpretación de la Regla franciscana. Antología de textos del siglo XVI. Edición crítica y estudio preliminar» (Roma, Pont. Ath. Antonianum, 1983, 290 pp.). Este trabajo, con pequeñas variantes, había aparecido en el volumen extraordinario de la revista Antonianum (57, 1982, pp. 347-605), que celebra el VIII centenario del nacimiento de S. Francisco y que se ha publicado también como libro bajo el título «S. Francisco y la Iglesia».

El texto que ofrecemos a continuación es sólo el cap. I de la introducción de dicho estudio. Seguidamente, el P. Vázquez trata de los autores y escritos, cuya edición ofrece al final, y de la conciencia eclesial en los autores observantes y reformistas. Esto explica algunos detalles del fragmento que reproducimos, y deben tenerlo en cuenta nuestros lectores. Quienes se decidan a leer el estudio completo, cosa que recomendamos, comprobarán que la historia da lecciones importantes.

Por razones prácticas, suprimimos algún párrafo que mira más bien al resto del estudio, traducimos al castellano los textos latinos e italianos, citamos las fuentes franciscanas según nuestra manera habitual de hacerlo, reducimos las citas y bibliografía.

San Francisco - Subasio1. Francisco de Asís entró en la historia, al nacer, en 1182; y continúa perpetuándose en el curso de la historia, aún después de su muerte, en 1226. Son muchos ciertamente los títulos que hicieron que Francisco quedase definitivamente uncido al carro de la historia. Aquí me interesa destacar uno sólo: su Orden. Con esa obra, que es su obra maestra, Francisco promovió un nuevo estilo de vida, una «forma vitae», que institucionalizó mediante una Regla, una «norma vitae».

Si el autor está en su obra, y si la obra maestra de Francisco es un germen de vida, que crece y florece en el tiempo, Francisco no «está», no «se perpetúa» en la historia en forma inmutable -como, por ejemplo, los «bronces de Riace»-, sino que, como su obra, crece y florece en la historia. Y, por tanto, es diverso en cada época, siendo siempre el mismo Francisco.

2. Así, pues, para quien desee conocer a Francisco, al Francisco total, se impone la necesidad de estudiarle no sólo en el itinerario de su concretez humana, sino en la proyección de su obra a lo largo y ancho de la historia de estos últimos ocho siglos. Deseando también yo, como historiador, no menos que como franciscano, conocer mejor a Francisco, en este centenario de su nacimiento, me paré a contemplarle en su paso a través de esa singladura histórica, que es el siglo XVI. ¡Singladura difícil para la nave de Francisco y de su Orden! Por los vientos que la azotaban de popa a proa y que terminarían por convertir su mástil en añicos y en jirones su vela, diríase que la nave doblaba entonces, no el cabo de Buena Esperanza, sino el cabo de las Tormentas. ¡Y singladura importante también!, pues que de ella no ha salido aún Francisco y su tripulación.

3. Los textos que me permitieron contemplar a Francisco y su obra durante la travesía del siglo XVI fueron escritos por individuos que formaban parte de la tripulación. Son diarios de a bordo. Cronológicamente, van de 1517 a 1600; geográficamente, son de procedencia española; a ellos agrego uno que, si bien de origen italiano, circuló por España en doble traducción castellana. La selección no fue querida, fue impuesta: trátase de documentos que se me atravesaron en los caminos que más suelo frecuentar en mis correrías de investigador. Es de esperar y desear que otros colegas alarguen la trocha hasta otras áreas geográficas y cronológicas. La única preferencia que he tenido fue la de escoger textos originales y nuevos; nuevos, los más, por inéditos, y los menos ya publicados, por ignorados o desconocidos.

Pero no basta que los retratos de Francisco y de su Orden, que estos textos quieren ofrecernos, sean originales y desconocidos. Es menester ver si son también fieles al modelo. Ahora bien, es imposible reflejar a Francisco y su obra, en su autenticidad, si no se les contempla en su ambiente propio y en la finalidad que constituye su suprema razón de ser; en otras palabras, si no se les ve en y para la Iglesia. En las quizás largas páginas introductorias intentaré poner de relieve la conciencia eclesial de estos autores, al retratar a Francisco y a su Orden, es decir, el modo como ellos ven los binomios Francisco-Iglesia, Orden-Iglesia, interpretación subjetiva-declaraciones pontificias de la Regla, carisma-institución, obediencia-autoridad, etc., etc.

4. El carisma de una institución religiosa, como es la Orden franciscana, en su nacimiento y desarrollo, es don y obra del Espíritu. Los documentos aquí publicados -igual que cualesquiera documentos históricos- no es que puedan -¿quién lo pretende?- ofrecernos el Espíritu en persona; pueden sí ayudarnos a descubrir sus huellas, las huellas que deja el Espíritu cuando pasa sobre las tornadizas aguas de la historia; pueden también -si se les sabe leer- permitirnos discernir si son huellas del Espíritu o pisadas del hombre, las pisadas que el hombre deja cuando pasa trazando, al ritmo de sus humores, las tortuosas líneas sobre las que Dios va escribiendo la historia. La historia de la salvación del hombre.

* * *

Los reformadores franciscanos (desde los del siglo XIV hasta los del XVI, hasta los del siglo XX) han tenido y tienen un idéntico afán, justo, por lo demás: ir hasta Francisco mismo y descubrir el ideal primitivo y genuino. Pero en la realización de esta empresa a través del ancho mar de la historia, a nuestros reformadores-descubridores (como a los navegantes) les acecha siempre el peligro de que su nave, sea por error de la brújula sea por el arreciar de las tempestades, cambie de rumbo y arribe a «otro» puerto. Esto sucedió a Colón, que partió camino de la India y llegó a «nuevas> tierras. Les llamó las Indias, pero no eran la India.

Ante la galería de cuadros o documentos del siglo XVI en los que sus autores se han propuesto retratar o reflejar a Francisco de Asís, es justo preguntarnos sobre qué tipo de Francisco nos ofrecen; ¿un Francisco auténtico o un «nuevo» Francisco? El Francisco auténtico es el que se recaba de las fuentes históricas genuinas; el «otro», el «nuevo» Francisco es el que fue elaborado por la historiografía (llamémosla así) y por las leyendas posteriores a la muerte de Francisco de Asís. Las fuentes históricas que nos presentan al Francisco auténtico son, en concreto, estas: los escritos de Francisco, los documentos de la Iglesia relativos a él y a la vida de la Orden y, en fin, los testimonios de autores contemporáneos no pertenecientes a la Orden. En cambio, las «fuentes» que dieron vida al «otro» Francisco comienzan inmediatamente después de la muerte de Francisco, con Tomás de Celano, y continúan proliferando en los años sucesivos durante los siglos XIII y XIV bajo los nombres de «leyendas», «vidas», «espejos», etc. La literatura moderna sobre Francisco, abundantísima también, continúa perpetuando esa doble imagen de Francisco, según que se inspire en unas fuentes o en otras.

A nosotros nos interesan ambas imágenes como puntos de referencia o criterios para poder valorar históricamente las imágenes de Francisco en relación con la Iglesia, que nos ofrecen nuestros documentos del siglo XVI. Nos contentaremos con sintetizar en los dos apartados siguientes los rasgos esenciales, primero, del Francisco auténtico, o sea, del ideal eclesial de Francisco como fundador; y segundo, del «otro» Francisco, es decir, del Francisco «reformador» de la Iglesia.

