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María en el Calvario Catequesis de Juan Pablo II |
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María, al pie de la cruz, partícipe del
drama de la Redención 1. Regina caeli laetare, alleluia! ¡Reina del cielo, alégrate, aleluya! Así canta la Iglesia durante este tiempo de Pascua, invitando a los fieles a unirse al gozo espiritual de María, madre del Resucitado. La alegría de la Virgen por la resurrección de Cristo es más grande aún si se considera su íntima participación en toda la vida de Jesús. María, al aceptar con plena disponibilidad las palabras del ángel Gabriel, que le anunciaba que sería la madre del Mesías, comenzó a tomar parte en el drama de la Redención. Su participación en el sacrificio de su Hijo, revelado por Simeón durante la presentación en el templo, prosigue no sólo en el episodio de Jesús perdido y hallado a la edad de doce años, sino también durante toda su vida pública. Sin embargo, la asociación de la Virgen a la misión de Cristo culmina en Jerusalén, en el momento de la pasión y muerte del Redentor. Como testimonia el cuarto evangelio, en aquellos días ella se encontraba en la ciudad santa, probablemente para la celebración de la Pascua judía. 2. El Concilio subraya la dimensión profunda de la presencia de la Virgen en el Calvario, recordando que «mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz» (Lumen gentium, 58), y afirma que esa unión «en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte» (ib., 57). Con la mirada iluminada por el fulgor de la Resurrección, nos detenemos a considerar la adhesión de la Madre a la pasión redentora del Hijo, que se realiza mediante la participación en su dolor. Volvemos de nuevo, ahora en la perspectiva de la Resurrección, al pie de la cruz, donde María «sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio con corazón de Madre que, llena de amor, daba su consentimiento a la inmolación de su Hijo como víctima» (ib., 58). Con estas palabras, el Concilio nos recuerda la «compasión de María», en cuyo corazón repercute todo lo que Jesús padece en el alma y en el cuerpo, subrayando su voluntad de participar en el sacrificio redentor y unir su sufrimiento materno a la ofrenda sacerdotal de su Hijo. Además, el texto conciliar pone de relieve que el consentimiento que da a la inmolación de Jesús no constituye una aceptación pasiva, sino un auténtico acto de amor, con el que ofrece a su Hijo como «víctima» de expiación por los pecados de toda la humanidad. Por último, la Lumen gentium pone a la Virgen en relación con Cristo, protagonista del acontecimiento redentor, especificando que, al asociarse «a su sacrificio», permanece subordinada a su Hijo divino. 3. En el cuarto evangelio, san Juan narra que «junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena» (Jn 19,25). Con el verbo «estar», que etimológicamente significa «estar de pie», «estar erguido», el evangelista tal vez quiere presentar la dignidad y la fortaleza que María y las demás mujeres manifiestan en su dolor. En particular, el hecho de «estar erguida» la Virgen junto a la cruz recuerda su inquebrantable firmeza y su extraordinaria valentía para afrontar los padecimientos. En el drama del Calvario, a María la sostiene la fe, que se robusteció durante los acontecimientos de su existencia y, sobre todo, durante la vida pública de Jesús. El Concilio recuerda que «la bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz» (Lumen gentium, 58). A los crueles insultos lanzados contra el Mesías crucificado, ella, que compartía sus íntimas disposiciones, responde con la indulgencia y el perdón, asociándose a su súplica al Padre: «Perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Partícipe del sentimiento de abandono a la voluntad del Padre, que Jesús expresa en sus últimas palabras en la cruz: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46), ella da así, como observa el Concilio, un consentimiento de amor «a la inmolación de su Hijo como víctima» (Lumen gentium, 58). 4. En este supremo «sí» de María resplandece la esperanza confiada en el misterioso futuro, iniciado con la muerte de su Hijo crucificado. Las palabras con que Jesús, a lo largo del camino hacia Jerusalén, enseñaba a sus discípulos «que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días» (Mc 8,31), resuenan en su corazón en la hora dramática del Calvario, suscitando la espera y el anhelo de la Resurrección. La esperanza de María al pie de la cruz encierra una luz más fuerte que la oscuridad que reina en muchos corazones: ante el sacrificio redentor, nace en María la esperanza de la Iglesia y de la humanidad. [L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 4-IV-97] La Virgen María, cooperadora en la obra de la
