DIRECTORIO FRANCISCANO
La oración franciscana

FRANCISCO DE ASÍS, MAESTRO DE ORACIÓN
por Umberto Occhialini, O.F.M.

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[ Francesco d'Assisi, maestro di preghiera, en Forma Sororum 18 (1981) 230-246].

San Francisco de Asís asombró a la cristiandad de su tiempo, y no cesa de suscitar emoción y admiración también hoy. Eso explica los innumerables intentos que se han llevado a cabo a lo largo de los siglos para comprender mejor su espiritualidad, para poner en evidencia sus elementos esenciales.

En las biografías del Santo y en las diversas obras dedicadas al estudio de la espiritualidad franciscana, se trata naturalmente el tema de la oración: la oración de Francisco ante todo, pero también el espíritu y las formas de oración de sus discípulos más representativos.

Recorriendo estas obras, se da uno cuenta de que, por una parte, es fácil encontrar temas comunes, como el de la nota dominante de la alabanza y contemplación de la humanidad de Cristo en la oración de san Francisco y de la escuela franciscana, o el de su carácter afectivo; por otra parte, en cambio, resulta difícil encontrar líneas precisas, metódicas, específicas de la piedad franciscana tomada en su conjunto. Esto es fácil de explicar: san Francisco no dejó ningún tratado sobre la oración, ni métodos de oración, ni itinerarios para ascender a la contemplación. Y sus discípulos, si lo han intentado, como muchos lo han hecho,[1] han procurado traducir el espíritu del seráfico Padre en métodos y esquemas que expresaban más un punto de vista o una experiencia personal, que el desarrollo lógico y armónico de una dirección común.

Por esta razón creemos que, para hablar del carácter específico de la oración en la espiritualidad franciscana, es necesario, ante todo, captar su tono y sus motivaciones de fondo en sus fuentes, en el mismo Francisco, en su modo de orar.

Por fortuna tenemos numerosos testimonios de la oración del Pobrecillo de Asís. Están los primeros compañeros y biógrafos que hablan de su espíritu de oración y devoción, de sus experiencias místicas, desde San Damián, hasta la Porciúncula, hasta el Alverna.[2]Sin embargo, pensamos que nada nos permitirá intuir mejor el misterio de la vida de oración de Francisco, que el testimonio directo de su coloquio con Dios y del modo como exhortaba a sus hermanos a orar, tal como los tenemos en los pocos pero preciosos escritos del Santo que han llegado hasta nosotros.

Nuestro trabajo, por tanto, se centrará esencialmente en los escritos de san Francisco, pues estamos convencidos de que el examen directo de los textos nos revela aspectos que no siempre los estudiosos de la espiritualidad franciscana ponen suficientemente de relieve. En efecto, es fácil detenerse en lugares comunes, o aislar algunos términos que, en cambio, deberían considerarse en el conjunto de los testimonios de la oración de Francisco.

El contacto vivo, inmediato con los textos auténticos, nos permite además comprender muchas riquezas de la espiritualidad del Poverello que no siempre se toman en consideración. Más aún, pensamos que tal vez nada como el examen de sus escritos puede ayudarnos a penetrar más en lo profundo de su espíritu, en la raíz secreta de la que brota su vida admirable.

Todo esto, en el fondo, se puede decir de todo cristiano, porque la oración es el reflejo natural de un corazón que irradia la luz de la gracia en la medida y forma en que está empapado de ella. La oración auténtica se convierte así en lugar privilegiado de la manifestación del Espíritu, testimonio altamente eficaz del Evangelio escrito por el Espíritu del Señor en el corazón de un hombre.

ORACIÓN DE UN POBRE DE ESPÍRITU

En la oración, nuestra relación real con Dios se hace diálogo, efusión de sentimientos, adoración, contemplación. Hay, pues, una estrechísima correlación entre la calidad, la profundidad, la madurez, la verdad de la relación con Dios y el modo de orar: en la oración expresamos lo que en realidad creemos ser ante Dios y lo que Dios representa verdaderamente para nosotros.

¿Quién es Dios para Francisco, y quién cree ser Francisco ante Dios?

En un arrebato lírico, característico de su espíritu, hacia el final de la Regla no bulada, el Pobrecillo exhorta a sus hermanos al amor, la adoración y la alabanza de Dios con estas palabras:

«Amemos todos con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con toda la fuerza y fortaleza, con todo el entendimiento, con todas las fuerzas, con todo el esfuerzo, con todo el afecto, con todas las entrañas, con todos los deseos y voluntades al Señor Dios, que nos dio y nos da a todos nosotros todo el cuerpo, toda el alma y toda la vida, que nos creó, nos redimió y por sola su misericordia nos salvará, que a nosotros, miserables y míseros, pútridos y hediondos, ingratos y malos, nos hizo y nos hace todo bien.

»Por consiguiente, ninguna otra cosa deseemos, ninguna otra queramos, ninguna otra nos plazca y deleite, sino nuestro Creador y Redentor y Salvador, el solo verdadero Dios, que es pleno bien, todo bien, total bien, verdadero y sumo bien, que es el solo bueno, piadoso, manso, suave y dulce, que es el solo santo, justo, verdadero, santo y recto, que es el solo benigno, inocente, puro, de quien y por quien y en quien es todo el perdón, toda la gracia, toda la gloria de todos los penitentes y de todos justos, de todos los bienaventurados que gozan juntos en los cielos.

»Por consiguiente, que nada impida, que nada separe, que nada se interponga. En todas partes, en todo lugar, a toda hora y en todo tiempo, diariamente y de continuo, todos nosotros creamos verdadera y humildemente, y tengamos en el corazón y amemos, honremos, adoremos, sirvamos, alabemos y bendigamos, glorifiquemos y ensalcemos sobremanera, magnifiquemos y demos gracias al altísimo y sumo Dios eterno, Trinidad y Unidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas y salvador de todos los que creen y esperan en él y lo aman a él, que es sin principio y sin fin, inmutable, invisible, inenarrable, inefable, incomprensible, inescrutable, bendito, laudable, glorioso, ensalzado sobremanera, sublime, excelso, suave, amable, deleitable y todo entero sobre todas las cosas deseable por los siglos. Amén» (1 R 23,8-11).

