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San Francisco de Asís |
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Libro primero* EL RESTAURADOR DE IGLESIAS |
. | Nunc latebat in eremis, nunc ecclesiarum reparationibus insistebat devotus. Pasábalo ya escondido en las ermitas, ya ocupado devotamente en restaurar iglesias. (San Antonino de Florencia). Capítulo I EL JOVEN CONVALECIENTE Hace de esto setecientos años, una mañana cierto joven de la ciudad de Asís, que empezaba a convalecer de larga y penosa enfermedad, despertó de su nocturno sueño. Los postigos de la ventana de su pieza estaban aún cerrados; sin embargo, afuera, a pesar de que era muy temprano, brillaba la luz de la madrugada, y la campana de la vecina iglesia de Ntra. Sra. del Obispado había dado ya la señal para la primera misa. Por la rendija del postigo penetraba hasta la cerrada alcoba un poderoso rayo de sol. El joven conocía bien este rayo matinal, pues hacía ya varias semanas que le veía llegar a su lecho de convaleciente. Muy luego llegaría su madre a abrir los postigos, y la luz penetraría en la pieza con toda su deslumbradora intensidad. Después le traerían el desayuno y se le arreglaría la cama (ésta era bastante ancha y él tenía costumbre de mudarse al otro lado mientras se componía aquél en que había dormido). Ya podía tenderse sobre ella, fatigado aún, pero feliz, a contemplar el hermoso cielo de otoño, azul y despejado, y a escuchar el ruido que hacían, al caer sobre el pavimento de la calle, las aguas sucias arrojadas por los moradores de las casas vecinas. Más tarde entraría ya directamente el sol a iluminar primero el muro de la derecha, después el centro de la enlosada cámara, y cuando la plena luz diera en el lecho, sería llegada la hora del almuerzo; después del cual vendrían de nuevo a cerrar los postigos, y nuestro joven tomaría su siesta al abrigo de la dulce y silenciosa semi-oscuridad de su pieza. Terminado este reposo volvería de nuevo la luz, aunque el sol ya se habría retirado de la ventana; nuestro convaleciente vería allá a lo lejos, hacia el confín del inmenso valle, las montañas veladas por sombras azules, que bien pronto se cambiarían en ese manto rojizo, sanguíneo, con que se cubre el horizonte en las tardes de otoño. Al caer con toda rapidez la noche, oiría el ruidoso balar de los ganados, conducidos a los establos, entre canciones y risas, por los sencillos pastores. ¡Con qué íntimo placer había escuchado esas cantinelas populares de la Umbría, acompasadas, extrañamente expresivas, exquisitamente tiernas, que hoy día mismo ensayan y modulan a la continua aquellos modestos campesinos, llenando el alma de quien los oye de cierta misteriosa mezcla de tristeza y melancólica dulcedumbre! Por fin, se extinguirían los cantares y vendría la noche. Por encima de los lejanos montes surgiría, de repente, una sola y grande estrella, cuya aparición indicaría el momento de cerrar los postigos y de encender la lamparilla, que el enfermo se había acostumbrado a dejar arder hasta el rayar del alba durante las interminables noches de fiebre en que temerosas pesadillas le turbaban el dulce sueño. La mañana aquella, sin embargo (bien se lo acordó el joven inmediatamente), las cosas no iban a ser de la manera que queda descrita; porque ése era precisamente el día en que él iba a dejar por primera vez el lecho del dolor. ¡Cuánto gozaba con la idea de que, al fin, iba a volver a andar por los demás sitios de la casa, viendo y tocando objetos cuya privación había sufrido por tan largo tiempo y de los cuales había estado a punto de despedirse para siempre! Resuelto estaba a bajar hasta el entresuelo y penetrar en la tienda de su padre a ver entrar y salir los clientes, y acaso también a dar una palmada a los empleados ocupados en desenvolver y medir las grandes piezas de terciopelo, de brocado, o de hermosos tejidos de lana etrusca. Ocupada su mente con tan dulces ensueños, se abre de pronto la puerta: es su madre, que viene a hacerle la acostumbrada visita; entra y abre los postigos; el enfermo observa con júbilo que, además del desayuno, trae un lío de ropa. «Te he mandado hacer un traje nuevo, mi querido Francisco», dijo ella, al mismo tiempo que depositaba el paquete al pie del lecho. Terminada la refección, el joven empezó a vestirse, mientras la madre, inclinada sobre el umbral de la ventana, miraba la campiña. De repente exclamó: «¡Qué hermosa mañana!, ¡qué cielo más espléndido! Allá diviso todas las casas de Bettona, cual si el valle que nos separa se hubiese abreviado; a medio camino, rodeada de viñedos, Isola Romanesca, semeja una isla verdadera acariciada por las ondas de un río. De todas las chimeneas se levantan al cielo, rectas y trasparentes, columnas