B. Gozzoli: San Francisco e Inocencio III

I. FRANCISCO FUNDADOR «EN» LA IGLESIA

1. VOCACIÓN ECLESIAL DE FRANCISCO

¿Cuál fue, pues, el ideal, la vocación de Francisco y qué relación tiene con la Iglesia?

En su Testamento, próximo ya a morir, Francisco escribe:

«Y después que el Señor me dio hermanos, nadie me mostraba qué debía hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio. Y yo lo hice escribir en pocas palabras y sencillamente y el señor papa me lo confirmó» (Test 14-16).

Francisco está evocando hechos acaecidos en 1209/10 y en los años inmediatamente anteriores. El contenido de lo que el Altísimo le reveló y de lo que, puesto por escrito, el papa le confirmó, viene presentado aquí en una fórmula genérica: «vivere secundum formam sancti Evangelii» («vivir según la forma del santo Evangelio»); éste era un programa común a muchos movimientos religiosos de aquel tiempo. Pero lo que importa aquí es destacar que Francisco, al final de su vida, pone su revelación, su «carisma» inicial, en relación con la institución de la Iglesia, o mejor, con la persona del papa, de una manera tan estrecha que parece como que el carisma está exigiendo la institución. Esta vinculación a la institución es para Francisco una idea fija y constante. La repite con mayor evidencia en las dos Reglas, en la Regla no Bulada y en la definitiva Regla Bulada.

En la primera comienza así:

«Esta es la vida del Evangelio de Jesucristo, cuya concesión y confirmación pidió el hermano Francisco al señor papa. Éste se la concedió y confirmó para él y para sus hermanos, presentes y futuros. El hermano Francisco y todo aquel que sea cabeza de esta Religión, prometa obediencia y reverencia al señor papa Inocencio y a sus sucesores. Y todos los otros hermanos estén obligados a obedecer al hermano Francisco y a sus sucesores» (1 R Prólogo 2-4).

Igualmente en la Regla Bulada, Francisco inicia:

«El hermano Francisco promete obediencia y reverencia al señor papa Honorio y a sus sucesores canónicamente elegidos y a la Iglesia romana. Y los otros hermanos... [ut supra]» (2 R 1,1-3).

A este propósito, K. Esser, con cierto aire de triunfalismo o de sorpresa, anota: «Era la primera vez en la historia de la Iglesia, que una Orden religiosa en su conjunto se obligaba tan estrechamente al papa y se sometía plenamente a él». Este autor explica el hecho así: «En aquel tiempo el vasallo prometía "obediencia y reverencia" al señor, al que debía servir fielmente; y Francisco, con su mentalidad caballeresca, hizo otro tanto...».[1] La explicación del hecho de Francisco por el uso del vasallaje feudal es, por supuesto, absolutamente gratuita; y la novedad del hecho resultará menos sorprendente a medida que vayamos individuando en el programa común («vivir según la forma del santo Evangelio») el elemento específico del ideal de Francisco.

Antes de pasar adelante, anotemos las diferencias que presentan los textos transcritos del Testamento y de la Regla no Bulada al describirnos los hechos que culminan en 1209/10. En cuanto al binomio carisma-institución, la vinculación, que en el Testamento es expresada de un modo estático por la conjunción «et», «y», en la Regla no Bulada resulta más dinámica: pedir-conceder, confirmar; más aún, el carisma inicial que, según el Testamento, el Altísimo revela a Francisco, según la Regla no Bulada lo tiene la Iglesia, el papa, al cual Francisco pidió que le fuera concedido (concedi) también a él, y le fuera autenticado (confirmari). En cuanto a la naturaleza del carisma, la Regla no Bulada especifica más que el Testamento: el genérico programa «vivir según la forma del santo Evangelio» viene enunciado en la Regla no Bulada como «Esta es la vida del Evangelio de Jesucristo, que pidió el hermano Francisco».

No conviene tampoco pasar en silencio otro detalle importante del encuentro de los Doce con Inocencio III, que Francisco recoge en el prólogo de la misma Regla no Bulada. Es el relativo a la obediencia. Después que refiere la concesión y confirmación por parte del papa para sí y para sus frailes presentes y venideros, añade: «El hermano Francisco... prometa (promittat) obediencia y reverencia al señor papa Inocencio y a sus sucesores». Según la lectura preferida por el editor de la edición crítica -«prometa» (promittat)- parece como que a Francisco se le exigió promesa de obediencia; según la lectura de otros códices y ediciones -«promittit»- promete allí mismo obediencia y reverencia: reverencia por razón de la dignidad, no feudal, sino sacral de la persona del papa; obediencia a la persona que da un mandato, o también obediencia al mandato mismo. Los demás frailes, tanto presentes como venideros, prometiendo obediencia a Francisco y a los que le sucedieren al frente de la fraternidad, quedaban indirectamente ligados por obediencia al papa.

Como se puede observar, la vinculación de Francisco y de los suyos al papa y a la Iglesia de Roma no puede ser más estrecha. Esa vinculación no supone que Francisco haya tenido que replegar en algún momento de su vida su ideal primero; él mismo al final de sus días nos dirá -como hemos visto ya- que lo que el Altísimo le reveló -«Altissimus revelavit mihi»-, eso mismo se lo confirmó el papa -«papa confirmavit mihi»-. Ahora bien, en realidad de verdad, el programa, genéricamente enunciado en el Testamento, «vivir según la forma del santo Evangelio», que Esser entiende en el sentido de «conformarse plenamente al ejemplo de la vida de Cristo»,[2] no veo por qué tenga que ser necesariamente y «naturalmente» objeto de una especial «concesión» y «confirmación» por parte del papa, y ,de una «obediencia», también especial, por parte de Francisco. Cualquier cristiano, por el hecho de serlo, está obligado a seguir el ejemplo de la vida de Cristo, sin necesidad de una «concesión» especial. Más en concreto, en todos los tiempos y más en tiempo de Francisco, hubo en la Iglesia personas o grupos de personas que se consagraron especialmente, en forma eremítica o cenobítica, a seguir a Cristo, con sola la «aprobación» de alguna autoridad eclesiástica, pero sin necesidad de una «obediencia» especial. Así, pues, si no queremos convertir el gesto de Francisco ante Inocencio III en un gesto meramente político, o caballeresco o devocional, es necesario que individuemos, dentro del programa genéricamente formulado en el Testamento, la nota distintiva, específica, que constituye la singularidad del ideal de Francisco, y que forzó a éste a vincularse necesariamente a la Iglesia.

Esto nos lo va a decir el mismo Francisco, en un pasaje que, aunque a primera vista no lo parece, encierra, a mi juicio, un contenido eminentemente biográfico. Es el primer párrafo de la Epístola al Capítulo y a todos los frailes o, como prefiere Esser -no con razones convincentes- Carta a toda la Orden:

«Escuchad, señores hijos y hermanos míos, y prestad atención a mis palabras (Hch 2,14). Inclinad el oído (Is 55,3) de vuestro corazón y obedeced a la voz del Hijo de Dios. Guardad sus mandamientos con todo vuestro corazón y cumplid sus consejos perfectamente. Alabadlo, porque es bueno (Sal 135,1), y enaltecedlo en vuestras obras (Tob 13,6); pues para esto os ha enviado (Tob 13,4) al mundo entero, para que de palabra y de obra deis testimonio de su voz y hagáis saber a todos que no hay otro omnipotente sino él (cf. Tob 13,4). Perseverad en la disciplina (Heb 12,7) y en la santa obediencia y cumplid lo que le prometisteis con bueno y firme propósito. Como a hijos se nos brinda el Señor Dios (Heb 12,7)» (CtaO 5-11).

