DIRECTORIO FRANCISCANO
La oración franciscana

LA VIDA CONTEMPLATIVA Y LA VIDA DE CARIDAD
DE LAS MONJAS FRANCISCANAS

por Constantino Koser, O.F.M.

[A finales de diciembre de 1971 y principios de enero de 1972, el P. Koser, entonces Ministro General de la Orden Franciscana, visitó las provincias de Valencia y Cartagena y mantuvo múltiples encuentros con sus religiosos y también con las clarisas reunidas en sus monasterios. El texto que sigue es la trascripción de las charlas dirigidas a las monjas. Para su exacta comprensión, debe tenerse en cuenta que el P. Koser hablaba en español, que no es su lengua nativa, y que no son estudios preparados y elaborados previamente, sino exposiciones espontáneas en las que, en todo caso, emergen ideas profundamente meditadas, ciencia y experiencia acumuladas en el estudio, la observación de la vida y las responsabilidades de gobierno].

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Es excepcional en la historia de la Iglesia lo que está acaeciendo en estos últimos años con cierta frecuencia respecto a las salidas de la clausura. Yo dije una vez, en una de las reuniones de la S. Congregación de Religiosos: salen las monjas para ir al dentista, para votar, etc., ¿por qué no pueden salir para ir a Misa y para participar en actos que, posiblemente, les darán dentro de la clausura un empuje de vida espiritual bastante grande? Si hay razones humanas para la salida de la clausura, ¿por qué las razones espirituales no pueden valer? Y poco a poco, no por mérito mío, sino por todo el desarrollo, se ha llegado a esta posibilidad, como en el caso de la reunión que hacemos hoy. Esperemos que la dispensa de la ley de la clausura, dada para esta ocasión, sea compensada con una ventaja espiritual, de manera que vuelvan más decididas a la clausura, más decididas a una vida contemplativa, que es la conforme a su vocación.

LA TRANSICIÓN EN QUE VIVIMOS
NOS DEVUELVE EL ALMA DE PEREGRINOS

El P. Asistente ha conmemorado el período de transición y acomodación en que se encuentra la Iglesia, transición, tal vez, la más fuerte que la Iglesia ha tenido en su ya larga historia. Si es la más fuerte, como pienso yo, no es la única ni la primera; nosotros tal vez nos asustamos excesivamente ante el hecho de los cambios. Es que estábamos un poco instalados, en seguridad, como en casa nuestra, y habíamos olvidado que somos peregrinos. Aquí en la tierra no tenemos casa, estamos de viaje, y donde nos encontremos debemos mantener un alma de peregrino. Lo típico del peregrino es aceptar que hoy es así y mañana será diferente, sin perder el norte, sin perder de vista adonde quiere llegar en su peregrinación.

Este hecho, esta transición en la Iglesia, nos ha dado de nuevo la conciencia de peregrinos. No es que todo lo que se ha cambiado es porque estaba errado; muchísimo de lo que se está cambiando y de lo que entró en crisis era bueno. Y si uno pregunta: ¿por qué cambiarlo? Se podía conservar y estaría bien conservarlo; pero nos instalamos excesivamente y tal vez Dios ha querido esta tempestad para desinstalarnos y crear de nuevo en nosotros la mentalidad de peregrinos.

Cambios en la Iglesia los ha habido muchos; la Iglesia empezó con cambios. Estamos a mucha distancia de los Hechos de los Apóstoles y ya evaluamos lo que fue la tempestad del choque, choque de hecho, entre san Pablo y los otros Apóstoles. Lo que leemos en el capítulo 15 de los Hechos, aquella reunión en Jerusalén, significó un cambio muy profundo, fue fortísimo en la Iglesia primitiva. Y hubo otros. Los problemas nacieron inmediatamente.

Hace poco estuve en Estados Unidos participando en una reunión de superiores locales, y en la homilía un profesor nuestro de ciencias bíblicas, refiriéndose a los versos leídos de la Epístola a los Corintios, hizo esta pregunta: Díganme, ¿cuál es el problema de la Iglesia de hoy que san Pablo no haya tenido que afrontar en la comunidad de Corinto? Basta leer la Carta a los Corintios para ver que todos los problemas que tenemos hoy, existían ya en aquella comunidad y primera generación; tenían el problema de los profetas, el de los carismáticos, el de las derechas e izquierdas, el de la dificultad con la autoridad; unos eran de Pedro, otros de Pablo, otros de Apolo, otros no eran de nadie, y así sucesivamente. Difícilmente podremos descubrir un problema en la Iglesia de hoy que no haya existido ya en esta primitiva comunidad de Corinto.

Así que tendremos que convencernos de que la voluntad de Dios no es que tengamos aquí una vida tranquila. Lo que Dios quiere es que vivamos nuestra condición de peregrinos, que consiste en cambiar de ambiente, en cambiar de situación y marchar adelante sin apegarse a nada en la tierra. Yo creo que cuanto más nosotros renunciemos a instalarnos en un ambiente, tanto más disponibles estaremos para cooperar con la gracia de Dios y para marchar adelante en dirección a nuestro ideal.