Redención 1. A lo largo de los siglos la Iglesia ha reflexionado en la cooperación de María en la obra de la salvación, profundizando el análisis de su asociación al sacrificio redentor de Cristo. Ya san Agustín atribuye a la Virgen la calificación de «colaboradora» en la Redención (cf. De Sancta Virginitate, 6; PL 40, 399), título que subraya la acción conjunta y subordinada de María a Cristo redentor. La reflexión se ha desarrollado en este sentido, sobre todo desde el siglo XV. Algunos temían que se quisiera poner a María al mismo nivel de Cristo. En realidad, la enseñanza de la Iglesia destaca con claridad la diferencia entre la Madre y el Hijo en la obra de la salvación, ilustrando la subordinación de la Virgen, en cuanto cooperadora, al único Redentor. Por lo demás, el apóstol Pablo, cuando afirma: «Somos colaboradores de Dios» (1 Co 3,9), sostiene la efectiva posibilidad que tiene el hombre de colaborar con Dios. La cooperación de los creyentes, que excluye obviamente toda igualdad con él, se expresa en el anuncio del Evangelio y en su aportación personal para que se arraigue en el corazón de los seres humanos. 2. El término «cooperadora» aplicado a María cobra, sin embargo, un significado específico. La cooperación de los cristianos en la salvación se realiza después del acontecimiento del Calvario, cuyos frutos se comprometen a difundir mediante la oración y el sacrificio. Por el contrario, la participación de María se realizó durante el acontecimiento mismo y en calidad de madre; por tanto, se extiende a la totalidad de la obra salvífica de Cristo. Solamente ella fue asociada de ese modo al sacrificio redentor, que mereció la salvación de todos los hombres. En unión con Cristo y subordinada a él, cooperó para obtener la gracia de la salvación a toda la humanidad. El particular papel de cooperadora que desempeñó la Virgen tiene como fundamento su maternidad divina. Engendrando a Aquel que estaba destinado a realizar la redención del hombre, alimentándolo, presentándolo en el templo y sufriendo con él, mientras moría en la cruz, «cooperó de manera totalmente singular en la obra del Salvador» (Lumen gentium, 61). Aunque la llamada de Dios a cooperar en la obra de la salvación se dirige a todo ser humano, la participación de la Madre del Salvador en la redención de la humanidad representa un hecho único e irrepetible. A pesar de la singularidad de esa condición, María es también destinataria de la salvación. Es la primera redimida, rescatada por Cristo «del modo más sublime» en su concepción inmaculada (cf. bula Ineffabilis Deus, de Pío IX: Acta 1,605), y llena de la gracia del Espíritu Santo. 3. Esta afirmación nos lleva ahora a preguntamos: ¿cuál es el significado de esa singular cooperación de María en el plan de la salvación? Hay que buscarlo en una intención particular de Dios con respecto a la Madre del Redentor, a quien Jesús llama con el título de «mujer» en dos ocasiones solemnes, a saber, en Caná y al pie de la cruz (cf. Jn 2,4; 19,26). María está asociada a la obra salvífica en cuanto mujer. El Señor, que creó al hombre «varón y mujer» (cf. Gn 1,27), también en la Redención quiso poner al lado del nuevo Adán a la nueva Eva. La pareja de los primeros padres emprendió el camino del pecado; una nueva pareja, el Hijo de Dios con la colaboración de su Madre, devolvería al género humano su dignidad originaria. María, nueva Eva, se convierte así en icono perfecto de la Iglesia. En el designio divino, representa al pie de la cruz a la humanidad redimida que, necesitada de salvación, puede dar una contribución al desarrollo de la obra salvífica. 4. El Concilio tiene muy presente esta doctrina y la hace suya, subrayando la contribución de la Virgen santísima no sólo al nacimiento del Redentor, sino también a la vida de su Cuerpo místico a lo largo de los siglos y hasta el ésxaton: en la Iglesia, María «colaboró» y «colabora» (cf. Lumen gentium, 53 y 63) en la obra de la salvación. Refiriéndose misterio, de la Anunciación, el Concilio declara que la Virgen de Nazaret, «abrazando la voluntad salvadora de Dios (...), se entregó totalmente a sí misma, como esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo. Con él y en dependencia de él, se puso, por la gracia de Dios todopoderoso, al servicio del misterio de la Redención» (ib., 56). Además, el Vaticano II no sólo presenta a María como la «madre del Redentor», sino también como «compañera singularmente generosa entre todas las demás criaturas», que colabora «de manera totalmente singular a la obra del Salvador con su obediencia, fe, esperanza y ardiente amor». Recuerda, asimismo, que el fruto sublime de esa colaboración es la maternidad universal: «Por esta razón es nuestra madre en el orden de la gracia» (Lumen gentium, 61). Por tanto, podemos dirigirnos con confianza a la Virgen santísima, implorando su ayuda, conscientes de la misión singular que Dios le confió: colaboradora de la redención, misión que cumplió durante toda su vida y, de modo particular, al pie de la cruz. [L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 11-IV-97] * * * * * «Mujer, he ahí a tu hijo»
