DIRECTORIO FRANCISCANO
La oración franciscana

VIDA CON DIOS EN EL MUNDO DE HOY
por Constantino Koser, Min. Gen. O.F.M.

[A finales de diciembre de 1971 y principios de enero de 1972, el P. Koser, entonces Ministro General de la Orden Franciscana, visitó las provincias de Valencia y Cartagena y mantuvo múltiples encuentros con sus religiosos. El texto que sigue es una trascripción de parte de las charlas en las que respondía a las cuestiones que se le proponían. Para su exacta comprensión, debe tenerse en cuenta que el P. Koser hablaba en español, que no es su lengua nativa, y que no son estudios preparados y elaborados previamente, sino exposiciones improvisadas y espontáneas en las que, en todo caso, emergen ideas profundamente meditadas, ciencia y experiencia acumuladas en el estudio, la observación de la vida y las responsabilidades de gobierno].

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1. LA VIDA CON DIOS EN NUESTRA FORMACIÓN

¿Cuáles son, además de la fraternidad y de la obediencia, los elementos que más hay que cultivar en el joven que quiere ingresar en la Orden o que ya ha ingresado, pero necesita una formación progresiva?

El más importante de todos es la relación con Dios porque, siendo nosotros un Instituto religioso, la relación con Dios es lo primero y lo último en todo. Cada uno de nosotros, y la Orden en nosotros, se califica por su relación con Dios; y esto es personal, no es atribuible a la Orden; la Orden somos nosotros.

Ahora bien, esta relación con Dios, en nosotros que somos un grupo estructurado, no puede ser una relación de individuos aislados. Ninguna vida de oración, ni entre nosotros ni entre los ermitaños, si ha de ser cristiana, puede considerarse como «una audiencia privada con Dios». En nuestra vida de oración deben estar presentes los otros, de manera que nuestra relación con Dios incluya al otro y no lo excluya. Ahí está la vinculación del mandamiento del amor de Dios con el mandamiento del amor del prójimo, que son, según la palabra de Cristo, toda la ley y todos los profetas. Ahí está todo. La calidad de nuestra vida religiosa depende de la preeminencia que damos a este elemento y de la intensidad con que conseguimos actuarlo. Todo lo demás es muy secundario en comparación con esto.

Esto supuesto, la vida de relación con Dios puede tomar muchísimas formas diversas, según el tipo de espiritualidad o el tipo de actuación del Evangelio que escojamos. El tipo que nosotros hemos escogido es el fraternal, es decir, la actuación del amor al prójimo entre nosotros debe ser de tipo fraterno, con las consecuencias ya descritas al hablar de la vida en fraternidad. Y este carácter fraternal tiene que actuarse en la misma relación con Dios; no pueden separarse ambas cosas. De ahí que no podamos considerar realizado el ideal de la Orden en nosotros si la relación con Dios no tiene su dimensión de grupo, lo que decimos «oración comunitaria»; el elemento de grupo y de la oración en grupo es inseparable de nuestra vocación. No basta que cada uno individualmente tenga una vida de oración en la que incluya al otro interiormente; es necesario practicar la oración en común, lo que no excluye la oración en privado; las dos.

Muchas veces se distingue la oración personal de la oración litúrgica, que es común. Creo que esta distinción es equívoca. Una oración que no sea personal, no es oración. Lo que sí se debe distinguir es la oración privada y la oración en común. La liturgia forma parte de la oración en común; pero la liturgia, para ser oración, tiene que ser oración personal. Igualmente, la oración privada, para ser oración, tiene que ser personal. No existe una relación meramente formalizada con Dios. Nosotros podemos tener una relación estrictamente formal con el Obispo, con el Gobierno; una serie de relaciones que tienen una expresión meramente formalizada, sin ninguna dimensión personal. Para con Dios esto no es posible; si nuestra relación con Él no tiene una dimensión personal, es cero; la meramente formal equivale a su no existencia. Por esto toda oración tiene que ser personal.

Oración personal no significa que nosotros, cada vez que hacemos oración, tenemos una atención al cien por cien; esto sería inhumano; nuestra atención refleja fluctúa en más y menos. Pero tenemos que estar presentes personalmente. Nuestra relación con el prójimo tiene que estar embebida de esta relación con Dios, y en la misma medida en que toda nuestra relación con el prójimo esté así empapada en la relación con Dios, se transforma en oración.

Lo mismo vale de nuestro trabajo. Sabemos que es una cooperación con Dios. La Providencia divina y su presencia activa gobiernan el mundo. Nosotros somos contingentes; en todo nuestro trabajo Él es la causa primera, es decir, cuanto hagamos es más obra suya que nuestra. Debemos recordar y actualizar esta presencia activa de Dios en nuestro trabajo, que al relacionarlo con Dios evidencia que nuestra actividad es una cooperación muy secundaria, casi nada. El ver que cuanto podemos hacer es cooperar con la acción principal, que es la de Dios, transforma nuestro trabajo en oración.

Pero sabemos por experiencia que, si no intensificamos la oración-oración que no sea otra cosa sino oración, la dimensión comunitaria, la dimensión fraternal de incluir al otro en Dios, los contactos humanos y el trabajo, todo se vacía psicológicamente de Dios. No es posible mantener el trabajo así empapado de Dios si no dedicamos largo tiempo a la oración-oración.

Esta tiene diversos tipos: está la oración litúrgica que por su carácter especial se nos presenta fuertemente formulada y deja relativamente poco campo a nuestra espontaneidad. Está también la oración de la comunidad, del grupo, en la que tendremos que estar atentos a la idiosincrasia y a la sensibilidad de los otros. Un individuo que, por ejemplo, es muy exuberante y que inmediatamente se lanza por los ¡aleluya, aleluya, aleluya!, da fastidio a los otros; tiene que saber moderarse por espíritu fraternal. El otro, que es muy flemático y que difícilmente se mueve, tiene que aceptar la exuberancia del primero. Así, la oración comunitaria resulta del promedio de lo que es cada uno y del respeto y de la acogida que cada uno debe dar a la modalidad del otro. Esto normalmente llevará a formas más o menos fijas, porque la espontaneidad constante es extremadamente fatigante y no la podemos improvisar todos los días. Por eso, para poder ir adelante, hemos de crear y estabilizar ciertas formas.