La Carta a toda la Orden tiene toda ella aire de testamento, de última voluntad; algunos la colocan en la primavera de 1226. Francisco, cecuciente e impedido, quiere dar a todos sus frailes unos avisos, pero antes les trae a la memoria la vocación a la que Dios les llamó: «pues para esto os ha enviado al mundo entero, para que de palabra y de obra deis testimonio de su voz». Les llamó para la predicación, para anunciar y testimoniar a Cristo. Es la misma vocación a la que fue llamado Francisco, como lo demuestra el paralelismo que existe entre los dos textos en que Francisco alude a ambas vocaciones, a la suya y a la de sus frailes: «el Altísimo me reveló» (Test 14) y «[el Altísimo] os ha enviado» (CtaO 9).

A esa vocación de la predicación todos sus frailes, clérigos o laicos, han sido llamados; todos, por tanto, deben ejercitarla, unos con la predicación doctrinal, otros con sencillas amonestaciones morales; pero todos deben predicar con las obras: «Pero todos los hermanos prediquen con las obras» (1 R 17,3). Francisco, impedido por la enfermedad en los últimos años para poder ir a predicar personalmente, y sintiéndose, por otra parte, obligado («estoy obligado»: 2CtaF 2) a predicar («a servir y a suministrar las odoríferas palabras de mi Señor»: 2CtaF 2) en fuerza de su vocación, recurrió al sistema de la predicación epistolar.

La predicación es, pues, indudablemente, la vocación a la que fueron llamados Francisco y los suyos; y como predicadores fueron reconocidos y calificados por los contemporáneos desde los primeros años. Será esa misma vocación la que les llevará por todos los caminos del mundo. Y fue también el deseo de realizar debidamente esa vocación el que empujó a Francisco y a sus primeros compañeros a recorrer el primer camino. El de Roma.

Como es bien sabido, la mayor preocupación de Inocencio III en relación con los numerosos movimientos religiosos laicales del tiempo, era motivada, no por el hecho de que los laicos, no siendo clérigos, ejerciesen también la predicación, sino por el hecho de que la ejercían sin la autorización de la jerarquía de la Iglesia (H. Grundmann). Consciente de que el oficio de la predicación era de suma importancia y como algo reservado en la Iglesia, ya desde los comienzos de su pontificado sentó el principio de que nadie podía sin más arrogarse el oficio de la predicación, pues, según el Apóstol, «¿cómo predicarán si no son enviados?» (Rom 10,15).[3] Era necesario, en otras palabras, el mandato de la Iglesia; mandato que iba implícito en el oficio de cura de almas, para los que lo tenían; o mandato especial en el caso de los que no tenían ese oficio, fuesen clérigos o laicos. El mandato eclesiástico comportaba dos cosas, de parte de la Iglesia: la «missio» de la persona o la concesión del oficio de la predicación, y la confirmación o autenticación de su doctrina como católica.

Eso fue exactamente lo que Francisco «pidió al señor papa [Inocencio III] que le concediera y confirmara»: «la vida del Evangelio de Jesucristo», es decir, «servir y suministrar las odoríferas palabras del Señor», las cuales son «espíritu y vida», espíritu, o sea, vida.

Inocencio III, después de su «sueño» (de un soñar despierto), es decir, después de examinar las intenciones e idoneidad de Francisco, le concede el «mandato» de la Iglesia, exigiéndole obediencia al papa y a la Iglesia de Roma; concediéndole el «mandato» a él personalmente y a sus sucesores, les responsabiliza para que, previo examen de idoneidad, puedan autorizar a los demás miembros de la Fraternidad, los cuales deberán prestar por eso mismo obediencia a fray Francisco y a sus sucesores. Francisco en la Carta a toda la Orden se lo recordará a todos sus frailes, después de invitarlos a dar gracias a Dios por la vocación recibida: «Perseverad en la disciplina (Heb 12,7) y en la santa obediencia». Es interesante notar cómo Francisco citando el texto bíblico, lo amplifica literalmente con el inciso «santa obediencia», obediencia, naturalmente al «mandato», ya que está hablando de la vocación a la predicación.

Como se ha podido observar por todo lo dicho hasta aquí, en Francisco, carisma e institución están juntos desde el principio. Este es un hecho. Para explicar debidamente este hecho, sin desvirtuarlo o traicionarlo, es necesario analizar qué concepto tenía Francisco de esa institución, la cual, en concreto, no era sino la Iglesia de Inocencio III y la de los obispos del tiempo. Ahora bien, a la luz de los escritos auténticos de Francisco y de los comportamientos que esos escritos y otros documentos de la época nos describen de Francisco, es más que evidente que éste no se importó en lo más mínimo por si la Iglesia «era por excelencia la Iglesia del imperio, de los grandes señores feudales», por si la Iglesia «había llegado al máximo grado de secularización, con miras explícitas de dominio del mundo»,[4] por si la Iglesia era «la Iglesia clerical que se siente heredada de las promesas y las glorias del imperio romano (Donatio Constantini)», y, en fin, por si la Iglesia del tiempo era «la Iglesia de los señores y los mayores».[5] Cualquiera que fuese el ropaje externo con que la Iglesia se presentaba a los hombres de entonces, lo cierto es que Francisco descubrió la Iglesia como la depositaria de una economía de salvación, y en el mandato que recibió de ella vio la continuación de otro mandato formulado por primera vez en el seno mismo de la Trinidad. Fue el Padre quien predestinó al Hijo para comunicar un día a los hombres la revelación y la vida divina; fue el Padre, quien se escogió el pueblo de la Antigua Alianza para que preparase los caminos y los ánimos de los demás pueblos para acoger a su Hijo; fue el Padre, quien en la plenitud de los tiempos mandó finalmente a su Hijo al mundo como Palabra y como Vida para la salvación de los hombres; y fue el Hijo quien envió a los Apóstoles por el mundo, con la misma autoridad y con la misma misión con que el Padre había enviado al Hijo; y son los Apóstoles quienes desempeñan este mandato en su triple función de enseñar, gobernar y santificar, y, a su vez, lo transmiten a sus sucesores, con la misma autoridad de Cristo, que es la del Padre.

