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LA ORACIÓN DE SAN
FRANCISCO
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. | La oración nunca es un acto aislado, una cuestión en sí misma. Orar comporta siempre situarnos, a la luz de la fe, ante el misterio de Dios, expresar y vivir lo que creemos y lo que todavía buscamos. La oración es verdaderamente la cuestión central de la fe, el núcleo profundo de la vida cristiana, donde se despliega la fiesta y donde se libra el combate del hombre con Dios. Abordar la oración de alguien equivale a menudo a ver palpablemente el universo íntimo y misterioso de su relación con Dios, la experiencia personal y cósmica de su fe. De ahí que, para hablar de la oración de Francisco de Asís, es necesario, en primer lugar, colocarnos en 1a perspectiva de fe que baña su vida y su relación con Dios. Sólo entonces podremos contemplar la inmensa dimensión de su personalidad cristiana y no nos veremos reducidos a considerar únicamente algunos textos o actos aislados y, menos todavía, unas concepciones teóricas o unos métodos originales de oración. La oración es, además, una cuestión fundamental para la vocación franciscana de hoy en día. Buscamos la renovación, nos interrogamos sobre el estilo y las formas de nuestra vida, cambiamos las estructuras, vivimos nuevas formas de relaciones humanas, pero ¿no radicará el fondo de la cuestión precisamente en nuestra relación con Dios, en nuestra fe? ¿Somos hombres creyentes? ¿En quién creemos? ¿Sabemos aún comprobar y buscar nuestra fe en la oración? ¿Son nuestras fraternidades, antes que nada, comunidades de oración, en la experiencia vivida de la fe cristiana? Sin duda se ha dicho y se ha escrito mucho sobre la oración de Francisco, empezando por sus mismos compañeros y sus primeros biógrafos. A través de la reflexión sobre su oración, el rostro de Francisco ha aparecido bajo una luz siempre diferente según los puntos de partida adoptados: así, se ha considerado a Francisco como poeta, ser entrañable, caballero de Dios; o bien se ha visto en su persona al místico sublime, hombre de Cristo y de la cruz; o se le ha descrito como perfecto hombre de oración, según la concepción que sobre la oración tenía el autor. Nosotros nos limitaremos a estudiar simplemente lo que Francisco en persona ha dicho sobre la oración y sus mismas oraciones, con el fin de dejarle hablar a él, escuchar cuanto emana de su experiencia e intentar comprenderla. Es cierto que no basta con atenerse a sus escritos, ya que algunos textos de Francisco se encuentran sólo en sus biógrafos, lo mismo que algunas de sus experiencias han sido transmitidas únicamente por sus amigos. Los escritos de Francisco son, con todo, algo preliminar e imprescindible, una puerta necesaria para poder penetrar y progresar en el misterio de su oración. Con miras a evitar cualquier posible engaño, conviene que tengamos muy en cuenta la distancia que nos separa de Francisco. «Nuestra» oración y «nuestra» fe se han visto enriquecidas por siglos de experiencia cristiana y eclesial y por un bagaje cultural bastante grande, incluyendo, a su vez, todos los replanteamientos actuales. No sería correcto servirnos de nuestros esquemas para mesurar y juzgar esta experiencia del pasado; se trata, en efecto, de una experiencia más sencilla y primitiva, vivida en un contexto cultural y eclesial distintos a los de hoy. No obstante estas acotaciones, la experiencia de Francisco puede plantearnos más de una pregunta. I. LA EXPERIENCIA DE FRANCISCO 1.