NUESTRA META, LA CARIDAD

¿Y cuál es la meta a la que debemos tender? Se responde: el cielo. Tal vez sea mejor decir: el amor de Dios. Y la meta del amor de Dios está inseparablemente acompañada del amor del prójimo. No puede existir en la Iglesia y ante Dios un camino de perfección que no tenga, como meta, el amor de Dios y que no incluya el prójimo. Tanto es así que Dios jamás nos concederá una audiencia privada; ante Dios siempre estaremos con el prójimo; de otra forma no seremos admitidos. Sabemos cuál es el primer mandamiento y el segundo, igual al primero; esto hay que considerarlo con enorme seriedad. Si en nuestra vida de oración intentamos meternos a solas con Dios, sin llevar con nosotros al prójimo, hacemos una tentativa inútil y jamás seremos admitidos. En la vida más íntima de oración y contemplación, o el prójimo está dentro de la misma, o esta vida no existe. Cuanto más leemos el Evangelio, más lo meditamos y reflexionamos, tanto más nos convencemos de que es así. Las cosas llegan a tal punto que san Juan dice: «Si alguien dice que ama a Dios, pero odia al prójimo, miente» (1 Jn 4,20). «Odia» es un semitismo que significa en el contexto: si dice que ama a Dios y no ama al prójimo, es mentiroso.

¿Y qué quiere decir amar al prójimo? ¿Interesarse por la conversión de una tribu indígena de Nueva Guinea? Sí; pero el amor al prójimo empieza en el propio ambiente, dentro del monasterio. Es fácil amar a quienes no conocemos y con quienes no nos encontramos; el amor al prójimo ha de hacer su prueba dentro del convento, con la hermana, ésta es el prójimo. Y hay que hacer de la vida, dentro del monasterio, un modelo de amor al prójimo para que pueda ser aceptada por Dios. Sabemos por experiencia que todos nacemos con los siete vicios capitales, con ambición, envidia, celos... Y me parece que el elemento más importante de progreso en la vida espiritual es el vencerse a sí mismo, el superarse en este terreno, para hacerse acompañar del prójimo más próximo en la vida de oración y aún en lo más íntimo de la vida contemplativa. La prueba del amor de Dios está en el amor al prójimo. Si cuando llegue el juicio, ustedes alegan haber observado la clausura, los votos, el silencio, la disciplina monacal, etc., el Juez les argüirá: «Tuve hambre, sed, estuve enfermo...». Este es el examen por el que tenemos que pasar. No es que el resto no cuente, sino que el amor del prójimo, tal como está en el Evangelio, en la Carta a los Corintios, en san Juan, etc., es lo más importante en nuestra vida cristiana. Quien dice que ama a Dios y no ama al prójimo, es mentiroso; no lo olvidemos.

El amor del prójimo puede seguir diversos caminos. Podemos practicarlo en familia, como enfermera en un hospital, como profesora en una escuela... ¡Hay tantas maneras! Se puede practicar ayudando a los pobres directamente, trabajando en misiones... Pero, igualmente, la vida en el monasterio de clausura es un camino de amor al prójimo. El prójimo dentro del monasterio, el prójimo con el cual entran en contacto hacia afuera, aunque sea reducido, y el amor del prójimo, esto es lo más importante para la vida contemplativa; el prójimo que entra en la oración, que va con nosotros en audiencia ante Dios. Evidentemente, allí el prójimo no podrá estar con nosotros si no practicamos el amor al prójimo, la visita a los enfermos, el perdón más que todo, el querer bien al prójimo más próximo. Es sobre esta base como se puede construir una vida de oración y una vida contemplativa auténticamente evangélica. Ya saben ustedes que la vocación a la vida contemplativa es preciosa en la Iglesia, y que tiene todos los favores y apoyo de la Iglesia por ser una forma elevadísima de vida cristiana y de vida evangélica. Y lo es precisamente porque incluye el amor del prójimo.

LA PARÁBOLA EVANGÉLICA DE LAS DIEZ VÍRGENES

Ahora, hay que preguntarse en qué consiste la vida contemplativa. Me gustaría apoyar mis palabras sobre la parábola evangélica de las diez vírgenes. San Agustín, en su comentario, dice que la parábola fue dicha por el Señor para todas las almas, aunque a veces es aplicada a las monjas. Creo que tiene razón y que, desde el punto de vista bíblico, no tiene en la mente de Cristo una relación específica a las monjas contemplativas. De todas formas, si fue dicha para todas las almas, lo fue también para las monjas; y en este sentido me gustaría partir de aquí.

En la parábola tenemos una serie de elementos, que son como la disposición para entrar en la sala de fiesta: 1) son diez vírgenes; ser virgen no basta para entrar en el cielo, pero todas lo son. 2) Todas tienen lámparas; hay que tenerlas, aunque esto no basta. 3) El óleo. 4) La vigilancia; estar dispuestas a la hora en que viene el Esposo.