de humo: así sube hacia el techo de la iglesia el humo fragante de los incensarios. ¡Oh Francisco mío!, en mañanas como ésta la tierra y el cielo se me figuran un templo engalanado para una fiesta solemne, en que toda la creación acude a alabar y dar gracias a su Hacedor». Francisco seguía silencioso, pero una vez aderezado, murmuró: «¡Dios mío!, ¡cuán débil estoy!». -- Consecuencias de la enfermedad -se apresuró ella a contestar-. Mientras uno permanece en cama se imagina poderlo hacer todo; pero apenas se ponen los pies fuera del lecho, se advierte la debilidad; lo sé bien por experiencia propia, hijo mío; por eso he cuidado de traerte bastón. Toma, en efecto, de sobre la mesa un hermoso bastón barnizado, con empuñadura de marfil, y lo da al joven, quien, apoyado en él y en el brazo de su madre, abandona el triste aposento. En media hora la madre y el hijo anduvieron todas las habitaciones de la casa. Al entrar en la tienda, los saludaron llenos de cordial regocijo los dependientes: «¡Buenos días, señora Pica! ¡Bienvenido el señor don Francisco!» Pero luego sintió éste la necesidad de ir más lejos, a saludar los campos y las viñas, el cielo abierto y el panorama todo del extenso y fértil valle. Detúvose fuera de la puerta de Asís, junto al camino que, por el pie del monte Subasio, conduce a Foligno. Afirmado en su bastón tendió por el valle la cansada vista. Todo era un inmenso campo de viñas; los vástagos trepaban de un árbol a otro; los granados y azules racimos doblaban con su peso los sarmientos bajo el exuberante follaje. Cercanos estaban los días de la ruidosa vendimia y de la recogida del vino en las bodegas. Más abajo, pero aún sobre la pendiente ladera, empiezan los olivares que se despliegan por todo el valle, cubriéndolo como de un tapiz de seda de color de plata. De trecho en trecho, sombreadas por pardas nubes, brillan blancas casitas, y las más lejanas parecen apenas pequeñas piedras. Francisco tenía la vista fija en este grandioso panorama, y sin embargo, ¡fenómeno singular!, no lo veía. Aquel desbordado gozo que antes experimentaba ante el espectáculo de los risueños colores del paisaje, de las aristas de los montes, que parecen penetrar en el cielo azul, ya no existe para él. Diríase que su corazón, poco antes tan joven y vigoroso, había envejecido por arte de encantamiento; llegó a asaltarle la idea de que nunca más iba a gozar con la vista de ninguna cosa de este mundo. Parecióle demasiado ardiente el sol, y fue a refugiarse a la sombra de un muro; pero un momento después esta sombra se le antojó demasiado fresca, y tornó a buscar el calor del sol. La bajada le había fatigado mucho; sintió hambre, y aun deseo de saciarla con una buena cena y un buen vaso de vino... Se aterrorizó con la idea de que su juventud terminaba; de que ya no le alegrarían más tantas cosas que habían sido y él se imaginaba que serían siempre todo su encanto y su tesoro: el esplendor del día, el azul del cielo, la verdura de las campiñas, todos los primores de la naturaleza, por que tanto él había suspirado durante los días y las noches de su convalecencia, como suspira un rey proscrito por tornar a sus antiguos dominios; todo esto se le devolvía ahora y, al recibirlo en toda su real belleza, se desvanecía en sus manos, se reducía a fragmentos, a polvo y ceniza; como de las palmas triunfales que se distribuyen el domingo de Ramos se saca la ceniza que el sacerdote pone en la frente de los fieles el primer día de cuaresma, añadiendo estas palabras tan tristemente verdaderas: «Acuérdate, hombre, de que eres polvo». ¡Polvo!, ¡polvo!, todo no es más que mísero polvo y ceniza, corrupción y muerte, vanidad de vanidades. Largo rato estuvo allí de pie Francisco ocupado con tales pensamientos, fija la mirada en la inmensidad, viendo cómo todo lo existente se marchitaba ante su vista. Por fin, se volvió a la ciudad a pasos lentos y apoyado en su bastón. Sin duda alguna ha lucido para él el día en que dice el Señor que «sembrará de espinas el camino»; la hora aquella en que mano misteriosa escribió en el muro de una sala de festín palabras de muerte. Sin embargo, como todo el que se halla en los comienzos de su conversión, nuestro joven no piensa sólo en sus propias faltas, sino también en las ajenas. Acto seguido de percatarse del cambio que se ha obrado en su ser, se le va el pensamiento a los amigos en cuya compañía ha estado ahí mismo tantas veces, gozando de la hermosura del grandioso panorama. «¡Qué insensatez la de ellos, poner el corazón en cosas tan deleznables!», se dijo con cierto aire de superioridad, mientras tomaba resueltamente el camino de la casa paterna. Capítulo II INFANCIA Y JUVENTUD Francisco tenía entonces veintidós años. Era el mayor de los hijos de uno