DIRECTORIO FRANCISCANO
La oración franciscana

FRANCISCO, EL HOMBRE-ORACIÓN
por Sebastián López, O.F.M.

[Pensábamos recoger en nuestra revista "Selecciones de Franciscanismo" el artículo del P. Sebastián López: Carácter peculiar de la oración franciscana, publicado en Verdad y Vida 22 (1964) 119-143. Pero él prefirió repensar aquellas páginas con el fin de destacar mejor lo teologal y cristológico de la oración de Francisco. Es el corazón de la misma y además hoy es urgente hacerlo, porque si la oración se muere en muchos labios, no hay más razón, decisiva al menos, que la falta de una visión verdadera de la misma].

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La oración define y explica también al «hermano Francisco». Por supuesto que no sólo ella, pero, junto a tantas otras actitudes evangélicas, la oración ocupa su puesto y, sin duda, explicador y razonador de la densidad de todas las demás. Porque en Francisco la oración no sólo es ocupación insistente, es también y sobre todo realidad decantadora, depuradora de su propia fe. Y además, su mejor expresión. Porque la oración no puede ser otra cosa, si es auténtica, que fe-amor-esperanza al rojo vivo de vivencia. Francisco es oración, dirá Celano (2 Cel 95), señalando con ello no sólo la cantidad e intensidad de la oración de Francisco, sino además, y sin saberlo a lo mejor, su esencialidad.

Francisco es oración porque es fe, caridad, esperanza, pobreza, humildad, sencillez..., es decir, respuesta pura, decidida, alabanza. Pobreza, dirá él, sobre todo, resumiendo y ofreciéndonos de nuevo el eje que tantas cosas centra en su existencia, y al mismo tiempo la dimensión real de su oración: oración teologal, oración-vida al soplo de Dios que le hizo amar la soledad, la dura y abierta roca, la noche y la selva... Allí la pobreza era verdaderamente acontecimiento, realidad conseguida al fin, por ser el momento en que Francisco se abandona enteramente para no ser más que hijo, es decir, el que todo lo recibe (CtaO) y el que todo lo entrega y devuelve (1 R 17). Francisco repetía el gesto de Cristo, su oración, expresión máxima de su indefinible pobreza de Hijo hecho carne, sólo pascua: paso de este mundo al Padre a través de la muerte, punto y hora de abandonarlo todo en sus manos.

EL ESPÍRITU DE LA ORACIÓN
AL QUE TODO DEBE SERVIR

Al hablar Celano de la oración de Francisco, llega a decir, como ya hemos indicado, que más que un hombre en oración, era la oración hecha hombre: «... totus non tam orans quam oratio factus» (2 Cel 95). Es lo primero que impresiona al mirar su vida desde el ángulo de la oración, su cantidad, la mucha oración que había en aquella vida. De verdad, la oración hecha hombre. Son muchos los testimonios de sus biógrafos sobre sus retiros con este fin (1 Cel 71, 91, 103; 2 Cel 46, 94-95, 119, 122, 168); sobre sus noches en vela, orando (1 Cel 24, 71; 2 Cel 64, 116, 119, 122, 126, 159, 168); sobre su larga oración (1 Cel 71, 84, 91; 2 Cel 19, 45, 71, 119, 122). A sus hijos les señala el mismo camino, la oración continua, acaparadora de tiempo y de horas (1 R 7, 22 y 23; 2 R 10; 2CtaF).

Porque para Francisco lo primero y principal es la oración. Es el lugar que les ha señalado en su Regla y Vida: todo lo temporal a su servicio: «No apaguen el espíritu de la santa oración y devoción, al cual las demás cosas temporales deben servir» (2 R 5,2). Y sobre todo otro deseo, el de 1a oración: «Atiendan a que sobre todas las cosas deben desear tener el Espíritu del Señor y su santa operación, orar siempre a él con puro corazón y tener humildad...» (2 R 10,8-9; cf. 1 R 17). No cabe más claridad. La oración, por tanto, lo primero y principal en el proyecto de vida franciscana. Y a nada temió más Francisco que a la usurpación de esa absoluta primacía por otra cosa, lo que explica la insistente presencia en sus escritos del tema de la preocupación (sollicitudo) en la amplia gama de sus manifestaciones. Su desconfianza en el estudio de aquí provenía en gran parte, y el mismo temor le inspiran el trabajo y la predicación: «Amonesto y exhorto en el Señor Jesucristo que se guarden los hermanos de toda soberbia, vanagloria, envidia, avaricia, cuidado y solicitud de este siglo..., y los que no saben letras, no se cuiden de aprenderlas...» (2 R 10,7; cf. 2 Cel 195).

