DIRECTORIO FRANCISCANO
La oración franciscana

LA ADMIRACIÓN EN FRANCISCO DE ASÍS
por Michel Hubaut, OFM

Ni panteísta, ni poeta romántico o nostálgico de un paraíso perdido, ni esteta de salón, ni militante ecologista... Francisco no se deja fácilmente encasillar o «domesticar».

Él es sencillamente un hombre cuyo corazón y cuya mirada han sido moldeados, iluminados, deslumbrados por la luz de Cristo y de su santo Evangelio.

Se sumerge en la admiración por la Fe. Toda la historia de la creación y salvación converge hacia la belleza y la grandeza del hombre consumado y reconciliado por la encarnación y la resurrección de Cristo. Y Cristo, eternamente, da gracias al Padre. Cristo es la admiración y el admirador del Padre.

[François d'Assise: le chemin de l'émerveillement, en Évangile Aujourd'hui n. 113 (1982) 33-43]

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¿Cómo podemos seguir conservando hoy la mirada asombrada, la capacidad de admiración, en un mundo tan duro, en un mundo de odio, de divisiones, de guerra y de sangre? ¿Querer mantener en un mundo así la actitud admirativa no equivale a negar la triste realidad y huir refugiándose en el mundo de los sueños? Sí, con frecuencia nuestra mirada es una mirada «desengañada». El canto de la creación parece estar oculto bajo el ruido de las armas y el sollozo de las lágrimas. Ahora bien, Francisco, que tenía tanta lucidez para captar la miseria y el pecado del hombre, fue un hombre que tenía una gran capacidad admirativa. ¿De dónde sacó esta mirada asombrada sobre la creación, sobre el hombre, sobre el presente y sobre el futuro?

LA FUENTE CREADORA

En primer lugar, para Francisco la creación no es un acontecimiento del pasado. Es una acción actual, permanente, de Dios creador y salvador. Francisco capta la actualidad dinámica de la creación: «Amemos todos con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con toda la fuerza (cf. Mc 12,30) y poder, con todo el entendimiento, con todas las energías, con todo el empeño, con todo el afecto, con todas las entrañas, con todos los deseos y quereres, al Señor Dios (Mc 12,30.33; Lc 10,27), que nos dio y nos da a todos nosotros todo el cuerpo, toda el alma y toda la vida; (...) que nos ha hecho y nos hace todo bien a nosotros» (1 R 23,8).

Además, no puede disociar el misterio de la creación y el de la redención. A pesar del drama del pecado, Dios prosigue su proyecto creador. La creación se ha vuelto redentora a causa del rechazo dramático del hombre a colaborar espontáneamente al acto creador de Dios: «Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios, Padre santo y justo, Señor rey de cielo y tierra (cf. Mt 11,25), te damos gracias por ti mismo, pues por tu santa voluntad, y por medio de tu único Hijo con el Espíritu Santo, creaste todas las cosas espirituales y corporales, y a nosotros, hechos a tu imagen y semejanza... Y te damos gracias porque, al igual que nos creaste por tu Hijo, así, por el santo amor con que nos amaste (cf. Jn 17,26), quisiste que Él, verdadero Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen beatísima Santa María, y quisiste que nosotros, cautivos, fuéramos redimidos por su cruz, y sangre, y muerte. Y te damos gracias porque este mismo Hijo tuyo ha de venir en la gloria de su majestad» (1 R 23,1-4).

Esta Trinidad creadora y redentora, en la que el Padre, el Hijo y el Espíritu colaboran en el mismo proyecto, fascina a Francisco. La creación y la redención -acontecimiento permanente- son, en su origen y en su punto final, la lógica misma del amor. El amor trinitario es quien crea y quien salva. Francisco se asombra ante la magnitud y la profundidad de este misterio.

LA PRIMACÍA UNIVERSAL DE CRISTO

Cristo es el corazón de este universo en vías de creación y de redención. Francisco tiene una visión crística del universo. Su mirada, como la de san Pablo, es teologal. Ve a Cristo en el principio de todo, en el centro y en el final de todas las cosas. Cristo es quien da sentido, grandeza, dinamismo a todo el universo creado. Cristo es, incluso, la nobleza del cuerpo humano: «Repara, ¡oh hombre!, en cuán grande excelencia te ha constituido el Señor Dios, pues te creó y formó a imagen de su querido Hijo según el cuerpo y a su semejanza según el espíritu (cf. Gén 1,26)» (Adm 5,1).