de los hombres más opulentos de Asís, el comerciante Pedro Bernardone. No era esta familia originaria de Asís; porque Bernardone, el padre de Pedro, procedía de Lucca, donde era miembro de una boyante familia de tejedores y mercaderes de géneros, los Moriconi. La madre, doña Pica, era aún de más lejano origen; su cuna se había mecido en la hermosa Provenza, la región de las poéticas leyendas. Allá la había conocido don Pedro, probablemente en uno de sus viajes mercantiles; de allá la trajo, en calidad de prometida, a la pequeña ciudad italiana asentada sobre la falda del monte Subasio.1 Asís es una de las ciudades más antiguas de Italia. Tolomeo la menciona con el nombre de Assision; en ella nació el poeta Propercio, 46 años antes de Jesucristo. Le llevó la luz del cristianismo S. Crispólito, o Crispoldo, discípulo inmediato, según la leyenda, del apóstol S. Pedro, lo mismo que S. Bricio, obispo de Espoleto, de quien se dice que, por orden del príncipe de los apóstoles, consagró a Crispoldo obispo de Vettona (hoy Bettona) el año 58 de nuestra era, confiándole la dirección espiritual de todo el distrito comprendido entre Foligno al sur y Nocera al norte. Sea de esto lo que fuere, parece cierto que Crispoldo padeció martirio en la persecución de Domiciano. Igual suerte corrieron más tarde otros tres misioneros de la Umbría: los santos Victorino ( 240), Sabino ( 303) y Rufino, que fue el principal apóstol de Asís (AF III, p. 226, n. 1). En honor de este último santo se construyó en Asís, hacia la mitad del siglo XII y según diseño de Juan de Gubbio, la hermosa basílica, de estilo romano, de San Rufino, y, luego de terminada su fábrica, la hicieron catedral de la ciudad en reemplazo de la antigua llamada Santa María del Vescovato, situada un poco más abajo de la residencia episcopal.
Una tradición que no se remonta más allá del siglo XV nos cuenta que, habiendo llegado Pica a sentir los primeros síntomas del embarazo, fue presa de agudos dolores que se prolongaron por mucho tiempo, sin que ningún cuidado ni remedio fuera parte a facilitar el anhelado alumbramiento; hasta que un día llamó a la puerta de su casa un peregrino, quien dijo a la sirvienta que salió a recibirle que la señora no se vería libre de su aprieto mientras no la trasladasen de su cómodo aposento al establo de la casa, reemplazando el mullido lecho en que yacía por las pajas destinadas a los animales. Puesto en práctica sin tardanza el consejo, la enferma exhaló el angustiado grito del parto, dando a luz con toda felicidad un hijo, cuya primera cuna fue, por consiguiente, lo mismo que la del Salvador, un haz de pajas en humilde establo. Bartolomé de Pisa escribió a fines del siglo XIV su Liber Conformitatum (Libro de las Conformidades), encaminado todo a consignar las semejanzas entre San Francisco y Jesucristo; en el cual libro no hace la menor mención de esta historia, siendo así que entraba tan de lleno en el plan y objeto de su obra. Pero Benozzo Gozzoli pintó, en el muro de la iglesia de San Francisco de Montefalco el año 1452, el nacimiento del Santo en el referido establo. Sedulio, autor de una Historia Seraphica impresa en Amberes en 1613 cuenta que él mismo vio en Asís dicho establo transformado definitivamente en capilla. Esta capilla existe aún con el nombre de San Francesco il Piccolo (el pequeño San Francisco), y sobre el dintel de su puerta de entrada se lee esta inscripción: Hoc oratorium fuit bovis et asini stabulum, In quo natus est Franciscus, mundi speculum. «Este oratorio fue establo de bueyes y asnos, donde nació Francisco, espejo del mundo». Dicha capilla está a corta distancia del solar que ocupaba la casa paterna de San Francisco y en el que se levantó en el siglo XVII la llamada Chiesa Nuova, modelo perfecto del estilo barroco. Los Bolandistas suponen que la capilla fuese parte de la casa de Pedro Bernardone; que Francisco nació allí en efecto, pero que en seguida, durante la infancia del santo, la familia dejó de ocupar aquel sitio.2 Posible es también que la leyenda deba su origen sencillamente al origen de la capilla: «el pequeño San Francisco». Tan legendaria como esta tradición del nacimiento en el establo, es otra que nos ha conservado Wadingo, según la cual el mismo peregrino que aconsejó la traslación de la enferma a las pajas se presentó en la catedral en el momento del bautismo del infante y le tuvo en la pila. En la iglesia de San Rufino se conserva aún hoy día una piedra en que se ven grabadas dos huellas como de pies, y el sacristán no se descuida en advertir al visitante, mostrándole dicha piedra, que allí fue donde, durante el bautizo de Francisco, estuvo de pie el peregrino, o más bien dicho, el ángel que, bajo forma de tal, asistió a la ceremonia. El