DIRECTORIO FRANCISCANO
La oración franciscana

SAN FRANCISCO, HOMBRE Y MAESTRO DE ORACIÓN.
LA ORACIÓN, DIÁLOGO, COMUNIÓN Y LITURGIA

por sor Chiara Augusta Lainati, O.S.C.

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Celano define a san Francisco como el hombre hecho oración, o tal vez mejor, la oración hecha hombre. Explicitar e ilustrar esta definición, ha sido objeto de muchos de los estudios sobre la oración del Pobrecillo. En el presente, es una Clarisa quien trata de diseñar las características y modalidades del coloquio de Francisco con su Señor, coloquio que lo fue convirtiendo, en la íntima comunión con Cristo, en liturgo de una liturgia universal.

[San Francesco, uomo e maestro di preghiera, en Quaderni di Spiritualità francescana n. 15 (1967) 28-42].

Otros estudios han precisado e ilustrado las relaciones personales de san Francisco con Dios, que son el presupuesto y base de aquel diálogo que constituye inicialmente la oración; otro tanto han hecho respecto al tipo de devoción del Santo, al que corresponde un peculiar estilo de oración.

Estos temas nos sugieren, al tiempo que nos brindan sus líneas fundamentales, otro nuevo: San Francisco, hombre y maestro de oración.

Dado que al hablar de dos interlocutores, del coloquio entre ellos y de su reflejo sobre terceros, no se puede prescindir de considerar cuáles son las relaciones entre ambos y el móvil, la fuerza interior que empuja al uno hacia el otro y los hace partes de un diálogo ininterrumpido, resulta necesario y del todo indispensable enfocar nuestro tema como el último de una trilogía de la que los dos primeros -las relaciones personales con Dios y el tipo de devoción de san Francisco- constituyen el fundamento siempre presente, sobre el que se eleva, de abajo hacia arriba, el edificio de la oración vivida y enseñada por el Santo.

Partiendo del «¿Quién eres tú... y quién soy yo?», que encuadra las relaciones personales entre Dios y el hombre Francisco, y pasando por el modo en que el «vilísimo gusano e inútil siervo» responde a su «dulcísimo Dios» (Consideraciones sobre las llagas, III), que abre con su tipo de devoción todos los posibles registros del universo para hacerlo vibrar como si fuese un único instrumento de alabanza, podemos adentrarnos ya y movernos libremente en otra esfera: aquella en que vida y oración llegan a formar un todo, más aún, donde la vida misma, como praxis, dimana del movimiento interior de oración, del don del amor, de una fuente demasiado caudalosa para canales restringidos y limitados.

En efecto, se es hombre y maestro de oración (y en este campo vida y enseñanza acaban por ser la misma cosa) sólo cuando, como san Francisco, uno se convierte, «con todo su ser, no tanto en un hombre que ora cuanto en la oración misma» (2 Cel 95), es decir: cuando el coloquio entre el «vilísimo gusano» y el «dulcísimo Dios» deja de ser tal y se hace comunión en Cristo, y a través de Él y en Él se introduce en la vasta corriente de la vida trinitaria. Sólo entonces vida y oración son la misma cosa, como lo fueron en Cristo. Sólo entonces la acción es siempre un retorno al Padre y aparece a los ojos atentos de los demás como un ejemplo legible de oración, y la oración, que es un recibir el Espíritu, aparece como impulso a la acción.

El hombre Francisco, partiendo de un límpido coloquio con su Creador y Redentor y Salvador, llega a ser, poco a poco, en la comunión con Cristo, el liturgo de una liturgia universal, que recapitula en sí mismo, como Cristo, cada una de las cosas, para darle a todo, hombres, criaturas animadas e inanimadas, el verdadero sentido de su creación, el sentido litúrgico del servicio a la gloria del Padre.

Finalmente, hecho uno con Cristo en este trabajo litúrgico de mediación, no le queda sino realizar con Cristo aquel tránsito, aquella verdadera Pascua que tiene lugar precisamente en Cristo (S. Buenaventura: Itinerarium, VII, 2); e idéntico a Él, por fuera en las llagas, por dentro en el amor y dolor que Cristo padeció en la agonía de la cruz, recoger para siempre, escondido con Cristo en Dios (Col 3,3), y en cuanto es dado a un mortal, «toda la cantidad y la calidad de aquella alegría» (Dante: Paraíso, XXX, 120), que es la dichosa vida trinitaria.

