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LA ORACIÓN,
DESARROLLO
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Francisco, que siempre miraba a Cristo y en todo se orientaba según su ejemplo, se sentía obligado por este modo de obrar del Señor y se entregaba de continuo a la oración. La oración informaba de tal manera su vida y configuraba de tal suerte a todo el hombre Francisco, que Tomás de Celano pudo decir de él: «Así, hecho todo él no ya sólo orante, sino oración, enderezaba todo en él -mirada interior y afectos- hacia lo único que buscaba en el Señor» (2 Cel 95). I. FRANCISCO, HOMBRE DE ORACIÓN «Su preocupación máxima era la de ser libre de cuanto hay en el mundo, para que, ni por un instante, pudiera el más ligero polvillo empañar la serenidad de su alma. Permanecía insensible a todo estrépito del exterior y ponía toda su alma en tener recogidos los sentidos exteriores y en dominar los movimientos del ánimo, para darse sólo a Dios... Por esto escogía frecuentemente lugares solitarios, para dirigir su alma totalmente a Dios; sin embargo, no eludía perezosamente intervenir, cuando lo creía conveniente, en los asuntos del prójimo y dedicarse de buen grado a su salvación. Su puerto segurísimo era la oración; pero no una oración fugaz, ni vacía, ni presuntuosa, sino una oración prolongada, colmada de devoción y tranquilidad en la humildad. Podía comenzarla al anochecer y con dificultad la habría terminado a la mañana; fuese de camino o estuviese quieto, comiendo o bebiendo, siempre estaba entregado a la oración. Acostumbraba salir de noche a solas para orar en iglesias abandonadas y aisladas; bajo la divina gracia, superó en ellas muchos temores y angustias de espíritu» (1 Cel 71). «En verdad que su perseverancia era suma y a nada atendía fuera de las cosas de Dios» (1 Cel 72). «Cuando oraba en selvas y soledades, llenaba de gemidos los bosques, bañaba el suelo en lágrimas, se golpeaba el pecho con la mano» (2 Cel 95); Francisco se entregaba por entero a la oración, oraba realmente a Dios «con cuerpo y alma». «Con toda el alma anhelaba con ansia a su Cristo; a éste se consagraba todo él, no sólo en el corazón, sino en el cuerpo» (2 Cel 94). El contenido de su oración era «un diálogo con su Señor». Tomás de Celano ha descrito este diálogo con inimitable concisión: «Allí hablaba muchas veces con su Señor. Allí respondía al Juez, oraba al Padre, conversaba con el Amigo, se deleitaba con el Esposo» (2 Cel 95). Todas estas relaciones vitales del hombre cristiano para con Dios formaban la oración del Santo y fueron contenido y fin de la misma. «Para convertir en formas múltiples de holocausto las intimidades todas más ricas de su corazón, reducía a suma simplicidad lo que a los ojos se presentaba múltiple» (2 Cel 95). En dicha oración era poseído completamente por Dios: «Rumiaba muchas veces en su interior sin mover los labios, e, interiorizando todo lo externo, elevaba su espíritu a los cielos. Así, hecho todo él no ya sólo orante, sino oración, enderezaba todo en él -mirada interior y afectos- hacia lo único que buscaba en el Señor» (2 Cel 95). II. FRANCISCO, MAESTRO DE ORACIÓN Ya los primeros hermanos pidieron encarecidamente a san Francisco que «les enseñara a orar» (1 Cel 45). Francisco aceptó seriamente esta petición y se volcó a la tarea de educar a sus hermanos en la oración vocal y mental, invitándoles a dedicarse con celo a la oración desinteresada (cf. LM 4,3). En las Reglas les inculcó repetidamente este deber: «Por eso, los siervos de Dios deben perseverar siempre en la oración o en alguna obra buena» (1 R 7,12). Dado que el trabajo, sin excluir el manual, ocupaba un gran papel en la vida de los hermanos menores y, por ello, existía el riesgo de que los hermanos se perdieran en sus ocupaciones, malogrando con ello la unión viva con Dios, Francisco determinó en la Regla definitiva la exhortación áurea, valedera para siempre, que Clara transcribió para sus hermanas: «Los hermanos a quienes el Señor ha dado la gracia de trabajar, trabajen fiel y devotamente, de tal suerte que, desechando la