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LA VISIÓN DE
DIOS |
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INTRODUCCIÓN Del beato Gil de Asís, tercer compañero de san Francisco y gran contemplativo, ha llegado hasta nosotros el siguiente dicho, que tiene una profundidad y actualidad extraordinarias: «El hombre se forma de Dios la imagen que quiere; pero Dios siempre es tal cual es».[1] En la Constitución pastoral Gaudium et Spes, el Concilio Vaticano II remacha: «La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios», y, presentando algunas formas y causas del ateísmo actual, prosigue: «Hay quienes exaltan tanto al hombre, que dejan sin contenido la fe en Dios, ya que les interesa más, a lo que parece, la afirmación del hombre que la negación de Dios. Hay quienes imaginan un Dios por ellos rechazado, que nada tiene que ver con el Dios del Evangelio» (GS 19). Contra las posibles deformaciones de la imagen psicológica y religiosa de Dios en los cristianos de hoy, se impone una continua confrontación correctiva con la norma normans que es la Sagrada Escritura. Lo que Dios se ha dignado revelarnos de sí en los dos Testamentos es el espejo limpísimo en el que aparecen los rasgos más verdaderos y calificativos de su rostro. Pero, además de esta puerta principal, existen, por así decir, accesos secundarios para conocer y experimentar «a aquel Dios verdadero, infinitamente más grande que la imagen o la idea que los cristianos de su ambiente le han ofrecido».[2] Con su experiencia espiritual, los santos hacen presente a Dios uno y trino en el mundo; nos ayudan a renovar y purificar la imagen religiosa que de Él nos hemos formado. Efectivamente, como los santos son hermanos nuestros, partícipes de nuestra condición de pecadores, nos resultan cercanos y, a la vez, transfieren su relación con Dios a un plano de concretez transparente y vivida. Desde este punto de vista, me parece que puede atribuirse un papel especial a san Francisco, puesto que, por su destacado sentido místico-poético,[3] su contacto con Dios asumía formas muy sugestivas. En efecto, en su piedad se encarnaba su rica personalidad y su fe simple e intensa. Procuraré, por tanto, describir en las páginas siguientes su visión de Dios, a la luz sobre todo de sus Opúsculos .[4] El Pobrecillo, que gustaba llamarse «ignorante e indocto» (CtaO 39), nos ha dejado una treintena de escritos, en tanto que de su amigo santo Domingo, incomparablemente más docto, conocemos hasta el momento sólo tres cartas, de las que sólo una es de contenido espiritual.[5] Es uno de esos hechos que pertenecen a los misterios de la historia. Expondré el tema escogido de la imagen de Dios, tal como se manifiesta en los atributos que aparecen con más frecuencia en los escritos de san Francisco. Ahora bien, los epítetos que tienen mayor relieve en los Opúsculos y mayor incidencia en la vida del Santo de Asís son, a mi entender, los siguientes: 1.° Dios altísimo, santo y omnipotente; 2.° Dios caridad o sumo bien; 3.° Dios vivo y verdadero; 4.° Dios omnipresencia operante. En el capítulo 22 de la Regla no bulada -el cual, dado su carácter similar a un testamento espiritual, se remonta probablemente al año 1220, cuando Francisco dimitió del gobierno efectivo de la Orden-,[6] dirige a sus hijos esta apremiante llamada: «Atengámonos, pues, a las palabras, vida y doctrina y al santo Evangelio de quien se dignó rogar por nosotros a su Padre y manifestarnos su nombre...» (1 R 22,41). Sigue inmediatamente una serie de versículos, tomados, con la libertad de quien cita de memoria, de la oración sacerdotal de Jesús del capítulo 17 del evangelio según san Juan (1 R 22,42-45). Tal vez en ningún otro pasaje de los Opúsculos emerge con tanta claridad cómo iba iluminándose progresivamente en Francisco el concepto de Dios, mientras contemplaba el ejemplo de Cristo orante en el Evangelio.