De una parte nos encontramos nosotros, Francisco y todos los demás hombres, calificados sin atenuantes como miserables y míseros, pútridos y hediondos, ingratos y malos. En la otra vertiente se encuentra el Señor Dios, creador, redentor y salvador nuestro, que es pleno bien, todo bien, total bien, verdadero y sumo bien, que es el solo bueno. Desde el abismo de su nulidad, pobreza y miseria, el hombre, que ha recibido de Dios todo el perdón y toda la gracia, debe elevarse con todas sus fuerzas y potencias del alma, romper todo obstáculo y demora, para amar, servir, adorar, alabar, glorificar y dar gracias continuamente al altísimo, sumo, eterno Dios, Padre e Hijo y Espíritu Santo, que es sublime, excelso, suave, amable, deleitable y sobre todas las cosas deseable.

No dudamos en afirmar que la raíz profunda, el fulcro y la fuente de la oración y de la espiritualidad de san Francisco se encuentran precisamente en la conciencia clarísima, aceptada, sentida, amada, de la pobreza y miseria radical del hombre, por una parte, y, por otra, de la bondad infinita de Dios, a quien el Poverello dirige su espíritu fascinado, estático, rebosante de gratitud y alabanza.

Numerosos e indiscutibles son los testimonios que prueban cuán presente estaba en el corazón de Francisco este sentimiento de humildísima y estática contemplación frente a la riqueza infinita de la bondad de Dios.

En la Carta a todos los fieles escribe:

«Y a aquel que tanto ha soportado por nosotros, que tantos bienes nos ha traído y nos traerá en el futuro, y a Dios, toda criatura que hay en los cielos, en la tierra, en el mar y en los abismos rinda alabanza, gloria, honor y bendición, porque él es nuestro poder y nuestra fortaleza, y sólo él es bueno, sólo él altísimo, sólo él omnipotente, admirable, glorioso y sólo él santo, laudable y bendito por los infinitos siglos de los siglos» (2CtaF 61-62).

El profundo sentimiento de admiración adorante y de humildad aparece al principio y al final del Cántico de las criaturas:

«Altísimo, omnipotente, buen Señor,
tuyas son las alabanzas, la gloria y el honor y toda bendición.
A ti solo, Altísimo, corresponden,
y ningún hombre es digno de hacer de ti mención.
.......................
Load y bendecid a mi Señor,
y dadle gracias y servidle con gran humildad» (Cánt 1-2 y 14).

Pero quizá ningún otro texto refleje de manera tan conmovedora la intuición de Dios como fuente infinita de todo bien cuanto las Alabanzas del Dios altísimo:

Tú eres santo, Señor Dios único, que haces maravillas.
Tú eres fuerte, tú eres grande, tú eres altísimo.
Tú eres rey omnipotente, tú, Padre santo, rey del cielo y de la tierra.
Tú eres trino y uno, Señor Dios de dioses.
Tú eres el bien, todo el bien, el sumo bien, Señor Dios vivo y verdadero.
Tú eres amor, caridad.
Tú eres sabiduría, tú eres humildad, tú eres paciencia.
Tú eres belleza, tú eres mansedumbre.
Tú eres seguridad, tú eres quietud.
Tú eres gozo, tú eres nuestra esperanza y alegría.
Tú eres justicia, tú eres templanza.
Tú eres toda nuestra riqueza a satisfacción.
Tú eres belleza, tú eres mansedumbre.
Tú eres protector, tú eres custodio y defensor nuestro.
Tú eres fortaleza, tú eres refrigerio.
Tú eres esperanza nuestra, tú eres fe nuestra, tú eres caridad nuestra.
Tú eres toda dulzura nuestra.
Tú eres vida eterna nuestra: Grande y admirable Señor, Dios omnipotente, misericordioso Salvador».[3]

«Tú eres... Tú eres... Tú eres...»: puro cántico de amor, oración en la que el orante se olvida de sí mismo y hace subir a los labios sólo aquello que el espíritu contempla con gozosa complacencia en el océano infinito del que brota todo bien.

Y así le gustaba al Pobrecillo entretenerse con su Señor. Un antiguo testimonio resume admirablemente su actitud de espíritu en la breve oración que llenaba la noche orante de Francisco en la soledad del Alverna: «¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío? Y ¿quién soy yo, gusano vilísimo e inútil siervo tuyo?» (Ll 3).

Si Dios lo es todo y el siervo nada, todo el bien que éste recibe para sí o para verterlo en los otros debe atribuirse al Señor y remontarse a Él en acción de gracias. En sus escritos, parece que Francisco tema que los hombres se apropien la gloria de Dios, no refiriendo a Él, sino a sí mismos, todo bien:

«Y devolvamos todos los bienes al Señor Dios altísimo y sumo, y reconozcamos que todos los bienes son de él, y démosle gracias por todos a él, de quien proceden todos los bienes. Y el mismo altísimo y sumo, solo Dios verdadero, tenga y a él se le tributen y él reciba todos los honores y reverencias, todas las alabanzas y bendiciones, todas las gracias y gloria, de quien es todo bien, solo el cual es bueno» (1 R 17,17-18).

Los hermanos, en su predicación, deben exhortar al pueblo a alabar y dar gracias a Dios:

«Y que de tal modo anunciéis y prediquéis a todas las gentes su alabanza, que, a toda hora y cuando suenan las campanas, siempre se tributen por el pueblo entero alabanzas y gracias al Dios omnipotente por toda la tierra» (1CtaCus 8).

