DIRECTORIO FRANCISCANO
J. Joergensen:
San Francisco de Asís

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Capítulo IV

LOS CAPÍTULOS DE PENTECOSTÉS

La fraternidad fundada por Francisco fue desde sus comienzos una orden de penitentes, a la vez que de apóstoles; cuando las gentes les preguntaban quiénes eran, los primeros hermanos respondían que eran «varones penitentes oriundos de la ciudad de Asís» (TC 37). Y Francisco en persona había sido siempre el jefe de esta orden. Él fue quien escribió la Regla, quien juró obediencia al Papa, quien obtuvo el derecho de predicar juntamente con la facultad de comunicarla a los demás. Es verdad que los seis primeros hermanos participaban con Francisco el privilegio de admitir en la Orden a los nuevos candidatos; pero éstos eran siempre llevados a la Porciúncula a recibir el hábito de penitencia de manos de Francisco (TC 41). Esta admisión entre los frailes equivalía a la conversión de los antiguos monjes, e implicaba la renuncia del mundo y todas sus obras, en prueba de lo cual el nuevo hermano distribuía todos sus bienes a los pobres. La Leyenda de los Tres Compañeros dice de uno de los antiguos hermanos que, «abandonando este mundo malvado con todas sus vanidades, entró en la Religión, en la que se consagró humilde y devotamente al servicio de Dios» (TC 56). Esta afirmación expresa de los Tres Compañeros contradice formalmente las teorías de W. Muller, Sabatier y Mandonet, quienes pretenden que la primera fraternidad franciscana era una asociación de todo en todo diferente de las órdenes religiosas, y que la Tercera Orden es un vestigio de este carácter inicial de la obra de Francisco.

Al principio quería Francisco retener consigo a los hermanos todo lo más que le era posible. Por eso cuando enviaba a algunos a misionar, siempre, al despedirlos, les prefijaba el tiempo, statuto término, el máximum de lo que debía durar el viaje, terminado el cual debían todos los misioneros hallarse de nuevo en la Porciúncula (TC 41). Más tarde se fijaron dos fechas del año para dicha vuelta: la fiesta de Pentecostés y la de San Miguel Arcángel (29 de septiembre). Jacobo de Vitry habla, es cierto, de un solo Capítulo anual; pero su error se explica fácilmente teniendo en cuenta que este canónigo conocía la Orden desde hacía poco tiempo y de un modo muy incompleto, y que el capitulo de Pentecostés excedía con mucho en importancia al de San Miguel.

De estas dos reuniones anuales o, como se las llamaba con palabra tomada de la antigua vida monástica, «capítulos», la de Pentecostés era la más importante. «En tal día se congregaban los hermanos y discutían la mejor manera de aplicar y practicar su Regla. Tomaban juntos y alegres su frugal alimento, y en seguida Francisco les predicaba». Es seguro que con motivo de estos Capítulos anuales pronunció el Santo sus admonitiones o avisos, de que luego hablaré. De ordinario, sus discursos versaban sobre un texto del Sermón de la Montaña, u otros pasajes evangélicos como éstos: «El que quiera salvar su vida, la perderá»; «No he venido a ser servido, sino a servir»; «El que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser discípulo mío». Pero el más socorrido y favorito tema de Francisco en sus prédicas de Capítulo era «el respeto debido al Smo. Sacramento del altar y, en consecuencia, la veneración debida a los sacerdotes». A veces llegaba hasta exigir a sus frailes que besasen el casco de la cabalgadura en que hubiese montado un sacerdote. Todo el afán de Francisco era que los hermanos estuvieran tan enriquecidos de buenas obras, que el Señor fuera alabado por ellas; y así les decía: «Que la paz que anunciáis de palabra, la tengáis, y en mayor medida, en vuestros corazones. Que ninguno se vea provocado por vosotros a ira o escándalo, sino que por vuestra mansedumbre todos sean inducidos a la paz, a la benignidad y a la concordia. Pues para esto hemos sido llamados: para curar a los heridos, para vendar a los quebrados y para corregir a los equivocados» (TC 58). Por eso, cuando alguno de sus discípulos perdía la paz por obra de las tentaciones, recurría a él en el Capítulo y le abría su corazón; y ninguno se retiraba de él sin irse plenamente consolado.

En estos capítulos era también cuando Francisco elegía los predicadores que debía enviar a las diversas regiones o provincias, como entonces se decía. En esta elección se guiaba por las aptitudes de cada cual, y tan de grado enviaba legos como sacerdotes. Por fin, los bendecía con sentimientos de ternura paternal, y de dos en dos se dispersaban gozosos por el mundo «como peregrinos y advenedizos», sin más equipaje que los libros que habían menester para el rezo del oficio divino (TC 57-60).

La elocuencia coloreada y original de Francisco se tornaba a menudo, en estos capítulos, en una maravillosa poesía. Así se dice en una de sus Admoniciones (Adm 27), aludiendo al himno litúrgico del Jueves Santo: Ubi cháritas et amor, Deus ibi est, «donde hay caridad y amor, allí está Dios»:

«Donde hay caridad y sabiduría,
allí no hay temor ni ignorancia.

