DIRECTORIO FRANCISCANO
La oración franciscana

ESPÍRITU Y VIDA DE ORACIÓN
DE NUESTRO PADRE SAN FRANCISCO

por Francisco Javier Toppi, OFMCap

El presente artículo reproduce casi íntegramente una Relación presentada por su Autor en el Consejo Plenario de los Capuchinos celebrado en Taizé en 1973. El P. Toppi ofrece una panorámica de conjunto sobre la oración de San Francisco. Para facilitar su lectura, hemos dado a la Relación un carácter más expositivo y la hemos aligerado en sus notas y en algunos pequeños detalles, permaneciendo fieles a su contenido.

[De spiritu orationis et praxi orationis Sancti Patris Nostri Francisci, en Analecta OFMCap, 89 (1973) 39-55]

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P R Ó L O G O

Antes de tratar sobre el espíritu y la vida de oración de San Francisco, es conveniente recordar la doctrina teológica afirmada en nuestras Constituciones (CC. GG. de los Capuchinos, 32) acerca del origen de la oración a partir de una moción del Espíritu Santo, en virtud de la cual el hombre interior escucha la voz de Dios, que habla en su corazón. En efecto, las maravillas que se cuentan de la oración de Francisco son fruto de los dones del Espíritu Santo, que le convirtieron en un hombre nuevo en Cristo y le confirieron la gracia singular de la oración mística, como principio transformante y eficiente de su nuevo ser.

De hecho, según las fuentes biográficas primitivas, la gracia que determina la santidad de Francisco se basa en su experiencia inefable de la divina dulzura, es decir, en el don de la sabiduría que generosa y sobreabundantemente le comunicó el Paráclito desde el comienzo mismo de su conversión (cf 1 Cel 4-7; 2 Cel 7; TC 7-8).

Consiguientemente, las virtudes que florecieron en él y, sobre todo, su ardentísimo espíritu de oración se explican psicológica y teológicamente por la comunicación del don de la sabiduría con la que le colmó el Espíritu Santo, sumergiendo su alma en el gozo del amor divino. A quien comprenda y experimente esta gracia preliminar, le parecerá consecuente y lógico cuanto Francisco enseña y hace en su intercomunicación con Dios, en su oración.

1. EL ESPÍRITU DE ORACIÓN DE FRANCISCO

a) El testimonio de sus escritos

En el Nuevo Testamento aparece el espíritu de oración, la oración continua, como ley común de los cristianos y condición existencial de los creyentes (cfr. Lc 18,1; 21,36; Hch 1,14; 12,50; Rm 12,12, etc.).

Francisco expone en sus escritos esta misma ley y condición existencial común y la recomienda casi siempre también con palabras llenas de sabiduría divina. Así, por ejemplo, en la Regla no bulada dice:

«Todos los hermanos aplíquense a sudar en las buenas obras, porque está escrito: Haz siempre algo bueno, para que el diablo te encuentre ocupado. Y de nuevo: La ociosidad es enemiga del alma. Por eso, los siervos de Dios deben perseverar siempre en la oración o en alguna obra buena» (1 R 7,10-12).

La razón de esta dedicación continua a la oración y a las buenas obras brota de la necesidad de atender a la propia salvación mediante la huida de la ociosidad. San Francisco encuentra esta enseñanza en la doctrina tradicional de los Padres y afirma con ellos que la ociosidad es causa de ruina espiritual.

En capítulo 22 de la misma Regla Francisco nos descubre, con una serie de citas bíblicas, su propia vida teologal cuando propone:

«Hermanos todos, guardémonos mucho de perder o apartar del Señor nuestra mente y corazón so pretexto de alguna merced u obra o ayuda... y hagámosle siempre allí habitación y morada (cf. Jn 14,23) a aquel que es Señor Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo, que dice: Vigilad, pues, orando en todo tiempo, para que seáis considerados dignos de huir de todos los males que han de venir, y de estar en pie ante el Hijo del Hombre (Lc 21,36). Y cuando estéis de pie para orar decid: Padre nuestro, que estás en el cielo (Mt 6,9). Y adorémosle con puro corazón, porque es preciso orar siempre y no desfallecer (Lc 18,1); pues el Padre busca tales adoradores. Dios es espíritu, y los que lo adoran es preciso que lo adoren en espíritu y verdad (cf. Jn 4,23-24)» (1 R 22,25.27-31).

