|
LOS IDEALES DE SAN
FRANCISCO DE ASÍS
|
. |
«En Francisco encuentra su más clara y poderosa expresión la piedad de la Edad Media», ha dicho Adolfo Harnack.[1] Y Enrique Tilemann le da la razón diciendo: «La piedad de Francisco muestra el tipo de la religiosidad medieval en toda su perfección».[2] Cuando hasta autores no católicos piensan de esta manera, es señal de que la piedad era lo principal, el centro, el meollo de los ideales de san Francisco. Pues, ¿cómo es, preguntará alguno, que sólo ahora y en un solo capítulo se habla de ella? A este reparo quiero responder, preguntando a mi vez: ¿Qué falta hace hablar ahora de propósito sobre la piedad de Francisco, siendo así que todo el libro no trata más que de ella? Piedad es la dirección del hombre todo entero hacia Dios; piedad cristiana es seguir, imitar y copiar al Hombre-Dios Jesucristo; la piedad tal como la entendieron los fundadores de órdenes religiosas antes de Francisco, es una forma más alta de este seguimiento, imitación y copia del Salvador, ya que el monje además de los preceptos observa también los consejos del Evangelio. De esta piedad se distinguió la piedad del Santo de Asís en cuanto que éste quiso cumplir perfectamente todo el Evangelio según el espíritu y según la letra, y hacerse en un todo semejante al Redentor no sólo en su vida oculta y contemplativa, sino también en la pública y activa. Esto fue lo específico en su ideal de piedad. Vida activa o contemplativa, era el dilema que se ponía hasta entonces; vida activa y contemplativa declaró Francisco, suprimiendo la antítesis en la unidad superior de una completa imitación de Cristo. Servir al prójimo por amor de Cristo, ejercitando las obras de misericordia y de apostolado era el cenit de su piedad. Así la vida en toda su extensión se convierte para Francisco en piedad religiosa. Al ir recorriendo los ideales de este hombre únicamente piadoso parece como que hemos caminado por los pórticos de una soberbia catedral admirando sus bellezas. Sólo nos resta entrar al íntimo santuario de esta catedral, para considerar más de cerca la piedad del Poverello en sentido más estricto, su vida de oración, sus ejercicios de oración, su espíritu de oración. I. La palabra vida de oración de san Francisco no es ninguna exageración. De hecho el trato íntimo con Dios ocupa en él tanto espacio, un lugar tan prominente, que su vida era una oración en sentido bien propio. Todo su tiempo era "un santo ocio", durante el cual su corazón se ocupaba de la eterna sabiduría, según la expresión de su biógrafo: «Convertía todo su tiempo en ocio santo, para que la sabiduría le fuera penetrando en el alma» (2 Cel 94). La oración era su felicidad terrena, el sol sin nubes de todos los días, el más seguro puerto, en que su corazón estaba al abrigo. No limitaba su devoción a sólo algunos momentos; parecía que no podía ya apartarse de Dios, en cuya presencia se mantenía en oración fervorosa, humilde y filial; bien anduviera o estuviera sentado, dentro y fuera de la celda, durante el trabajo y durante el reposo, al comer y al beber, siempre y en todas partes estaba orando, pero de tal manera que hacía la impresión de que dedicaba a la oración no sólo su corazón y su cuerpo, sino también todas sus obras y todo su tiempo (1 Cel 71; LM 10,1). Evitaba todo aquello que hubiera podido turbar este continuo temple de oración. Con gran cuidado procuraba conservarse libre de las cosas del mundo, para que la celestial serenidad de su espíritu no fuera turbada ni un momento por el polvo terreno. Se hacía como insensible a todas las sugestiones exteriores que pudieran distraerle; velaba con tal diligencia sobre sus sentidos exteriores y dominaba tan de continuo las conmociones interiores del alma, que sólo podía estar ocupado con Dios. Habitaba con preferencia «en las oquedades de la roca, en el escondrijo escarpado» (Cant 2,14). Vivía en una beatífica devoción en celdas solitarias, que eran especialmente a propósito para la oración, y cuando estaba fatigado y exhausto, descansaba tanto más tiempo y más familiarmente en las llagas del Redentor (1 Cel 71). Si tenía que interrumpir la oración para dedicarse a algún negocio o recibir visitas de seglares, volvía de nuevo lo más pronto posible a su vida interior; estaba tan acostumbrado a las dulzuras celestiales y gozos divinos, que lo terreno y humano se le hacía insípido y casi insoportable (2 Cel 94). Cuando no podía librarse de visitantes importunos, solía rezar aquel versículo del salmo: «En mi corazón escondo tus consignas, así no pecaré contra ti» (Sal 118,11). Y al punto que decía estas palabras, ya sabían los frailes que debían llevar de allí cortésmente y despedir a los forasteros (1 Cel 96). Un día vino el obispo de Asís, precisamente a tiempo en que el varón de Dios estaba sumergido en profundísima oración en su celda de la Porciúncula. Llevado de la curiosidad y de su grande amistad, el príncipe de la Iglesia tocó muy aprisa y abrió la puerta sin aguardar el permiso para entrar. Pero apenas había metido su cabeza por la estrecha puerta, cuando comenzó a temblar en todos sus miembros y se quedó mudo de espanto. Luego al momento fue empujado afuera por una fuerza irresistible para que no escuchara los misterios del Santo (2 Cel 100). Francisco ni siquiera a sus frailes quería dar a entender que él estaba de continuo en trato con Dios. Por la mañana se levantaba temprano de la cama, pero muy suavemente y a escondidas, para que ninguno de los compañeros notara que ya iba a la oración. En cambio, por la noche, cuando se acostaba, hacía ruido y hasta alborotaba, para que todos supieran que iba a descansar (2 Cel 99). Así lo hacía en casa y en la celda. Mas también estando de viaje sabía orar constantemente pero sin llamar la atención. Cuando se veía dominado por la presencia del Altísimo mandaba a sus compañeros que siguieran adelante, moderaba el paso y se entregaba al goce de aquella nueva habla interior. Si no podía retirarse de los hombres, hacía de su manto una celdilla, para conservar el recogimiento y ocultar su conmoción interior. Si no tenía manto, cubría su rostro con las mangas del hábito para que el maná celestial no fuera profanado. Si tampoco esto era posible, sabía dirigir con rara maña la atención de los presentes sobre un objeto cualquiera, para que no advirtieran la presencia de su Amado. Pero si fallaban todos estos medios, hacía de su pecho un silencioso santuario, y permanecía todo anegado en Dios, sin dar libre curso a la conmoción interna con exclamaciones, suspiros, respiración profunda o movimientos (2 Cel 94-95). A veces se veía en la mitad del camino y en medio de la gente arrastrado de tal manera por la contemplación, que salía fuera de sí y gustando las cosas divinas no sabía lo que pasaba en su derredor. Así iba cierto día montado sobre un jumento hacia Borgo San Sepolcro, para llegar desde allí a una leprosería, donde pensaba pasar la noche. Cuando las gentes oyeron que el varón de Dios viajaba por allí, corrieron de todas partes para verlo y tocarlo con la acostumbrada veneración. Le tocaron, pues, le tiraron de su vestido, le cortaron trozos de su hábito para guardarlos como reliquia. Francisco nada sentía ni se daba cuenta de lo que sucedía en su derredor y en él mismo. Por fin, cuando se acercaban al término de su viaje y habían dejado atrás hacía rato la ciudad de Borgo, el Santo volvió en sí de su éxtasis y preguntó inquieto qué distancia habría aún hasta