ociosidad, enemiga del alma, no apaguen el espíritu de la santa oración y devoción, al cual las demás cosas temporales deben servir» (2 R 5,1-2; RCl 7). Además, la carta de san Francisco a san Antonio de Padua nos demuestra que, con la anterior exhortación, Francisco no se refería únicamente al trabajo manual. Dice, en efecto: «Me agrada que enseñes sagrada teología a los hermanos, con tal que, en el estudio de la misma, no apagues el espíritu de oración y devoción, como se contiene en la Regla». Francisco quiere, por tanto, que cualquier trabajo y cualquier ocupación de sus hermanos estén impregnados por el espíritu de oración y que éstos, en todo cuanto hacen, se consagren por entero a Dios, para convertirse en un único sacrificio a Dios y, así, darle gloria. Con esto queda ya expuesto lo esencial sobre la enseñanza de san Francisco respecto a la oración. Se trata, ante todo, de que el hombre, completamente purificado, se vacíe de sí mismo para que Dios pueda tomar posesión plena de él; Francisco expresa esto de forma inimitablemente breve en la Regla a los hermanos -y Clara repite con fidelidad estas palabras a sus hermanas-: «Los hermanos atiendan a que sobre todas las cosas deben desear tener el Espíritu del Señor y su santa operación, orar siempre a él con puro corazón...» (2 R 10,8-9; RCl 10). Tanto Francisco como Clara exponen en el mismo capítulo con gran concretez en qué consiste dicha «pureza de corazón»: «Amonesto de veras y exhorto en el Señor Jesucristo que se guarden los hermanos de toda soberbia, vanagloria, envidia, avaricia, cuidado y solicitud de este siglo, detracción y murmuración». Cuando estos vicios se señorean en la vida de un hombre, manifiestan con toda evidencia que dicho hombre es egoísta y que todo su pensar, sus aspiraciones y su actuar giran en torno al propio yo y que, por tanto, se encuentra dominado por el espíritu impuro del propio yo, por el «espíritu de la carne», como lo llama Francisco. Por el contrario, cuanto más domina el hombre redimido los vicios aquí enumerados, tanto más libremente y sin impedimentos puede el Espíritu del Señor llenar a este hombre, porque reza con puro corazón. Francisco había expuesto este pensamiento con más detalle en la Regla no bulada: «Mas en la santa caridad que es Dios, ruego a todos los hermanos que, removido todo impedimento y pospuesta toda preocupación y solicitud, del mejor modo que puedan, hagan servir, amar, honrar y adorar al Señor Dios con corazón limpio y mente pura, que es lo que él busca sobre todas las cosas; y hagámosle siempre allí habitación y morada a aquél que es Señor Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo» (1 R 22,26-27). A la unión del hombre con Dios precede, pues, la pureza de corazón, el desprendimiento de sí mismo y de todo lo que no es de Dios. Francisco pone aquí en práctica lo que el Señor mismo le había dicho al principio de su vida de penitencia: «Francisco -le dice Dios en espíritu-, lo que has amado carnal y vanamente, cámbialo ya por lo espiritual, y, tomando lo amargo por dulce, despréciate a ti mismo, si quieres conocerme, porque sólo a ese cambio saborearás lo que te digo» (2 Cel 9). Sólo cuando el hombre se olvida y se pospone a sí mismo, puede conocer y contemplar a Dios en la oración, según la profunda expresión del beato Gil: «Vivir en la contemplación significa separarse de todo y de todas las cosas y estar unido tan sólo a Dios» (Dicta 13). Francisco habla también de manera parecida en la Admonición 16: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5,8). Son verdaderamente limpios de corazón quienes desprecian las cosas terrenas, buscan las celestiales y no dejan nunca de adorar y ver, con corazón y alma limpios, al Señor Dios vivo y verdadero». De este modo la pureza de corazón aparece como premisa y, al mismo tiempo, como resultado de la oración, al igual que la oración es premisa y, a la vez, resultado de la visión de Dios en el alma del hombre puro. Por ello dice el beato Gil, con su típica forma de hablar: «La oración es principio y fin de todo bien» (Dicta 12); pero de todo bien, porque ésta