DIRECTORIO FRANCISCANO
La oración franciscana

ORAR EN COMUNIÓN CON LA IGLESIA
por Kajetan Esser - Engelbert Grau, OFM

Como afirma la Constitución sobre la Liturgia, ésta es la cumbre y fuente de la vida eclesial (SC 10). Parte importante de la misma es la Liturgia de las Horas, llamada también Oficio divino. No podía faltar, pues, en este número de "Selecciones de Franciscanismo" dedicado al hombre-oración, Francisco, un artículo sobre la oración litúrgica del santo. En él se evidencian el amor de Francisco a la oración litúrgica y el aprecio por su dignidad y valor, a la vez que se presentan y estudian sus maravillosas exhortaciones sobre el modo de celebrarla.

[Das Gebet in der Gemeinschaft der Kirche, en Antwort der Liebe, Werl (Westf.), Dietrich Coelde Verlag, 1967, 219-230].

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La vida franciscana es una «vida de penitencia» en la cual el hombre redimido en la fuerza de Cristo, cuyas huellas sigue, renuncia a sí mismo y se ocupa tan sólo en las cosas del Señor. Por ello su vida no tiene otro contenido ni conoce otra preocupación que las expresadas por Francisco en esta breve sentencia: «Atengámonos, por consiguiente, a las palabras, la vida y la doctrina y el santo Evangelio de aquel que se dignó rogar por nosotros a su Padre y manifestarnos su nombre...» (1 R 22,41). Cuando el hombre se deja transformar de esta manera y se entrega de este modo a vivir a Cristo -y éste es precisamente el sentido profundo y auténtico de la «vida de penitencia»- no puede menos de procurar hacer continuamente lo que el Señor hizo. Tiene que seguir en todo las huellas del Señor, pues «quien dice que permanece en Él, debe vivir como vivió Él» (1 Jn 2,6).

Ahora bien, en la vida de Cristo la oración a Dios Padre ocupa un lugar privilegiado. El Señor se retira una y otra vez para orar al Padre en el silencio (cf. Mt 14,23; 26,39-45; Mc 1,35; 6,46; Lc 6,12). En esta oración Él es mediador entre Dios y los hombres. Como sumo sacerdote perpetúa esta oración eternamente ante el trono de Dios Padre (cf. Rom 8,34; Heb 7,25; 9,24; 1 Jn 2,1ss). Como mediador entre Dios y los hombres, la continúa en la oración de la Iglesia, ante todo en su oración litúrgica, en la Liturgia de las Horas.

La Iglesia, desde los tiempos primitivos, obligó a determinados miembros de la misma a orar en su nombre. Por eso es tradición unánime de la iglesia que el rezo de las horas se realiza «in persona Christi», en nombre de Cristo, e «in persona Ecclesiae», en nombre de toda la Iglesia, aunque sea uno solo el que rece (cf. Pío XII, encíclica Mediator Dei, III, 1). Esta unidad de la oración litúrgica, como oración de Cristo en la Iglesia, confiere al rezo de las horas canónicas una dignidad y un valor insustituibles. Por eso se le llama con justicia «Oficio divino», pues es la oración de Cristo como sumo sacerdote, perpetuada a través de la Iglesia en el espacio y en el tiempo. En el Oficio divino de la Iglesia se prolonga la oración mediadora de Cristo ante Dios Padre.

I. DIGNIDAD Y VALOR
DE LA LITURGIA DE LAS HORAS

Para Francisco, la tarea más importante y más sublime de su vida fue seguir las huellas de Cristo. Por eso no es de extrañar que se incorporara prontamente con sus hermanos a la oración litúrgica de la Iglesia. Al principio, cuando no disponían aún de los libros necesarios para el servicio del coro, los primeros hermanos rezaban, a determinadas horas, un número de padrenuestros o, en su lugar, se entregaban a la oración mental (cf. 1 Cel 45; LM 4,3). Se cuenta incluso que, abrasados por el fuego del Espíritu Santo, cantaban estos padrenuestros (1 Cel 47). En todo caso, Francisco mantuvo a sus seguidores en la obligación de participar en el rezo de las horas canónicas. De entre los hermanos, quienes sabían leer cantaban las horas canónicas, y los que no sabían leer rezaban por cada hora un determinado número de padrenuestros. Por lo que se refiere a las Damas Pobres, las hermanas que sabían leer recitaban el breviario de los hermanos menores y las otras rezaban los padrenuestros (cf. RCl 3). La primitiva Tercera Orden, para los franciscanos que viven en el mundo, tenía también prescripciones similares (cf. Regla primitiva de la Tercera Orden, 4).