Y en el capítulo 23 también de la Regla no bulada introduce una oración ardiente, que es como una descripción de la vida franciscana en forma de alabanza:

«Por consiguiente, nada deseemos, nada queramos, nada nos plazca y deleite, sino nuestro Creador y Redentor y Salvador, el solo verdadero Dios, que es pleno bien, todo bien, total bien, verdadero y sumo bien, que es el solo bueno, piadoso, manso, suave y dulce, que es el solo santo, justo, verdadero, santo y recto... Por consiguiente, que nada impida, que nada separe, que nada se interponga. En todas partes, en todo lugar, a toda hora y en todo tiempo, diariamente y de continuo, todos nosotros creamos verdadera y humildemente, y tengamos en el corazón y amemos, honremos, adoremos, sirvamos, alabemos y bendigamos, glorifiquemos y ensalcemos sobremanera, magnifiquemos y demos gracias al altísimo y sumo Dios eterno, Trinidad y Unidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas y salvador de todos los que creen y esperan en él y lo aman...» (1 R 23,9-11).

En la Carta a todos los Fieles existe también un pasaje donde podemos encontrar expuesta esta misma doctrina con expresiones casi idénticas.

Estas citas nos revelan la irradiación del don de la sabiduría, gracias al cual Francisco experimentó íntimamente a Dios, como gozo inefable del corazón, que le absorbía por completo en la comunión de la vida trinitaria.

Por eso no tiene nada de extraño el hecho de que Francisco haga consistir la bienaventuranza de los limpios de corazón (Mt 5,8) en buscar continuamente, en adorar y contemplar al Señor Dios vivo y verdadero (Adm 16). Como tampoco es extraño que declare el «desear sobre todas las cosas tener el Espíritu del Señor y su santa operación, orar siempre a él con puro corazón...» (2 R 10,8-9) como la sabiduría suprema, y establezca la primacía absoluta del espíritu de la santa oración y devoción, «al cual todas las demás cosas temporales deben servir» (2 R 5,2), como norma fundamental.

Fundamentados en estos testimonios de los escritos mismos de San Francisco, en los cuales se transparenta claramente su modo de pensar, recordemos ahora brevemente lo que nos transmiten sus primeras fuentes biográficas a propósito de nuestro tema.

b) Testimonios biográficos

Referimos únicamente algunos testimonios de tipo general. Así, en la Vida I de Celano, encontramos la siguiente descripción:

«Su puerto segurísimo era la oración; pero no una oración fugaz, ni vacía, ni presuntuosa, sino una oración prolongada, colmada de devoción y tranquilidad en la humildad. Podía comenzarla al anochecer y con dificultad la habría terminado a la mañana; fuese de camino o estuviese quieto, comiendo o bebiendo, siempre estaba entregado a la oración» (1 Cel 71).

Y en la Vida II de Tomás de Celano se dice:

«El varón de Dios Francisco, ausente del Señor en el cuerpo, se esforzaba por estar presente en el espíritu en el cielo; y al que se había hecho ya conciudadano de los ángeles, le separaba sólo el muro de la carne. Con toda el alma anhelaba con ansia a su Cristo; a éste se consagraba todo él, no sólo en el corazón, sino en el cuerpo. Como testigos presenciales y en cuanto es posible comunicar esto a los humanos, relatamos las maravillas de su oración, para que las imiten los que han de venir. Convertía todo su tiempo en ocio santo, para que la sabiduría le fuera penetrando en el alma, pareciéndole retroceder si no veía que adelantaba a cada paso. Si sobrevenían visitas de seglares u otros quehaceres, corría de nuevo al recogimiento, interrumpiéndolos sin esperar a que terminasen. El mundo ya no tenía goces para él, sustentado con las dulzuras del cielo; y los placeres de Dios lo habían hecho demasiado delicado para gozar con los groseros placeres de los hombres» (2 Cel 94).

Adviértase en una y otra cita la carga escatológica de la oración -tan sólo el muro de la carne separa la tierra del cielo-, el deseo de Dios, que arrebata en Cristo el corazón y el cuerpo todo de Francisco y, por último, el santo ocio, la contemplación mediante la cual se graba la divina sabiduría, como en una tabla, en el corazón del hombre (cf. LM 10,1).