núcleo alrededor del cual se formaron estas leyendas es, sin género de duda, cierto relato que se encuentra ya en un manuscrito antiguo de la Leyenda de los Tres Compañeros. Refiere el manuscrito que, verificado el bautismo del recién nacido, al volver de la iglesia la comitiva, un peregrino llegó a tocar a la puerta de la casa, manifestando deseos de ver al infante. La criada que acudió al llamado se negó, naturalmente, a satisfacer tal deseo; pero el desconocido replicó que no se marcharía sin ver al niño. Don Pedro no estaba a la sazón en casa, y la sirvienta tuvo que llevar a la señora misma el recado del extranjero, y de ella recibió, con gran estupefacción, la orden de llevar el niño a la puerta, donde aguardaba el extraño personaje, quien al recibirle en sus brazos, como en otro tiempo hiciera con el infante Jesús el anciano Simeón, exclamó: «Hoy han nacido dos niños en esta misma calle; el uno, que es éste que tengo en mis brazos, será uno de los mejores hombres del mundo; y el otro, uno de los más perversos» (TC 2, nota). Bartolomé de Pisa añade que el peregrino estampó la señal de la cruz en la espalda izquierda del infante y en seguida recomendó a la nodriza que le cuidase con sumo esmero, porque el diablo pondría a contribución todas sus artes para adueñarse de él. Dicho esto, desapareció, y nadie volvió a verle jamás. El primogénito de D. Pedro Bernardone recibió en el bautizo el nombre de Juan. Bernardone se hallaba a la sazón en Francia, y a la vuelta plúgole cambiar de nombre a su hijo, llamándole Francisco. Este sobrenombre, si raro, no era entonces absolutamente inusitado; que tal se llamaba (Via Francesca) un camino que, arrancando de la iglesia de San Salvador de los muros (hoy casa Gualdi), conducía hacia la parte occidental de la ciudad y remataba cerca de San Damián. Este camino se menciona con dicho nombre en una bula firmada por el Papa Inocencio III el 26 de mayo de 1198, es decir cuando Francisco tenía 15 años de edad y no era aún posible que hubiese hecho méritos bastantes para que su nombre se pusiese a una vía pública. Varias hipótesis se han excogitado para explicar el susodicho cambio introducido por Bernardone en el nombre de su hijo. Unos le asignan por causa el afecto que el comerciante profesaba a Francia, patria de su mujer y teatro de sus excursiones mercantiles; deseaba naturalmente que su hijo saliese todo un francés; que lo fuese de nombre ya que lo era de origen. Pudo ser también que Pedro, como desaprobando la elección de nombre hecha por su mujer, quisiese enmendarla de esa manera, por cuanto S. Buenaventura dice expresamente que fue doña Pica quien escogió el nombre de Juan. «Y fue no un Juan Bautista vestido de lana de camello, sino un elegante, discreto y amable francés». Nada tiene de inaceptable esta suposición si se da por cierto que fue el padre quien hizo el cambio. Pero otros aseguran que el hijo de Bernardone no recibió el nombre de Francisco sino mucho después, siendo ya adolescente, a causa del uso que hacía de la lengua francesa, aunque, por otra parte, consta que nunca llegó a hablar francés con entera corrección. En todo caso, nuestro joven debe haberse familiarizado con esta lengua desde su infancia. En edad temprana aprendió también el latín. Esta parte de su educación fue confiada a los sacerdotes de la iglesia de San Jorge, vecina a la casa del mercader. (La iglesia de San Jorge estaba donde hoy está Santa Clara. De ésta a la Chiesa Nuova, edificada sobre el solar que ocupaba la casa de Francisco, hay muy corta distancia). El primer biógrafo del santo, Tomás de Celano, pinta un cuadro harto poco edificante, de la educación de los niños en aquella época; porque dice que apenas dejaban el regazo materno, daban en manos de compañeros de más edad, que les enseñaban no sólo a hablar, sino a hacer cosas inconvenientes, y añade que, por puro respeto humano, ninguno se atrevía a conducirse honestamente. Dicho se está con esto que de tan malos principios no se podían esperar buenos resultados; a una infancia corrompida tenía, por fuerza, que suceder una juventud envuelta en desórdenes. Para semejantes mancebos el cristianismo tenía que reducirse a un puro nombre, y toda su ambición se cifraba en aparecer peores de lo que eran en realidad (1 Cel 1). Pero Tomás de Celano era poeta y retórico, y no sabemos a punto fijo qué valor atribuir a estas afirmaciones suyas. Acaso ellas no se refieren más que a lo que él había visto en el país donde pasó su infancia, Celano, pequeña ciudad de los Abruzos. Por lo demás, de los otros biógrafos antiguos, el único que trae semejante cosa es Julián de Espira, y no hace más que copiar a Celano. Como aún hoy día es costumbre en Italia, Francisco empezó muy temprano a ayudar