Si los hermanos estaban reunidos, rezaban juntos el oficio. «Porque en el coro se salmodia en presencia de los ángeles, quería Francisco que todos cuantos hermanos pudieran se reunieran en el coro y salmodiaran allí con devoción» (2 Cel 197). La asamblea cultual de la gloria, que canta eternamente las alabanzas de Dios, debe estar representada ya ahora en la comunidad orante de los hermanos. Francisco quería incluso tener siempre un clérigo consigo para rezar conjuntamente el oficio cuando se encontraba enfermo o muy débil. Ni siquiera en estas circunstancias quería renunciar al rezo comunitario del breviario: «Y aunque sea simple y esté enfermo, quiero, sin embargo, tener siempre un clérigo que me rece el oficio como se contiene en la Regla» (Test 29). Esta predilección por la celebración comunitaria de la Liturgia de las Horas muestra el profundo conocimiento que Francisco tuvo de la misma. Puesto que el Oficio divino debe ser una oración «in persona Ecclesiae», en nombre de toda la Iglesia, el rezo comunitario del mismo se conforma mejor a su significado profundo.

«En el rezo de las horas canónicas -refiere también Celano- Francisco era temeroso de Dios a par de devoto. Aun cuando padecía de los ojos, del estómago, del bazo y del hígado, no se apoyaba en muro o pared durante el rezo de los salmos, sino que decía las horas siempre de pie, la cabeza descubierta, la vista recogida y sin languideces» (2 Cel 96). Francisco rompe por tanto, en la forma externa de rezar las horas, con la antigua tradición monástica según la cual se acostumbraba salmodiar con la cabeza cubierta con la capucha y sentados en las llamadas «misericordias». La única actitud externa que le parecía digna a la hora de presentarse ante Dios, cuya presencia vivía, era la de permanecer con la cabeza descubierta ante su majestad.

Su fe en el Dios vivo, que crecía con su «vida de penitencia», le hacía adoptar la actitud exterior debida, incluso durante sus correrías apostólicas. Relata Celano: «Si cuando iba por el mundo caminaba a pie, se detenía siempre para rezar sus horas; y si a caballo, se apeaba» (2 Cel 96). Esto nos muestra que rezaba las horas canónicas en los momentos prescritos, santificando de este modo las distintas partes del día con el rezo de las horas correspondientes. En este punto no se dejaba vencer por ninguna circunstancia: «Un día volvía de Roma; no cesaba de llover; se apeó del caballo para rezar el oficio; pero, como se detuvo mucho, quedó del todo empapado en agua. Pues decía a veces: "Si el cuerpo toma tranquilamente su alimento, que más tarde, a una con él, se convertirá en pasto de gusanos, con cuánta paz y calma debe tomar el alma su alimento que es su Dios"» (2 Cel 96).

En la actitud externa del santo y en su reflexión explicativa se revela cuán profundamente había penetrado Francisco en el misterio central del rezo de las horas. El Oficio divino es el alimento del alma y Cristo, el Dios-Hombre, está presente en él. En el Oficio divino el alma se identifica con Cristo y se llena de Cristo, pues lleva a cabo juntamente con Cristo la oración de éste ante Dios Padre. «Cibus, qui est Deus suus» -«su alimento que es su Dios»- (2 Cel 96): he aquí el lenguaje concreto y expresivo que Francisco emplea para hablar del Oficio divino. Tal vez la teología no aceptaría sin reservas este lenguaje. Sin embargo, ¿cabe mejor manera de describir la dignidad y el valor de la Liturgia de las Horas?

Hay otro relato de Celano que nos esclarece también la dignidad y el valor del Oficio divino, tal como lo entendió Francisco: «Durante una cuaresma, con el fin de aprovechar bien algunos ratos libres, se dedicaba a fabricar un vasito. Pero un día, mientras rezaba devotamente tercia, se deslizaron por casualidad los ojos a mirar detenidamente el vaso; notó que el hombre interior sentía un estorbo para el fervor. Dolido por ello de que había interceptado la voz del corazón antes que llegase a los oídos de Dios, no bien acabaron de rezar tercia, dijo de modo que le oyeran los hermanos: "¡Vaya trabajo frívolo, que me ha prestado tal servicio, que ha logrado desviar hacia sí mi atención! Lo ofreceré en sacrificio al Señor, cuyo sacrificio ha estorbado". Dicho esto, tomó el vaso y lo quemó en el fuego. "Avergoncémonos -comentó- de vernos entretenidos por distracciones fútiles mientras hablamos con el gran Rey durante la oración"» (2 Cel 97).

