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Terminada la Última Cena, dicen los
evangelios, Jesús y once de sus apóstoles -Judas se había
ido a ultimar los detalles de la entrega de su Maestro-, salieron de la ciudad
de Jerusalén, atravesaron el torrente Cedrón y entraron en el
huerto de Getsemaní (="molino de aceite"), al pie del Monte de
los Olivos. Jesús, que ya les había advertido que uno de ellos lo
entregaría, les dijo por el camino que aquella noche todos le
abandonarían, «porque escrito está: Heriré al pastor
y se dispersarán las ovejas». Jesús se apartó del
grupo, tomando consigo a Pedro, Santiago y Juan, a quienes les confió,
lleno de pavor y angustia: «Mi alma está triste hasta el punto de
morir; quedaos aquí y velad conmigo». Pero ni siquiera estos
escogidos fueron capaces de acompañarle velando y orando. A solas, muy a
solas, cayó rostro en tierra, y suplicaba así: «Padre
mío, si es posible, que pase de mí esta copa; pero no se haga mi
voluntad, sino la tuya». Entonces, se le apareció un ángel
venido del cielo que le confortaba. Y sumido en agonía, insistía
más en su oración. Su sudor se hizo como gotas espesas de sangre
que caían en tierra. Finalmente, se levantó de la oración,
fue donde los discípulos y les dijo: «Levantaos, ha llegado la hora
en que el Hijo del hombre va a ser entregado». Todavía estaba
hablando, cuando llegó Judas acompañado de un grupo numeroso con
espadas y palos. Y al instante se acercó a Jesús y le dijo:
«¡Salve, Rabbí!», y le dio un beso. Jesús le dijo:
«¡Judas, con un beso entregas al Hijo del hombre!» Entonces
aquéllos se acercaron, echaron mano a Jesús y le prendieron. Los
discípulos le abandonaron todos y huyeron.

Por la puerta de la Fuente
fueron saliendo los once.
En medio viene Jesús
abriendo un surco en la noche.
Aguas negras del Cedrón,
de su túnica recogen
espumas de luna blanca
batida en brisas de torres.
Jesús viene comprobando,
Pastor, sus ovejas nobles,
y se le nublan los ojos
al no poder contar doce.
«Pues la Escritura lo dice,
me negaréis esta noche.
Herido el Pastor, la grey
dispersa le desconoce.»
Entre los mantos, relámpagos
de dos espadas relumbran.
La luna afila sus hielos
en las piedras de las tumbas.
Ya las chumberas, las pitas
erizan sienes de agujas
y quisieran llorar sangre
por sus coronadas puntas.
Ya entraron al huerto donde
las aceitunas se estrujan,
Getsemaní de los óleos,
hoy almazara de angustias.
Ya Pedro, Juan y Santiago
bajo un olivo se agrupan,
como un día en el Tabor,
aunque hoy sin lumbre sus túnicas.
La noche sigue volando
--alas de palma y de juncia--
y, llena de sí, derrama
su triste látex la luna.
Se oye el rumor a lo lejos
de cortejos y cohortes.
Y el sueño pesa en los párpados
de los tres fieles mejores.
Jesús, solo, abandonado,
huérfano, pavesa, Hombre,
macera su corazón
en hiel de olvido y traiciones.
«Padre, apártame este cáliz.»
Sólo el silencio le oye.
La misma naturaleza
que le ve, no le conoce.
«Hágase tu voluntad.»
Y, aunque lleno hasta los bordes,
un corazón bebe y bebe
sin que nadie le conforte.
El sudor cuaja en diamantes
sus helados esplendores,
diamantes que son rubíes
cuando las venas se rompen.
Por fin, un Ángel desciende,
mensajero de dulzuras,
y con un lienzo de nube
la mustia cabeza enjuga.
Ya la luz de las antorchas
encharca en movibles fugas
y acuchilla de siniestras
sombras el huerto de luna.
Los discípulos despiertan.
Huye, ciega, la lechuza.
Y Jesús, lívido y manso,
se ofrece al beso de Judas.
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