Es imposible sondear el secreto inefable de la oración personal de Francisco; con todo, no puede pasarse por alto el siguiente testimonio de Celano, que es como un esfuerzo supremo de revelar y penetrar en el santuario de este intercambio divino entre Francisco y Dios:

«Cuando oraba en selvas y soledades, llenaba de gemidos los bosques, bañaba el suelo en lágrimas, se golpeaba el pecho con la mano, y allí -como quien ha encontrado un santuario más recóndito- hablaba muchas veces con su Señor. Allí respondía al Juez, oraba al Padre, conversaba con el Amigo, se deleitaba con el Esposo. Y, en efecto, para convertir en formas múltiples de holocausto las intimidades todas más ricas de su corazón, reducía a suma simplicidad lo que a los ojos se presentaba múltiple. Rumiaba muchas veces en su interior sin mover los labios, e, interiorizando todo lo externo, elevaba su espíritu a los cielos. Así, hecho todo él no ya sólo orante, sino oración (totus non tam orans quam totus oratio factus), enderezaba todo en él -mirada interior y afectos- hacia lo único que buscaba en el Señor» (2 Cel 95).

Con esta expresión lapidaria, que describe a Francisco transfigurado por completo y convertido en una oración viviente y personificada, el espíritu de oración se presenta a los hermanos menores como un problema resuelto y diáfano como la luz: no sólo hay que orar, hay que orar siempre, sin interrupción, pues la oración constituye el principio supremo de nuestra vida.

Veamos ahora las enseñanzas de Francisco sobre la práctica de la oración, su itinerario y sus formas, y la unidad que debe darse entre la vida de oración y la vida apostólica.

2. ITINERARIO DE SAN FRANCISCO HACIA DIOS

Enriquecido con los dones del Espíritu, Francisco experimentó sensiblemente la suma Bondad y Trascendencia divina y supo plasmarlas en una vida de oración imbuida de ardor seráfico, sentido de adoración, de alabanza y de acción de gracias.

Los dones, sobre todo el de sabiduría y el de piedad, prendieron en Francisco el fuego del amor, por lo cual se le conoce y designa con el apelativo de Seráfico (cf. LM 9,1).

Son muy significativas, a este propósito, dos oraciones típicas de san Francisco: las Alabanzas del Dios Altísimo y la Exhortación a la alabanza de Dios, al igual que el Cántico del hermano Sol. Francisco quería que los hermanos, cuando fueran por el mundo, lo cantaran como medio de apostolado. Como juglares del Señor, debían alabar a Dios e invitar a los hombres a que le alabaran (cf. LP 83; EP 101).

Según Francisco, la trascendencia divina y, por tanto, la santidad perfecta y la majestad altísima de Dios mueven al hombre a la compunción del corazón, a la humildad, al anonadamiento de sí mismo ante Dios, y conducen de raíz a la pobreza evangélica de espíritu.

Francisco indica también otro aspecto, existencialmente necesario, del itinerario hacia Dios: la compunción del corazón. Escribe Celano en la Vida I:

«En cierta ocasión, admirando la misericordia del Señor en tantos beneficios como le había concedido y deseando que Dios le mostrase cómo habían de proceder en su vida él y los suyos, se retiró a un lugar de oración, según lo hacía muchísimas veces. Como permaneciese allí largo tiempo con temor y temblor ante el Señor de toda la tierra, reflexionando con amargura de alma sobre los años malgastados y repitiendo muchas veces aquellas palabras: ¡Oh Dios, sé propicio a mí, pecador!, comenzó a derramarse poco a poco en lo íntimo de su corazón una indecible alegría e inmensa dulcedumbre» (1 Cel 26).

Y en el Prólogo de la Leyenda Mayor, san Buenaventura señalará la compunción del corazón como misión específica de san Francisco. Este decía, en efecto, que «cuantos se afanan por la vida de perfección deben todos los días purificarse en el baño de las lágrimas» (LM 5,8), y escribía: «... a todos los que Dios predestinó a la vida eterna (cf. Hch 13,48), los instruye con el aguijón de los azotes y enfermedades y con el espíritu de compunción» (1 R 10,3).