Tanto la oración litúrgica como la comunitaria de formas fijas, deben dejar un campo abierto a la espontaneidad, es decir, no deben ocupar todo el campo, porque, si no, son inhibitorias; hay que buscar allí un cierto equilibrio de formas fijas y de campo libre. Ahora bien, en el campo de la espontaneidad hay que estar atentos porque unos días esto no funciona; otros, funciona más; otros, funciona mal... Y son las formas fijas de la liturgia o de la oración comunitaria las que pueden superar perfectamente estos momentos difíciles.

En cuanto a la espontaneidad, debemos ser bastante críticos y no imaginar que por el simple hecho de ser espontáneo ya es creativo; acostumbramos, al hablar de la espontaneidad, añadirle inmediatamente el adjetivo «creativa», que debería ser especificante, como si fuera una cualidad inherente al sustantivo al que se lo adosamos. Y no es verdad. Lo que se ha verificado es que la espontaneidad ordinariamente no es creativa; esto más bien es una excepción. Muchas veces lo espontáneo es bastante mediocre y bastante tonto, y si es mediocre y tonto, digamos que es mediocre y tonto, y no hablemos constantemente de espontaneidad creativa como queriendo decir que toda espontaneidad es creativa; es muy poca la que es verdaderamente creativa. Lo que es creativo, en general, es espontáneo, esto sí; pero no todo lo espontáneo es creativo. Hay que ser muy críticos en esto.

Imaginar que basta dejar espacio libre a la espontaneidad para que un grupo humano empiece a crear, es una de esas utopías sociales que son las enfermedades que sufrimos en nuestro tiempo; la realidad nos demuestra que la creatividad auténtica se da en casos excepcionales; lo más frecuente es que la espontaneidad no pase de la mediocridad. Y de aquí viene la necesidad absoluta de fórmulas bien pensadas, que nacieron de un momento de espontaneidad creativa, del que nosotros, pobrecitos, nos aprovechamos; si rechazamos esto y queremos nosotros crear a toda hora, ¡estamos arreglados!

La espontaneidad en sí misma es difícil; imaginar que basta liberar de leyes a un grupo para que surja la espontaneidad, es otra utopía. La producción espontánea, la espontaneidad en sí misma, cansa horriblemente. Basta ver lo que ha sucedido con la liturgia, por ejemplo, de la Misa; han dejado abiertas muchas posibilidades, han dado mucho campo a la espontaneidad de la comunidad. ¿Cómo y quiénes aprovechan esto debidamente? Rápidamente los grupos humanos caen de nuevo en una especie de rutina, que cansa bastante menos. Eso de estar en la vigilia reflexionando y estudiando cómo se hará la liturgia del día siguiente, qué textos utilizar, etc., creo que son pocas las parroquias y comunidades que lo mantienen durante mucho tiempo. Se empieza con entusiasmo, pronto disminuye, y el resultado tiene un nivel inferior a las fórmulas fijas de antes, porque quedan los huecos que deberían haberse llenado con la espontaneidad que nos cansó y que dejamos.

Con tanta espontaneidad, hoy día lo que ha sucedido es que el nivel humano ha bajado tremendamente. Es difícil encontrar una época en que la vida de oración fuese tan mediocre en cuanto a calidad de formas, tan bárbara a veces en su expresión, tan baja en nivel humano. Tengamos por cierto que la creatividad no es lo cotidiano, es un don relativamente raro; no pretendamos que la creatividad sea tarea de cada día, no es posible; esto sobrepasaría con mucho las posibilidades incluso de los genios humanos; aun los mayores genios no son capaces de hacer un buen soneto por día.

Así pues, al tratar de la oración, no nos engañemos con la creatividad y la espontaneidad creativa. De todos modos, debemos dejar un espacio razonable para la espontaneidad aceptando que no siempre será creativa, porque aun así, si tiene una cierta calidad, es refrescante y rompe el peligro de la rutina que viene de las fórmulas fijas.

Sabemos que la rutina mata el espíritu. Ahora bien, para resistir a la rutina hay dos caminos y ambos necesarios: el esfuerzo del individuo para superar la rutina y el esfuerzo de la comunidad para crear alguna variedad; este esfuerzo por variar ya lleva a superar un poco la rutina. Lo nuevo, lo inesperado, lo que resulta de un esfuerzo, tiene el efecto de despertar la atención. Cuando una comunidad fija un horario, tiene una organización estable de ejercicios de piedad, de trabajo, etc., de forma que ya funciona casi automáticamente, pronto caerá en la rutina total. En tales casos, para darle empuje, hay que desorganizar un poco todo ese armazón, exigir de nuevo una creatividad espontánea para despertar del letargo de la rutina. La dosis correcta que sería ideal es difícil de obtener, porque todos tenemos una increíble tendencia a la inercia. Basta ver lo que está sucediendo con la liturgia después que se dejó tanto espacio a la espontaneidad y creatividad; en general, ya está todo de nuevo rutinizado. El nuevo Breviario [Liturgia de las horas] receta mil posibilidades de variación con el propósito de protegernos contra la rutina; pero me temo que aprovechará poco, porque somos perezosos y cómodos, y la comodidad es uno de los peores enemigos de toda vida.

En cuanto a las fórmulas fijas, además del problema de la rutina, está el de la debida atención que se debe prestar. Un ejemplo concreto y cotidiano: ¡qué difícil es la atención completa a un Padrenuestro! Si queremos poner toda la atención, la recitación se hace larga; si lo decimos de carrerilla, ¿cuánta atención ponemos a lo que decimos? Hay que mantener el ritmo recitativo de la oración comunitaria, que tiene el efecto psicológico humano de crear un ambiente favorable a la devoción, y ya desde antiguo se dio al problema de la atención a las palabras la solución de atender una vez a un punto, otra vez a otro, tener un tema de meditación, etc., conservando la recitación en su función de crear ambiente común. Si queremos recitar el Padrenuestro con la exigencia de una plena atención a todo, ya no lo recitaremos más en común. Hay que aceptar esta nuestra limitación y el correctivo que la tradición de la oración común ha encontrado en la atención alternativa a unos y otros puntos de reflexión.

