DIRECTORIO FRANCISCANO
La Oración de cada día

CÁNTICO DE EZEQUIEL (Ez 36,24-28)
Dios renovará a su pueblo

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24Os recogeré de entre las naciones,
os reuniré de todos los países,
y os llevaré a vuestra tierra.

25Derramaré sobre vosotros un agua pura
que os purificará:
de todas vuestras inmundicias e idolatrías
os he de purificar;
26y os daré un corazón nuevo,
y os infundiré un espíritu nuevo;
arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra,
y os daré un corazón de carne.

27Os infundiré mi espíritu,
y haré que caminéis según mis preceptos,
y que guardéis y cumpláis mis mandatos.

28Y habitaréis en la tierra que di a vuestros padres.
Vosotros seréis mi pueblo,
y yo seré vuestro Dios.

 

[El capítulo 36 de Ezequiel es un oráculo sobre la vuelta de Israel a su tierra, por pura misericordia de Dios, después del destierro en Babilonia. Los vv. 25-27 anuncian la efusión del espíritu divino sobre el pueblo de Dios, tan maravillosamente cumplida el día de Pentecostés.--

Después de hablar de la destrucción de los enemigos seculares de Israel como condición previa para el retorno de los israelitas a su tierra patria, el profeta Ezequiel habla en el cap. 36 de la restauración de la nación. El capítulo contiene dos partes: a) anuncio de la bendición de Yahvé sobre los montes de Israel, en oposición a la desolación sobre los montes de Edom (vv. 1-15); b) el castigo de Judá fue merecido; pero, por honor de su nombre, Yahvé hará retornar a los exilados, les dará un nuevo corazón, y en Palestina los colmará de todo bien. La nueva tierra de promisión se transformará en un maravilloso edén para felicidad de los repatriados (vv. 16-38).

Yahvé, al reintegrar al pueblo israelita, quiere que constituya una nueva comunidad totalmente distinta de la anterior al destierro en cuanto a sus sentimientos religiosos internos. Los vicios tradicionales de idolatría e injusticias sociales no deben prevalecer en la nueva teocracia, y de ahí que Yahvé los someta a una purificación lustral interna que simboliza el perdón de los pecados (v. 25). Y esta purificación no será sólo negativa, haciendo desaparecer los pecados tradicionales pasados, sino que transformará interiormente a los nuevos ciudadanos de Israel: Os daré un corazón nuevo, arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne (v. 26). Los israelitas anteriores al exilio habían tenido un corazón de piedra, insensible a los mandatos de Yahvé. En adelante los israelitas tendrán un espíritu nuevo, proveniente de su Dios, de modo que sientan instintiva atracción hacia los caminos rectos.

El profeta entrevé la nueva etapa mesiánica, en que los imperativos del espíritu serán los móviles de una nueva generación: el cristianismo. De hecho sabemos que los israelitas reintegrados a su patria después del exilio no volvieron a sentir veleidades idolátricas, sino que más bien se cerraron en un sano monoteísmo intransigente. Es la primera etapa de la nueva era vislumbrada por Ezequiel. Con la aparición del Mesías vendrá el culto de Dios «en espíritu y en verdad» (Jn 4,14), síntesis del mensaje evangélico. Pero el profeta en este oráculo se fija en la primera etapa, idealizándola: el Israel histórico volverá a ser realmente el pueblo de Yahvé (v. 28), ya que los corazones de los israelitas vivirán centrados en torno a su Dios. La profecía es paralela a la de Jeremías: «En aquel día seré el Dios de todas las tribus de Israel, y ellos serán mi pueblo... Yo pondré mi ley en ellos y la escribiré en su corazón, y seré su Dios, y ellos serán mi pueblo» (Jr 31,1.33).-- Maximiliano García Cordero, en la Biblia comentada de la BAC]

CATEQUESIS DE JUAN PABLO II

1. El cántico que acaba de resonar en nuestros oídos y en nuestro corazón fue compuesto por uno de los profetas mayores de Israel. Se trata de Ezequiel, testigo de una de las épocas más trágicas que vivió el pueblo judío: la de la caída del reino de Judá y de su capital, Jerusalén, a la que siguió el amargo destierro en Babilonia (siglo VI a.C.). Del capítulo 36 de Ezequiel está tomado el pasaje que entró a formar parte de la oración cristiana de Laudes.