I. DIOS ALTÍSIMO, SANTO Y OMNIPOTENTE De toda la serie de alabanzas divinas existentes en los escritos, recuerdo aquella con la que concluye el Poverello el densísimo capítulo sobre los predicadores. Estas palabras fueron añadidas, presumiblemente, al texto preexistente de la Protorregla, después del Concilio IV de Letrán (1215).[7] Como los hermanos, al confiárseles el «oficio de la predicación» itinerante según «la forma e institución de la santa Iglesia» (1 R 17,1), ejercían inevitablemente una función social preeminente, podían dejarse llevar por el orgullo y por un sentimiento de superioridad sobre los demás; el Santo contrapone entonces con gran vigor la función instrumental de su ministerio; y, como le acontece con frecuencia en momentos de especial emoción, pasa de la exhortación a la oración:
También como anunciador carismático de la palabra divina, Francisco tiene continuamente ocasión de sentirse instrumento impotente de la inmensa potencia del Sumo Señor, que es quien lleva a cabo por su medio la conversión y la reconciliación de los hombres. Experimentando con agudeza su propia limitación, se inclina ante la ilimitada grandeza del «Altísimo» con un sentimiento de profundísima reverencia. Al mismo tiempo, advierte con extraordinaria intensidad la infinita bondad divina que lo colma de toda suerte de beneficios. Por ello, exalta, en un incesante crescendo de sinónimos, la desmesurada munificencia de Dios. La aterradora grandeza de Dios se revela también al orante, en una significativa armonía de contrastes, como extasiante bondad.[8] Si nos atenemos a las palabras iniciales del códice más antiguo de los Opúsculos, conservado en la Biblioteca comunal de Asís (cód. 338), y que se remonta a mediados del siglo XIII, Francisco compiló las Alabanzas que se han de decir en todas las horas para prepararse espiritualmente a la recitación de «todas las horas del día y de la noche» y del «Oficio de la bienaventurada Virgen María». En este «invitatorio», que tiene una estructura responsorial en diez versículos, antepone Francisco, como primera escena de la liturgia celestial según el Apocalipsis, las palabras: «Santo, santo, santo Señor Dios omnipotente, el que es, y el que era, y el que ha de venir (cf. Ap 4,8): Y alabémosle y ensalcémosle por los siglos» (AlHor 1).[9] Predisponiéndose a la Liturgia de las Horas, el Santo se siente inmerso en la triple aclamación a Dios de los serafines como santo por antonomasia. Lo mismo ocurre en la vocación profética de Isaías (Is 6,3) o de los misteriosos «cuatro vivientes» frente al «Dominador universal» de que habla Ap 4,8bc. Por tanto, celebrar el «Opus Dei» significa, según el santo Fundador, asociarse al ininterrumpido trisagio celeste, unirse a la alabanza y adoración de la infinita transcendencia y santidad de Dios. Francisco solía concluir su «salmo» responsorial, proveniente casi por entero de la Biblia y de la Liturgia, con una oración que completa el cuadro de los atributos divinos por él preferidos:
En esta oración, que se aparta notablemente de la concisión y sobriedad de la liturgia romana, vibra toda la religiosidad mística del Santo. En estas breves líneas revela Francisco los principales componentes de su visión de Dios. Dios es para él «Omnipotente, santísimo, altísimo», «sumo bien», «el solo bueno». Desenvolviéndose en la línea de la analogía o teología positiva,[11] Francisco eleva cada uno de los atributos de Dios al superlativo absoluto. Por otra parte, los momentos de la transcendencia de Dios están compenetrados con los de su inmanencia, de forma que se garantiza un perfecto equilibrio teológico y espiritual. En ningún lugar de los Opúsculos aparece el más mínimo rastro de reducción sentimental, como, por ejemplo, diminutivos referidos a Dios o a Cristo. Dios vive y actúa infinitamente por encima de sus criaturas, pero, al mismo tiempo, se ocupa con intenso amor de cada una de ellas. El hecho de que el santo Fundador repita, cuando ora a Dios, con ardor místico, con un ritmo casi letánico, los adjetivos «Omnipotente, Altísimo, Santísimo», confirma que su imagen psicológica de Dios implicaba los signos de majestuoso y de excelso, o, empleando un término tomado de la historia de las religiones comparadas, de numinoso.