¿Se ha escrito alguna vez un homenaje más hermoso a la condición humana? ¡Dios creó todo por su Hijo y con miras a su Hijo! Cuando Dios moldea al hombre y al universo, ya piensa en la encarnación de su Hijo. ¡Todo fue creado para acoger al Hijo! Francisco tiene realmente una visión crística del universo. La primacía universal de Cristo ilumina la mirada asombrada de Francisco. En efecto, hechura suya somos, «creados en Cristo Jesús» (Ef 2,10): «Él es Imagen de Dios invisible, Primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles... todo fue creado por él y para él, él es anterior a todo, y todo subsiste en él» (Col 1,15-17).

Jesús recapitula todos los seres. Su humanidad asume la materia de todo el universo. Si Dios se manifiesta en la multiplicidad de las «palabras creadas», la «Palabra» Jesús lo dice todo. Francisco se sitúa espontáneamente en esta perspectiva de Fe.

UN UNIVERSO DE «SIGNOS»

«Este feliz viador, que anhelaba salir de este mundo, como lugar de destierro y peregrinación, se servía, y no poco por cierto, de las cosas que hay en él. En cuanto a los príncipes de las tinieblas, se valía, en efecto, del mundo como de campo de batalla; y en cuanto a Dios, como de espejo lucidísimo de su bondad. En una obra cualquiera canta al Artífice de todas; cuanto descubre en las hechuras, lo refiere al Hacedor. Se goza en todas las obras de las manos del Señor, y a través de tantos espectáculos de encanto intuye la razón y la causa que les da vida. En las hermosas reconoce al Hermosísimo; cuanto hay de bueno le grita: "El que nos ha hecho es el mejor". Por las huellas impresas en las cosas sigue dondequiera al Amado, hace con todas una escala por la que sube hasta el trono» (2 Cel 165).

La creación, para Francisco, no es sólo una posesión que el hombre debe legítimamente explorar y dominar. Es también una «revelación» en la que todo se torna no sólo reflejo de Dios, espejo de su Belleza, sino también signo mediador. La creación ha sido querida por Dios como el lugar en el que Él se da y se revela. Si no hubiera existido el pecado, el hombre podría leer esta «Palabra» de Dios como un libro abierto. Pero el pecado ha ofuscado el corazón y la inteligencia del hombre. Lo cual obliga a Dios a ofrecerle una Revelación complementaria: la de las Escrituras.

«Pues lo invisible de Dios, su poder eterno y su divinidad, son perceptibles para la inteligencia a partir de la creación del mundo a través de sus obras; de modo que son inexcusables, pues, habiendo conocido a Dios, no lo glorificaron como Dios ni le dieron gracias; todo lo contrario, se ofuscaron en sus razonamientos, de tal modo que su corazón insensato quedó envuelto en tinieblas. Alardeando de sabios, resultaron necios...» (Rom 1,20-22).

Francisco recobró esta lectura admirada que ha perdido el hombre. Si bien el sabio debe, según sus competencias, analizar y escrutar el universo y sus leyes, su primera misión no es la de descubrir el origen y la finalidad del universo. Lo cual no le impide en absoluto, como creyente, asombrarse y presentir en el universo una dimensión distinta que no le descifra su microscopio ni su telescopio. La Fe no entra en competencia con la ciencia. La Fe tiene otra mirada, otra «sabiduría». Es la de Francisco.

«Para que todas las criaturas le impulsaran al amor divino, exultaba de gozo en cada una de las obras de las manos del Señor y por el alegre espectáculo de la creación se elevaba hasta la razón y causa vivificante de todos los seres. En las cosas bellas contemplaba al que es sumamente hermoso y mediante las huellas impresas en las criaturas buscaba por doquier a su Amado, sirviéndose de todos los seres como de una escala para subir hasta Aquel que es todo deseable. Impulsado por el afecto de su extraordinaria devoción, degustaba la bondad originaria de Dios en cada una de las criaturas, como en otros tantos arroyos derivados de la misma bondad; y, como si percibiera un concierto celestial en la armonía de las facultades y movimientos que Dios les ha otorgado, las invitaba dulcemente -cual otro profeta David- a cantar las alabanzas divinas» (LM 9,1).