Borgo. Cosas semejantes le acontecían con frecuencia, según pudieron comprobar sus compañeros por haberlo experimentado muchas veces (2 Cel 98; LM 10,2). Ni siquiera la actividad apostólica era capaz de apartarlo jamás de la oración. Esto a primera vista parece casi increíble, si se tiene en cuenta el lugar preeminente que ocupó el apostolado en su vida y en su Orden. Pero ahí estaba precisamente su secreto: toda la actividad desplegada en el mundo debía apoyarse en la oración y debía terminar en la oración, exactamente igual que el trabajo corporal y espiritual que se hacía en el convento. Todo lo que emprendía para la salvación del prójimo, lo encomendaba primero a Dios en fervorosa oración (1 Cel 35). Decía que no repartían bien aquellos sacerdotes que dan a la predicación toda su fuerza y todo el tiempo, y nada o muy poco dejan para la devoción. Sólo aquel predicador es digno de alabanza, que ante todo piensa en su alma y se alimenta de la comida divina (2 Cel 164). Su máxima era: «El predicador debe primero sacar de la oración hecha en secreto lo que vaya a difundir después por los discursos sagrados; debe antes enardecerse interiormente, no sea que transmita palabras que no llevan vida» (2 Cel 163). Y así como los frailes van de la oración a la predicación, así de la predicación y del mundo deben lo antes posible volver a la oración. Que así lo hacían en los principios, lo atestigua ya Jacobo de Vitry, diciendo: «Los Hermanos Menores no se ocupan para nada de las cosas temporales, sino que, llenos de un fervoroso anhelo y de un vehemente empeño, se dedican diariamente a rescatar de las vanidades del siglo a las almas que están en trance de perecer y a llevarlas con ellos... Durante el día van a las ciudades y a las aldeas para conquistar a los que puedan, dedicados así a la acción; y durante la noche, retornando al despoblado o a lugares solitarios, se dedican a la contemplación» ( Carta de principios de 1216, BAC 963s). Francisco era el primero en dedicar a la oración la mayor parte de la noche después de trabajar durante el día. Fray Bernardo le observó y vio cómo pasaba toda la noche, con pequeñas interrupciones, alabando a Dios y a la Santísima Virgen (1 Cel 24), y aun asegura Tomás de Celano que con frecuencia empezaba su oración al anochecer y perseveraba en ella hasta la mañana siguiente (1 Cel 71). No contento con eso, a menudo interrumpía por un tiempo más o menos largo los trabajos apostólicos, para vivir de nuevo del todo entregado a la contemplación en algún eremitorio alejado del mundo. «Había aprendido -dice san Buenaventura- a distribuir tan prudentemente el tiempo puesto a su disposición para merecer, que parte de él lo empleaba en trabajosas ganancias en favor del prójimo, y la otra parte la dedicaba a las tranquilas elevaciones de la contemplación. Por eso, después de haberse empeñado en procurar la salvación de los demás según lo exigían las circunstancias de lugares y tiempos, abandonando el bullicio de las turbas, se dirigía a lo más recóndito de la soledad, a un sitio apacible, donde, entregado más libremente al Señor, pudiera sacudir el polvo que tal vez se le hubiera pegado en el trato con los hombres» (LM 13,1; 1 Cel 71). Se sentía empujado por un poder inexplicable hacia Greccio, junto a Rieti, hacia Celle, junto a Cortona, hacia las Cárceles en el monte Subasio, hacia Sartiano, Alverna y otros lugares benditos, que continúan viviendo en la historia del Santo y de sus discípulos, como oasis de seráfica paz y de íntima unión con Dios. Se hacía construir una pequeña celda bajo una roca prominente o en lo interior del bosque, donde pudiera deleitarse en celestial devoción, estando cerca de sus frailes, pero sin ser estorbado (1 Cel 71, 91s, 104; 2 Cel 35, 45, 95). Por la mañana se dirigía a su soledad, pasaba todo el día en oración y por la noche volvía a los frailes para tomar alimento. Pero no había que esperarle a cenar a hora fija, porque su espíritu quería gozar hasta el fin las dulzuras de la contemplación, antes de que el cuerpo hiciera valer sus derechos (2 Cel 45). A nadie descubrió lo que en esos días pasaba entre Dios y él (2 Cel 98); cuando venía de la oración ponía sumo cuidado en aparecer del todo igual a los otros, sin descubrir el ardor interior, que casi lo había transformado en otro hombre (2 Cel 99). Decía con frecuencia a sus íntimos: «Cuando el siervo de Dios es visitado por el Señor en la oración con alguna nueva consolación, antes de terminarla debe levantar los ojos al cielo y, juntas las manos, decir al Señor: "Señor, a mí, pecador e indigno, me has enviado del cielo esta consolación y dulcedumbre; te las devuelvo a ti para que me las reserves, pues yo soy un ladrón de tu tesoro". Y más: "Señor, arrebátame tu bien en este siglo y resérvamelo para el futuro"». «Así debe ser -añadió-; que, cuando sale de la oración, se presente a los demás tan pobrecillo y pecador como si no hubiera obtenido una gracia nueva». «Por una recompensa pequeña -razonaba aún- se pierde algo que es inestimable y se provoca fácilmente al Dador a no dar más» (2 Cel 99). A pesar de todo, sus compañeros conseguían enterarse no poco de su solitaria oración. Muchas veces le seguían a hurtadillas, para observarlo y escucharle ocultamente. Entonces podían ver y oír cómo llenaba con suspiros el bosque o el desierto, cómo rociaba el suelo con sus lágrimas, hería su pecho con la mano y mantenía conversación con el Señor lo mismo que con un amigo íntimo. Allí respondía a su Juez, allí rogaba a su Padre, allí trataba con su Amigo. Con ardientes lágrimas intercedía ante la divina misericordia por los pecadores y lloraba con grandes gemidos la Pasión del Salvador, como si estuviera viéndola con sus ojos. Allí le notaron cómo extendiendo sus manos en forma de cruz se levantaba de la tierra y se veía rodeado de una nubecilla, testigo de su maravillosa ilustración interior. A menudo hablaba sólo en su interior, mientras sus labios permanecían inmobles, y retirándose por completo en su interior, enviaba al cielo su espíritu. Todos sus pensamientos y deseos y amores los enderezaba únicamente a Dios, de tal manera, que el Santo no parecía que oraba sino que se había convertido él mismo en oración, según la hermosa frase de Tomás de Celano: Totus non tam orans quam oratio factus (2 Cel 95; LM 10,4). La predilección de san Francisco por los lugares solitarios de oración e íntima unión con Dios se comunicó también a los frailes. Muchos de ellos vivían a temporadas y otros de continuo en eremitorios, por lo cual el santo fundador se vio obligado a escribir para ellos una norma de vida especial, la cual es del tenor siguiente: «Aquellos que quieren vivir como religiosos en los eremitorios, sean tres hermanos o cuatro a lo más; dos de ellos sean madres, y tengan dos hijos o uno por lo menos. Los dos que son madres lleven la vida de Marta, y los dos hijos lleven la vida de María; y tengan un cercado en el que cada uno tenga su celdilla, en la cual ore y duerma. Y digan siempre las completas del día inmediatamente después de la puesta del sol; y esfuércense por mantener el silencio; y digan sus horas; y levántense a maitines y busquen primeramente el reino de Dios y su justicia. Y digan prima a la hora que conviene, y después de tercia se concluye el silencio; y pueden hablar e ir a sus madres. Y cuando les plazca, pueden pedirles limosna a ellas como pobres pequeñuelos por amor del Señor Dios. Y después digan sexta y nona; y