[12] Dios está infinitamente por encima de todo y de todos, es el totalmente Otro y el Primero sin iguales, de quien están separadas todas las criaturas por una distancia infinita. Frente a la imagen de Dios, elevado de manera potentísima, advierte Francisco con insólita agudeza la diversidad abismal existente entre el «Tú» divino y el pobre «yo», y siente que se desploma en su propia nada. Esto aparece con gran evidencia cuando, en la Carta a toda la Orden, se califica de la siguiente manera: «Yo, el hermano Francisco, hombre inútil y criatura indigna del Señor Dios» (CtaO 47). Surge en este momento espontáneamente la pregunta: ¿Cómo llegó el Pobrecillo a acentuar con tanta fuerza los aspectos de la transcendencia divina? Para aclarar un proceso de desarrollo espiritual, mantenido oculto por la discreción del místico, es menester mucha prudencia. Con todo, parece fundada la hipótesis de que hubo dos factores históricos que influyeron en hacer emerger la transcendencia de Dios en la religiosidad de Francisco. De una parte, Francisco frecuentó de niño ( puerulus), entre los nueve y los diez años, la «Schola minor» erigida en la iglesia parroquial de San Jorge de Asís, en la que aprendió a leer y escribir bajo la guía de un clérigo de la Colegiata y con la ayuda del Salterio.[13] El Poverello consiguió tal dominio mnemotécnico del Salterio, que podía componer libremente salmos votivos tomados con gran libertad de varias partes del Salterio y del Nuevo Testamento. Así puede deducirse con toda razón precisamente de los Salmos del Oficio devocional de la Pasión del Señor,[14] que son compilaciones bíblicas semejantes a mosaicos. Por eso, no se extrañará nadie de que la piedad de Francisco esté profundamente marcada por los Salmos, sobre todo en su destacada confianza en Dios,[15] en la cimera cristologización ascendente de los Salmos, en los cuales oía a Jesucristo hablando con su Padre,[16] y en la concepción de la pobreza minorítica.[17] En esta perspectiva es completamente natural ver en los Salmos el origen de los atributos, al menos de «Altísimo» y de «Santo». Por otra parte, el fuerte relieve que más tarde alcanzaron los rasgos de la transcendencia divina no emana sólo del conocimiento de los Salmos. Creo que la visión de Dios «altísimo» maduró de forma determinante en el año 1204-1205, cuando Francisco decidió dirigirse a la Apulia para combatir junto al condotiero Gualterio de Brienne en las milicias de Inocencio III. Llegado a Espoleto, no sólo «se sintió enfermo» (TC 6; cf. 2 Cel 6), sino que «semidormido, oyó a alguien que le preguntaba a dónde se proponía caminar. Y como Francisco le detallara todo lo que intentaba, aquél añadió: "¿Quién te puede ayudar más, el Señor o el siervo?" Y como respondiera que el Señor, de nuevo le dijo: "¿Por qué, pues, dejas al Señor por el siervo, y al príncipe por el criado?" Y Francisco contestó: "Señor, ¿qué quieres que haga?" "Vuélvete -le dijo- a tu tierra, y allí se te dirá lo que has de hacer..."» (TC 6). Esta visión mística no sólo representa el cambio en la vida del joven Francisco, sino que le abrió los ojos espirituales para descubrir el señorío de Dios. Desde aquel momento, Dios fue verdaderamente Dios para él.[18] II. DIOS CARIDAD O SUMO BIEN
El códice del Misal plenario que abrieron los tres visitantes parece que se conserva todavía, por desgracia ya no en Asís sino en la «Walters Art Gallery» de Baltimore, Maryland (U.S.A.), y que fue vendido en 1912 por el anticuario Joseph Baer en Francfort del Meno por 5.000 marcos alemanes. La primera vez que abrieron el códice, sus ojos se posaron sobre el folio 132v-133, que contiene la fórmula litúrgica para el domingo sexto después de Pentecostés, donde leyeron la perícopa de Mt 19,16-26, relativa al joven rico que renuncia a la invitación al seguimiento perfecto de Cristo. Entre otras cosas, Francisco debió quedar impresionado por la primera respuesta del Maestro: «¿Por qué me preguntas qué es bueno? Uno solo es el Bueno, Dios» (Mt 19,17). En la lectura de los textos citados en el primer punto, habrá podido advertirse el influjo determinante del fragmento evangélico sobre Francisco en la elección del epíteto «Dios solo Bueno». Para comprenderlo mejor, quisiera añadir un testimonio del capítulo 23 de la Regla no bulada. Esta especie de prefacio con el que concluyó el Fundador, alrededor de 1221, el código fundamental de la vida minorítica, es significativo desde varios puntos de vista. Con una emocionada alabanza divina, que se transforma paulatinamente en exhortación, el Pobrecillo, junto con sus hermanos, se dirige a todos los hombres para suplicarles que «todos perseveremos en la verdadera fe y penitencia, porque de otro modo nadie se puede salvar» (1 R 23,7). Y prosigue:
Junto al epíteto «Altísimo» de los textos antes citados, aparece una serie creciente de variaciones sobre Dios «bien pleno, todo bien, bien total, verdadero y sumo bien... el solo bueno». Para Francisco Dios es, por tanto, el bien en su expresión más plena y verdadera, una bondad infinita que incluye en grado sumo cualquier manifestación de bondad en los seres creados, inalcanzable a toda criatura; una bondad fontal, como precisa Tomás de Celano (2 Cel 165), de la que mana y en la que desemboca todo otro bien. Es preciso, con todo, especificar inmediatamente que, cuando el Santo de Asís habla con tanta insistencia de «Deus..., plenum bonum, omne bonum, totum bonum», se halla muy lejos de las especulaciones filosóficas de tipo platónico, pseudo-dionisiano o agustiniano sobre la bondad metafísica de Dios.[20] Más bien, inspirándose con toda probabilidad en fragmentos leídos o escuchados de escritores benedictinos o cistercienses del siglo XII, aplica el concepto de Dios «sumo y único bien» a su meditación sobre la historia de la salvación. No obstante la innegable importancia del temor de Dios en Francisco, éste no se sentía nunca aplastado por la experiencia de la majestad de Dios, antes bien experimentaba la irresistible fascinación del Interlocutor divino para demostrarle su amor y su gratitud. El simple hecho de que no sepa contentarse con una sola expresión y que, por el contrario, proponga una ininterrumpida serie de variaciones y de matices del apelativo «Dios bueno», revela con cuánta profundidad estaba enraizada en el alma de Francisco la experiencia del amor divino y cómo su oración era, en el más verdadero sentido de la palabra, afectiva,[21] es decir, llena de sentimientos, de calor humano y de carácter personal. La incidencia del evangelio de Jn 5, 8 y 16, Deus caritas est, Dios es caridad, en los escritos del Pobrecillo,[22] demuestra que Francisco se halla muy lejos de una visión meramente filosófica de Dios como principio de todo bien. Así, en el capítulo 17 de la Regla no bulada, el Fundador dicta:
Con una intuición que sorprende en un hombre que carecía de formación teológica propiamente dicha, Francisco ve la íntima naturaleza de Dios en su ser caridad personal y a ella remonta, como a su fuente, todo efecto positivo de las criaturas. Sea cual fuere la misión o actividad que llevan a cabo sus hermanos, tanto si ejercen el ministerio de anunciadores itinerantes de la penitencia y de la paz, como si se consagran, cual hermanos «María», a la oración contemplativa en los pequeños eremitorios (REr), o sirven y trabajan al servicio de otros (1 R 7,1), todo es redundancia del amor divino. En este marco y sobre este fondo adquiere relieve y sentido la exhortación, referida por Celano, de san Francisco a sus hermanos: «Tenemos que amar mucho el amor del que nos ha amado mucho» (2 Cel 196). III. DIOS VIVO Y VERDADERO
Aun cuando no podamos hacer aquí un análisis detallado del comentario franciscano a la sexta bienaventuranza evangélica, es interesante, con todo, subrayar la armonía de su explicación con la de los exegetas modernos, identificando la pureza de corazón con la rectitud de intención. Francisco se mueve en la línea de la teología agustiniana y monástica, y presenta el proceso de la purificación interior como desapego del amor excesivo del mundo, para lograr así una adoración de Dios liberada de todo tipo de rémoras.[25] Es interesante, y probablemente original, la insistencia en el aspecto «visivo» de la experiencia de Dios, reflejo de la religiosidad mística de Francisco, y que se revela, por ejemplo, en la Admonición primera, sobre «El Cuerpo de Cristo», en la que, en un total de 22 versículos, he contado 18 conceptos relativos a ver a Dios, a Cristo o a las especies eucarísticas. «Dios vivo y verdadero» es el objetivo al que miran el desprendimiento de los bienes terrenos, la adoración y la experiencia de Dios. Obviamente, con la expresión afirmativa «vivo y verdadero», no intenta Francisco oponerse a los ídolos de los paganos, como san Pablo cuando escribe a los Tesalonicenses, sino que quiere subrayar el aspecto objetivo, eminentemente real y vital de Dios. Dios posee la vida y la verdad con plenitud infinita, y las comunica a todo el que se abre a su irradiación. El insistente uso de estos dos adjetivos, referidos a Dios, pone de manifiesto cuán vivo y verdadero era Dios para Francisco: no una abstracción carente de relación con su realidad personal, ni una idea exánime y evanescente, sino el ideal por excelencia en torno al cual gravitaba toda su vida y el modelo absoluto de su aspiración religiosa y existencial. Creo que, de entre las numerosas fuentes del siglo XIII relativas a Francisco, ningún testimonio confirma de manera más convincente y apremiante el lugar central de Dios en la vida de Francisco como el siguiente pasaje de la Vida segunda de Tomás de Celano:
IV. LA OMNIPRESENCIA OPERANTE DE DIOS
La frase reviste un gran interés, incluso desde un punto de vista meramente sintáctico. Sin ningún género de dudas, el Poverello consideraba a Dios como rector supremo de su vida; y no en un sentido formalista o, valga la expresión, convencional, en un momento en el que la joven lengua italiana estaba totalmente impregnada del lenguaje de la Vulgata. El uso constante y marcado de Dios como sujeto gramatical, mientras que el hombre aparece como objeto de sus intervenciones de amor, traduce lingüísticamente lo que Francisco vivió como convencimiento de su fe. El Señor se inclinó sobre el «hermano Francisco» y, con su gracia, llevó a cabo su conversión, transformando místicamente sus reacciones sensibles humanas: cuando curaba Francisco, con un sacrificio heroico, las llagas malolientes de los leprosos, Dios le hizo experimentar como fascinante lo que antes le parecía repelente. La superación radical de su propio egoísmo le abrió, al mismo tiempo, acceso a una relación totalmente nueva con Dios. El Pobrecillo continúa su sencillo relato, ateniéndose a esta misma línea de Dios como guía absoluto de su vida: «Después de esto, el Señor me dio, y me sigue dando, una fe tan grande en los sacerdotes...» (Test 6). «Y después que el Señor me dio hermanos, nadie me mostraba qué debía hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio» (Test 14). «El Señor me reveló que dijésemos este saludo: El Señor te dé la paz» (Test 23). «... así como me dio el Señor decir y escribir sencilla y puramente la Regla y estas palabras, del mismo modo las entendáis sencillamente y sin glosa, y las guardéis con obras santas hasta el fin» (Test 38). Para comprender y saborear plenamente estas frases, harían falta algunas aclaraciones históricas. Los límites del espacio disponible no me permiten superar la buena intención... Con todo, los elementos de un único escrito hasta aquí recogidos bastan para poner de manifiesto cuán viva era la fe de Francisco en la omnipresencia operante de Dios. Tal vez ningún elemento califica tanto el espíritu del Poverello como su inconmovible fe en la Providencia divina. Dios es su luz, su fuerza, su ayuda y su refugio, tal como canta el salmista en su Oficio de la Pasión (OfP 11,7-9). Así, cuando enviaba a sus hermanos a anunciar la penitencia o la paz, o a llevar a término cualquier otra forma de obediencia, solía recitarles el versículo 23 del Salmo 54 en la versión del «Salterio Romano»: «Encomienda a Dios tus afanes, que Él te sustentará». Todo el bien que realizan él mismo y sus hijos, es don exclusivo de Aquel que es la Bondad en persona. Dios no solo penetra el ser de Francisco, sino que impregna también su actuar. En la vida de Francisco, Dios es una actualidad íntima y perenne, una continua presencia de apoyo y de salvación. Difícilmente podría sospecharse que un hombre con una cultura teológica limitada fundamentara esta visión estrictamente teocéntrica en el concepto de creación continua de Dios. De hecho, en el texto ya citado de la Regla no bulada, da gracias al «omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios, Padre santo, justo, Señor rey de cielo y tierra» (1 R 23,1), porque «nos dio y nos da a todos todo el cuerpo, toda el alma y toda la vida» (1 R 23, 8). Además, no hay que maravillarse de que el Poverello tienda a ver en todo la intervención de Dios en el plano de la gracia. Así amplía la gratuidad divina a todos los sectores de la vida humana. El Señor da y mantiene en vida todas las virtudes (SalVir). La vocación a la Orden significa que «alguno por divina inspiración» venga a los hermanos (1 R 2,1). A esta vocación puede unirse el don especial de la vocación misionera: «Aquellos hermanos que quieren, por inspiración divina, ir entre sarracenos y otros infieles, pidan para ello la licencia a sus ministros provinciales» (2 R 12,1). Respecto al concepto de caridad fraterna de Francisco es significativa la exhortación: «Y guárdense todos los hermanos de calumniar y de contender de palabra (cf. 2 Tim 2,14); más bien, empéñense en callar, siempre que Dios les dé la gracia» (1 R 11,1). Ruega, además, «al hermano enfermo que por todo dé gracias al Creador; y que desee estar tal como el Señor le quiere, sano o enfermo» (1 R 10,3). Con relación al modo de trabajar, exhorta: «Aquellos hermanos a quienes ha dado el Señor la gracia del trabajo, trabajen fiel y devotamente» (2 R 5,1). El Fundador saca las últimas consecuencias de su visión de Dios, presente en todas partes y operante en todo: «Todo el que envidia a su hermano por el bien que el Señor dice o hace en él, incurre en un pecado