1. Después de recordar la presencia de María y de las demás mujeres al pie de la cruz del Señor, san Juan refiere: «Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: "Mujer, he ahí a tu hijo". Luego dice al discípulo: "He ahí a tu madre"» (Jn 19,26-27). Estas palabras, particularmente conmovedoras, constituyen una «escena de revelación»: revelan los profundos sentimientos de Cristo en su agonía y entrañan una gran riqueza de significados para la fe y la espiritualidad cristiana. En efecto, el Mesías crucificado, al final de su vida terrena, dirigiéndose a su madre y al discípulo a quien amaba, establece relaciones nuevas de amor entre María y los cristianos. Esas palabras, interpretadas a veces únicamente como manifestación de la piedad filial de Jesús hacia su madre, encomendada para el futuro al discípulo predilecto, van mucho más allá de la necesidad contingente de resolver un problema familiar. En efecto, la consideración atenta del texto, confirmada por la interpretación de muchos Padres y por el común sentir eclesial, con esa doble entrega de Jesús, nos sitúa ante uno de los hechos más importantes para comprender el papel de la Virgen en la economía de la salvación. Las palabras de Jesús agonizante, en realidad, revelan que su principal intención no es confiar su madre a Juan, sino entregar el discípulo a María, asignándole una nueva misión materna. Además, el apelativo «mujer», que Jesús usa también en las bodas de Caná para llevar a María a una nueva dimensión de su misión de Madre, muestra que las palabras del Salvador no son fruto de un simple sentimiento de afecto filial, sino que quieren situarse en un plano más elevado. 2. La muerte de Jesús, a pesar de causar el máximo sufrimiento en María, no cambia de por sí sus condiciones habituales de vida. En efecto, al salir de Nazaret para comenzar su vida pública, Jesús ya había dejado sola a su madre. Además, la presencia al pie de la cruz de su pariente María de Cleofás permite suponer que la Virgen mantenía buenas relaciones con su familia y sus parientes, entre los cuales podía haber encontrado acogida después de la muerte de su Hijo. Las palabras de Jesús, por el contrario, asumen su significado más auténtico en el marco de la misión salvífica. Pronunciadas en el momento del sacrificio redentor, esa circunstancia les confiere su valor más alto. En efecto, el evangelista, después de las expresiones de Jesús a su madre, añade un inciso significativo: «Sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido» (Jn 19,28), como si quisiera subrayar que había culminado su sacrificio al encomendar su madre a Juan y, en él, a todos los hombres, de los que ella se convierte en Madre en la obra de la salvación. 3. La realidad que producen las palabras de Jesús, es decir, la maternidad de María con respecto al discípulo, constituye un nuevo signo del gran amor que impulsó a Jesús a dar su vida por todos los hombres. En el Calvario ese amor se manifiesta al entregar una madre, la suya, que así se convierte también en madre nuestra. Es preciso recordar que, según la tradición, de hecho, la Virgen reconoció a Juan como hijo suyo; pero ese privilegio fue interpretado por el pueblo cristiano, ya desde el inicio, como signo de una generación espiritual referida a la humanidad entera. La maternidad universal de María, la «Mujer» de las bodas de Caná y del Calvario, recuerda a Eva, «madre de todos los vivientes» (Gn 3,20). Sin embargo, mientras ésta había contribuido al ingreso del pecado en el mundo, la nueva Eva, María, coopera en el acontecimiento salvífico de la Redención. Así, en la Virgen, la figura de la «mujer» queda rehabilitada y la maternidad asume la tarea de difundir entre los hombres la vida nueva en Cristo. Con miras a esa misión, a la Madre se le pide el sacrificio, para ella muy doloroso, de aceptar la muerte de su Unigénito. Las palabras de Jesús: «Mujer, he ahí a tu hijo», permiten a María intuir la nueva relación materna que prolongaría y ampliaría la anterior. Su «sí» a ese proyecto constituye, por consiguiente, una aceptación del sacrificio de Cristo, que ella generosamente acoge, adhiriéndose a la voluntad divina. Aunque en el designio de Dios la maternidad de María estaba destinada desde el inicio a extenderse a toda la humanidad, sólo en el Calvario, en virtud del sacrificio de Cristo, se manifiesta en su dimensión universal. Las palabras de Jesús: «He ahí a tu hijo», realizan lo que expresan, constituyendo a María madre de Juan y de todos los discípulos destinados a recibir el don de la gracia divina. 