Hemos de estar muy atentos a la autenticidad de nuestra oración ante Dios. Si uno me viene a pedir un favor, y lo pide con palabras insistentes, pero yo sé que no lo quiere, ¿qué es esto? No es sincero. A los hombres los podemos engañar, a Dios no. Si nosotros usamos palabras de petición ante Dios, ¡atentos a querer lo que pedimos! Y la prueba de quererlo es hacer cuanto está en nuestras posibilidades. Cuando le decimos a Dios: «venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad», ¿pedimos o no pedimos?, ¿queremos o no queremos lo que decimos? Es tremenda la sinceridad total en las palabras «perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden»; si no perdonamos, esto es pedir una maldición. «No nos dejes caer en la tentación», ¿y nos exponemos a la tentación? Si pedimos, la petición es seria cuando hacemos lo que podemos para cumplirla y que sea viable; de lo contrario, no.

Por esto la oración impetratoria seria y auténtica es un empuje tremendo de vida espiritual. El Padrenuestro recitado todos los días con sinceridad nos dejaría sin aliento, agotados; tan exigente es. Y nosotros estamos a toda hora: ...bla, bla, bla, bla... Si ustedes sacasen la cuenta de las peticiones que proponemos a Dios diariamente sin ninguna seriedad, sin darnos cuenta siquiera de lo que estamos pidiendo, sin el mínimo esfuerzo por nuestra parte para que se cumplan, etc., comprenderían la falsedad e hipocresía que hay en nuestra vida de relación con Dios. Honestos ante Dios, sinceros para con Dios. Esto es una exigencia tremenda de vida espiritual, fundamental para el espíritu franciscano. Recuerden que esta honestidad, sinceridad, autenticidad es una de las características del alma de san Francisco en todos los campos; nada de hipocresía, nada de falsedad. Y es una fuerza de empuje enorme para la vida.

A la rutina ha cooperado el que durante el período de formación se nos ha obligado a una serie de actos religiosos, a horas fijas, etc., sin tener en cuenta si querías o no, si tenías ganas, estabas dispuesto o no... ¿No es así?

Bueno, por esto existe la regla vieja de todos los maestros espirituales de no sobrecargar la vida con ejercicios de piedad, de mantener una medida humanamente soportable. Ahora bien, la vida en grupo supone un cierto horario, la repetición a horario fijo de ciertas fórmulas, normas, reglas. Por nuestra parte debe existir el esfuerzo por corresponder a esta exigencia. Sin duda, se había exagerado, se había metido el oficio, la Misa, no sé cuántas devociones, el viacrucis, el rosario, etc., etc. Era una sobrecarga a la que un hombre no podía corresponder con esta autenticidad; de acuerdo. Por eso mismo, la Iglesia ha empezado a aliviar esta carga y la ha disminuido mucho. Pero en la práctica, lo que ha sucedido en muchos ambientes es que ha desaparecido todo, se ha descendido a cero. Antes las Constituciones señalaban la oración que se debía hacer; ahora se ha eliminado el horario de meditación; pero, ¿la hacen o no? Si no la hacen están muertos; sin reflexión no existe vida espiritual. Podrán seguir el método que quieran, pero si omiten la meditación, o si ésta no tiene la suficiente frecuencia en la vida... ¡mal! Es el elemento psicológico de vida interior que decide; si no hay reflexión están muertos.

A uno le puede apetecer más estar una temporada en oración, o hacer una o dos veces al mes la oración en común si le apetece. ¿No sería más sincero hacerlo así?

Usted me apunta dos temas: el «apetece - no apetece», y la sinceridad. Dios dirige nuestra vida espiritual dándonos al principio unos caramelos para despertarnos el apetito, y enseguida nos mete en el desierto, en la sequedad; es lo normal. Si usted sigue como criterio «me apetece - no me apetece»...; usted tiene que continuar aun cuando no apetece. La afectividad, la emotividad, la redundancia emocional, son una dimensión humana, pero no esencial a la vida espiritual. La vida espiritual, interior, la relación con Dios debe existir aun cuando esta resonancia no se dé. Si usted no sabe superar el «apetece - no apetece»...

La sinceridad está en la voluntad, no en la emotividad. Usted puede decirle al Señor: «estoy seco como un bacalao, pero lo hago». En el amor a Dios, la emotividad tiene su función, no esencial. El amor de Dios existe, subsiste y debe subsistir aun cuando estoy completamente seco. Y puede decirle al Señor y Él lo sabe: «estoy en sequedad; amo al prójimo, pero hoy no le tengo afecto sensible». Y el amor continúa y se demuestra en obras, porque está en la inteligencia y en la voluntad. En el extremo contrario, la intelectualización, voluntarización, racionalización, eliminando la emotividad como un enemigo, es otro error.

La importancia excesiva que la psicología moderna da a la emotividad viene del hecho de que toda la psicología moderna se centra en el «behaviour», el comportamiento o la conducta. Es una psicología que se puede aplicar lo mismo a perros y gatos; no es típicamente humana, le falta el elemento específicamente humano, que se ha omitido. Tanto es así, que en los laboratorios las experiencias se hacen indistintamente sobre perros, gatos, ratones, hombres, conejos..., tanto da. Y no creamos que es una ciencia humana, cuando falta precisamente el elemento humano en esta ciencia.

Hay que decir aún esto: la racionalización que olvida la dimensión emocional, afectiva, es también inhumana; serviría para ángeles, no para nosotros. Los dos elementos han de incluirse. Pero nuestra vida de oración debe tener su programa y su estabilidad, independientemente de la emotividad. La relación con Dios, el amor de Dios es un precepto, y la emotividad no puede caer bajo un precepto. Usted no puede preceptuar el amor emocional; pero el amor, sí. Por eso el «cuando me apetece» tiene su categoría y su importancia; si se le reduce a cero, se está fuera de lo humano; pero no puede ser criterio último ni razón decisiva, porque el amor y la relación con Dios están en la inteligencia y en la voluntad. La emotividad es incapaz de una relación directa con Dios; la tiene sólo por la inteligencia que es previa al acto de voluntad; allí está el amor de Dios. En el amor del prójimo tenemos esto mismo; de lo contrario, caeríamos en la cuestión de simpatía o antipatía.

