DIRECTORIO FRANCISCANO
La oración franciscana

CLARA ACONSEJA A FRANCISCO
por sor Chiara Augusta Lainati, O.S.C.

En los orígenes de la I y II Orden, Clara, desde su retiro de San Damián, aconsejó a Francisco que era voluntad de Dios que él y sus compañeros se dedicasen a la acción apostólica, para transmitir y hacer partícipes a los hombres de su tiempo, del mensaje de amor de Dios que en la contemplación habían recibido.

Hoy, nuevamente, y fiel a la tradición, la hermana Clara, desde el silencio de su clausura, aconseja al hermano Francisco, tan inmerso en la acelerada actividad de nuestro tiempo, y a veces víctima él mismo de este activismo, que regrese al trato con Dios en la contemplación, para que su quehacer entre los hombres tenga un alma y vibre en él el Espíritu del Señor.

[Scritto col cuore, en Vita Minorum, 14 (1972), 465-473].

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EN LA REJA

Escrito con el corazón. En el silencio de un monasterio. En el silencio inmenso de un Dios que vaciándote te vuelve franciscano de una vez para siempre, y para siempre en todo momento.

En el silencio donde las defecciones, las crisis, las retiradas de tus hermanos te penetran en la carne; te hieren como tus mismas defecciones, tus crisis y tus retiradas. Un cáncer que ya no puedes sacudírtelo de encima y que se propaga en tu propia carne viva.

Te dicen que tal hermano se ha salido; te piden oraciones por otro que ha tomado el camino de la exclaustración sólo como un paso preliminar para la secularización..., por aquel otro que todavía se encuentra en el extranjero y que no se sabe si de nuevo regresará... Parece todo esto una letanía de mal gusto.

Pero no es así. Para ti -Clarisa- es algo que tiene sabor de agonía, de sudor amargo; algo capaz de hacerte sentir el sabor de la sangre que mana de los labios del crucifijo... Porque, en resumidas cuentas, es Él, entregado por vez primera una tarde templada de Pascua, una tarde apacible en la que parecía tan agradable caminar con los amigos, entre el blanco de la calle y el azul del cielo, quien te mira a la cara con sus ojos de silencio y se traspasa con su manera que le caracteriza: «No te he amado de broma».

Cuando Él -Cristo contigo- es Persona viva, que está a tu lado, que comparte contigo toda hora y todo momento, es imposible no sentirse responsable de los demás, porque Él exige de ti una respuesta en nombre de todos.

Ahora sientes verdaderamente que tu carne es la de tus hermanos: una sola cosa, extraviada; que hay un solo pecado, una sola incertidumbre, una sola inmensa pobreza frente a Aquel que te interroga.

En este plano profundo, en el de la pobreza que es de todos, en el «de la comunión de los santos», me parece leer con claridad lo que son hoy las Clarisas en la Orden Franciscana.

EL MIEDO DE DIOS

Estoy convencida de que sin un espacio de silencio en la propia vida no hay posibilidad de conversión. Por esto, sin un espacio de silencio no se será jamás franciscano.

Si tuvieras la paciencia de releer las fuentes franciscanas..., pero ¿hay esta paciencia? Porque muchas veces surge en mí la impresión de que sabes de san Francisco y de su Orden sólo lo que sobre ello escribe aquí y allá, con intención polémica, algún profeta que muestra el mensaje franciscano en frases separadas de todo su contexto, precisamente para así poder redimensionarlas según sus propios criterios... Por consiguiente, si tienes la paciencia de documentarte seriamente en las fuentes, verás que no soy en nada original si afirmo que sin espacios de silencio no hay posibilidad de vida franciscana, ya que ésta es una continua conversión.

En efecto, en el silencio -¡las Clarisas lo saben!- la Palabra de Dios se hace concreta: Cristo contigo.

Asume una plenitud que hace empalidecer toda otra palabra. No te da paz, te penetra como una hoja de navaja que te corta en toda su profundidad.

Te conmueve todo; te obliga a la fuerza a doblarte en el fuego, como un hierro incandescente que toma la forma que quiere. Te interpela: «No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores»: a mí, a ti, por consiguiente... no hay otra alternativa. Es como una segur puesta siempre a la raíz de tu árbol.

Te impone sin discusión, aquí y ahora, la elección continua de una pobreza que es cruz y vacío de ti mismo, si quieres ser cristiano y franciscano. O por el contrario... ¡es el mundo tan grande! y ¡hay tanto que hacer en todas partes! ¿Por qué quisiste llevar un nombre que quema como el de Francisco -llevarlo frente a Cristo, entiendo- si no tienes deseos de ser franciscano?