El contexto de esta página, transformada en himno por la liturgia, quiere captar el sentido profundo de la tragedia que vivió el pueblo en aquellos años. El pecado de idolatría había contaminado la tierra que el Señor dio en herencia a Israel. Ese pecado, más que otras causas, es responsable, en definitiva, de la pérdida de la patria y de la dispersión entre las naciones. En efecto, Dios no es indiferente ante el bien y el mal; entra misteriosamente en escena en la historia de la humanidad con su juicio que, antes o después, desenmascara el mal, defiende a las víctimas y señala la senda de la justicia.

2. Pero la meta de la acción de Dios nunca es la ruina, la mera condena, el aniquilamiento del pecador. El mismo profeta Ezequiel refiere estas palabras divinas: «¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado y no más bien en que se convierta de su conducta y viva? (...) Yo no me complazco en la muerte de nadie, sea quien fuere. Convertíos y viviréis» (Ez 18,23.32). A la luz de esas palabras se logra comprender el significado de nuestro cántico, lleno de esperanza y salvación.

Después de la purificación mediante la prueba y el sufrimiento, está a punto de surgir el alba de una nueva era, que ya había anunciado el profeta Jeremías cuando habló de una «nueva alianza» entre el Señor e Israel (cf. Jr 31,31-34). El mismo Ezequiel, en el capítulo 11 de su libro profético, había proclamado estas palabras divinas: «Yo les daré un corazón nuevo y pondré en ellos un espíritu nuevo: quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne, para que caminen según mis preceptos, observen mis normas y las pongan en práctica, y así sean mi pueblo y yo sea su Dios» (Ez 11,19-20).

En nuestro cántico (cf. Ez 36,24-28), el profeta repite ese oráculo y lo completa con una precisión estupenda: el «espíritu nuevo» que Dios dará a los hijos de su pueblo será su Espíritu, el Espíritu de Dios mismo (cf. v. 27).

3. Así pues, no sólo se anuncia una purificación, expresada mediante el signo del agua que lava las inmundicias de la conciencia. No sólo está el aspecto, aun necesario, de la liberación del mal y del pecado (cf. v. 25). El acento del mensaje de Ezequiel está puesto sobre todo en otro aspecto mucho más sorprendente. En efecto, la humanidad está destinada a nacer a una nueva existencia. El primer símbolo es el del «corazón» que, en el lenguaje bíblico, remite a la interioridad, a la conciencia personal. De nuestro pecho será arrancado el «corazón de piedra», gélido e insensible, signo de la obstinación en el mal. Dios nos infundirá un «corazón de carne», es decir, un manantial de vida y de amor (cf. v. 26). En la nueva economía de gracia, en vez del espíritu vital, que en la creación nos había convertido en criaturas vivas (cf. Gn 2,7), se nos infundirá el Espíritu Santo, que nos sostiene, nos mueve y nos guía hacia la luz de la verdad y hacia «el amor de Dios en nuestros corazones» (Rm 5,5).

4. Así aparece la «nueva creación» que describe san Pablo (cf. 2 Co 5,17; Ga 6,15), cuando afirma la muerte en nosotros del «hombre viejo», del «cuerpo del pecado», porque «ya no somos esclavos del pecado», sino criaturas nuevas, transformadas por el Espíritu de Cristo resucitado: «Despojaos del hombre viejo con sus obras, y revestíos del hombre nuevo, que se va renovando hasta alcanzar un conocimiento perfecto, según la imagen de su Creador» (Col 3,9-10; cf. Rm 6,6). El profeta Ezequiel anuncia un nuevo pueblo, que en el Nuevo Testamento será convocado por Dios mismo a través de la obra de su Hijo. Esta comunidad, cuyos miembros tienen «corazón de carne» y a los que se les ha infundido el «Espíritu», experimentará una presencia viva y operante de Dios mismo, el cual animará a los creyentes actuando en ellos con su gracia eficaz. «Quien guarda sus mandamientos -dice san Juan- permanece en Dios y Dios en él; en esto conocemos que permanece en nosotros: por el Espíritu que nos dio» (1 Jn 3,24).