- Sus oraciones Los Escritos de san Francisco contienen un grupo bastante considerable de textos que pertenecen al género literario y a la estructura de la «oración». Aunque todos ellos poseen una inspiración litúrgica, sin embargo, difieren bastante, si nos atenemos a su composición. Se dan, de hecho, oraciones propiamente dichas (por ejemplo, el Oficio de la Pasión, el final de la Carta toda la Orden, el cap. 23 de la primera Regla), alabanzas a Dios (las Alabanzas que se han de decir en todas las horas y las Alabanzas del Dios altísimo), himnos, poesías (el Saludo a las virtudes, el Saludo a la bienaventurada Virgen María, el Cántico de las criaturas). Ciñámonos a enumerar y caracterizar brevemente las oraciones conservadas en sus escritos. Las Alabanzas que se han de decir en todas las horas (AlHor). Es un texto que Francisco recitaba día y noche, antes y después del Oficio de las Horas, y consta sustancialmente de citas bíblicas de alabanza y glorificación de Dios, lo cual pone de manifiesto la referencia absoluta de su vida al Dios de Bondad y hace de ella una oración de alabanza a la Trinidad. No se trata de una oración sensiblera, emocional, sino de una oración que posee la reciedumbre y solidez de la fe, una oración que explicita la realidad de la cual se vive: todo el universo pertenece a Dios y encuentra en Él su significación, nosotros somos «obras» de Dios; nuestra vida consiste, por tanto, en «bendecir» a Dios, en «devolvérselo» todo. La parte final de esta oración es una muestra muy significativa de que el estilo propio de oración de Francisco es la acción de gracias, y nos revela cómo Francisco está absolutamente centrado en Dios, y cómo traduce su búsqueda sirviéndose de un vocabulario que no alcanza a circunscribir el misterio, antes por el contrario desemboca en un lenguaje superlativo que intenta atisbar toda su profundidad. Las Alabanzas del Dios altísimo (AlD). Esta pieza la escribió Francisco, al final de su vida, para fray León. Tiene como perspectiva fundamental la acción de gracias, la «gratitud» al Señor. No existe una definición exhaustiva de Dios, ni una última palabra sobre Él; es imposible contenerlo en un solo concepto humano; al mismo tiempo, Dios es tan rico que se deja nombrar por todas las realidades que le revelan. Cada una de las palabras de este canto, que se alimenta hondamente en las fuentes evangélicas, encuentra resonancias en los escritos de Francisco. Se diría que es algo así como una radicalización de la temática esparcida a lo largo de todos ellos. El Capítulo 23 de la primera Regla (1 R 23). Sigue siendo una cuestión difícil el poder determinar las causas que indujeron a la inserción de este amplio texto de oración al final de la primera Regla. Francisco se dirige a todos los hombres para exhortarles a que reconozcan el tiempo de salvación en el cual se hallan inmersos. El acontecimiento capital de la vida del cristiano es la «conversión», la llamada, en la fe, a la penitencia-metanoia, que imprime el ritmo a toda la historia del hombre con Dios y la transforma en historia de salvación. Ello conduce a una oración que exalta, mediante la acción de gracias, el misterio de Dios en sí mismo, en Cristo y en el Espíritu, a través de los momentos esenciales de la historia de salvación. La oración se transforma igualmente en un himno de los rescatados al Dios de la misericordia, al Dios que es esencialmente «bondad», ese Dios a la vez inefable, invisible, amable y deseable sobre todas las cosas. El final de la Carta a toda la Orden (CtaO 50-52). Esta oración fue compuesta, o tal vez improvisada, por Francisco como obsequio a sus hermanos o para su uso. En su formulación se nos presenta como una oración de petición, si bien lo que en ella se pide es la única cosa necesaria, «cumplir la voluntad de Dios». Su punto de partida es el hombre tal cual es en realidad; toda oración, en efecto, debe proceder a partir de nuestra pobreza interior. Dios, «por sí mismo», es la realidad que abre el hombre a la vida y le hace salir de su «propia voluntad» -el dominio del mal- para procurar vivir de la «voluntad de Dios» sobre nosotros, la palabra del Evangelio, la obediencia al Espíritu. La oración es una solicitación, una búsqueda de Dios para llegar, por medio de Cristo, que es el camino, el evangelio de