II. LA CELEBRACIÓN
DE LA LITURGIA DE LAS HORAS

Francisco no sólo amó la oración litúrgica y apreció su dignidad y valor. Él nos ha transmitido también exhortaciones maravillosas sobre el modo de celebrarla, exhortaciones cuya vigencia perdura a través de los tiempos: «Por tanto, ruego como puedo a fray H., mi señor ministro general, que haga que... los clérigos recen el oficio con devoción en la presencia de Dios, no atendiendo a la melodía de la voz, sino a la consonancia de la mente, de forma que la voz concuerde con la mente, y la mente concuerde con Dios, para que puedan aplacar a Dios por la pureza del corazón y no recrear los oídos del pueblo con la sensualidad de la voz» (CtaO 40-42). Dada la importancia de esta exhortación para la vida interior, para la «vida de penitencia», no estará de más subrayar algunos de sus puntos.

Francisco pide que el rezo diario del Oficio se ejecute «cum devotione», con devoción. La palabra «devoción» aparece también en la Regla: «Los hermanos a quienes el Señor ha dado la gracia de trabajar, trabajen fiel y devotamente, de tal suerte que, desechando la ociosidad, enemiga del alma, no apaguen el espíritu de la santa oración y devoción, al cual las demás cosas temporales deben servir» (2 R 5,1-2). En la primitiva Iglesia, sobre todo en su liturgia, la palabra devoción significa: ofrenda y dispuesto al sacrificio. El hombre devoto es aquel que ofrece a Dios sacrificios y ofrendas. Devoción, por consiguiente, es la disposición al sacrificio por parte del hombre, significada en las ofrendas. En tiempos de san Francisco, la palabra devoción conservaba todavía este significado, pero con una matización más personalista. En efecto, los hermanos deben trabajar (2 R 5,1-2), estudiar (CtaAnt) y rezar el Oficio divino con devoción (CtaO 40-42). Trabajo, estudio y oración deben ser expresión de la entrega total del hombre trabajador, estudioso y orante a la misión divina; expresión de que el hombre cumple lo que Dios quiere de él. Por la devoción en el trabajo, el estudio y la oración, el hombre penitente se identifica con la voluntad divina, única orientación de su vida. Por ello puede decirse también que por su devoción y recogimiento, o mejor, por la oblación total de su persona, el hombre se pierde en Dios. Recitar el Oficio divino con esta entrega total significa desprenderse completamente de sí mismo en la oración y orientarse hacia Dios, para pertenecerle por entero y ponerse plenamente a su disposición. Esta forma de oración es la expresión fiel de la «vida de penitencia».

Esto resulta más comprensible aún con la segunda apostilla: los hermanos menores deben rezar el Oficio «coram Deo», en la presencia de Dios. Un ejemplo del mismo san Francisco, referido por san Buenaventura, nos explica el significado de estas palabras: «Recitaba los salmos con tal atención de mente y de espíritu cual si tuviese a Dios presente ante sus ojos» (LM 10,6). Francisco recitaba el Oficio divino como si estuviera delante de Dios omnipresente, ante sus ojos. El rezo del Oficio de Francisco era una oración verdadera, auténtica, viva, porque era un diálogo auténtico y verdadero con Dios vivo y presente. El Oficio no era ninguna carga para él, sino un servicio del corazón ejecutado con devoción alegre «coram Deo», ante el rostro de Dios.

Un texto de la Primera Regla explica esta unión de Francisco con Dios en la oración. Para comprenderlo bien hemos de pensar que tanto el rezo del breviario, por parte de los que saben leer, como el rezo de los padrenuestros, por parte de los laicos, se compone en grandísima parte de palabras inspiradas por Dios, tomadas de la Sagrada Escritura y que, por tanto, son realmente Palabra de Dios. Los hermanos y las hermanas de san Francisco deben recitar el Oficio atendiendo no sólo a la buena pronunciación de las palabras, como ya exigía san Benito, para «que el espíritu concuerde con la voz» (Regla de San Benito, 19: «et sic stemus ad psallendum, ut mens nostra concordet voci nostrae»). San Francisco exige más. El espíritu debe estar unido a Dios de tal manera y debe entregarse de tal forma a su disposición en la devoción, que nos convirtamos al punto en su boca, por la cual Dios pueda expresar ahora su palabra: «de forma que la voz concuerde con la mente, y la mente concuerde con Dios». Esto es la liberación de todo lo humano, el «hacer penitencia» en la oración, mediante la cual el hombre se convierte en instrumento a través del cual Dios eterno habla su palabra, a fin de que aquí y ahora sea ya una realidad la glorificación del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo. Recordemos una vez más la oración de san Francisco: «Y porque todos nosotros, miserables y pecadores, no somos dignos de nombrarte, imploramos suplicantes que nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo amado, en quien bien te complaciste, junto con el Espíritu Santo Paráclito, te dé gracias por todos como a ti y a él os place, él que te basta siempre para todo y por quien tantas cosas nos hiciste. Aleluya» (1 R 23,5).