Aquí podemos vislumbrar, con todas sus consecuencias, el misterio de la cruz, que es conocido generalmente como el carisma peculiar del Pobrecillo. Y se entrevé, al mismo tiempo, otro signo de fe, la compunción de los pecados.

3. CRISTO EN LA VIDA Y ORACIÓN DE FRANCISCO

En el itinerario de Francisco hacia Dios hay que pasar, en primer lugar, por Cristo, único camino para llegar al Padre (Jn 14,6). Francisco estaba bien convencido de ello y consideraba a Cristo principalmente bajo este aspecto, sobre todo en su oración. Así, y según la costumbre litúrgica vigente hasta entonces, dirigió sus oraciones, las más de las veces, a Dios Padre o a Dios Uno y Trino, y prefirió considerar a Jesucristo como Mediador y Sacerdote que ora en el Cuerpo Místico. Esto puede verse claramente en el Oficio de la Pasión. Su Cristocentrismo, tanto en su oración como en su vida ascética, se enmarca dentro del Teocentrismo Trinitario. Así podemos constatarlo en la siguiente oración suya, que es como un compendio y un itinerario ideal de los hermanos menores:

«Omnipotente, eterno, justo y misericordioso Dios, danos a nosotros, miserables, hacer por ti mismo lo que sabemos que tú quieres, y siempre querer lo que te place, para que, interiormente purificados, interiormente iluminados y abrasados por el fuego del Espíritu Santo, podamos seguir las huellas de tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo, y por sola tu gracia llegar a ti, Altísimo, que, en Trinidad perfecta y en simple Unidad, vives y reinas y eres glorificado, Dios omnipotente, por todos los siglos de los siglos. Amén» (CtaO 50-52).

¡Seguir las huellas de Jesucristo como camino hacia el Padre!, he aquí el efecto de la oración, la obra cumbre del Padre y del Espíritu Santo, donde deben confluir la purificación del corazón, la iluminación de la mente y el incendio del amor infuso.

La imitación de Cristo y la observancia del Evangelio, que Francisco eligió y quiso por encima de todo, alcanzan aquí su debido lugar.

Esta elección, hecha por un carisma singular y que arrastraba frecuentemente a Francisco hasta la embriaguez de espíritu (cf. 1 Cel 115), le impulsó a veces a dirigirse directamente a Cristo en la oración, para penetrar más íntimamente los misterios de la Encarnación, Pasión y Eucaristía y predicarlos luego con ardor apostólico.

En atención a la brevedad, omitiremos lo referente a la Natividad y Pasión del Señor, temas bien conocidos, y aludiremos a lo que Francisco escribió y enseñó con su contemplación y su vida sobre el culto eucarístico, que empezaba a desarrollarse entonces, gracias al influjo del Concilio IV de Letrán. Él trató esta materia en las Cartas dirigidas a todos los Fieles, al toda la Orden, a los Rectores de los pueblos, a todos los Custodios, a los Clérigos (esta última lleva el título «Sobre la reverencia al Cuerpo del Señor y la limpieza del altar»).

4. LA VIRGEN MARÍA
EN LA VIDA Y ORACIÓN DE FRANCISCO

En su caminar hacia Cristo y en su Teocentrismo Trinitario, san Francisco encuentra a la Virgen María quien, según expresión del Vaticano II, «por su íntima participación en la historia de la salvación reúne en sí y refleja en cierto modo las supremas verdades de la fe, cuando es anunciada y venerada, atrae a los creyentes a su Hijo, a su sacrificio y al amor del Padre» (Lumen gentium, 65).

Conservamos dos oraciones marianas de san Francisco y ambas brillan por su solidez teológica y su altísima contemplación, pues tratan de la Virgen María insertándola en el misterio de la vida trinitaria, en el misterio de Cristo y de la Iglesia.

Así, en su Saludo a la Virgen María, Francisco contempla dinámicamente el misterio de María en relación con las tres personas divinas: María, elegida por el Padre como por su primer principio y consagrada por el Hijo y el Espíritu Santo. De esta altísima realidad centro-trinitaria brota, como en la historia de la salvación, la Encarnación del Verbo, cuyo receptáculo humano e instrumento creado fue la Virgen María, enriquecida por Dios con dones convenientes, que ella misma recibió y desarrolló activamente.