Es esta misma palabra que en el silencio ha quebrantado el orgullo de Francisco; que lo ha comprimido como apretándolo en una prensa: «gusano inútil». «Ten piedad de mí pecador...» (1 Cel 26).

¡Sí, Señor, ten piedad de nosotros pecadores!

Ten piedad de nosotros franciscanos que hemos olvidado los días y las noches en los que tu siervo Francisco, en el silencio, se doblegaba frente a Ti en su miseria de pobre... hambriento de Ti, Substancia de nuestro ser franciscano.

Ten piedad de nosotros que huimos del silencio porque tenemos vergüenza; el pecado y la negligencia en nuestra relación contigo nos ha dejado desnudos y solitarios; y entonces tenemos vergüenza de mirarnos así.

Por esto nuestros conventos están llenos de alboroto.

Nos da miedo estar solos delante de Ti.

Es mejor vestirse de paisano e ir al cine.

¿Qué quieres hacer, Señor? Sería ciertamente agradable caminar juntos, entre la banda blanca de la calle y el cielo en el que se adivinan ya las primeras estrellas, si Tú no tuvieras ese modo de mirarme con aquellos ojos profundos, tan llenos de silencio y de misterio, que me obligan a volverme a Ti, a convertirme en cada momento a tu designio, que trasciende mi ser...

¡Tú eres un amo exigente, Señor! Y yo no quisiera comprender esta mirada tuya, no quisiera «retornar»: porque es fatigoso este recomenzar a caminar contigo; se necesita volver a coger desde el principio un discurso interrumpido: ¡y debes admitir, Señor, que da fatiga el recomenzar esta clase de discurso! Déjame estar..., no podría soportarme en tu mano como «un gusano inútil»...

En realidad, no he nacido ni tan «inútil», ni tampoco tan «gusano», Señor... Más bien, seré ciertamente útil, si acierto a llevar adelante un determinado modo de pensar que contribuirá al derrumbamiento definitivo de tantas necias seguridades y de toda esta estructura que te paraliza, y te impide cualquier movimiento. Y así prefiero, Señor, ser útil combatiendo en el Capítulo Conventual -con su estela de amarguras y pasiones no reprimidas-, combatiendo en las revistas; y, esperamos pronto, ¿por qué no?, también en la radio y en la televisión, antes que, en el silencio, tener miedo de Ti; miedo de Ti que, desde la profundidad de tu misterio, me miras.

¡Déjame en paz, Señor! No quiero dejarme mirar así... Tengo tanto que hacer y decir: ¡es tan rico el debate hoy!

Déjame, por lo tanto, estar. Si hiciese silencio en mí y en mi alrededor, me encontraría frente a tu misterio -cara a cara- y tengo miedo. No estoy ya más acostumbrado a tu presencia.

Hay un Cristo creado por los demás; un Cristo-Problema que mucho me interesa, porque me da la ilusión de edificar algo, de edificarme yo mismo también; de afirmarme: es un refugio.

Mas Tú, Señor, Tú, Cristo-Persona, exiges por el contrario un vacío, una oración, un silencio de cosas y de pasiones que no lo tengo ni lo sé tener. Tengo miedo de Ti. Prefiero el Problema...

OH DIOS DE INMENSA PAZ...
UN «DIÁLOGO» POR REDESCUBRIR

Amo mucho a la primera Orden, porque para mí es san Francisco.

Y os equivocaríais al pedirme a mí, Clarisa, deciros qué cosa pienso de la Orden Franciscana hoy: no pienso nada. Amo. Y cuando se es joven y se ama, o se es feliz o se sufre, pero no se piensa... Hoy la primera Orden, en su conjunto, hace sufrir: porque a los ojos de una Clarisa, se asemeja muy poco a san Francisco.

De suyo, la enfermedad no es grave: la Orden ha pasado en su historia por crisis y trastornos de importancia no ciertamente menor.

Son los remedios, sin embargo, los que son peores que el mismo mal... Porque la Orden hoy se siente «enferma» (oyes hablar de crisis al centro y a la periferia, una crisis encuadrada en la más vasta crisis eclesial), pero no sabe de qué; y cree mejorar su estado, discutiendo, agitándose, debatiéndose en todas direcciones como una multitud de pájaros dentro de una red; promueve convenios y reuniones a todo tiempo y en todo lugar: en busca de equilibrio; de autenticidad; en busca de su propia identidad perdida; de su nueva fisonomía en el mundo de hoy; en busca de comunión...

Fin óptimo.

Pero son medios que -por sí solos- son insuficientes.

Es inútil, en efecto, que te ilusiones de poder descubrir a san Francisco; de poder encontrarlo nuevamente hoy, discutiendo, contendiendo; o, lo que es peor, desfogando, con palabras dichas o escritas, la amargura de una vocación que no consigue realizarse. De suyo es también inútil tratar de hacer simplemente de manera distinta cuanto hasta ahora se ha hecho, con una actitud polémica, aunque sincera y honesta, en la consideración del pasado, o del presente o... del futuro.

