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FRANCISCO DE ASÍS Y
LA ADORACIÓN DE DIOS |
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Se dice comúnmente que Francisco de Asís ha sido el hombre que en la historia se ha parecido más a Jesucristo. Pero podría darse la ambigüedad de pensar que el parecido de Francisco con Jesús era puramente extrínseco, o que a lo más se trataba de un parentesco ético, en el sentido de que la conducta moral de Francisco de Asís era sumamente parecida a las actitudes morales de Jesús. La realidad es que la semejanza del santo con el Señor Jesús es más honda que una mera coincidencia exterior y ni siquiera puede quedar reducida al solo aspecto ético. En realidad, así como Jesús enseñó a los hombres a alabar al Padre en espíritu y en verdad porque Jesús mantenía con Dios la relación viva de Hijo suyo, así también Francisco de Asís enseña de nuevo a los hombres la adoración a Dios y la alabanza al Padre, puesto que Francisco vivirá y actualizará a fondo esa relación filial con Dios: Francisco de Asís dejará transparentar en su vida una relación con Dios semejante a la de Jesús, y esa relación se expresa con una palabra afectiva y familiar que connota a la vez invocación, alabanza, júbilo y esperanza. Es la palabra «Abba», Padre. Jesús, al poner de manifiesto en el mundo esta relación suya con Dios Padre, es quien con mayor intensidad revela a Dios a todos los hombres. De manera semejante (y ahí está el parecido supremo de Francisco con Jesús) el Pobre de Asís manifestó de nuevo, en su época pero también a nosotros, el resplandor inequívoco de la gloria de Dios. Por eso nos pudo enseñar de nuevo a adorarle y a alabarle con gemidos y palabras de ternura admirativa y familiar. Por todo ello, porque se trata de un tema fuertemente teológico y espiritual, creo oportuno volver de nuevo al tema de la adoración de Dios -que es tanto como decir al tema de la alabanza de Dios y al tema del testimonio de Dios- en los orígenes de la tradición franciscana. I. LOS ATRIBUTOS DE DIOS
1. Concilios, teólogos y santos se han sentido normalmente inclinados a expresar «listas» de atributos divinos. ¿Por qué? Creo, sin temor a equivocarme, que estas listas que ofrecen los pensadores cristianos, desde los antiguos Padres hasta los documentos de la época moderna, responden a una cierta necesidad de responder a la pregunta «¿cómo es Dios para mí?».[1] Esta me parece la causa de que símbolos y escritos desde el final del siglo I hasta el Concilio Vaticano II expresen de una u otra forma los atributos de Dios. No podía faltar en esta galería de santos, pensadores y concilios la figura de Francisco de Asís. 2. Estas listas de atributos son bastante variadas. Ellas permiten, por tanto, hacerse cargo de la perspectiva o enfoque con que las distintas épocas o los distintos hombres han dirigido su mirada hacia Dios. ¿Cómo «piensa», «siente» o «describe» a Dios Francisco de Asís? No es inadecuado, antes de entrar en la lista precisa de los atributos, distinguir entre aquellos autores que tienden a concebir a Dios como el mismo Ser subsistente (Ipsum Esse subsistens) o bien aquellos que lo conciben como el Misterio absoluto. Entre los primeros hay que citar evidentemente a santo Tomás de Aquino, quien piensa sobre Dios a partir de las categorías del ser. Entre los segundos podemos poner hoy un ejemplo señero: Karl Rahner en su Curso Fundamental sobre la fe.[2] Situar a Francisco de Asís en este cuadro general equivale a colocarlo entre aquellos autores para quienes Dios es el Misterio absoluto, que desconcierta pero a la vez centra al hombre, y en quien hay que entrar, casi sumergiéndose en él, para fundar la existencia propia. Concebir a Dios como misterio supremo de la existencia es lo que da lugar, ya más en particular, al hecho de que Francisco de Asís vaya desgranando una serie de atributos admirativos y ponderativos que pretenden dar a entender hasta qué punto Dios es grande e inaccesible: hoy diríamos que es transcendente. He aquí la serie de atributos de Dios que san Francisco ofrece a nuestra reflexión: 1. Atributos en conexión con «Altísimo» Además del famoso «Altísimo, omnipotente, buen Señor» con que comienza el Cántico del hermano Sol, Francisco suele comenzar por la palabra «Altísimo» u otras semejantes sus invocaciones a Dios:
¡Como si el pequeño y pobre Francisco, con su palabra centelleante, quisiera indicar que Dios está siempre más arriba, más allá de nuestra capacidad de comprender, más allá de nuestras fuerzas, más allá de nuestra visión y de nuestro deseo! Evidentemente, el atributo «excelso» es sinónimo en este caso de «altísimo». Pero también «santo» indica el que está más allá de nuestro mundo de limitación, ambigüedad y pecado. Y, junto con estos atributos de elevación y trascendencia, hemos conservado esos otros atributos de «grandeza» (terrible, gran rey, omnipotente, fuerte, grande, glorioso) porque, en realidad, vienen a reforzar -si así puede decirse- esta concepción franciscana primordial de Dios, según la cual «Dios es Dios» y no uno de nosotros, y por eso no sólo somos «indignos de nombrarle» (1 R 23,5; Cánt 2), sino que le damos gracias con todas nuestras fuerzas «por ser tú lo que eres»: «propter temetipsum gratias agimus tibi», «te damos gracias por ti mismo» (1 R 23,1). Como señalaré después, Francisco de Asís no se limita a enumerar lo que podríamos llamar «atributos filosóficos» de Dios, es decir, aquellos atributos que responden a una concepción de Dios como ser primero y subsistente que emerge en el universo de los «entes». Francisco añade también a su «lista de atributos» aquellos calificativos que proceden del lenguaje y de la invocación del evangelio. Y así, por lo que se refiere a este bloque de atributos alrededor del atributo «Altísimo», Francisco sitúa también en este mismo nivel la calificación evangélica de «Padre celestial» y de «Padre Santo». 2. Atributos «negativos» San Francisco sabe bien que nada sabe respecto de Dios. En el famoso Cántico del hermano Sol -y después de haberlo empezado con el contundente «Altísimo, omnipotente, buen Señor»- añade que ningún hombre es digno ni capaz de nombrarle: «y ningún hombre es digno de hacer de ti mención» (Cánt 2). Porque, es tan alto Dios, que escapa a toda comprensión, palabra, concepto y, no digamos ya, manipulación humana. Él es «inmutable, invisible, inenarrable, inefable, incomprensible e inescrutable» (1 R 23,11). San Francisco se sitúa en la gran tradición apofática de Oriente y de Occidente. Estos atributos que comienzan por una negación («in-») son los que mejor revelan lo que dirá admirativamente el Concilio IV de Letrán: «Entre el Creador y la criatura no se puede señalar semejanza sin que, entre ellos, se señale una mayor diferencia (dissimilitudo)» (DS 806, año 1215). 3. Atributos centrados en el «sumo bien» El lector no debe quedar desconcertado como si yo me complaciera en subrayar que el tierno y humanísimo Francisco de Asís tuviera un concepto de Dios tan sólo como el Altísimo e inalcanzable. Me he complacido, es cierto, en mostrar que el primer calificativo que le viene a la boca a Francisco cuando se trata de alabar a Dios es el de «Altísimo». Pero esto no quiere decir que Dios le quede lejos. Dios es trascendente, pero no lejano. Por ello, sería un grave error de óptica decir que Francisco concibe a Dios tan sólo como el Altísimo. Junto a ello -y es poco decir «junto a ello», pues habría que decir «precisamente por ello»- Dios es para san Francisco la suavidad infinita, la delicia suprema: el Sumo bien. El supremo Bien en sí mismo y para el pobre que en él espera. Por eso, Dios es el «amado»: «Porque un santísimo niño amado se nos ha dado» (OfP 15,7); «el único Bien: el bien, todo bien, sumo bien; amor, caridad, sabiduría, humildad» (AlD 3-4); «suave, amable, deleitable y sobre todas las cosas todo deseable por los siglos» (1 R 23,11). El lector de hoy haría bien en sintetizar estos calificativos de la siguiente manera: Dios es el Sumo Bien porque es Amor, y -por ello- amable y amado sobre todas las cosas: capaz de dar al hombre la medida de su deseo sin medida, como suprema suavidad y delectación. De manera que el Altísimo y Gran Señor es, a la vez, el sumo Bien y la indecible suavidad para el pobre que lo recibe y desea. Porque en toda la tradición cristiana Dios es simultáneamente aquel que está siempre más allá de toda causa mundana, de toda comprensión y disposición humana, y aquel que está dado -gratuitamente dado- en lo más profundo de nuestro ser de criatura. Dios, porque es transcendente, es «intimior intimo meo». Debido a que Dios es Dios resulta que es mi Bien supremo. 