También los gobernantes de los pueblos son invitados a procurar que se eleven en el pueblo alabanzas y acción de gracias a Dios:

«Y tributad al Señor tanto honor en medio del pueblo que os ha sido encomendado, que cada tarde se anuncie por medio de pregonero o por medio de otra señal, que se rindan alabanzas y gracias por el pueblo entero al Señor Dios omnipotente» (CtaA 7).

En este clima se sitúa el célebre episodio de la predicación a las aves. Francisco las exhorta a alabar y amar al Creador: «Mis hermanas aves: mucho debéis alabar a vuestro Creador y amarle de continuo, ya que os dio plumas para vestiros, alas para volar y todo cuanto necesitáis. Os ha hecho nobles entre sus criaturas y os ha dado por morada la pureza del aire. No sembráis ni recogéis, y, con todo, Él mismo os protege y gobierna, sin preocupación alguna de vuestra parte». Al oír tales palabras, las avecillas daban muestras de alegría como mejor podían, y Celano anota que Francisco, que había adquirido la simplicidad, no por naturaleza, sino por gracia, se culpaba a sí mismo de negligencia por haber omitido hasta entonces la predicación a las aves, toda vez que habían escuchado la palabra de Dios con tanta veneración (1 Cel 58).

Podríamos aportar otros textos y episodios de la vida del Santo que confirmarían ampliamente el carácter humilde, adorador, agradecido de su oración. Pero los fragmentos citados pueden ser suficientes para comprender la actitud de fondo que reaparecerá, como alma que las informa, en todas las formas de oración del Poverello.

LA COMUNIÓN CON EL PADRE,
EL HIJO Y EL ESPÍRITU SANTO

Sobre el abismo infinito que separa el todo que es Dios de la nada que es el hombre, tiende un puente de amor el Verbo encarnado, que nos revela el rostro del Padre, nos reconcilia con Él, nos pone en comunión de vida con Él mediante el Espíritu. San Francisco sintió profundamente este acontecimiento central de la revelación cristiana, y sus relaciones con Dios, en la vida y en la oración, quedaron fuertemente marcadas por él.

Influenciados fácilmente por la idea del cristocentrismo franciscano y por el lugar que la meditación de la pasión de Cristo ocupa en la escuela franciscana, los autores, salvo algunas excepciones,[4] parece que no adviertan que la oración de Francisco tiene un acento fuertemente trinitario. Los escritos del Santo revelan claramente cómo la gracia guió el alma sencilla del Poverello a la contemplación gozosamente vivida de la relación personal con el Padre, el Hijo y el Espíritu.

El fragmento más amplio y significativo se encuentra en la Carta a los fieles:

«Y sobre todos ellos y ellas, mientras hagan tales cosas y perseveren hasta el fin, descansará el espíritu del Señor y hará en ellos habitación y morada. Y serán hijos del Padre celestial, cuyas obras hacen. Y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo. Somos esposos cuando, por el Espíritu Santo, el alma fiel se une a Jesucristo. Somos ciertamente hermanos cuando hacemos la voluntad de su Padre, que está en el cielo; madres, cuando lo llevamos en nuestro corazón y en nuestro cuerpo, por el amor y por una conciencia pura y sincera; y lo damos a luz por medio de obras santas, que deben iluminar a los otros como ejemplo.

»¡Oh cuán glorioso y santo y grande, tener un Padre en los cielos! ¡Oh cuán santo, consolador, bello y admirable, tener un esposo! ¡Oh cuán santo y cuán amado, placentero, humilde, pacífico, dulce, amable y sobre todas las cosas deseable, tener un tal hermano y un tal hijo!, que dio su vida por sus ovejas y oró al Padre por nosotros diciendo: Padre santo, guarda en tu nombre a los que me has dado...» (2CtaF 48-56).

La Carta prosigue con varias citas de la oración de Jesús tomadas de Jn 17, la oración de la intimidad trinitaria que a Francisco le gusta citar con frecuencia. El texto de Francisco requeriría un largo comentario, sobre todo por el modo en que considera la relación del cristiano con cada una de las personas divinas. Para nuestra argumentación, bástenos señalar ante todo cómo en una carta dirigida por el Poverello, ya enfermo, a todos los fieles del mundo «para comunicarles las palabras de nuestro Señor Jesucristo, que es el Verbo del Padre, y las palabras del Espíritu Santo, que son espíritu y vida» (2CtaF 3), y después de exhortarlos a observar los mandamientos del Señor, se plantea tal comunión con las tres personas divinas como consecuencia normal de la vida cristiana. Hay que subrayar cómo el estupor gozoso que penetra las oraciones de Francisco ya examinadas, se refleja también con sobreabundancia de adjetivos en la conciencia de tener como Padre, Esposo y Hermano, al Padre celestial, al Espíritu y al Hijo.

La relación de comunión de amor y de adoración con las personas divinas debe acompañar habitualmente a los hermanos menores; más aún, es el fin de su desapego de todo:

«Por lo tanto, hermanos todos, guardémonos mucho de perder o apartar del Señor nuestra mente y corazón so pretexto de alguna merced u obra o ayuda. Mas en la santa caridad que es Dios, ruego a todos los hermanos, tanto los ministros como los otros, que, removido todo impedimento y pospuesta toda preocupación y solicitud, del mejor modo que puedan, hagan servir, amar, honrar y adorar al Señor Dios con corazón limpio y mente pura, que es lo que él busca sobre todas las cosas; y hagámosle siempre allí habitación y morada a aquél que es Señor Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo...» (1 R 22,25-27).