Así, pues, en la vocación de ustedes, hay varios elementos y todos tienen su importancia, aunque no la misma; hay que saber distinguir. El hecho de decir que un elemento tiene menos importancia, no significa que no sea necesario. Cuando el Papa o la Sagrada Congregación declara que algún elemento es menos importante, no faltan quienes interpretan que ya se puede dispensar, que ya se acabó; y no es así. Debemos comprender que, en la vocación a la vida contemplativa, hay una serie de elementos que son instrumentos que la práctica y la experiencia han demostrado ser buenos; pero no es de fe que sean los únicos buenos; pueden existir otras formas que lleven a la misma finalidad. Además, no hay que olvidar que son instrumentos. Ustedes irán al cielo, la clausura y las rejas no van al cielo, ¿comprenden? Sin embargo, la clausura y las rejas son medios que sirven a una determinada forma y tradición de vida contemplativa, y ahí tienen su importancia.

La vida contemplativa supone un ambiente determinado, humano, que es muy favorecido por la clausura, y por esto se instituyó la vida claustral. Las rejas hacen parte de la clausura por una cierta necesidad de contacto con el exterior; para ello están además la puerta, el torno, las hermanas externas. Las rejas permiten un contacto, al tiempo que indican una reserva. La reja en sí no vale nada; pero recuerda a las hermanas que, aun cuando entren en contacto con el exterior, lo hagan con cierta reserva. Si lo hacen sin esa reserva, se vacían completamente y causan daño muy grande a la vida contemplativa.

Dentro de la misma categoría de instrumentos (la lámpara en la parábola), se encuentra mucho de la disciplina interior del monasterio. Podemos imaginar diversos tipos de disciplina, así como hay diversos tipos de órdenes contemplativas; pero sin disciplina, no las hay. Podemos variar determinadas formas de disciplina; verificaremos que algunas son mejores que otras; que algunas formas de vivir sirven poco, y otras mucho. La experiencia ha destilado algunas formas que se han demostrado buenas. Todo este instrumental, sin embargo, hasta cierto punto, tiene su vinculación histórica y puede cambiar con el cambio de las realidades en la Iglesia. Por ello tiene la importancia propia de los instrumentos, y como tales hay que considerarlos y cultivarlos.

Ustedes no entraron en el monasterio para entrar en clausura; su finalidad no es estar detrás de rejas; no es esta la razón de su vida, sino que la clausura, las rejas, etc., son instrumentos al servicio de la contemplación, y mientras ustedes consideren útil su misión instrumental y les den la importancia que como tales les corresponde, ustedes procederán bien. Creo que es imprudente imaginar que se puedan eliminar todos esos medios y que la vida contemplativa continúe adelante; no es tan fácil, no es posible. Ahora bien, si ustedes hacen de la clausura, de las rejas o de una cierta organización de la disciplina, la razón de ser de su vida, se parecen a aquellas vírgenes que no tenían óleo en las lámparas; y todas eran vírgenes y todas tenían sus lámparas. ¿De qué sirve la lámpara si está vacía? Y todo este instrumental no les acompañará al cielo, como les he dicho, sino que se quedará aquí en la tierra, donde debe haber servido para ofrecerles a ustedes la posibilidad humana más favorable para un tipo de vida contemplativa. Así les pido que consideren con objetividad todos estos instrumentos y los valoren correctamente; no pueden ser la razón de su vida ni su finalidad, aunque tienen su importancia y de ellos pueden sacar los frutos que se sacaron en el pasado y que esperamos aún se sacarán en el futuro.

San Agustín, al comentar esta parábola, se pregunta: «¿Qué es el óleo en la lámpara? ¿A qué corresponde?». Desde el punto de vista bíblico, debería omitirse tal pregunta, porque la parábola en este caso no es una alegoría. San Agustín, no obstante, al intentar responder, nos ha dicho una gran verdad que, tal vez, se nos grabe mejor en la memoria al verla en esta parábola como respuesta a dicha pregunta. Para él, el óleo es el amor de Dios y del prójimo, que tiene sin duda la función de condición absolutamente necesaria para ser admitidas a las nupcias celestes; sin la caridad no serán admitidas.

El breviario nuevo trae hoy, día 3 de enero, una lección de san Agustín en que trata de la relación que existe entre el amor de Dios y el amor del prójimo. El amor de Dios, dice, es el primero bajo el aspecto de la finalidad, y el amor del prójimo es el primero en la ejecución. Si nosotros queremos llegar al amor de Dios, crecer en él hasta que de hecho lo sea todo en nosotros y estemos completamente absortos en Dios, en su amor, hemos de empezar, según san Agustín, por el amor al prójimo. Cuando el amor del prójimo se separa del de Dios, no es cristiano; el amor del prójimo tiene valor intrínseco ciertamente, pero se hace cristiano cuando está orientado al amor de Dios y está incluido en el mismo.

Según el Evangelio, en el mandamiento del amor está toda la Ley y los Profetas; por tanto, si en nuestra vida personal ese precepto doble no llega a llenarlo todo, a ser la razón de todo, la explicación y motivación de todo, no estamos con Cristo, no estamos con Dios. Esta regla, que es general para todos, vale para la vida contemplativa en una forma, quizá, más fuerte y más radical que para cualquier otro tipo de vida. Si ustedes quieren saber si su vida contemplativa y su manera de seguir su vocación son correctas, examínense sobre el amor de Dios y del prójimo. Y según san Juan, la prueba del amor de Dios está en el amor del prójimo. Recuerden el cuestionario del examen final: «Tuve hambre, tuve sed...». Y la caridad, empezando por las hermanas del propio monasterio.