Insistirá por eso: «No tenemos ninguna otra cosa que hacer sino seguir la voluntad del Señor y agradarle a él» (1 R 22,9). «Ninguna otra cosa deseemos, ninguna otra queramos, ninguna otra nos plazca y deleite, sino nuestro Creador y Redentor y Salvador, el solo verdadero Dios, que es pleno bien, todo bien, total bien, verdadero y sumo bien... Por consiguiente, que nada impida, que nada separe, que nada se interponga» (1 R 23,9-10).

Soberanía y primeridad de la oración que Francisco razona, por supuesto. Las razones son las mismas que justificarán la oración sin más y que expondremos más adelante. Al indicarlas aquí queremos solamente hacer ver la dimensión absoluta y radical que contemplaba en ellas Francisco y que obligatoriamente rebañaban su tiempo y su ser, poniéndolo enteramente al servicio de la oración (2 R 5).

Si Francisco es el hombre-oración, si la oración lo bloquea en un cerco implacable que se convierte a veces en problema y duda de su verdadera vocación y camino, la contemplación de Dios en su transcendencia es una de las razones más decisivas y más radicalmente explicadoras. Frente a la absolutez de Dios, frente a su grandeza y majestad, frente al Altísimo y a su abarcadora e infinita totalidad, el Pobrecillo da y entrega totalmente su tiempo y su ser (1 R 23; 2CtaF). Sabe que nunca se acaba con Dios, que Dios siempre da para más, siempre es mayor. ¡Sólo Él omnipotente! (CtaO 9). Y, por lo tanto, que nada es mucho o que todo es poco cuando se trata de Dios... Esta absoluta entrega, esta apertura total, sin cuenta ni medida, a fondo perdido a Dios, correspondiente a su transcendencia y absolutez en su ser y obrar es fundamental en el pensamiento y en la existencia de Francisco (cf. LM 10,1 y 2). La oración es primera y soberana en su vida y en la de los suyos, porque primero y señor es el Altísimo.

Pero Francisco no ha contemplado la santidad transcendente de Dios, ni tampoco su bondad, a lo filósofo. Fue el Evangelio el que despertó sus ojos a la majestad del Dios que se entrega en la más desvalida pequeñez y pobreza y que lo convierten por lo mismo en Dios-humildad (AlD 4), en el Dios que continuamente se humilla por nosotros: «Ved que diariamente se humilla, como cuando desde el trono real vino al útero de la Virgen; diariamente viene a nosotros él mismo apareciendo humilde; diariamente desciende del seno del Padre sobre el altar en las manos del sacerdote» (Adm 1,16-18). «¡Oh admirable celsitud y asombrosa condescendencia! ¡Oh humildad sublime! ¡Oh sublimidad humilde, pues el Señor del universo, Dios e Hijo de Dios, de tal manera se humilla, que por nuestra salvación se esconde bajo una pequeña forma de pan! Ved, hermanos, la humildad de Dios y derramad ante él vuestros corazones» (CtaO 27-28). A la luz de este «salto» de Dios, que decían los santos Padres, Francisco ha llegado al corazón de la verdadera transcendencia del Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo y pudo vislumbrar también su inimaginable condescendencia, su amor al fin. Amor, generosidad de Dios que se le imponía absolutamente, le hacía imposible concebir la vida de otra forma que como asombro, canto, adoración, alabanza y acción de gracias (1 R 23; 2CtaF).