Esa visión de la economía salvífica no es ciencia en Francisco, es vivencia, es experiencia. Por eso cuando se refiere a ella, la expone en el lenguaje más sencillo del mundo, o la convierte en motivo de una espontánea oración al Altísimo. Cuando escribe la Carta a toda la Orden, algunos de sus frailes misionaban ya en Marruecos. Refiriéndose a ellos, Honorio III, en 1225/1226, dice una vez que «vos... Sedis Apostolicae transmittit auctoritas»; otra vez, que «Fraternitati tuae [= arzobispo de Toledo] dedimus in mandatis ut... illuc auctoritate nostra transmitteres» ; y una tercera vez, dice que dichos frailes están en Marruecos «ad mandatum Sedis Apostolicae». Lo más probable es que habían sido enviados por el ministro general de la Orden, en virtud del mandato recibido de Inocencio III. Pero lo mismo da. En la visión y en la vivencia de Francisco, «[Altissimus] misit vos in universo mundo», «el Altísimo os ha enviado al mundo entero». Se trataba de un mismo y único mandato: el que resonó por primera vez en el seno de la Trinidad («Altissimus»), repetido en el tiempo al pueblo de la Antigua Alianza (Tob 13,4: porque él os dispersó entre ellos), y confiado por Cristo a los Apóstoles (Mt 10,7-13), y por éstos a sus sucesores. Aquello que Francisco dice haber recibido del Altísimo por revelación y que pidió al sucesor del primero de los Apóstoles, Inocencio III, que le concediese y confirmase, eso mismo es lo que constituye el objeto y el modo de la «missio apostolorum» (Mt 10,7-13).[6]

Francisco, pues, no descubre sólo la Iglesia jerárquica. Descubre también la Iglesia que es misterio de salvación por el anuncio de la palabra y la administración de los sacramentos. La única Iglesia. Si Francisco reverencia al papa y a la Iglesia de Roma, si no permite que se predique sin permiso de los obispos,[7] si respeta y quiere que se respete a los últimos y más humildes sacerdotes «que viven según la forma de la santa Iglesia Romana» (Test 6), no es por razones de convivencia humana, ni menos por cálculos políticos, ni siquiera por motivos devocionales, sino por una comprensión profundamente teológica de la Iglesia: «por su ordenación» (Test 6), y «lo hago por este motivo: porque en este siglo nada veo corporalmente del mismo altísimo Hijo de Dios sino su santísimo cuerpo y santísima sangre, que ellos reciben y solos ellos administran a otros» (Test 10); «y también a todos los teólogos y a los que nos administran las santísimas palabras divinas, debemos honrar y tener en veneración, como a quienes nos administran espíritu y vida» (Test 13).

Al criterio de esa Iglesia somete Francisco sus revelaciones y demás carismas del Espíritu; de ella quiere recibir la eucaristía, pan de vida, y los demás sacramentos, así como la Palabra de Dios, que es espíritu y vida; a esa misma Iglesia pide Francisco, para sí y para los suyos, el mandatum de poder anunciar también la Palabra de Dios, no para reprochar a esa misma Iglesia las arrugas que el tiempo fue trazando en su rostro visible, o para considerar en sus ministros el pecado (Test 9: «Y no quiero advertir pecado en ellos»), sino «para provecho y edificación del pueblo».[8]

2. SIGNIFICADO ECLESIAL DE LA REGLA FRANCISCANA

Que la nueva fraternidad apostólica viviese desde el principio como Orden religiosa, es decir, en la observancia de los tres votos esenciales y bajo una Regla aprobada por la Iglesia, es un hecho incuestionable. Honorio III aprobando en 1223 la Regla definitiva no hizo sino confirmar la Regla primitiva, aprobada por Inocencio III, ampliada ahora -«annotatam»- con nuevos elementos. La incorporación de nuevos elementos a la sencilla «forma vitae» inicial -cuyo contenido normativo nos es desconocido- fue debida a la necesidad de resolver los problemas que la vida religiosa comunitaria iba planteando cada día. Problemas tan viejos como la misma vida religiosa cenobítica. Por ello, tampoco había por qué excogitar soluciones nuevas, sino tratar de aplicar las que una larga experiencia recomendaba como más viables. Eso fue lo que hizo Francisco y su primera fraternidad. Los estudios recientes sobre las fuentes de la Regla franciscana demuestran su casi total dependencia, en lo que se refiere a la vida religiosa, de las normas monásticas y de la disciplina eclesiástica anteriores. Interesa aquí destacar el elemento relativo al vestido y a la vileza del mismo, sobre lo cual, como veremos, se cuestionará largamente en los siglos sucesivos. Pues bien, la Regla franciscana copia aquí casi a la letra las normas contenidas en la Regla benedictina.

Más originales, en cambio, y también más esenciales, resultan los elementos que la Regla franciscana recoge acerca de la predicación evangélica. Nacidos con vocación para el anuncio del Evangelio -como se ha indicado arriba-, es natural que Francisco y sus primeros compañeros orientasen su Regla y su vida entera a esa finalidad primordial. Habiendo sido elaborada sobre la marcha, la Regla franciscana no crea el carisma franciscano, lo supone ya en rodaje y trata de regular y asegurar su funcionamiento y desarrollo. La Regla Franciscana es y se debe llamar una Regla misionera -y la primera-, no sólo porque dedique sendos capítulos a la predicación entre fieles (c. 9) y entre infieles (c. 12), sino, y sobre todo, porque está esencialmente orientada en función del mensaje evangélico.

Partiendo del hecho de la misión apostólica de la Orden, que no se afirma explícitamente sino que ya se supone («cuando van por el mundo»: 2 R 3,10), la Regla contiene tres principios, que son en ella medulares, y, para el cumplimiento de la vocación apostólica, esenciales: el de la obediencia, el de la pobreza, el de la catolicidad.

Obediencia al mandatum. Obediencia al papa, obediencia al cardenal protector, que lo representa, obediencia al ministro general, que, en nombre del papa, concede a cada fraile el mandato de predicar, tanto entre fieles como entre infieles. Esa obediencia es recalcada desde el principio de la Regla hasta el final.

Pobreza. Condición subjetiva imprescindible para acoger y transmitir el mensaje evangélico. Ser mensajero del Evangelio de Cristo es para Francisco -hombre de vivencias concretas, más que de ideas abstractas- presentar a Cristo mismo, antes con las obras que con las palabras, y esto exige reproducir en la propia vida a Cristo, el cual para cumplir el mandato del Padre se anonadó de tal manera que llegó casi a despojarse de su misma naturaleza divina, y durante su existencia terrena llevó una vida pobre. Para predicar el Evangelio, con la palabra y con las obras, el predicador tiene que desasirse no sólo de las cosas, sino de sí mismo, para dar cabida a Cristo en su integridad y para poder ofrecerlo a los demás con veracidad. Esa exigencia fue la que llevó a Francisco a abrazarse estrechamente con la pobreza. La pobreza -la altísima pobreza- que Francisco amó y practicó en su vida, y que recomienda a sus frailes, está, pues, en íntima relación con la aceptación y transmisión del mensaje evangélico. La pobreza practicada en esa dimensión evangélica es virtud, es disponibilidad; desvinculada de esa dimensión, la pobreza por la pobreza se convierte fácilmente en miseria; y practicada con ostentación, en orgullo.

Catolicidad. Otra idea dominante en la Regla, que está en íntima conexión con la vocación apostólica. Vivir católicamente significa para Francisco sentirse unidos a la Iglesia de Roma en la aceptación y predicación de la doctrina ortodoxa, de los sacramentos y en el acatamiento de sus leyes. La primera cosa que debe hacer el superior al recibir a un candidato es examinarlo sobre la fe y los sacramentos de la Iglesia («Y los ministros examínenlos diligentemente sobre la fe católica y los sacramentos de la Iglesia»: 2 R 2,2); y ningún fraile puede ejercer la predicación sin antes ser examinado y aprobado por su prelado («Y ninguno de los hermanos se atreva absolutamente a predicar al pueblo, si no ha sido examinado y aprobado por el ministro general de esta fraternidad, y no le ha sido concedido por él el oficio de la predicación»: 2 R 9,2). La presencia, en fin, del cardenal protector tiene la finalidad de que «...firmes en la fe católica, guardemos... lo que firmemente prometimos» (2 R 12,4).