vida, hasta el misterio; todo ello debe realizarse en el Espíritu, animación y pureza de esta búsqueda. El Cántico de las criaturas (Cánt) es también una oración. El hombre verdaderamente pobre se abre a la gratitud a Dios, a su alabanza cósmica y se convierte en el hombre obediente y sumiso a toda criatura por Dios, el hombre que, por Dios, sabe exaltar la tierra. Este canto es una confesión de fe de Francisco. Todos los acontecimientos y todas las cosas tienen su sentido en Dios, manantial de «sentido» para nuestra vida. La oración brota también como acción de gracias por el universo en el cual vivimos y que no es amenazador sino fraterno. Mediante la fe, Francisco descubre la «bondad» del mundo, la canta como oración al Dios de su amor, al Dios que es «bondad». El Oficio de la Pasión (OfP). Es un oficio votivo. En la Edad Media se añadía con frecuencia al oficio de las horas. De composición muy libre, construido con pasajes de los salmos y otras citas de la Escritura y de la liturgia, viene a ser una oración sobre todos los aspectos del misterio de nuestra salvación y ha pasado a la historia como un testimonio sorprendente de lo puede ser la oración «privada», formada exclusivamente con palabras de la Escritura, en una visión de fe total y nada «individualista». Manifiesta también que en Francisco no existe una contemplación afectiva o moral de la Pasión y de Cristo, sino una búsqueda del sentido último del acontecimiento, al tiempo que propone lo esencial de la obra de la salvación. Se trata, es verdad, de una lectura cristológica de los salmos que en él se citan, pero su orientación básica se dirige a Dios (de los 15 salmos que contiene, 11 son «dichos» por Cristo al Padre); lo esencial es la interiorización que Francisco propone del misterio de Cristo. 2. Sus enseñanzas Muy pocos pasajes de las obras de Francisco hablan directamente sobre la oración. Francisco sugiere, ante todo, las actitudes interiores que califican la relación del hombre con Dios. Es precisamente en este contexto de fe donde brota la exigencia de la oración. En las dos Reglas se entiende el proyecto de vida evangélica de los hermanos también como proyecto de oración común, en dimensión eclesial: los hermanos, pequeña célula de la Iglesia, por su vida de «catolicidad» (1 R 19), y cada uno según sus medios espirituales y culturales (1 R 3; 2 R 3), deben orar unidos entre sí y en comunión con todo el resto de la Iglesia. Lo más importante, sin embargo, radica en el dinamismo interno de esta oración: la unidad del hombre con Dios, con una «pureza de corazón» capaz de permitirnos «aplacar a Dios» (CtaO). Los textos más significativos sobre la oración aparecen en la primera Regla y en la Carta a todos los fieles. El capítulo 17 de la primera Regla describe, en forma de exhortación, el espíritu profundo que debe animar a los hermanos que viven en medio de los hombres. Tras una cierta experiencia, se desprenden algunas actitudes espirituales profundas para clarificar, mediante un comportamiento evangélico, cómo debe concretizarse el proyecto ideal de seguir el Evangelio. Durante la misión evangélica, los hermanos se precaverán de cualquier ambición y de la prosecución de éxitos egoístas; en el seno de una sociedad que persigue otros valores, hay que testimoniar unas determinadas actitudes evangélicas; la confrontación con otros movimientos del tiempo obliga a una confesión de fe: los hermanos afirman la bondad de Dios y se exhortan a alabarle. Esto implica una concepción del hombre y de Dios, que está en la base de toda oración: la pobreza radical del hombre; el sentido de nuestra vida no radica en nosotros mismos, nuestros valores responden a los de una «sabiduría de este mundo», nuestras oraciones se reducen a meras palabras. Dios es el sentido de nuestra vida, «a Él pertenecen todos los bienes», «Él, que es el solo bueno»; lo importante es el «Espíritu del Señor», el cual invierte