Si yo amo a Dios, ¿qué razón puedo tener para no encontrarlo hoy? Un amor que debe ser «con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas, con toda la mente» (Lc 10,27), sobrepasa con mucho al amor de los enamorados. Así que no puede tener razón de ser el «hoy no me apetece, no tengo ganas, no tengo tiempo». Otro asunto es el que yo tenga el propósito de hacer media hora de meditación, pero un día por las confesiones, ocupaciones, clases, enfermos, etc., no tenga tiempo; esto para Dios es claro, hay un motivo y no se trata de apetecer o no apetecer. El amor apetece siempre a Dios en la inteligencia y voluntad; puede no apetecer en el nivel emocional, y es el fenómeno de la sequedad. Santa Teresa estuvo así 18 años. La pequeña Teresa de Lisieux, como sabemos hoy por los estudios que han corregido la imagen devocionalista de la santa, desde el día en que entró en el Carmen no tuvo una sola consolación, sino sequedad total, una eliminación práctica de lo emocional; este es el camino de santa Teresita; luchó permanentemente contra una inapetencia espiritual. Si ustedes consultan los grandes maestros de la vida espiritual, verán que son unánimes en la experiencia de la sequedad, y es en la sequedad donde crece de hecho nuestra relación con Dios. En los períodos de fuerte emotividad fácilmente nos equivocamos.

Considero que el elemento más importante en la formación debe ser el aclarar al formando este trecho, este desierto, noche oscura, sequedad, este tejido de cosas, emotividad, voluntariedad, etc. Hacerle ver que entre el amor de Dios y el amor del prójimo no hay oposición; que su convergencia es un punto elevado; que no se imagine que la convergencia está a ras de tierra, sino que hay que subir mucho hacia ese punto convergente; pero que sí existe. Si por ejemplo, se da en nosotros lo que leemos en la Imitación de Cristo, «siempre que he estado con los hombres he vuelto peor», la culpa es nuestra; es que yo no estoy donde debería estar, estoy por debajo del nivel necesario; hay que subir más para poder estar con los hombres. Esto de eliminar el estar con los hombres es uno de los equívocos espirituales más perniciosos, más evidentemente contrarios al Evangelio. Ahora bien, hay muchas maneras de estar con los hombres; para la evangélica, hay que subir mucho, pero existe y allí tenemos que tender, y en tanto no lleguemos debemos tomar precauciones para no equivocarnos; pero no poner o crear contrastes que son antievangélicos.

Lo mismo respecto al trabajo. No nos apartamos de la presencia de Dios y de la vida de oración cuando vamos a trabajar; sin embargo, para dar al trabajo esta dimensión de convivencia con Dios se necesitan largos períodos de oración que no sea más que oración; si no, no funciona. Es un ideal tan elevado, tan precioso, que los hombres hemos de luchar constantemente para elevarnos hasta él.

Que todo este ideal y esta convergencia final de los elementos estén presentes en la mente y aceptados en el corazón, y que la vida sea un esfuerzo constante para llegar allí; esto creo yo que sería lo más importante en la formación. En comparación con esto, lo demás es secundario. Ser secundario no quiere decir que no tenga su peso y su valor, sino que los tiene relativamente. El amor de Dios y de los hombres es todo, aquí está la ley y los profetas.

Naturalmente, la integración de todo esto en la personalidad supone una buena formación emocional y de la afectividad, una formación intelectual y volitiva. En la formación intelectual hay mil posibilidades según la finalidad que se tenga a la vista, pero no tiene un valor final en sí misma, sino que debe estar siempre al servicio de la voluntad, del amor. En este sentido, dice Escoto que toda la ciencia es práctica; «praxis», en Duns Escoto, es este estar al servicio del amor. Y me parece una forma muy franciscana de enfocar la formación intelectual.

Después de haber estado haciendo oración desde pequeños, de haber oído todo esto tantísimas veces, puede darse que, al hacernos mayores, tengamos la impresión de haber fracasado en la vida de oración, que sintamos como una frustración; ¿qué falla ahí? Muchas veces entre nosotros falla la cooperación constante del individuo; nos inhibimos excesivamente, somos perezosos y comodones; el esfuerzo de cada uno es relativamente pequeño para que la ayuda del grupo sea intensa. ¿Cómo convencer al individuo para que haga este esfuerzo cotidiano? No lo sé, francamente; he pensado muchas veces en esto y creo que no existe para esto una píldora eficaz «ex opere operato»; intentar convencer, atraer, empujar, no descansar... Basadas en la experiencia humana, se crearon estructuras para esto, que actualmente se han eliminado; se sabía que los mejores propósitos de hoy, mañana están olvidados. El examen de conciencia diario, las horas de meditación fijadas, la lectura espiritual con horario establecido, el retiro mensual y anual, las fiestas, la renovación de profesión, etc.; todos estos elementos nacieron de la experiencia para superar este nuestro constante olvidar. Eliminar todo esto, sin nuevos elementos que lo sustituyan, sería reducir a cero las esperanzas de un futuro mejor. Vemos que no tenían razón de ser algunas de las estructuras anteriores, pero enseguida debemos comenzar a buscar nuevas formas de expresión de nuestro espíritu, para superar la rutina y no quedarnos en el vacío.

Si unen la importancia decisiva de la vida de oración, lo complejo y delicado que es en concreto hoy este asunto, la necesidad de un progresivo y constante desarrollo en la autenticidad y sinceridad ante Dios, lo imperativo que es integrar en la cima del amor de Dios el amor del prójimo, el trabajo, la afectividad y la voluntad, lo emocional y lo intelectual, etc.; si unen todo esto, comprenderán que la vida con Dios es lo más importante en nuestra formación.

2. LA ORACIÓN Y SUS FORMAS
EN LA VIDA DE FRATERNIDAD

¿Cómo ha de entenderse eso de que la comunidad ora en común, respecto a la oración litúrgica y principalmente respecto a la oración mental?

Existen varios tipos de oración en común. Evidentemente, hay que tener algunas fórmulas preestablecidas y dejar un tiempo discreto para la producción espontánea; estos dos elementos deben estar equilibrados. Las fórmulas hechas encierran el peligro de la rutina, que hay que superar con una mayor atención al contenido; esto es trabajo personal. Toda oración, para ser tal, tiene que ser personal, tanto si es privada como si es común.