Creo que en este terreno tendrán Vds. mucho camino a recorrer hacia la perfección dentro del monasterio. Tal vez la convivencia en el monasterio, por efecto negativo de un instrumento bueno como es la clausura, puede producir dificultades muy singulares y bastante grandes en la caridad. El Señor nos ha dicho: «En esto conocerán que sois mis discípulos: si os amáis los unos a los otros». El amor del prójimo debe ser tan grande, llegar a una intensidad tan enorme, que se transforme en una señal, un signo, en el que se reconoce al discípulo de Cristo. El testimonio está en el hecho de amar eficazmente al prójimo. No hemos de hacer propaganda ni poner carteles diciendo que en el monasterio se ama al prójimo; pero ámense en Dios con aquella medida intensísima que transforme el monasterio en un signo de vida cristiana, y con ello habrán realizado lo más fundamental del mensaje de Cristo.

Esto que vale para todos, vale más aún para ustedes, que son religiosas contemplativas, no por ser menos cristianas, sino por serlo más. Por su vocación, que es una llamada de Dios, según otra parábola Dios les ha dado cinco talentos y no uno solo. Y quiere que negocien con estos cinco talentos para llegar a una intensidad mucho más grande de vida cristiana.

LA VIDA DE CONTEMPLACIÓN ADQUIRIDA

Hay dos especies de contemplación: una infusa y otra adquirida. Los Institutos de vida contemplativa en la Iglesia, por tanto las Clarisas, hacen profesión de contemplación adquirida, no de contemplación infusa. Dios puede dar la gracia de la contemplación; lo hace cuando quiere y como quiere; para la gracia de Dios no se requieren condiciones ni ambiente, porque Él en su omnipotencia puede superar todas las dificultades y hacer avanzar un alma en la contemplación aun contra todos los obstáculos. Dios, en estos casos, salta por sobre todas las dificultades, problemas y condiciones, supliendo la generosidad divina todas las deficiencias de las criaturas. Una de las más grandes sorpresas en la vida espiritual es el caso de la beata Ana María Taigi [9 de junio], alma altamente contemplativa, esposa de un marido insoportable y borracho, con 7 hijos, paupérrima... Imagínense qué especie de vida ha tenido esta señora en su casa, los líos en que se ha encontrado. Vivió, sin embargo, en altísima contemplación, por gracias infusas, desde niña. Los directores espirituales, más de una vez, le aconsejaron separarse del marido y retirarse un poco; ella resistió por convicción nacida de la gracia de que su camino de vida contemplativa estaba en aquellos líos imposibles, con aquel marido imposible, y con las dificultades de la familia. Y no se la imaginen en éxtasis, a 50 cm. del suelo, no. Estaba en la cocina, lavaba la ropa, cuidaba a sus hijos, trataba con su marido. Allí vivió sin clausura y sin rejas. Son las grandes lecciones que nos da el Señor. Y el mérito de Ana María, el examen que el Señor le ha exigido, es la caridad con toda esta familia y la cooperación con la gracia de contemplación recibida. Ustedes recuerden que, según la parábola de los talentos, la entrada en el cielo, la aprobación del examen, no estriba en ver si todavía tienen los talentos recibidos, sino en comprobar cuánto han lucrado con ellos; esta parte es importante para el examen. Dios nos da los dones para nuestra cooperación y no podemos confiarnos en los dones como tales, sino que deben excitarnos a una cooperación elevada.

El Señor les puede conceder a ustedes este don infuso, pero la vida contemplativa organizada en la Iglesia no es del tipo de la contemplación infusa, sino de la contemplación adquirida. ¿Qué es la contemplación adquirida? Aquí la situación es muy distinta de la anterior. La vocación es una gracia, pero la contemplación aquí resulta de la cooperación con la gracia, cooperación humana que supone ciertas condiciones y determinados ambientes. Ustedes recibieron y aceptaron la vocación para el camino de la contemplación adquirida, o mejor, para una vida de adquisición de la contemplación; y esta es la vida que ustedes profesaron. El hecho de la vocación comporta las garantías de parte de Dios y todas las gracias necesarias, útiles y abundantes, para que este proyecto de vida pueda completarse y puedan llegar a la contemplación adquirida. Lo que hace falta, sí, es la cooperación humana.

Existen varias maneras de percibir a Dios. ¿Qué es la contemplación? ¿En qué se distingue de la oración común? Ustedes están escuchando el ruido de la calle, perciben unos coches que se están moviendo, maniobrando... Pues bien, ustedes saben que los coches se están moviendo, pero no los ven; es un conocimiento indirecto, una señal que escuchan y de la cual deducen que los coches están allí. Ahora, vean este micrófono; saben que existe por visión directa, sin mediación de otros elementos. De la contemplación directa, sin elementos intermedios, es de donde se saca el fruto de la contemplación. La palabra contemplación, que es una figura del lenguaje, una imagen, viene a significar que, por este modo de relacionarse con Dios, se llega a un conocimiento y a un amor de Él que puede compararse con la visión de los ojos; sería, digamos, más inmediato, más directo, más próximo el conocimiento de Dios; una relación de inteligencia y de voluntad, y por ser hombres, de toda la afectividad y emotividad, más directa. La contemplación es algo así como un camino que ultrapasa el camino de la fe. Por la fe, alguien nos dice algo sobre Dios; en la vida contemplativa buscamos llegar a una experiencia, a una percepción directa de Dios.