Donde hay paciencia y humildad,
allí no hay ira ni perturbación.

Donde hay pobreza con alegría,
allí no hay codicia ni avaricia.

Donde hay quietud y meditación,
allí no hay preocupación ni vagancia.

Donde está el temor de Dios para custodiar su atrio,
allí el enemigo no puede tener un lugar para entrar.

Donde hay misericordia y discreción,
allí no hay superfluidad ni endurecimiento del corazón».

Francisco gustaba de proponer como modelo para todos los cristianos a la Sma. Virgen y Madre María. Como buen trovador, consagró una de sus más bellas laudes a celebrar las virtudes que adornaron el alma de María, y que deben resplandecer también en todas las almas cristianas. Es su Saludo a las Virtudes (SalVir):

«¡Salve, reina Sabiduría!,
el Señor te salve con tu hermana la santa pura Sencillez.

¡Señora santa Pobreza!,
el Señor te salve con tu hermana la santa Humildad.

¡Señora santa Caridad!,
el Señor te salve con tu hermana la santa Obediencia.

¡Santísimas virtudes!,
a todas os salve el Señor, de quien venís y procedéis. (...)

La santa Sabiduría confunde a Satanás y todas sus malicias.

La pura santa Sencillez confunde a toda la sabiduría de este mundo y a la sabiduría del cuerpo.

La santa Pobreza confunde a la codicia y avaricia y cuidados de este siglo.

La santa Humildad confunde a la soberbia y a todos los hombres que hay en el mundo, e igualmente a todas las cosas que hay en el mundo.

La santa Caridad confunde a todas las tentaciones diabólicas y carnales y a todos los temores carnales.

La santa Obediencia confunde a todas las voluntades corporales y carnales, y tiene mortificado su cuerpo para obedecer al espíritu y para obedecer a su hermano, y está sujeto y sometido a todos los hombres que hay en el mundo, y no únicamente a solos los hombres, sino también a todas las bestias y fieras, para que puedan hacer de él todo lo que quieran, en la medida en que les fuere dado desde arriba por el Señor».

Después de este ditirambo en loor de las virtudes, que trae en seguida a la memoria los frescos de las Alegorías de la Santa Obediencia, la Santa Castidad y la Santa Pobreza, que Giotto pintó en la Basílica Inferior de San Francisco, construida sobre la tumba del Santo, el poeta se remonta hasta el trono de la más pura de las vírgenes, a quien habla de esta manera en su Saludo a la Bienaventurada Virgen María (SalVM):

«Salve, Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, que eres Virgen hecha iglesia y elegida por el santísimo Padre del cielo, a la cual consagró Él con su santísimo amado Hijo y el Espíritu Santo Paráclito, en la cual estuvo y está toda la plenitud de la gracia y todo bien.

»Salve, palacio suyo; salve, tabernáculo suyo; salve, casa suya. Salve, vestidura suya; salve, esclava suya; salve, Madre suya y todas vosotras, santas virtudes, que sois infundidas por la gracia e iluminación del Espíritu Santo en los corazones de los fieles, para que de infieles hagáis fieles a Dios».

Después de entonar este cántico de alabanza a María, considerándola como el ideal de la vida cristiana, fue, sin duda, cuando San Francisco prorrumpió en las expresiones que pone en boca suya el Espejo de Perfección. En efecto, el Santo quería que, después de cantar los frailes por él enviados las alabanzas de Dios, el hermano predicador dijera al pueblo: «Nosotros somos juglares del Señor, y esperamos vuestra remuneración, es decir, que permanezcáis en verdadera penitencia». Y añadía el bienaventurado Francisco: «¿Pues qué son los siervos de Dios sino unos juglares que deben levantar y mover los corazones de los hombres hacia la alegría espiritual?» (EP 100). Elevar las almas al cielo con el canto y las imágenes, ir de puerta en puerta cantando la hermosura y el gozo que se encierra en el servicio del Señor, he ahí lo que Francisco mismo había hecho ya de joven en Asís, y he ahí también la tarea poética que encomendó a sus frailes. «¿No sabes tú, mi querido hermano -solía decir Fray Gil-, que son la santa Penitencia, la santa Humildad, la santa Caridad, la santa Piedad y la santa Alegría, las que hacen al alma perfectamente buena y feliz?» Innumerables eran en tiempo de Francisco los que ignoraban esto, y he ahí por qué los juglares de Dios, joculatores Dei, se derramaron por el mundo a cantar estas verdades esforzándose por inculcarlas en todos los corazones.

