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LA ORACIÓN
GRATUITA |
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Estaban allí, en el exiguo oratorio en que el crucifijo de San Damián expresaba discretamente la ternura de Dios. Eran siete jóvenes de diecisiete o dieciocho años, recién ingresados en un centro de formación profesional y que todavía conservaban algunas huellas de las aceras de su ciudad, donde habían arrastrado largo tiempo su tedio. Durante el transcurso de un fin de semana en Sion,[*] habían pasado varias veces por delante de la casa de las clarisas, y habían sentido crecer su deseo de ponerse en relación con ellas. Sabían que eran contemplativas, mujeres que no sólo oran por la gente, sino también con la gente. Condición única: buscar a Dios, no venir por mera curiosidad..., porque al entrar en su casa, se está invitado a ir más lejos. ¿A Dios, tal vez? Eso les intrigaba mucho. Aprendieron en primer lugar que para las contemplativas, como para cualquier persona, la oración es vida, es relación viva con el Viviente. Luego se adentraron ellos mismos en la oración, y no en una oración cualquiera, sino en la suya propia, en esa oración única a la que cada uno es llamado porque es su propia relación con Dios, su vida personal que brota y se alimenta para crecer. Al final, uno de ellos me dijo: «Vosotras sois como el agua; el agua fluye, uno toma la que quiere, y ya no tiene sed. Pero después se ansía volver a ella». Dirigimos simultáneamente nuestra mirada a Aquel que nos da el Agua Viva del Espíritu, y yo pensé en la frase que el hermano Eloi Leclerc pone en labios de Francisco: «Si supiéramos adorar..., atravesaríamos el mundo con la tranquilidad de los grandes ríos».[1] GRATUIDAD RECIBIDA DE DIOS Si supiéramos adorar... Nadie, en realidad, sabe adorar, si Dios no se lo enseña. El río de adoración que recorre la tierra no sabe muy bien de dónde viene su agua: es de otro lugar; y nosotros somos demasiado pequeños, demasiado frágiles e inseguros para orar gratuitamente. Sólo Dios es Santo, sólo Dios es Bueno, sólo Él da con pura gratuidad, completamente de balde. Adorar es abrir las manos, dejar que fluya el agua de la gracia. Esta agua vivificante nos viene a chorros de nuestro Padre santísimo que, por medio de su único Hijo y con el Espíritu Santo, creó todas las cosas, nos redimió y nos tiene preparado el Reino (1 R 23,1-4). La gratuidad de tal don pasa incesantemente por el perdón, y, a pesar de nuestra maldad, Él no nos ha hecho y no nos hace más que bien (1 R 23,8). Frente a esta generosidad infinita que nos envuelve por todas partes, se oye el grito de Francisco: «Mirad, hermanos, la humildad de Dios» (CtaO 28). Es necesario contemplar todo eso sin cesar, repasándolo en el corazón (cf. Lc 2,51), y por esta contemplación, poco a poco, el orante se vuelve adoración gratuita. Santa Clara, que sabía mucho de estas cosas, lo escribía con su estilo tan personal: «Pon tu alma en el esplendor de la gloria, y tu corazón en la figura de la divina esencia, y transfórmate totalmente por la contemplación en la imagen de su divinidad» (3CtaCl 3). Así, toda la vida espiritual consiste en dejarse impregnar por Dios y en entrar en ese juego inaudito en el que la nada es solicitada por el Todo para transformarse en su confidente. Dios conversa con nosotros a la hora de la brisa (Gén 3,8), como un amigo con su amigo (Éx 33,11), sin más, por el puro placer de conversar... Él a mi vera, y yo a la suya... (Ap 3,20). Progresamos en esa intimidad al ritmo de nuestros sucesivos «síes», y a través de muchas tardanzas, debilidades y recuperaciones humanas. Nada se logra definitivamente. La tentación de alargar la mano para coger el fruto del árbol del conocimiento, en vez de esperarlo gratuitamente de Dios, siempre está presente, pues el fruto parece seductor a la vista y apetecible para comer (Gén 3,6). Pero Francisco nos vuelve en seguida hacia Dios: «Que se clarifique en nosotros el conocimiento de ti» (ParPN 3). Y, para ello, que «nada impida, nada separe... Amemos todos al Señor Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con toda la fuerza y poder, con todo el entendimiento, con todas las energías, con todo el empeño, con todo el afecto, con todas las entrañas, con todos los deseos y quereres» (1 R 23, 10 y 8). GRATUIDAD RESTITUIDA A DIOS «Amemos...», es la palabra clave de nuestra relación con el Señor. Si es verdad que, fundamentalmente, Dios nos precede en la gratuidad, también lo es que a nosotros nos incumbe responder a su amor con nuestro amor. Las contemplativas no son las únicas especialistas del amor: el amor es incumbencia de todos. Pero con su vida consagrada en la Iglesia, ellas dan testimonio del