La experiencia inmediata de Dios, sin embargo, no está incluida en la noción de contemplación adquirida, ni es posible en esta vida por medios naturales; sólo puede darse por iniciativa de Dios y es precisamente lo que se llama contemplación infusa. La contemplación adquirida es, digamos, un camino en el que el número de paredes que se interpone entre Dios y nosotros para llegar a una experiencia directa, va disminuyendo en la proporción en que progresamos en la vida contemplativa, van adelgazándose las paredes, se hacen siempre más finas, pero continúan existiendo mientras estamos en esta vida; la última pared desaparecerá solamente en el cielo. Incluso en los casos de contemplación infusa, durante esta vida, Dios deja en pie algunas paredes.

Así pues, ustedes no deben esperar, como consecuencia de su contemplación, llegar a ver a Dios en este mundo; no es esta su vocación. Dios les puede dar esta gracia, si quiere, y mucho más; pero no existe un camino que con eficacia pueda conducir a la visión de Dios acá en la tierra. Lo único posible es la contemplación adquirida que requiere, para la colaboración humana con la gracia, un número de condiciones humanas que se resumen principalmente en el silencio interior del alma para poder estar recogida, y para que así el alma, en la inteligencia, voluntad y afectividad, pueda ocuparse mucho tiempo con Dios. Para poder obtener prácticamente este silencio del alma se han creado los ambientes monásticos; la clausura tiene este sentido; la organización de la vida del monasterio obedece o debe obedecer a este criterio; los trabajos que se hacen en el monasterio sirven para aliviar la naturaleza humana y no cansarla excesivamente, capacitándola así para la vida de relación más directa con Dios. Todo debe ser juzgado desde este punto de vista; la clausura, por ejemplo, no existe por sí misma como un bien absoluto; las rejas y los demás elementos de la vida claustral son instrumentos al servicio de la vida de oración, para crear el ambiente necesario y útil para que humanamente sea posible seguir por el camino de la contemplación adquirida. Valen en la misma medida en que sirven como instrumentos y tienen como única razón de ser esta finalidad.

Ahora bien, ustedes ya saben por experiencia que la vida de contemplación adquirida, o mejor, la adquisición de la contemplación, es un camino largo, no basta hacer la profesión. El noviciado, los años de profesión temporal, la profesión solemne, no es un diploma de haber adquirido la contemplación, sino un reconocimiento de que la persona que profesa sabe el camino, ha aprendido a moverse por él y está decidida a seguirlo vitaliciamente. Este es el sentido de la profesión.

¿Y cuándo se llega a la contemplación adquirida? Es muy relativo, diverso de persona a persona; puede el camino ser muy largo, en otros casos será más breve; hay personas que están caminando hasta la muerte, etc. La obligación que tienen ustedes es progresar en este camino que, por otra parte, no es uno solo; puede decirse que hay tantos caminos como personas. Hay sin embargo unas características comunes. En general, Dios empieza dando al inicio unas gracias más fuertes, que en la terminología espiritual se llaman consolaciones; son una especie de regalos, de dulces, que Dios da para atraer la persona y darle una cierta experiencia. Basta progresar un poco, dar unos pasos, para que se acaben, en general, estas consolaciones. Y empieza el camino a través del desierto en que se debe caminar, muchas veces por largo tiempo, aparentemente sin progresar.

Para ello, la experiencia en los monasterios nos ha dado una serie de instrumentos de vida de oración. Con la oración, las paredes entre Dios y nosotros, entre nuestra inteligencia y Dios, entre nuestra voluntad y Dios, se van haciendo cada vez más transparentes. Partiendo de una vida interior, de una vida de oración más alargada, más durable, más intensa, poco a poco el camino de la meditación se hace más rápido y se pasa más rápidamente de la reflexión meditativa al acto de amor de Dios. Cuanto más rápidamente se da esto y menos intermedios hay, tanto más se ha progresado en la vida de contemplación adquirida. Pero volvamos a los instrumentos de vida de oración.

Tenemos la vida de oración litúrgica: el Oficio divino y la Eucaristía, que son fórmulas de oración. La Eucaristía es mucho más que esto, es un sacramento y el principal; pero desde el punto de vista de nuestra colaboración, se presenta como una fórmula de oración. Debemos estar atentos para que esta oración litúrgica no sea sólo una formalidad, sino oración personal; toda oración, para que sea tal, tiene que ser personal; la distinción no se hace entre oración personal y litúrgica, sino entre oración privada y litúrgica; ambas deben ser personales, de lo contrario no son oración. Ahora, con la práctica de corresponder a las fórmulas de la oración litúrgica, el alma pasa por un entrenamiento lento de correlación con Dios. En un principio, tanto la inteligencia como la voluntad y la afectividad se mueven con cierta lentitud, que va disminuyendo con el tiempo.

