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VÍA CRUCIS EN EL
COLISEO |
. | [INTRODUCCIÓN] [Canto]
V/. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo. Jesús dice: «Quien quiera seguirme que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga». Es una invitación que vale para todos, casados o solteros, jóvenes, adultos y ancianos, ricos y pobres, de una u otra nacionalidad. Vale también para cada familia, para cada uno de sus miembros o para la pequeña comunidad en su totalidad. Antes de entrar en su Pasión final, Jesús, en el Huerto de los Olivos, abandonado por los apóstoles adormecidos, tuvo miedo de lo que le esperaba y, dirigiéndose al Padre, suplicó: «Si es posible, que pase de mí este cáliz». Pero añadiendo de inmediato: «No se haga mi voluntad sino la tuya». En aquel momento dramático y solemne se percibe una profunda enseñanza para todos los que se han puesto a seguirle. Como todo cristiano, cada familia tiene también su vía crucis: enfermedades, muertes, apuros económicos, pobreza, traiciones, comportamientos inmorales de uno u otro, discordias con los familiares, calamidades naturales. Pero, en este camino de dolor, todo cristiano, toda familia puede fijar la mirada en Jesús, Hombre-Dios. Revivamos juntos la última experiencia de Jesús en la tierra, acogida por las manos del Padre: una experiencia dolorosa y sublime, en la que Jesús ha condensado el ejemplo y la enseñanza más preciosa para vivir nuestra vida en plenitud, según el modelo de su vida. ORACIÓN
INICIAL
R/. Amén.
PRIMERA
ESTACIÓN V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. Lectura del Evangelio según san Juan18,38b-40
Pilato no encuentra culpas suficientes para acusar a Jesús; cede a la presión de los acusadores y, así, el Nazareno es condenado a muerte.
Muchas de nuestras familias sufren por la traición del cónyuge, la persona más querida. ¿Dónde ha quedado la alegría de la cercanía, del vivir al unísono? ¿Qué ha sido del sentirse una sola cosa? ¿Qué pasó de aquel «para siempre» que se había declarado?
Todos: Padre muestro... Stabat mater dolorosa, La Madre piadosa estaba
SEGUNDA
ESTACIÓN V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. Lectura del Evangelio según san Juan 19,16-17
Pilato entrega a Jesús en las manos los jefes de los sacerdotes y de los guardias. Los soldados le ponen sobre la espalda un manto púrpura y en la cabeza una corona de ramas espinosas. Durante la noche se burlan de él, lo maltratan y lo flagelan. Después, en la mañana, lo cargan con un pesado madero, la cruz sobre la que son clavados los ladrones, para que todos vean cómo acaban los malhechores. Muchos de los suyos escapan. Este suceso de hace 2000 años se repite en la historia de la Iglesia y de la humanidad. También hoy. Es el cuerpo de Cristo, es la Iglesia la que es golpeada y herida, de nuevo.
Todos: Padre muestro... Cuius animam gementem, Cuya alma, triste y llorosa, TERCERA
ESTACIÓN V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. Lectura del Evangelio según san Mateo 11,28-30
Jesús cae. Las heridas, el peso de la cruz, el camino abrupto y cuesta arriba. Y el gentío sofocante. Pero no es sólo esto lo que lo ha postrado así. Tal vez es el peso de la tragedia que se abre paso en su vida. Ya no se consigue ver a Dios en Jesús, hombre que se muestra tan frágil, que tropieza y cae.
Habíamos prometido seguir a Jesús, respetar y cuidar a las personas que ha puesto a nuestro lado. Sí, en realidad las queremos, o al menos así nos parece. Si faltaran sufriríamos mucho. Pero, después cedemos en las situaciones concretas de cada día.