Entre las fórmulas obligatorias tenemos las de la liturgia, que hoy son bastante flexibles y dejan campo a la iniciativa del grupo; importa moverse en este campo de la iniciativa, inventando las formas complementarias en variedad. No conviene sobrecargarse de ellas. Lo que sí conviene y es necesario es crear fórmulas bien pensadas, magistrales a ser posible, que contengan la espiritualidad franciscana; de lo contrario, perdemos lo propio nuestro.

En la oración litúrgica se ha concedido siempre un gran valor a los momentos de silencio. El Padrenuestro, Avemaría y Credo con que iniciábamos las Horas, originariamente eran momentos de reflexión; como en otros tiempos no tenían reloj, indicaban el tiempo que se debía permanecer en silencio con esas oraciones, que eran como una medida de tiempo: permanecer en silencio lo que dura la recitación de un Padrenuestro, por ejemplo; hoy decimos: un minuto, dos minutos de silencio. Con el paso del tiempo se perdió el sentido original y se pasó a recitar dichas oraciones; así se eliminaron los momentos de reflexión silenciosa. Hoy la liturgia prevé de nuevo tales momentos. En la Misa, por ejemplo, para el Confiteor, para antes de la oración, después de las lecturas, después de la homilía, después de la comunión.

Yo creo que hay que alargar y dar todo su valor a estos momentos; yo personalmente no consigo reflexionar en medio minuto; cuando el cerebro empieza a funcionar y concentrarse ya pasó el medio minuto; hay que dar más tiempo porque esos momentos son muy fecundos; deberían ser tiempos de cinco o seis minutos. Esto da vida a las fórmulas porque se puede reflexionar sobre lo que se ha dicho, hacer aplicaciones, disponer el ánimo... Incluso, tras un tiempo de silencio, se puede dialogar unos momentos; entonces, cada uno puede proponer una idea en forma de propósito o de petición, como en la oración de los fieles, o un pensamiento fruto de la reflexión. Así se tiene un espacio de espontaneidad preparado por la fórmula fija reflexionada y meditada.

Otro tanto se prevé ahora en la Liturgia de las horas; se han abreviado y reducido las fórmulas, no para disminuir el tiempo de oración, sino para crear espacios de silencio y de reflexión. Sin embargo, se está constatando un poco por todas partes que matamos estas posibilidades con las prisas; tenemos miedo al silencio, que podríamos y deberíamos aprovechar. En Francia, incluso entre los Hermanos de Taizé, he observado mucha insistencia y mucho interés en dar toda su importancia a esos momentos de reflexión. Considero una medida muy buena el dar espacio suficientemente largo a los momentos de silencio y reflexión.

Tenemos también las homilías que debemos preparar bien; no se trata de que hay que hablar y se habla, sino de que sean una verdadera aportación espiritual.

Muy buenas para la vida de oración en común son las celebraciones de la Palabra de Dios. En Medellín [Capítulo general de 1971] ellas constituyeron los momentos cumbre. Hay que prepararlas bien, sin fiarse demasiado de la espontaneidad del momento, que suele fallar o dar resultados pobres. Una celebración de la Palabra, preparada cuidadosamente, no muy larga en sus fórmulas y con estos momentos de silencio intercalados, es muy fecunda.

También existe la posibilidad de una meditación dialogada. Se toma un tema espiritual o se hace la lectura de un buen texto; después de un poco de reflexión personal, se dialoga y discute para llegar a una decisión común. Es una buena oración, pero no creo que siempre tenga que hacerse así; nosotros necesitamos entrar largamente en un contacto personal con Dios, contacto en el que el prójimo no queda excluido. Yo suelo decir a las Hermanas que jamás tenemos audiencia privada con Dios, siempre estamos acompañados. La Iglesia es la Comunión de los Santos y no podemos salirnos de ella; nosotros debemos llegar a aquella dimensión de amor del prójimo y de convergencia del amor del prójimo con el amor de Dios, en que el prójimo ya no nos estorbe. Si cada vez que estamos con los hombres nos volvemos peores, como dice la Imitación de Cristo, es señal de que estamos muy retrasados en el amor del prójimo, que debería ayudarnos a pesar de las dificultades.

En general, la oración común tiene la calidad y el nivel de la vida de oración privada del fraile. Si no hay vida de oración privada, difícilmente existirá una verdadera oración común; palabras comunes las habrá, pero oración, vida de oración, no. Dentro de estas perspectivas deben cultivarse la oración privada y común simultáneamente. Somos religiosos y nuestras fraternidades son de convivencia con Dios, por ello si en la vida de la comunidad no hay oración en común, falta lo principal; tendremos todo lo accidental y accesorio, pero nos faltará lo sustancial. Hay que llegar a la vida de oración en común y perfeccionarla constantemente con la intensificación de la oración privada. Cuanto más se intensifica esta oración privada, tanto más el contacto con el prójimo se trasforma en oración, y tanto más el trabajo también se transforma en oración. Si no hay vida de oración, es una ilusión imaginar que el trabajo es oración, no lo es; permanece en su dimensión horizontal y no tiene relación psicológica, mía, con Dios. Debería tenerla y teóricamente la tiene; pero de hecho la tendrá sólo en la dimensión psicológica que tengo yo. Por esto, afirmar que el trabajo es oración, es una tesis correcta, pero sólo suponiendo lo que hay que suponer y previas las calidades del individuo, no «ex opere operato». Cuando hoy tenemos quienes ponen en tela de juicio el «ex opere operato» para los sacramentos, en otros sectores los hombres están fantaseando y aceptando una serie increíble de «ex opere operato». La vida común de oración se construye con el esfuerzo constante de todos y de cada uno; no se llega jamás a una estabilización, es por sí misma dinámica; cuando se formaliza o estabiliza, ya ha empezado a decaer.

¿Qué le parece nuestra forma tradicional de meditar en común, leer un poco y meditar luego un rato?