En relación con la catolicidad de la vocación franciscana está la cuestión del estudio. Si los predicadores deben ser examinados y aprobados por el ministro general, si sus palabras deben ser «ponderadas y limpias» (2 R 9,3), si todos, en fin, deben mantenerse «firmes en la fe católica», se sigue que es necesario un cierto estudio de la sagrada Escritura y de la doctrina de la Iglesia. Francisco, aunque no era hombre de letras, se percató de esta necesidad. Y para remediarla fue por lo que fundó la primera Escuela de teología de la Orden, enviando a ella como primer lector a fray Antonio de Padua (CtaAnt).

3. UNA BULA DE HONORIO III: PRIMERA INTERPRETACIÓN DE LA REGLA

Si la Regla y la vida religiosa franciscana fue orientada -como acabamos de insinuar- hacia la finalidad primordial de la Orden, la predicación, es también desde esa finalidad primaria de donde hay que partir para comprender el significado de esa misma vida y el valor y el alcance de los preceptos de la Regla.

En esta perspectiva fue dada la que podemos llamar la primera interpretación oficial de la Regla franciscana. Me refiero a la bula «Ex parte vestra», Letrán, marzo 17, 1226, emanada por Honorio III a petición y en favor de los misioneros franciscanos y dominicos que se hallaban en Marruecos. Doy, ante todo, el texto, según el original del Archivo Vaticano, que nos permite corregir, entre otros, un error de cierta importancia que se halla en el texto del Bullarium Franciscanum (= BF).

«Honorio... a los hermanos Predicadores y a los hermanos Menores que, por mandato de la Sede Apostólica, habitan en el reino de Marruecos [salud y apostólica -bendición].

»Se nos ha expuesto de vuestra parte que, aunque os consagrasteis voluntariamente al peligro siguiendo el mandato de la Sede Apostólica, a veces cambiáis el vestido y dejáis crecer la barba y los cabellos, siguiendo el prudente consejo de la experiencia y para la salvación de muchos; no tanto para evitar a tiempo la crueldad del pueblo bárbaro, que tan feroces estragos causa entre los cristianos [a los cristianos BF], cuanto más bien para ser útiles a un mayor número y poder visitar más libremente a los cristianos en las cárceles y en otros lugares, a fin de invitarles a la penitencia, amonestarles a la salvación [y BF] ofrecerles los sacramentos eclesiásticos.

»Y que, no pudiendo encontrar gratis víveres en esa tierra, dado que se acostumbra ahí a ayudar a los pobres no con panes sino con dinero, la necesidad urgente os obliga caritativamente a aceptar, aunque con moderación, dinero y gastarlo sólo para comida y vestidos.

»De ahí que, aunque estas prácticas son contrarias a los preceptos de vuestra Orden, parece no obstante lícito que la inevitable necesidad y la grande y evidente utilidad de los demás os excusa de dichos preceptos [os parece BF]; sin embargo, porque teméis con Job de todas vuestras obras, al pensar en el justo Juez, pedís humildemente que la Sede Apostólica venga en ayuda de vuestra conciencia y de vuestra fama en estos asuntos.

»Así pues, como se lee que David cambió de vestido ante Aquimelek; y como se lee que el Señor se hizo encontradizo a sus discípulos que iban a Emaús, vestido de peregrino, y se les reveló después en la fracción del pan; el cual excusó tanto a David y a sus muchachos, que habían comido por necesidad panes santos que no les estaba permitido tocar, como a sus Apóstoles, cuando los fariseos los recriminaban porque, teniendo hambre, desgranaban espigas ajenas con las manos sin purificar y las comían; nos, atendiendo a vuestra loable tarea y a vuestro propósito, accediendo a vuestras súplicas, os dispensamos de los supradichos preceptos en esas regiones, siempre que os impela la antedicha necesidad y la conveniencia a ello invite, y con tal de que no sobrevenga el dolo ni la ambición engañe vuestra sinceridad.

»Dado en Letrán el XVI de las calendas de abril del año décimo».[9]

Trátase de «algunos varones prudentes» que el arzobispo de Toledo, por orden del papa, había enviado a Marruecos algún tiempo antes,

«para convertir a los infieles, guiados por la gracia divina, con la predicación y el ejemplo; levantar a los decaídos; robustecer a los vacilantes; y consolidar a los fuertes».[10]

Los buenos frailes, además de «prudentes», debían de ser intrépidos apóstoles; la sangre de los protomártires, todavía fresca, les daba valor, si no para amar el martirio, al menos para no temerlo. Pero la fidelidad al mandato apostólico les pone pronto de frente a problemas fundamentales: el del vestido y el del alimento. Inútil pretender resolverlos mediante limosnas en especie en un país de infieles y renegados. Lo único que podían ofrecerles los cristianos que allí había, generalmente mercaderes, era algunos dinerillos. Pero aquí se encontraban ante el precepto quizás más intangible de la Regla franciscana, el de no tocar dinero en manera alguna. Puestos ante el dilema, o Evangelio o Regla, los frailes optaron por ser fieles al Evangelio, y aceptaron dineros para emplearlos «sólo para comida y vestidos».

La pastoral de la predicación planteó a los misioneros otros dos problemas: el del hábito y el de la barba. Lo del hábito está prescrito en el capítulo segundo de la Regla. De la barba en la Regla no se habla. Sin embargo, el papa Honorio, que acababa de aprobar la Regla, dice que el ir sin hábito y el dejar crecer la barba y los cabellos, lo mismo que el usar dinero es «contrario a los preceptos de vuestra Orden». La observancia de estos «preceptos» suponía para los misioneros una rémora en orden a una más eficaz acción evangelizadora: les impedía entrar en las cárceles, entablar diálogos, pasar, en fin, desapercibidos ante la suspicacia de los paganos. Por todo ello, los prudentes y celosos misioneros juzgaron más oportuno abandonar el hábito y dejarse crecer la barba.

Nótese bien que la inobservancia de los preceptos de la Regla y de los usos y costumbres de la Orden es motivada directamente, no por una necesidad natural, sino por la necesidad de anunciar el Evangelio y por la conveniencia de anunciarlo con mayor fruto. Pero con el tiempo, las innovaciones introducidas por los misioneros debieron dar lugar a escrúpulos y aun a críticas malévolas. Es entonces cuando recurren al papa Honorio III, a fin de «recibir ayuda en estos asuntos para la conciencia y la fama».

Y el papa responde con la bula que acabo de transcribir. El papa no se contenta con conceder la dispensa solicitada, sino que ofrece una serie de principios que constituyen, a su vez, unos criterios de interpretación del significado de la Regla franciscana. Esta especie de declaración pontificia -llamémosla así- de la Regla reviste, a mi parecer, una importancia capital, no sólo por el hecho que fue dada en vida del fundador, sino porque proviene del mismo papa que, apenas dos años y medio antes, había aprobado la Regla definitiva, y conocía bien, por tanto, el contenido de la misma y las intenciones del legislador.