Desde un principio la reunión de los Capítulos tuvo también por objeto la edificación recíproca los hermanos. La Orden no tenía aún ninguna organización regular y, por lo demás, ¿qué habría tenido que organizar? «Estos pobres de Cristo -escribía Jacobo de Vitry en su Historia Oriental- no llevan ni bolsa para el camino, ni alforjas, ni pan, ni dinero en sus cintos; no poseen oro o plata ni llevan calzado en sus pies. A ningún hermano de esta Orden le está permitido poseer nada. No tienen monasterios ni iglesias; ni campos, ni viñas, ni ganado; ni casas, ni otras posesiones; ni dónde reclinar su cabeza. No usan pieles ni lienzos de lino, sino únicamente túnicas de lana con capucha; no tienen capas, ni palios, ni cogullas, ni ninguna otra clase de vestiduras. Si se les invita a la mesa, comen y beben de lo que se les pone. Si se les da por misericordia una limosna, no la andan reservando para más adelante... Después del Capítulo, su superior les vuelve a enviar, en grupos de dos o más, a las distintas regiones, provincias y ciudades. Por su predicación, y también por el ejemplo de su santa vida y de su irreprochable conducta, animan al desprecio del mundo a un gran número de hombres; no sólo a los de clases humildes, sino también a los hidalgos y nobles, los cuales abandonan sus palacios, sus villas, sus extensísimas posesiones; truecan así sus riquezas temporales, como en un afortunado comercio, por las riquezas espirituales y toman el hábito de los hermanos menores: una túnica de ínfima calidad para cubrirse y una cuerda para ceñirse».

Los hombres que vivían así, ¿qué necesidad tenían de leyes ni reglamentos? ¿Qué más necesitan las alondras que un sorbo de agua de la fuente, y un frugal alimento que ellas mismas recogen en los campos, para entonar gozosas las divinas alabanzas, con que encantan y maravillan a los hombres? A todas las avecillas amaba Francisco, pero de un modo particular a la alondra moñuda, de la cual solía decir: «La hermana alondra tiene capucho como los religiosos y es humilde, pues va contenta por los caminos buscando granos que comer. Y, aunque los encuentre en el estiércol, los saca y los come. Cuando vuela, alaba a Dios con dulce canto, como los buenos religiosos, que desprecian todo lo de la tierra y tienen su corazón puesto en el cielo, y su mira constante en la alabanza del Señor. El vestido, es decir, su plumaje, es de color de tierra, y da ejemplo a los religiosos para que no se vistan de telas elegantes y de colores, sino viles por el valor y el color, así como la tierra es más vil que otros elementos» (EP 113).

Por desgracia, esta vida feliz y libre de alondras que vivían los hermanos no podía prolongarse indefinidamente. El número de ellos se aumentaba prodigiosamente de día en día. Y no venían a Francisco sólo hombres y jóvenes, sino mujeres casadas y solteras, y hombres casados también. A las doncellas era siempre fácil colocarlas, se las orientaba a conventos que estaban bajo la dirección y vigilancia de los hermanos. Pero llegaban también hombres provectos y aun ancianos diciendo al Santo que tenían mujer y no podían separarse de ella. El Anónimo de Perusa narra así estas situaciones: «Muchas mujeres, doncellas y viudas, conmovido el corazón por la predicación de los hermanos, acudían a preguntarles a los hermanos: "¿Y nosotras, qué hemos de hacer, ya que no podemos seguiros? Decidnos cómo podemos alcanzar la salvación de nuestras almas". Para darles satisfacción, en cada ciudad donde les fue factible, los hermanos fundaron monasterios cerrados para en ellos hacer penitencia. Y se nombró a uno de los hermanos para que los visitase y corrigiese. También hombres casados les decían: "Tenemos esposas que no nos permiten dejarlas. Enseñadnos, pues, un camino que podamos tomar para llegar a la salvación"» (AP 41). También de estos tenía que ocuparse Francisco, también a ellos tenía que darles una respuesta, pero ¿cómo?

El movimiento iniciado por Francisco estaba a punto de desbordarse. Y no todo era del agrado del Santo. No le gustaba, en particular, que sus frailes se encargaran de visitar y asistir a las monjas, por lo que decía: «Mucho me temo que, habiendo nosotros renunciado a las mujeres por amor de Dios, el diablo nos haya dado hermanas» (cf. 2 R 11). Por otra parte, a menudo se repetía el caso de Cannara en que el Santo mismo se vio obligado a moderar el fervor de sus oyentes, los cuales todos, hombres y mujeres, casados y solteros, la población en masa quería seguirle; entonces él tuvo que decirles: «No tengáis prisa, no os vayáis de aquí; ya os indicaré lo que debéis hacer para la salvación de vuestras almas» (Flor 16).

Los progresos del movimiento franciscano provocaban cada día serias dificultades. Ciertamente Francisco podía, por una parte, estar contento con la abundancia de la cosecha; pero, por otra, los graneros venían estrechos para contenerla. Las redes se le rompían, como en otro tiempo sucediera a los Apóstoles con la pesca milagrosa.