Para Francisco todo se vuelve «signo»: «Loado seas, mi Señor, con todas tus criaturas, especialmente el señor hermano sol, el cual es día, y por el cual nos alumbras. Y él es bello y radiante con gran esplendor, de ti, Altísimo, lleva significación» (Cánt 3-4).

Para Francisco, cada criatura, a su nivel, remite una y otra vez, y siempre, a la realidad de Cristo Señor: «Todas las criaturas que hay bajo el cielo, de por sí, sirven, conocen y obedecen a su Creador mejor que tú» (Adm 5,2).

UNA MIRADA REEDUCADA POR CRISTO

La mirada del hombre moderno se ha vuelto triste porque el hombre sólo sabe ver cosas-objeto de explotación o de consumo. El hombre ha achatado la tierra. Las cosas han perdido su dimensión simbólica, sagrada. Dios ya no está presente en ellas. Sólo quedan «cosas». El hombre ha perdido al mismo tiempo la capacidad de admiración. Incluso el cielo plagado de estrellas ha dejado de narrar la gloria de Dios; es un lugar que hay que explorar o explotar sin más. Los seres creados ya no transmiten «mensajes». Así las cosas, el hombre se ve remitido a sí mismo, a su horizonte limitado, a su soledad, y su mirada se abisma a menudo en la decepción.

En la intimidad con su Señor, Francisco aprendió a admirar. El Espíritu de Cristo despertó su mirada. Pues Cristo fue el primero que invitó a los hombres a saber mirar a través del mundo creado el anuncio de un universo más hermoso todavía, el del Reino, y a presentir en el mundo creado la acción permanente del Padre. Cristo tuvo esta mirada asombrada. Y en esa mirada de Cristo Francisco supo educar también su propia mirada. Jesús vibró ante la belleza del mundo creado, desde la caña que dobla el viento, el sendero pedregoso en el que el sembrador pierde sus granos, la rojez llameante del ocaso del sol, hasta la gallina que recoge a sus polluelos bajo sus alas. Y Jesús discierne en todo ello un signo del misterio que Él revela. Jesús es la fuente, la luz, el camino, el pan, la piedra, la puerta. Todo es reflejo de su propio misterio. Jesús nos brinda la inteligencia profunda de las cosas creadas. Toda la creación habla de Él y de su Padre.

Francisco extrae su propia admiración de la capacidad admirativa de Cristo. Y su marcada preferencia por las criaturas más humildes la impulsa también esta misma mirada crística. Ve en ellas un signo de la humildad y del anonadamiento de Cristo: «La piedad del Santo se llenaba de una mayor terneza cuando consideraba el primer y común origen de todos los seres, y llamaba a las criaturas todas -por más pequeñas que fueran- con los nombres de hermano o hermana, pues sabía que todas ellas tenían con él un mismo principio. Pero profesaba un afecto más dulce y entrañable a aquellas criaturas que por su semejanza natural reflejan la mansedumbre de Cristo y queda constancia de ello en la Escritura. Muchas veces rescató corderos que eran llevados al matadero, recordando al mansísimo Cordero, que quiso ser conducido a la muerte para redimir a los pecadores» (LM 8,6). «También ardía en vehemente amor por los gusanillos, porque había leído que se dijo del Salvador: Yo soy gusano y no hombre (Sal 21,7). Y por esto los recogía del camino y los colocaba en lugar seguro para que no los escorchasen con sus pies los transeúntes» (1 Cel 80).

«¿Quién podrá explicar la alegría que provocaba en su espíritu la belleza de las flores, al contemplar la galanura de sus formas y al aspirar la fragancia de sus aromas? Al instante dirigía el ojo y la consideración a la hermosura de aquella flor que, brotando luminosa en la primavera de la raíz de Jesé (Cristo), dio vida con su fragancia a millares de muertos» (1 Cel 81).

«Por este motivo, amaba con más cariño y contemplaba con mayor regocijo las cosas en las que se encontraba alguna semejanza alegórica del Hijo de Dios» (1 Cel 77).

Lo que podría aparecer como una mera ingenuidad, en Francisco era, de hecho, fruto de esa «mirada simbólica». Jesús viviente ilumina ya, desde dentro, toda la creación reconciliada en Él.