La primera cosa que hay que hacer notar es que Honorio, concediendo por igual la dispensa a dominicos y franciscanos, considera ambas reglas, la de san Agustín y la de san Francisco, al mismo nivel, desde el punto de vista de la obligatoriedad jurídica.

Después de elogiar la conducta y el celo apostólico de los misioneros («a vuestra loable tarea y piadoso propósito»), el papa sienta un principio importante: en semejantes casos la Regla no obliga. La nueva lectura del texto original -«vos» y no «vobis»- nos permite concluir que Honorio habla de la no-obligatoriedad como de cosa cierta: «necessitas videatur vos...» («parece que la necesidad os excusa»), y no como un parecer u opinión de los frailes, como daba a entender el texto del BF: «videatur vobis» («os parece»).

Continúa Honorio declarando el sentido y el alcance de los preceptos de la Regla y de los usos de la Orden a la luz de varios ejemplos y textos bíblicos. Se fija ante todo, en el hecho mismo de que los frailes cambien de hábito o dejen crecer la barba y los cabellos, tanto por razón de apostolado como para evitar la persecución de los paganos. En ambos casos y por ambos motivos considera que los misioneros obraban bien. Y trae el ejemplo de David ante Aquimelek y el de Cristo con los discípulos de Emaús.

Recurre luego a la doctrina de Cristo acerca de tres casos mencionados en el Evangelio. Los casos son los siguientes: 1) cuando David, no teniendo otra cosa con que alimentarse, echó mano de los panes sagrados de la proposición, los cuales solamente los sacerdotes podían consumir (1 Sam 21,1-6); 2) cuando los discípulos de Cristo, en un día de sábado, entraron en un sembrado y cogieron unas espigas para poder con sus granos matar el hambre (Mt 12,1; Mc 2,23; Lc 6,l); 3) cuando Cristo y sus discípulos tomaban los alimentos sin antes lavarse las manos, como querían las tradiciones judaicas (Mt 15,2; Mc 7,2; Lc 11,38).

El Señor -dice Honorio III- «excusavit», justificó todo esto. Aquí termina la breve declaración del papa. Pero a la luz de los pasajes evangélicos citados, su pensamiento resulta sobremanera esclarecedor respecto del alcance de la Regla y usos de la naciente Orden franciscana. En el contexto de estos pasajes, Cristo no niega la validez de las leyes mosaicas ni siquiera la de las costumbres judías, sino que rechaza la interpretación farisaica de las mismas. No es lícito absolutizar un precepto, en sí relativo, o unas tradiciones humanas, hasta tal punto que su observancia impida otros valores superiores, como el de la caridad o el de la vida: El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado (Mc 2,27); Soltáis el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres (Mc 7,8).

La Regla franciscana, a cuya observancia se obligaban los hijos de Francisco por su profesión, quedaba así interpretada en el mismo sentido en que Francisco la escribió: «sino que así como me dio el Señor decir y escribir sencilla y puramente la Regla y estas palabras, del mismo modo las entendáis sencillamente y sin glosa» (Test 39). El hecho mismo de que Francisco redactase la Regla definitiva sólo casi al final de su vida, después de que la Orden estaba ya en plena marcha por todo el mundo, parece dar a entender que Francisco quería una Regla para unos frailes, no unos frailes para una Regla. ¡Tanto Francisco como Honorio III estaban entonces muy lejos de pensar que la Regla, que uno había escrito y el otro había aprobado, se convertiría con el tiempo en un sábado farisaico!

J. Segrelles: Tentación de Fr. Rufino

II. FRANCISCO REFORMADOR «DE» LA IGLESIA

1. EL FRANCISCO IDEALIZADO

Muerto Francisco (1226), su «forma vitae», su Orden, colocada por él cuidadosamente en el surco de la Iglesia, continúa desarrollándose, como germen de vida, en la Iglesia y para la Iglesia. Continúa evangelizando entre infieles, trabajando entre el pueblo en diversas formas de apostolado, estudiando y enseñando la ciencia sagrada,[11] ocupando cargos en la jerarquía eclesiástica. Siempre al servicio de la Iglesia. Es cierto, no conocerá sólo primaveras. Tendrá, al igual que la Iglesia, sus épocas invernales. Son los altibajos de la historia de todo ser vivo.

Pero nos interesa reflejar ahora, más que la historia de la Orden, el «otro» Francisco, el reverso de la medalla. Es el Francisco visto por algunos de sus frailes, que, en vez de caminar hacia adelante con la Orden y al servicio de la Iglesia, se quedaron parados, mirando hacia atrás. Son los que la historia de la Orden denomina «zelantes» y «spirituales». Sin haber llegado a comprender su ideal, se sintieron fascinados por la indudable grandeza espiritual, moral y humana de Francisco. Y, con el pasar del tiempo, terminaron por convertirlo en mito. No es la Regla, escrita por Francisco y aprobada por la Iglesia, ni es la Iglesia de cada momento histórico, las que trazan a estos frailes la pauta a seguir: son más bien los «dichos» o «logia», las «profecías», los «sueños» que se dice haber dicho o tenido Francisco, cuando aún vivía; es el mismo Francisco, quien, desde el cielo, continúa manifestando, mediante «revelaciones», su verdadera intención sobre la Regla.

Con la entrada del joaquinismo en la parcela de estos «zelantes» y «spirituales», Francisco pasa de modelo a caudillo, de servidor a reformador de la Iglesia. Bajo su caudillaje celestial, sus fieles seguidores bajarán al campo para implantar una nueva iglesia -la «ecclesia spiritualis»- y acabar con la «ecclesia carnalis», formada entonces por la Iglesia jerárquica y por la Orden.

2. FRANCISCO Y LA «ÁUREA PLANTATIO»:
ESPIRITUALISMO Y JOAQUINISMO

Tomás de Celano, primer «biógrafo» de Francisco, hablando del viaje de éste a Roma para obtener de Inocencio III la aprobación de la Orden, dice en su Vita prima que Francisco se dirigió a Roma en plan de pedir humildemente una gracia, y que para él Inocencio III era como un «árbol hermoso y fuerte, corpulento y muy alto» (1 Cel 33).

Esta Vita prima, escrita dos años después de la muerte de Francisco, y además por orden expresa del papa Honorio III, no gustó en ciertos ambientes de la Orden, y Celano se decidió a escribir entonces la Vita secunda, por la década de los años cuarenta. En esta segunda Vida, la misión de Francisco es presentada muy diversamente. Es Cristo mismo quien le llama y le confía la misión en estos precisos términos:

«Francisco, vete, repara mi casa, que, como ves, se viene del todo al suelo» (2 Cel 10).

En la Vita prima, Francisco es indicado como servidor de la Iglesia; en la Vita secunda, como reformador o restaurador de la Iglesia. Estaba naciendo el «otro» Francisco. Por los años en que escribía Celano, el joaquinismo -anguis in herba- estaba entrando en la Orden. Joaquín de Fiore († 1202) había profetizado el advenimiento inmediato de la tercera y última edad del mundo, que coincidiría con la implantación de la sexta época de la historia de la Iglesia. Los nostálgicos «spirituales» encontraron en Francisco al protagonista.