La regla que había escrito Francisco, «en pocas y sencillas palabras» como dice él mismo, podía bastar para evangelistas y juglares errantes, pero en manera alguna era conveniente para las monjas, y mucho menos para los casados. Gobernar y guiar una bandada de alondras era para Francisco empresa hacedera: los pájaros de la selva le obedecían siempre con toda prontitud. Pero ahora se le presentaban hombres que ocupaban puestos importantes, personas casadas, muchachas jóvenes, y ¿cómo iba a poder él, simple e iletrado, dar una regla de vida y un sistema de leyes a estas avecillas amansadas, de una especie que él no había previsto en absoluto?

Como por instinto buscaba Francisco a su alrededor una mano amiga que pudiera ayudarle. Y esta mano la tenía más cerca de lo que él se imaginaba. Era una mano blanca, delicada, elegante, ornada de amatista, pero robusta y enérgica: la mano del cardenal Hugolino, ministro y consejero de Inocencio III, obispo de Ostia y de Velletri.

Capítulo V

EL CARDENAL HUGOLINO

Hugo o Hugolino, conde de Anagni, nacido hacia 1170, era, cuando Francisco trabó con él relaciones, un hombre maduro, de figura por extremo simpática y venerable. Educado en Bolonia y en París, atesoraba la más alta ilustración que era posible adquirir en su tiempo; sin embargo, aún más que sabio, era piadoso con piedad sincera y profunda. Dos cosas eran objeto constante de sus preocupaciones: la libertad de la Iglesia y el desarrollo de la vida monacal. En 1199 había puesto en peligro su vida al defender los derechos de la Iglesia contra el usurpador Markwald. Cultivaba profundas y constantes relaciones con los camaldulense, los monjes de Cluny y la congregación de Santa Flora (para la que había hecho edificar dos nuevos conventos), así como las tuvo después con franciscanos y dominicos. En Anagni, su patria, acababa de fundar un hospital con iglesia anexa, que confió en octubre de 1216 a los hermanos hospitalarios de Altopascio, en Toscana. En 1198 fue nombrado capellán pontificio y creado Cardenal del título de San Eustaquio. Finalmente, en mayo de 1206 fue nombrado obispo de Ostia y Velletri, que era entonces el más alto puesto eclesiástico después del papado. Poco espíritu de profecía se necesitaba, pues, para predecir, como se cuenta que lo hizo Francisco (1 Cel 100), que aquel hombre iba a ascender un día a la silla de San Pedro. De Papa continuó siendo el mismo fiel amigo de las Ordenes religiosas, y señaladamente de los franciscanos, para quienes construyó, con sus propias rentas, un convento en Viterbo, y otro en Roma para las clarisas (el monasterio de San Cosme). Muchos de los conventos de Lombardía y Toscana son también obra suya. A este hombre, pues, tocó en suerte, según leemos en su biografía, la tarea de «sacar a la Orden de los frailes menores de la inseguridad y falta de organización y de darle forma definitiva» (Vita Greg. IX).

Dicho queda que Francisco conoció a Hugolino por primera vez en 1216, hallándose en Perusa la Corte pontificia; pero este conocimiento tardó todavía en tornarse amistad estrecha, lo que no vino a acontecer sino dos años más tarde.

En 1217, Francisco se sintió especialmente triste e inquieto cuando, el 14 de mayo, asistió al Capítulo de Pentecostés en la Porciúncula. Camino del Capítulo Francisco había abierto su corazón a un amigo: «Suponte que los hermanos, una vez reunidos, me instan a que les anuncie la palabra de Dios y les predique. Yo, poniéndome en pie, les dirijo la palabra según me inspire el Espíritu Santo. Luego, acabada la predicación, supongamos que todos gritan contra mí: "No queremos que tengas mando sobre nosotros, pues no tienes la elocuencia conveniente; eres, en cambio, demasiado simple e ignorante, y nos avergonzamos de tener por prelado a un hombre tan simple y despreciable. Así que no te llames en adelante prelado nuestro". Y, con esto, me echan entre vituperios y denuestos» (EP 64). El pobre Francisco estaba todo asustado por el gran número de hombres inteligentes y sabios que, poco a poco, habían ido ingresando en la Orden. Sin embargo, cuando llegó la hora del sermón, predicó con su acostumbrada manera, sencilla y sin artificio; pero, en vez de recibir los reproches y vilipendios que esperaba, vio que todos sus oyentes quedaban satisfechos y sumamente edificados, por lo cual cobró ánimo y les expuso el gran proyecto que, desde tiempo atrás, andaba meditando: que sus frailes, ya que se habían hecho tan numerosos, saliesen de Italia en sus excursiones misioneras, yendo a predicar a Alemania, Hungría, Francia, España y aun a Tierra Santa. La propuesta fue acogida con alborozo, y todos al punto se dispusieron a partir a donde se les enviara; el mundo entero quedó dividido en distritos o provincias de misiones franciscanas. La Tierra Santa quedó constituida en provincia aparte, y la misión que a ella se envió fue encargada a Fray Elías Bombarone, en quien Francisco tenía plena confianza. El Santo pidió para sí la misión de Francia, alegando «que la gente es allí católica y, sobre todo, tiene una gran reverencia al santísimo cuerpo de Cristo». Antes de separarse, pronunció Francisco una de sus ordinarias admoniciones, en que exhortó a sus frailes a ir por el mundo silenciosos y recogidos en continua oración, ni más ni menos que si cada cual estuviera en su eremitorio o en su celda, añadiendo: «Porque, dondequiera que estemos o caminemos, tenemos la celda con nosotros, ya que el hermano cuerpo es nuestra celda y el alma es el ermitaño que vive dentro de ella para orar al Señor y meditar en Él» (EP 65).