las actitudes y anima una vida nueva. La oración, por consiguiente, es reconocimiento de Dios como primer bien, una larga ascensión del hombre hacia Dios, a través de la acción de gracias. El capítulo 22 de la primera Regla adquiere su pleno sentido si lo consideramos como un mensaje final, un testamento de Francisco a sus hermanos. La exhortación última reproduce incluso las palabras del discurso de despedida de Jesús. El capítulo entero pasa revista a la vida a la cual se han comprometido los hermanos según el Evangelio. La conversión es siempre un compromiso por Cristo que sella toda la persona; se plantea, entonces, un combate entre nuestro «cuerpo», nuestro «mundo» y la «voluntad de Dios», la voluntad de «agradar a Dios». La oración se coloca en la tensión existente entre la seducción del mal y el servicio a Cristo, es vivida como orientación del corazón y del espíritu a Dios, como purificación de todo afán para poder «servir, amar, adorar y honrar al Señor», con una pureza tan íntima que está habitada por la Trinidad. Francisco habla sobre la oración con
su brevedad y originalidad propias y con una densidad que nos sorprende: Se impone leer también el final del capítulo 23 de la primera Regla en la perspectiva de los dos textos citados. En él aparece una profesión de fe idéntica: Dios es la plenitud y el bien. La persona humana está comprometida totalmente, con exigencia absoluta, en esta búsqueda del amor de Dios. A partir de lo que se ha descubierto de Dios, la oración es cuanto sigue: «amemos todos con todo el corazón...», «ninguna otra cosa deseemos, ninguna otra cosa queramos...», «nada nos impida, nada nos aparte...», «tengamos en el corazón y amemos, honremos, adoremos, sirvamos, alabemos y bendigamos, glorifiquemos y ensalcemos sobremanera, magnifiquemos y demos gracias al altísimo y sumo Dios eterno, Trinidad y Unidad...». El Dios que se descubre entonces es el Creador y Salvador, pero también el Dios incomprensible e inenarrable, a la vez que suave y amable, deseable sobre todas las cosas. En la Carta a todos los fieles Francisco sintetiza su experiencia de Dios, de Cristo, del Espíritu y de la vida cristiana. La carta entera gira en torno al tema de la Palabra de Dios, Espíritu y Vida. El momento decisivo de la vida del cristiano radica en la salvación ofrecida por la fe y la respuesta del hombre mediante una vida de penitencia. La vida del hombre se orienta entonces enteramente a Dios, con una actitud que es esencialmente amor, vida según el Evangelio, adoración a Dios en pureza de corazón. Para orar bastan unas pocas palabras, las palabras mismas de Cristo, pero se requiere una actitud vigilante y fiel. El combate de la oración es la tensión que actúa en el corazón del hombre entre el replegarse sobre sí mismo -«sabios y prudentes según la carne»- o bien acoger al Espíritu de Dios para ser «sencillos, humildes, puros» (2CtaF 45). El Espíritu Santo hace realidad la vida trinitaria en el hombre, entablándose una relación nupcial, maternal e interpersonal del hombre con Dios. Todo lo cual desemboca en acción de gracias por la salvación que Dios opera en la historia, por Dios en sí mismo, en una acción de gracias cósmica. Para comprender mejor la experiencia de oración de Francisco, conviene leer también la Admonición 1ª. Todo cristiano se formula a menudo la pregunta fundamental de la fe: ¿quién es nuestro Dios? ¿Cómo podemos llegar hasta Él? ¿Cómo podemos «verlo»? Sí, la fe es búsqueda de Dios, encuentro con Cristo, es «visión» y «vida» en el Espíritu, siempre en tensión con la «carne». La oración nace, pues, de una profunda actitud evangélica de «pobreza de espíritu» que no se contenta con gestos y palabras, que palpa la «verdad» del corazón del hombre (Adm 14). La transparencia del corazón, el «corazón puro» posibilita la oración, es decir, «buscar siempre los bienes del cielo», no cansarse nunca de adorar y de ver al Señor