5. Concluyamos nuestra meditación sobre el cántico de Ezequiel escuchando a san Cirilo de Jerusalén, el cual, en su Tercera catequesis bautismal, vislumbra en la página profética al pueblo del bautismo cristiano.

En el bautismo -recuerda- se perdonan todos los pecados, incluidas las transgresiones más graves. Por eso, el obispo dice a sus oyentes: «Ten confianza, Jerusalén, el Señor eliminará tus iniquidades (cf. Sof 3,14-15). El Señor lavará vuestras inmundicias (...); "derramará sobre vosotros un agua pura que os purificará de todo pecado" (Ez 36,25). Los ángeles os rodean con júbilo y pronto cantarán: "¿Quién es la que sube inmaculada, apoyada en su amado?" (Ct 8,5). En efecto, se trata del alma que era esclava y ahora, ya libre, puede llamar hermano adoptivo a su Señor, el cual, acogiendo su propósito sincero, le dice: "¡Qué bella eres, amada mía!, ¡qué bella eres!" (Ct 4,1). (...) Así dice él, aludiendo a los frutos de una confesión hecha con buena conciencia (...). Quiera Dios que todos (...) mantengáis vivo el recuerdo de estas palabras y saquéis fruto de ellas traduciéndolas en obras santas para presentaros irreprensibles al místico Esposo, obteniendo así del Padre el perdón de los pecados» (n. 16: Le catechesi, Roma 1993, pp. 79-80).

[Audiencia general del Miércoles 10 de septiembre de 2003]

MONICIÓN PARA EL CÁNTICO

El cántico que hoy usaremos en nuestra oración matutina forma parte de un oráculo más extenso (Ez 36-37), en el que se describe la salvación que Dios promete a Israel exiliado en Babilonia. El destierro está llegando ya a su término, y Dios se dispone a recoger a los israelitas de entre las naciones, para llevarlos de nuevo a su tierra. Pero antes del retorno ha de intervenir una solemne liturgia penitencial, porque el pueblo, con sus infidelidades, se ha manchado, y Palestina es la tierra santa de Yahvé. Por eso, Dios promete un agua purificante que, a la manera de las purificaciones rituales, renovará el corazón y el espíritu de los hijos de Israel: Derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará.

El cántico de Ezequiel se realiza plenamente en el nuevo Israel de Dios. También nosotros y toda la comunidad eclesial hemos sido infieles, nos hemos mancillado con nuestras repetidas infidelidades. Pero Dios no nos abandona: él ha derramado sobre nosotros un agua pura y, en el bautismo, con la sangre de su Hijo, nos ha purificado de todas nuestras inmundicias. Y, junto con el perdón de nuestros pecados, «hemos recibido el Espíritu» (Hch 2, 38), como prometió Pedro a los que se bautizaron el día de Pentecostés. Así preparados, el Señor nos promete un nuevo éxodo hacia la Jerusalén definitiva y santa: Os recogeré de entre las naciones, y habitaréis en la tierra que di a vuestros padres; allí, cuando «el primer cielo y la primera tierra habrán pasado», en «la ciudad santa, la nueva Jerusalén» (Ap 21,1.2), seremos definitivamente su pueblo y él será nuestro Dios.