«Para que puedan aplacar a Dios por la pureza del corazón», «in puritate cordis» (CtaO 42). Cuando el hombre se entrega totalmente a Dios en la oración y se pone completamente a su disposición, dirigiéndose exclusivamente al Dios presente y renunciando a la propia voluntad, para armonizar al unísono con la palabra eterna de Dios, entonces su corazón se desprende de todo egoísmo y queda libre para asociarse a Dios y a su misión. Entonces se convierte en «puro», en el sentido amplio de la palabra, tal como Francisco entiende la pureza y tal como Dios la exige. Cuando los hermanos rezan así el Oficio divino, agradan a Dios con su pureza de corazón, pues sólo pretenden una cosa: glorificar al Señor.

Las palabras finales de la exhortación al Capítulo ponen de manifiesto la seriedad con que Francisco habla sobre este tema: «Yo prometo guardar firmemente estas cosas, así como Dios me dé la gracia para ello; y transmitiré estas cosas a los hermanos que están conmigo para que sean observadas en el Oficio y en las demás constituciones regulares. Y a cualesquiera de los hermanos que no quieran observar estas cosas, no los tengo por católicos ni por hermanos míos; tampoco quiero verlos ni hablarles, hasta que hagan penitencia» (CtaO 43-44). Estas palabras mantienen su validez para todos los hermanos y hermanas de la gran familia franciscana. Como aquí se trata de la unión con Cristo en la glorificación del Padre, el que no toma parte ni se esfuerza por tomar parte en ella, se excluye a sí mismo de la comunidad franciscana.

Tanto la recitación del breviario como el rezo de los padrenuestros son un oficio litúrgico, la plegaria de las horas de los hermanos menores, de las Damas Pobres y de los terciarios en el siglo, de la gran familia franciscana en el seno de la Iglesia, que todos, siguiendo las huellas del Señor, recitan en Él, con Él y por Él, convertidos en mediadores orantes entre Dios y los hombres en Cristo Jesús Señor nuestro. Todos deben realizarlo como Francisco: «in puritate cordis», con pureza de corazón; «cum devotione», con devoción amorosa y con abnegado recogimiento; «coram Deo», ante la majestad soberana de Dios. Mediante esta oración, renunciando al propio yo y entregándose por entero a Dios, se renueva diariamente la «metanoia», la «vida de penitencia».

Puede resultar también significativo, en conexión con cuanto venimos diciendo, el hecho de que Francisco manda a sus hijos que recen el oficio de las horas según el rito de la Iglesia Romana (1 R 3; 2 R 3). Se han dado toda clase de conjeturas para explicar cómo Francisco llegó a determinar este precepto, extraño e inusitado sin duda en un tiempo en el cual reinaba una gran libertad litúrgica, tanto en las diócesis como en las órdenes religiosas. Quizás sea una muestra más de la preocupación del santo por permanecer íntimamente unido al Papa y a la Iglesia de Roma (cf. 2 R 1). Como en todas las demás cosas, también en este asunto quiso el santo ponerse junto con sus hermanos, como asamblea orante, al servicio de la Iglesia. Él quería rezar con la Iglesia y por encargo de la Iglesia. Como tantas veces, su fe profunda le lleva naturalmente a comprender que el Oficio se recita «in persona Ecclesiae», en nombre de toda la Iglesia. Por eso escogió la oración litúrgica de la Iglesia romana, que es cabeza y madre de todas las iglesias del orbe. Como ella rezaba, así quería rezar él, para permanecer también en esto unido íntimamente a la Madre Iglesia.

Apartarse de esta práctica equivale a situarse en el límite de la no catolicidad, tal como enseña la disposición disciplinar contra los hermanos que «que no rezaran el oficio según la Regla y quisieran variarlo de otro modo, o que no fuesen católicos» (Test 31; cf. CtaO). Consiguientemente, a los seguidores de san Francisco les incumbe la obligación de recitar el oficio de las horas litúrgicas tal como lo instituyó Cristo por medio de su Iglesia. No puede dejarse al arbitrio de una persona ni de una comunidad aislada lo que se quiere rezar en cada caso ni la forma de rezar en la Iglesia. Francisco se adhiere seriamente a la verdad de que, en la oración litúrgica, el hombre es sólo un instrumento, del cual se sirve Cristo, como cabeza de la Iglesia, para ejecutar su plegaria ante Dios Padre en el espacio y en el tiempo. Francisco afirma y salvaguarda esta verdad cuando manda a sus hermanos que recen el oficio de la santa Iglesia romana.

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. III, núm. 7 (1974) 57-62]

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