LA ORACIÓN COLOQUIO

«Las sendas del amor -escribió R. Llull- son largas y breves, porque el amor es claro, puro, límpido, verdadero, sutil; siempre fuerte, diligente, resplandeciente y abundante de nuevos pensamientos y de antiguos recuerdos» ( Libro del Amigo y del Amado, v. 70).

Largas y breves son las sendas de cualquiera que, como Francisco, impelido por el amor (lo reconozca o no), va buscando el objeto deseado: largas, respecto a la indefinida espera y al deseo; breves, respecto al expandirse, sin principio ni fin, de un Amor que, cuando entabla un coloquio con el hombre, destroza en él las ataduras del tiempo, y convierte el instante en semejante a la eternidad y reduce toda la eternidad a un instante.

Cuán largas e interminables sean las sendas del Amor, debió experimentarlo bien el hijo de Pedro Bernardone: hasta aquella tarde en que su indefinido deseo y su aún más indefinida espera se cruzaron finalmente, en una calle de Asís, con el «Amor claro, puro, límpido, verdadero, sutil, siempre fuerte...».

Vuelve de un banquete. Los compañeros van cantando por las calles, «y él, con el bastón en la mano como jefe, iba un poco detrás de ellos sin cantar y meditando reflexivamente. Y sucedió que súbitamente lo visitara el Señor, y su corazón quedó tan lleno de dulzura, que ni podía hablar, ni moverse, ni era capaz de sentir ni de percibir nada, fuera de aquella dulcedumbre. Y quedó de tal suerte enajenado de los sentidos, que, como él dijo más tarde, aunque lo hubieran partido en pedazos, no se hubiera podido mover del lugar» (TC 7).

La Leyenda de los Tres Compañeros, más descarnada que Celano, es magistral en describir con trazos rápidos, incisivos como surcos, la inmediatez con que, al compás inicial, sigue de parte de Francisco la respuesta: «Desde este momento..., apartándose poco a poco del bullicio del siglo, se afanaba por ocultar a Jesucristo en su interior, y, queriendo ocultar a los ojos de los burlones aquella margarita que deseaba comprar a cambio de vender todas las cosas, se retiraba frecuentemente y casi a diario a orar en secreto. A ello le instaba, en cierta manera, aquella dulzura que había pregustado; visitábalo con frecuencia, y, estando en plazas u otros lugares, lo arrastraba a la oración» (TC 8).

La invitación a la oración es una invitación al coloquio, como subraya la misma Leyenda (nn. 11-12): el Amor habla y Francisco responde. El amor pide y Francisco da, concretamente. Esta concretez en la respuesta constituye también el secreto de por qué el coloquio no sólo no languidece, sino que se hace cada vez más denso, más confidencial, más íntimo desde el primer momento hasta el fin. En efecto, el diálogo entre Dios y Francisco no queda nunca suspendido en el aire. Siempre que Francisco vuelve a la oración, tiene llenas las manos de lo que anteriormente se le ha pedido.

Por eso, la conversación entre el caballero y el Señor no sólo no muere ni languidece, sino que, al contrario, el caballero cree cada vez más necesario dejar al compañero fuera de la gruta, porque se habla mejor cuando se sabe que no hay testigos; y de día en día le parece más breve el tiempo que pasa dialogando en la gruta. «Las sendas del amor son largas y breves...». Los Tres Compañeros saben cuál es el tema de una conversación tan interesante que arrastra irresistiblemente a Francisco al interior de una gruta durante horas. A veces, cuando sale de la gruta y vuelve al compañero que le espera, tiene el aspecto de Jacob cuando luchó con Elohim hasta rayar el alba, y llamó a aquel lugar «rostro de Dios», pues se dijo: «He visto a Dios cara a cara y he quedado vivo» (Gén 32,31; cf. TC 12).

Poco después (la Leyenda de los Tres Compañeros no se cansa nunca de volver sobre el tema), el coloquio no tiene ya necesidad de la gruta: es un coloquio ininterrumpido; y bien se dibuja en el semblante de Francisco el gozo de la respuesta obtenida, tanto que no cabe en sí de pura alegría, o bien va lamentándose y llorando tan amargamente que quien lo ve no puede menos de sentirse también profundamente conmovido por la compasión (TC 13-15).