digan vísperas a la hora que conviene. Y en el cercado donde moran, no permitan entrar a persona alguna, ni coman allí. Los hermanos que son madres esfuércense por permanecer lejos de toda persona; y por obediencia a su ministro guarden a sus hijos de toda persona, para que nadie pueda hablar con ellos. Y los hijos no hablen con persona alguna, sino con sus madres y con su ministro y su custodio, cuando a éstos les plazca visitarlos con la bendición del Señor Dios. Y los hijos asuman de vez en cuando el oficio de madres, alternativamente, por el tiempo que les hubiera parecido conveniente establecer, para que solícita y esforzadamente se esfuercen en guardar todo lo sobredicho» (REr). Francisco saltaba de júbilo y de alegría cuando oía contar de los frailes, que ejercitaban fielmente esta vida de recogimiento continuo y de oración no interrumpida (2 Cel 178). Pero Francisco y sus hijos, en atención a su vida de apostolado, no podían en su mayor parte separarse del mundo, por lo cual para armonizar el carácter activo y contemplativo de su vocación procuraban establecerse cerca de las ciudades y aldeas, pero fuera de ellas. Ya a 3 de diciembre de 1224 les concede Honorio III el privilegio «de poder celebrar en sus lugares y oratorios sobre un altar portátil la misa y demás sagrados misterios, porque ellos evitan el ruido de las masas populares, opuesto a su vocación, y habitan con preferencia ocultos en el retiro, para poder más fácilmente dedicarse a la oración en el santo reposo».[3] Seguramente que Ubertino de Casale ha comprendido bien el ideal del santo fundador sobre este particular, cuando escribe: «Francisco nunca dejó de retirarse de tiempo en tiempo a su soledad, por más que aun andando entre los hombres noche y día se dedicaba a la soledad y contemplación, en cuanto eso era posible. Esta es la manera de vivir y de predicar que él ordenó siempre a sus frailes. Por eso quería que los lugares de los frailes estuvieran cerca de las viviendas de los hombres, para acudir celosamente a los prójimos. Pero para preservarlos del trato demasiado íntimo con el mundo y conservar en ellos el apego a la tranquila meditación y a la oración, quería ser vecino de los hombres, pero de manera que continuara siendo un forastero; quería levantar su morada junto al pueblo, pero de tal modo que estuvieran viviendo fuera de las poblaciones en lugares de tranquila soledad».[4] Así, pues, por más importancia que Francisco daba al apostolado, sin embargo su principal cuidado fue el que sus discípulos cultivaran en primera línea la vida de oración. La gracia de la oración, hacía notar, debe ser deseada más que otra cosa cualquiera por el religioso; y como estaba convencido de que nadie sin ella puede hacer progresos en el servicio de Dios, estimulaba por todos los medios posibles a sus frailes al fervor en la oración (LM 10,1). Los instruía él mismo en la oración (1 Cel 45); los exhortaba a evitar todo aquello que pudiera disminuir la disposición de las almas para la oración, aunque no fuera más que una conversación inútil fuera de las horas de oración (2 Cel 160); los estimulaba sobre todo con su ejemplo a luchar sin descanso por alcanzar la gracia de la oración. Así educó aquella selecta familia de hombres de oración, de que nos hablan todas las fuentes de la primitiva historia franciscana (1 Cel 20, 40; TC 41; etc.).
II. Volvámonos ahora a los particulares ejercicios de oración de san Francisco. Pero no vayamos a pensar que su piedad consistía en muchas o complicadas devociones. Su devoción venía ante todo a ser sencillamente la humilde, filial, beatífica adoración y glorificación del Dios uno y trino. «Adorar y ver, con corazón y alma limpios, al Señor Dios vivo y verdadero» (Adm 16), tal era para él el compendio de la vida de oración. Basta recorrer la primera Regla de la Orden para convencerse del fervor con que practicaba la devoción a la Santísima Trinidad y la recomendaba a sus frailes. En el capítulo 17 de la mencionada Regla recuerda a sus hermanos que el espíritu del Señor «siempre desea, sobre todas las cosas, el temor divino y la sabiduría divina y el amor divino del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (v. 16). Y después les exhorta diciéndoles: «Y devolvamos todos los bienes al Señor Dios altísimo y sumo, y reconozcamos que todos los bienes son de él, y démosle gracias por todos a él, de quien proceden todos los bienes. Y el mismo altísimo y sumo, solo Dios verdadero, tenga y a él se le tributen y él reciba todos los honores y reverencias, todas las alabanzas y bendiciones, todas las gracias y gloria, de quien es todo bien, solo el cual es bueno. Y cuando veamos u oigamos decir o hacer el mal o blasfemar contra Dios, nosotros bendigamos y hagamos bien y alabemos a Dios, que es bendito por los siglos» (vv. 17-19). En el capítulo 21 hay una exhortación que todos los frailes, clérigos y legos, debían dirigir al pueblo y la cual comienza con esta alabanza de Dios: «Temed y honrad, alabad y bendecid, dad gracias y adorad al Señor Dios omnipotente en Trinidad y Unidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas» (v. 2). En el capítulo 22 Francisco amonesta aún con más insistencia a los frailes: «Por lo tanto, hermanos todos, guardémonos mucho de perder o apartar del Señor nuestra mente y corazón so pretexto de alguna merced u obra o ayuda. Mas en la santa caridad que es Dios, ruego a todos los hermanos, tanto los ministros como los otros, que, removido todo impedimento y pospuesta toda preocupación y solicitud, del mejor modo que puedan, hagan servir, amar, honrar y adorar al Señor Dios con corazón limpio y mente pura, que es lo que él busca sobre todas las cosas; y hagámosle siempre allí habitación y morada a aquél que es Señor Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo» (vv. 25-27). Y por fin toda la Regla de la Orden viene a terminar en aquel admirable capítulo 23 que lleva por título Oración y acción de gracias:
En verdad que éste es un himno a la Santísima Trinidad, como no encontramos en parte alguna otro más profundo, más piadoso y más filial. Francisco, que era él mismo todo "oración y ación de gracias", exhorta a cielos y tierra y en especial a sus frailes a glorificar, adorar y amar al Dios uno y trino. Ésta es la devoción del Santo de Asís. Muy bella y oportunamente escribe Paul Sabatier: «¿Estas ingenuas repeticiones no tienen acaso un encanto misterioso que se insinúa deliciosamente hasta el fondo del corazón? ¿No hay en ellas una especie de Sacramento, para el cual las palabras no son más que un grosero vehículo? Francisco se refugia en Dios, como el niño se arroja en el regazo de su madre, y en la incoherencia de su flaqueza y de su alegría, balbucea todas las palabras que sabe, y con ellas no quiere más que repetir el eterno "yo soy tuyo" del amor y de la fe».[5] Pero esta devoción se dirige con preferencia a la segunda Persona de la divinidad, es decir al Hombre-Dios Jesucristo. Como es natural, Cristo ha ocupado siempre un lugar de preeminencia en la piedad cristiana. Pero desde el tiempo de las Cruzadas, desde que la Cristiandad se vio llena por el pensamiento de reconquistar los lugares de nuestra redención, parecieron volver de nuevo aquellos primeros tiempos en que los fieles eran llamados sencillamente "invocadores del nombre de Jesús" y "adoradores del Señor Jesús".