4. De la filosofía al evangelio Ya he dicho que Francisco de Asís no se limita en sus series de atributos a permanecer en lo que podríamos decir el dominio del conocimiento filosófico sobre Dios. Además de concebir a Dios como «Creador del Universo», gran Rey de toda la tierra, «Rey del cielo y de la tierra», es decir, como Creador y Señor del mundo, san Francisco se apresura a completar el título de Creador del Universo con el de «Salvador de todos los que en él creen y esperan y lo aman» (1 R 23,11). El título de Creador, Rey y Señor del Universo es tal vez el que más responde a la idea popular que del Poverello tenemos. Es verdad. Pero me parece que esta visión del Universo flotando en la gloria de Dios -surgiendo de su poder creador y de su amor que mantiene todas las cosas en su ser- depende de aquella fuerte vivencia y concepción de Dios como Misterio supremo de plenitud total. Dios es Dios y, por eso, las cosas son y tienen consistencia y relieve: el relieve de la realidad creada; la consistencia de existir en la Luz de Dios. No hay panteísmo, sino afirmación de la realidad y de la distinción de las criaturas por relación al Misterio que da ser y unidad al mundo, para que lo podamos considerar como un todo amigo y para que podamos considerar a cada cosa, en su propio ser que viene de Dios, como hermana y ligada a nosotros por amistad. Esta visión del mundo creado no sólo es filosófica sino evangélica. Supone que la Luz de Dios es el centro de la Creación y de la Salvación. Supone, sobre todo, que esta Luz es la claridad del Padre que está en el cielo: «Padre santo y justo, Señor rey del cielo y de la tierra...» (1 R 23,1). Supone que el Dios «Santo que obra maravillas, Fuerte, Grande, Altísimo, Todopoderoso» es exactamente el «Padre Santo, Rey de Cielo y Tierra», el Dios «Trino y Uno» (AlD 1-3). Porque Dios no es la mónada inaccesible y solitaria sino el «Altísimo, sumo, eterno Dios, Trinidad y Unidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo» (1 R 23,11). Francisco es el hombre poseído por la fe que lo asemeja a Cristo. Desde esta identificación con Jesús, ve a Dios como Padre y exulta ante el don del Espíritu de la salvación. Esta fe incluye una visión del mundo, la cual no es solamente una visión filosófica o ideológica, sino que es -incluyendo una cierta filosofía del misterio del Ser y de los seres- la mirada de los ojos de la fe asombrados ante el doble plano de las criaturas amigas y de la Luz que las crea y envuelve. II. SUMERGIRSE EN DIOS
De manera semejante a estos escritos, pero en forma aún más sintética, presenta a Dios como el sumo y altísimo Bien, suave y deleitable -tema del canto y de la alabanza-, cuya gloria y santidad no se cansa de proclamar el hombre, humilde criatura y convencido e indigno pecador. En la vida de san Francisco no buscamos por tanto, primaria y analíticamente, la afirmación unidimensional de tal o cual atributo divino, sino la afirmación de una Presencia gratuita y luminosa: la presencia de aquel Misterio absoluto que, como un don ofrecido a los compañeros del santo y al pueblo, se presencializa al paso del Poverello. Y aquí se encuentra, a mi parecer, el punto central de todo el tema de Dios en la vida de san Francisco de Asís: ¿Por qué el santo puede testimoniar para los suyos -para su ciudad y para el mundo- la presencia del Invisible? Porque el santo ha hecho y ha padecido algo que difícilmente puede describirse, sobre todo en forma académica pura. Hay que recurrir a la metáfora más que al concepto: Francisco de Asís se ha sumergido en Dios. Se ha adentrado en él y le ha padecido, como dirá con frase audaz el mismo Tomás de Aquino cuando intente describir la profundidad del conocimiento de Dios.[5] Las actitudes ascendentes de Francisco de Asís -subiendo a I Carceri y sobre todo a La Verna, o desde el mismo Monte Subasio en cuyas estribaciones se encuentra Asís- son el símbolo de su ascenso hacia Dios, hasta llegar a sumergirse en él como Moisés que, en su ascensión al Sinaí, se sumerge en la Nube opaca y translúcida, símbolo de la Presencia envolvente pero invisible de Dios. Esta es la experiencia radical de Francisco de Asís: «entrar» en Dios; «estar» en él; «padecerle» con indecible amor. Así como Teresa de Jesús invita a sus compañeras a «entrar» en Dios («¡Entrad, entrad!», dirá exhortando a introducirse no tanto en el análisis de sí mismas como en la celda del divino encuentro), así la vida de Francisco de Asís es una invitación incitante a entrar en el silencio universal para sumergirse en Dios, infinito e invisible. Y ¿por qué hay que «entrar» en Dios?, preguntará todavía el hombre de Occidente que quiere tener claras tanto las razones como la utilidad de las cosas. Hay que adentrarse en Dios para conocer y sentir el fuego que purifica y convierte al hombre, haciendo de él un testimonio del Amor sin límites; para que el hombre, limitado, ambiguo y pecador, pueda hacerse del todo semejante a ese incandescente Amor; para que este Bautismo en Dios -que es la realidad a la que apuntan los sacramentos y la raíz y el fundamento de la oración- sea para