Es sabido: «Quien por Cristo se vuelve loco, parece afligido y atribulado... Quien por Cristo enloquece, ante la gente pasa por trastornado. Al que no lo ha experimentado, le parece que está fuera del camino...». Mas: «El que quiere entrar en esta danza, encuentra amor sin tasa...» (J. de Todi: Lauda LXXXIV).

Desmesurado amor encontró Francisco desde entonces hasta el momento en que, al acercarse la muerte, le afloraba a los labios, cantando desde el alma, el salmo 141: «A voz en grito clamo al Señor, a voz en grito suplico al Señor; desahogo ante él mis afanes..., mientras me va faltando el aliento. Pero tú conoces mis senderos...» (Cf. 1 Cel 109; 2 Cel 217).

Las selvas y las soledades están llenas de la voz de Francisco (2 Cel 94-95), y el eco se la remite a quien menea la cabeza en desaprobación porque, no habiendo tenido tal experiencia, el Santo «le parece que está fuera del camino»; y también se la remite a quien sabe que en aquel momento el Señor «conoce los senderos» de Francisco, mientras a éste le va faltando el aliento; y lo que brota al exterior es al mismo tiempo llanto y gemido, grito, invitación, súplica, y de nuevo invitación: porque él «con toda el alma anhelaba con ansia a su Cristo» (2 Cel 94). El corazón no es ya suficiente, todo el cuerpo es arrastrado por la pasión, y bien «bañaba el suelo en lágrimas, se golpeaba el pecho con la mano, y allí hablaba muchas veces con su Señor. Allí respondía al Juez, oraba al Padre, conversaba con el Amigo, se deleitaba con el Esposo» (2 Cel 95); bien, a una conversación, seguía un silencio prolongado (2 Cel 94), elocuente, señal de que el amor había llegado al colmo de la «desmesura».

«Podía comenzar la oración al anochecer y con dificultad la habría terminado a la mañana» (1 Cel 71); con dificultad, como Jacob cuando luchó con Elohim y no se separaron hasta despuntar la aurora.

¿Enseñar esta oración?

Un día, efectivamente, los primeros compañeros le rogaron a san Francisco que les enseñase a orar, pues, caminando en simplicidad de espíritu, no conocían todavía el oficio eclesiástico. Y él les respondió con las palabras de Jesús: «Cuando oréis, decid: "Padre nuestro..."» (cf. ParPN), y les enseñó también la oración: «Te adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo» (Test 5; 1 Cel 45). Con cuánta docilidad siguieron después los hermanos esta enseñanza, lo cuenta largamente Celano (cf. 1 Cel 45).

La respuesta, registrada por el biógrafo, es una prueba más de que san Francisco tiene siempre en su mente que lo mejor es repetir cuanto ha dicho o ha hecho Cristo. Todo esto no agota, es verdad, el tema de sus enseñanzas en materia de oración, como tampoco lo agotan sus oraciones escritas. El coloquio de san Francisco con Dios, ya desde los primeros momentos, como hemos tratado de ver anteriormente, no es, de hecho, un coloquio que se pueda enseñar, ni oralmente ni por escrito. A lo sumo se podría decir, como Cristo y san Francisco: «Cuando oréis, decid: "Padre nuestro..."».

No obstante, si san Francisco fue hombre de oración, fue, si posible, aún más perfecto como maestro, porque comprendió que enseñar a orar no significa propiamente enseñar las palabras de un coloquio que no puede ser siempre el mismo, sino que, por el contrario, consiste en enseñar cómo ponerse de forma digna en presencia de Aquel que invita al diálogo, de tal suerte que Dios mismo se sienta a su vez como invitado a no dejar en alto el coloquio en ningún momento.