de blasfemia, porque envidia al Altísimo mismo, que es quien dice y hace todo bien» (Adm 8,3). La misma límpida coherencia doctrinal y espiritual se capta en 1 R 17: «Y, si vemos y oímos decir o hacer mal o blasfemar contra Dios, nosotros bendigamos, hagamos bien y alabemos a Dios, que es bendito por los siglos (Rom 1,25)» (1 R 17,19). Aquí se revela una actitud típica del Santo: no se rebela nunca contra el pecador, nunca nombra directamente a los dos movimientos heréticos de los cátaros y valdenses, tan peligrosos para la Iglesia de su tiempo. Se esfuerza siempre en combatir el mal haciendo el bien (cf. Rom 12,21), y contrapone al odio el amor, a la blasfemia la alabanza divina, y a la desviación doctrinal, la plenitud de la fe católica.[28] * * * Espero que, de los indicios recogidos de las fuentes, haya aparecido con suficiente claridad la imagen de Dios-Emmanuel en san Francisco: una visión teocéntrica de las vicisitudes humanas; una fe vivísima en la inmanencia de Dios, impregnada de transcendencia y de gratuidad. Tras haber recorrido el itinerario del Pobrecillo en el progresivo descubrimiento de Dios a la luz de algunos atributos, haría falta, para agotar de alguna forma el presente tema, recorrer otro camino, a saber, la actitud del Santo frente a Dios Padre[29] y a Dios trino[30] y, por otra parte, su respuesta a esta visión de Dios en el plano de la oración y de la acción. Sería sin duda excesivo pretender desarrollar un tema tan amplio y variado en el espacio necesariamente limitado de un ensayo. Una tarea aparte, recientemente emprendida por P. B. Beguin, es la de comparar la visión eminentemente teocéntrica de Francisco, hecha de fe viva e intenso afecto, con las dificultades que inevitablemente experimenta el hombre moderno, inserto en un mundo fuertemente secularizado, en su encuentro orante con Dios.[31] Creo que las dos primeras y la última estrofa del Cántico de las criaturas resumen y concretizan la visión franciscana de Dios y pueden servir de conclusión del presente estudio:
* * * N O T A S: [1] Dicta Beati Aegidii Assisiensis, Quaracchi 1905, p. 54: «Homo fingit Deum, qualem vult; sed ipse semper est talis, qualis ipse est» (cf. Mal 3,6 y Heb 1,12). [2] B. Haering, Ateo, en St. de Fiores - T. Goffi, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Madrid, Ed. Paulinas, 1983, p. 111. [3] Sobre este aspecto, permítaseme remitir a los lectores a las indicaciones propuestas en mi artículo De S. Francisci Assisiensis stigmatum susceptione, en Collectanea Franciscana 33 (1963) 210-266, 392-422 (especialmente 397-407); 34 (1964) 5-62, 241-338. [4] Sobre este tema, hay que citar en especial la colección de estudios monográficos: E. Covi (editor), L'esperienza di Dio in Francesco d'Assisi (Instituto Franciscano de Espiritualidad. Roma. Colección «Dimensioni Spirituali», 3), Roma 1982, o bien Laurentianum 23 (1982) 1-413.- La visión franciscana de Dios fue trazada por primera vez, en 1949, por K. Esser, en el artículo Das Gottesbild des hl. Franziskus, accesible en la actualidad, junto con otros estudios, en Id., Franziskus und die Seinen. Gesammelte Aufsätze, Werl en Westfalia 1963, 27-42; cf., además: H. Goosens, De Gods- en Christusvisie van Sint Franciscus, en Sint Franciscus 1 (1955) 7-42; W. Dettloff, Die Geistigkeit des hl. Franziskus in der Theologie der Franziskaner, en Wissenschaft und Weisheit 19 (1956) 197-211, especialmente 209s.; O. Schmucki, Die Stellung Christi im Beten des hl. Franziskus von Assisi, en Wiss. Weish. 25 (1962) 128-145, 188-212, especialmente 128-132; Id., Saggio sulla spiritualità di san Francesco, en L'Italia Francescana 42 (1967) 101-114, 336- 350, 409-419, especialmente 102-104 (bibliografía); I. Omaechevarría, Inspiración teológica en los escritos de san Francisco, en Selecciones de Franciscanismo n. 40 (1985) 49-82; el tema está expuesto con particular amplitud y profundidad en S. López, Dios mío y todas mis cosas. Transcendencia y exclusividad de Dios en San Francisco, en Verdad y Vida 28 (1970) 48-82; resumido, Transcendencia y exclusividad de Dios en san Francisco, en Sel Fran n. 3 (1972) 52-68; F. S. Toppi, ¡Francisco, enséñanos a orar!, en Sel Fran n. 19 (1978) 21-59; P. B. Beguin, Visión de Dios en San Francisco y la que tiene el hombre de hoy, en Verdad y Vida 35 (1977) 47-71; E. Jung-Claussen, Die Fülle erfahren. Tage der Stille mit Franz von Assisi, Friburgo- Basilea-Viena 1978; A. Rotzetter-E. Hug, Franz von Assisi. Die Demut Gottes. Meditationen, Lieder, Gebete, Zurich-Einsiedeln-Colonia 1980, 3.ª ed. Otros estudios sobre el tema pueden verse indicados en Bibliographia Franciscana XIV (1974-1980) nn. 926-948. [5] Cf. M.