Desde aquí se explica también la clara sinrazón de la oración de Francisco, su gratuidad. Su oración, en gran parte, no está justificada más que por el propio Dios, por su grandeza y majestad. Francisco ora porque sí, de balde, sin más renta y paga que la propia bondad y hermosura de Dios. Su oración, dirá Celano, era un pierde-tiempo con Dios (2 Cel 94), sus vacaciones con Él (1 Cel 71).

QUÉ ES LA ORACIÓN

Por supuesto que Francisco no nos ha dejado una definición de la oración. No es un tratadista, es un padre espiritual, mejor, como él quería que le llamasen, es... el hermano Francisco. Pero son suficientes los textos de sus escritos y de las primitivas biografías que a ella se refieren para poder ofrecer una descripción de la misma.

a) La oración es Jesucristo. Dice así Francisco: «Y porque todos nosotros, miserables y pecadores, no somos dignos de nombrarte, imploramos suplicantes que nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo amado, en quien bien te complaciste, junto con el Espíritu Santo Paráclito, te dé gracias por todos como a ti y a él os place» (1 R 23,5).

Las maravillas de Dios que Francisco ha recordado en el párrafo anterior a estas líneas de la Regla no bulada, le han descubierto su esencial pobreza para todo. Le han descubierto también su principal ciencia, la pobreza. Que no es, ni puede, ni sabe desde sí y por sí tanto en general como en ese punto de la oración. Pero precisamente porque pobre, sabe que tiene a Jesucristo (Adm 1), a Jesucristo, suficiencia de Dios (1 R 23) y suficiencia suya (2 Cel 12), a Jesucristo-oración, a Jesucristo-alabanza, a Jesucristo-acción de gracias. Es toda su teología: Jesucristo, camino, verdad y vida (Adm 1; 1 R 22). Jesucristo para nosotros (1 R 23; 2CtaF; CtaO).

Es lo mismo que afirma Francisco en la Regla: «Atiendan a que sobre todas las cosas deben desear tener el Espíritu del Señor y su santa operación, orar siempre a él con puro corazón y tener humildad...» (2 R 10,8-9). La oración, sabe Francisco, no nace de nosotros, es el Espíritu el que nos pone la palabra justa en los labios: «Abbá, Padre» (Rom 8,14-15), o «¡Jesús!», que sólo en el Espíritu se puede decir (Adm 8; 2 Cor 3,6).

b) La oración es «no apagar el espíritu... de la devoción» (2 R 5,2). El término devoción, con muchos siglos a la espalda, estaba de moda entonces por la importancia que le había dado el movimiento cisterciense. La devoción es tener o poner el ser entero a disposición de Dios. Dejar abierta la puerta del corazón al paso o visita del Señor. Adoración perpetua del corazón, es lo que nos exige con ella Francisco.

c) La oración es tener vivas, candentes, recientes en la memoria la palabra y preceptos del Señor (1 R 22). Desde la visión de Espoleto, Francisco sabía que orar era ponerse a la escucha de Dios. Es la respuesta que dio a Fr. Bernardo deseoso de seguirle: mañana iremos a la iglesia de San Nicolás y el Señor nos hablará en su Evangelio (TC 28). Desde entonces Francisco no supo ser otra cosa que un escucha atento, decidido (1 Cel 72). Un repetidor terco de sus palabras en su meditación (1 Cel 84). Un discípulo sediento de saber y averiguar el plan divino sobre él (1 Cel 91). Acertar a tener la memoria tan libre y desocupada que logremos que sea la biblioteca segura de la palabra de Dios (2 Cel 102). O también, en expresión de Celano, el corazón tan acogedor que sea el diario íntimo de las confidencias de Dios (2 Cel 102).

d) La oración es tener el espíritu y el corazón en Dios (1 R 22). Las dos realidades se complementan. Son el hombre en su más apurada interioridad, en su centro original y fontal, que ha de ser entrega total, apertura decidida frente al Señor (2 R 10; 2CtaF; CtaO).

e) La oración es consentir en que la voluntad se lance generosamente hacia Dios (CtaO) sin más centro que nuestro Creador, Salvador y Redentor (1 R 23).

f) La oración es rendir también el cuerpo ante Dios (2 Cel 129 y 174). Es derramarlo como un humilde perfume ante la santidad de Dios (LM 9,3).