Me parece que es un método que ahora está incluido en la liturgia; tan bueno era, que se ha hecho oficial para todos. Pero conviene reflexionar: ¿por qué se puso ese horario de meditación, media hora por la mañana y media hora por la tarde? Creo que fue una medida pedagógica para conseguir que se meditara. Ahora nuestras leyes no determinan un horario fijo, y yo me pregunto: ¿se medita o no?, ¿quién meditaba antes y quién medita ahora?... La meditación en común es un concepto en sí contradictorio, porque la meditación, fuera del método dialogado, es en sí una actividad muy individual. La medida de fijar un horario, de reunirnos en común, de tener un tema en la lectura, nos liberaba de la obligación de tomar nosotros la iniciativa en todo ello; luego, cada uno podía meditar lo que le gustaba, en el supuesto y a condición de que meditase. Eliminada esta estructura, temo que se haya eliminado también la «res»: la oración y meditación, lo que sería un gran mal; la vida religiosa no funciona sin meditación.

¿Hay meditación en común cuando los religiosos están en distintos lugares?

Objetivamente, no; subjetivamente, sí. Eso de estar todos a la vista era un poco para el control del superior, y no me parece esencial aunque tenga su importancia. Era una forma de ejercer una cierta presión sobre el individuo para que no se evadiese. Ahora bien, sabemos que con este sistema no se producía automáticamente la meditación; posiblemente muchos de los que estaban allí sentaditos, en pie o de rodillas, meditaban poco. Creo que se había llegado a un cierto formalismo, que no era culpa del método; fácilmente nos disculpamos con las estructuras, cuando el único pecador somos nosotros; en cualquier sistema es necesario un esfuerzo constante. Hoy estamos descubriendo que esta manera tradicional de meditar, como casi todas las estructuras que tan generosamente hemos echado por la ventana, nacieron de una muy común experiencia humana y eran mejores de lo que parecían, bastante protegidas contra unas ilusiones utópicas que hoy estamos sufriendo. Nosotros estamos inclinados a creer que aquello que debería ser, lo es de hecho; cuando argumentamos con lo que debería ser, tendríamos que ver con objetividad y realismo si de hecho es así o no. Que muchas veces esto o aquello debería ser así o asá, es indiscutible; pero que de hecho lo sea, es otra cuestión, muy diferente. Y aquellas reglitas, estructuras, disciplina, etc., nacieron de un esfuerzo por llevar a la actuación de lo que debería ser. Ahora lo eliminamos todo y me temo que hagamos menos que antes; hemos creado un hueco que es necesario llenar. Es cierto que se pueden utilizar métodos diversos; pero hay que tener uno.

En cuanto al lugar más adecuado para meditar, depende mucho de cada persona. Hay personas para las que va muy bien el meditar en la habitación y no les encaja hacerlo en común. Hay otras que cuando están en grupo meditan mejor. Es necesario, pues, un poco de flexibilidad, siempre a condición de que se medite de veras. Cualquier disciplina que regule la meditación tiene como razón de ser el que se medite. No tiene sentido la disciplina por la disciplina; así lo enseñan los maestros de la vida espiritual.

¿Qué métodos o modos de actuar considera más apropiados para hacer la meditación?

Existen diversas posibilidades. Por ejemplo, supuesto un tiempo destinado a estar con Dios, puede cada uno leer en su libro, luego meditar; o si tiene ya un tema y no necesita de libro, entrar enseguida en diálogo íntimo con Dios. Se puede también partir de un texto común para todos, tras cuya lectura cada uno reflexiona sobre el mismo. Los libros de meditación nacieron para suplir la falta de fantasía de los individuos y ayudarnos en los momentos de necesidad. Hay tantos temas y tantas necesidades en la vida espiritual, que basta un poco de atención y de sensibilidad espiritual para captar y encontrar temas de meditación.

El método de san Pedro de Alcántara y otros son tentativas para llegar a reflexionar. En su libro, san Pedro pone de relieve lo difícil que resulta recogernos interiormente; vivimos distraídos; hasta llegar al punto de poder empezar a meditar, según san Pedro de Alcántara, se pasa media hora; si todo el tiempo destinado a la meditación es media hora, cuando empezamos a encontrarnos en el ambiente propicio de recogimiento, se acabó. Por eso necesitamos un ambiente que nos prepare a la meditación, y esta es la razón de ser de la clausura, de la vida privada y de la intimidad reservada al fraile, de la soledad. Si ustedes llegan de la calle, entran en su habitación y dejan la puerta abierta, entran y salen, para arriba y para abajo..., así no es posible estar recogidos. El recogimiento presupone como necesarias una serie de condiciones humanas y ambientales; o se ponen seriamente las condiciones, o la cosa no funciona. Imaginen que la meditación empieza inmediatamente después de venir de la carretera o de un trabajo pastoral intenso... Primero hay que calmarse, limpiarse, recogerse en el silencio, ambientarse...

Por esto me disgusta tremendamente el que con tanta facilidad se atente contra la clausura. No siento ninguna veneración por la clausura en cuanto clausura, pero sí en cuanto instrumento para la vida recogida. Hoy en algunos de nuestros conventos está la televisión funcionando a toda hora, hay media docena de frailes con el transistor encendido y con música de cualquier clase a toda potencia... No tienen el coraje de enfrentarse consigo mismos, calmarse y empezar a recogerse, para poder meditar. Uno de nuestros mayores defectos lo veo en la superficialidad e irresponsabilidad con que creamos, o no creamos, las condiciones previas indispensables humana y psicológicamente para la oración.

Un ejemplo de cómo recogernos para meditar podemos verlo en la liturgia. Vamos a la sacristía, donde encontramos un ambiente de silencio; mientras nos ponemos los ornamentos, pensamos en su simbolismo; esperamos en recogimiento el momento de empezar; la salida procesional... Todo esto sirve para sintonizar el alma con la oración. Se empieza con la confesión, examen, reflexión, unos cánticos..., y cuando se llega a la lectura tenemos ya el alma preparada. Esto es un modo humano y psicológico de crear las condiciones necesarias para la reflexión.

Otro tanto tenemos que hacer para la meditación. Cada uno tendrá que buscar y encontrar su método personal entre los muchos que son posibles. A unos les va mejor la lectura espiritual meditada, van leyendo y meditando poco a poco. A otros les basta leer un fragmento y enseguida ponerse a meditar durante media hora o más. Hay quien medita mejor con el método dialogado. No falta aquel a quien le ambiente y favorezca una fuga de Bach, por ejemplo. Son tan diversos los métodos que el Capítulo general de 1967 decidió dejar al fraile que hiciese la opción; ahora bien, esta libertad es otro de esos elementos que no son eficaces «ex opere operato»; hay que cooperar y trabajar. Me parece que, en este terreno, permaneceremos siempre en la condición de aprendices. Cuando nos cansamos de un método y ya no nos sirve más, podemos pasar a otro.