vivo y verdadero: « Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5,8). Son verdaderamente limpios de corazón quienes desprecian las cosas terrenas, buscan las celestiales y no dejan nunca de adorar y ver, con corazón y alma limpios, al Señor Dios vivo y verdadero» (Adm 16). II. DIMENSIONES DE LA ORACIÓN Francisco es, ante todo, un testigo de Dios. En sus escritos nos transmite algo de su experiencia de hombre que mesura y lleva el peso de su humanidad y busca su sentido, viviendo una aventura evangélica que le permite atisbar el misterio del Dios vivo. La oración implica, primeramente, la captación vital del hombre por Dios y de Dios por el hombre; es el lugar de la experiencia cristiana, en el cual se desvela el sentido del hombre y el rostro de Dios. Las oraciones de Francisco no son textos-formularios, antes bien traducen la corriente subterránea que recorre y anima dichos textos y nos revelan de ese modo las dimensiones profundas de la experiencia cristiana. En la intuición de Francisco hay como dos polos: la riqueza de Dios y la pobreza del hombre. Es la embriaguez ante la plenitud de Dios: «tú eres el bien, todo el bien, el sumo bien»; al mismo tiempo, el hombre toma conciencia de su propia pobreza, de que es pecador, nada, fragilidad y muerte. El hombre no posee nada en propiedad fuera del pecado, es decir, la propiedad sobre sí mismo, la auto-suficiencia. La oración es conciencia, en la fe, de que «cuanto es el hombre delante de Dios, tanto es y no más». La única actitud genuina posible es salir de mí mismo, abrirse a Dios, «buscar agradar al Señor», «seguir su voluntad... no la propia», «buscar a Dios». La realidad central que Francisco ve en Dios es la «bondad», única palabra capaz de expresar la riqueza de Dios. Ante el descubrimiento de dicho sentido de Dios, debemos reconocer esta profundidad en nuestra vida y referirnos constantemente a ella. Sólo en dos ocasiones aparece en sus escritos una oración de petición, y es para pedir lo único necesario: «devolver todas las cosas a Dios», «hacer la voluntad de Dios». El movimiento básico de la oración de Francisco es la búsqueda de Dios, el deseo de «ver», a través de nuestra experiencia humana, el rostro de Dios invisible y vivo. Tal es la dinámica que penetra todos sus escritos. ¿Quién es nuestro Dios? ¿Cómo podemos nombrar al Dios de nuestra fe? ¿Dónde podemos verle? Porque se nos pide tener experiencia de Dios, conocerlo en la fe, en el Espíritu. La realidad bíblica es, para Francisco, compromiso e interrogante a la vez: hay que adorar a Dios en espíritu y en verdad, pero ¿cómo podemos adorar a Dios en espíritu y en verdad? Y la respuesta es radical: Dios es asequible al hombre mediante la fe, en el Espíritu; el hombre no posee en su interioridad más profunda otro signo fuera de los «ojos del Espíritu». El misterio de Dios, a cuya revelación debemos abrirnos, no se reduce principalmente al conocimiento de Cristo en su humanidad. Lo que se nos propone como contenido de la oración en su equilibrio bíblico es toda la riqueza de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Conviene tener en cuenta que muy pocos de los textos de oración de Francisco están en conexión directa con Cristo, pues se centran ante todo en la referencia a Dios en sí mismo. La oración, al comienzo de su conversión, ante el crucifijo de San Damián, no está dirigida a Cristo; más aún, no hace ninguna alusión al misterio de la cruz, pese a las circunstancias (otro tanto observamos en las Alabanzas del Dios altísimo, escritas para fray León). La oración del inicio del Testamento, centrada en el misterio de la cruz, depende de un texto litúrgico y halla cabida en la lista de expresiones corrientes en la época para adorar la cruz: «Te adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo» (Test 5). El Oficio de la Pasión es totalmente cristológico, pero propone el núcleo de la relación evangélica entre el