Todos: Padre muestro... O quam tristis et afflicta ¡Oh, cuán triste y cuán
aflicta CUARTA ESTACIÓN V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. Lectura del Evangelio según san Juan 19,25
En la subida al Calvario Jesús encuentra a su madre. Sus miradas se cruzan. Se comprenden. María sabe quién es su Hijo. Sabe de dónde viene. Sabe cuál es su misión. María sabe que es su madre; pero sabe también que ella es hija suya. Lo ve sufrir, por todos los hombres, de ayer, hoy y mañana. Y sufre también ella.
Para todos los hombres y mujeres de este mundo, pero en particular para nosotros, familias, el encuentro de Jesús con la madre allí, en el camino del Calvario, es un acontecimiento intensísimo, siempre actual. Jesús se ha privado de la madre para que nosotros, cada uno de nosotros -también nosotros esposos-, tuviéramos una madre siempre disponible y presente. Por desgracia, a veces nos olvidamos. Pero cuando recapacitamos, nos damos cuenta de que en nuestra vida de familia muchísimas veces hemos acudido a ella. ¡Qué cerca de nosotros ha estado en los momentos de dificultad! ¡Cuántas veces le hemos recomendado a nuestros hijos, le hemos suplicado que intervenga por su salud física y aún más por una protección moral! Y cuántas veces María nos ha escuchado, la hemos sentido cercana, confortándonos con su amor materno. En el vía crucis de toda familia, María es el modelo del silencio que, aún en medio del dolor más desgarrador, genera la vida nueva. Todos: Padre muestro... Quae maerebat et dolebat Cuando triste contemplaba QUINTA ESTACIÓN V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. Lectura del Evangelio según san Lucas 23,26
Tal vez Simón de Cirene representa a todos nosotros cuando de repente nos llega una dificultad, una prueba, una enfermedad, un peso imprevisto, una cruz a veces dura. ¿Por qué? ¿Por qué precisamente a mí? ¿Por qué justamente ahora? El Señor nos llama a seguirlo, no sabemos dónde ni cómo.
También en familia, en los momentos más difíciles, cuando se debe tomar una decisión importante, si la paz habita en el corazón, si se está atento a percibir lo que Dios quiere de nosotros, somos iluminados por una luz que nos ayuda a discernir y a llevar nuestra cruz. El Cirineo nos recuerda también los
rostros de tantas personas que nos han acompañado cuando una cruz muy
pesada se ha abatido Todos: Padre muestro... Quis est homo qui non fleret, Y ¿cuál hombre no llorara, SEXTA ESTACIÓN V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios 4,6
Verónica, una de las mujeres que sigue a Jesús, que ha intuido quién es él, que lo ama, y por eso sufre al verlo sufrir. Ahora ve su rostro de cerca, ese rostro que tantas veces había hablado a su alma. Lo ve demudado, sangriento y desfigurado, aunque en todo momento manso y humilde. No resiste. Quiere aliviar sus sufrimientos. Toma un paño e intenta limpiar la sangre y el sudor de aquel rostro. En nuestra vida, a veces hemos tenido ocasión de enjugar lágrimas y sudor de personas que sufren. Tal vez hemos atendido a un enfermo terminal en un pasillo de hospital, hemos ayudado a un inmigrante o a un desocupado, hemos escuchado a un recluso. E, intentando aliviarlo, quizás hemos limpiado su rostro mirándolo con compasión.
Todos: Padre muestro... Quis non posset contristari Y ¿quién no se entristeciera, SÉPTIMA
ESTACIÓN V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. Lectura de la primera carta del apóstol san Pedro 2,24
Mientras avanza por la estrecha vía del Calvario, Jesús cae por segunda vez. Entendemos su debilidad física, tras una terrible noche, después de las torturas que le han infligido. Tal vez no son sólo las vejaciones, el agotamiento y el peso de la cruz en sus espaldas lo que le hace caer. Sobre Jesús pesa una carga que no se puede medir, algo íntimo y profundo que se hace sentir más netamente a cada paso.