El otro elemento o instrumento fuerte es la meditación, que es el punto de cultivo, de trabajo, más importante en la cooperación con la vocación de contemplación adquirida. La meditación, en cuanto forma de oración, no tiene como finalidad principal el reflexionar, sino el llevar al alma al acto de amor de Dios y del prójimo. Así que el tema de la meditación y todos los otros elementos sólo son instrumentos, y en el momento en que el alma llega a un acto de amor de Dios y del prójimo, se suspenden todos los otros elementos, porque allí es donde se quiere llegar. Y la adquisición de la contemplación se hace más que todo en el ejercicio de la meditación. El progreso podemos verlo en la rapidez con la que el alma, cuando medita, llega a la meta del amor de Dios. Y cuanto más tiempo el alma permanece en el acto de amor, cuanto más fácilmente entra, tanto más camino ha hecho ya en dirección a la meta de la vida contemplativa adquirida. Cuando el alma está más o menos de un modo constante en el amor de Dios y del prójimo, se puede decir que ha adquirido más o menos la vida contemplativa.

Esto va y viene, depende incluso de muchas circunstancias humanas; un dolor de cabeza, una fiebre, por ejemplo, pueden perturbar lo suyo, porque mientras estemos en esta vida dependemos mucho de estos condicionamientos, aun fisiológicos; por esto es importante mantener un cierto ritmo de vida que dé una situación fisiológica equilibrada. Aparte esto, hay preocupaciones del alma, tentaciones, noches, oscuridades...; con todo hay que contar. Muchas veces, después de un período en que uno tiene la impresión de haber llegado ya a la contemplación, tiene que reempezar en el camino de la meditación, que laboriosamente progresa hasta llegar a un acto de amor de Dios.

El acto de amor de Dios es un acto de la voluntad; no hace falta sentir. Aquí hay una especial dificultad para nosotros, individuos humanos. Evidentemente la sensibilidad, afectividad y emotividad, el sentir, hacen parte de nuestra naturaleza; pero en el camino espiritual muchísimas veces somos privados de una resonancia emotiva o afectiva: son los períodos de sequedad. Y Dios, en el camino normal de la vida espiritual y principalmente de la vida contemplativa adquirida, prefiere los largos tramos de sequedad y obscuridad a los tramos de consolación. Así pues, cuando no sentimos amor de Dios, no quiere decir que no lo tengamos.

¿Cómo sabemos que amamos a Dios? ¿Cómo lo podemos verificar? Según el Evangelio la prueba está en hacer la voluntad de Dios: aman a Dios los que hacen su voluntad. Y ¿cuál es la voluntad de Dios? Esta se nos manifiesta de mil maneras y no es tan difícil verificar si estamos en la voluntad de Dios; tenemos para ello todas las indicaciones del Evangelio. Uno de los puntos más importantes de la voluntad de Dios es, por ejemplo, el perdón, setenta veces siete al día, y no a los indígenas de Nueva Guinea, a los que no tenemos nada que perdonar, sino aquí, a la compañera, dentro del monasterio. Si sabemos perdonar, pero perdonar de veras, tenemos una prueba de que estamos amando a Dios. El ayudar a las demás, las atenciones para con las hermanas, la aceptación de la pobreza, la búsqueda de la pobreza, la sencillez en todo lo que se usa, la obediencia, la fidelidad a la disciplina, a la Regla, a las Constituciones, a las normas del monasterio, etc. En todo esto se manifiesta la voluntad de Dios y el amor de Dios. Debemos estar, no obstante, avisados para no convertir un elemento de disciplina externa en una especie de ídolo; hemos de observarlo por amor de Dios y entonces es prueba de ese amor; pero si tal elemento adquiere una cierta autonomía y se observa por amor del mismo, ya no sirve.

De todas maneras, en el más alto amor de Dios y en la más alta contemplación, nosotros volvemos a tener los pies sobre la tierra y redescubrimos toda esta vida humana pequeña, cotidiana, dentro de la cual se nos manifiesta y revela la voluntad de Dios y la consiguiente prueba de nuestro amor.

LOS «FENÓMENOS MÍSTICOS»

Ustedes conocen los escritos de santa Teresa de Ávila, española como ustedes, y saben que la santa consideraba las revelaciones, inspiraciones, consolaciones, éxtasis, visiones, etc., como una enfermedad infantil de la vida espiritual y no como elementos que prueben la vida contemplativa. Decía que todos estos fenómenos son una especie de «morbillo» de la vida espiritual, y que en la contemplación, cuanto más adquirida, cuanto más elevada, tanto más desaparecen los éxtasis y las visiones. El alma se vuelve entonces a una tensión normal, al ambiente de la vida, y cuanto más elevada es la contemplación, tanto más es capaz la persona de convivir, de estar atenta a las otras hermanas y a todas las pequeñas cosas de la vida dentro de su ambiente.