el hombre de tierra revelación y primicia de salvación para él y para su ciudad: la cual reconocerá en la presencia gratuita de ese Amor una incitación perentoria a la conversión, al perdón mutuo, es decir, a la reconciliación interior y exterior. Así ocurría efectivamente en la vida del santo, y ello no es ninguna casualidad, sino el signo de esperanza y de realidad de que el Reino de Dios que se hace presente en Jesús, sigue siendo un presente de gracia en los seguidores del Mesías. Todavía hay que precisar: si la acción y pasión de sumergirse en Dios es algo común en los santos, resulta que en Francisco de Asís este hecho tiene unas connotaciones específicas: 1. La presencialización del misterio de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, se manifiesta como un gran espacio de luz que envuelve la naturaleza y las personas, así como -naturalmente- sus relaciones interpersonales. Un espacio donde las cosas, toda criatura y todo hombre sobre todo, se implantan y adquieren ser y consistencia. Esto mueve al respeto y a la amistad.[6] La reverencia con que Francisco trata a la alondra o al pobre y al leproso no es tan sólo caballeresca. Es una reverencia y amistad teológicas. Ese espacio divino -y no está de más recordar que el Espíritu no es tan sólo Soplo sino Dilatación y Espacio- es, pues, la condición de posibilidad que «hace ser» y «deja ser» a todas las criaturas. Es la Luz que les da relieve y unidad en sí mismas. Esta Luz nos lleva a la admiración: ¿por qué milagro esplendoroso una flor es «ella misma» en su unidad y consistencia que la mantiene una y total aunque efímera, más que un simple conglomerado o dispersión de átomos o de células? 2. Esta concepción o, mejor, percepción directa del mundo en el espacio creacional y luminoso de Dios no tiene nada que ver con el panteísmo, a menos que, como dice Rahner, queramos hacer justicia al «momento de verdad» que, como todos los errores, contiene el panteísmo.[7] Pero preferiría decir que esta visión nada tiene que ver con el panteísmo o con la teoría del «alma del mundo». Porque la percepción franciscana, al mismo tiempo que advierte la Presencia de Dios -y ve las criaturas existiendo y tomando relieve en su gloria- simultáneamente percibe la distinción por la cual las criaturas aparecen bien diferenciadas, que no distantes, de esa Luz invisible y divina que les da realidad, ser y unidad, es decir, consistencia, aunque limitada y creatural. La presencia de Dios y la distinción de las criaturas es algo connatural a la mirada franciscana que, si lo verá todo en Dios, nunca jamás -de ahí mi insistencia en señalar el atributo de lo altísimo- reducirá Dios al mundo visible. * * * Esta actitud básica es, a la vez, una «acción» -un abrirse- y una «pasión»: dejarse invadir por la presencia imprevisible de Dios que se da a sí mismo («Deus sese dans»): ese Dios que, según 1 Juan 3,20, siempre es mayor que nuestro corazón: «Dios es mayor que nuestro corazón y lo conoce todo». Por eso, el principio de la oración es normalmente esta acción receptiva que vemos reflejada en el comienzo del «Magníficat» de Nuestra Señora: «Mi alma engrandece al Señor y mi espíritu exulta en Dios mi salvador». El alma se abre y se dilata porque Dios se da a sí mismo en comunicación y diálogo. Ahora bien: esta acción-pasión, que consiste en abrirse la conciencia a la presencia gratuita del Deus semper maius que ama y purifica, si la tomamos en su mayor radicalidad e intensidad creo que es equivalente a lo que aquí llamábamos «sumergirse en Dios». Esto es lo que, a lo largo de su vida, hace Francisco. La ocasión señera es, seguramente, el momento en que se adentra en la espesura del monte La Verna y, después de destacarse de la compañía de fray León, queda penetrado por aquella intensa vivencia de Dios que le hace exclamar: «¿Quién eres Tú, dulcísimo Señor mío, y quién soy yo, siervo tuyo inútil y miserable?». Es allí, en esta arrebatada suspensión en el amado Dios, donde Francisco llega a padecer, en suprema identificación, la presencia y los estigmas del Dios crucificado. Pero no sería justo reducir a este momento cumbre de la vida de san Francisco su gracia de adentrarse en Dios. Hubo muchas otras ocasiones, en la vida y pasión de Francisco de Asís, en las cuales esa Presencia «tremenda» y «dulcísima» se hizo honda, incandescente y purificadora, capaz de convertir a Francisco en el hombre nuevo. Ese hombre que, como ha hecho notar Josep Mª Ballarín,[8] se convierte de juglar en trovador, de trovador en cantor incansable de la gloria de Dios; de hombre refinado de su tiempo