a su padre en los quehaceres de su tienda. Bien pronto descubrió maravillosas aptitudes para el comercio, mostrándose, al decir del citado Espira, «más ducho y ávido que su padre». Era, pues, todo un comerciante hecho y derecho. Faltábale, sin embargo, una cualidad esencial a todo individuo de su oficio: la economía. Francisco era extremadamente pródigo. Para penetrar las causas de esta prodigalidad es menester hacerse cargo del tiempo en que se desarrolló la adolescencia del hijo del mercader de Asís. Eran los fines del siglo XII y principios del XIII, o en otros términos, la edad de oro de la caballería. La Europa entera soñaba entonces con la vida caballeresca de las cortes provenzales y de los reyes normandos de Sicilia. En Italia las pequeñas cortes de Este, de Verona y de Montferrato rivalizaban con las repúblicas de Milán y de Florencia a ver quien organizaba más espléndidos torneos y justas. Los más ilustres trovadores franceses, Raimbaud de Vaqueiras, Pedro Vidal, Bernardo de Ventadour, Peirol d'Auvergne, recorrían la península en incesantes torneos, de corte en corte, de fiesta en fiesta. Por todas partes repercutían los ecos de los cantares de gesta, de los romances y serventesios provenzales, y se escuchaban con avidez los relatos de las expediciones del rey Arturo y de los caballeros de la Tabla Redonda. Hasta las más insignificantes aldeas tenían sus corti, consagradas al cultivo de la gaya ciencia. El hijo francés de Pedro Bernardone estaba, pues, fatalmente destinado a recibir su influencia de este movimiento. Para su padre, italiano económico y parco en deseos, no había más ideal que el dinero y el lucro; pero por las venas de Francisco corría también sangre provenzal, que le impulsaba a derrochar los caudales paternos en el lujo, en continuos ruidosos banquetes y fiestas. Su propio carácter y sus riquezas le colocaron naturalmente a la cabeza de la juventud alegre de su pueblo natal. Tomás de Celano afirma que su destreza en ganar dinero corría pareja con la vanidad febril que gastaba en dilapidarlo. No es extraño, pues, que bien pronto se rodease de muchedumbre de amigos, no sólo asisienses, sino de las ciudades vecinas, como que luego le veremos ir a visitar a un camarada suyo en Gubbio, separada de Asís por distancia considerable. La juventud regocijada de Asís era entonces lo que ha sido la de todos los tiempos y países: se entregaban a menudo a comidas opíparas, en que se ahitaban de viandas y menudeaban las copas, y salían después a recorrer de noche y en grupos las calles de la ciudad, cantando a voz en cuello y molestando a los pacíficos vecinos de Asís. El austero fraile menor de Celano delata sin miramientos los pecados de aquella loca juventud: «Vestidos de blanda seda, iban por las calles chanceando, cantando y declamando sandeces». Hace algunos años, me hallaba yo en Subiaco, en los montes Sabinos. Acababa de visitar el Sacro Speco o sea la célebre gruta de San Benito y el convento de Santa Escolástica. Hacia el mediodía entré en una hostería a almorzar, antes de tomar el tren que debía llevarme a Roma por Mandela. Sirviéronme el almuerzo bajo una enramada dispuesta sobre abrupta roca, desde donde, por entre las cañas del pajizo comedor, se divisaban las copas de unas higueras de anchas hojas doradas por el sol; más lejos, el valle por donde el Anio dilata su argentada espuma entre rocas de un gris amarillento; y más allá todavía, la ciudad de Subiaco con sus orgullosas torres de atrevidas flechas, como soberbia fortaleza en la cima de escarpada montaña. A este paraje tan ameno como imponente, ceñido de belleza y majestad, había llegado una turba de jóvenes con el mismo objeto que yo, a almorzar. A cielo descubierto y en un sitio desde el cual se dominaba el magnífico valle, se les había preparado la mesa, con blanquísimas servilletas, bien abastecidos fiaschi y copas llenas de rojo vino. Era de ver la agitación de los camareros, que se cruzaban acá y acullá con enormes platos de macarrones en ambas manos. Menudeaban las risas y los cantos de los alegres comensales, aunque sin degenerar en gritos descompasados; los brindis no se hicieron esperar; cada uno pronunció el suyo, a cual más entusiasta y regocijado; cada brindis era saludado con unánimes estruendosas carcajadas y aplausos... Tal me figuro que serían los banquetes que presidía el hijo de Pedro Bernardone: rebosantes de gozo, pero conformes con las leyes de la decencia y de la cortesanía. Si el venerable franciscano celanense hubiese conocido las groseras y prosaicas orgías de los jóvenes septentrionales, que se jactan de ser hijos de las musas, y no son más que hijos de Baco, tengo para mí que se habría guardado de pronunciar tan severa sentencia contra los festines