Es esta una actitud superficial y pueril, que no conducirá jamás a ser auténticos franciscanos. Es una pretensión que equivaldría a aquella de quien pretendiese levantarse una mañana y encontrar nuevamente en sí, vivo y verdadero, al hombre Francisco, solamente porque ha discutido largamente de él con sus amigos la tarde anterior.

Por este camino no se llegará jamás a encarnar a san Francisco hoy.

¿Por qué?

Porque comprender a san Francisco es como comprender el evangelio.

Y comprender el evangelio no se encuentra en nosotros.

Es solamente el Espíritu del Señor el que penetra la Palabra y la hace penetrar... Está escrito (cf. Jn 16,13-15).

Más aún, está también escrito que -el Espíritu- es menester pedirlo al Padre; pedirlo con insistencia; pedirlo incesantemente (Lc 11,5-13). Pedirlo con profunda, humilde y prolongada oración, por horas, por días, por meses, por años, por siempre...

«Sed constantes en orar...» (1 Tes 5,17).

«Orad en toda ocasión en el Espíritu...» (Ef 6,18).

«Oren en todo lugar, alzando unas manos limpias, sin ira ni divisiones...» (1 Tim 2,8).

Pero ¿quién de nosotros pide hoy el Espíritu?..., ¡seguros como estamos de tenerlo en plenitud!...

¿Quién de nosotros se rompe hoy en dos como nuestro padre san Francisco -inútilmente nuestro padre...- por el hambre de penetrar en Cristo y su misterio...?

¿Quién de nosotros pasa las noches como él con un «Dios mío» repetido al infinito, mas nunca dos veces de igual manera, porque aquel modo de decir «Dios mío» es un adentrarse siempre más en el Padre, a través de la carne abierta de su Hijo?...

¿Quién?

* * *

Sin embargo, no hay que hacerse ninguna ilusión.

La solución de la crisis actual de la Orden se encuentra en este tipo de oración, que brota en el silencio e irriga luego sosegadamente todo el ser.

El camino de san Francisco, el único que conduce a ser «Evangelio» como él -y, más sencillamente aún, el único que conduce a comprender cualquier situación y a tener claridad en la confusión actual- pasa a través de este modo de orar. Todo otro esfuerzo hacia la autenticidad, por más voluntarioso que sea, será siempre insuficiente y además ridículo.

Por otro camino, existe siempre el riesgo de escuchar lo que el beato Gil nos dice: «Oh hermanos, no os falta ahora otra cosa que tomar mujer»... Porque todo es tuyo, si tú eres de Cristo. Pero, si aún viviendo junto a Cristo, como sus discípulos (sí, celebras la eucaristía: te siento celebrar desde el coro del Monasterio, invisible para ti: y si tu supieras lo que tu prisa hace sufrir, y tu negligencia causada por tu desinterés...); si aún viviendo junto a Cristo, permaneces extraño a su misterio, porque no vives en oración -y por esto el Espíritu no te puede introducir en la Verdad-, entonces todo es del «mundo»: todo lo que haces, todo lo que dices, todo lo que piensas: lo que eres. Eres mundano. Pagano. Y no lo eres por tu vestido seglar, de empleado de oficina, o por los zapatos, o por los cigarrillos que fumas: hacerse «todo para todos» -como lo quiere san Pablo- puede requerir esto también en determinadas circunstancias... Pero, sin que lo notes, algo de «mundano» grita dentro de ti; algo que, sin equívoco, hace reconocer tu hábito y tus zapatos como unos paños fúnebres de tu fue-vocación en el seguimiento de Cristo.

Si san Francisco no es un hombre cómodo, no creáis que esto dependa de su mendigar residuos de las mesas de otros; o de su habitar en una casucha en Rivotorto; o en una choza de ramas entre las encinas de la Porciúncula.

Son cosas que -tú dices- no se pueden hacer más hoy. Y no discuto esta afirmación tuya. Aunque, en realidad, estoy convencida de que ciertas actitudes dependen exclusivamente del Espíritu del Señor, que apremia en una determinada dirección. Y el Espíritu del Señor está antes y después de todo tiempo.

Pero el problema no reside aquí, en lo que se pueda o no se pueda hacer hoy; en lo que se deba o no se deba hacer hoy para tener el nombre de franciscanos. Y es un gran error partir de aquí porque no se realizará jamás nada... Os perderéis siempre en discusiones.