El joaquinismo entró en la Orden ya antes de la mitad del siglo XIII y se afianzó -no obstante la drástica represión operada por san Buenaventura- a finales de ese mismo siglo y comienzos del siguiente, enraizándose perfectamente en la tradición franciscana, gracias a la síntesis doctrinal debida a los tres grandes representantes del movimiento: Pedro de Juan Olivi († 1298), Ubertino da Casale († 1325) y Ángel Clareno (†1337). Ubertino en su Arbor vitae crucifixae Iesu (1305) y Clareno con su Chronicon seu Historia septem tribulationum Ordinis Minorum (1323-1325) adaptaron a la realidad concreta franciscana la visión escatológica del tránsito de la Iglesia de la quinta a la sexta edad, que será la que precederá inmediatamente a la sétima y última época de la Iglesia que se iniciará con la parousía.

Mientras Joaquín de Fiore atribuía una acción especial al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo sobre cada uno de los tres estados de la humanidad, en la adaptación franciscanizada de la visión joaquinista de la Historia es Cristo quien protagoniza la historia de la humanidad y la lleva a través de las diversas transformaciones hasta la consumación final. Así, Cristo con su venida en carne humana puso fin a la sinagoga que constituyó el primer estado -el del Padre- y dio comienzo al segundo estado -el del Hijo- que inicia con la Iglesia de la primera época; y en su segunda venida en la gloria iniciará la Iglesia de la sétima edad tras el juicio universal. Aunque entre estas dos venidas, Cristo continúa presente en su Iglesia en todo momento a través del Espíritu Santo, sin embargo, comoquiera que el tránsito de la quinta a la sexta época de la Iglesia iniciará un cambio tan radical que parecerá «novum saeculum seu nova ecclesia tunc formari», que entonces se forma una nueva iglesia, se puede decir «recte et congrue» que Cristo realizó una venida especial mediante su Espíritu y que, por tanto, «per quandam antonomasiam» se le puede apropiar a él la constitución de esa «nueva iglesia», en la cual se revelará «la singular perfección de la vida y sabiduría de Cristo» (Ubertino). Cristo realiza esa venida, no humana ni gloriosa, sino espiritual, en la persona de Francisco. Francisco, convertido en «otro Cristo» y en el «ángel del sexto sello», inicia y realiza la «nova ecclesia», constituida por el «pequeño rebaño», el «pueblo nuevo», el cual será «semejante en todo» a Cristo «en la pobreza y humildad».[12] Como en las otras épocas, así también la «nueva iglesia» de la sexta edad no se consolida, sino tras un período de lucha y de confusión en que los hombres espirituales terminan por vencer a los hombres carnales, y la «ecclesia spiritualis» termina por suplantar a la «ecclesia carnalis». Ese período había comenzado con Francisco y continuaba todavía abierto un siglo después, cuando escribía el Clareno (1323-1325). Clareno identifica ese período con el primer siglo de vida franciscana, cuyas vicisitudes se propuso narrar en su Historia, en forma de siete «tribulaciones».

Para comprender la imagen que los espirituales tienen de la Orden (identificada ahora con la Iglesia) hace falta partir de la visión que ellos tienen del curso y sentido de la historia. Clareno lo mismo que Ubertino profesan la teoría de la decadencia: «De gradu in gradum usque ad septimum religio corruet»; cada época de la Iglesia se yergue sobre las ruinas de la anterior o de las anteriores; la sexta brotó «sub fecibus quinti», escribe Ubertino; el devenir histórico no supone un enriquecimiento, más bien es un continuo gastarse de la perfección inicial que está en Cristo y en la Iglesia primitiva: «Cristo Jesús y su primitiva iglesia» son «la raíz y el complemento de todos los estadios subsiguientes». De ahí que la «reformatio» o «renovatio» no significa mejoramiento de la vida de la Iglesia en una época determinada, en línea de continuidad, sino que significa truncamiento del estado anterior para volver a «formar de nuevo», a «crear de nuevo» desde los orígenes. Pero, en realidad, esta especie de eterno retorno no aporta nada nuevo, sino que es una reproducción del modelo inicial; cada época de la Iglesia no es sino la pantalla sobre la que está proyectada siempre la misma imagen: la de Cristo y de la Iglesia primitiva.

La imagen que los espirituales tienen del primer siglo franciscano responde exactamente a esta óptica histórica. Francisco es Cristo redivivo, estigmatizado como él, pobre como él; la Regla es el Evangelio; Cristo se la entregó a Francisco en mano: «Recibe la regla de mi mano, ley de gracia y humildad, de pobreza... forma de vida, que compartí con mis discípulos, regla vivificante para una vida perfecta»; pero además de la Regla, Cristo comunicó a Francisco el Testamento, todos sus escritos, todo lo que dijo y todo lo que practicó. Y así como la perfección evangélica que Cristo predicó y practicó con sus discípulos pronto fue sofocada por los enemigos, así también el proyecto de Francisco, que fue el de renovar la perfección evangélica, fue contrariado y perseguido en su mismo nacer por los superiores y los sabios ayudados por los hombres de la Curia Romana. La persecución llena todo el primer siglo de la Orden desencadenando sobre los pocos discípulos fieles a Francisco «tribulaciones» sin cesar. Cuando Clareno escribía había comenzado ya la sétima tribulación. Pero así como los discípulos de Cristo, después de su Resurrección, se sintieron consolados y seguros del triunfo, así también los espirituales se sentían confortados en medio de las tribulaciones, porque la resurrección de Francisco y de su Regla -que firmemente esperaban- les iba a dar la victoria. Según la visión cara a los espirituales, esa victoria vendría después de una tremenda catástrofe que Clareno describe con profusión de detalles bajo la alegoría del árbol «con raíz de oro». Es el árbol del franciscanismo del primer siglo. Francisco baja del cielo y somete a la prueba a los frailes -que constituyen las ramas de ese frondoso árbol- invitando uno por uno a beber del «cáliz del espíritu de vida»; los buenos que bebían devotamente -entre ellos Juan de Parma, fautor del joaquinismo en la Orden- acompañaron a Francisco a la gloria; en cambio, los malos, que eran los más, que arrojaban el «espíritu de vida», por estar poseídos del «espíritu de Satanás», caían del árbol precipitadamente y, por fin, el mismo árbol fue arrancado por el viento y convertido en polvo; y entonces, «pasada la tempestad, de la raíz de este árbol, que era de oro, brotó otro árbol, todo de oro, el cual produjo hojas, flores y frutos de oro» (Clareno).

La «aurea plantatio», en que los mismos espirituales se veían florecer, por supuesto no llegó a realizarse; pero, en cambio, el torbellino que ellos provocaron en las primeras décadas del siglo XIV conmovió seriamente los cimientos de la Orden.

No es del caso adentrarnos en los pormenores de esa «magna concertatio» entre el cuerpo de la Orden -la Comunidad- y el grupo, o grupos de espirituales. Nos interesa solamente poner de relieve dos valores que entran en juego de modo predominante en la contienda: son el de la pobreza y el de la obediencia.

Para los espirituales, la Regla se identifica con el Evangelio. La esencia del Evangelio era la pobreza, la cual consiste, no sólo en la renuncia a la propiedad y al dominio de las cosas, sino también, en el uso pobre (usus pauper) de las mismas. Por tanto, el uso pobre pertenecía también a la esencia de la Regla.

Llevada a estos extremos, la pobreza se convierte en un distintivo de la Orden. Una bandera. No una disponibilidad para la predicación.