Todos: Padre muestro... Pro peccatis suae gentis Por los pecados del mundo, OCTAVA ESTACIÓN V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. Lectura del Evangelio según san Lucas 23,27-28
Entre la multitud que lo seguía hay un grupo de mujeres de Jerusalén, lo conocen. Viéndolo en aquellas condiciones, se confunden entre la multitud y suben hacia el Calvario. Lloran. Jesús las ve, percibe su sentimiento de piedad. Y también en aquel trágico momento quiere dejar una palabra que supera la simple piedad. Quiere que en ellas, en nosotros, no haya sólo conmiseración sino conversión del corazón, esa conversión de reconocer el error, de pedir perdón, de reiniciar una vida nueva.
Con frecuencia las situaciones no mejoran porque no nos esforzamos en hacerlas cambiar. Nos hemos retirado sin hacer mal a nadie, pero también quizás sin hacer el bien que habríamos podido y debido hacer. Y tal vez alguno paga por nosotros, por nuestro abandono.
Todos: Padre muestro... Eia, mater, fons amoris, ¡Oh dulce fuente de amor!, NOVENA ESTACIÓN V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. Lectura del Evangelio según san Lucas 22,28-30a
El camino de subida es corto, pero ya no tiene fuerzas. Jesús está acabado física y espiritualmente. Siente sobre sí el odio de los jefes, de los sacerdotes, de la muchedumbre que parecen querer descargar sobre él la rabia reprimida por tantas opresiones del pasado y del presente. Como si buscaran la revancha, haciendo valer su poder sobre Jesús.
Con estos hermanos nuestros en el corazón, queremos ofrecer nuestra vida, nuestra fragilidad, nuestra miseria, nuestras pequeñas y grandes penas cotidianas. Vivimos con frecuencia anestesiados por el bienestar, sin comprometernos con todas las fuerzas en levantarnos de nuevo y levantar a la humanidad. Pero podemos volver a ponernos en pie, porque Jesús ha encontrado la fuerza de volverse a alzar y reemprender el camino. También nuestras familias son parte de este tejido deshilachado, están sujetas a un estado de bienestar que se convierte en la meta misma de la vida. Nuestros hijos crecen. Intentemos habituarles a la sobriedad, al sacrificio, a la renuncia. Tratemos de darles una vida social satisfactoria en el ámbito deportivo, asociativo y recreativo, pero sin que estas actividades sean sólo un modo para llenar la jornada y tener todo lo que se desea.
Todos: Padre muestro... Fac ut ardeat cor meum Y que, por mi Cristo amado, DÉCIMA
ESTACIÓN V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. Lectura del Evangelio según san Juan 19,23
Jesús está en manos de los soldados. Como todo condenado, es desnudado, para humillarlo, reducirlo a nada. La indiferencia, el desprecio y despreocupación por la dignidad de la persona humana se unen con la glotonería, la codicia y el propio interés: «cogieron su ropa».
Cuántos han sufrido y sufren por
esta falta de respeto Jesús, que se deja mostrar así a los ojos del mundo de entonces y de la humanidad de siempre, nos recuerda la grandeza de la persona humana, la dignidad que Dios ha dado a cada hombre, a cada mujer, y que nada ni nadie debería violar, porque están plasmados a imagen de Dios. A nosotros se nos confía la tarea de promover el respeto de la persona humana y de su cuerpo. En particular a nosotros, los esposos, la tarea de conjugar estas dos realidades fundamentales e inseparables: la dignidad y el don total de sí mismo. Todos: Padre muestro... Sancta mater, istud agas, Y, porque a amarle me anime, UNDÉCIMA
ESTACIÓN V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. Lectura del Evangelio según san Juan 19,18-22
Llegados al lugar del «Calvario», los soldados crucificaron a Jesús. Pilato hace escribir: «Jesús Nazareno, el rey de los judíos», para ridiculizarlo y humillar a los judíos. Pero, sin quererlo, este escrito certifica una realidad: la realeza de Jesús, rey de un reino que no tiene confines ni de espacio, ni de tiempo. Apenas podemos imaginarnos el dolor de Jesús durante la crucifixión, cruenta y dolorosísima. Nos asomamos al misterio: ¿Por qué Dios, haciéndose hombre por amor nuestro, se deja clavar en un leño y alzar desde la tierra entre atroces espasmos, físicos y espirituales? Por amor. Por amor. Es la ley del amor lo que lleva a dar la propia vida por el bien del otro. Lo confirman esas madres que han afrontado incluso la muerte para dar a luz a sus hijos. O los padres que han perdido un hijo en la guerra o en atentados terroristas y que no desean vengarse.