En la celebración comunitaria es recomendable que este cántico sea proclamado por un salmista; si no es posible cantar la antífona propia, la asamblea puede acompañar el cántico cantando alguna antífona que exprese la confianza en llegar a la Jerusalén definitiva o el deseo de renovación por el Espíritu o bien que celebre la dicha de la Jerusalén futura, por ejemplo: «Hija de Sión, alégrate», sólo la segunda estrofa (MD 606), «Hacia ti, morada santa» (MD 649) o bien «Danos, Señor, un corazón nuevo» (MD 971).

Oración I: Señor Dios, que, en el bautismo, has derramado sobre nosotros un agua pura, que nos ha purificado de todas nuestras inmundicias, y, en el sacramento de la plenitud cristiana, has infundido en nosotros un Espíritu nuevo, haz que nunca contristemos este Espíritu, sino que, guiados siempre por él, caminemos según tus preceptos; así un día mereceremos habitar en la tierra que prometiste a nuestros padres, y allí, en el gozo y la felicidad, nosotros seremos tu pueblo y tú serás nuestro Dios, por los siglos de los siglos. Amén.

Oración II: Dios y Padre nuestro, que, en el misterio pascual de la muerte y resurrección de tu Hijo, has dado cumplimiento a todas tus antiguas promesas, renueva hoy en favor de todos los creyentes las maravillas de la nueva alianza: derrama sobre todos los hombres el agua purificante del bautismo, infúndeles el Espíritu nuevo de tu Hijo, danos a todos un corazón de carne, semejante al de Cristo, y reúnenos a todos en aquella tierra que tú has preparado para tus hijos, donde tú serás nuestro Dios y nosotros tu pueblo por los siglos de los siglos. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

[Pedro Farnés]

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MONICIONES PARA EL REZO CRISTIANO DEL CÁNTICO

Introducción general

El profeta (Dios) ha asistido impasible a la caída de su ciudad. Ha sido un tiempo de ayuno, de silencio. Ya destruida Jerusalén se abre la boca del profeta con un mensaje de vida, oculta en la muerte. Esta tercera parte del libro de Ezequiel (caps. 33ss.) comienza, como la primera, con una serie de pasajes programáticos. La cumbre es el gran oráculo de la restauración (Ez 36,16-38). «Comienza con un recuento de los pecados en la tierra y del castigo en el destierro; Dios decide la restauración, una nueva alianza que se realiza primero internamente y, después, se realiza en diversas bendiciones. Los puntos decisivos del oráculo son el paso de la ira a la gracia y el modo de realizar la nueva alianza, es decir, los versículos 22-24 y 25-28» (L. Alonso Schökel).

El futuro profético es un gozoso presente para el pueblo cristiano. Pero en la medida en que no secundamos la vida según el Espíritu, mientras que sólo poseemos las arras y caminamos en esperanza, deben seguir sonando los futuros. Por ello es recomendable que este cántico sea salmodiado por un solista, mejor el presidente. La asamblea puede responder a cada estrofa con la canción «Danos, Señor, un corazón nuevo; derrama en nosotros un Espíritu nuevo», o alguna otra similar.

Vuelta a casa

No valen las formas «normales» de restauración: rito, clamor o penitencia. El pueblo, actor de la revelación, ha fallado estrepitosamente. Es necesario que Dios invente un modo nuevo, que Dios salve por el honor de su nombre, para dar a conocer su poderío. Estamos en los comienzos. Como sucedió en el mar Rojo, Dios inicia la impresionante vuelta a casa. La impresión crece con la imagen de la mujer parturienta que da a luz al Hombre (Jn 16,21). El Hombre ya ha vuelto a casa, al Padre. En el hogar paterno hay vivienda para muchos. Dios quiere tener muchos hijos, reunidos de todos los países, y los quiere tener en el cálido hogar familiar. El Hombre ha ido a prepararnos sitio, a hacernos a todos queridos hijos del Padre. ¡Qué impresionante vuelta a casa! ¡Qué invención tan fabulosa para recogernos de entre las naciones!