conduce a la unión con Dios, que es concedida solamente al hombre de oración. «Quien no sabe rezar, no puede conocer a Dios», dice el beato Gil de manera lapidaria (Dicta 12). Cuando en un hombre, a través de esta interacción mutua de pureza de corazón y de abajamiento y condescendencia de Dios a la búsqueda del hombre puro, se enciende la visión de Dios como contenido y coronamiento de la oración, éste ya nunca más abandonará la oración. Rezará siempre y en todas partes, porque se ha perdido a sí mismo y ha encontrado a Dios: «Por consiguiente, amemos a Dios y adorémoslo con corazón puro y mente pura, porque él mismo, buscando esto sobre todas las cosas, dijo: Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad... Y digámosle alabanzas y oraciones día y noche diciendo: Padre nuestro, que estás en el cielo..., porque es preciso que oremos siempre y que no desfallezcamos» (2CtaF 19-21). Al igual que en la Carta a los fieles, Francisco exhorta en la Regla no bulada con palabras casi idénticas: «El Señor dice: Vigilad, pues, orando en todo tiempo, para que seáis considerados dignos de huir de todos los males que han de venir, y de estar en pie ante el Hijo del Hombre. Y cuando estéis de pie para orar, decid: Padre nuestro, que estás en el cielo. Y adorémosle con puro corazón, porque es preciso orar siempre y no desfallecer; pues el Padre busca tales adoradores. Dios es espíritu, y los que lo adoran es preciso que lo adoren en espíritu y verdad» (1 R 22,27-31). La oración continua e incesante es por tanto «oración en el Espíritu», obra del Espíritu del Señor, que descansa en los hombres puros y hace en ellos «su habitación y morada» (1 R 22). Él ora en, con y por nosotros, como tan gráficamente expresa Francisco, aunque con palabras desmañadas: «Y porque todos nosotros, miserables y pecadores, no somos dignos de nombrarte, imploramos suplicantes que nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo amado, en quien bien te complaciste, junto con el Espíritu Santo Paráclito, te dé gracias por todos como a ti y a él os place, él que te basta siempre para todo y por quien tantas cosas nos hiciste. Aleluya» (1 R 23,5). En este contexto alcanza todo su profundo sentido esta frase de la Regla de los hermanos menores y de las Damas pobres: «Sobre todas las cosas deben desear tener el Espíritu del Señor y su santa operación, orar siempre a él con puro corazón...» (2 R 10,8-9; RCl 10). Porque Francisco ve en la oración una acción divina, exhorta expresamente en la Regla no bulada, tanto a los que predican y trabajan como también a los que oran: «Suplico en la caridad que es Dios a todos mis hermanos predicadores, orantes, trabajadores, tanto clérigos como laicos, que se esfuercen por humillarse en todas las cosas, por no gloriarse ni gozarse en sí mismos ni ensalzarse interiormente por las palabras y obras buenas, más aún, por ningún bien, que Dios hace o dice y obra alguna vez en ellos y por medio de ellos» (1 R 17,5-6). Francisco percibe la existencia de un grave peligro para el hombre de oración, a saber, que se atribuya a sí mismo lo que pertenece a Dios y se adscriba como mérito propio lo que es acción divina. Por ello denuncia este peligro sin ambages y pone en guardia contra él: «Cuando el siervo de Dios es visitado por el Señor en la oración con alguna nueva consolación, antes de terminarla debe levantar los ojos al cielo y, juntas las manos, decir al Señor: "Señor, a mí, pecador e indigno, me has enviado del cielo esta consolación y dulcedumbre; te las devuelvo a ti para que me las reserves, pues yo soy un ladrón de tu tesoro"» (2 Cel 99). La conciencia de este peligro le impulsaba a rezar: «Señor, arrebátame tu bien en este siglo y resérvamelo para el futuro» (2 Cel 99). Para poder rezar de esta manera, debe el hombre haber renunciado completamente a sí mismo y no desear nada para sí, e incluso, en el plano más elevado de todos, el de la vida religiosa, mantenerse vigilante sobre sí mismo y sobre la voluntad de poder del propio yo. Esto evidencia cómo Francisco quiere ser enteramente pobre en la oración y «vivir sin nada