En las Florecillas (Flor 13) se habla de este viaje como si realmente se hubiese efectuado, relatándolo con lujo de detalles milagrosos. Pero lo único de que tenemos pruebas seguras es que Francisco, en la segunda mitad de mayo de 1217, fue a Florencia a hablar con el cardenal Hugolino.

Tomás de Celano tiene sin duda razón cuando dice que las relaciones entre Francisco y Hugolino no eran todavía muy íntimas por aquel tiempo. Ambos habían oído hablar elogiosamente el uno del otro, cada uno de ellos conocía la piedad del otro y su temor de Dios, y estaban, por consiguiente, en aptitud para estrechar amistad tan pronto como se hablaran. Hugolino había sido enviado a Toscana por Honorio III en calidad de delegado pontificio, con el doble encargo de poner paz entre las repúblicas etruscas, siempre en guerra unas contra otras, y de predicar una nueva cruzada. Tan pronto como Francisco llegó a Florencia y supo que el Cardenal estaba allí, fue a verle, fiel a su costumbre de alojarse siempre en casa de eclesiásticos más bien que de seglares. La acogida fue muy afectuosa, y en la conversación que tuvieron abrió Francisco su atribulado corazón con la misma confianza con que en otro tiempo lo hiciera ante el obispo Guido de Asís. Por fin, se echó a los pies del venerable prelado, suplicándole con instancias se dignase proteger su causa y la de sus hermanos, a lo que Hugolino accedió gustoso. Desde aquel momento nunca dejó el Santo de considerarle como su padre espiritual, rindiéndole siempre veneración profunda y filial obediencia.

El primer resultado de esta nueva amistad fue que Francisco renunciara a ir (o a tornar) a Francia, porque le dijo el Cardenal: «Hermano, no quiero que vayas a provincias ultramontanas, porque hay prelados que impedirán el bien de tu Religión en la curia romana. Yo y otros cardenales conmigo, que la amamos, de buen grado la protegeremos y le prestaremos nuestra ayuda si os quedáis en los contornos de esta provincia». El antiguo amigo de Francisco en el Sacro Colegio, el cardenal Juan de San Pablo, había muerto el año anterior; pero el Santo tenía ahora otros nuevos valedores, entre los cuales sobresalía, al lado de Hugolino, León Brancaleone, Card. presbítero, del título de Santa Cruz de Jerusalén; después, en 1219, fue creado cardenal Nicolás Chiaramonti, de quien ya hemos hecho mención, y que vino a aumentar el número de los amigos de Francisco en la Curia romana. Pues bien, Francisco quiso insistir ante Hugolino, alegando no ser justo despachar a sus frailes a misionar en regiones lejanas y sembradas de peligros, quedándose él muy tranquilo y seguro en su casa. Pero el Cardenal se mantuvo firme en su exigencia, y Francisco se vio obligado a enviar a Francia en su lugar al antiguo «rey de los versos», Fray Pacifico, con varios otros hermanos (EP 65).

Lo primero que atrajo la atención de Hugolino y ocupó su genio organizador, fue el movimiento provocado por la predicación de los frailes menores entre las mujeres. En cuanto a Clara y sus hermanas, Francisco mismo había provisto, fundándoles el convento de San Damián y prometiéndoles cuidar de ellas, mientras viviese, tanto en lo corporal como en lo espiritual. Pero, ¿cómo hacer extensiva esta promesa a las demás mujeres que en tan crecido número seguían acudiendo a los frailes en demanda de asilo para atender a su salvación?

La forma vivendi, o «regla de vida», que Francisco había dado a Clara y a sus monjas les obligaba sencillamente «a vivir conforme al Evangelio», es decir, en pobreza, trabajo y oración. Habiendo distribuido sus bienes a los pobres, las hermanas de San Damián no tenían derecho a aceptar ninguna propiedad, ni por sí ni por interpuesta persona, excepción hecha tan sólo del convento mismo, con un pedazo de terreno circundante, condición indispensable para el aislamiento del mundo. Ese terreno debía destinarse sólo a huerta para el uso particular de las hermanas (RCl 6). Este fue el «privilegio de la pobreza» que Inocencio III confirmó a Clara en 1215 sin duda por empeño de San Francisco.