Por cuanto sabemos de los maestros de la vida espiritual, la meditación tiene por finalidad el llevarnos a actos de amor de Dios y del prójimo; para decirlo con la terminología tradicional, tenemos que inflamar el corazón para estos actos de amor. Estos actos no han de ser necesariamente emocionales o afectivos, aunque también pueden serlo si llegan; pero aun en la sequedad y en el desierto se ama a Dios con la inteligencia y con la voluntad. Y cuanto antes y más rápidamente se llega al amor de Dios, antes termina su función la meditación; no hay que insistir en el reflexionar cuando el alma llega a actos de amor; hay que permanecer en ellos cuanto se pueda. Así que conforme se va progresando en la vida espiritual se va eliminando por sí misma la meditación. Según san Juan de la Cruz, se llega a un punto en que la meditación se hace imposible porque el alma inmediatamente llega a actos de amor; y no es del caso apagar el fuego para enseguida encenderlo de nuevo. La meditación es un método para encender el amor de Dios; si está ya inflamado, mejor dejar de lado el simple instrumento. San Juan de la Cruz enseña de una manera explícita y san Buenaventura de una forma magistral, en el Soliloquium y en el Itinerarium mentis ad Deum, que con el progreso en la vida de oración, la función intelectual decrece y la función de la voluntad crece; hasta el punto de llegar casi a la imposibilidad de reflexión porque uno está inmediatamente inflamado en el amor de Dios. Es algo así como lo que le sucedía a san Francisco. Un día le preguntaron por qué no tenía un Evangelio, él que tanto hablaba del Evangelio, y por qué no lo leía. El santo respondió: «Lo poco que yo he leído y un poco que retengo en mi cabeza, ya es más de lo que puedo realizar, ¿para qué leer más?».

A veces tengo un poco la impresión de que nosotros, como grupo, no llegamos a dar el primer paso en este camino de progreso, y hay que entrar en él.

A veces en la mesa brota una conversación espiritual, ¿puede considerarse meditación dialogada?

Bendita la refección en la que brota tal conversación, no la impidan. Sucede bastantes veces que cuando una comunidad fomenta el espíritu fraternal, fácilmente surgen tales conversaciones, incluso durante las comidas. Ahora bien, hacer de la refección un tiempo de meditación, como norma, no es posible. De todas formas, conviene recordar aquello de nuestro Padre: «según los lugares y tiempos y frías regiones». Los nórdicos encuentran una dificultad tremenda para manifestar su vida interior; para los meridionales es más fácil, son menos reservados. De ahí que las Constituciones no hayan prescrito nada en concreto sobre esto, han preferido la flexibilidad.

Las CC. GG., la vida de oración y el Capítulo conventual

Francisco captó y vivió los valores característicos franciscanos por su unión con Dios, y dejó a su fraternidad un programa para que fuese una expresión visible de la vivencia de Dios. Hoy sentimos la necesidad de la vida comunitaria con Dios, pero comprobamos que nos falla. Según las CC. GG., el Capítulo conventual es el promotor y garante de la fraternidad en sí y en su relación a Dios. ¿El Capítulo de Medellín ha llegado a alguna conclusión para asegurar y fomentar la actualización de la vida con Dios?

En el Capítulo de Medellín [de 1971], al tratar de las Constituciones, nos encontramos con una problemática diferente de la planteada por usted. En Medellín se nos presentó el problema de la ley como tal. Había allí un grupo, que fue perdiendo terreno hasta casi desaparecer, al cual le parecía que pura y simplemente se deberían eliminar las Constituciones y dejarlo todo a la espontaneidad creativa. Sería un extremo opuesto al que usted apuntaba. Ya he hablado antes suficientemente de la espontaneidad creativa; recuérdenlo.

Así pues, el pretender eliminar de las Constituciones todas las leyes para dar espacio a la espontaneidad creativa, es una utopía. Ahora bien, el hecho de que en las Constituciones que tenemos se haya dejado mucho campo a la creatividad e iniciativa de la comunidad local, tal vez es un optimismo exagerado, tal vez sea un poco de utopía. Lo que se puede prever es que, como siempre sucede en la historia de los grupos humanos, se pase de este gran espacio dado a la libertad del individuo, a unas determinaciones más minuciosas; en lugar de parar en un punto razonable, fácilmente se va a parar en la exageración de una minuciosidad excesiva y formalizante. Una vez que se ha llegado a este punto de exageración en las leyes, viene la reacción, y de nuevo se parte hacia el otro extremo de eliminar leyes y crear espacios para la espontaneidad creativa. Y así se está de un lado para el otro. Ya veremos dónde quedamos en el Capítulo de 1973. Una de las cosas que me sorprendieron mucho en el Capítulo de 1971 fue que, prácticamente, las propuestas de modificación que se presentaron, tendían a la centralización contra el movimiento descentralizador que ya estaba cansando bastante.

Respecto a la vida de oración, se podría fijar por ejemplo: habrá por lo menos una hora de oración diaria, que se podrá dividir en dos mitades. La Provincia hace su horario y establece, por ejemplo, que media hora será por la mañana temprano y la otra media por la noche antes de la cena. Esto hecho, se plantea la primera cuestión: ¿la comunidad, todos los individuos, estarán presentes o no? Segunda cuestión: ¿los que estén presentes, meditarán o no? Por muchas leyes que existan no se llega «ex opere operato», automáticamente, a una vida de oración; será siempre necesaria la cooperación personal y responsable con la gracia, cooperación que ninguna ley puede suplir. Es evidente que si las leyes concretaran más detalles, los responsables del grupo, los superiores podrían urgir más fácilmente ciertos puntos.