propio» (2 R 1). Igualmente se hace patente cómo Francisco percibe el riesgo que existe para la pobreza incluso en el ámbito de la oración: «Hay muchos que, perseverando en oraciones y oficios, hacen muchas abstinencias y mortificaciones corporales, pero, por una sola palabra que les parezca injuriosa para sus cuerpos o por alguna cosa que se les quite, escandalizados enseguida se perturban. Estos no son pobres de espíritu» (Adm 14). Dado que san Francisco encabeza esta admonición con la bienaventuranza del Señor: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3), se nos evidencia un último efecto de la oración: la oración pura del hombre totalmente pobre ante Dios realiza en dicho hombre el reino de Dios y contribuye a su edificación en la tierra. La oración hecha con «pureza de corazón y limpia intención» aparta al hombre de sí mismo para que pueda desarrollarse y llegar a perfección el amor de Dios en él; entonces, por el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, como dice Agustín (De Civitate Dei XIV 28), el Reino de Dios se convierte en una realidad. Para ello la oración auténtica, tal como la enseña Francisco a los suyos, no es sólo un suceso que acontece entre Dios y el alma individual, sino que es, en sí misma y a través de ella, servicio al establecimiento del Reino de Dios; como expone con su sencillez habitual el beato Gil: «Si el hombre no sabe disponer en su persona ningún espacio para Dios, no encontrará ningún espacio entre las criaturas de Dios» (Dicta 7). Con ello quiere decir que cuanto más se abre en la oración a la venida de Dios y cuanto más Dios puede establecer morada en su corazón, purificado de todo el resto, tanto más encontrará el hombre la verdadera armonía en sus relaciones con todas las criaturas. Puesto que donde reina el orden divino, allí está el Reino de Dios.
III. APLICACIONES Francisco es maestro para sus seguidores no sólo en lo tocante a los puntos fundamentales, las condiciones y las actitudes de la oración, sino que también les transmite importantes indicaciones para su misma oración práctica. 1. La mayor parte de las oraciones que nos han llegado de Francisco son oraciones de glorificación y de alabanza. Exhorta una y otra vez a alabar y glorificar al Altísimo. Alabar y glorificar a Dios «por sí mismo» (1 R 23,1) es lo más sublime que puede y debe hacer el hombre. Toda la vida del franciscano debe ser precisamente un cántico constante de alabanza a Dios y debe estimular a todos los hombres a esta alabanza del Señor (cf. TC 58). Para ello es esencialmente necesario que esta alabanza divina encuentre de continuo su expresión inmediata en la oración. La repetida exhortación del santo fundador a esta clase de oración debe constituir un deber para sus hermanos y hermanas. La oración de alabanza se convierte también en oración de reparación: «Y cuando veamos u oigamos decir o hacer el mal o blasfemar contra Dios, nosotros bendigamos y hagamos bien y alabemos a Dios, que es bendito por los siglos» (1 R 17,19). Aquí se entreabre una posibilidad que, por cierto, se tiene muy poco en cuenta, pero que según la intención del Santo habrá que tenerla siempre presente. La oración de alabanza alcanza su grado más sublime en el acto de adoración, en el cual insiste también Francisco a sus hermanos con harta frecuencia; pero el hombre sólo puede adorar a Dios en el amor y con una ilimitada pureza de corazón. En esto nunca se podrá hacer bastante, porque Dios busca esto por encima de todo: «Por consiguiente, amemos a Dios y adorémoslo con corazón puro y mente pura, porque él mismo, buscando esto sobre todas las cosas, dijo: Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad... Y digámosle alabanzas y oraciones día y noche diciendo: Padre nuestro, que estás en el cielo, porque es preciso que oremos siempre y que no desfallezcamos» (2CtaF 19-21). La oración de acción de gracias y de petición no debe emplearse, en primer lugar, para las necesidades, preocupaciones o deseos personales de mayor o menor importancia, sino que debe orientarse más bien a las grandes preocupaciones del Reino