Padre y el Hijo; esta relación dirige y anima la oración a lo largo de todo el Oficio que, por tanto, está desprovisto de cualquier piedad sentimental y de cuanto pueda hacer pensar que Francisco se detiene en el aspecto humano del nacimiento o de la pasión de Cristo. A través de Cristo, todo se remonta a Dios. La oración de Francisco es esencialmente teocéntrica. Dios es la primera palabra de cualquier frase sobre Dios, el origen de todo impulso hacia Él. Por ello, Francisco repite incansablemente cómo el Señor le llama, le conduce, le «da» todo (cf. Test). Dios posee la primacía en toda la oración de Francisco, primacía que reclama gratitud a Dios «por sí mismo». Vivir y hablar de Dios significa alabanza, acción de gracias, no por las obras que Dios pueda hacer en nosotros o por medio nuestro, sino, antes que nada, por el misterio de Dios en sí, con gratitud absoluta. La oración de Francisco se transforma entonces en contemplación de Dios, para captar algo de Él y cantarle. Francisco sitúa su lenguaje y su experiencia en una superación de las imágenes humanas de Dios: Dios es invisible, indecible, impenetrable, más-allá del tiempo y de los límites, más grande que nuestro corazón. Así lo traducen las fórmulas de introducción de sus oraciones o las acciones de gracias insertas en diversos pasajes de sus escritos. Su oración está impregnada de la trascendencia absoluta de Dios. El núcleo central de cualquier discurso sobre Dios es, para Francisco, la idea de «bien». La oración es la experiencia de que: «Tú eres el bien», «Dios es todo bien», «todo bien viene de Dios», «no hay que apropiarse el bien», «devolver los bienes al Señor», «confiar sólo en Dios», «encontrar la alegría en Dios». Tal idea de «bien» no encierra nada de moralizante. Si la analizamos, observamos que el «bien» es la vida en toda su riqueza y variedad, la manifestación actual de Dios, en una palabra, la historia de la salvación. Y descubrimos que el Dios inefable es, a la vez, el Dios de la misericordia y del amor, próximo y deseable. Dios es seductivo, seductor: «suave, amable ... quietud, alegría, fortaleza, belleza, alivio...». El Dios vivo, con quien Francisco se encuentra en la oración, es el Dios unidad y trinidad. La invocación y la confesión de la Trinidad es el armazón de su fe y de todas sus oraciones. La vida trinitaria en Dios es vida trinitaria en nosotros, en nuestra historia, en lo más íntimo de nosotros mismos. La Trinidad de Dios anima nuestra vida cristiana en un misterio de inhabitación, de relación maternal y fraterna, de unión conyugal (2CtaF 48ss). Pero lo capital en Francisco es, sobre todo, la realidad del Espíritu, unida estrechamente a su actitud de oración. Cuantas veces trata en sus exhortaciones sobre la oración, repite estos tres temas: adorar a Dios, adorar a Dios en Espíritu y en Verdad, adorar a Dios con pureza de corazón. El Espíritu Santo nos hace ver a Dios, es Él quien nos lo revela y continúa pronunciando la palabra de vida del Evangelio. El Espíritu es, para Francisco, la realidad más íntima del hombre, su autenticidad, así como el corazón de Dios, Dios mismo. El dinamismo del Espíritu se pone de manifiesto por su «santa operación», que edifica al hombre interior «derramando en el corazón de sus fieles todas las virtudes». Ese Espíritu del Señor debe constituir la única riqueza de los hermanos; Él es quien hace morir en nosotros lo que es carne, repliegue egoísta sobre uno mismo, y quien hace fructificar los dones del Espíritu. El Espíritu habita y vive en el corazón del hombre; la oración cristiana es posible sólo «según el Espíritu», «por el Espíritu». Es incluso la única palabra digna de Dios, su cántico de alabanza (1 R 23). La oración, incluso la acción de gracias, alcanza aquí un grado profundo de la experiencia cristiana. La conciencia de lo que es el hombre que capta algo del misterio de Dios, nos descubre que nos encontramos ante