Los mismos que le pidieron: «Enséñanos a orar», sabían de sobra que el Santo que se retiraba con frecuencia a orar: «Deseando que Dios le mostrase cómo habían de proceder en su vida él y los suyos, se retiró a un lugar de oración, según lo hacía muchísimas veces. Como permaneciese allí largo tiempo con temor y temblor ante el Señor de toda la tierra, reflexionando con amargura de alma sobre los años malgastados y repitiendo muchas veces aquellas palabras: ¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador -que son las palabras del publicano-, comenzó a derramarse poco a poco en lo íntimo de su corazón una indecible alegría e inmensa dulcedumbre» (1 Cel 26). Y de pronto, veían cómo se dibujaba sobre su rostro la respuesta de Dios.

«Estas son las enseñanzas del piadoso Padre, con las que formaba a los nuevos hijos, no tanto de palabra y con la lengua cuanto de obra y de verdad» (1 Cel 41).

Es decir, san Francisco forma a sus compañeros en el coloquio personal con Dios a medida que les va enseñando a presentarse ante Él como pobres, en el sentido pleno de la palabra, con una pobreza que es una actitud religiosa de todo el ser, hecha de confianza, de esperanza, de humilde y necesitada espera, una pobreza que se compendia en cierto modo, en la oración: «¡Ten compasión de este pecador!» (Lc 18,13).

Esta es la oración que los Tres Compañeros ponen en labios del Santo cuando, dejando fuera al compañero, desaparecía durante horas metido en una gruta (TC 12).

Mas es también la oración que trasforma el coloquio en comunión.

LA COMUNIÓN CON CRISTO

El sufrimiento esencial consiste en no estar unidos a Aquel que es y aparece como bien infinito.

San Francisco descubrió esta verdad el día en que, ante el Crucifijo de San Damián, se encontró de frente a la inmensidad de un Amor capaz de enarbolar, como divisa, a un hombre crucificado por amor (2 Cel 10-11).

Aquel día fue como fulgurado por la intuición de la radical insuficiencia de nuestra respuesta al Amor (2 Cel 11), y el sufrimiento que sintió ante esta revelación lo convirtió en el mendigo de Dios, que frente al Amor conoce la indigencia, la apremiante necesidad, la humilde petición, la espera hecha de esperanza y de confianza, y que se hace fuerte con la fuerza del pobre, la fuerza de la que prorrumpe el Magníficat.

Las palabras, los suspiros, los gemidos, las lágrimas expresan un coloquio.

El progresivo despojarse de Francisco, en una pobreza que de día en día se hace más integral y que o bien no tolera ya la riqueza de ayer, o bien no tolera ya ni siquiera bastón y calzado, o bien pretende que Francisco se exponga a los insultos y desprecios de todos, expresa una comunión.

Si el amor, de hecho, es un don, la pobreza es capacidad de recibirlo.

En San Damián, Francisco leyó concretamente la síntesis entre amor y pobreza, grabada con caracteres de sangre sobre el cuerpo de un hombre crucificado. Leyó en Cristo la posibilidad de responder al amor infinito.

Sí, el coloquio dice mucho, pero no dice, no puede decirlo todo; y donde se detiene impotente el coloquio, se abre el abismo de la pobreza integral que se hace pura capacidad receptiva frente al don del amor. El diálogo resulta así una simple acción de gracia, un fluir de la plenitud de Dios, por una parte, y, por otra, un como sumergirse en 1a inmensidad de un valle.

Es otro coloquio el que se inicia entre el Creador y la criatura, entre el Amante y el amado, no de palabras, ni de gemidos, ni de lágrimas, sino de «santa pura simplicidad», donde la criatura está continuamente comprometida por la profusión del don de amor, al que responde con la humildad y pobreza más profundas.

Este matrimonio entre amor y pobreza, que tiene lugar en la «pura simplicidad», es comunión.

No se ha dicho al azar más arriba que san Francisco leyó concretamente este connubio entre el amor y la pobreza en el cuerpo de Cristo crucificado. Depende precisamente de la diversa manera con que cada uno descubre y ve la relación entre Amor y pobreza la diferencia que existe entre los varios caminos de oración. La dirección es siempre aquélla, los elementos siempre los mismos, las etapas siempre idénticas; pero las sendas son muchas, algunas más tortuosas, otras más rectilíneas.

San Francisco no descubrió un camino de oración, descubrió el punto de llegada. No conoció las etapas de un trayecto que procede gradualmente hacia la unión, sino que leyó simplemente en la carne de Cristo la síntesis realizada entre el Amor infinito y la pobreza infinita. En él, los grados de oración forman un todo con el marchar a la imitación de Cristo y de Cristo crucificado.