[6] Dio principio el gran predicador de la Cruzada san Bernardo de Claraval; pero lo que estaba en germen en él y en su siglo «vino a desarrollarse en el santo mendigo de Asís y en él alcanzó aquel florecimiento cuyo aroma llenó el mundo».[7] No sólo la vida de oración, sino toda la vida de Francisco tiene a Cristo por centro en el más alto sentido de la palabra, según lo hemos expuesto en los primeros capítulos de nuestro libro. Lo que allí dejamos dicho puede resumirse en aquella breve frase de Tomás de Celano: «Con toda el alma anhelaba con ansia a Cristo solo; a éste se consagraba todo él, no sólo en el corazón, sino en el cuerpo» (2 Cel 94). Su devoción a Cristo encuentra su expresión en el Oficio de la Pasión del Señor, compuesto por él. Con unos sentimientos tiernamente filiales y piadosos lo compuso de salmos tomados en su mayor parte de la Sagrada Escritura, y en parte hechos por él mismo, con el objeto de acrecentar en sí mismo y en los otros la «reverencia y memoria y alabanza de la pasión del Señor». Pero propiamente hablando no se trata solamente de un oficio de la Pasión sino de un oficio de Cristo, en el cual se ensalzan los principales misterios de la vida del Hombre-Dios, pero de tal manera que la cruz y el Crucificado están siempre en el punto céntrico de toda la devoción. Hasta el salmo de vísperas de Navidad, que expresa la dicha por el nacimiento del divino Niño, termina al fin recordando la pasión de Cristo:
La devoción de san Francisco a Cristo se comunicó a toda su Orden y aun a toda aquella época que suele llamarse la época franciscana. Es conocido de todos que sus hijos guardaron esta devoción como una preciosa herencia. Eso se desprende ya del escudo de armas que la Orden ha adoptado, de la guardia de honor que desde el siglo XIII hasta nuestros días hace a la Cruz en Tierra Santa, así como de la devoción del Vía Crucis, que ella ha extendido por las clases del pueblo y por todos los siglos. Con el mismo fervor practicaron la devoción a Cristo y a la Cruz las Franciscanas, comenzando por santa Clara hasta las Hermanas de Santa Cruz, fundadas en nuestros días. Refiere Tomás de Celano que santa Clara todos los días moría espiritualmente con el Salvador crucificado; que rezaba el Oficio de la Pasión compuesto por Francisco con la misma íntima devoción que el Santo; que oraba de continuo a las llagas del Redentor; en general, que tenía una ardiente veneración al Crucificado y que lo mismo recomendaba a sus monjas (LCl 30). En sus cartas a santa Inés de Praga se manifiesta un tierno amor al divino Salvador. En su lecho de muerte aún quiere que le lean por última vez las palabras de Jesús y la historia de su pasión; después hizo venir a fray Junípero y le pidió alegremente que dijera algo nuevo en alabanza del Señor, porque sabía ella que ese «notable saetero del Señor, solía lanzar ardientes palabras sobre Él» (LCl 45). Al mismo tiempo los místicos franciscanos tomaron la pluma para propagar la devoción al divino Redentor. Ya hacia mediados del siglo XIII compuso fray David de Augsburgo, además de otras obras en latín y alemán, consideraciones y oraciones tan amorosas sobre el «amadísimo Señor Jesucristo» que es difícil encontrar en parte alguna otras de igual profundidad, unción y belleza. Parece que no hace más que cantar un estribillo a las mismas, cuando añade aquellos versos:
Un impulso aún más poderoso obtuvo la devoción a Cristo con san Buenaventura, el príncipe de los místicos. En casi innumerables pasajes de sus escritos recomienda la veneración del Crucificado como el camino más corto y seguro que lleva por todas las gradas de la oración hasta la cumbre de la unión mística con Dios. El alma que quiere penetrar en los misterios de la vida espiritual, debe purificarse en la sangre del Crucificado, debe dejarse llevar del ardiente amor al Crucificado, debe sin interrupción adorar, considerar y glorificar al Crucificado.[9] El influjo que la devoción franciscana a Cristo ejerció en la Edad Media posterior, se halla reflejado en el libro casi divino de Tomás de Kempis (1379-1471). El intento de hacer a san Buenaventura autor de la Imitación de Cristo fracasó, es verdad; pero no puede negarse que Tomás de Kempis conoció y se aprovechó de las obras del Doctor Seráfico[10] y que sus páginas son como espejo que refleja fielmente la piedad inaugurada por san Francisco.[11] Antes de la época franciscana a nadie se le hubiera ocurrido escribir un libro con el título: Sobre la imitación de Cristo. Son franciscanos los pensamientos y oraciones de cada capítulo de la Imitación; franciscana en especial es aquella íntima unión del alma con la Cruz y con el Sagrario; franciscano es por fin el principio supremo que todo lo señorea: «Sea nuestro principal estudio meditar en la vida de Jesucristo... Si a Cristo tuvieres, estarás rico y Él te bastará» (lib. I, c. 1; lib II, c. 1). Pues exactamente la misma era la estrella directiva de san Francisco: «No necesito de muchas cosas, hijo; sé a Cristo pobre y crucificado» (2 Cel 105). Con Cristo y por Cristo veneraba el Santo a la santísima Virgen María.[12] En todo tiempo «le hervía el corazón en devoción hacia la madre de toda bondad» y estuvo lleno de la «ferviente devoción que sentía hacia la Señora del mundo» (1 Cel 21; LM 2,8). Tenía una devoción verdaderamente indecible a la Madre de Cristo, «por haber hecho hermano nuestro al Señor de la majestad» (2 Cel 198). Se alegraba como un niño de todo acto de veneración que a ella se hacía y hacía notar: «Oídme, hermanos míos: Si la bienaventurada Virgen es de tal suerte honrada, como es digno, porque lo llevó en su santísimo seno...» (CtaO 21). Pero su amor a María se fundaba no sólo en su cualidad de Madre de Dios, sino también en el hecho de que María había compartido la vida pobre de su divino Hijo y se había hecho por ello modelo especial de los Frailes Menores. Francisco volvía de continuo sobre este pensamiento. Alababa la pobreza porque, afirmaba, «esta virtud es virtud regia, pues ha brillado con tales resplandores en el Rey en la Reina» (2 Cel 200). Si tenía en tanto aprecio el pedir limosna era porque «nuestro Señor Jesucristo fue pobre y huésped y vivió de limosna él y la bienaventurada Virgen y sus discípulos» (1 R 9,5). A todo pobre que encontraba, lo consideraba como un espejo del Señor y de su pobre Madre: «En todos los pobres veía al Hijo de la señora pobre llevando desnudo en el corazón a quien ella llevaba desnudo en los brazos» (2 Cel 83). No podía recordar sin muchas lágrimas las grandes privaciones a que se vio expuesta la santísima Virgen con su divino Hijo (2 Cel 200). Una vez, durante la comida, hizo un fraile mención de lo pobre que había sido la Madre de Dios al dar a luz al Redentor en la noche de Navidad. Esto bastó para conmover profundamente a san Francisco, el cual, levantándose al punto de la mesa, se sentó sobre la desnuda tierra y comió lo restante de la comida entre lágrimas y suspiros (2 Cel 200; TC 15). Bastaba ya sólo con el ejemplo de Cristo y María para estimular a él, a sus frailes y a las monjas a seguir la vida de pobreza. Por eso escribió en una ocasión a santa Clara y sus hijas de San Damián: «Yo, el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza del altísimo Señor nuestro Jesucristo y de su santísima Madre, y perseverar en ella hasta el fin; y os ruego, mis señoras, y os doy el consejo de que siempre viváis en esta santísima vida y pobreza. Y protegeos mucho, para que de ninguna manera os apartéis jamás de ella por la enseñanza o consejo de alguien» (UltVol). Por esto también