de Dios y del acontecimiento salvífico, a fin de que en todo y por todo sea glorificado Dios por sí mismo. Precisamente Francisco deseaba especialmente que los suyos dieran gracias a Dios «por sí mismo»: «El mismo altísimo y sumo, solo Dios verdadero, tenga y a él se le tributen y él reciba todos los honores y reverencias, todas las alabanzas y bendiciones, todas las gracias y gloria, de quien es todo bien, solo el cual es bueno» (1 R 17,18). El objeto de la oración de petición debe constituirlo ante todo las necesidades del tiempo y del mundo, de la Iglesia, del Reino de Dios, a fin de que la glorificación de Dios sea plena en todo: «Omnipotente, eterno, justo y misericordioso Dios, danos a nosotros, miserables, hacer por ti mismo lo que sabemos que tú quieres, y siempre querer lo que te place» (CtaO 50). Todo aquél que recita esta oración coloca en su justo orden la petición personal por la constancia y perseverancia en la vida de penitencia y en la imitación de Cristo, pues lo que busca en primer lugar no es la propia santidad y perfección, sino la glorificación de Dios. 2. La fuente de la oración contemplativa debe ser para el franciscano -como lo fue para Francisco-, ante todo, la vida de Jesucristo. «Nuestra máxima preocupación debe consistir en quedarnos en la vida de Jesús», dice Tomás de Kempis en la Imitación de Cristo (I 1,3). Francisco no opina otra cosa cuando confiesa: «Es bueno recurrir a los testimonios de la Escritura, es bueno buscar en ellas al Señor Dios nuestro; pero estoy ya tan penetrado de las Escrituras, que me basta, y con mucho, para meditar y contemplar. No necesito de muchas cosas, hijo; sé a Cristo pobre y crucificado» (2 Cel 105). La vida de Jesucristo, Dios hecho hombre, tal como se nos presenta en la Sagrada Escritura -sobre todo su encarnación, pasión y muerte, pero también su resurrección, su ascensión y su segunda venida-, y el Hombre Dios que continúa viviendo en la Iglesia, que permanece presente entre nosotros en el misterio de la Eucaristía, debe constituir el objeto principal de la meditación. Es una característica de la manera franciscana de meditar el no tomar muchos temas en consideración, sino meditar de continuo sobre unos pocos temas asequibles. El énfasis reside no en el conocimiento de un mayor número de verdades de fe, sino en la contemplación amorosa de las maravillas del amor de Dios (cf. S. Buenaventura, Regula novitiorum II, 7; De triplici via II). En la meditación de la vida de Jesús debería descansar toda nuestra vida. La Buena Nueva debe convertirse para cada uno en evangelio vivo: «Que yo piense como Tú, trabaje contigo, viva en ti». Por eso en la meditación está en primer plano la pregunta: ¿Qué me dice el Señor mediante esta Palabra de la Escritura en la situación concreta de mi vida? En el ejercicio del evangelio vivo tiene que reconocer el franciscano las «vestigia», las huellas que el Hombre Dios nos ha dejado para que le sigamos. ¿Pero cómo podré imitarle si no lo conozco, si no experimento su presencia real y cercana, si no he tenido un contacto vivo con Él? En la meditación conocemos a Jesús cada vez más profundamente y mejor. Pero este conocimiento no hay que entenderlo en el sentido de un enriquecimiento de nuestro saber o como una satisfacción de nuestra curiosidad, sino como un conocimiento en la fe y el amor que naturalmente no puede limitarse al solo tiempo de la oración, sino que debe extenderse como una exigencia incondicional a toda nuestra vida. Francisco llama bienaventurado a aquél que ha aprendido el arte de la meditación: «Bienaventurado aquel religioso que no encuentra placer y alegría sino en las santísimas palabras y obras del Señor, y con ellas conduce a los hombres al amor de Dios con gozo y alegría» (Adm 20). El oír y gustar una sola vez no basta para penetrar en ese arte; por eso se dice de Francisco: «Leía a las veces en los libros sagrados, y lo que confiaba una vez al alma le quedaba grabado de manera indeleble en el corazón. La memoria suplía a los libros; que no en vano lo que una vez captaba el oído, el amor lo rumiaba con devoción