Es en este contexto donde se capta en plenitud aquella frase que san Francisco, que sentía una veneración profunda por la sagrada Escritura, dijo: «Es bueno recurrir a los testimonios de la Escritura, es bueno buscar en ellos al Señor Dios nuestro; pero estoy ya tan penetrado de las Escrituras, que me basta, y con mucho, para meditar y contemplar. No necesito de muchas cosas, hijo; sé a Cristo pobre y crucificado» (2 Cel 105).

Vida y oración llegan a ser aquí una misma cosa. La pobreza integral que por doquier va persiguiendo san Francisco, como un enamorado busca por todas partes a la mujer amada, es una respuesta de oración al Amor que apremia el corazón del hombre, a manera de un río en crecida que quiere salir de su cauce y necesita de espacio libre para hacerlo. La oración se convierte en vida, y la vida vuelve a hacerse en todo momento oración; y el proceso de la comunión confiere poco a poco a la figura de Francisco los rasgos de Cristo.

«Bien lo saben cuantos hermanos convivieron con él: qué a diario, qué de continuo traía en sus labios la conversación sobre Jesús; qué dulce y suave era su diálogo; qué coloquio más tierno y amoroso mantenía. De la abundancia del corazón hablaba su boca, y la fuente de amor iluminado que llenaba todas sus entrañas, bullendo saltaba fuera. ¡Qué intimidades las suyas con Jesús! Jesús en el corazón, Jesús en los labios, Jesús en los oídos, Jesús en los ojos, Jesús en las manos, Jesús presente siempre en todos sus miembros. ¡Oh, cuántas veces, estando a la mesa, olvidaba la comida corporal al oír el nombre de Jesús, al mencionarlo o al pensar en él! Y como se lee de un santo: "Viendo, no veía; oyendo, no oía"... Porque con ardoroso amor llevaba y conservaba siempre en su corazón a Jesucristo, y éste crucificado...» (1 Cel 115).

Meditación continua, recogimiento, oración ininterrumpida, son palabras que afloran constantemente a los labios de los biógrafos, con la intención de hacernos comprender, de algún modo, la comunión entre el «siervo inútil» y el «dulcísimo Dios», comunión que hace de ellos una sola cosa con la imagen de Cristo.

Pero son palabras en extremo pobres, aun cuando en sí digan mucho, precisamente porque la palabra no es un instrumento apto para expresar una relación que el mismo Cristo explicó exhaustivamente sólo elevado en la Cruz.

«Rumiaba muchas veces en su interior sin mover los labios, e, interiorizando todo lo externo, elevaba su espíritu a los cielos. Así, hecho todo él no ya sólo orante, sino oración, enderezaba todo en él -mirada interior y afectos- hacia lo único que buscaba en el Señor» (2 Cel 115). Y también: «Su puerto segurísimo era la oración; pero no una oración fugaz, ni vacía, ni presuntuosa, sino una oración prolongada, colmada de devoción y tranquilidad en la humildad. Podía comenzarla al anochecer y con dificultad la habría terminado a la mañana; fuese de camino o estuviese quieto, comiendo o bebiendo, siempre estaba entregado a la oración» (1 Cel 71), atento a acoger la perenne visita del Huésped: «El bienaventurado Padre no desatendía por negligencia ninguna visita del Espíritu; si se le ofrecía, respondía al regalo y saboreaba la dulzura así puesta delante por todo el tiempo que permitía el Señor» (2 Cel 95).

El Santo nota la inundación que irrumpe sobre el corazón y «cuando, estando en público, se sentía de pronto afectado por visitas del Señor, para no estar ni entonces fuera de la celda hacía de su manto una celdilla; a veces -cuando no llevaba el manto- cubría la cara con la manga para no poner de manifiesto el maná escondido. Siempre encontraba manera de ocultarse a la mirada de los presentes, para que no se dieran cuenta de los toques del Esposo, hasta el punto de orar entre muchos sin que lo advirtieran en la estrechez de la nave. En fin, cuando no podía hacer nada de esto, hacía de su corazón un templo. Enajenado, desaparecía todo carraspeo, todo gemido; absorto en Dios, toda señal de disnea, todo visaje» (2 Cel 94; cf. LM 10,4).