Orar, por tanto, es últimamente y concentradamente, entrega. Pero entrega en el único camino abierto a su posibilidad, Cristo, camino, verdad, vida (Adm 1; 1 R 22). La descripción que hemos hecho de la oración de Francisco, incompleta indudablemente, nos conduce a la preocupación fundamental de estas páginas, descubrir la decisiva opción de Francisco por una oración cristocéntrica y, por lo mismo, necesariamente teologal.

RAÍZ Y ORIGEN DE LA ORACIÓN DE FRANCISCO

¿De qué íntimo hontanar le brotaba a Francisco la oración, sus horas de entrega, corazón a corazón con Dios? No hay, me parece, otra raíz y fuente que el misterio de Dios Salvador en Cristo en toda su opulenta riqueza. Francisco oraba porque Dios se le había hecho presencia acuciante en Cristo y su misterio. Fundamentalmente no hay más secreto. Lo que ha hecho de él un asombrado constante y por lo mismo el hombre-oración de que nos habla Celano es el amor de Aquel «que, siendo Señor de todos, quiso hacerse por nosotros servidor de todos, y, siendo rico y glorioso en su majestad, vino a ser pobre y despreciado en nuestra humanidad» (LP 97; EP 23; cf. 1 Cel 84). Las oraciones más extensas que conservamos en sus escritos, el cap. 23 de la Regla no bulada y la primera parte de la Carta a los fieles, de aquí toman aliento y sentido, de este amor inconcebible y derrochador de Dios en Cristo Jesús.

Pero quizá nada revela con más decisión y claridad lo que venimos diciendo que el Oficio de la Pasión. En él, basta abrirlo, el orante es Jesucristo en esa pascua prolongada de los distintos misterios de su vida, a través de los cuales se la entregó al Padre, dejándonosla también a nosotros. Pues bien, Francisco lo recitaba diariamente. Acercaba su corazón y sus labios, al tiempo que sus ojos recordaban las escenas, a la angustia, al miedo, a la soledad, a la confianza, a la alegría, a la alabanza, etc., del Hijo de Dios hecho hombre. Era la comunión de Francisco con el misterio de la salvación. La oración que Cristo estrenó e introdujo en la tierra, el Padrenuestro -¿por qué el énfasis de Francisco al recordarla? (1 R 22; 2CtaF)-, encontraba diariamente un corazón despojado donde resonar.

Aquí, pues, toda la razón de ser de la oración de Francisco. Las demás motivaciones que puedan señalarse y que señalaremos, a ésta fundamental se reducen. Aun cuando sus oraciones tengan al parecer, a veces, una dirección más trinitaria, Francisco ora siempre cristocéntricamente, cristológicamente.

En consecuencia, por tanto, Francisco no ora desde su pura psicología o talante subjetivo, por muy presente que necesariamente esté; su oración es siempre una oración provocada, impuesta y a su pesar, diríamos, por el Ágape de Dios manifestado en Cristo Jesús.

Establecido el origen radical, fontal de la oración de Francisco, cabe ya precisar otras particulares motivaciones.

a) Los distintos misterios de la historia de la salvación, de los que Francisco recuerda los principales en el cap. 23 de la Regla no bulada, en la Carta a los fieles y en el Oficio de la Pasión, le revelan a Dios trino en su historia de salvación de siempre, incomprensiblemente cercano y a favor del hombre, lo que provoca la oración, la alabanza, la acción de gracias, etc., de Francisco.

b) Las distintas intervenciones de Dios Salvador en la historia de la salvación que se prolonga en su vida y en la de los suyos. Su Testamento es el escrito que, sin ser el único, da fe mejor de la conciencia que Francisco tenía de esta acción constante y actual, de siempre y de ahora, que nos hace hacer y nos hace colaboradores responsables suyos. «El Señor me dio... el Señor me condujo... el Señor me reveló...». Desde esta fe en la actividad de Dios que llama a ser o a mejor ser a sus criaturas, Francisco se siente acorralado por Dios; su dependencia se le revela agotadoramente vital, y sabe de una vez para siempre que la vida no puede ser otra cosa que devolución de lo recibido de Dios y a Dios (Adm 11 y 19; 1 R 17). La vida debe agotarse en el don, en la alabanza... Por eso, estas actitudes surgen inesperadas, repetidas y constantes en cada página de su vida. Acción de gracias, por ejemplo, por la vocación de Fr. Bernardo (TC 27); por los demás compañeros (1 Cel 27); por los hermanos menores españoles (2 Cel 178).