Si san Francisco, por el contrario, no es un hombre cómodo, se debe al hecho que para seguirlo, para ser franciscano, se nos impone realizar su mismo viaje para descubrir nuestra desnuda pobreza frente a Dios. Humillación. Minoridad. Cruz. Pobreza de espíritu, antes que material. Un descender, un ceder derechos, un «tener los sentimientos propios de Cristo Jesús» (Flp 2,5) que se rebaja a una ínfima condición... Sin duda este es el viaje más fatigoso, más penoso que jamás pueda realizar nuestra humanidad: un viaje en el que se exprime por el camino toda la «sangre» de la propia persona...

Y este viaje se realiza en la oración, en aquella oración auténtica que es la relación personal con Dios. Un arrojarse, como san Francisco, frente al amor que apremia: arrojarse desnudo, como campo en el que Dios pueda arar con su penetrante arado. «¡Ten piedad de mí pecador!»... Son surcos profundos los de Dios, hacen sangrar...

Mas es solamente al final de este camino cuando resplandece sobre nuestra pobreza el sol de Pentecostés, el sol de la auténtica experiencia franciscana. «Hazte capacidad: y yo me haré torrente...» (El Amor a la beata Ángela de Foligno).

* * *

Si la Orden hoy en su conjunto, e individualmente el fraile menor, quieren superar el «impasse» en el que se encuentran, yo -Clarisa- no veo otro camino que este: CENTRARSE EN LA ORACIÓN, avivar la relación personal con Dios, aquella relación que ha nutrido a san Francisco en toda su existencia.

Una relación auténtica de fe, de amor, de esperanza. Una relación de persona a persona; de amigo a Amado, diría Raimundo Lulio; de «inútil gusano» a «dulcísimo Dios»; de la nada al todo... Un continuo «encontrarse» con Dios: sin el cual, entre otras cosas, es además imposible «encontrar» al prójimo.

Este es el «diálogo» que se ha de redescubrir con urgencia, del cual depende, y sin el cual además es imposible, un verdadero diálogo con el prójimo.

En definitiva, «apostolado» no es otra cosa que transmitir al prójimo, en una relación personal, el Don que de Dios poseemos en una relación personal.

La salvación de la Orden hoy radica en un humilde volver a comenzar a orar: hasta que la oración se convierta nuevamente en un «hambre» de Dios; en un continuo dialogar con el Ser que se ama. Entonces, todo marchará en su lugar casi por sí mismo; todo encontrará su cauce tranquilamente, porque el Espíritu del Señor no está nunca ocioso.

Volver a empezar a orar, individual y comunitariamente.

Aun si, para volver a comenzar a hablar con Dios de este modo, se deba quizá sudar porque la fe está débil.

Aun si orar significase sentirse abatido por un Dios a quien todos, poco o mucho, hemos traicionado.

Aun si no supiésemos qué cosa pedir (y no lo sabemos, en efecto: también esto está escrito...).

Aun si sintiéramos por mucho tiempo que nuestras palabras rebotan en el muro de enfrente y regresan a nosotros sin ninguna respuesta.

Se puede comenzar siempre; también ahora; en este instante, enseguida.

Se empieza con una plegaria simple: simple como es el extender delante de Dios la propia miseria y el propio vacío; el propio fracaso como menor.

Crear en la propia vida un espacio de silencio y de soledad para la oración: soledad que no es necesariamente requisito de quien «se separa» de los demás, sino de quien se vuelve todo disponible para Dios. Con la convicción de que nuestro «hacer» para el prójimo, es un «no hacer», un contratestimonio, si Dios no está con nosotros.

* * *

Se descubrirá entonces que muchos problemas son ficticios.

¿Verticalismo y horizontalismo? Es un problema que no existe.

Existe una sola inmensa plenitud, que rebosa de Dios en el hombre Francisco, pobre de sí y pobre de cosas. Una sola comunión en la plenitud divina que se derrama en todas direcciones. Un sólo Espíritu que te liga, en el Señor Jesús, con Dios y con tus hermanos.

Una sola paz inmensa para tu espíritu inquieto, en aquel «desierto» denso de tinieblas que es tu duda, tu tormento, tu incertidumbre de hoy...

Entonces sabrás de dónde viene el coraje de ser menor.

De dónde viene la luz que te hace signo para el hombre de hoy, y que no es tuya.

De dónde viene la comunión entre los hermanos -indispensable para un testimonio en el mundo de hoy- que vas buscando inútilmente y que reduces a un problema de número, entre pequeñas fraternidades y grandes conventos.

De dónde viene el equilibrio entre carisma y obediencia; entre obediencia y autoridad.

Entonces, finalmente, tu nave -y la nave entera de la Orden- continuará su navegación, como un «signo» legible del evangelio, en las aguas tranquilas y profundas de nuestro «dulcísimo Dios».

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. II, núm. 5 (1973) 171-177].

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