-H. Vicaire, Dominique (Saint), en Dict. Hist. Géog. Eccl. XIV, París 1960 p. 592: No se ha conservado más que una de las cartas de Domingo (a las monjas de Madrid...), que debieron ser bastante numerosas, y dos cartas testimoniales relativas a cátaros meridionales... El texto latino de las cartas, con una traducción al castellano de los tres documentos, puede verse en AA.VV., Santo Domingo de Guzmán, visto por sus contemporáneos..., Madrid 1947, 928ss. [6] D. E. Flood (Die Regula non bullata der Minderbrüder, Werl en Westfalia 1967, 134) sostiene, por el contrario, que el Pobrecillo habría añadido el capítulo 22 de la Regla no bulada en 1219, antes de dirigirse al Oriente Medio, como un testamento espiritual. El contenido de este capítulo parece corresponder más exactamente al momento en que, en 1220, dimitió del gobierno efectivo de la Orden, nombrando a Fr. Pedro Cattani vicario suyo; véase al respecto sobre todo Cl. Schmitt, I vicari dell'Ordine francescano da Pietro Cattani a frate Elia, en Francesco d'Assisi e francescanesimo dal 1216 al 1226. Atti del IV Convegno Internazionale. Assisi 15-17 ottobre 1976, Asís 1977, pp. 235-263, especialmente 244-251. [7] Cf. D. E. Flood, Die Regula non bullata der Minderbrüder, pp. 128 y siguientes. Sobre la predicación franciscana de los primeros tiempos, véase en especial C. Delcorno, Origini della predicazione francescana, en Francesco d'Assisi e francescanesimo, 125-160 (bibliog.); V. Dornetti, Sulla predicazione popolare francescana: la parodia di Zaffarino da Firenze, en Cristianesimo nella Storia (Bolonia) 3 (1982) 83-102; A. Rotzetter, Gott in der Verkündigung des Fanz von Assisi, in Laurentianum 23 (1982) 40-76. [8] Véanse entre las referencias citadas más arriba en la nota 4: O. Schmucki, Die Stellung Christi im Beten, p. 130; C. M. Teixeira, Dios en la experiencia personal de S. Francisco, en Sel Fran n. 35 (1983) 209-239; L. Iriarte, Dios el Bien, fuente de todo bien, según S. Francisco, en Sel Fran n. 34 (1983) 41-62. [9] Cf. O. Schmucki, La oración litúrgica según el ejemplo y la enseñanza de san Francisco, en Sel Fran n. 24 (1979) 485-496; Id., El «Oficio de la Pasión», modelo para celebrar la Liturgia de las Horas, Ibid., 497-506; véase, además, D. Gagnan, Office de la Passion, prière quotidienne de saint François d'Assise, en Antonianum 55 (1980) 3-86, especialmente 73-83. [10] Cf. O. Schmucki, La oración litúrgica según el ejemplo y la enseñanza de san Francisco, en Sel Fran n. 24 (1979) 485-496. [11] No faltan, con todo, rasgos de la teología negativa en los Opúsculos; véase, por ejemplo, 1 R 23,11: «... que (Dios) sin principio y sin fin, es inmutable, invisible, inenarrable, inefable, incomprensible, inescrutable...». [12] Cf. O. Schmucki, Die Stellung Christi im Beten, p. 131, con la bibliografía indicada en la nota 4. Respecto a los atributos relativos a la transcendencia de Dios, véase en particular S. López, Dios mío y todas mis cosas, pp. 49-62, en quien me he inspirado en algunas fórmulas, sin indicarlo cada vez. [13] 1 Cel 23; LM 15,5; cf. O. Schmucki, «Soy ignorante e idiota». El grado de formación escolar de S. Francisco de Asís, en Sel Fran n. 31 (1982) 89-106. Véase también, aunque con una perspectiva algo diferente, el estudio de G. Lauriola, Intorno alla cultura di Francesco d'Assisi, en Studi Francescani 78 (1981) 307-327. [14] Véase, además de los estudios indicados en la nota 9, L. Gallant, «Dominus regnavit a ligno». L'«Officium Passionis» de saint François d'Assise, édition critique et étude (Tesis mecanografiada, por desgracia todavía no publicada), París, Instituto Católico, 1978; Id., L'«Officium Passionis» de saint François d'Assise. Discussion concernant quelques variantes, en Archivum Franciscnum Historicum 74 (1981) 502-508. [15] Permítaseme remitir a mi estudio Líneas fundamentales de la «Forma vitae» en la experiencia de S. Francisco, en Sel Fran n. 29 (1981) 195-231, especialmente pp. 200-202. Es significativo que el Pobrecillo, antes de enviar a sus hermanos por el mundo a predicar la penitencia y la paz, bendijera a cada uno recitando el salmo 54,23 del salterio romano: «Encomienda a Dios tus afanes, que Él te sustentará» (1 Cel 29). Además, san Buenaventura, refiriendo la decisión que tomó Francisco en Damieta de visitar al Sultán de los Sarracenos, anota: «Después de haber hecho oración, y confortado por el Señor, cantaba confiadamente con el profeta: Aunque camine en medio de las sombras de la muerte, no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo (Sal 22,4)» (LM 9,7). [16] Véase Th. Matura, «Mi pater sancte». Dios