A esto se reducía, pues, todo lo que había como regla para Clara y sus hermanas, y nótese que esta regla no valía sino para San Damián, puesto que Francisco no había pensado en la posibilidad de que se establecieran otros conventos de la misma clase. Por consiguiente, libres tenía las manos Hugolino ahora que se trataba de regular la situación de las numerosas doncellas que, de todas las ciudades de la región, recurrían a los frailes pidiendo ser admitidas a la vida religiosa. Esto va directamente contra las afirmaciones de Lempp en su estudio sobre los orígenes de la Orden de las Clarisas. Hablar, como hace este autor, de procedimientos violentos de parte de Hugolino contra las disposiciones tomadas por San Francisco, es desnaturalizar de un modo extraño la verdad histórica. San Damián y las hermanas de Santa Clara se hallaban, respecto de Francisco, en situación excepcional, y nada tenían que ver con los nuevos conventos de cuya fundación se trataba ahora. Es evidente que los cuidados del Santo se limitaban a las hermanas de San Damián. En su Regla, Santa Clara recuerda estas palabras de San Francisco: «Quiero y prometo tener siempre, por mí mismo y por mis hermanos, un cuidado amoroso y una solicitud especial de vosotras como de ellos» (RCl 6). De manera semejante Waddingo nos dice que Francisco «no se encargó de cuidar más que del convento de Santa Clara» (Ann. 1219, n. 44).

Por eso vemos a Hugolino ocupado por los años de 1217 a 1219, en fundar y organizar la Orden que, andando el tiempo, iba a llamarse de las Clarisas y que en los documentos de aquel tiempo se llama con otros nombres, los más diversos. Documento muy importante para la historia del desarrollo de esta Orden es un Breve dirigido con fecha 27 de agosto de 1218 por Honorio III al Cardenal Hugolino, en contestación a una carta en que éste hablaba a aquél del gran número de doncellas y otras mujeres que anhelaban huir del mundo y construirse moradas dentro de las cuales poder vivir sin poseer otra cosa que las moradas mismas, con la iglesia o capilla contigua. Añade Hugolino que, con este objeto, se le habían ofrecido varios terrenos, y pide autorización para aceptarlos en nombre de la Iglesia Romana, de manera que los conventos que en ellos se edifiquen se sustraigan a la autoridad de los Obispos locales y dependan directamente de Roma. Por dicho breve le otorga Honorio esta autorización, estableciendo que ninguna otra autoridad, ni espiritual ni temporal, fuera de la suya, podrá nada sobre los mencionados conventos, y que este privilegio de excepción les durará mientras las hermanas que los habiten permanezcan fieles a su voto de pobreza (Bull. Fran. I, p. 1).

Antes que Hugolino recibiese este breve ya el obispo Juan de Perusa había dado su consentimiento, el 31 de julio de 1218, para la construcción de un claustro de monjas de la misma a Orden, exigiendo como única compensación del privilegio de eximirse de su autoridad, el que las monjas le hiciesen anualmente, el día 15 de agosto, el regalo de una libra de cera. Hacia el mismo tiempo hallamos a Hugolino haciendo gestiones para el establecimiento de otros tres conventos de la misma naturaleza que los anteriores: uno en Sena, ante la puerta Camollia, otro en Lucca (Sta. María de Cattajola) y el tercero en Monticelli, cerca de Florencia.

El fundamento único de la vida religiosa en estos monasterios era siempre la pobreza, la ausencia de toda posesión. Como eran la predicación franciscana y la vida franciscana las que habían sacado del mundo y encerrado en el claustro a todas aquellas mujeres.

Al querer Hugolino redactar una verdadera regla para estos nuevos monasterios, tropezó desde luego con la decisión del Concilio de Letrán de 1215, que prohibía la redacción de nuevas reglas para órdenes religiosas. Dio ocasión a este decreto la multitud de órdenes que, hacia los comienzos del siglo XIII, se habían fundado, originando una gran confusión en el gobierno de la Iglesia. El Concilio establecía que, en adelante, no se diera autorización para fundar nuevas órdenes, y que, si alguien pretendía fundar una orden o construir un convento, fuese obligado a optar por alguna de las reglas ya aprobadas por la Santa Sede.

Uno de los primeros fundadores a quien afectó este decreto fue Santo Domingo. Según Jordán de Sajonia, el Concilio de Letrán aprobó ambas Ordenes, dominicana y franciscana, pero ninguna de las dos obtuvo por entonces la confirmación pontificia de su regla. A Domingo se le exhortó expresamente a que se volviese a deliberar con sus frailes sobre aquella de las reglas ya existentes que le conviniese adoptar. Es sabido que Domingo escogió la de los premonstratenses, y Honorio confirmó esta elección, proclamando de la manera más explícita que los dominicos eran «una Orden de Canónigos según la Regla de San Agustín».