La meditación asidua del Evangelio y la intuición de un corazón iluminado por el Espíritu habían llevado a Francisco a sentir y traducir en la oración lo que se nos ha revelado sobre las relaciones entre Padre, Hijo y Espíritu, y sobre sus particulares relaciones con los hombres. Son muy reveladoras dos oraciones. La primera es una oración de acción de gracias:

«Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios, Padre santo y justo, Señor rey del cielo y de la tierra, por ti mismo te damos gracias, porque, por tu santa voluntad y por tu único Hijo con el Espíritu Santo, creaste todas las cosas espirituales y corporales, y a nosotros, hechos a tu imagen y semejanza, nos pusiste en el paraíso. Y nosotros caímos por nuestra culpa. Y te damos gracias porque, así como por tu Hijo nos creaste, así, por tu santo amor con el que nos amaste, hiciste que él, verdadero Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen la beatísima santa María, y quisiste que nosotros, cautivos, fuéramos redimidos por su cruz y sangre y muerte. Y te damos gracias porque ese mismo Hijo tuyo vendrá en la gloria de su majestad...

»Y porque todos nosotros, miserables y pecadores, no somos dignos de nombrarte, imploramos suplicantes que nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo amado, en quien bien te complaciste, junto con el Espíritu Santo Paráclito, te dé gracias por todos como a ti y a él os place, él que te basta siempre para todo y por quien tantas cosas nos hiciste. Aleluya» (1 R 23,1-5).

La necesidad desbordante de dar gracias al omnipotente y sumo Dios, tan característica de Francisco, se articula aquí en la historia de la creación y salvación, que tiene como origen la voluntad del Padre y se lleva a cabo mediante el Hijo con el Espíritu Santo. En un movimiento de retorno, la acción de gracias, que parte de nosotros, miserables y pecadores e indignos de nombrar a Dios, se eleva a la fuente de todo bien, el Padre, mediante la voz del Hijo con el Espíritu Paráclito.

También en una de las pocas oraciones de súplica conservadas en los escritos del Santo, es muy evidente la relación particular con las tres personas divinas:

«Omnipotente, eterno, justo y misericordioso Dios, danos a nosotros, miserables, hacer por ti mismo lo que sabemos que tú quieres, y siempre querer lo que te place, para que, interiormente purificados, interiormente iluminados y abrasados por el fuego del Espíritu Santo, podamos seguir las huellas de tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo, y por sola tu gracia llegar a ti, Altísimo, que, en Trinidad perfecta y en simple Unidad, vives y reinas y eres glorificado, Dios omnipotente, por todos los siglos de los siglos» (CtaO 50-52).

Al Espíritu se atribuye la gracia de iluminar y encender el corazón para que, cumpliendo la voluntad del Padre, podamos seguir las huellas de Cristo y llegar con Él a la plenitud de vida con el Altísimo que vive y reina en perfecta trinidad y en simple unidad.

El seguimiento de las huellas de Cristo nos lleva a cumplir la voluntad del Padre y a complacerle en todo: éste fue el motivo dominante de la vida de Jesús.[5] Francisco lo hace suyo, pidiendo la gracia de conocer la voluntad del Padre y de hacer siempre lo que a Él le agrada. En el fondo, su oración de petición se concentra en el deseo de luz y de fuerza para poder cumplir en todo la santa voluntad de Dios.

En la Paráfrasis del Padrenuestro, que Francisco y sus hermanos parece que repetían con frecuencia, la parte más desarrollada se refiere precisamente al cumplimiento de la voluntad amorosa del Padre:

«Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo: para que te amemos con todo el corazón, pensando siempre en ti; con toda el alma, deseándote siempre a ti; con toda la mente, dirigiendo todas nuestras intenciones a ti, buscando en todo tu honor; y con todas nuestras fuerzas, gastando todas nuestras fuerzas y los sentidos del alma y del cuerpo en servicio de tu amor y no en otra cosa; y para que amemos a nuestro prójimo como a nosotros mismos, atrayéndolos a todos a tu amor según nuestras fuerzas, alegrándonos del bien de los otros como del nuestro y compadeciéndolos en sus males y no dando a nadie ocasión alguna de tropiezo» (ParPN 5).

Francisco aprendió de Cristo la alegría de dirigirse a Dios llamándole Padre. Es muy indicativo el hecho de que en el Oficio de la Pasión, un oficio votivo compuesto sobre todo de versículos tomados de los salmos, Francisco introduzca repetidamente la invocación Padre santo o Padre santísimo o Padre mío santísimo, o la mención del santísimo Padre del cielo, como queriendo suplir la ausencia del nombre del Padre en la oración salmódica. Es igualmente sintomática la predilección del Santo por el Padrenuestro. Tomás de Celano, al narrar cómo Francisco formaba la primitiva fraternidad, dice que «por aquellos días, los hermanos le rogaron que les enseñase a orar, pues, caminando en simplicidad de espíritu, no conocían todavía el oficio eclesiástico. Él les respondió: "Cuando oréis, decid: Padre nuestro"» (1 Cel 45). Y en la Regla, mientras reserva el rezo del Oficio divino a los hermanos clérigos, prescribe a los hermanos laicos que digan 76 Padrenuestros, distribuidos según el ritmo de las horas canónicas (2 R 3,3-4). A lo largo de la historia, los hermanos laicos de la Orden, incluidos muchos santos y beatos, alimentaron su oración cotidiana con la recitación de los Padrenuestros.

LA MEMORIA Y VENERACIÓN DE CRISTO

Nos ha parecido necesario comenzar por lo que hemos dicho hasta ahora, antes de hablar más específicamente de la relación entre la oración de Francisco y Cristo, ante todo para que no resulte falseada la perspectiva en que suele articularse la oración de nuestro Santo, y también porque la misma relación con Cristo está estrechamente conexionada con el tono general de su espíritu de oración, es decir, con el carácter de humilde y ardiente adoración, veneración y alabanza, y con la estructura trinitaria.