Pero yo creo que sería mejor y mucho más franciscano que los superiores se pusieran a pensar en la buena realización del Capítulo conventual, y se preocupasen más de despertar constantemente la responsabilidad y la respuesta de sus frailes ante las exigencias de una vida franciscana auténtica. Estoy convencido de que se puede dar, más o menos, una opinión sobre la calidad de vida interior y de vida franciscana de una Provincia mirando sus Capítulos conventuales. Donde se hacen bien, todo el resto va bien. Donde no se hacen, difícilmente las cosas pueden ir bien. Es una estructura básica de las CC. GG., de carácter muy franciscano, muy acorde al espíritu de san Francisco que gustaba tratar sus cosas en diálogo con los hermanos, y que puede ser de un efecto muy grande; pero supone un esfuerzo también muy grande de parte del superior y de parte de toda la comunidad local.

La concelebración en la vida de fraternidad

El artículo 18 de las CC. GG. recomienda a los hermanos que celebren la Eucaristía en común, y a los sacerdotes que concelebren. Dadas las obligaciones pastorales de muchas casas, no es posible concelebrar sin binar. ¿Cómo podría resolverse esto dentro de las normas vigentes?

De suyo en las normas vigentes no se autoriza la binación para concelebrar en las Órdenes no corales, salvo algunos casos particulares. No obstante, considero que es motivo suficiente para binar el que la comunidad pueda celebrar la Eucaristía en común y que los sacerdotes, para participar en ese acto de la fraternidad más de acuerdo con la propia condición y para manifestar la unidad del sacerdocio, puedan concelebrar. ¡Es tan importante la celebración eucarística para la auténtica fraternidad! Yo diría, respondiendo a su pregunta, que pueden concelebrar aun binando si es necesario, por existir una causa razonable y más que suficiente. Lo que les recomendaría es no hacerlo con excesiva frecuencia para evitar la rutina.

Ahora bien, tienen que estar dispuestos a aceptar una admonición o condenación si alguien recurre contra ustedes, porque los que van a juzgar el recurso no están obligados a aceptar sus puntos de vista. Hay muchas cosas que en conciencia son posibles, dentro de una flexibilidad razonable, si no se hace publicidad; de lo contrario, se acabó. Recuerden que el ratón cuando quiere comer queso, lo primero que ha de hacer es no meter ruido.

3. LA VIDA CONTEMPLATIVA EN LA ORDEN

¿Existe en la Orden un movimiento de renovación del espíritu contemplativo?

Lo que hay en la Orden, un poco por todas partes, es la convicción de la necesidad de lo que históricamente llamamos casas de retiro; es una forma muy deseable de vida franciscana y por todas partes se habla de ella, se intenta y se quiere realizar; esto sí existe. Ahora bien, donde se ha realizado de forma intensa, los turistas se han encargado de estropear casi siempre tales iniciativas. El ermitaño que llega a un cierto nivel de vida contemplativa tiene tal atractivo para los turistas, que se transforma en un punto de alto turismo. Y con ello se acabó la posibilidad de vida contemplativa. Con frecuencia las mejores iniciativas han muerto porque los ministerios de turismo han puesto asfalto hasta la puerta del eremitorio. Este asfalto es terrible. Si ustedes pueden conservarse a distancia del asfalto y silenciosos, como el ratón que quiere comer queso, su empresa de vida contemplativa podrá funcionar; si no, no. No durará; los turistas tienen una capacidad tremenda para esterilizar la vida espiritual.

Otro de los peligros que se ha comprobado lo constituye el gentío que suele venir a estos centros a pedir consejo; la dirección espiritual intensificada de la gente, las frecuentes visitas a parroquias, la admiración de los fieles que acude a estos frailes para mil cosas, etc., impiden la vida contemplativa y pueden llegar a matarla. En este aspecto suelen plantearse dificultades concretas en estas casas.

Otra dificultad nace a veces de que las Provincias ya están saturadas de iniciativas; han tenido muchos hombres con ideas creativas que se han ido plasmando en obras, y ya no quedan espacio ni personas disponibles para otras iniciativas. Por esta razón puede encontrarse en algunas Provincias una cierta resistencia a permitir que los frailes vayan a los eremitorios, ya que precisamente los frailes con vocación para esto son los buenos, no los mediocres; y los buenos son apetecibles en todas partes. Esto es otra seria dificultad.

Creo que de todos modos la comprensión y la tendencia y deseo de vida contemplativa en unos y otros, siguen bastante intensos en la Orden. Las realizaciones concretas emprendidas son numerosas. Tal vez ustedes se extrañen de que abunden en los mismos Estados Unidos; casi todas las Provincias tienen una o más casas de retiro, de estilo americano, pero de intensa vida contemplativa en definitiva. Alguna ya ha tenido que trasladarse a un lugar más apartado para liberarse de los turistas. Las hay que funcionan como casas de ejercicios espirituales para los fines de semana: los sábados y domingos se reúnen allí muchas personas para unos ejercicios espirituales intensivos; el domingo por la noche marchan todos y, de lunes a viernes, se queda allí solo el pequeño grupo de frailes, tranquilos y entregados a la vida contemplativa.

¿Qué clase de formación habría que dar a los jóvenes que vienen a la Orden para ser puramente contemplativos?

Pueden ustedes encontrar la respuesta en aquel opúsculo de san Francisco para los eremitorios; allí verán el estilo más típicamente franciscano de vida en eremitorio. Lo que el santo nos propone como base es la intermitencia de vida contemplativa y de vida activa. Y esto mismo es lo que observamos en la vida de nuestros grandes contemplativos: san Pedro de Alcántara, san Leonardo de Puerto Mauricio, san Pascual Bailón y otros; todos ellos fueron alternando la vida contemplativa con la vida activa.

Me parece que una vocación exclusivamente contemplativa podrá imitar a san Francisco en algún aspecto de su vida, pero difícilmente encajará en las estructuras de la Orden concreta que el santo nos ha dejado. Se podrá tolerar en una Provincia el que no se moleste y se deje en paz tal vocación; pero no creo que sea el ideal franciscano propiamente dicho. Considero que para nosotros la dicha intermitencia es un elemento que casi forma parte del modo de ser franciscano, de nuestra vida. Yo no excluiría al individuo que tiene exclusivamente vocación contemplativa en cuanto individuo; pero teniendo en cuenta las estructuras de nuestra Orden, me parecería mejor que un tal individuo se fuese a una Orden puramente contemplativa. Así pienso yo.

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. I, núm. 2 (1972) 87-103].

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