Más explícitas todavía, a propósito de la oración como comunión, son las enseñanzas del mismo san Francisco; no tanto porque enseñase a sus compañeros a considerarse como «ladrones del tesoro de Dios» y a devolvérselo en toda ocasión (2 Cel 99), ni tampoco porque les amonestase a guardar en su corazón los secretos del Rey (Adm 28). Estas dos enseñanzas, si bien expresivas, son muy periféricas dentro de la vastísima doctrina que ha dejado san Francisco sobre la oración como comunión. Puede decirse que de ella habla continuamente, que hace de la misma el eje de su enseñanza espiritual, así como el vivirla se había convertido en el quicio de su ascesis.

En efecto, él puntualiza dos extremos: por una parte, «limpieza de corazón», que es «despreciar las cosas terrenas -el mundo, la carne...- y buscar las celestiales» (Adm 16), y que en él constituye un todo con la primera Bienaventuranza, un ser a 1a vez «sencillos, humildes y puros», es decir, integralmente pobres (2CtaF 45). Por otra parte, el «Espíritu del Señor», que aflora constantemente a sus labios (cf. 1 R 17 y 23; 2 R 10; Adm 1, 7 y 12; CtaF), y que tiene precisamente la función de unir al alma fiel con Cristo y hacerla su esposa: «Somos esposos de Jesucristo cuando, por el Espíritu Santo, el alma fiel se une a Jesucristo» (2CtaF 51).

Los dos extremos, pureza de corazón y Espíritu del Señor, se funden en la oración, en un «crescendo» que va de la oración a la inhabitación: «Atiendan a que sobre todas las cosas deben desear tener el Espíritu del Señor y su santa operación, orar siempre a él con puro corazón y tener humildad...» (2 R 10,8-9). «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Son verdaderamente limpios de corazón quienes... no dejan nunca de adorar y ver, con corazón y alma limpios, al Señor Dios vivo y verdadero» (Adm 16). «Por consiguiente, amemos a Dios y adorémoslo con corazón puro y mente pura, porque él mismo, buscando esto sobre todas las cosas, dijo: Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad..., es preciso que oremos siempre y que no desfallezcamos» (2CtaF 19-21). «Ruego a todos los hermanos que, removido todo impedimento y pospuesta toda preocupación y solicitud, del mejor modo que puedan, hagan servir, amar, honrar y adorar al Señor Dios con corazón limpio y mente pura, que es lo que él busca sobre todas las cosas; y hagámosle siempre allí habitación y morada a aquél que es Señor Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo» (1 R 22,26-27).

Y, finalmente, la luminosa síntesis de los dos extremos: «Debemos ser sencillos, humildes y puros -en una palabra, pobres-... Y sobre todos ellos y ellas, mientras hagan tales cosas y perseveren hasta el fin, descansará el Espíritu del Señor y hará en ellos habitación y morada» (2CtaF 45 y 48).

Todo cuanto hace el hermano menor debe estar al servicio de esta oración; la acción le vale en tanto en cuanto realiza esta comunión, y no más: «No apaguen el espíritu de la santa oración y devoción, al cual las demás cosas temporales deben servir» (2 R 5,2); y «atiendan a que sobre todas las cosas deben desear tener el Espíritu del Señor y su santa operación» (2 R 10,8), es decir, el ser vivificados interiormente por el Espíritu, de tal suerte que se llegue a tener, en la comunión, la imagen misma de Cristo.

Y, en verdad, él se unió en perfecta comunión con Cristo: «Nuestro beatísimo padre Francisco, cumplidos los veinte años de su total adhesión a Cristo... remontó felizmente el vuelo a las mansiones de los espíritus celestiales» (1 Cel 88).

LA LITURGIA UNIVERSAL DE SAN FRANCISCO

«Por eso doblo las rodillas ante el Padre..., pidiéndole que os conceda, según la riqueza de su gloria, ser robustecidos por medio de su Espíritu en vuestro hombre interior; que Cristo habite por la fe en vuestros corazones; que el amor sea vuestra raíz y vuestro cimiento; de modo que así, con todos los santos, logréis abarcar lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo, comprendiendo el amor de Cristo, que trasciende todo conocimiento. Así llegaréis a vuestra plenitud, según la plenitud [ pléroma] total de Dios» (Ef 3,14-19).