4. Jesús en la cruz no proclamó formalmente la maternidad universal de María, pero instauró una relación materna concreta entre ella y el discípulo predilecto. En esta opción del Señor se puede descubrir la preocupación de que esa maternidad no sea interpretada en sentido vago, sino que indique la intensa y personal relación de María con cada uno de los cristianos. Ojalá que cada uno de nosotros, precisamente por esta maternidad universal concreta de María, reconozca plenamente en ella a su madre, encomendándose con confianza a su amor materno. [L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 25-IV-97] «He ahí a tu madre» 1. Jesús, después de haber confiado el discípulo Juan a María con las palabras: «Mujer, he ahí a tu hijo», desde lo alto de la cruz se dirige al discípulo amado, diciéndole: «He ahí a tu madre» (Jn 19,26-27). Con esta expresión, revela a María la cumbre de su maternidad: en cuanto madre del Salvador, también es la madre de los redimidos, de todos los miembros del Cuerpo místico de su Hijo. La Virgen acoge en silencio la elevación a este grado máximo de su maternidad de gracia, habiendo dado ya una respuesta de fe con su «sí» en la Anunciación. Jesús no sólo recomienda a Juan que cuide con particular amor de María; también se la confía, para que la reconozca como su propia madre. Durante la última cena, «el discípulo a quien Jesús amaba» escuchó el mandamiento del Maestro: «Que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15,12) y, recostando su cabeza en el pecho del Señor, recibió de él un signo singular de amor. Esas experiencias lo prepararon para percibir mejor en las palabras de Jesús la invitación a acoger a la mujer que le fue dada como madre y a amarla como él con afecto filial. Ojalá que todos descubran en las palabras de Jesús: «He ahí a tu madre», la invitación a aceptar a María como madre, respondiendo como verdaderos hijos a su amor materno. 2. A la luz de esta consigna al discípulo amado, se puede comprender el sentido auténtico del culto mariano en la comunidad eclesial, pues ese culto sitúa a los cristianos en la relación filial de Jesús con su Madre, permitiéndoles crecer en la intimidad con ambos. El culto que la Iglesia rinde a la Virgen no es sólo fruto de una iniciativa espontánea de los creyentes ante el valor excepcional de su persona y la importancia de su papel en la obra de la salvación; se funda en la voluntad de Cristo. Las palabras: «He ahí a tu madre» expresan la intención de Jesús de suscitar en sus discípulos una actitud de amor y confianza en María, impulsándolos a reconocer en ella a su madre, la madre de todo creyente. En la escuela de la Virgen, los discípulos aprenden, como Juan, a conocer profundamente al Señor y a entablar una íntima y perseverante relación de amor con él. Descubren, además, la alegría de confiar en el amor materno de María, viviendo como hijos afectuosos y dóciles. La historia de la piedad cristiana enseña que María es el camino que lleva a Cristo y que la devoción filial dirigida a ella no quita nada a la intimidad con Jesús; por el contrario, la acrecienta y la lleva a altísimos niveles de perfección. Los innumerables santuarios marianos esparcidos por el mundo testimonian las maravillas que realiza la gracia por intercesión de María, Madre del Señor y Madre nuestra. Al recurrir a ella, atraídos por su ternura, también los hombres y las mujeres de nuestro tiempo encuentran a Jesús, Salvador y Señor de su vida. Sobre todo los pobres, probados en lo más íntimo, en los afectos y en los bienes, encontrando refugio y paz en la Madre de Dios, descubren que la verdadera riqueza consiste para todos en la gracia de la conversión y del seguimiento de Cristo. 3. El texto evangélico, siguiendo el original griego, prosigue: «Y desde aquella hora el discípulo la acogió entre sus bienes» (Jn 19,27), subrayando así la adhesión pronta y generosa de Juan a las palabras de Jesús, e informándonos sobre la actitud que mantuvo durante toda su vida como fiel custodio e hijo dócil de la Virgen. La hora de la acogida es la del cumplimiento de la obra de salvación. Precisamente en ese contexto, comienza la maternidad espiritual de María y la primera manifestación del nuevo vínculo entre ella y los discípulos del Señor. Juan acogió a María «entre sus bienes». Esta expresión, más bien genérica, pone de manifiesto su iniciativa, llena de respeto y amor, no sólo de acoger a María en su casa, sino sobre todo de vivir la vida espiritual en comunión con ella. En efecto, la expresión griega, traducida al pie de la letra «entre sus bienes», no se refiere a los bienes materiales, dado que Juan -como observa san Agustín (In Ioan. Evang. tract., 119,3)- «no poseía nada propio», sino a los bienes espirituales o dones recibidos de Cristo: la gracia (Jn 1,16), la Palabra (Jn 12,48; 17,8), el Espíritu (Jn 7,39; 14,17), la Eucaristía (Jn 6,32-58)... Entre estos dones, que recibió por el hecho de ser amado por Jesús, el discípulo acoge a María como madre, entablando con ella una profunda comunión de vida (cf. Redemptoris Mater, 45, nota 130). Ojalá que todo cristiano, a ejemplo del discípulo amado, «acoja a María en su casa» y le deje espacio en su vida diaria, reconociendo su misión providencial en el camino de la salvación. [L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 9-V-97] |
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