amor, y todos los días le entregan su corazón, su espíritu y su vida, permitiéndole a Dios que sea Dios en ellas, libremente. Y cuando Dios nos llama por nuestro nombre, en lo hondo de nuestra existencia consagrada a la oración, percibimos que tenemos algo que responderle. ¿Qué podemos responderle a Él, que lo sabe todo? ¿Qué podemos entregarle que no hayamos recibido? Pero eso es precisamente lo que hay que responderle, eso es lo que hay que darle: restituirlo todo, convertirlo todo en cántico, sin apropiarse ni poseer nada. En el umbral del misterio de los seres y de las cosas, estamos llamadas a dar gracias. Aquel a quien encontramos en cada Eucaristía, en la comunidad de Fe y de Esperanza que es la Iglesia, nos introduce en esta acción de gracias incesante y universal. El Pan que se entrega por nosotros, el Pan fraccionado y repartido gratuitamente es quien nos llama a la alabanza «con toda intención santa y limpia, y no por interés alguno terreno» (CtaO 14). La alabanza asume formas diversas, como la vida misma. Es meditación y canto, es celebración festiva, es silencio y recogimiento; cierra los oídos al susurro del mal, se abre a toda belleza, descubre por doquier la huella del Creador. La alabanza modela la profundidad del corazón en la benevolencia para con el prójimo y nos mantiene modestas respecto a nosotras mismas. Nos libera del egoísmo y se torna manantial de luz y de paz. Solas ante Dios, abiertas a la Palabra creadora, estamos unidas a la multitud de granos que, dispersos en otro tiempo por los montes, han sido reunidos y molidos para formar la única hostia de la Alegría eterna (cf. Didajé, 9,4). Somos Uno con el mundo entero y con toda la creación. Cuando nuestro hermano Sol nace en un estallido de fuego; cuando, al caer la tarde, no es más que una enorme bola roja que se sumerge en la niebla y proyecta en la base de las nubes anchas franjas de luz esplendorosa; cuando, en primavera, esperamos que estallen los miles de yemas que Dios ha mantenido encapuchadas durante el invierno; cuando miramos cada maravilla de la creación...; si en tales momentos y circunstancias, «ninguna otra cosa nos agrada y deleita, sino nuestro Creador, Redentor y Salvador» (1 R 23,9), penetramos en la gratuidad de la naturaleza, que no tiene otra función que la de significar a su Señor. Y oramos como Dios quiere, y como Él espera. La oración que vuelve gratuitamente el corazón a Dios y le expresa el amor de sus criaturas, le produce mayor alegría que cualquier buena acción, que cualquier sacrificio. Cuando te levantes para orar, deja que brinque de gozo tu corazón, porque estás alegrando a tu Dios, y nadie hay que pueda comparársele. Todos los días se te convertirán en sábado jubiloso; vivirás la alegría del octavo día, el Día de Cristo resucitado y glorioso. «Considérate entonces huésped de Dios... en su propiedad; agradécele, interior y exteriormente, su generosidad. Y si tu alegría en Dios te regocija hasta el punto de danzar y de cantar, ten presente que el servicio de Dios te vincula a Él».[2] Alegría de Dios y alegría de los hombres, gozo de la gratuidad recibida y restituida, júbilo trabajoso y arduo, contento pobre y exultante: tal es la alegría que las contemplativas, como misión suya propia, han de anunciar al mundo. GRATUIDAD ABIERTA A LOS HERMANOS «De balde lo recibisteis; dadlo de balde» (Mt 10,8), dice el Señor. No sólo restituid todo a Dios mediante la acción de gracias, sino también compartidlo con vuestros hermanos. Dejadles tomar en vosotras el agua que fluye y que no os pertenece. Vinculado con todo su ser a Cristo pobre, insiste Francisco a sus hermanos: «Estemos muy vigilantes, no sea que, so pretexto de alguna merced, o quehacer, o favor, perdamos y apartemos del Señor nuestra mente y nuestro corazón» (1 R 22,25). Tal recomendación vale muy especialmente cuando se trata de tener abierta, para los otros, la mesa de nuestra oración. ¡Es tan fácil esperar una recompensa humana y volverse uno sobre sí mismo, cosa que ocurrirá cada vez más sutilmente según se vaya avanzando en la vida de oración! ¿No es normal desear ser atendido cuando uno ora por alguien? ¿No nos amenaza a todos el peligro de guardar alguna pequeña satisfacción en algún rincón escondido del alma? La oración de intercesión, sobre todo cuando se hace a petición de otro, requiere gratuidad, la exige como condición de lealtad al Señor. A veces tenemos que aceptar, como Abraham cuando discutía con Dios para salvar a Sodoma y Gomorra, que no haya los diez justos imprescindibles (Gén 18,22-23). Al mismo tiempo, debemos esperar contra toda esperanza que Dios hará cosas más maravillosas que nuestros deseos, pues «Dios es mayor que nuestra conciencia» (1 Jn 3,20). Aceptar