como Padre en los escritos de Francisco, en Sel Fran n. 39 (1984) 371-405. [17] Además de los apuntes de la nota 15, hay que tener en cuenta el lugar preeminente del salmo 38,13 y de 1 Pe 2,11 en la concepción de la vida pobre e itinerante de los primeros tiempos; véase, por ejemplo, Test 24: «Guárdense los hermanos de recibir en absoluto iglesias, moradas pobrecillas, ni nada de lo que se construye para ellos, si no son como conviene a la santa pobreza que prometimos en la Regla, hospedándose siempre allí como forasteros y peregrinos». Cf. C. Ch. Billot, La «marcha» según los Escritos de S. Francisco, en Sel Fran n. 12 (1975) 281-296. [18] Cf. S. López, Dios mío y todas mis cosas, p. 56: «Desde entonces, Dios comenzó a ser verdaderamente Dios en su vida, en su existencia diaria y concreta, en sus opciones. Dios, el Primero. El Absoluto». [19] Sobre esta costumbre, bastante difundida en aquella época, véanse mis estudios: Das Leiden Christi im Leben des hl. Franziskus von Assisi. Eine quellenvergleichende Untersuchung im Lichte der zeitgenössischen Passionsfrömmigkeit, en Collectanea Franciscana 30 (1960) 5-30, 129-145, 241-263, 353-397, en especial 360s.; Id., De S. Francisci stigmata susceptione, en Coll. Franc. 34 (1964) 27-30. [20] Cf. O. Schmucki, Die Stellung Christi im Beten, pp. 131s.; S. López, Dios mío y todas mis cosas, p. 63: «Pero tampoco aquí, creemos, su visión de la Bondad de Dios es filosófica, metafísica. El santo se coloca en el ángulo de la visión de lo que hoy se llama Historia de la Salvación». L. Iriarte, Dios el Bien, p. 46: «Es claro por los textos citados, que toda esta agathonomia, como diría el Pseudo-Dionisio, no reconoce otro origen, en Francisco, que la contemplación amorosa de la palabra de Jesús: Dios es el solo bueno (Lc 18,19)». [21] Cf. F. S. Toppi, ¡Francisco, enséñanos a orar!, en Selecciones de Franciscanismo n. 19 (1978) p. 28: «Aun dando por descontada la aportación del temperamento de Francisco, no sería justo reducir este género de oración a sentimentalismo, a exuberancia de carácter afectivo, capacidad creativa de objetivar los impulsos interiores. En nuestro caso se trata de una actitud existencial múltiple de la criatura ante el Creador, del cristiano ante Cristo». [22] Cf. A. Blasucci, «In caritate quae Deus est». Dio-amore negli scritti di S. Francesco d'Assisi, en Laurentianum 23 (1982) 404-413. [23] Las opiniones de los autores divergen respecto al origen de las Admoniciones. Cf. K. Esser, Die Opuscula des hl. Franziskus von Assisi. Neue textkritische Edition, Grottaferrata (Roma) 1976, 65-121, especialmente 120; Th. Desbonnets, en François d'Assise, Écrits. Texte latin de l'édition K. Esser, Introducción, traducción, notas e índices por Th. Desbonnets - J.-F. Godet - Th. Matura - D. Vorreux, París 1981, pp. 23s.; M. Conti, Il genere letterario delle Ammonizioni di san Francesco, en Antonianum 54 (1979) 15. [24] Es decir, entre las Admoniciones 13-26, que comienzan con Beati o Beatus ille servus/homo/religiosus, siguiendo los macarismos evangélicos (Mt 5,3-12 y Lc 6,20-23). [25] Vease el comentario a esta Admonición, de K. Esser, en Selecciones de Franciscanismo n. 29 (1981) 285-292; L. Hardick, Die Ermahnungen des hl. Franziskus von Assisi, Werl en Westfalia 1981, 130-136. [26] Véase O. Schmucki, Die Stellung Christi..., 195s., donde subrayo la correspondencia de esta descripción biográfica con las oraciones de los Escritos de Francisco. [27] Cf. K. Esser, Die Opuscula, 431-447, especialmente 445s. Respecto a cuanto sigue, véanse en particular: K. Esser, El Testamento de san Francisco de Asís, Oñate (Guipúzcoa), Ed. Aránzazu, 1981; L. Izzo, Dio nell'esperienza personale di Francesco d'Assisi secondo il suo «Testamento», en Laurentianum 23 (1982) 233-262. [28] Cf. K. Esser, Ministerio pastoral y apostolado en el espíritu de san Francisco, en Id., Temas Espirituales, Oñate (Guipúzcoa), Ed. Aránzazu, 1980, pp. 189-208; Id., Francisco de Asís y los Cátaros de su tiempo, en Sel Fran n. 13-14 (1976) 145-172. [29] Véase Th. Matura, «Mi pater sancte». Dios como Padre en los escritos de Francisco, en Sel Fran n. 39 (1984) 371-405. [30] Cf. O. Schmucki, Die Stellung Christi..., pp. 132-134, donde indico bibliografía al respecto. Véase, además, M. Hubaut, El misterio de la Trinidad viviente en la vida y oración de san Francisco, en Sel Fran n. 29 (1981) 264-270. [31] P. B. Beguin, Visión de Dios en San Francisco y la que tiene el hombre de hoy, en Verdad y Vida 35 (1977) 47-71. [En Selecciones de Franciscanismo, vol. XIV, núm. 41 (1985) 217-231]. |
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