situaciones límite: ¿cómo puede el hombre franquear su pobreza radical en su caminar hacia el don de Dios? ¿Cómo podemos hablar a Dios siendo así que estamos experimentando la pobreza de nuestro lenguaje, pues «ningún hombre es digno de hacer de ti mención» (Cánt 2)? El hombre se ve reducido a proclamar su impotencia total, también en la oración. Pero la oración es, además, esa confianza en que las únicas palabras dignas de Dios son las de Cristo y el Espíritu. En la oración descubrimos que, por encima de nuestra imposibilidad, por Cristo y en el Espíritu podemos franquear el umbral, la distancia existente entre Dios y nosotros. Para designar la actitud profunda del hombre que vive los misterios de Dios, Francisco emplea el llamado lenguaje de la pureza, y siempre en un contexto de oración, sobre todo de adoración (CtaF; 1 R 22). Tanto más un hombre es «puro», tanto más abierto está a Dios; la verdadera adoración presupone un corazón puro, pues sólo quien está unificado interiormente por el Espíritu puede reconocer la voluntad de Dios (CtaO 50-52); el hombre puro busca a Dios, es adorador en «Espíritu y en Verdad». El Espíritu de Dios conduce al hombre a la adoración verdadera, a perderse a sí mismo ante Dios en beneficio de los hombres. El tema de la «pureza», pues, no encierra un sentido moral y externo, antes bien indica un sentido espiritual profundo, está siempre ligado al Espíritu. La «pureza» concierne al hombre entero, está «en el corazón», «en el cuerpo», «en el espíritu», «en la conciencia»; puede incluso calificar al hombre como «puro», al igual que califica a Dios (1 R 23). La «pureza» es el lugar donde habita la Palabra de Dios (CtaO) y en el cual Cristo es concebido y dado a luz de nuevo (2CtaF 48-50). En esta misma Carta a los fieles se dice que es necesario adorar a Dios con pureza de corazón y en el Espíritu, cosa que se realiza si se adora a Dios «en Espíritu y en Verdad»; se puede adorar a Dios en Espíritu y en Verdad si se le adora «en el Espíritu de verdad». Así pues, «con pureza de corazón» significa «en el Espíritu-de-verdad». Adorar a Dios «con corazón puro» es adorarlo «en Espíritu y en Verdad», puesto que Dios es el Espíritu (1 R 22; Adm 1). En la Carta a toda la Orden la «pureza» significa esa actitud fundamental del hombre centrado en Dios y no en sí mismo; es fruto de un hombre que busca «agradar a Dios», es la realización de la voluntad de Dios. Son «corazones puros» quienes viven un desprendimiento de sí mismos para abrirse a Dios y buscarlo en el Espíritu. La oración de Francisco, por tanto, no es sino la acción de gracias, desde el Cántico del hermano sol, el capítulo 23 de la primera Regla y las Alabanzas del Dios altísimo escritas para fray León, hasta el Oficio de la Pasión. La acción de gracias se convierte en orientación esencial de la vida y no un mero estilo o una actitud de oración ocasional. Francisco propone un profundo desprendimiento humano; por sí mismo, el hombre no puede nombrar a Dios si no está en comunión con Cristo y el Espíritu. La adoración en el Espíritu es acción de gracias. Únicamente la pobreza auténtica hace brotar la palabra adecuada a Dios. No se trata ya de una oración que sería palabra-sobre-mí-mismo o palabra-sobre-Dios, se trata de una oración que es palabra-a-Dios sobre Él mismo, por la historia de la salvación. Nos encontramos ante una cuestión fundamental: ¿poseen nuestra oración y nuestra fe la gratuidad de referirse a Dios por sí mismo? ¿Poseen nuestra fe y nuestra oración una dimensión histórica global? Esta actitud cristiana fluye precisamente de la fe en Dios y de la conciencia del hombre que, por la acción de gracias, está centrado única y gratuitamente en Dios. Ello supone una gran liberación interior que, a través de la pobreza, se transforma en alegría (Adm 21), canto, alabanza y poesía, como toma de conciencia bíblica y teologal de Dios en el Espíritu. La salvación es