Mirándote allí arriba en la cruz, también nosotros, como familia, esposos, padres e hijos estamos aprendiendo a amarnos y a amar, a cultivar entre nosotros esa acogida que se da a sí misma y que sabe ser aceptada con reconocimiento. Que sabe sufrir, que sabe transformar el sufrimiento en amor. Todos: Padre muestro... Tui Nati vulnerati, Y de tu Hijo, Señora, DUODÉCIMA
ESTACIÓN V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. Lectura del Evangelio según san Mateo 27,45-46
Jesús está colgado en la cruz. Horas de angustia, horas terribles, horas de sufrimientos físicos inhumanos. «Tengo sed», dice Jesús. Y le acercan a la boca una esponja empapada en vinagre. Un grito surge de improviso: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». ¿Blasfemia? ¿El condenado grita el Salmo? ¿Cómo aceptar a un Dios que clama, que se lamenta, que no sabe, no entiende? ¿El Hijo de Dios hecho hombre que se siente morir abandonado por su Padre?
Jesús vive su muerte como don para mí, para nosotros, para nuestra familia, para cada persona, para cada familia, para cada pueblo, para la humanidad entera. En aquel acto renace la vida. Todos: Padre muestro... Vidit suum dulcem Natum Vio morir al Hijo amado,
DECIMOTERCERA
ESTACIÓN V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. Lectura del Evangelio según san Juan 19,38
María ve morir a su Hijo, Hijo de Dios y también suyo. Sabe que es inocente, y que ha cargado con el peso de nuestras miserias. La Madre ofrece al Hijo, el Hijo ofrece a la Madre. A Juan, a nosotros. Jesús y María, he aquí una familia que, sobre el Calvario, vive y sufre la suprema separación. La muerte los aleja, o por lo menos así parece, a una madre y a un hijo con un lazo al mismo tiempo humano y divino inimaginable. Lo ofrecen por amor. Juntos se abandonan a la voluntad de Dios. En la grieta abierta en el corazón de María entra otro hijo, que representa a la humanidad entera. Y el amor de María por cada uno de nosotros es la prolongación del amor que ella ha tenido por Jesús. Sí, porque verá su rostro en los discípulos. Y vivirá para ellos, para sostenerlos, ayudarlos, animarlos, llevarlos a reconocer el Amor de Dios, y que en su libertad se dirijan al Padre. ¿Qué me dicen, qué nos dicen, qué les dicen a nuestras familias esa Madre y ese Hijo en el Calvario? Uno sólo se puede parar, atónito, ante esta escena. Se intuye que esta Madre, este Hijo nos están dando un don único, irrepetible. En efecto, en ellos encontramos la capacidad de ensanchar nuestro corazón y abrir nuestro horizonte a la dimensión universal.
Todos: Padre muestro... Fac me tecum pie flere Hazme contigo llorar DECIMOCUARTA
ESTACIÓN V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. Lectura del Evangelio según san Juan 19,41-42
Un profundo silencio envuelve el Calvario. Juan testifica en el Evangelio que el Calvario se encuentra en un huerto donde hay un sepulcro que aún no se había usado. Precisamente allí los discípulos de Jesús pusieron su cuerpo. Aquel Jesús, que poco a poco han reconocido como Dios hecho hombre, está allí, muerto. En la soledad desconocida se sienten perdidos, no saben qué hacer, cómo comportarse. Sólo les queda consolarse mutuamente, darse ánimos unos a otros, abrazarse. Pero justamente allí madura en los discípulos el momento de la fe, recordando lo que Jesús ha dicho y hecho cuando estaba entre ellos, y que entonces habían comprendido sólo en parte. Allí comienzan a ser Iglesia, en espera de la Resurrección y de la efusión del Espíritu Santo. Con ellos está la madre de Jesús, María, que el Hijo había confiado a Juan. Se reúnen con ella, alrededor de ella. En espera. A la espera de que el Señor se manifieste. Sabemos que aquel cuerpo, al tercer día, resucitó. Así, Jesús vive por siempre y nos acompaña, él personalmente, en nuestro viaje terreno entre alegrías y tribulaciones.