Así que no imaginen que las hermanas que están completamente absortas en éxtasis contemplativo están muy adelantadas. Evidentemente, estar atentas al ambiente no es una señal de contemplación, porque existe una atención al ambiente que es anterior a la vida contemplativa, y otra que es fruto de alta contemplación. Hay que distinguir las dos situaciones. Puede darse que una hermana esté en la fase anterior y la otra en la de alta contemplación, y ambas se manifiestan externamente lo mismo y se distinguen, en ese plano, poco. La distinción es interna y está en que en un caso es una especie de atención que diríamos espontánea, humana; en el otro caso es fruto del gran amor de Dios y del prójimo.

De todos modos, hay que poner la atención en la meta, que es el amor de Dios y, en él y dentro de él, el amor del prójimo; centrarse en que este camino de la vida contemplativa consiste en llegar lo más pronto posible al amor de Dios «en acto»; hacer que el acto de amor de Dios tenga siempre más extensión y vaya ocupando todo nuestro espacio y tiempo. Cuanto más se hace esto, y dentro del amor de Dios más progresa el amor del prójimo, tanto más perfectamente está adquirida la contemplación.

En cuanto a las visiones, revelaciones, éxtasis, etc., les recuerdo que deben estar muy avisadas; pues, por reacciones psicológicas muy naturales (que no tienen nada que ver con el diablo), pueden producirse una serie de fenómenos de esta especie, incluso la levitación. Y todo esto no es sin más un don de Dios; puede ser un efecto mórbido de la naturaleza, en el que nada tiene que ver el diablo; él también lo puede producir, pero no lo responsabilicen sin más; cuando procede de él, tiene otras características peculiares. En general, viene de un proceso meramente natural de concentración del alma.

¿Qué valor tienen estos fenómenos en la vida espiritual? Recuerden que santa Teresa decía que todo esto en la vida espiritual tiene la misma función que el «morbillo» en la vida de los chicos. Y este es el parecer común de los maestros de la vida espiritual. Así que si ustedes un día tienen visiones, éxtasis, etc., ya saben que están con el morbillo de la vida espiritual, no más. Podría ser obra del diablo; pero sólo rarísima vez, porque el diablo es muy inteligente y perezoso, y no se mete a hacer un trabajo que no es necesario; esto se produce por sí mismo.

Ahora bien, existe la posibilidad de que venga de Dios y entonces hay que tener muy en cuenta la discreción espiritual, que es un arte bastante difícil, muy difícil. Dios puede dar estos dones para una cierta finalidad, los ha dado y los seguirá dando, pero no lo supongamos sin más, ya que puede ser un efecto de la naturaleza. Si es un don de Dios, pueden estar seguras de que es para la crucifixión, no para una vida fácil; pronto vendrá con la corona de espinas. Les dará fuerzas, estén seguras, pero ya pagarán caros estos dones... En general, los sufrimientos humanos, incomprensiones, persecuciones dentro del monasterio y demás cosas que conocemos, son el precio que se paga entonces. Cuando son aquello que santa Teresa llamó «morbillo», es mejor consultar al médico, no al confesor. En el otro caso entra en funciones el confesor, al cual se debe confiar la discreción para saber a qué atenerse. Probablemente el director espiritual tendrá muchas tentaciones de marcharse cuando le vienen con esto... Y sufrirá él, como ustedes, cuando viene de Dios.

CONCLUSIÓN

Si ustedes recomponen un poco todos los elementos de que hemos hablado, tendrán un cuadro de conjunto que les sirva de punto de apoyo para algunas de las cuestiones fundamentales de su vida. Con ello podrán poner en su lugar cada uno de los elementos que integran su vida; podrán dar a cada uno de ellos su importancia relativa y podrán, más fácilmente, componer un cuadro dentro del cual se reencontrarán, acusarán menos la crisis por la cual estamos pasando hoy, y sentirán menos angustias y menos confusión.

Estamos en tiempo de transición y es inevitable que todos estos fenómenos de angustia y de confusión se produzcan hasta una cierta medida. Pero hay que superarlo para que tengan la tranquilidad necesaria, para que puedan seguir su camino en la vida contemplativa. No olviden en su meditación que dentro del camino de la vida contemplativa está el amor de Dios y el amor del prójimo purificado en el fuego del amor de Dios. Es un solo amor, como dice san Agustín; de los dos, Dios hace uno. Con el mismo amor con que amamos a Dios debemos amar a sus hijos, a sus queridos, a los hombres todos, y hacer cuanto podamos por ellos. Cuanto más ustedes progresen con esta mentalidad en su vida espiritual, tanto más pueden estar convencidas de que son un elemento utilísimo y necesario, indispensable, en la actuación de la Iglesia, en la actuación pastoral de la Iglesia. Todas ustedes conocen la historia de sus monasterios y saben el influjo pastoral y espiritual enorme que el monasterio tiene en un amplio ambiente de fieles, siempre que el monasterio sea lo que debe ser. Y cuanto más lo es, tanto mayor es el influjo, que no se hace por los discursos, por las horas pasadas en el locutorio, sino por el progreso en el amor de Dios y del prójimo en la vida contemplativa.

Les deseo que sean muy valientes para progresar por estos caminos, que tengan bastante lucidez mental siempre para poner cada elemento en su lugar, dar a cada elemento su relativa importancia y componer con todos ellos el cuadro maravilloso de su vida claustral. Les deseo igualmente que, teniendo todas como profesas el diploma de saber el camino, avancen rápidamente por él y lleguen en su colaboración con la gracia de Dios a un grado muy elevado de contemplación adquirida; es esta la razón de ser de su vida.