¿Cómo está presente Cristo en la memoria y en la oración de Francisco? En la Carta a todos los fieles escribe:

«El altísimo Padre anunció desde el cielo, por medio de su santo ángel Gabriel, este Verbo del Padre, tan digno, tan santo y glorioso, en el seno de la santa y gloriosa Virgen María, de cuyo seno recibió la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad. Él, siendo rico, quiso sobre todas las cosas elegir, con la beatísima Virgen, su Madre, la pobreza en el mundo. Y cerca de la pasión, celebró la Pascua con sus discípulos y, tomando el pan, dio las gracias y lo bendijo y lo partió diciendo: Tomad y comed... Después oró al Padre diciendo: Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz. Y se hizo su sudor como gotas de sangre que caían en tierra. Puso, sin embargo, su voluntad en la voluntad del Padre, diciendo: Padre, hágase tu voluntad; no como yo quiero, sino como quieras tú. Y la voluntad del Padre fue que su Hijo bendito y glorioso, que él nos dio y que nació por nosotros, se ofreciera a sí mismo por su propia sangre como sacrificio y hostia en el ara de la cruz; no por sí mismo, por quien fueron hechas todas las cosas, sino por nuestros pecados, dejándonos ejemplo, para que sigamos sus huellas» (2CtaF 4-13).

En este fragmento encontramos los motivos fundamentales de la devoción de Francisco al Verbo encarnado. Nótese el contraste entre «el Verbo del Padre, tan digno, tan santo y glorioso...» y «la carne verdadera de nuestra humanidad y fragilidad» que Él quiso asumir. El misterio de la pobreza y humillación de Cristo se revela de la manera más asombrosa a los ojos de quien, como hemos visto en Francisco, tiene un sentimiento tan vivo y profundo de la inmensa santidad y dignidad de Dios. Precisamente por esto el ánimo de Francisco vibrará siempre de conmoción enamorada ante el recuerdo de la pobreza de Jesús, al que une el de la pobreza de su Madre. El amor y humildad de Cristo son luego considerados en los otros dos misterios que atraen la contemplación adorante y apasionada del Poverello: el misterio de la cruz y el de la Eucaristía.

Suele hablarse de una devoción tierna, emotiva y muy afectiva de san Francisco hacia el misterio de la natividad de Jesús y hacia el misterio de la cruz de Cristo. Todo esto es cierto, como atestigua Celano: «Tenía tan presente en su memoria la humildad de la encarnación y la caridad de la pasión, que difícilmente quería pensar en otra cosa» (1 Cel 84), pero hay que precisar bien, para no reducir tal devoción a un hecho puramente emotivo.

Temperamento sensible, apasionado y poético, Francisco sintió con todas las fibras de su ser un amor ardiente por la humanidad de Cristo, y lo expresó de forma original; recuérdese la Navidad de Greccio y los motivos que le manifestó a su amigo Juan: «Deseo celebrar la memoria del niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno». Y añade el biógrafo: «El santo de Dios está de pie ante el pesebre, desbordándose en suspiros, traspasado de piedad, derretido en inefable gozo» (2 Cel 84-85).

Los biógrafos extienden la devoción a la pasión de Cristo desde el episodio del crucifijo que en San Damián habló al joven Francisco, hasta el prodigio nuevo y maravilloso de la impresión de las llagas en el monte Alverna. Celano refiere que «Francisco anda un día cerca de la iglesia de San Damián... Entra en ella, guiándole el Espíritu, a orar, se postra suplicante y devoto ante el crucifijo... Y en este trance, la imagen de Cristo crucificado, desplegando los labios, habla desde el cuadro a Francisco... Desde entonces se le clava en el alma santa la compasión por el Crucificado, y, como puede creerse piadosamente, se le imprimen profundamente en el corazón, bien que no todavía en la carne, las venerandas llagas de la pasión» (2 Cel 10).

Pero son los escritos del Santo, en parte ya examinados, los nos permiten descubrir, en el interior de esas manifestaciones sensibles, una conciencia del misterio de Cristo profundamente enraizada en los grandes temas de la historia de la salvación.

A este respecto, sería interesante también un atento examen del Oficio de la Pasión. El drama de la pasión, evocado sobre todo mediante versículos de los salmos, se inserta, con la oportuna añadidura de pasajes del Nuevo Testamento, en el panorama más amplio de la encarnación y glorificación de Cristo, de su diálogo con el Padre, de la participación de los fieles en la cruz, de la acción de gracias a la misericordia de Dios.

Raramente las oraciones del Poverello se dirigen directamente a Cristo, y las que lo hacen son oraciones de adoración y reconocimiento. En la Carta a toda la Orden encontramos la exhortación a la adoración:

«El hermano Francisco, hombre vil y caduco, vuestro pequeñuelo siervo, os desea salud en aquel que nos redimió y nos lavó en su preciosísima sangre; al oír su nombre, adoradlo con temor y reverencia, rostro en tierra; su nombre es Señor Jesucristo, Hijo del Altísimo, que es bendito por los siglos» (CtaO 3-4).

Y no podemos olvidar la oración que san Francisco recitaba con los primeros compañeros en las iglesias, oración que los franciscanos han seguido recitando siempre. Nos la ha dejado en su Testamento espiritual:

«Te adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo» (Test 5; cf. 1 Cel 45).

Hay que decir, sin embargo, que la veneración y adoración del Poverello al Verbo encarnado se concentra de modo particular en la Eucaristía. En el sacramento del altar se renueva el misterio de la humillación del Hijo de Dios:

«Ved, hermanos, que diariamente se humilla, como cuando desde el trono real vino al útero de la Virgen; diariamente viene a nosotros él mismo apareciendo humilde; diariamente desciende del seno del Padre sobre el altar en las manos del sacerdote» (Adm 1,16-18).