Todos: Padre muestro... Quando corpus morietur, Haz que me ampare la muerte PALABRAS DEL SANTO PADRE
BENEDICTO XVI Queridos hermanos y hermanas: Hemos recordado en la meditación, la oración y el canto, el camino de Jesús en la vía de la cruz: una vía que parecía sin salida y que, sin embargo, ha cambiado la vida y la historia del hombre, ha abierto el paso hacia los «cielos nuevos y la tierra nueva» (cf. Ap 21,1). Especialmente en este día del Viernes Santo, la Iglesia celebra con íntima devoción espiritual la memoria de la muerte en cruz del Hijo de Dios y, en su cruz, ve el árbol de la vida, fecundo de una nueva esperanza. La experiencia del sufrimiento y de la cruz marca la humanidad, marca incluso la familia; cuántas veces el camino se hace fatigoso y difícil. Incomprensiones, divisiones, preocupaciones por el futuro de los hijos, enfermedades, dificultades de diverso tipo. En nuestro tiempo, además, la situación de muchas familias se ve agravada por la precariedad del trabajo y por otros efectos negativos de la crisis económica. El camino del Vía Crucis, que hemos recorrido esta noche espiritualmente, es una invitación para todos nosotros, y especialmente para las familias, a contemplar a Cristo crucificado para tener la fuerza de ir más allá de las dificultades. La cruz de Jesús es el signo supremo del amor de Dios para cada hombre, la respuesta sobreabundante a la necesidad que tiene toda persona de ser amada. Cuando nos encontramos en la prueba, cuando nuestras familias deben afrontar el dolor, la tribulación, miremos a la cruz de Cristo: allí encontramos el valor y la fuerza para seguir caminando; allí podemos repetir con firme esperanza las palabras de san Pablo: «¿Quién nos separará del amor de Cristo?: ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?... Pero en todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado» (Rom 8,35.37). En la aflicción y la dificultad, no estamos solos; la familia no está sola: Jesús está presente con su amor, la sostiene con su gracia y le da la fuerza para seguir adelante, para afrontar los sacrificios y superar todo obstáculo. Y es a este amor de Cristo al que debemos acudir cuando las vicisitudes humanas y las dificultades amenazan con herir la unidad de nuestra vida y de la familia. El misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo alienta a seguir adelante con esperanza: la estación del dolor y de la prueba, si la vivimos con Cristo, con fe en él, encierra ya la luz de la resurrección, la vida nueva del mundo resucitado, la pascua de cada hombre que cree en su Palabra. En aquel hombre crucificado, que es el Hijo de Dios, incluso la muerte misma adquiere un nuevo significado y orientación, es rescatada y vencida, es el paso hacia la nueva vida: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24). Encomendémonos a la Madre de Cristo. A ella, que ha acompañado a su Hijo por la vía dolorosa. Que ella, que estaba junto a la cruz en la hora de su muerte, que ha alentado a la Iglesia desde su nacimiento para que viva la presencia del Señor, dirija nuestros corazones, los corazones de todas las familias a través del inmenso mysterium passionis hacia el mysterium paschale, hacia aquella luz que prorrumpe de la Resurrección de Cristo y muestra el triunfo definitivo del amor, de la alegría, de la vida, sobre el mal, el sufrimiento, la muerte. Amén. [Tomado del sitio web de la Santa Sede: |
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