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FRANCISCO DE ASÍS,
MAESTRO DE ORACIÓN |
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San Francisco de Asís asombró a la cristiandad de su tiempo, y no cesa de suscitar emoción y admiración también hoy. Eso explica los innumerables intentos que se han llevado a cabo a lo largo de los siglos para comprender mejor su espiritualidad, para poner en evidencia sus elementos esenciales. En las biografías del Santo y en las diversas obras dedicadas al estudio de la espiritualidad franciscana, se trata naturalmente el tema de la oración: la oración de Francisco ante todo, pero también el espíritu y las formas de oración de sus discípulos más representativos. Recorriendo estas obras, se da uno cuenta de que, por una parte, es fácil encontrar temas comunes, como el de la nota dominante de la alabanza y contemplación de la humanidad de Cristo en la oración de san Francisco y de la escuela franciscana, o el de su carácter afectivo; por otra parte, en cambio, resulta difícil encontrar líneas precisas, metódicas, específicas de la piedad franciscana tomada en su conjunto. Esto es fácil de explicar: san Francisco no dejó ningún tratado sobre la oración, ni métodos de oración, ni itinerarios para ascender a la contemplación. Y sus discípulos, si lo han intentado, como muchos lo han hecho,[1] han procurado traducir el espíritu del seráfico Padre en métodos y esquemas que expresaban más un punto de vista o una experiencia personal, que el desarrollo lógico y armónico de una dirección común. Por esta razón creemos que, para hablar del carácter específico de la oración en la espiritualidad franciscana, es necesario, ante todo, captar su tono y sus motivaciones de fondo en sus fuentes, en el mismo Francisco, en su modo de orar. Por fortuna tenemos numerosos testimonios de la oración del Pobrecillo de Asís. Están los primeros compañeros y biógrafos que hablan de su espíritu de oración y devoción, de sus experiencias místicas, desde San Damián, hasta la Porciúncula, hasta el Alverna.[2]Sin embargo, pensamos que nada nos permitirá intuir mejor el misterio de la vida de oración de Francisco, que el testimonio directo de su coloquio con Dios y del modo como exhortaba a sus hermanos a orar, tal como los tenemos en los pocos pero preciosos escritos del Santo que han llegado hasta nosotros. Nuestro trabajo, por tanto, se centrará esencialmente en los escritos de san Francisco, pues estamos convencidos de que el examen directo de los textos nos revela aspectos que no siempre los estudiosos de la espiritualidad franciscana ponen suficientemente de relieve. En efecto, es fácil detenerse en lugares comunes, o aislar algunos términos que, en cambio, deberían considerarse en el conjunto de los testimonios de la oración de Francisco. El contacto vivo, inmediato con los textos auténticos, nos permite además comprender muchas riquezas de la espiritualidad del Poverello que no siempre se toman en consideración. Más aún, pensamos que tal vez nada como el examen de sus escritos puede ayudarnos a penetrar más en lo profundo de su espíritu, en la raíz secreta de la que brota su vida admirable. Todo esto, en el fondo, se puede decir de todo cristiano, porque la oración es el reflejo natural de un corazón que irradia la luz de la gracia en la medida y forma en que está empapado de ella. La oración auténtica se convierte así en lugar privilegiado de la manifestación del Espíritu, testimonio altamente eficaz del Evangelio escrito por el Espíritu del Señor en el corazón de un hombre. ORACIÓN DE UN POBRE DE ESPÍRITU En la oración, nuestra relación real con Dios se hace diálogo, efusión de sentimientos, adoración, contemplación. Hay, pues, una estrechísima correlación entre la calidad, la profundidad, la madurez, la verdad de la relación con Dios y el modo de orar: en la oración expresamos lo que en realidad creemos ser ante Dios y lo que Dios representa verdaderamente para nosotros. ¿Quién es Dios para Francisco, y quién cree ser Francisco ante Dios? En un arrebato lírico, característico de su espíritu, hacia el final de la Regla no bulada, el Pobrecillo exhorta a sus hermanos al amor, la adoración y la alabanza de Dios con estas palabras:
De una parte nos encontramos nosotros, Francisco y todos los demás hombres, calificados sin atenuantes como miserables y míseros, pútridos y hediondos, ingratos y malos. En la otra vertiente se encuentra el Señor Dios, creador, redentor y salvador nuestro, que es pleno bien, todo bien, total bien, verdadero y sumo bien, que es el solo bueno. Desde el abismo de su nulidad, pobreza y miseria, el hombre, que ha recibido de Dios todo el perdón y toda la gracia, debe elevarse con todas sus fuerzas y potencias del alma, romper todo obstáculo y demora, para amar, servir, adorar, alabar, glorificar y dar gracias continuamente al altísimo, sumo, eterno Dios, Padre e Hijo y Espíritu Santo, que es sublime, excelso, suave, amable, deleitable y sobre todas las cosas deseable. No dudamos en afirmar que la raíz profunda, el fulcro y la fuente de la oración y de la espiritualidad de san Francisco se encuentran precisamente en la conciencia clarísima, aceptada, sentida, amada, de la pobreza y miseria radical del hombre, por una parte, y, por otra, de la bondad infinita de Dios, a quien el Poverello dirige su espíritu fascinado, estático, rebosante de gratitud y alabanza. Numerosos e indiscutibles son los testimonios que prueban cuán presente estaba en el corazón de Francisco este sentimiento de humildísima y estática contemplación frente a la riqueza infinita de la bondad de Dios. En la Carta a todos los fieles escribe:
El profundo sentimiento de admiración adorante y de humildad aparece al principio y al final del Cántico de las criaturas:
Pero quizá ningún otro texto refleje de manera tan conmovedora la intuición de Dios como fuente infinita de todo bien cuanto las Alabanzas del Dios altísimo:
Y así le gustaba al Pobrecillo entretenerse con su Señor. Un antiguo testimonio resume admirablemente su actitud de espíritu en la breve oración que llenaba la noche orante de Francisco en la soledad del Alverna: «¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío? Y ¿quién soy yo, gusano vilísimo e inútil siervo tuyo?» (Ll 3). Si Dios lo es todo y el siervo nada, todo el bien que éste recibe para sí o para verterlo en los otros debe atribuirse al Señor y remontarse a Él en acción de gracias. En sus escritos, parece que Francisco tema que los hombres se apropien la gloria de Dios, no refiriendo a Él, sino a sí mismos, todo bien:
Los hermanos, en su predicación, deben exhortar al pueblo a alabar y dar gracias a Dios:
También los gobernantes de los pueblos son invitados a procurar que se eleven en el pueblo alabanzas y acción de gracias a Dios:
En este clima se sitúa el célebre episodio de la predicación a las aves. Francisco las exhorta a alabar y amar al Creador: «Mis hermanas aves: mucho debéis alabar a vuestro Creador y amarle de continuo, ya que os dio plumas para vestiros, alas para volar y todo cuanto necesitáis. Os ha hecho nobles entre sus criaturas y os ha dado por morada la pureza del aire. No sembráis ni recogéis, y, con todo, Él mismo os protege y gobierna, sin preocupación alguna de vuestra parte». Al oír tales palabras, las avecillas daban muestras de alegría como mejor podían, y Celano anota que Francisco, que había adquirido la simplicidad, no por naturaleza, sino por gracia, se culpaba a sí mismo de negligencia por haber omitido hasta entonces la predicación a las aves, toda vez que habían escuchado la palabra de Dios con tanta veneración (1 Cel 58). Podríamos aportar otros textos y episodios de la vida del Santo que confirmarían ampliamente el carácter humilde, adorador, agradecido de su oración. Pero los fragmentos citados pueden ser suficientes para comprender la actitud de fondo que reaparecerá, como alma que las informa, en todas las formas de oración del Poverello. LA COMUNIÓN CON EL PADRE, Sobre el abismo infinito que separa el todo que es Dios de la nada que es el hombre, tiende un puente de amor el Verbo encarnado, que nos revela el rostro del Padre, nos reconcilia con Él, nos pone en comunión de vida con Él mediante el Espíritu. San Francisco sintió profundamente este acontecimiento central de la revelación cristiana, y sus relaciones con Dios, en la vida y en la oración, quedaron fuertemente marcadas por él. Influenciados fácilmente por la idea del cristocentrismo franciscano y por el lugar que la meditación de la pasión de Cristo ocupa en la escuela franciscana, los autores, salvo algunas excepciones,[4] parece que no adviertan que la oración de Francisco tiene un acento fuertemente trinitario. Los escritos del Santo revelan claramente cómo la gracia guió el alma sencilla del Poverello a la contemplación gozosamente vivida de la relación personal con el Padre, el Hijo y el Espíritu. El fragmento más amplio y significativo se encuentra en la Carta a los fieles:
La Carta prosigue con varias citas de la oración de Jesús tomadas de Jn 17, la oración de la intimidad trinitaria que a Francisco le gusta citar con frecuencia. El texto de Francisco requeriría un largo comentario, sobre todo por el modo en que considera la relación del cristiano con cada una de las personas divinas. Para nuestra argumentación, bástenos señalar ante todo cómo en una carta dirigida por el Poverello, ya enfermo, a todos los fieles del mundo «para comunicarles las palabras de nuestro Señor Jesucristo, que es el Verbo del Padre, y las palabras del Espíritu Santo, que son espíritu y vida» (2CtaF 3), y después de exhortarlos a observar los mandamientos del Señor, se plantea tal comunión con las tres personas divinas como consecuencia normal de la vida cristiana. Hay que subrayar cómo el estupor gozoso que penetra las oraciones de Francisco ya examinadas, se refleja también con sobreabundancia de adjetivos en la conciencia de tener como Padre, Esposo y Hermano, al Padre celestial, al Espíritu y al Hijo. La relación de comunión de amor y de adoración con las personas divinas debe acompañar habitualmente a los hermanos menores; más aún, es el fin de su desapego de todo:
La meditación asidua del Evangelio y la intuición de un corazón iluminado por el Espíritu habían llevado a Francisco a sentir y traducir en la oración lo que se nos ha revelado sobre las relaciones entre Padre, Hijo y Espíritu, y sobre sus particulares relaciones con los hombres. Son muy reveladoras dos oraciones. La primera es una oración de acción de gracias:
La necesidad desbordante de dar gracias al omnipotente y sumo Dios, tan característica de Francisco, se articula aquí en la historia de la creación y salvación, que tiene como origen la voluntad del Padre y se lleva a cabo mediante el Hijo con el Espíritu Santo. En un movimiento de retorno, la acción de gracias, que parte de nosotros, miserables y pecadores e indignos de nombrar a Dios, se eleva a la fuente de todo bien, el Padre, mediante la voz del Hijo con el Espíritu Paráclito. También en una de las pocas oraciones de súplica conservadas en los escritos del Santo, es muy evidente la relación particular con las tres personas divinas:
Al Espíritu se atribuye la gracia de iluminar y encender el corazón para que, cumpliendo la voluntad del Padre, podamos seguir las huellas de Cristo y llegar con Él a la plenitud de vida con el Altísimo que vive y reina en perfecta trinidad y en simple unidad. El seguimiento de las huellas de Cristo nos lleva a cumplir la voluntad del Padre y a complacerle en todo: éste fue el motivo dominante de la vida de Jesús.[5] Francisco lo hace suyo, pidiendo la gracia de conocer la voluntad del Padre y de hacer siempre lo que a Él le agrada. En el fondo, su oración de petición se concentra en el deseo de luz y de fuerza para poder cumplir en todo la santa voluntad de Dios. En la Paráfrasis del Padrenuestro, que Francisco y sus hermanos parece que repetían con frecuencia, la parte más desarrollada se refiere precisamente al cumplimiento de la voluntad amorosa del Padre:
Francisco aprendió de Cristo la alegría de dirigirse a Dios llamándole Padre. Es muy indicativo el hecho de que en el Oficio de la Pasión, un oficio votivo compuesto sobre todo de versículos tomados de los salmos, Francisco introduzca repetidamente la invocación Padre santo o Padre santísimo o Padre mío santísimo, o la mención del santísimo Padre del cielo, como queriendo suplir la ausencia del nombre del Padre en la oración salmódica. Es igualmente sintomática la predilección del Santo por el Padrenuestro. Tomás de Celano, al narrar cómo Francisco formaba la primitiva fraternidad, dice que «por aquellos días, los hermanos le rogaron que les enseñase a orar, pues, caminando en simplicidad de espíritu, no conocían todavía el oficio eclesiástico. Él les respondió: "Cuando oréis, decid: Padre nuestro"» (1 Cel 45). Y en la Regla, mientras reserva el rezo del Oficio divino a los hermanos clérigos, prescribe a los hermanos laicos que digan 76 Padrenuestros, distribuidos según el ritmo de las horas canónicas (2 R 3,3-4). A lo largo de la historia, los hermanos laicos de la Orden, incluidos muchos santos y beatos, alimentaron su oración cotidiana con la recitación de los Padrenuestros. LA MEMORIA Y VENERACIÓN DE CRISTO Nos ha parecido necesario comenzar por lo que hemos dicho hasta ahora, antes de hablar más específicamente de la relación entre la oración de Francisco y Cristo, ante todo para que no resulte falseada la perspectiva en que suele articularse la oración de nuestro Santo, y también porque la misma relación con Cristo está estrechamente conexionada con el tono general de su espíritu de oración, es decir, con el carácter de humilde y ardiente adoración, veneración y alabanza, y con la estructura trinitaria. ¿Cómo está presente Cristo en la memoria y en la oración de Francisco? En la Carta a todos los fieles escribe:
En este fragmento encontramos los motivos fundamentales de la devoción de Francisco al Verbo encarnado. Nótese el contraste entre «el Verbo del Padre, tan digno, tan santo y glorioso...» y «la carne verdadera de nuestra humanidad y fragilidad» que Él quiso asumir. El misterio de la pobreza y humillación de Cristo se revela de la manera más asombrosa a los ojos de quien, como hemos visto en Francisco, tiene un sentimiento tan vivo y profundo de la inmensa santidad y dignidad de Dios. Precisamente por esto el ánimo de Francisco vibrará siempre de conmoción enamorada ante el recuerdo de la pobreza de Jesús, al que une el de la pobreza de su Madre. El amor y humildad de Cristo son luego considerados en los otros dos misterios que atraen la contemplación adorante y apasionada del Poverello: el misterio de la cruz y el de la Eucaristía. Suele hablarse de una devoción tierna, emotiva y muy afectiva de san Francisco hacia el misterio de la natividad de Jesús y hacia el misterio de la cruz de Cristo. Todo esto es cierto, como atestigua Celano: «Tenía tan presente en su memoria la humildad de la encarnación y la caridad de la pasión, que difícilmente quería pensar en otra cosa» (1 Cel 84), pero hay que precisar bien, para no reducir tal devoción a un hecho puramente emotivo. Temperamento sensible, apasionado y poético, Francisco sintió con todas las fibras de su ser un amor ardiente por la humanidad de Cristo, y lo expresó de forma original; recuérdese la Navidad de Greccio y los motivos que le manifestó a su amigo Juan: «Deseo celebrar la memoria del niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno». Y añade el biógrafo: «El santo de Dios está de pie ante el pesebre, desbordándose en suspiros, traspasado de piedad, derretido en inefable gozo» (2 Cel 84-85). Los biógrafos extienden la devoción a la pasión de Cristo desde el episodio del crucifijo que en San Damián habló al joven Francisco, hasta el prodigio nuevo y maravilloso de la impresión de las llagas en el monte Alverna. Celano refiere que «Francisco anda un día cerca de la iglesia de San Damián... Entra en ella, guiándole el Espíritu, a orar, se postra suplicante y devoto ante el crucifijo... Y en este trance, la imagen de Cristo crucificado, desplegando los labios, habla desde el cuadro a Francisco... Desde entonces se le clava en el alma santa la compasión por el Crucificado, y, como puede creerse piadosamente, se le imprimen profundamente en el corazón, bien que no todavía en la carne, las venerandas llagas de la pasión» (2 Cel 10). Pero son los escritos del Santo, en parte ya examinados, los nos permiten descubrir, en el interior de esas manifestaciones sensibles, una conciencia del misterio de Cristo profundamente enraizada en los grandes temas de la historia de la salvación. A este respecto, sería interesante también un atento examen del Oficio de la Pasión. El drama de la pasión, evocado sobre todo mediante versículos de los salmos, se inserta, con la oportuna añadidura de pasajes del Nuevo Testamento, en el panorama más amplio de la encarnación y glorificación de Cristo, de su diálogo con el Padre, de la participación de los fieles en la cruz, de la acción de gracias a la misericordia de Dios. Raramente las oraciones del Poverello se dirigen directamente a Cristo, y las que lo hacen son oraciones de adoración y reconocimiento. En la Carta a toda la Orden encontramos la exhortación a la adoración:
Y no podemos olvidar la oración que san Francisco recitaba con los primeros compañeros en las iglesias, oración que los franciscanos han seguido recitando siempre. Nos la ha dejado en su Testamento espiritual:
Hay que decir, sin embargo, que la veneración y adoración del Poverello al Verbo encarnado se concentra de modo particular en la Eucaristía. En el sacramento del altar se renueva el misterio de la humillación del Hijo de Dios:
De esta conciencia brota la exhortación acongojada a sus hermanos:
LA VENERACIÓN SE EXPANDE Ya tendría que haber quedado clara la humilde y estática adoración y veneración que colmaba el alma del Poverello frente al Señor altísimo y omnipotente, fuente de todo bien, Dios uno y trino, y frente al Hijo de Dios que se encarnó y murió por nosotros, y por nosotros sigue estando presente en el sacramento del altar. Pero la mirada amorosa y temblorosa del Santo no se para en la fuente infinita del bien: admira y venera también sus multiformes reflejos irradiados en la creación y parece quererlos reunir en un inmenso coro que cante las alabanzas del Creador. Naturalmente, la veneración se difunde de modo gradual, partiendo de los seres más próximos a Dios o en más estrecha relación con Él o que son signo más expresivo del mismo. En el primer lugar está necesariamente la Virgen María. También con respecto a la Madre de Dios, la oración de Francisco se derrama sobre todo en la alabanza. Bellísimo es el Saludo a la bienaventurada Virgen María en el que se refleja la relación de María con la Trinidad y su singular plenitud de gracia:
En la antífona que acompaña todo el Oficio de la Pasión, a la alabanza se une el ruego de intercesión:
En esta antífona, junto a la intercesión de la Virgen, se invoca también la de S. Miguel arcángel, la de los ángeles y santos, todas las criaturas con las que Francisco se sintió ligado por una particular comunión de amor y veneración, a causa de su más estrecha unión con el Señor (cf. 2 Cel 197). Y a esta gran familia del cielo, Francisco, junto con sus hermanos, le pide que eleve a Dios, por ellos, una digna acción de gracias:
No nos detenemos a considerar la reverencia que «el siervo y súbdito de todos» (2CtaF 1-2) tuvo hacia el prójimo. Hace más a nuestro tema el sentido de devoción que Francisco demostró a las otras criaturas, especialmente a las que de modo particular llevan, como el hermano sol, «significación» del Altísimo (cf. Cánt 4). El primer gran signo hacia el que el Poverello manifiesta y recomienda una veneración casi igual a la que tiene a la Eucaristía, es la palabra del Señor, la Escritura, que contiene «las odoríferas palabras del Señor..., las palabras de nuestro Señor Jesucristo, que es el Verbo del Padre, y las palabras del Espíritu Santo, que son espíritu y vida» (2CtaF 3). Francisco no nos ha dejado normas o métodos de lectura o de meditación de la Escritura. En el Testamento nos confía: «El Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio» (Test 14); por eso, «la regla y vida de los hermanos menores es esta: guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo» (2 R 1,1). Es necesario tener el modelo en el corazón. La veneración a la palabra del Señor aparece en muchos textos, en los que Francisco exhorta a sus hermanos a venerar y custodiar las palabras divinas escritas:
En su Testamento, Francisco añade:
Según la antigua tradición teológica cristiana, palabra del Señor es también toda criatura, porque cada una de ellas ha venido a la existencia por querer de Dios, por su palabra creadora, mediante su Verbo. La creación es, por tanto, la primera revelación de Dios: si el hombre no sabe leerla ni descubrirla, es que su corazón está obscurecido por el pecado. La capacidad recobrada de lectura de ese gran libro de la sabiduría y de la bondad divina, la naturaleza, es sin duda uno de los rasgos más característicos, originales y conocidos de san Francisco. Dejamos la palabra a Tomás de Celano, que lo conoció personalmente:
El biógrafo añade varios episodios que ilustran la familiaridad extraordinaria de san Francisco con diversas criaturas. A Francisco le parece que todas las criaturas, animadas e inanimadas, son capaces de cantar las alabanzas del Señor; pero, luego, él mismo se convierte en voz de todas ellas, como nos demuestra especialmente el Cántico de las criaturas, síntesis admirable de poesía y oración, expresión de un corazón que parece que abraza el universo, escogiendo sus cualidades más bellas, acariciándolas con dulzura y veneración, porque son obra del altísimo, omnipotente y buen Señor. ORAR SIEMPRE CON PURO CORAZÓN Hasta aquí hemos tratado de descubrir el ánimo y los contenidos de la oración de Francisco. Digamos algo de sus enseñanzas sobre el tiempo y modo de orar. Respecto al tiempo, en los escritos de Francisco, incluidas las Reglas, no aparece ningún horario que determine momentos particularmente dedicados a los ejercicios de piedad, aunque se prescribe para los clérigos el rezo del Oficio divino. El único horario de oración, si tal puede llamarse, es el evangélico: siempre. Si se miran las concordancias de los escritos de Francisco, se observará que el adverbio siempre ( semper) se refiere muchas veces y de un modo privilegiado a la oración. En particular, se repite la frase del Evangelio: «Es preciso orar siempre y no desfallecer» (Lc 18,1). Sabemos que este imperativo evangélico ha tenido varias interpretaciones en los maestros de la espiritualidad cristiana. El Pobrecillo no intenta explicarlo, sino más bien vivirlo con todo el corazón y todas las fuerzas. Tomás de Celano, refiriendo lo que él ha visto con sus propios ojos, resume el capítulo dedicado al tiempo, lugar y fervor de las oraciones del Santo con las célebres palabras: «Non tam orans, quam oratio factus», «Hecho todo él no ya sólo orante, sino oración» (2 Cel 95). Lo necesario, en el fondo, es mantener vivo el espíritu de oración. La Regla, en el capítulo dedicado al modo de trabajo, dice: «Los hermanos a quienes el Señor ha dado la gracia de trabajar, trabajen fiel y devotamente, de tal suerte que, desechando la ociosidad, enemiga del alma, no apaguen el espíritu de la santa oración y devoción, al cual las demás cosas temporales deben servir» (2 R 5, 1-2). Y la breve carta de san Francisco a San Antonio de Padua recuerda este mismo pasaje: «Me agrada que enseñes sagrada teología a los hermanos, con tal que, en el estudio de la misma, no apagues el espíritu de oración y devoción, como se contiene en la Regla» (CtaAnt). La indeterminación del tiempo de oración responde al tipo de fraternidad instituido por Francisco, a saber, una comunidad de hermanos no vinculada a un lugar ni a un trabajo fijo, sino destinada a ir por el mundo a predicar el Evangelio. Así fue especialmente al principio; pero, al crecer la Orden, fue necesario dar mayor regularidad a la vida de los hermanos. La ley se hizo necesaria en la medida en que el espíritu de amor y de oración flaqueaba, cuando ya no era común lo que Francisco recuerda de sí mismo y de sus primeros compañeros: «Y muy gustosamente permanecíamos en las iglesias» (Test 18); Francisco sintió predilección por las iglesias pobres y abandonadas. Hay que recordar también que la «topografía» franciscana es rica en lugares a los que el Poverello y sus más fieles discípulos se retiraban para la contemplación, alternando los períodos de actividad apostólica con los de oración intensa, incluso en forma de vida eremítica. Precisamente con miras a estos períodos Francisco escribió una breve y deliciosa Regla para los eremitorios, en la que, alternativamente, dos hermanos hacen la vida de Marta y otros dos la vida de María. Junto al siempre, que establece el tiempo, encontramos el con puro corazón, que indica el modo: «orar siempre con puro corazón» (2 R 10,9). Esta fórmula, con ligeras variantes, se repite en los escritos del Santo, reforzada a veces con el pura mente. Es evidente que Francisco siente que la pureza de corazón es disposición necesaria para la oración y contemplación. Esta exigencia no es nueva en la espiritualidad cristiana. San Francisco pudo percibirla en la tradición o por experiencia propia, pero ciertamente la ha deducido también de la bienaventuranza evangélica que comenta así:
La pureza de corazón consiste, pues, en el desapego, transparencia y libertad interior que permiten buscar las realidades divinas sin impedimentos y presentarse ante el Señor para adorarlo. San Francisco intuye con exactitud la relación que hay entre la pureza de corazón de la bienaventuranza evangélica y el culto divino; de hecho, «la sexta bienaventuranza, al expresar de modo admirable la unidad que debe existir entre vida y culto, se nos presenta como la bienaventuranza litúrgica».[6] En sus escritos, san Francisco nos habla sólo de las disposiciones interiores; los biógrafos subrayan también la extraordinaria reverencia de su actitud exterior:
Era natural que el hombre convertido en oración, como lo llama Celano, expresara con todo su ser la inefable veneración hacia su Señor. «PADRE, ACUÉRDATE DE TODOS TUS HIJOS» Nuestro intento de descubrir el espíritu de oración de san Francisco de Asís, sobre todo a través del examen de sus escritos, concluye aquí. Los límites del presente estudio no nos han permitido examinar todos los textos, ni explicitar todos sus valores espirituales; esperamos, sin embargo, haber propuesto una vez más el testimonio vivo de oración de uno de los más fascinantes seguidores de Cristo. Con la muerte de Francisco se concluye el gran preludio de una sinfonía que, desde hace ocho siglos, han procurado continuar todos aquellos que de alguna manera se han sentido discípulos suyos. Desde el principio se advirtió que la tarea no era fácil. Tomás de Celano, al final de la Vida II lo atestigua con la oración dirigida al seráfico Padre:
Los motivos evocados por Celano, el espíritu de pobreza y humildad, el amor a Cristo crucificado, junto con otros valores característicos de la espiritualidad de Francisco, fueron la herencia que sus hijos e hijas procuraron asimilar, manifestando sus reflejos en la vida y en la oración. En este punto tendría que comenzar una serie de capítulos que mostraran cómo muchos rasgos típicos de la experiencia del Pobrecillo se encuentran más o menos en el espíritu, la doctrina, las formas de oración de sus discípulos, frecuentemente con desarrollos devocionales de alguno de los motivos más destacados. Con todo, siempre estamos invitados a remontarnos a la fuente, al espíritu del serafín de Asís, para oír de nuevo con emoción siempre nueva el admirable canto de simplicidad, de humildad, de adoración, de acción de gracias, de alabanza que se elevó de su corazón dilatado por la caridad a su Dios y su todo. NOTAS: [1] Citamos algunos de los nombres más significativos: S. Buenaventura, beato R. Lulio, H. Herp, Francisco de Osuna, Bernardino de Laredo, Juan de los Ángeles, Diego de Estella, Juan de Fano, san Carlos de Sezze. [2] Por su indiscutible valor, acudiremos sobre todo a Tomás de Celano, primer biógrafo de san Francisco. [3] Nótese cómo Francisco, llevado de su intuición mística, dice a Dios: «Tú eres humildad». Este tema ha sido objeto del hermoso libro de J. Varillon, L'humilité de Dieu. París 1974. [4] Entre las excepciones: W. Lampen, S. Franciscus, cultor Trinitatis, en Archivum Franciscanum Historicum 21 (1928) 439-467; el autor parte de una expresión de san Buenaventura: "Cultor Trinitatis Franciscus" (LM 3,3), pero se funda como es natural en los escritos de san Francisco. E. Longpré, François d'Assise, París 1966. En esta obra se habla de "Oración y adoración lírica de la Trinidad", pp. 123-131. [5] Cf. Jn 4,34; 8,29. San Francisco escribe refiriéndose al Verbo encarnado: «Puso, sin embargo, su voluntad en la voluntad del Padre, diciendo: Padre, hágase tu voluntad; no como yo quiero, sino como quieras tú» (2CtaF 10). [6] J. Dupont, Le beatitudini, II, Alba 1977, 947. [Cf. Selecciones de Franciscanismo, vol. XII, núm. 34 (1983) 163-170]. |
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