de la juventud de Asís, animados por una alegría franca, genial, delicada como el vino generoso que se cosecha en las laderas de los montes umbrianos... Pero no; Celano ignoraba todo aquello, y por eso no vacila en contarnos que, de todos aquellos disipados jóvenes, Francisco era el peor, el que gobernaba y perdía a los demás. Aquella «dorada juventud» se lo pasaba de fiesta en fiesta. Por la noche recorrían las calles cantando al son del laúd o de la viola, hechos otros tantos trovadores o juglares desocupados y vagabundos. Francisco había llegado, en su admiración por la gaya ciencia provenzal, hasta procurarse un traje de juglar, que lucía en las reuniones de sus camaradas. Según los Tres Compañeros, «estaba tan lleno del vano deseo de atraer a sí la atención de los demás, que solía presentarse a veces con vestidos mitad de tela fina, mitad de vil y grosera» (TC 2). Es probable que Bernardone admitiera desde muy temprano a Francisco en calidad de socio comercial. Lo cierto es que el joven disponía siempre de sumas considerables de dinero, las mismas que derrochaba en sus placeres, sin que le hicieran mella alguna las amonestaciones que de cuando en cuando le dirigía su padre, quejándosele de que «más parecía el hijo de un gentilhombre que de un mercader». Por lo demás, estos reproches no parecían muy sinceros, puesto que no iban acompañados de diligencia alguna para enmendar al delincuente. Ni se mostraba más severa doña Pica, quien, cuando alguna comedida vecina le afeaba los extravíos de su hijo, se limitaba a contestarle: «Abrigo la esperanza de que será un día hijo de Dios». Sin embargo, mucho se engañaría quien pensase que las diversiones de Francisco eran inmorales en el sentido propio y vitando de la palabra. En sus relaciones con el otro sexo era ejemplar, y bien lo sabían y tenían en cuenta sus amigos, pues harto se guardaban de soltar en su presencia palabra menos honesta, y si tal vez alguno lo hacía, él al punto se tornaba serio y aun mostraba enojo. Como todo joven de corazón puro, Francisco miraba con gran respeto el misterio de la generación (TC 3). En términos generales, la conducta de Francisco era decente y compuesta. Lo único que en él lamentaban sus padres era su demasiada afición a los amigos. Con frecuencia acontecía venir donde él algún compañero, y aunque estuviera sentado a la mesa, se levantaba al instante a recibirle y con él se iba fuera de casa. Su misma prodigalidad tenía su lado hermoso y laudable, pues se extendía por igual a los camaradas y a los pobres. Francisco no era del número de esos sibaritas vulgares que nunca tienen dos centavos para un pobre, pero tienen siempre centenares de pesos para banquetes en que abundan exquisitos licores. «Si soy generoso y pródigo -gustaba decirse a sí mismo- con mis amigos por la prontitud con que veo que ellos corresponden a mis obsequios, ¿con cuánta mayor razón no deberé serlo con los pobres, cuando Dios ha prometido pagar centuplicado lo que por ellos se haga?» Estas palabras resumen el pensamiento capital que informa la Edad Media, traducción a un mismo tiempo candorosa y profunda del gran principio evangélico: «Lo que hiciereis con el menor de mis hermanos, los pobres, conmigo lo hacéis». Cierto día en que, atareado en la tienda de su padre, casi sin advertirlo despidió bruscamente sin socorro a un mendigo que llegó a pedirle limosna, sintió su corazón como traspasado por agudo puñal. «Si este hombre -se dijo- hubiese venido a mí de parte de alguno de mis nobles amigos, de un conde o de un barón, yo, sin duda, le habría alargado el dinero que me pedía3; pero he aquí que ha venido en nombre del Rey de los reyes, del Señor de los señores, y yo no sólo le he despedido con las manos vacías, sino con la vergüenza en el rostro». Resolvió, pues, no negar en adelante cosa alguna que se le pidiese por amor de Dios; per amor di Dio, como dicen aún hoy los mendigos en Italia. Dos de sus biógrafos, el Anónimo de Perusa y S. Buenaventura, agregan a este episodio la circunstancia de que Francisco echó a correr tras el mendigo y, alcanzándole, le dio la limosna que acababa de negarle (cf. LM 1,1; AP 4; TC 3; 1 Cel 17). Acaso esta caridad suya para con los pobres fue lo que le granjeó el extraño homenaje que nos refiere S. Buenaventura: había a la sazón en Asís un hombre por extremo original, casi un loco, si no un loco rematado, quien, cada vez que topaba con Francisco por la calle, se quitaba la capa y, extendiéndola en el suelo, le rogaba que pasara sobre ella. Otro raro personaje (si no es el mismo anterior) dio en recorrer la ciudad gritando sin descanso: «¡Pax et bonum!»: ¡Paz y bien! Y esta voz se apagó luego después de la conversión de Francisco; por donde la leyenda ha creído ver en