Este pasaje de la carta de san Pablo a los Efesios, completado por otro de la misma carta (Ef 1,10), donde «pléroma» significa recapitulación de todos los seres en Cristo, tanto los que están en los cielos como los que están en la tierra, hace que la figura de Cristo se dilate y llegue a ser amplia como el cosmos y más que el cosmos. «Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud [pléroma]. Y por él y para él quiso reconciliar todas las cosas» (Col 1,19-20). «Porque en él habita la plenitud [pléroma] de la divinidad corporalmente, y por él, que es cabeza de todo Principado y Potestad, habéis obtenido vuestra plenitud» (Col 2,9-10).

La plenitud universal de Cristo ( pléroma Christi), que resume en sí corporalmente (Col 2,9) todas las cosas para referirlas al Padre, para alabanza de la gloria de su gracia (Ef 1,6), según el misterio de su voluntad (Ef 1,9), está abierta no tanto al que posee muchos conocimientos, cuanto a quien, fortificado por el Espíritu, ha madurado el hombre interior hasta la plena comunión con Cristo (Ef 3,14-19). De ahí que éste pueda ahondar su mirada en Aquel que corporalmente (Col 2,9) recapitula todo ser creado, y comprender y abarcar la anchura y longitud, la altura y profundidad de Cristo, consagrador del universo en la caridad (Ef 3,14-19).

Esta concepción paulina nos da la clave para comprender, de modo muy sencillo, el extenderse de la comunión de san Francisco con Cristo a una comunión universal con todos los seres creados, que le hace recapitular en sí por la caridad todas las cosas, para hacer de ellas un instrumento de glorificación del Padre.

Es una acción litúrgica universal que se instaura. La liturgia, en efecto, «cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, fuente de donde mana toda su fuerza» (Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 10), no es, en última instancia, más que participación y comunión con la plenitud de Cristo [pléroma Christi], que, como cumbre, recapitula en sí toda la creación y, como fuente, hace surgir de sí mismo la virtud que consagra el universo.

San Francisco forma parte de esta liturgia universal; más aún, en la perfecta comunión con Cristo se convierte en liturgo, en virtud de la «recompensa que mereció por haberse hecho pequeño» (Dante, Paraíso, XI, 110-111), de «haber alcanzado la plenitud en él» (cf. Col 2,10). Entonces, la plenitud cósmica y más que cósmica de Cristo viene a ser su propia plenitud, que lo desborda e invade todos los elementos de la creación, recuperándolos para la glorificación del Padre.

La relación de san Francisco con las criaturas puede prestarse a una interpretación superficial; incluso el Cántico de las Criaturas puede sonar al oído como el murmullo de una bella corriente que, fluyendo en medio de la creación y reflejándola, discurre alegremente y nada más. La lectura de los textos de san Francisco es, por el contrario, luminosa como el sol, pero sólo a condición de tener presente la plenitud de la caridad sobreabundante de Cristo, que rebosa a través de él, a fin de recobrar todas las cosas para alabanza, gloria y bendición del Padre, o sea, en un contexto netamente litúrgico.

«Y a aquel que tanto ha soportado por nosotros, que tantos bienes nos ha traído y nos traerá en el futuro, y a Dios, toda criatura que hay en los cielos, en la tierra, en el mar y en los abismos rinda alabanza, gloria, honor y bendición, porque él es nuestro poder y nuestra fortaleza, y sólo él es bueno, sólo él altísimo, sólo él omnipotente, admirable, glorioso y sólo él santo, laudable y bendito por los infinitos siglos de los siglos. Amén» (2CtaF 61-62).