en hermano universal que abraza al leproso y al bandido, que humaniza al lobo y al halcón. Ese hombre que por la fe y el seguimiento de Jesús llega a ser del todo semejante a él hasta recibir la identidad de los signos de su pasión gloriosa. Es este momento preliminar a toda forma de oración -abrir el corazón para dejarse invadir por el Dios «vivo y verdadero»- lo que me parece estar en la base de la oración de san Francisco y de la familia franciscana. Esto explicaría, seguramente, que san Francisco no haya establecido un método propiamente dicho de oración. Así como Benito de Nursia establece para sus monjes la plegaria colectiva del oficio divino, así como Ignacio de Loyola ofreció distintos y preciosos modos de orar en el momento del despertar de la conciencia subjetiva propio de la época moderna, en cambio san Francisco usa indistintamente las formas de oración existentes en la Iglesia del naciente siglo XIII: desde la oración silenciosa y contemplativa, a la sencilla oración bocal -hecha de exclamaciones hondas y breves- hasta el oficio divino, adaptado a veces por él mismo a las diversas circunstancias. Todo girando alrededor de esta plegaria-tipo que nunca sabremos agradecer lo suficiente los cristianos y que es el Padre Nuestro, parafraseado también por el Poverello en una jubilosa alabanza que no es más que la expansión de Mt 11,25: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños». Todas las formas de oración, todos los métodos son buenos cuando el hombre, despojándose humildemente de su propia pequeñez y pecado, ensancha sus límites -se dilata sin orgullo- en el Dios Bueno y Altísimo. Todo ello podría explicar que Francisco, más que métodos o estructuras específicas de oración, ofrezca a sus seguidores el espíritu de acción de gracias y de alabanza que es fruto de esta raíz fundamental: sumergirse en Dios para ser sobrepasado por él; para ser purificado y convertido en el hombre nuevo y libre del evangelio, ya que ésta -y no otra, hablando en general- será la «utilidad» de Dios y de la oración.[9] Solamente una persona que se ha adentrado en el misterio viviente y luminoso de Dios, podrá llegar a decir con toda convicción y sencillez como santa Clara: «Señor Dios: os alabo y glorifico por haberme creado». Esto es ver el mundo -y a uno mismo- a la luz real pero invisible del Dios que ama. De ahí derivará, en consecuencia, el atributo realmente vivenciado del Dios «amado». III. JESÚS, EL CRUCIFICADO, Y EL DIOS INFINITO
En efecto, un cierto «jesuismo» parece centrarse en la consideración del hombre Cristo Jesús, entendido como paradigma de humanidad: como punto de referencia que señala la cumbre de la humanización a la que está llamada la criatura humana. Esta tendencia si y en cuanto prescindiera de la relación de Jesús con Dios, o en cuanto prescindiera de la cuestión de Dios porque la considerara no significativa para el hombre de hoy, habría caído en una reducción cristológica o teológica brutal. Más de una vez he indicado que esta tendencia no se encuentra tanto en la que podríamos llamar «teología académica» como en las intuiciones y en los presupuestos de diversos pensadores o escritores.[10] Esta tendencia puede ser considerada como un fruto derivado de la «teología de la muerte de Dios», o tal vez como una corriente de pensamiento paralela a la misma. Como reacción, una teología atenta a «cerrar las filas», ha insistido en la relevancia decisiva del teocentrismo que no puede ser olvidado ni preterido ya sea en la teología, ya sea en la vida cristiana. Esto es justo y, hasta aquí, nada hay que oponer. En efecto, si en Jesús se prescinde de su implicación divina, hay reduccionismo cristológico. Si desde el hombre, y desde el hombre Cristo Jesús, se prescinde del fundamento y del horizonte de Dios, el reduccionismo teológico equivale al colapso total. Pero la tendencia que pretende asegurar la tradición ha dado un paso más. Alguno de sus autores ha mirado con recelo la atención prestada al hombre Cristo Jesús. Esta aprensión, que se justifica entre los excesos, no puede recomendarse sin más cuando el itinerario de la fe pide una cristología ascendente capaz de mostrar la «buena nueva» de que Jesús, Hijo de Dios, es en todo semejante a nosotros excepto en el pecado; este recelo no puede quedar justificado sin más cuando en vez de caminar con fe confiada para mantener el equilibrio afirmativo de la divinidad y de la humanidad de Jesús, en reflexión actualizada del Concilio de Calcedonia, emprende el camino polémico de valorar negativamente o de descalificar el esfuerzo de aquellos teólogos