el fracaso aparente de nuestra oración y rebasarlo siempre en la esperanza, es orar gratuitamente. La gratuidad no hará de nosotras mujeres sin carácter e indiferentes. Nos volverá apasionadas por la salvación de todos, y vigilantes para que la salvación pase a través de nuestras vidas. Cada día deberemos verificarlo concretamente. En la vida de oración de una contemplativa, el otro es siempre un revelador. Cuando un hermano o una hermana pasa por nuestra vida, interrumpiendo nuestra conversación con Dios, es para nosotras como un control de la autenticidad de nuestra relación con el Señor. ¡Dejar a Dios por Dios...! Como Francisco, que está loco por la soledad y, sin embargo, «compadece con amor a la pequeña grey atraída en pos de sí», tiene una gran solicitud por sus hermanos y, aun olvidado de sí, busca la salvación de quienes le han sido confiados (2 Cel 174), a la vez que recorre los caminos del mundo para anunciar a los hombres la Buena Noticia de la salvación. Como Clara, que, en las noches de invierno, interrumpe su oración para recubrir a sus hermanas mientras duermen (LCl 38), o que acoge en su mismo oratorio privado al hermano Esteban, enviado por Francisco con el ruego de que ella lo curara (LCl 32). Para nosotras, hoy día, se trata de acoger simple y sinceramente a quienes llamen a nuestra puerta o conozcamos a través de la información. Nuestros hermanos son verdaderamente acogidos en gratuidad sólo si son ya esperados, si nuestra casa está siempre abierta y nuestro corazón preparado para la irrupción del Dios vivo que toma rostro de hombre y entra en nuestra historia sin previo aviso. ¿Cómo comunicar a esos hermanos el amor gratuito que hemos recibido de Dios y que da todo el sentido a nuestra vida y a nuestra oración por ellos? Para eso ha de haber en nosotras, como en Francisco, un doble impulso: ser una misma en Dios y revelar a los demás a sí mismos para Dios. Francisco se presentaba así: «Yo, el hermano Francisco, pequeñuelo y despreciable...; vuestro menor siervo...; siervo de todos...; soy el pregonero del gran Rey...; ministro de las palabras del Señor...» (CtaA 1; 2CtaF 87 y 2; 1 Cel 16). Y también nosotras, conscientes de lo que somos, podemos decir, siguiendo a Francisco: «Yo, Clarisa, vuestra menor hermana y servidora..., polvillo de balanza, gota de un cubo (Is 40,15), sólo tengo sentido para vosotros por Dios y en Dios». «Vengo a vosotros a causa de Él, os miro en su mirada, y en Él es donde se sitúan nuestras relaciones». «Respetuosamente, quiero no tener sobre vosotros ninguna influencia, ninguna pretensión, ninguna curiosidad o imaginación, ninguna compasión inoportuna; sé que hay en vuestro ser, como en el mío, motivos para honrar, alabar, bendecir, dar gracias y adorar al Señor Dios (cf. 1 R 21,2), y eso es lo que mi actitud hacia vosotros quiere reconocer y hacer emerger». «Tenéis derecho a ser lo que, con frecuencia, ni siquiera osáis dejar entrever: un hombre, una mujer, dignos de ser amados gratuitamente y, por vuestra parte, capaces de amar gratuitamente». «Ante vosotros, pues, tiendo las manos a fin de no ser más que un receptáculo para vuestro misterio y un instrumento para el Dios que nos une en un mismo destino. Mi amistad, desde ahora, os pertenece, porque es de Dios». «No os extrañará, en consecuencia, que yo trate de "vivir el Evangelio ante Dios y ante los hombres con una gratuidad total, con una cierta libertad respecto a los compromisos de la ciudad e incluso de la Iglesia":[3] ese es mi servicio al hoy y al mañana de la tierra». * * * ¡Hermano mío de paso entre nosotras, hermano mío innumerable en la inmensidad del mundo que habita mi oración, hermano mío que acabas de decirme que mi vida es como agua a disposición de todos, bendito seas! Contigo he aprendido qué es adorar.
N O T A S: [*] Sion: Se trata de una de tantas colinas que, en Francia, reciben este nombre, por tener alguna relación con lugares de espiritualidad. En concreto, la colina a que se refiere el artículo es un pueblo cercano a Nancy. [1] Eloi Leclerc, Sabiduría de un pobre. Madrid, Ed. Marova, 1980, 5ª ed., 4ª reimpresión, pp. 112-113. San Francisco y Fr. Rufino habían estado hablado de las turbaciones del espíritu sufridas por éste. Entonces: «Sonó la campana de la ermita.
Era la hora del Oficio. Francisco y Rufino se levantaron y se dirigieron hacia
la capilla. Iban allí tranquilamente, como hombres libres. [2] S. Schechter, La pensée religieuse d'Israël, p. 109. [3] T. Matura, en A. Rotzetter, Un camino de Evangelio. El espíritu franciscano ayer y hoy. Madrid, Ed. Paulinas, 1984, p. 310. [En Selecciones de Franciscanismo, vol. XV, núm. 43 (1986) 6-12]. |
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