APÉNDICE SOBRE EL «CAPÍTULO DE CULPAS»

El Capítulo de culpas tiene una raíz bíblica, porque la Escritura nos habla de confesar las culpas unos a otros. La frialdad y el formulismo con que suele celebrarse proceden de la ritualización que elimina la sinceridad; se ha eliminado la confesión de las culpas y se ha conservado sólo la acusación de unos defectos disciplinares externos. Si ustedes se han de acusar de haber mentido siete veces, vayan a decírselo al confesor. Ahora, si han roto un platito u otras cosas semejantes, esto lo acusan en el capítulo. Creo que deben hacer por llenar esta fórmula de una sinceridad en que de hecho acusen un defecto de atención, de precaución, y así resuciten la importancia del capítulo. Se podría ir más allá; pero ir más allá de los defectos externos en la convivencia, se ha demostrado en la práctica ser más peligroso que útil. Excepcionalmente podría aceptarse; pero, en general, no hace bien.

Ahora, dentro de la vida del monasterio ustedes saben cuántas pequeñas «culpas» hay que no es necesario llevar al confesor, pero que molestan bastante en el seno de la comunidad: la falta de atención de unas a otras, y una serie de cosas similares. Hagan del capítulo de culpas una especie de revisión de este comportamiento mutuo, de la atención a los derechos, a los deseos, a las expectativas de las hermanas, y ya verán que será un ejercicio bastante útil de humildad y de promoción de la caridad. Creo que se puede hacer esto. No les aconsejo meterse en el aspecto de la culpabilidad moral; esto es para el confesonario.

APÉNDICE SOBRE EL CAPÍTULO CONVENTUAL

Ustedes viven y conviven en el monasterio, esto es, viven una vida en común; y de esto debe originarse poco a poco una intensificación de las relaciones humanas entre ustedes dentro del amor al prójimo. Este amor del prójimo hace crecer el interés mutuo y automáticamente hace crecer también la corresponsabilidad. Es útil y hasta necesario hoy día, dentro de la mentalidad de la Iglesia y de la realidad en la cual vivimos, que esta corresponsabilidad, que está despertando, tenga su modo de actuar, y esto se hace precisamente por medio de capítulo conventual.

En él la comunidad, como grupo, empieza a reflexionar sobre la vida de oración, el progreso en la vida contemplativa, la administración del monasterio, las medidas a tomar para mejorar la vida en común. Hay que hacer en el tiempo penitencial una reflexión sobre la forma de ahorrar algo para darlo a los pobres, etc. También se reflexiona sobre los problemas del trabajo; ustedes saben que a veces algunas hermanas están de tal modo cargadas de trabajos materiales, que se sacrifica su posibilidad de vida contemplativa. Se pueden equilibrar, arreglar todos estos asuntos. También se puede discutir y dialogar sobre las posibilidades que hay, por ejemplo, de mejorar un poco la parte material del monasterio, si es necesario, conservando al mismo tiempo la sencillez, la pobreza. Igualmente, se puede estudiar cómo resolver eventualmente los problemas económicos, de manutención y otros más.

Y sobre todos estos asuntos y otros muchos más, puede ser objeto del capítulo conventual toda una formación progresiva en vida espiritual, en teología, en ciencias bíblicas; un estudio común de la Regla y de las Constituciones nuevas, que esperamos vengan pronto; una preparación común para la nueva Liturgia, etc.

Cuanto más las hermanas participen en esta reflexión, en esta discusión-diálogo, en la elaboración de las decisiones, tanto más serán ustedes hermanas en el monasterio. Y si esto se hace bien, puede favorecer muchísimo la caridad y el amor del prójimo. Ahora bien, puede tener sus deficiencias humanas; ésta es una forma de proceder que requiere un nivel humano muy elevado y exige mucho esfuerzo de quienes participan para que funcione bien. Por ejemplo, si todas hablan al mismo tiempo, el diálogo no va adelante; las que hablan mucho tendrán que estar atentas para no fastidiar a las otras, callarse y dejar hablar a las demás; todas tendrán que ponerse a escuchar y valorar lo que dicen las otras. Además, es indispensable la voluntad de querer cooperar, de querer asumir la responsabilidad, de querer encontrar una solución, de no obstaculizar los cauces de solución, de no hacer obstrucción, de vencerse a sí mismas...

Creo que esta forma de capítulo conventual es un ejercicio óptimo y de gran virtud; yo lo recomendaría muchísimo a los monasterios. Pero no hagan tantas reuniones que después no tengan tiempo para meditar. Ustedes tienen que consagrar mucho tiempo a la meditación, es su vocación; no alteren esto. Igualmente, tienen bastante trabajo en el monasterio para conservarlo bien y que todo esté arreglado. Y de tiempo en tiempo, una asamblea de discusión general, un capítulo conventual, les hará bastante bien a todas ustedes, a condición de que esté bien realizado.

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. I, núm. 2 (1972) 251-264].

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