Así pues, el Cardenal se vio constreñido a entrar por el mismo camino que Domingo, y escogió para sus monjas franciscanas la más antigua y venerada de todas las legislaciones de Occidente: la Regla benedictina. Con esto, Hugolino se conformó estrictamente al principio esencial de la pobreza evangélica, proclamado por Francisco. El suelo mismo en que se edificaban los conventos, lejos de ser propiedad de las hermanas, pertenecía a Hugolino a nombre de la Iglesia romana: era exactamente la forma en que Francisco había aceptado la Porciúncula, rehusando su propiedad y conviniendo con los monjes en que éstos seguirían siendo los dueños del santuario, en prenda de lo cual sus frailes les pagarían arriendo cada año (EP 55). Dicho queda que Francisco no quería que sus frailes habitasen sino en lugares sujetos a dominio ajeno, subtus dominio aliquorum. En un documento del año 1244 se menciona todavía la Porciúncula como perteneciente a la abadía del monte Subasio. Ni fue Hugolino, como cree Lempp, sino el propio Francisco quien estableció la distinción entre el derecho de propiedad (domnium) y el de uso (usus). Lempp parece atribuir una significación particular al hecho de que Hugolino adjudicase también a las monjas de Cottajola cierto bosque, y cree ver en este acto una infracción del voto de pobreza de las hermanas. Pero de la bula respectiva resulta claramente que el único motivo de mencionarse en ella el bosque era que éste ocupaba todo el terreno donde se iba a construir el convento, de modo que para hacer la construcción hubo que desmontar el pedazo necesario. De hecho, Honorio III escribe en su bula: «El Obispo de Ostia ha recibido de un ciudadano de Lucca, en nombre nuestro, un bosque que este ciudadano poseía en el lugar llamado Cottajola, y ahí se ha edificado el monasterio» (Sbaralea I, p. 10). Las clarisas se vieron obligadas a tener convento y capilla, pero sin perjuicio alguno de su voto de pobreza, pues el terreno pertenecía legalmente a otro que a ellas (en el caso presente a la Santa Sede). Todo esto estaba en perfecta armonía con el espíritu de San Francisco, y Lempp se engaña lastimosamente al pretender que esta disposición era contraria a la voluntad de Francisco y de Clara. Y Lempp se equivoca también cuando, para probar que los conventos de clarisas fundados bajo la dirección de Hugolino eran realmente propietarios, interpreta en un sentido del todo antifranciscano las siguientes palabras de una bula dirigida por Honorio el 8 de diciembre de 1219 a las clarisas de Monticelli: «Por tanto os confirmamos vuestro lugar (locum) y todo lo que poseéis justa y canónicamente en su circuito y os declaramos exentas del diezmo de vuestra clausura y de los frutos de vuestro huerto» (Sbar., I, p. 4). Expresiones análogas se encuentran en las bulas dirigidas a las monjas de Lucca y de Monteluce. Importa observar aquí dos cosas en que Lempp parece no haber parado mientes: 1.ª que la palabra locus (lugar) en la antigua terminología franciscana tiene siempre el significado de «convento», y así las palabras «todo lo que se encierra en su circuito», en manera alguna significan los terrenos, sino más bien los edificios pertenecientes al convento; 2.ª que en cada una de sus tres bulas el Papa emplea la expresión juste et cononice. Ahora bien, «justa y canónicamente» las clarisas no podían poseer otra cosa que su domicilia et oratoria (domicilios y oratorios). Finalmente, en cuanto a la exención del diezmo de los frutos del huerto, en que Lempp cree descubrir señales de posesión territorial, recuérdese que la plantación de huertos para las necesidades del monasterio era lo único que Clara permitía en los terrenos concedidos a las hermanas, como estableció en su Regla: «No reciban o tengan posesión o propiedad por sí mismas ni por interpuesta persona, ni tampoco nada que pueda razonablemente llamarse propiedad, a no ser aquel tanto de tierra que necesariamente se requiere para el decoro y el aislamiento del monasterio; y esa tierra no se cultive sino como huerto para las necesidades de las mismas hermanas» (RCl 6).

Pero volvamos a nuestra historia. Las monjas quedaron, pues, sometidas a la Regla de San Benito, aunque reforzada en cuanto a la pobreza. No estaban, sin embargo, obligadas a la letra de esta Regla, según lo declaró más tarde formalmente Inocencio IV; estaban solamente obligadas, de manera general, a llevar, enclaustradas, una vida de obediencia, pobreza y castidad. A eso se añadían normas de una clausura muy rigurosa. Ningún extraño podía penetrar en el claustro, y las hermanas debían renunciar en adelante al oficio de cuidar enfermos, tarea que Jacobo de Vitry afirma que desempeñaban en un principio. Y no hay duda de que fue Francisco mismo quien eligió esta clausura estricta para impedir toda relación entre sus frailes y las monjas. Cuéntase que Hugolino lloró de pura compasión cuando redactaba en compañía de Francisco tan severos artículos. El hecho es que, después de la muerte del Santo, Hugolino trató de mitigar algunas de las prescripciones más duras de su reglamento.