se consagró a sí mismo y consagró toda su Orden de una manera especialísima a María la Madre de Dios y Madre de los pobres. Cuna y hogar de su Orden fue y siguió siendo el pequeño santuario de Santa María de los Ángeles o Porciúncula. «Mientras moraba en esta iglesia de la Virgen, madre de Dios, su siervo Francisco e insistía, con continuos gemidos ante aquella que engendró al Verbo lleno de gracia y de verdad, en que se dignara ser su abogada, al fin logró -por los méritos de la Madre de misericordia- concebir y dar a luz el espíritu de la verdad evangélica» (LM 3,1). A esta capilla conducía siempre a los frailes que se le iban juntando, «con el fin de que allí donde, por los méritos de la Madre de Dios, había tenido su origen la Orden de los Menores, recibiera también -con su auxilio- un renovado incremento» (LM 4,5). Esta capilla de la Virgen Madre de Dios «vino a ser el punto de partida y el centro de la nueva Orden, el alma de su fundación. Allí brotaba la fuente que en mil y mil claros arroyuelos de plata corrió silenciosa y humilde y modesta por todo el jardín divino de la Iglesia y transformó en verdes y florecientes campiñas muchos campos antes eriales y desiertos. Allá volvía siempre Francisco de sus largos viajes a Oriente y Occidente; después de haber alegrado y confortado con su presencia en sus peregrinaciones a los frailes, fundado conventos, vestido con la librea de la pobreza a príncipes y señores, pobres y humildes, hombres y doncellas, después de haber consolado a los que lloran, reconciliado enemigos, repartido la limosna de la palabra y del pan, sentíase de continuo empujado hacia allá, hacia aquella oculta capilla que fue la cuna de su Orden».[13] Amó este santuario más que todos los lugares del mundo, y estando para morir lo encomendó aún al cuidado de sus frailes (1 Cel 21 y 106; 2 Cel 18-19). A su sombra quiso también exhalar el alma (1 Cel 108) después de elegir a la santísima Virgen por abogada y protectora de su Orden y de sus frailes para todos los tiempos (2 Cel 198). De ahí podemos deducir con qué frecuencia y fervor rezaría el Santo a María. No se contentaba con las prácticas marianas contenidas en el Oficio litúrgico, ni con el Oficio (parvo) de la Virgen, que él mismo añadía al Oficio divino. Tomás de Celano asegura: «Rodeaba de amor indecible a la Madre de Jesús, por haber hecho hermano nuestro al Señor de la majestad. Le tributaba peculiares alabanzas, le multiplicaba oraciones, le ofrecía afectos, tantos y tales como no puede expresar lengua humana. Pero lo que más alegra es que la constituyó abogada de la Orden y puso bajo sus alas, para que los nutriese y protegiese hasta el fin, los hijos que estaba a punto de abandonar. ¡Ea, Abogada de los pobres!, cumple con nosotros tu misión de tutora hasta el día señalado por el Padre» (2 Cel 198). En ella, después de Cristo, ponía toda su confianza (LM 9,3); a ella confesaba todas sus faltas y por ella esperaba cada día el perdón de los pecados que él creía haber cometido (CtaO 38ss). Pasaba noches enteras alabando a Dios y a la gloriosa Virgen (1 Cel 24). Todas las horas de su Oficio de la Pasión las comenzaba y terminaba con esta Antífona:
Aún es más tierno el Saludo a la bienaventurada Virgen María que él mismo compuso y solía rezar de continuo:
Además de la devoción a la Reina del cielo tuvo también una tierna veneración a los ángeles y santos. Con sentimientos verdaderamente caballerescos consideraba a los ángeles como compañeros nuestros de armas en el combate contra los poderes de las tinieblas. Decía que en todas partes estamos rodeados de esos excelsos ayudadores, pero que los ángeles custodios son los que están más cerca de nosotros (2 Cel 197). No podía sufrir que los ángeles notaran en él algo que pudiera ofender sus miradas ni que se hiciera delante de ellos alguna cosa que no se haría en presencia de los hombres. Bien convencido de que los ángeles delante del santísimo Sacramento están cantando cánticos de alabanza, quería que, a ser posible, todos los frailes acudieran al coro y allí en común cantaran salmos en unión con los espíritus celestiales (2 Cel 197). Más especialmente amaba Francisco al arcángel san Miguel, el cual, en su calidad de vencedor del dragón, era el patrón de los guerreros.[14] Bajo su bandera marchaban a la lucha, haciendo resonar a lo lejos aquel canto de guerra:
Con tanta más razón se puso el caballero espiritual de Asís bajo el mando de este príncipe celestial, el cual se abrasa en celo por las almas y tiene el encargo de conducirlas al cielo (2 Cel 197; LM 9,3). En honor suyo ayunaba Francisco durante cuarenta días, comenzando desde la fiesta de la Asunción y dedicándose en ese tiempo a fervorosa oración. Antes de la fiesta de fiesta de la Asunción de María ayunaba asimismo cuarenta días en honor de la Madre de Dios (2 Cel 197; LM 9,3). No obligó a sus frailes a guardar ese ayuno, pero les advertía que «cada uno debería ofrecer alguna alabanza o alguna ofrenda especial a Dios en honor de tan gran príncipe» (2 Cel 197). Entre los santos veneraba con suma devoción a los príncipes de los Apóstoles, san Pedro y san Pablo, porque se habían distinguido por un ardiente amor a Cristo y le habían precedido a él como augustos modelos en el ejercicio de la vocación apostólica. Todos los años se preparaba para su fiesta con un ayuno de cuarenta días. También a los demás santos honraba grandemente; el recuerdo de ellos lo inflamaba de continuo en nuevo amor de Dios (LM 9,3). Todo lo que se relacionara con su culto, era santo para él, en especial sus reliquias (2 Cel 202); pero, con todo, lo principal era para él la imitación de los santos. Muchas veces solía amonestar a los frailes que no sólo debían alabar a los siervos de Dios, sino también permanecer fieles a Dios en medio de las tribulaciones, persecuciones, desprecios, enfermedades y tentaciones y otras pruebas semejantes, tal como lo habían sido los santos (Adm 6). Después solía decir, siempre en su estilo caballeresco: «El emperador Carlos, Rolando y Oliverio y todos los capitanes y esforzados caballeros que lucharon de firme contra los infieles, sin perdonarse fatigas y grandes trabajos, hasta exponerse a la muerte, consiguieron resonantes victorias, dignas de perpetuarse para siempre. Igualmente, los santos mártires dieron su vida luchando por la fe de Cristo. En cambio, ahora hay muchos que pretenden honra y gloria con sólo contar las hazañas que aquellos hicieron. Así, también entre nosotros hay muchos que sólo por contar y pregonar las maravillas que hicieron los santos quieren recibir honra y gloria (cf. Adm 6)» (EP 4). Sobre todas las devociones privadas ponía Francisco el Oficio divino. Naturalmente el servicio litúrgico no podía revestir en los pobres y pequeños conventos de los Frailes Menores aquella solemne pompa con que se celebraba en las grandes abadías y catedrales. Pero en el fervor con que los Frailes Menores practicaban el rezo litúrgico, no iban en zaga a los monjes y canónigos. Ya en la Regla de 1221 ordena el santo fundador: «Todos los hermanos, ya clérigos ya laicos, recen el oficio divino, las alabanzas y las oraciones, tal como deben hacerlo. Los clérigos recen el oficio y oren por los vivos y por los muertos según la costumbre de los clérigos» (1 R 3,3-4). Todavía en su Testamento atestigua el Santo que él y sus frailes rezaban al principio el Oficio según los otros clérigos (Test 18). En la Regla definitiva cambió (a excepción del Salterio) el Oficio que de ordinario se usaba, adoptando el que estaba en uso en la Iglesia romana, es decir, en la Capilla Pontificia. En esa Regla mandó: «Los clérigos recen el oficio divino según la ordenación de la santa Iglesia Romana, excepto el salterio, por lo que podrán tener breviarios» (2 R 3,1-2).