ella algo así como un presagio de la aparición del gran Santo, que pronto iba a presentarse anunciando a los hombres la paz con todos sus bienes (LM 1,1; TC 26). Finalmente, nuestro joven parece haber tenido siempre un profundo sentimiento de la naturaleza; sentimiento que debía tardar un siglo aún en hallar, por primera vez desde los días de la antigüedad clásica, su verdadera expresión literaria en las obras de Petrarca, y alcanzar el pleno y exuberante desarrollo que ostenta en la vida y en la literatura modernas. De tal sentimiento, pues, estuvo siempre animada el alma semi-provenzal de Francisco, de quien cuenta Celano que se deleitaba en la belleza de los campos, en el encanto de los viñedos, en todo cuanto la naturaleza encierra de más grato a la vista (1 Cel 3). Ni es aventurado tener este sentimiento como una parte de la herencia materna de nuestro joven, como que constituye un elemento esencial de su personalidad, y si iba a sufrir menoscabo con la crisis moral determinante de la conversión de Francisco, ese menoscabo debía ser transitorio. Toda buena planta ha menester de poda para obtener su pleno desarrollo; la planta generosa del temperamento de Francisco también debía cortarse hasta la raíz, para surgir con toda su savia, en toda su pujante lozanía. Un místico alemán ha dicho que «ningún hombre puede cobrar verdadero amor por la creación a menos de comenzar por la renuncia de ese amor en aras del amor de Dios, en términos que la creación parezca muerta para él, y él muerto para la creación».
Capítulo III LA PRISIÓN DE PERUSA A nuestro joven le tocó vivir en época de guerras. El emperador guerreaba contra el Papa, los príncipes contra los reyes, los burgueses contra los nobles, ciudades contra ciudades. Acababa de nacer Francisco cuando Federico Barbarroja se vio obligado por la paz de Constanza (25 de junio de 1183) a otorgar a las ciudades lombardas todas las libertades porque habían luchado victoriosamente en Legnano (1176). Pero el sucesor de Barbarroja, Enrique II (1183-1196), reforzó nuevamente el poder imperial en Italia, y Asís (que, tomada en 1174 por el arzobispo Cristián de Maguncia, canciller del imperio alemán, reconquistó más tarde, en 1177, sus franquicias comunales y el derecho a tener cónsules propios) se vio obligada a renunciar a sus derechos municipales y a someterse a Conrado de Urslingen, duque imperial de Espoleto y conde de Asís. Un año después de la muerte de Enrique, fue elevado al trono pontificio Inocencio III y acto continuo emprendió resuelta y vigorosamente la defensa de las ciudades italianas. El duque Conrado tuvo que acudir a Narni a rendir homenaje al Papa, y los burgueses de la ciudad de Asís aprovecharon su ausencia para atacar la fortaleza germánica, que desde la cima de Sasso Rosso (roca roja) amenazaba a la ciudad. La fortaleza fue invadida y destruida completamente, de suerte que cuando llegaron los enviados del papa a posesionarse de ella a nombre de su señor, no hallaron más que informes ruinas, que son las que ahora se ven en la parte más alta de Asís. Después de este hecho los asisienses resolvieron, para ponerse a cubierto de toda invasión extraña, rodear de muros la ciudad. Todos pusieron manos a la obra con tal ardor y entusiasmo, que antes de mucho lograron levantar esas murallas, cortadas a trechos por soberbias puertas y protegidas por formidables torres, que aún hoy día infunden respeto al viajero que las contempla. Francisco tendría entonces unos 17 años, y no es aventurado sospechar con Sabatier que «fuese uno de los más activos colaboradores de aquella empresa patriótica y que en ella adquiriese el hábito de acarrear piedras y de manejar la plana, que tan útil le iba a ser muy pocos años después». Por cierto, la parte más penosa y ruda del trabajo, tanto de demolición como de edificación, tocó a la gente del bajo pueblo, a los minores, como se les solía llamar. En esta obra adquirió el pueblo de Asís conciencia de su fuerza; por donde, después de vencer al enemigo exterior, al tiránico tudesco, se volvió contra los tiranos domésticos, cuyas fortalezas, que eran sus propias moradas, estaban esparcidas por la ciudad. La guerra civil no tardó en estallar; las casas de los nobles fueron sitiadas por la burguesía; varias de ellas, incendiadas: la derrota de la nobleza era inminente. Por fin, apeló ésta a un recurso extremo: llamó en su auxilio a la poderosa república de Perusa, vecina y antigua rival de Asís, prometiéndole, si le ayudaba en aquel apurado trance, reconocerle soberanía sobre su patria. Perusa se hallaba entonces en el apogeo de su grandeza y poder, y se apresuró a aprovechar la ocasión que se le ofrecía de adueñarse de Asís; envió, pues, sus ejércitos a favorecer a los sitiados