que, manteniendo en la fe y en los conceptos la doble afirmación de Calcedonia, han centrado su atención en la humanidad de Dios y han sacado de ello consecuencias teológicas y pastorales, que tienden a situar el hecho cristiano y el dinamismo del evangelio en el surco de la liberación de los pobres. En segundo lugar, esta tendencia «cauta» ha querido restablecer el equilibrio de la balanza de una mal planteada oposición entre «Cristo o Dios»,[11] poniendo el acento en la afirmación filosófica de Dios, la cual -de alguna manera- se consideraría más «segura» que el acceso a Dios a partir de Jesús. Todavía habría que advertir y precisar que esta afirmación esencial y filosófica del «Summum Bonum» y del «Ipsum Esse» es, en sí misma, buena, connatural y aún necesaria para la reflexión teológica y filosófica, sobre todo a la hora de entender la relación de Jesús respecto de las culturas y las religiones. El peligro, sutil pero real, consiste en la paradoja de que esta sentencia persuadida de ser «segura», no cae en la cuenta de lo que realmente representa -como itinerario hacia Dios- el hecho de que Jesús sea realmente Hijo, Imagen y Palabra del Padre. Por su misma estructura personal, Jesús -incluso como hombre- nos remite siempre al Padre. Por su fundamento personal que consiste en ser la Palabra de Dios hecha carne, Jesús es la Puerta y el acceso indefectible al Dios vivo y verdadero. El peligro al que se expone cierto «teocentrismo» polémico consiste en que -dándose por descontado el teísmo- se considerara la mediación de Jesús hacia Dios como algo regional y particular; como un camino «para uso de los fieles», pero no como un testimonio universal de relevancia decisiva para el acceso a Dios de todo hombre que viene a este mundo. Como si «el Dios de Jesús» (y no quisiera, por cierto, emplear esta expresión como si particularizara la idea de Dios), como si el «Dios de Jesús» no fuera el Dios infinito y universal de quien, es cierto, los hombres pueden tener precomprensión o noticia cifrada y analógica aún antes de haberlo reconocido en la adoración y en la alabanza por la cual Jesús, el Cristo, el Hijo del Padre, nos invita a la recta afirmación de Dios con nuestra fe y con nuestra vida. El peligro larvado de esta tendencia bienintencionada y antirreduccionista está, pues, en oponer Cristología a Teología; en oponer «Cristo a Dios», en vez de mostrar que ese Dios implicado en el ser y en el testimonio de Jesús es realmente el Infinito Bien y el «Ipsum Esse» anhelado por las culturas y las religiones. ¡Como si para la razón humana no fuera algo relevante y decisivo el «hecho» Cristo Jesús! Como si para la razón no fuera un dato de primera magnitud que la mueve a intensa reflexión la facticidad y la esencia del «hecho Jesús». Como si este acontecimiento fuera algo solamente relevante «sobreañadido al teísmo» para uso interno de las Iglesias. La obra de Lessing y el «Jesús» de Hegel serían ejemplos de esta relevancia filosófica y universal del acontecimiento crístico. Pero, para volver rápidamente a nuestro tema, hay que decir que es Francisco de Asís, como lo será más tarde Teresa de Jesús, quien ha vivido y ha ofrecido la clave del problema consistente en saber valorar la calidad y la estructura de la mediación de Jesús respecto de Dios. Francisco de Asís, a través de una fe ardiente y de un seguimiento en pobreza y humildad, llegó a identificarse plenamente con Jesús de Nazaret. Por eso mismo puede adorar y alabar con Jesús, en espíritu y en verdad, al Padre del cielo. De modo que, para Francisco de Asís, es algo totalmente correlativo el sumergirse en el Dios infinito y el identificarse con el Pobre y Crucificado. La forma franciscana y evangélica de «respirar» en Dios es revestirse de Jesucristo, el Hijo y Primogénito (el Hijo de Dios y Primogénito entre muchos hermanos). Más Francisco se sumergirá en Dios, más necesitará -para hacerlo así- estar identificado también con los pobres, marginados y oprimidos de su mundo, especialmente con los que le salen al encuentro en su camino. Si Dios fuera simplemente el fundamento estático de todas las cosas sin una relación real e histórica con el hombre Jesús; si Dios fuera simplemente el conservador de un orden igualmente inmóvil, tal vez en esta hipótesis imaginaria que la teología cristiana no tiene de suyo obligación de considerar, tal vez en esta hipótesis el hombre no tendría que «pasar» por esta mediación literalmente pascual de Jesús clavado en Cruz. Pero Dios es algo más: su querer, identificado con su ser, es acontecimiento vivo de salvación y santidad. Este