[16] El permanecer fiel y cumplir a conciencia este Oficio era cosa que tenía muy en el alma. Cuando estando ya cercano a la muerte no podía leer a causa de la debilidad corporal y por estar casi del todo ciego, todos los días se hacía rezar el Oficio por un fraile, y castigaba también con severas penas en sus frailes toda negligencia en este punto (Test 29-33). Según hemos visto más arriba, Francisco quería que a ser posible el Oficio divino se rezara en común en la iglesia en unión con los ángeles. Y por cierto el Oficio no era recitado solamente sino, en cuanto posible, cantado según el canto coral de Roma.[17] Francisco conjura a sus frailes a que practiquen este canto coral con la mayor dignidad y piedad: «Los clérigos recen el oficio con devoción en la presencia de Dios, no atendiendo a la melodía de la voz, sino a la consonancia de la mente, de forma que la voz concuerde con la mente, y la mente concuerde con Dios, para que puedan aplacar a Dios por la pureza del corazón y no recrear los oídos del pueblo con la sensualidad de la voz» (CtaO 41-42). Con la misma devoción y respeto debían los frailes rezar las horas canónicas siempre que no podían acudir al coro. Francisco mismo les iba delante con hermosos ejemplos. Rezaba los salmos con tal atención interior, como si viera a Dios presente: «Recitaba los salmos con tal atención de mente y de espíritu cual si tuviese a Dios presente ante sus ojos; y cuando en ellos venía el nombre del Señor, parecía relamerse los labios por la suave dulzura que experimentaba» (LM 10,6). Aunque sufría de los ojos, del estómago, de los riñones y del hígado, sin embargo durante el rezo del Oficio no quería apoyarse, sino que rezaba siempre estando en pie, con el capucho quitado, sin dejar vagar los ojos, sin interrumpir el rezo. Si iba de viaje, se detenía para rezar el Oficio; si iba montado, se apeaba, no apartándose de esta costumbre aun cuando estuviera lloviendo copiosamente, porque decía: «Si el cuerpo toma tranquilamente su alimento, que más tarde, a una con él, se convertirá en pasto de gusanos, con cuánta paz y calma debe tomar el alma su alimento que es su Dios». Creía haber faltado gravemente si alguna vez durante la oración había ocupado su espíritu con vanas imágenes de la fantasía, y después se apresuraba a expiar su falta por medio de la confesión. De esta manera llegó hasta tal punto, que sólo rarísima vez era molestado de esas "moscas de la distracción". Una vez durante la cuaresma, para aprovechar aun los más pequeños momentos de tiempo, había hecho un pequeño vaso. Después al rezar tercia se le vino a la memoria su labor y le distrajo un poco. Esto le dolió tanto, que inmediatamente después de terminar tercia advirtió a sus frailes: «¡Vaya trabajo frívolo, que me ha prestado tal servicio, que ha logrado desviar hacia sí mi atención! Lo ofreceré en sacrificio al Señor, cuyo sacrificio ha estorbado». Dicho esto, tomó el vaso y lo arrojó al fuego (2 Cel 96-97). En los primeros años de la Orden los frailes no sabían aún rezar el Oficio eclesiástico, por lo cual Francisco mandó que lo suplieran con el Padrenuestro (1 Cel 45). Así, pues, para cada hora canónica y en general a todas horas que les quedaban libres, rezaban y cantaban con gran fervor la oración dominical (1 Cel 47). Pero tan pronto como aumentó el número de clérigos, les mandó, según hemos visto, rezar el oficio clerical propiamente dicho, mientras que a los hermanos legos obligó a rezar un número determinado de Padrenuestros para cada hora canónica (1 R 3,3-10). Esta ordenación del año 1221 pasó casi sin ninguna variación a la Regla bulada, en la cual se dice: «Y los laicos digan veinticuatro Padrenuestros por maitines; por laudes, cinco; por prima, tercia, sexta y nona, por cada una de estas horas, siete; por vísperas, doce; por completas, siete; y oren por los difuntos» (2 R 3,3-4). Un semejante breviario de legos había sido ya antes señalado para los Templarios y para los conversos de la Orden Cisterciense.[18] Esto no podía ignorarlo san Francisco. Sin embargo no fue esto evidentemente sino su amor al Evangelio lo que le movió a recomendar encarecidamente a los suyos tanto clérigos como legos que tuvieran devoción a la oración del Señor. Ya desde el principio, como hemos visto, y más tarde de continuo les exhortaba a rezar con fervor el Padrenuestro, repitiéndoles sencillamente las palabras del Salvador: Y cuando estéis de pie para orar, decid: Padre nuestro, que estás en el cielo (1 R 22,28; Mc 11,25; Mt 6,9; Lc 11,2). Para hacer entender mejor a sus frailes, tanto clérigos como legos, el contenido profundo del Padrenuestro, compuso una conmovedora paráfrasis del mismo, la cual rezaba él a cada hora del Oficio divino y antes del Oficio de la Virgen Santísima. No podemos privarnos de trasladar aquí íntegramente esa oración, que es una verdadera perla:
III. Las prácticas de piedad que hasta ahora hemos aducido, no representan naturalmente toda la vida de oración de san Francisco; no son más que algunas manifestaciones de esa vida. Fray David de Augsburgo escribe: «La oración es de tres maneras: la primera cuando rezamos oraciones que el Espíritu Santo ha compuesto por la boca de otros hombres, como los salmos, himnos, el padrenuestro y otras oraciones semejantes. La segunda, cuando tú de tu mismo corazón hablas confiadamente con Dios y con sus santos, según te enseña el Espíritu Santo, y le manifiestas lo que te apesadumbra, y le pides lo que deseas y le das gracias por lo que de él has recibido, en nombre tuyo y en el de otras personas. La tercera está dentro del corazón sin que digamos palabras, con sólo el deseo, sin que la boca pueda expresar todo lo que está encerrado dentro del corazón. La primera oración es buena, la segunda mejor, la tercera la mejor».[19] De lo que llevamos expuesto se desprende que Francisco era maestro en todas tres clases de oración; sólo nos resta investigar el espíritu de oración que en ello le animaba. Es, por decirlo brevemente, el espíritu de contemplación. El mismo Santo designó como su ideal el «adorar y ver, con corazón y alma limpios, al Señor Dios vivo y verdadero» (Adm 16,2). Sus discípulos inmediatos admiraron en él ante todas las cosas «la contemplación y sabiduría de las cosas eternas».[20] Y san Buenaventura asegura que «san Francisco, lleno del espíritu de Dios, ardía en deseos de adherirse todo él a Dios por el goce de una contemplación no interrumpida».