«Bien lo saben cuantos hermanos convivieron con él: qué a diario, qué de continuo traía en sus labios la conversación sobre Jesús... ¡Qué intimidades las suyas con Jesús! Jesús en el corazón, Jesús en los labios, Jesús en los oídos, Jesús en los ojos, Jesús en las manos, Jesús presente siempre en todos sus miembros... Es más: si, estando de viaje, cantaba a Jesús o meditaba en Él, muchas veces olvidaba que estaba de camino y se ponía a invitar a todas las criaturas a loar a Jesús. Porque con ardoroso amor llevaba y conservaba siempre en su corazón a Jesucristo, y éste crucificado, fue señalado gloriosísimamente sobre todos con el sello de Cristo; con mirada extática le contemplaba sentado, en gloria indecible e incomprensible, a la derecha del Padre, con el cual, Él, coaltísimo Hijo del Altísimo, en la unidad del Espíritu Santo, vive y reina, vence e impera, Dios eternamente glorioso por todos los siglos de los siglos» (1 Cel 115).

LA ADMIRACIÓN FRATERNA

Pero, en este universo «significante», todas las criaturas convergen en el hombre, creado a «imagen y semejanza» del Creador. Asombrado por esta «imagen», Francisco se vuelve fraterno, admirativo, respetuoso, benévolo y lleno de esperanza ante el futuro del mundo y de los hombres, aunque estén desfigurados por el pecado. Su actitud es mucho más que una simple simpatía natural hacia cualquier hombre. Francisco es capaz de descubrir en todo el bien, en todo lo hermoso y bueno que el hombre hace o dice, una palabra de Dios, que es el solo Bien, el solo Hermoso y Bueno: «Como un religioso le preguntara en cierta ocasión para qué recogía con tanta diligencia también los escritos de los paganos y aquellos en que no se contenía el nombre dei Señor, respondió: "Hijo mío, porque en ellos hay letras con las que se compone el gloriosísimo nombre del Señor Dios. Lo bueno que hay en ellos, no pertenece a los paganos ni a otros hombres, sino a sólo Dios, de quien es todo bien"» (1 Cel 82).

Su admiración lo hace naturalmente «ecuménico». Francisco discierne en toda cultura, en toda religión, lo que el Vaticano II llamará «semillas de la Palabra». Esta actitud lo libra de cualquier envidia o celos: «Todo el que envidia a su hermano por el bien que el Señor dice o hace en él, incurre en un pecado de blasfemia, porque envidia al Altísimo mismo (cf. Mt 20,15), que es quien dice y hace todo bien» (Adm 8,3). El asombro abre a las relaciones fraternas, basadas en la admiración a los otros.

LA ADMIRACIÓN, VOCACIÓN SACERDOTAL DEL HOMBRE

Así pues, el amor gratuito, la Bondad, que es la fuente de todas las cosas y que un día llegará a plenitud en todas las cosas, aparecen ya con transparencia a los ojos de Francisco. Su admiración, su asombro, se vuelve entonces acción de gracias. Advirtamos que el retorno a la naturaleza no conduce automáticamente a Dios. El hombre -incluido el ecologista- puede también recluirse en la creación, prisionero de sí mismo. Puede también hacerse dios, centro absoluto. Puede desviar las criaturas en torno a sí mismo, apropiárselas y, así, fracasar en su propia misión, que consiste en convertir en canto al universo creado, devolviéndoselo al Creador en acción de gracias. Francisco, desapropiado, pobre, reencontró la función sacerdotal del hombre libre. Para Francisco, toda oración y toda acción humanas son un movimiento de retorno (reddere) a Aquel que es la fuente de todo. Si todas las criaturas convergen en el hombre, éste debe prestar su inteligencia y su voz al universo para expresar así la finalidad del mundo:

«Y restituyamos todos los bienes al Señor Dios altísimo y sumo, y reconozcamos que todos son suyos, y démosle gracias por todos ellos, ya que todo bien de Él procede. Y el mismo altísimo y sumo, solo Dios verdadero, posea, a Él se le tributen y Él reciba todos los honores y reverencias, todas las alabanzas y bendiciones, todas las acciones de gracias y la gloria; suyo es todo bien; sólo Él es bueno» (1 R 17,17-18).