«Los cielos y la tierra alaben a Dios que es glorioso: Y alabémoslo y ensalcémoslo por los siglos. Y toda criatura que hay en el cielo y sobre la tierra, y las que hay debajo de la tierra y del mar, y las que hay en él: Y alabémoslo y ensalcémoslo por los siglos» (AlHor 7-8). «Y devolvamos todos los bienes al Señor Dios altísimo y sumo, y reconozcamos que todos los bienes son de él, y démosle gracias por todos a él, de quien proceden todos los bienes. Y el mismo altísimo y sumo, solo Dios verdadero, tenga y a él se le tributen y él reciba todos los honores y reverencias, todas las alabanzas y bendiciones, todas las gracias y gloria, de quien es todo bien, solo el cual es bueno» (1 R 17,17-18; cf. 1 R 21 y 23). «Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios, Padre santo y justo, Señor rey del cielo y de la tierra, por ti mismo te damos gracias...» (1 R 23,1).

«La alabanza, la bendición, la gloria», que desbordan de la plenitud del Santo, calan hombres y seres animados e inanimados; ya no es tan sólo una invitación a alabar, dirigida a los pueblos (CtaA y CtaCus) o a los seres creados de todo el universo (Cánt). Es un recobrar en sí, en la plenitud de la caridad, el universo, para la gloria, alabanza y bendición del Padre, porque a Él le pertenecen: «Altísimo, omnipotente, buen Señor, tuyas son las alabanzas, la gloria y el honor y toda bendición. A ti solo, Altísimo, corresponden...» (Cánt 1-3). «Este hombre, lleno del espíritu de Dios, no cesaba de glorificar, alabar y bendecir en todos los elementos y criaturas al Creador y Gobernador de todas las cosas» (1 Cel 80).

Agradecer, glorificar, bendecir: se tiene como la impresión de haber llegado al canon de un sacrificio inmenso, de una acción eucarística universal, aquella que Cristo desarrolla perennemente sobre la mesa del universo: «Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria...» (Doxología del canon de la misa).

Es la liturgia cumbre y, al mismo tiempo, fuente que toma de la plenitud de Cristo la virtud que consagra el universo: «Os ruego a todos vosotros, hermanos, besándoos los pies y con la caridad que puedo, que manifestéis toda reverencia y todo honor, tanto cuanto podáis, al santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, en el cual las cosas que hay en los cielos y en la tierra han sido pacificadas y reconciliadas con el Dios omnipotente» (CtaO 12-13). «Imploramos suplicantes que nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo amado, en quien bien te complaciste, junto con el Espíritu Santo Paráclito, te dé gracias por todos como a ti y a él os place, él que te basta siempre para todo y por quien tantas cosas nos hiciste» (1 R 25,5). «El Señor Jesucristo colma a los presentes y a los ausentes que son dignos de él» (CtaO 32).

Y de improviso, como en un relámpago, cumbre y fuente en una sola plenitud: « El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna (Jn 6,54). De donde el Espíritu del Señor, que habita en sus fieles, es el que recibe el santísimo cuerpo y sangre del Señor» (Adm 1,11-12).

La acción litúrgica universal de san Francisco se encamina, en Cristo, a la comunión eterna de la vida personal trinitaria. «Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios» (Col 3,3).

VENGA TU REINO

También se manifestó sobre la carne de Francisco, en el Alverna, la síntesis consumada entre amor infinito y pobreza infinita, grabada con caracteres de sangre al igual que sobre la carne de Cristo. Y también para Francisco, como para Cristo, ello significaba una Pascua celebrada, un paso realizado de la jornada terrena a la jornada eterna.

El proceso de la oración de san Francisco, a partir del coloquio hasta llegar a la comunión y a la plenitud litúrgica de Cristo glorificador del Padre, es, como hemos visto, un camino sumamente simple; pero es todavía infinitamente más simple lo que no hemos podido ni podemos ver en modo alguno: la perenne comunión personal que él ha consumado y consuma, inserto para siempre en la vida trinitaria.

Su teocentrismo en Cristo está ahora ya eternamente vivo en la Sabiduría, como un perenne activo retorno hacia el fondo de donde ella misma dimana: el Seno del Padre, fuente de toda bienaventuranza; y del encuentro perenne procede el Amor, que activa y fruitivamente envuelve al Padre y al Hijo: « Venga a nosotros tu reino: para que tú reines en nosotros por la gracia y nos hagas llegar a tu reino, donde la visión de ti es manifiesta, la dilección de ti perfecta, la compañía de ti bienaventurada, la fruición de ti sempiterna» (ParPN 4).

[Cf. Selecciones de Franciscanismo, vol. III, núm. 8 (1974) 182-191]

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