De esta conciencia brota la exhortación acongojada a sus hermanos:

«Os ruego a todos vosotros, hermanos, besándoos los pies y con la caridad que puedo, que manifestéis toda reverencia y todo honor, tanto cuanto podáis, al santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, en el cual las cosas que hay en los cielos y en la tierra han sido pacificadas y reconciliadas con el Dios omnipotente... Gran miseria y miserable debilidad, que cuando lo tenéis tan presente a él en persona, vosotros os preocupéis de cualquier otra cosa en todo el mundo. ¡Tiemble el hombre entero, que se estremezca el mundo entero, y que el cielo exulte, cuando sobre el altar, en las manos del sacerdote, está Cristo, el Hijo del Dios vivo! ¡Oh admirable celsitud y asombrosa condescendencia! ¡Oh humildad sublime! ¡Oh sublimidad humilde, pues el Señor del universo, Dios e Hijo de Dios, de tal manera se humilla, que por nuestra salvación se esconde bajo una pequeña forma de pan!» (CtaO 12-13 y 25-27).

LA VENERACIÓN SE EXPANDE

Ya tendría que haber quedado clara la humilde y estática adoración y veneración que colmaba el alma del Poverello frente al Señor altísimo y omnipotente, fuente de todo bien, Dios uno y trino, y frente al Hijo de Dios que se encarnó y murió por nosotros, y por nosotros sigue estando presente en el sacramento del altar. Pero la mirada amorosa y temblorosa del Santo no se para en la fuente infinita del bien: admira y venera también sus multiformes reflejos irradiados en la creación y parece quererlos reunir en un inmenso coro que cante las alabanzas del Creador.

Naturalmente, la veneración se difunde de modo gradual, partiendo de los seres más próximos a Dios o en más estrecha relación con Él o que son signo más expresivo del mismo.

En el primer lugar está necesariamente la Virgen María. También con respecto a la Madre de Dios, la oración de Francisco se derrama sobre todo en la alabanza. Bellísimo es el Saludo a la bienaventurada Virgen María en el que se refleja la relación de María con la Trinidad y su singular plenitud de gracia:

«Salve, Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, que eres virgen hecha iglesia
y elegida por el santísimo Padre del cielo, a la cual consagró Él con su santísimo amado Hijo y el Espíritu Santo Paráclito,
en la cual estuvo y está toda la plenitud de la gracia y todo bien.
Salve, palacio suyo;
salve, tabernáculo suyo;
salve, casa suya.
Salve, vestidura suya;
salve, esclava suya;
salve, Madre suya» (SalVM 1-5).

En la antífona que acompaña todo el Oficio de la Pasión, a la alabanza se une el ruego de intercesión:

«Santa Virgen María, no ha nacido en el mundo ninguna semejante a ti entre las mujeres, hija y esclava del altísimo y sumo Rey, el Padre celestial, Madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo: ruega por nosotros con san Miguel arcángel y con todas las virtudes de los cielos y con todos los santos ante tu santísimo amado Hijo, Señor y maestro» (OfP Ant).

En esta antífona, junto a la intercesión de la Virgen, se invoca también la de S. Miguel arcángel, la de los ángeles y santos, todas las criaturas con las que Francisco se sintió ligado por una particular comunión de amor y veneración, a causa de su más estrecha unión con el Señor (cf. 2 Cel 197). Y a esta gran familia del cielo, Francisco, junto con sus hermanos, le pide que eleve a Dios, por ellos, una digna acción de gracias:

«Y a la gloriosa madre, la beatísima María siempre Virgen, a los bienaventurados Miguel, Gabriel y Rafael, y a todos los coros de los bienaventurados serafines, querubines, tronos, dominaciones, principados, potestades, virtudes, ángeles, arcángeles, a los bienaventurados Juan Bautista, Juan Evangelista, Pedro, Pablo, y a los bienaventurados patriarcas, profetas, Inocentes, apóstoles, evangelistas, discípulos, mártires, confesores, vírgenes, a los bienaventurados Elías y Enoc, y a todos los santos que fueron y que serán y que son, humildemente les suplicamos por tu amor que te den gracias por estas cosas como te place, a ti, sumo y verdadero Dios, eterno y vivo, con tu Hijo carísimo, nuestro Señor Jesucristo, y el Espíritu Santo Paráclito, por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya» (1 R 23,6).

No nos detenemos a considerar la reverencia que «el siervo y súbdito de todos» (2CtaF 1-2) tuvo hacia el prójimo. Hace más a nuestro tema el sentido de devoción que Francisco demostró a las otras criaturas, especialmente a las que de modo particular llevan, como el hermano sol, «significación» del Altísimo (cf. Cánt 4).

El primer gran signo hacia el que el Poverello manifiesta y recomienda una veneración casi igual a la que tiene a la Eucaristía, es la palabra del Señor, la Escritura, que contiene «las odoríferas palabras del Señor..., las palabras de nuestro Señor Jesucristo, que es el Verbo del Padre, y las palabras del Espíritu Santo, que son espíritu y vida» (2CtaF 3).

Francisco no nos ha dejado normas o métodos de lectura o de meditación de la Escritura. En el Testamento nos confía: «El Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio» (Test 14); por eso, «la regla y vida de los hermanos menores es esta: guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo» (2 R 1,1). Es necesario tener el modelo en el corazón.

La veneración a la palabra del Señor aparece en muchos textos, en los que Francisco exhorta a sus hermanos a venerar y custodiar las palabras divinas escritas:

«Por eso, amonesto a todos mis hermanos y los animo en Cristo para que, en cualquier parte en que encuentren palabras divinas escritas, las veneren como puedan, y, por lo que a ellos respecta, si no están bien guardadas o se encuentran indecorosamente esparcidas en algún lugar, las recojan y las guarden, honrando al Señor en las palabras que habló» (CtaO 35-37).