otorgada al hombre pobre. La única autoridad es la palabra de vida del Evangelio, la «inspiración» del Espíritu. En la fe se abre todo el espacio a la creatividad y a la expansión del hombre, pues Dios ha dado la verdadera liberación. La oración, corazón de la fe, es entonces esencialmente confesión de fe, celebración de Dios y de los misterios de la salvación, proclamación gozosa del Dios a quien se busca, del Dios reconocido en Jesucristo, confesión de toda una realidad que se ha captado y que da sentido a todo. * * * A la luz de cuanto precede, podemos constatar que los escritos de Francisco expresan una concepción de la realidad cristiana que alcanza las estructuras fundamentales de la fe y que su búsqueda de fe le impulsa a penetrar cada vez más profundamente, hasta llegar al corazón de la realidad, a su sentido, al «espíritu» de las cosas. Sus actitudes, al igual que su lenguaje, son netamente bíblicas. Puede decirse que ha captado el corazón del mensaje evangélico, Cristo que revela al Padre, la salvación liberadora ofrecida en la fe en Cristo, el Espíritu como dinamismo esencial de toda relación. La oración es la del «Padre nuestro»; la oración es espera y vigilancia; es la adoración en Espíritu y en Verdad, a través de todos los actos salvíficos de Dios en la historia. La orientación espiritual de Francisco, como ha podido verse a cada paso, es resueltamente teocéntrica. Dios es el centro de toda perspectiva de fe. Él es el origen de la vida, a Él se dirige siempre Francisco, todo vuelve a Él. La dimensión esencial es el Espíritu que vive en Dios y actúa «con su santa operación» en lo más íntimo del hombre. Sólo el Espíritu, manantial y animación de la oración, posibilita la experiencia de la misma. Nos hallamos muy lejos de cualquier acentuación sentimental o pietista ante el misterio de Cristo y de Dios; lejos de toda visión exclusiva de la humanidad de Cristo; lejos de una actitud de oración moralizante o perfeccionista, construida sobre la base de palabras y peticiones... Se nos presenta toda la solidez bíblica y espiritual; nos llega desde las profundidades de un hombre que vive una desposesión radical de sí mismo, para orientarse a Dios, en la acción de gracias. A través de la experiencia de oración de Francisco se evidencia la totalidad del misterio de salvación, su dinámica trinitaria en Dios y en la historia de los hombres. Lo importante es el conjunto de la parábola salvífica, a partir de Dios en sí mismo hasta la parusía, y no éste o aquél aspecto. Si para Francisco orar es hablar a Dios de todo lo que creemos en Él, esto quiere decir que la oración es ante todo acción de gracias. Todo se mantiene en la perspectiva profunda de Francisco, hasta su mismo estilo; por ello puede vivir la oración como «poesía», que no es un juego fantasioso, sino la captación vital de una realidad misteriosa. La oración califica al hombre ante Dios. Si el hombre tiene que empeñarse en buscar cómo «agradar al Señor», debe encontrar lo único necesario del Evangelio: «Amemos a Dios y adorémoslo con corazón puro y mente pura, porque él mismo, buscando esto sobre todas las cosas, dijo: Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad... Sobre todas las cosas deben los hermanos desear tener el Espíritu del Señor y su santa operación, orar siempre a él con puro corazón y tener humildad...» (2CtaF 19; 2 R 10,8-9). He aquí en qué sentido pueden concebir los hermanos su testimonio evangélico específico. La oración es la búsqueda permanente de Dios en el Espíritu, su espera y al mismo tiempo un gesto de alabanza, de consentimiento a Él. Condición imprescindible para ello es la pureza de corazón, un corazón interiormente purificado, iluminado, abrasado por el Espíritu; ese corazón pobre, desasido, transparente a la «voluntad» de Otro. [En Selecciones de Franciscanismo, vol. III, núm. 7 (1974) 13-23] |
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