Del usus pauper ninguna autoridad, ni eclesiástica ni de la Orden, podía dispensar, porque el Evangelio, identificado ahora con la Regla, estaba por encima de toda autoridad humana. La obediencia queda supeditada a la pobreza.

M. Bassetti: San Antonio leyendo

N O T A S:

[1] K. Esser, «Melius catholice observemus...», en AA.VV., Introduzione alla Regola francescana, Milán 1969, pp. 118-119.

[2] K. Esser, «Melius catholice observemus...», en AA.VV., Introduzione alla Regola francescana, Milán 1969, p. 117: «Vivir así según el Evangelio no era sólo seguir los ejemplos de los Apóstoles, revivir la vida de la Iglesia primitiva, sino conformarse plenamente al ejemplo de la vida de Cristo».

[3] Decretales Gregorii IX, lib. 5, tit. 17, c. 12 Quum ex iniuncto: «Quum igitur doctorum ordo sit quasi praecipuus in ecclesia, non debet sibi quisquam indifferenter praedicationis officium usurpare. Nam secundum Apostolum: "quomodo praedicabunt, nisi mittantur?"» (Friedberg 2, 786).

[4] L. Boff, Francesco d'Assisi una alternativa umana e cristiana. Una lettura a partire dai poveri, Asís 1982, p. 164. Como reza el subtítulo, las afirmaciones que hace el A. no parten de la historia, sino de los pobres; ¿se les alimenta así a los pobres?

[5] L. Boff, Francesco d'Assisi una alternativa umana e cristiana. Una lettura a partire dai poveri, Asís 1982, p. 166. Expresiones parecidas pueden verse en L. Boff, San Francisco de Asís: Ternura y vigor, Santander, Ed. Sal Terrae, 1981, p. 163.

[6] M. Conti, La missione degli Apostoli nella Regola francescana, Génova 1972. Trátase de un estudio fundamental, por el método y el contenido, para la comprensión de la vocación eclesial de Francisco y de la orientación de su Regla y de su Orden. De entre los muchos trabajos del A. y en la misma línea, puede verse: La S. Escritura en la Regla franciscana, en Selecciones de Franciscanismo n. 25-26 (1980) 121-135.

[7] 2 R 1,2-3: «El hermano Francisco promete obediencia y reverencia al señor papa Honorio y a sus sucesores canónicamente elegidos y a la Iglesia romana. Y los otros hermanos estén obligados a obedecer al hermano Francisco y a sus sucesores». 2 R 9,1: «Los hermanos no prediquen en la diócesis de un obispo cuando éste se lo haya prohibido».

[8] 2 R 9,4; K. Esser, «Sancta Mater Ecclesia Romana». La piedad eclesial de san Francisco, en K. Esser, Temas espirituales, Oñate, Ed. Franciscana Aránzazu, 1980, pp. 139-188. [Cf. Directorio Franciscano].

[9] AV, Reg. Vat. 13, fol. 121r; BF 1, 26. He aquí el texto, según el original del Archivo Vaticano:

«Honorius... Fratribus Praedicatoribus fratribusque Minoribus in regno Marochiano de mandato Sedis Apostolicae commorantibus [salutem et apostolicam benedictionem].

»Ex parte vestra fuit propositum coram nobis, quod, cum ad mandatum Sedis Apostolicae voluntarie vos discrimini obtuleritis, ob multorum salutem provido usi consilio, interdum mutatis habitum, barbam nutritis et comam; non tam ad declinandum ad tempus gentis barbarae feritatem, quae in christianis [christianos BF] crudelius debachatur; quam etiam ut prodesse pluribus, et liberius visitare christianos in carceribus et locis aliis valeatis, ad iniungendum eis poenitentiam, dandum salutis monita [et BF] exhibendum ecclesiastica sacramenta.

»Cumque in terra illa gratis non possitis victualia invenire, pro eo quod non panis, sed pecunia consuevit ibídem pauperibus in subsidium erogari, urgens necessitas vos compellit caritative recipere, sed parte, denarios, et expendere tantummodo propter cibum et vestes.

»Unde cum haec sint contra Ordinis vestri instituta; licet videatur vos [vobis BF] ab his excusare inevitabilis necessitas, ac grandis et evidens utilitas aliorum; quia tamen cum Iob veremini omnia vestra opera, districti examen Iudicis recolentes, humiliter postulatis vestrae super his per Sedem Apostolicam [a Sede Apostolica BF] subveniri conscientiae atque famae.

»Cum igitur ex causa David coram Achimelec legatur habitum commutasse; ac Dominum se iunxisse in specie peregrini discipulis euntibus in Emaus, in fractione panis eis postmodum revelatum; qui etiam tam David pueros super eo, quod in necessitate comederant [comederint BF] panes sanctos, quos eos contingere non licebat; quam Apostolos excusavit, dum ipsos pharisaei arguerent, quod, esurientes, alienas non lotis fricantes spicas [spinas BF] manibus, comedebant; nos laudabile opus vestrum, piumque propositum attendentes, vestris supplicationibus inclinati, super praedictis vobiscum in illis regionibus, quamdiu praescripta vos arctat necessitas, et invitat utilitas, misericorditer dispensamus; dum tamen fraus non interveniat sive dolus, vel sinceritatem vestram cupiditas non seducat.

»Datum Laterani XVI kal. aprilis anno decimo.

[10] Honorio III, bula Urgente officii, Letrán, 20 febrero 1226, BF 1, 24-25: «ad convertendum infideles, divina gratia praeeunte, praedicationibus et exemplis; erigendum collapsos; confortandum dubios; et confirmandum robustos». El papa agradece al arzobispo toledano el envío de misioneros que, por orden del mismo papa, había efectuado poco antes.

[11] Por citar un solo ejemplo, y desconocido, diré que en Santiago de Compostela, entre 1226 y 1236, los frailes de San Francisco habían recibido prestadas del arzobispo de aquella ciudad las «Epistolae Pauli in maiori grossatura», que eran la «Grossatura magna» que Pedro Lombardo hizo sobre las Epístolas paulinas y que usó como texto en sus clases antes de redactar el texto definitivo de las «Sentencias». Así, pues, apenas muerto san Francisco, sus frailes estudiaban y enseñaban a Pedro Lombardo en el «finis terrae» o confín del mundo de entonces, en íntima colaboración con la iglesia local.

[12] LP o CA 101: «Por lo que un día [Francisco] dijo a sus hermanos: "La religión y vida de los hermanos menores es un pequeño rebaño que el Hijo de Dios pidió en estos últimos tiempos a su Padre celestial, diciéndole: 'Padre, yo quisiera que suscitaras y me dieras un pueblo nuevo y humilde que en esta hora se distinga por su humildad y su pobreza de todos los que le han precedido y que se contente con poseerme a mí solo'". El Padre dijo a su Hijo amado: "Hijo, lo que pides queda cumplido". Añadió el bienaventurado Francisco: "Por eso, quiso el Señor que los hermanos se llamasen hermanos menores, pues ellos son este pueblo que el Hijo de Dios pidió a su Padre, y del que el mismo Hijo de Dios dice en el Evangelio..."».- Clareno, Chronicon 14: «Ego enim postulavi a Patre meo quod daret mihi in hac hora novissima quendam populum..., qui esset per omnia similis mihi in paupertate et humilitate... Et dedit te [Franciscum] mihi Pater meus...».

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. XII, núm. 36 (1983) 391-412]

 


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