En su Testamento, Francisco añade:

«Y a todos los teólogos y a los que nos administran las santísimas palabras divinas, debemos honrar y venerar como a quienes nos administran espíritu y vida» (Test 13).

Según la antigua tradición teológica cristiana, palabra del Señor es también toda criatura, porque cada una de ellas ha venido a la existencia por querer de Dios, por su palabra creadora, mediante su Verbo. La creación es, por tanto, la primera revelación de Dios: si el hombre no sabe leerla ni descubrirla, es que su corazón está obscurecido por el pecado.

La capacidad recobrada de lectura de ese gran libro de la sabiduría y de la bondad divina, la naturaleza, es sin duda uno de los rasgos más característicos, originales y conocidos de san Francisco. Dejamos la palabra a Tomás de Celano, que lo conoció personalmente:

«En una obra cualquiera Francisco canta al Artífice de todas; cuanto descubre en las hechuras, lo refiere al Hacedor. Se goza en todas las obras de las manos del Señor, y a través de tantos espectáculos de encanto intuye la razón y la causa que les da vida. En las hermosas reconoce al Hermosísimo; cuanto hay de bueno le grita "El que nos ha hecho es el mejor". Por las huellas impresas en las cosas sigue dondequiera al Amado, hace con todas una escala por la que sube hasta el trono. Abraza todas las cosas con indecible afectuosa devoción y les habla del Señor y las exhorta a alabarlo... A los hermanos que hacen leña prohíbe cortar del todo el árbol, para que le quede la posibilidad de echar brotes. Manda al hortelano que deje a la orilla del huerto franjas sin cultivar, para que a su tiempo el verdor de las hierbas y la belleza de las flores pregonen la hermosura del Padre de todas las cosas» (2 Cel 165).

El biógrafo añade varios episodios que ilustran la familiaridad extraordinaria de san Francisco con diversas criaturas.

A Francisco le parece que todas las criaturas, animadas e inanimadas, son capaces de cantar las alabanzas del Señor; pero, luego, él mismo se convierte en voz de todas ellas, como nos demuestra especialmente el Cántico de las criaturas, síntesis admirable de poesía y oración, expresión de un corazón que parece que abraza el universo, escogiendo sus cualidades más bellas, acariciándolas con dulzura y veneración, porque son obra del altísimo, omnipotente y buen Señor.

ORAR SIEMPRE CON PURO CORAZÓN

Hasta aquí hemos tratado de descubrir el ánimo y los contenidos de la oración de Francisco. Digamos algo de sus enseñanzas sobre el tiempo y modo de orar.

Respecto al tiempo, en los escritos de Francisco, incluidas las Reglas, no aparece ningún horario que determine momentos particularmente dedicados a los ejercicios de piedad, aunque se prescribe para los clérigos el rezo del Oficio divino. El único horario de oración, si tal puede llamarse, es el evangélico: siempre.

Si se miran las concordancias de los escritos de Francisco, se observará que el adverbio siempre ( semper) se refiere muchas veces y de un modo privilegiado a la oración. En particular, se repite la frase del Evangelio: «Es preciso orar siempre y no desfallecer» (Lc 18,1).

Sabemos que este imperativo evangélico ha tenido varias interpretaciones en los maestros de la espiritualidad cristiana. El Pobrecillo no intenta explicarlo, sino más bien vivirlo con todo el corazón y todas las fuerzas. Tomás de Celano, refiriendo lo que él ha visto con sus propios ojos, resume el capítulo dedicado al tiempo, lugar y fervor de las oraciones del Santo con las célebres palabras: «Non tam orans, quam oratio factus», «Hecho todo él no ya sólo orante, sino oración» (2 Cel 95).

Lo necesario, en el fondo, es mantener vivo el espíritu de oración. La Regla, en el capítulo dedicado al modo de trabajo, dice: «Los hermanos a quienes el Señor ha dado la gracia de trabajar, trabajen fiel y devotamente, de tal suerte que, desechando la ociosidad, enemiga del alma, no apaguen el espíritu de la santa oración y devoción, al cual las demás cosas temporales deben servir» (2 R 5, 1-2). Y la breve carta de san Francisco a San Antonio de Padua recuerda este mismo pasaje: «Me agrada que enseñes sagrada teología a los hermanos, con tal que, en el estudio de la misma, no apagues el espíritu de oración y devoción, como se contiene en la Regla» (CtaAnt).

La indeterminación del tiempo de oración responde al tipo de fraternidad instituido por Francisco, a saber, una comunidad de hermanos no vinculada a un lugar ni a un trabajo fijo, sino destinada a ir por el mundo a predicar el Evangelio. Así fue especialmente al principio; pero, al crecer la Orden, fue necesario dar mayor regularidad a la vida de los hermanos. La ley se hizo necesaria en la medida en que el espíritu de amor y de oración flaqueaba, cuando ya no era común lo que Francisco recuerda de sí mismo y de sus primeros compañeros: «Y muy gustosamente permanecíamos en las iglesias» (Test 18); Francisco sintió predilección por las iglesias pobres y abandonadas.

Hay que recordar también que la «topografía» franciscana es rica en lugares a los que el Poverello y sus más fieles discípulos se retiraban para la contemplación, alternando los períodos de actividad apostólica con los de oración intensa, incluso en forma de vida eremítica. Precisamente con miras a estos períodos Francisco escribió una breve y deliciosa Regla para los eremitorios, en la que, alternativamente, dos hermanos hacen la vida de Marta y otros dos la vida de María.

Junto al siempre, que establece el tiempo, encontramos el con puro corazón, que indica el modo: «orar siempre con puro corazón» (2 R 10,9). Esta fórmula, con ligeras variantes, se repite en los escritos del Santo, reforzada a veces con el pura mente. Es evidente que Francisco siente que la pureza de corazón es disposición necesaria para la oración y contemplación.