incesante» (2 Cel 102). He aquí el rasgo fundamental de la manera franciscana de meditar: escuchar la palabra de Dios, leerla y considerarla una y otra vez con afecto, rumiarla continuamente; entonces no habrá sido escuchada en balde. Este afecto, este quedar afectado por la palabra de Dios, tiene que nacer del amor. Y el amor debe abarcar todo el ser y toda la vida para ser un amor auténtico; el auténtico amor a la «Palabra encarnada» es el paso decisivo para el pleno conocimiento de la revelación de Dios: «Aunque este hombre bienaventurado no había hecho estudios científicos, con todo, aprendiendo de Dios la sabiduría que viene de lo alto e ilustrado con las iluminaciones de la luz eterna, poseía un sentido no vulgar de las Escrituras. Efectivamente, su ingenio, limpio de toda mancha, penetraba hasta lo escondido de los misterios, y su afecto de amante entraba donde la ciencia de los maestros no llegaba a entrar» (2 Cel 102). La meditación debe llevarnos de continuo a una permanencia amorosa en Dios, es decir, a la oración afectiva. El amor es siempre algo que va de persona a persona, una relación entre un yo y un tú; y sólo el amor permite a la meditación desembocar en aquel «diálogo que se da entre la esposa y el esposo» (S. Buenaventura, De triplici via II, 7). En este diálogo con su Señor, «Francisco respondía al Juez, oraba al Padre, conversaba con el Amigo, se deleitaba con el Esposo» (2 Cel 95). A esta escucha amorosa de Dios y a este diálogo con Dios sigue naturalmente la obediencia amorosa, como se dice de Francisco: «Todo lo demás que había escuchado se esfuerza en realizarlo con la mayor diligencia y con suma reverencia. Pues nunca fue oyente sordo del Evangelio sino que, confiando a su feliz memoria cuanto oía, procuraba cumplirlo a la letra sin tardanza» (1 Cel 22). Y en otro lugar se dice todavía con mayor plasticidad e intuición: «Con la mayor devoción oraba para que Dios, eterno y verdadero, le dirigiese en sus pasos y le enseñase a poner en práctica su voluntad. Sostenía en su alma tremenda lucha, y, mientras no llevaba a la práctica lo que había concebido en su corazón, no hallaba descanso» (1 Cel 6). De igual manera, el franciscano debe traducir en obras «lo que ha concebido en su corazón», para convertirse así en un evangelio vivo, pues sólo aquél que por la meditación de Jesucristo consigue llegar a un seguimiento amoroso comprenderá enteramente a Cristo, como ha formulado Tomás de Kempis de manera clásica: «El que quiera comprender e imitar perfectamente las palabras de Cristo, tiene que aspirar a conformar su vida en todo con la vida de Jesús» ( Imitación I 1,2). Esta conformidad de la propia vida con la vida de Jesús es, a la inversa, la piedra de toque que nos permite conocer el valor de nuestra oración y de nuestra meditación. 3. Entre la oración y la vida no debe existir ninguna discrepancia. El hombre de «penitencia» no puede llevar una vida «doble». Eso sería deslealtad, hipocresía y temeridad. La oración y la vida, para ser auténticas, han de completarse y reforzarse mutuamente, tanto más cuanto que es Dios, y no el hombre, quien tiene que estar en el centro tanto de la vida como de la oración. Esta incondicional e ilimitada «escucha» de Dios en la oración y en la vida es exigida sobre todo cuando Dios abre al hombre las puertas que conducen al peldaño más elevado de la oración, la oración contemplativa. Aquí sólo cabe hacer una cosa: dejarse conducir por Dios con absoluta sumisión, permanecer totalmente abiertos a la voz de Dios para que Él actúe según le plazca, bien si quiere elevar al hombre al séptimo cielo de la contemplación, bien si quiere conducirlo a la aridez y sequedad. Para ello debe el hombre haberse vaciado enteramente de sí mismo, pues únicamente en semejante pureza puede tomar Dios posesión de él como quiera: «Por consiguiente, nada de vosotros retengáis para vosotros mismos, a fin de que os reciba todo enteros el que se os ofrece todo entero» (CtaO 29). [En Selecciones de Franciscanismo, vol. III, núm. 8 (1974) 174-181] |
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