c) La palabra de Dios provoca también la oración de Francisco. Vive rumiándola (1 Cel 84; 2 Cel 105). La frecuentó ansiosa e insistentemente, sedienta y sagazmente, afirma Celano (1 Cel 84). Hizo del corazón arca para guardarla (1 Cel 96), tanto que la Palabra se le convirtió al fin en su propio refugio, lugar de su morada (2 Cel 104). Es de subrayar su meditación, su atención, la avidez con que se abría a la palabra de Dios y la tenacidad con que la retenía (1 Cel 22), que rompía necesariamente en oración bajo todas sus formas, como respuesta y devolución al Señor del don de la Palabra (Adm 7; TC 29).

d) La Eucaristía, renovación de la entrega total de Dios al hombre (Adm 1; CtaO), plenitud por lo mismo de su fidelidad, de su incansable amor al hombre infiel -«diariamentese humilla, como cuando desde el trono real vino al útero de la Virgen» (Adm 1,16)-, es otra de las fuentes irrestañables del asombro, admiración y oración de Francisco. No terminaríamos citando y comentando textos (Adm 1; 2CtaF; CtaO, etc.).

e) El misterio salvador de Dios en Cristo nos revela el misterio del hombre y de lo creado. Por eso mismo, la oración de Francisco tomará pie, más de una vez, en su propio ser de criatura para cantar a Dios. Concienzado, ante el misterio de la generosidad divina, de su absoluta dependencia (Adm 2 y 5; 1 R 17 y 23), de su ser pecador (1 R 23; 2CtaF), del milagro permanente que supone nuestro ser ante Dios, la oración en toda su riqueza abrirá continuamente, necesariamente sus labios para proclamar sin cesar la alabanza del Creador y Redentor del hombre (Adm 5; 1 R 23; 2CtaF; Cánt). Y del Creador y Redentor de la creación entera. Al narrar los biógrafos la actitud de Francisco frente a la creación, señalan todos el estupor del Pobrecillo ante la belleza del Creador que ha vestido de hermosura las cosas y que provocaba en él una alabanza incesante (1 Cel 80). El contenido de su canto de alabanza y la letra, nos lo ha dejado en el Cántico al Hermano Sol. En la intención de Francisco, el Cántico es el reconocimiento de la bondad de Dios en Cristo a través de las criaturas. Las dos intervenciones de Dios en favor de los hombres son para Francisco un único designio de amor, son el bien, todo bien, sumo bien, el único bueno (1 R 23).

Así nos encontramos con la afirmación que hacíamos al principio de este apartado: todos los particulares puntos de partida posibles de la oración de Francisco se resumen para su fe en el misterio del verdadero y santo amor (1 R 23) de Dios en Cristo. Su oración es radicalmente cristológica, como toda su existencia y opción evangélica. Y por eso mismo será trinitaria: reconoce como meta al «santísimo Padre del cielo», como impulsor al Espíritu Santo, y como orante al Hijo amado (1 R 23).

Y por eso mismo también, su oración es la fe y la experiencia asombrada, gozosa, estremecida del «¡Oh cuán glorioso y santo y grande, tener un Padre en los cielos! ¡Oh cuán santo, consolador, bello y admirable, tener un esposo! ¡Oh cuán santo y cuán amado, placentero, humilde, pacífico, dulce, amable y sobre todas las cosas deseable, tener un tal hermano y un tal hijo!, que dio su vida por sus ovejas y oró al Padre por nosotros...» (2CtaF 54-56).

Orar para Francisco definitivamente es ser hijo en el Hijo. «Desde ahora diré: Padre nuestro que estás en los cielos...» (2 Cel 12).

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. III, núm. 7 (1974) 51-56]

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