[21] La palabra "contemplación" significa aquí ante todo no solamente la piedad en general, sino la piedad afectiva, la oración del corazón. Verdad es que en la vida de oración de Francisco tenía también su parte la actividad intelectual, la cual no puede faltar a ninguna oración; pero con todo, el punto de partida y de llegada para el Santo era el corazón, el sentimiento, la fuerza de voluntad que tiende hacia Dios, la intimidad con Dios y la unión con Dios. Esto se deduce de todas las oraciones que de él poseemos. En la oración se ocupa del más alto misterio especulativo, de la santísima Trinidad; pero a pesar de toda su profundidad de pensamiento su oración viene involuntariamente a ser una cadena no interrumpida de íntimos afectos (cf. 1 R 23). Se abisma en la consideración de los misterios de la vida y de la pasión de Jesucristo, pero de manera que sus oraciones a Cristo, como advierte Tomás de Celano, venían a terminar en el anhelo de ser disuelto y estar con Cristo: «Más que nada, deseaba morir y estar con Cristo» (1 Cel 71). Profesa una devoción infinitamente tierna a María, como ya hemos visto, y esa devoción es siempre y en todas partes un filial, amoroso e íntimo balbucear a la Madre del cielo. Reza el Oficio divino, y cada hora canónica es para él una efusión de sentimiento íntimo y cada salmo un grito arrebatador a Dios. Reza y parafrasea la oración dominical, y una petición tras otra se convierten en su boca en prisma soleado, donde vienen a refractarse los rayos de su entusiasmo por Dios y de su amor a Dios. Pues ¡qué serían aquellas horas, aquellos días y noches de su íntima y oculta oración, durante las cuales permanecía su alma casi indisolublemente unida con el Altísimo! Pero como su oración era más cuestión del corazón que del entendimiento, así se realizaba no por la vía de fatigosos discursos, sino por inmediato abismarse del alma en Dios. En eso consiste el carácter esencial de la contemplación superior, mística. Todo el que ora, el principiante lo mismo que el que va caminando, debe considerar la actividad discursiva del entendimiento ( la meditación) solamente como un medio para llegar al fin que son los afectos, la íntima unión con Dios; pero el que uno llegue a esa unión con Dios sin emplear aquel medio, por una sencilla mirada del espíritu ( contemplación) es, a no ser por una gracia extraordinaria, cosa de sólo los avanzados y perfectos. Francisco poseía en alto grado ese místico estado de alma. Una sola mirada a una iglesia o una cruz, una sola palabra sobre el Salvador o sobre la Madre de Dios lo ponía en estado de profunda contemplación. Más aún, una alusión puramente casual a cosas y verdades divinas bastaba para ello, y ante su espíritu veía la verdad en plena luz, penetraba su interior, entusiasmaba su corazón, encendía su voluntad, sumergía todo el hombre en una santa admiración, dulzura y felicidad. De ahí venía el que sin fatiga e incesantemente conversara con Dios, al comer y al beber, andando y estando quieto, en casa y yendo de viaje (1 Cel 45, 71; 2 Cel 105, 200; TC 15). A veces ni siquiera era menester un motivo exterior ni una consideración interior, sino que la presencia de Dios se apoderaba de él involuntaria y maravillosamente con tal fuerza, que con los sentidos claros o también en arrobamiento extático se perdía completamente en Dios (2 Cel 94-95; LM 10,2). Peregrinando con el cuerpo sobre la tierra, moraba su alma con los ángeles en el cielo, de tal manera que sólo el delgadísimo muro de su carne lo separaba de la vista de Dios (1 Cel 103; 2 Cel 94). Parecía como si ya entonces estuviera de familia en las eternas moradas (1 Cel 102) y como si las armonías de la eternidad resonaran en su alma mientras oraba. Los tonos fundamentales sobre que estaba acordado su espíritu de oración eran el amor y la alabanza. Que la piedad de Francisco estaba sostenida por el amor de Dios, sólo necesitamos indicarlo aquí. Ya en los primeros capítulos, en especial el cap. II, de esta nuestra obra hemos expuesto cómo él fue el caballero del amor divino y toda su persona una sola oración de amor. Y lo que acabamos de decir sobre su piedad, puede también al fin reducirse a esta sola palabra: amor; amor es el secreto de toda la vida de oración de nuestro Santo, amor es el acento principal que hace vibrar cada una de sus prácticas de oración, y cuando designamos su espíritu de oración como una contemplación afectiva e inmediata, con eso queremos decir ante todo que la nota dominante de su piedad es el ardiente y avasallador amor de Dios. Siempre se indica esto como la propiedad característica del Santo. "Ebrio de amor divino", le llama la Leyenda de los Tres Compañeros: «Muchos se burlaban de él, teniéndolo por loco; otros, movidos a piedad, no podían dejar de llorar al ver que en tan poco tiempo había llegado de tanta liviandad y vanidad mundanas a tanta hartura de amor de Dios (TC 21). "Inflamado en divino amor" lo describe Tomás de Celano (1 Cel 55): «Entre otras expresiones usuales en la conversación, no podía oír la del "amor de Dios" sin conmoverse hondamente. En efecto, al oír mencionar el amor de Dios, de súbito se excitaba, se impresionaba, se inflamaba, como si la voz que sonaba fuera tocara como un plectro la cuerda íntima del corazón» (2 Cel 196); «No hay inteligencia humana que pueda entender lo que sentía cuando pronunciaba, santo Señor, tu nombre; aparecía todo él jubiloso, lleno de castísima alegría, como un hombre nuevo y del otro mundo» (1 Cel 82). «¿Quién -exclama san Buenaventura- será capaz de describir la ardiente caridad en que se abrasaba Francisco, el amigo del Esposo? Todo él parecía impregnado -como un carbón encendido- de la llama del amor divino» (LM 9,1). «Todo lleno de ardor seráfico», canta el poeta de la Divina Comedia ( Paraíso, 11,37). Y por eso toda la posteridad le ha dado este título honorífico: "el Seráfico Francisco". A consecuencia de su amor de Dios, su vida y su oración eran también una continua alabanza de Dios. Como los juglares mundanos cantaban la gloria de sus héroes, así el espiritual Trovador de Asís quería anunciar a todo el mundo la gloria de Dios y las hazañas de Dios. Apenas hubo oído el primer llamamiento a ser caballero de Cristo, cuando ya se presentó como juglar del Altísimo y comenzó a cantar por campos y bosques las alabanzas de su Creador en la lengua de los trovadores provenzales (1 Cel 16). Poco después creyó promover la honra de su Señor reedificando iglesias pobres y derruidas. A este fin recorría las calles de su ciudad natal, alabando a Dios como ebrio de amor divino. Una vez terminado su canto, pedía limosna y después comenzaba de nuevo el canto de alabanzas al Señor (TC 21; 2 Cel 13). Cuando se le hubieron juntado los primeros compañeros, los envió de dos en dos a predicar. Él mismo con fray Gil tomó el camino de la Marca, cantando en francés con voz clara y sonora las alabanzas de Dios y ensalzando la bondad del Altísimo (TC 33). Así continuó durante toda su vida. A veces ya no le bastaban las palabras para expresar su entusiasmo por Dios. Remedaba entonces algún instrumento músico y tocaba a honra de Dios, imitando los gestos y las actitudes que solían observar los juglares cortesanos (2 Cel 127). Si, como sucedía con frecuencia, se hallaba arrobado en contemplación, quería que sus frailes alabaran a Dios entre tanto y rogaran por él al Señor (TC 15). Exhortábales de continuo a ensalzar al Altísimo, diciéndoles que su vida debía estar ordenada de tal modo que toda ella fuera un canto de alabanzas a Dios y estimulara a todos a alabar a Dios (TC 58). Sucedió una vez que en mitad del campo y bajo una lluvia torrencial se puso el Santo a escribir a los frailes para excitarlos a que cantasen jubilosos a la santísima Trinidad, diciendo: «Bendigamos al Padre y al Hijo con el Espíritu Santo».[22] Otra vez les dio este consejo: «Que de tal modo anunciéis y prediquéis a todas las gentes su alabanza, que, a toda hora y cuando suenan las campanas, siempre se tributen por el pueblo entero alabanzas y gracias al Dios omnipotente por toda la tierra» (1CtaCus 8). Y a todos los fieles dirigió un escrito con esta exhortación:
De este modo hizo de su vida y de la de sus frailes una oración de alabanza. Con tanta más razón puede asegurarse esto de sus prácticas de piedad propiamente dichas, las cuales, como se desprende de lo que llevamos expuesto, tenían por objeto la alabanza de Dios tanto como el amor de Dios. Pero no contento con eso, quiso encuadrar, por decirlo así, todas sus prácticas religiosas con oraciones expresamente compuestas por él, las cuales son en el pleno sentido de la palabra cantos de alabanza a Dios ( Laudes Dei) y así fueron llamados también por él. Al comenzar cada hora de los tres oficios que a diario acostumbraba rezar, a saber, el oficio eclesiástico, el oficio de la Virgen y el oficio de la Pasión, decía primero las « Laudes Dei», « Alabanzas que se han de decir en todas las horas», que son del tenor siguiente:
Y añadió después esta oración: «Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios, todo bien, sumo bien, total bien, que eres el solo bueno, a ti te ofrezcamos toda alabanza, toda gloria, toda gracia, todo honor, toda bendición y todos los bienes. Hágase. Hágase. Amén» (AlHor 11). Al fin del Oficio añadía: «Bendigamos al Señor Dios vivo y verdadero: tributémosle siempre alabanza, gloria, honor, bendición y todos los bienes. Amén. Amén. Hágase. Hágase» (cf. OfP) Dos años antes de su muerte, cuando acababa de ser agraciado con las llagas del Crucificado, escribió con el corazón lleno de infinito agradecimiento unas Alabanzas del Dios altísimo (AlD), «un Tedeum como seguramente jamás se ha cantado otro más ardiente»[23]:
Francisco no cesó de cantar estas Laudes de Dios ni aún cuando sus sufrimientos corporales llegaron a ser casi intolerables. Al contrario, su espíritu estaba cada vez más entregado a Dios, más unido con Dios, más alegre en Dios. En los últimos días de su vida cantaba sin cesar las alabanzas de Dios y enseñaba a sus discípulos a loar a Cristo Rey y Señor nuestro. Excitaba también a todas las demás criaturas a que alabaran a Dios y las animaba al amor divino, haciéndose cantar de continuo el Cántico del hermano sol, que había compuesto en medio de sus dolores y que él mismo intituló «nueva alabanza de las creaturas del Señor» (2 Cel 217; EP 100). NOTAS : [1] Dogmengeschichte, III, 3ª ed., Friburgo de Brisgovia 1897, 380. [2] Studien zur Individualität des Franziskus von Assisi, Leipzig-Berlín 1914, 213. [3] Bula Quia populorum tumultus, Bullarium Franciscanum, I, 20, n. 17. [4] Ubertinus, Arbor vitae, lib. 5, c. 3. [5] Paul Sabatier, Vie de Saint François d'Assise, edición 21ª, París 1899, p. 295. [6] Cf. H. Felder, Jésus Christus, I, 3ª ed., Paderborn 1923, 331, 352s. [7] A. Harnack, Dogmengeschichte, III, 3ª ed., Friburgo de Brisgovia 1897, 380. [8] Franz Pfeiffer ( Deutsche Mystiker, I, 2ª ed., Gottinga 1907, 309-386) ha publicado algunos de esos textos en antiguo alemán. Cf. p. 375. [9] Véase en el P. Ephrem Longpré, O. F. M., La théorie mystique de S. Bonaventure, en Archivum Franciscanum Historicum, XIV, 1921, 68-71, una colección de pasajes de san Buenaventura sobre este punto. [10] Véase el profundo estudio del P. Symphorien, O. F. M. Cap., L'influence spirituelle de Saint Bonaventure et l'Imitation de Jésus-Christ, en Études Franciscaines, XXXII (1921), 36-96, 235-255, 344-359, 433-467; XXXIV (1922) 23-65, 158-194. [11] Mgr. Puyol ( L'auteur de l'Imitation, 121-126) lo ha demostrado ya. [12] Cf. Ath. Bierbaum, O. F. M., Der hl. Franziskus von Assisi und die Gottesmutter, Paderborn 1904. [13] Hettinger, Aus Welt und Kirche, I, 5ª ed., Friburgo de Brisgovia 1902, 229. [14] J. Bapt. Waiss, Weltgeschichte, IV, 3ª ed., Graz 1891, 623. [15] Emil Michael, Keschichte des deutschen Volkes, I, 3ª ed., Friburgo de Brisgovia 1897, 214s. [16] La capilla papal se servía del llamado Salterio romano, que era el salterio corregido por san Jerónimo según los Setenta. Esta traducción de los salmos nunca se había hecho popular, al paso que la recensión hecha según las Héxaplas de Orígenes (el llamado Salterio Galicano) era de todos conocida. La índole popular de san Francisco y el estar sus frailes ya familiarizados con el salterio popular le decidieron a dar la preferencia a este último. Y como este breviario, que antes sólo se rezaba en la capilla papal, obtuvo al ser adoptado por el Santo un triunfo tan brillante, que pronto se introdujo por todo el mundo bajo el nombre de Breviario de los Frailes Menores, la versión de los salmos usada en la misma capilla papal o iglesia romana fue desterrada y así, gracias al Serafín de Asís, se ha conservado generalmente hasta hoy en el breviario la versión popular. Cuáles fueron las razones que movieron a san Francisco a tomar el breviario romano y cuál el influjo que él y su Orden ejercieron en la formación y difusión de este breviario, lo hemos expuesto ya extensamente en: Études Franciscaines V (1901), 490-504: St. François d'Assise et le Bréviaire romain. Véase también P. Hilarino Felder, Die liturgischen Reimoffizien auf die heiligen Franziskus und Antonius, Friburgo (Suiza) 1901, 15ss. [17] Esto lo hemos probado en nuestra obra: Geschichte der wissenschaftlichen Studien im Franziskanerorden, 426-439 (trad. francesa, 440-455). Véase además: Fr. Antoine de Sérent, O. F. M., L'âme franciscaine, en Archivum Franciscanum Historicum VIII (1915), 452-458. [18] Schnürer, Die ursprüngliche Templerregel, Friburgo de Brisgovia 1903, 135. Eberhard Hoffmann, Das Konverseninstitut des Zisterzienserordens, Friburgo (Suiza) 1905, 62. [19] Die sieben Vorregeln der Tugend, en Pfeiffer, Deutsche Mystiker, 324s. [20] 2 Cel 82: Contemplatio et sapientia aeternorum. Por "contemplación" se entendía la mística in actu, por "sabiduría" la mística in habitu. Véase Zahn, Einführung in die christliche Mystik, 2ª ed., Paderborn 1918, 38. [21] S. Bonaventura, Determ. quaest., pars 1, q. 1, Opera, VIII, 338: «S. Franciscus Spiritu Dei plenus desiderio flagravit... ut totus posset adhaerere Deo per assiduae contemplationis eius gustum». [22] «Per ipsum (fratrem Martinum de Bartona) scripsit beatus Franciscus propria manu litteram, sub divo in pluvia non madefactus, ministro, et fratribus Franciae, ut visis litteris iubilarent laudes Deo Trinitati dicentes: Benedicamus Patrem et Filium cum Sancto Spiritu» ( Eccleston, coll. VI, p. 40). [23] Schnürer, Franz von Assisi, 113. [24] Estas Laudes Dei se hallan en el pequeño pergamino que el Santo entregó a Fr. León. Fr. León añadió esta advertencia: «El bienaventurado Francisco, dos años antes de su muerte, hizo una cuaresma en el monte Alverna, en honor de la bienaventurada Virgen, Madre de Dios, y del bienaventurado Miguel Arcángel, desde la fiesta de la Asunción de Santa María Virgen hasta la fiesta de San Miguel de septiembre. Y se posó sobre él la mano del Señor. Después de la visión y de la alocución del Serafín y de la impresión de las llegas de Cristo en su cuerpo, compuso estas Alabanzas, escritas en el otro lado del papel, y las escribió de su propia mano, dando gracias a Dios por el beneficio que le había concedido». Esta preciosa hoja, que también contiene la Bendición de san Francisco a Fr. León, se conserva todavía en un relicario del Sacro Convento de Asís. El texto ha sufrido algo, porque Fr. León, conforme al deseo del Santo, llevó consigo la hoja durante toda su vida. Murió en 1271. Cf. 2 Cel 49. Hilarino Felder, O.F.M.Cap., Los ideales de San Francisco de Asís. XVIII: La piedad de San Francisco. Buenos Aires, Ed. Desclée de Brouwer, 1948, pp. 395-426. |
. |
|