nobles. Por su parte, los burgueses de Asís, lejos de cobardear, se aliaron con los pocos nobles que habían permanecido fieles a su ciudad natal y salieron al encuentro de los invasores. Ambos ejércitos trabaron combate en el valle que separa las dos ciudades, cerca del puente San Juan (Ponte San Giovanni). El éxito favoreció a los perusinos, y numerosos asisienses cayeron prisioneros, entre ellos nuestro Francisco, quien, por su posición social y sus maneras distinguidas, logró ser tratado como noble en la prisión. Idéntico tratamiento ordenaban muchas antiguas leyes comunales francesas que se diera a los «burgueses honorables». La batalla del puente San Juan fue en 1202, y el cautiverio de Perusa duró un año entero, durante el cual Francisco mostró un ánimo tan alegre y regocijado, que era la admiración de sus compañeros; mientras éstos penaban, él no hacía más que cantar y decir donaires, y si alguien le echaba en cara tan extraña actitud, él contestaba: «¿No sabéis que me aguarda un grandioso porvenir y que vendrá un día en que todo el mundo me rendirá homenajes?» Empezaba ya a apuntar en él esa segura confianza en sus destinos, esa convicción serena del magnífico porvenir que le estaba reservado, en que todos sus biógrafos creen ver uno de los rasgos más sobresalientes del carácter de Francisco en los años de su juventud. Por fin, en noviembre de 1203 se firmó la paz entre los dos partidos beligerantes. Los burgueses de Asís prometieron resarcir los daños que habían causado en las propiedades de los nobles, y éstos se comprometieron a no pactar en lo sucesivo alianza alguna con otros pueblos sin autorización de sus conciudadanos. En consecuencia, Francisco y sus compañeros fueron puestos en libertad. Hermoso papel había desempeñado en la prisión nuestro cautivo: no fue sólo, como queda dicho, el apóstol de la alegría y del buen humor, sino también un ángel de paz. Porque había en la cárcel un caballero que, con su trato intemperante y soberbio, se había atraído el odio de todos los camaradas, excepto el de Francisco, quien, al contrario, le trató siempre con tanta benignidad y tan ingeniosa paciencia, que llegó a conseguir que el grosero y orgulloso personaje reconociera sus faltas y buscase la compañía de los demás, de quienes se obstinara en permanecer alejado. Pero esa larga y forzada convivencia con los nobles le comunicó también cierto gusto por la vida y las ocupaciones aristocráticas, como lo demostró durante los tres años siguientes a su cautiverio (1203-1206). En este lapso de tiempo Francisco no fue ni quiso ser otra cosa que un asiduo cultivador de la gaya ciencia provenzal; entonces fue cuando se lanzó al torbellino de las fiestas y de los placeres, de donde sólo una mortal enfermedad vino a sacarle, aunque no definitivamente todavía. NOTAS: *) El autor, J. Joergensen, a veces menciona las "leyendas" o "leyendas antiguas" al referirse a episodios de la vida de San Francisco. Téngase en cuenta que en tales ocasiones el autor usa el término "leyendas" no en el sentido de «Relación de sucesos que tienen más de tradicionales o maravillosos que de históricos o verdaderos», sino en el sentido de «Historia o relación de la vida de uno o más santos»; concretamente se refiere al grupo de las mejores fuentes biográficas primitivas de San Francisco, entre las que se encuentran la Leyenda Mayor de San Buenaventura (LM), la Leyenda de los Tres Compañeros (TC), la Leyenda de Perusa (LP), la Leyenda (o vida) de Santa Clara (LCl), etc. 1) Octavio, obispo de Asís, refiere en sus Lumi sulla Portiuncula (1701) que el año 1689, hallándose él en Lucca, tuvo en sus manos un manuscrito antiguo del cual copió lo siguiente: «Había en Lucca dos hermanos comerciantes llamados los Moriconi. El uno de ellos se quedó en Lucca y el otro, de sobrenombre Bernardone, se trasladó a la Umbría y fijó su residencia en Asís, donde se casó y tuvo un hijo a quien puso el nombre de Pedro, quien, heredero de fortuna cuantiosa, se casó a su vez con una joven de noble familia llamada Pica, y de este matrimonio nació San Francisco». Wadingo (Annales, I, p. 17) trae un árbol genealógico de los Moriconi, que llega hasta la cuarta generación después de S. Francisco. El propio analista refiere (ibid. p. 18) que los superiores de Asís certificaron el año 1534 que en esa época vivían allí mismo dos descendientes de Pedro Bernardone, los hermanos Antonio y Bernardone, y que ambos vivían de la caridad pública. Véase Acta Sanctorum, Oct. II, pp. 556-557, y Cristofani, Storie d'Assisi, I, pp. 70 y sig. 2) Acta Sanctorum, Oct. II, págs. 556-558. 3) Por estas palabras venimos en conocimiento de que Francisco solía prestar dinero a sus camaradas. |
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