acontecimiento «pasa» por lo más humilde y humillado del hombre para levantarlo: «Me liberó porque me amaba», canta el salmo 18,20. Este acontecer de vida divina para el hombre decaído es lo que intenta captar la fe y la vida del cristiano: de este cristiano transparente que fue y es el Poverello. Por eso los estigmas -signos del anonadamiento de Dios para salvar al hombre- son el momento supremo en que Francisco es traspasado todo él por la Luz de Dios infinito y amado. Son el momento también -y ésta es la inesperada y sencilla síntesis franciscana- en que los árboles del Monte y el Sol del firmamento dejan transparentar también 1a Luz y el Amor del Padre del cielo. Porque sólo el hombre -Cristo Jesús- que ha bajado a lo más hondo del dolor de sus hermanos, para dejar allí la respuesta del amor de Dios, el Padre, solamente ese hombre puede dar su plena significación a la naturaleza y a la Creación entera. Entonces aparece claro que el mundo es el mundo del hombre: para el hombre y humanizado por el hombre. Pero el hombre nunca humanizará la naturaleza sino reconociendo en ella el espacio, el hogar, casa y ciudad, que Dios «amigo de la vida» (Sab 11,26) ha dispuesto para todos, incluso para los humillados y pecadores: para los que «no cuentan». Todas las cosas de la Creación -alondras y bosques, los cuatro elementos del mundo según los estoicos que aparecen bien dispuestos en el Cántico del hermano Sol: el aire, el agua, el fuego y la tierra-, todo adquiere su plena significación y transparencia hacia Dios en el momento en que el Crucificado, inclinándose ante el dolor humano, devuelve a todas las cosas su sentido original: todas las cosas son vuestras -para el hombre y para los hombres caídos-, vosotros sois de Cristo y Cristo del Padre de toda gloria. Este es el sentido que todas las cosas adquieren al pasar por la Cruz del Hijo de Dios entregado a levantar la pobreza de los hombres (ver, naturalmente 1 Cor 15,24-28; 2 Cor 8,9; especialmente 1 Cor 3,32-33: «Todo es vuestro, vosotros de Cristo y Cristo de Dios»). ¡De esta manera Dios llegará a ser todo en todos! Todo esto es lo que, como seguidor de Jesús identificado con él, actualiza Francisco de Asís. Paradójicamente el punto de partida del Poverello es que el infinito Dios de toda bondad aún no ha llegado a ser todo en todos: Aún no ha bendecido con su presencia santa, gratuita y salvadora cada hombre y cada rincón de su mundo. Pero Dios, cuyo amor al hombre se reveló en Jesús y -a semejanza de esa revelación- trata de manifestarse en la pobreza, en la humildad y en el anonadamiento de quienes siguen a Jesús, resplandece ahora en el corazón transverberado de Francisco y de los suyos, y -por eso- en la ciudad de Asís y en el mundo. Lo que en «Parsifal» de Richard Wagner es una intuición todavía expresada con cierto regusto teatral y ambiguo -la naturaleza sonríe porque es el Viernes Santo-, en Francisco de Asís es realidad vivida: los bosques de Umbría cantan porque Dios, rico en misericordia, ha querido que la imagen viva del Pobre y Crucificado ofreciera la respuesta de Dios al dolor del leproso. Bertold Brecht, afanado, presuroso por transformar el mundo para el hombre, decía que «era pecado (era perder el tiempo) hablar de árboles». Pero cuando el amor redentor se introduce en el mundo del hombre a través de las llagas del crucificado, los árboles vuelven a ser el consuelo y la alegría de los hombres y la naturaleza vuelve a ser espacio y casa para el caminante, porque este espacio y esta casa transparentan la gloria del amado Dios. También el filósofo, pues, toma buena nota de que es el Crucificado quien devuelve al mundo su sentido original de ser el mundo de Dios para el hombre. En el Crucificado, que será glorificado para que Dios sea todo en todos, encuentra el mundo y la naturaleza su último sentido y significado. Por eso el Poverello es a la vez el que lleva los estigmas de Jesús y el que canta la gloria del Padre en el mundo. Quizá por eso el Cántico del hermano Sol es la obra de un ciego anonadado, crucificado. Quizá por eso en el Cántico del hermano Sol se reconoce la consistencia y el relieve de los elementos del mundo, que la filosofía estoica había descubierto (ver Sab 13,2), a la Luz del Dios Altísimo y transcendente a quien «ningún hombre es digno de nombrar», pero a quien todo hombre es capaz de imitar desde la humildad servicial de Cristo Jesús, cuando «perdona por su amor», cuando «persevera en 1a paz» y, en supremo éxtasis, cuando recibe a «nuestra hermana, la muerte corporal». El Cántico del hermano Sol es por todo ello la