Esta exigencia no es nueva en la espiritualidad cristiana. San Francisco pudo percibirla en la tradición o por experiencia propia, pero ciertamente la ha deducido también de la bienaventuranza evangélica que comenta así:

«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5,8). Son verdaderamente limpios de corazón quienes desprecian las cosas terrenas, buscan las celestiales y no dejan nunca de adorar y ver, con corazón y alma limpios, al Señor Dios vivo y verdadero» (Adm 16).

La pureza de corazón consiste, pues, en el desapego, transparencia y libertad interior que permiten buscar las realidades divinas sin impedimentos y presentarse ante el Señor para adorarlo. San Francisco intuye con exactitud la relación que hay entre la pureza de corazón de la bienaventuranza evangélica y el culto divino; de hecho, «la sexta bienaventuranza, al expresar de modo admirable la unidad que debe existir entre vida y culto, se nos presenta como la bienaventuranza litúrgica».[6]

En sus escritos, san Francisco nos habla sólo de las disposiciones interiores; los biógrafos subrayan también la extraordinaria reverencia de su actitud exterior:

«En el rezo de las horas canónicas era temeroso de Dios a par de devoto. Aun cuando padecía de los ojos, del estómago, del bazo y del hígado, no se apoyaba en muro o pared durante el rezo de los salmos, sino que decía las horas siempre de pie, la cabeza descubierta, la vista recogida y sin languideces. Si cuando iba por el mundo caminaba a pie, se detenía siempre para rezar sus horas; y si a caballo, se apeaba. Un día volvía de Roma; no cesaba de llover; se apeó del caballo para rezar el oficio; pero, como se detuvo mucho, quedó del todo empapado en agua. Pues decía a veces: "Si el cuerpo toma tranquilamente su alimento, que más tarde, a una con él, se convertirá en pasto de gusanos, con cuánta paz y calma debe tomar el alma su alimento que es su Dios"» (2 Cel 96).

Era natural que el hombre convertido en oración, como lo llama Celano, expresara con todo su ser la inefable veneración hacia su Señor.

«PADRE, ACUÉRDATE DE TODOS TUS HIJOS»

Nuestro intento de descubrir el espíritu de oración de san Francisco de Asís, sobre todo a través del examen de sus escritos, concluye aquí. Los límites del presente estudio no nos han permitido examinar todos los textos, ni explicitar todos sus valores espirituales; esperamos, sin embargo, haber propuesto una vez más el testimonio vivo de oración de uno de los más fascinantes seguidores de Cristo.

Con la muerte de Francisco se concluye el gran preludio de una sinfonía que, desde hace ocho siglos, han procurado continuar todos aquellos que de alguna manera se han sentido discípulos suyos. Desde el principio se advirtió que la tarea no era fácil. Tomás de Celano, al final de la Vida II lo atestigua con la oración dirigida al seráfico Padre:

«Padre, acuérdate de todos tus hijos, que, angustiados por indecibles peligros, sabes muy bien tú, santísimo, cuán de lejos siguen tus huellas. Dales fuerza, para que resistan; hazlos puros, para que resplandezcan; llénalos de alegría, para que disfruten. Impetra que se derrame sobre ellos el espíritu de gracia y de oración, para que tengan, como tú, la verdadera humildad; guarden, como tú, la pobreza; merezcan, como tú, la caridad con que amaste siempre a Cristo crucificado» (2 Cel 224).

Los motivos evocados por Celano, el espíritu de pobreza y humildad, el amor a Cristo crucificado, junto con otros valores característicos de la espiritualidad de Francisco, fueron la herencia que sus hijos e hijas procuraron asimilar, manifestando sus reflejos en la vida y en la oración.

En este punto tendría que comenzar una serie de capítulos que mostraran cómo muchos rasgos típicos de la experiencia del Pobrecillo se encuentran más o menos en el espíritu, la doctrina, las formas de oración de sus discípulos, frecuentemente con desarrollos devocionales de alguno de los motivos más destacados. Con todo, siempre estamos invitados a remontarnos a la fuente, al espíritu del serafín de Asís, para oír de nuevo con emoción siempre nueva el admirable canto de simplicidad, de humildad, de adoración, de acción de gracias, de alabanza que se elevó de su corazón dilatado por la caridad a su Dios y su todo.

NOTAS:

[1] Citamos algunos de los nombres más significativos: S. Buenaventura, beato R. Lulio, H. Herp, Francisco de Osuna, Bernardino de Laredo, Juan de los Ángeles, Diego de Estella, Juan de Fano, san Carlos de Sezze.

[2] Por su indiscutible valor, acudiremos sobre todo a Tomás de Celano, primer biógrafo de san Francisco.

[3] Nótese cómo Francisco, llevado de su intuición mística, dice a Dios: «Tú eres humildad». Este tema ha sido objeto del hermoso libro de J. Varillon, L'humilité de Dieu. París 1974.

[4] Entre las excepciones: W. Lampen, S. Franciscus, cultor Trinitatis, en Archivum Franciscanum Historicum 21 (1928) 439-467; el autor parte de una expresión de san Buenaventura: "Cultor Trinitatis Franciscus" (LM 3,3), pero se funda como es natural en los escritos de san Francisco. E. Longpré, François d'Assise, París 1966. En esta obra se habla de "Oración y adoración lírica de la Trinidad", pp. 123-131.

[5] Cf. Jn 4,34; 8,29. San Francisco escribe refiriéndose al Verbo encarnado: «Puso, sin embargo, su voluntad en la voluntad del Padre, diciendo: Padre, hágase tu voluntad; no como yo quiero, sino como quieras tú» (2CtaF 10).

[6] J. Dupont, Le beatitudini, II, Alba 1977, 947.

[Cf. Selecciones de Franciscanismo, vol. XII, núm. 34 (1983) 163-170].

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