Desde el año 1219 vivieron las clarisas bajo la Regla benedictina, pero con el aditamento de lo que se llamaba «observancias de San Damián». Estas últimas son evidentemente la antigua forma de vida que Francisco había dado a Clara y que ahora pasaba a un segundo plano, aunque sin perder nada de su vigor. Tal es el sentido de un pasaje de la carta escrita por Gregorio IX el 11 de mayo de 1238, en que declara a la priora Inés de Bohemia que la Formula vitae de San Francisco «pasó a segundo rango» (post posita) cuando las clarisas recibieron la Regla benedictina (Sbar., p. 243). Por lo demás, Francisco no redactó de una sola vez esta regla, sino que, como atestigua la misma Santa Clara, «nos dio otros muchos escritos». No hace falta decir que la esencia de esas observancias es siempre el privilegio de pobreza, cuya confirmación pidió Clara después, acomodándose al uso del tiempo, a todos y cada uno de los Pontífices que iban ocupando la silla de San Pedro.

La Regla de 1219 permaneció en todo su vigor mientras vivió San Francisco, no sólo para San Damián, sino para todas las demás clarisas. Sólo después de la muerte del Santo, procuró Gregorio IX, como queda dicho, introducir mitigaciones en dicha Regla, señaladamente en el capítulo de la pobreza. Creía el Papa que, «considerada la penuria de los tiempos», era bueno que las hermanas poseyesen su poco de tierra que asegurase al monasterio alguna renta fija, y no hacer depender la subsistencia de las religiosas sólo de la mendicidad. Había comunicado éste su parecer a Clara, con negativo resultado, según queda referido. El 17 de septiembre de 1228 solicitó Clara de Gregorio, como lo había hecho con sus predecesores, la confirmación del privilegio de pobreza (el original de esta confirmación de Gregorio IX se conserva todavía en Asís). Otro tanto hicieron las clarisas de Perusa el 16 de junio de 1229, y la hermana de Clara, Inés, lo obtuvo igualmente para su monasterio de Monticelli, cerca de Florencia, como afirma en la carta que escribió hacia 1232 a Clara y a sus monjas: «Sabed, pues, que el señor Papa ha accedido en todo y por todo a lo que yo había expuesto y querido, según la intención vuestra y mía, en el asunto que ya sabéis, es decir, en la cuestión de las propiedades» (BAC p. 371).

Otros conventos, por el contrario, se mostraron menos estrictos. Varios de ellos recibieron, por aquel mismo tiempo, importantes propiedades, no sólo en uso, sino en verdadera posesión, con derecho de dominio. Estas infracciones del espíritu franciscano angustiaban sobremanera el corazón de Clara, la cual se consolaba pensando que, al menos, mientras ella viviera San Damián seguiría siendo «la torre de la altísima pobreza». Pero ¿qué pasaría cuando ella ya no estuviera?

Se comprende ahora el ardiente anhelo de la Santa por reemplazar la Regla benedictina, incluso el privilegio de pobreza, con otra regla nueva, que ciertamente había concebido y redactado ella misma, y es la que confirmó Inocencio IV dos días antes de la muerte de la Santa, como queda referido (cf. más arriba, cap. V).

Esta Regla nueva de las clarisas está inspirada, en cuanto era posible, en la de los franciscanos: al igual de ésta, consta de doce capítulos que en su mayor parte reproducen los de la regla dictada por Hugolino y Francisco en 1219; pero a simple vista se nota que el único punto que preocupa el corazón de Clara es la obligación de la pobreza; y en efecto, apenas empieza ella a tratar de su querido privilegio, abandona el tono impersonal del legislador y habla en primera persona con toda el alma:

«Después que el altísimo Padre celestial se dignó iluminar con su gracia mi corazón para que, siguiendo el ejemplo y la enseñanza de nuestro muy bienaventurado padre san Francisco, yo hiciera penitencia, poco después de su conversión, junto con mis hermanas le prometí voluntariamente obediencia» (RCl 6).

Y pensando en aquellos tiempos felices, ya tan lejanos, en que ella había vuelto al mundo las espaldas, se agolpan en su memoria mil otros dulces recuerdos. Recuerda las inflamadas sentencias que oyó de labios de su amado maestro y director en honor de su Dama, la noble dama Pobreza, y se apresura a ponerlas por escrito. Y con pulso firme escribe el párrafo en que se encuentra expuesto, en todo su inexorable rigor, el ideal mandamiento: «Las hermanas nada se apropien, ni casa, ni lugar, ni cosa alguna. Y como peregrinas y forasteras en este siglo, sirvan al Señor en pobreza y humildad» (RCl 8). Debajo de estas palabras fue donde el papa Inocencio IV, la antevíspera de la muerte de Clara, puso solemnemente el sello de Roma. Debo añadir que no todos los monasterios de clarisas, ni mucho menos, adoptaron la Regla del 9 de agosto de 1253. La mayoría continuaron viviendo según la Regla de Hugolino, confirmada y algo modificada por Inocencio IV.

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