síntesis franciscana: allí donde, desde la Cruz de Jesús y desde su resurrección creída, esperada y ya anticipada, la naturaleza y todos los hombres pueden volver a adorar y a cantar al infinito y amado Dios. Así, la identificación con el Crucificado permite comprender por qué Francisco es, a la vez, el santo de la naturaleza y el santo del más ardiente amor a Dios y del más servicial, sencillo y alegre amor a los hombres. Porque la desbordante misericordia del Dios infinito y altísimo se ha revelado precisamente en la Cruz del Salvador como respuesta divina a la Creación y al hombre que gime. Porque la Cruz de Jesús remite una y otra vez al horizonte sin límites del amor del Padre, Francisco elige este punto evangélico para mostrar desde la pobreza, la sencillez y la donación total el acontecimiento de un Amor paterno que se acerca al hombre como acontecer de luz y de salvación. Gregorio Magno decía, y santo Tomás de Aquino toma buena nota de ello, que «Dios, de manera común, está en todas las cosas por presencia, potencia y substancia (por «essentia, praesentia et potentia» dirá Tomás[12]). Sin embargo, de modo familiar, podemos decir que está en los hombres por gracia».[13] Es verdad. Dios está esencialmente en toda cosa, en todo detalle de la creación. Pero esta presencia se oscurece cuando el hombre -imagen de Dios- es desfigurado por el dolor y la opresión o el pecado, hasta el extremo de no poder reconocer en sí mismo o en la creación el testimonio esencial que Dios da de sí mismo. Por eso conviene mostrar que Dios no es un fundamento inerte sino un acontecer personal de vida y esperanza para el hombre decaído. La voluntad de Dios es siempre salvar lo que está perdido y, por eso, esta santa voluntad suscita -y suscitó en Francisco de Asís- aquel que en su acontecer de gracia había de manifestar al mundo ese acontecimiento de Dios Padre, Hijo y Espíritu que se acerca al mundo para ser todo en todos a través de la respuesta divina de la cruz al dolor y al pecado del hombre. En la vida de Francisco se dibuja, como en la visibilidad de un sacramento, el acontecer de la filantropía de Dios para los hombres. ¡Bendito sea, porque todavía hoy, nos mueve a dar gracias a Dios por ser él quien es! * * * N O T A S: [1] Clemente I, Papa, Carta a los cristianos de Corinto, LIX, 4-60; Basilio el Grande, Contra Eunomio, I, 10; Cirilo de Jerusalem, Catequesis bautismales, IX, 1-3; Juan Damasceno, De fide ortodoxa, I, 14; Jerónimo, Comentario a Isaías, VI, 1-7; Agustín, Confessiones, I, 3, 1-4; Bernardo, Sermo de Aquaeductu, 110, 1. Por lo que se refiere al Magisterio, ver: D.S. 800 (D. 428); D.S. 3001 (D. 1782). [2] K. Rahner, Curso fundamental de la fe, Barcelona, Herder, 1979, pp. 80-95. [3] Omer Englebert, comentando la Regla de 1221, escribe: «El último capítulo (1 R 23) es una especie de himno celestial, al estilo de los prefacios de la liturgia antigua, y constituye quizás el ejemplo más cabal del modo como Francisco hablaba de Dios y hablaba con Dios cuando dejaba desbordarse su corazón» ( O. Englebert, Vida de san Francisco de Asís, Santiago de Chile, Cefepal 1973, p. 297). [4] A propósito de 1 R 23, comenta Paul Sabatier, Francisco de Asís, Barcelona 1982, p. 251: «¿No poseen estas ingenuas repeticiones un misterioso encanto que se insinúa deliciosamente hasta el fondo del corazón? ¿No hay en ellas una especie de sacramento del cual las palabras no son más que el vehículo grosero? Francisco se refugia en Dios como el niño se arroja en el seno de su madre y, en la incoherencia de su debilidad y de su alegría, le balbucea todas las palabras que sabe, y por las cuales sólo quiere repetir el eterno "tuyo soy" del amor y de la fe». [5] S. Tomás de Aquino, In Sent., III, dist. 35, q. 2, a 1. [6] Ver mi Prólogo al libro de F. Gamissans, Sant Francesc d'Assís, sant i ecologista, Barcelona, Claret, 1981. [7] K. Rahner, Curso fundamental de la fe, Barcelona, Herder, 1979, p. 86. [8] J. M. Ballarín, Sant Francesc, en Foc Nou n. 95, marzo 1982, pp. 3-22. [9] J. M. Rovira, Utilitat de Déu? Perspectiva teológica, en Qüestions de Vida cristiana nn. 110-111, febrero 1982, dedicado al tema monográfico «Utilitat i inutilitat de Déu», pp. 29-35. [10] J. M. Rovira, Revelació de Déu, salvació de l'home, Barcelona, Saurí, 1981, pág. 286-292. [11] Jean Millet, Dieu ou le Christ?, París, 1980. [12] S. Tomás de Aquino, Summa Theol., I, q. 8, a 3. [13] S. Gregorio, Super Cant. cantic., 5, 17 (M.L. 113, 1157 BC). [En Selecciones de Franciscanismo, vol. XIV, núm. 42 (1985) 395-410]. |
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