Un novelista contemporáneo comentaba, ciertamente sin saberlo, todo esto magníficamente:

«Se admite una ley en la marcha del universo: la ley de la Ascensión. Una permanente Ascensión, de lo inerte a lo vivo, de lo vivo a lo espiritual, de lo espiritual a lo divino. Del árbol que eleva hacia el cielo y hacia el sol las moléculas muertas que reposan en la oscuridad de la tierra, y las transforma en hojas vivas y en flores estallantes, hasta el hombre que, no contento con erigir columnas y torres, alza su alma hasta la contemplación.

»El movimiento alternado de todas las criaturas, desde el corpúsculo que flota sobre las aguas muertas hasta el santo en oración, sólo es un retorno: el retorno a la residencia natal, a la fuente primigenia. Desde el átomo hasta el genio, todos somos simples peregrinos que caminamos por el camino de regreso y buscamos a tientas, en la oscuridad y en la luz, con angustia obstinada, las gradas de la Ascensión.

»Todo ha descendido de arriba; todo aspira ardientemente a volver arriba. Retorno de la materia al Espíritu, de la muerte a la vida, del pecado a la inocencia, de lo animal a la humanidad, del hombre a Dios» (Giovanni Papini, Carta a los hombres).

Pero, en este retorno de acción de gracias, Francisco es también consciente de que el hombre no es capaz de hacerlo con toda la profundidad que conviene: «Y porque todos nosotros, míseros y pecadores, no somos dignos de nombrarte, imploramos suplicantes que nuestro Señor Jesucristo, tu hijo Amado, en quien has hallado complacencia (cf. Mt 17,5), que te basta siempre para todo y por quien tantas cosas nos has hecho, te dé gracias de todo junto con el Espíritu Santo Paráclito como a ti y a Él mismo le agrada. ¡Aleluya!» (1 R 23,5).

Una vez más, todo converge en el canto. Si el hombre resume el homenaje de la creación, el hombre está orientado a Cristo que admira y da gracias al Padre: «Todo es vuestro; y vosotros, de Cristo y Cristo, de Dios» (1 Cor 3,21-22).

Si Francisco invita al hermano halcón, al hermano lobo, a la hermana cigarra y a la hermana golondrina... a alabar a su creador, no es, pues, por mera emoción romántica o estética. En su canto no hay rasgo alguno de panteísmo. Esta mirada asombrada no le desvía en modo alguno de las realidades terrenas, sino que da al universo creado su verdadera consistencia y profundidad, y al hombre su verdadera vocación. Como un «nuevo Adán», Francisco reencontró la capacidad de asombro y admiración del estado de gracia original.

¡Pobre de todo, le es devuelto todo! Fraterniza con nuestra madre Tierra durmiendo abandonado a ella, a ras de suelo, o internándose en las grutas para orar. Se abandonó por entero a las cosas, con santa obediencia a la realidad de las criaturas: la piedra, el agua, el sol, el viento. Aprendió a conocer las cosas caminando en cualquier época a lo largo de los caminos o retirándose a lugares escabrosos y solitarios de la montaña. Vivió en contacto directo con los mismos. Mantuvo contacto con la realidad simple y dura de las cosas. Y entonces puede admirar y asombrarse, pues conoce en su propia carne el valor de un trozo de pan, de un vaso de agua, del fuego... Todo se convierte en signo que abre un camino hacia el misterio de la Fuente de la vida. Por haberse sumergido, humildemente, pobremente, en el manantial escondido de los seres y de las cosas, puede presentir en ellas la armonía cósmica universal y fraterna.

* * *

Su admiración y asombro es un canto inmenso: el canto sin fronteras de la fe, de la esperanza, del perdón y de la reconciliación universal en Cristo Señor: «¡Qué abismo de riqueza, de sabiduría y de conocimiento el de Dios!... ¿Quién le ha dado primero para tener derecho a la recompensa? Porque de él, por él y para él existe todo. A él la gloria por los siglos. Amén» (Rom 11,33-36).

«Bendice, alma mía, al Señor:
¡Dios mío, qué grande eres!
Te vistes de belleza y majestad,
la luz te envuelve como un manto...

Cuántas son tus obras, Señor,
y todas las hiciste con sabiduría;
la tierra está llena de tus criaturas...

Cantaré al Señor,
tocaré para mi Dios mientras exista:
que le sea agradable mi poema,
y yo me alegraré con el Señor...

¡Bendice, alma mía, al Señor!» (Salmo 104,1-2.24.33-35).

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. XII, núm. 36 (1983) 375-383]

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