Un corazón nuevo

La predicación del Deuteronomio inculcaba la búsqueda, la circuncisión, el amor con toda la hondura cordial. No es suficiente. De aquí se pasa a la petición: que Dios purifique -lave y borre- el corazón humano, que cree algo nuevo. Es necesario, porque ya no se trata de curar un corazón enfermo. La contumacia pide extirpar un órgano escleroso y colocar otro vivo. El Resucitado logra inflamar el corazón de los fugitivos hacia Emaús. Si el oprobio destrozó su corazón, fue para que su inmenso amor, el amor con que Dios nos ama, se derramara como suave aceite en nuestros corazones. Nos ha hecho el regalo de un corazón sensible para el amor: amor a Dios con todo el corazón, y amor al hombre tal como Jesús nos amó. Un amor de esa índole nos pone en íntima relación con el Padre.

El Espíritu de la alianza

La vinculación del hombre con Dios no podía afianzarse en la observancia de los mandamientos. Llegó el estrepitoso fracaso de la ruptura. Los espíritus sensibles, volvieron su mirada a Dios. Pondrá su Ley en el interior de los corazones; infundirá un espíritu nuevo, su espíritu. La Víctima de la nueva alianza, una vez hecha la remisión de las transgresiones antiguas, selló el vínculo entre Dios y los hombres. El Espíritu Santo, derramado en el corazón de los creyentes, testifica nuestra pertenencia a Dios. De suerte que lo que era imposible para la Ley antigua, Dios lo ha realizado condenando el pecado en la carne de Jesús, a fin de que, de una vez por todas, se cumpla el mandamiento de la Ley: el amor. Dios lo ha llevado a cumplimiento: es Él quien ama en nosotros. Somos su pueblo, y Él nuestro Dios ahora y por siempre.

Resonancias en la vida religiosa

«Tenían un solo corazón y un solo espíritu»: La comunidad ideal de Jerusalén tiene entre nosotros su modesta continuación. Nos ha recogido el Señor por su llamada de diversos lugares, familias, países. Y aquí impulsa nuestro éxodo hacia la Tierra, que aún no poseemos. Somos comunidad de peregrinos, atraídos por una patria seductora, que apenas vislumbramos.

Nuestra unión no es superficial; arraiga en el don que Dios Padre ha concedido a nuestra comunidad: su paternidad, nuestra fraternidad. Ha purificado, inmerecidamente por nuestra parte, todo nuestro mal, nuestras inmundicias. Y nos ha dado un corazón nuevo, haciendo a Cristo corazón de nuestra fraternidad, motor de nuestra vitalidad, arrancando de nosotros el corazón de hombre esclerotizado, petrificado por nuestro malvado orgullo. Y nos ha infundido un único Espíritu, su Espíritu, como dinamismo divino que nos impulsa hacia la Patria, hacia el Padre.

Debemos realizar la comunidad ideal de Jerusalén teniendo «un solo corazón y un solo espíritu». Nacerá entre nosotros otro foco germinal de Nueva Humanidad.

Oraciones sálmicas

Oración I: Padre amoroso, que has querido reunir a todos tus hijos dispersos y has hecho a Jesús el pionero de nuestro éxodo, aquel que nos ha preparado una amplia morada en tu hogar paterno; no permitas que nos detengamos en este destierro; que tu Espíritu nos desinstale de todo aquello que retarda nuestra peregrinación hacia Ti que eres nuestra Patria. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor.

Oración II: Padre creador, danos un corazón nuevo, a imagen del corazón amoroso de tu Hijo; infúndenos un espíritu nuevo, a imagen de tu Espíritu vivificador; identifícanos con tu misterio para que sólo vivamos de Ti por los siglos de los siglos. Amén.

Oración III: Señor, hemos querido mantener nuestra vinculación contigo a través de la observancia de los mandamientos; pero reconocemos nuestra radical incapacidad para cumplirlos; infúndenos tu mismo Espíritu, a fin de que de una vez por todas cumplamos el mandamiento del amor, siendo Tú quien ames en nosotros ahora y por siempre. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

[Ángel Aparicio y José Cristo Rey García]

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