En la antífona mariana del Oficio de la Pasión, Francisco añade la función mediadora de María cerca de su Hijo.

También los biógrafos nos presentan testimonios explícitos de su devoción mariana. Por ejemplo, en la Vida II de Celano se nos refiere:

«Rodeaba de amor indecible a la Madre de Jesús, por haber hecho hermano nuestro al Señor de la majestad. Le tributaba peculiares alabanzas, le multiplicaba oraciones, le ofrecía afectos, tantos y tales como no puede expresar lengua humana. Pero lo que más alegra es que la constituyó abogada de la Orden y puso bajo sus alas, para que los nutriese y protegiese hasta el fin, a los hijos que estaba a punto de abandonar» (2 Cel 198).

Y bien conocida de todos es igualmente su devoción a la capilla de la Porciúncula, dedicada a Santa María de los Angeles, donde, por los méritos e intercesión de la Virgen, concibió y dio a luz al mundo el espíritu de la verdad evangélica (LM 3,1). Allí contempló y declaró seguir a la que fue compañera inseparable de la pobreza de Cristo, a la Virgen María.

5. LA VIDA LITÚRGICA

«La Liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana su fuerza» (Sacrosanctum Concilium, 10). Veamos, pues, brevemente las enseñanzas e insinuaciones de san Francisco en torno a la renovación de la vida litúrgica.

a) La Liturgia Eucarística

Celano escribe en su Vida II de san Francisco:

«Ardía en fervor, que le penetraba hasta la médula, para con el sacramento del cuerpo del Señor, admirando locamente su cara condescendencia y su condescendiente caridad. Juzgaba notable desprecio no oír cada día, a lo menos, una misa, pudiendo oírla. Comulgaba con frecuencia y con devoción tal, como para infundirla también en los demás. Como tenía en gran reverencia lo que es digno de toda reverencia, ofrecía el sacrificio de todos los miembros, y al recibir al Cordero inmolado inmolaba también el alma en el fuego que le ardía de continuo en el altar del corazón. Por esto amaba a Francia, por ser devota del cuerpo del Señor; y deseaba morir allí, por la reverencia en que tenían el sagrado misterio» (2 Col 201).

Y en la Carta a toda la Orden dice el mismo san Francisco:

«Amonesto por eso y exhorto en el Señor que, en los lugares en que moran los hermanos, se celebre solamente una misa por día, según la forma de la santa Iglesia. Y si en un lugar hubiera muchos sacerdotes, que el uno se contente, por amor de la caridad, con oír la celebración del otro sacerdote; porque el Señor Jesucristo colma a los presentes y a los ausentes que son dignos de él. El cual, aunque se vea que está en muchos lugares, permanece, sin embargo, indivisible y no conoce detrimento alguno, sino que, siendo uno en todas partes, obra como le place con el Señor Dios Padre y el Espíritu Santo Paráclito por los siglos de los siglos. Amén» (CtaO 30-33).

Conviene enmarcar en su contexto histórico cuanto aquí se prescribe. En aquel tiempo se daban frecuentes abusos de sacerdotes que celebraban muchas misas al día por razón del estipendio, y había peligro de que se introdujera este abuso en los lugares donde moraban los frailes, pues ya estaban formadas las fraternidades locales y había muchos sacerdotes.

Francisco trata seriamente de excluir dicho peligro. Su argumentación es hermosa y profunda: los frutos del Sacrificio Eucarístico no se perciben por el mero hecho de multiplicar celebraciones, sino conforme a la medida de la caridad fraterna, de la humildad y de la unión con el único Sacerdote, Jesucristo. Francisco no pone en tela de juicio la celebración diaria de la misa, que considera es la práctica existente en los lugares donde moraban frailes, sino que recomienda lo que más apreciaba él, la necesidad de celebrar la Eucaristía como signo genuino de caridad y de unión de los hermanos en Cristo.

Dentro de la Liturgia Eucarística se inserta la Liturgia de la Palabra, celebrada actualmente por la Iglesia con el honor debido y profesando a dicha Palabra el mismo culto que al Cuerpo del Señor (cf. Dei Verbum, 2).

Así es como pensaba también Francisco, y puso en práctica y predicó con celo esta doctrina. En efecto, siempre que trata de la reverencia al Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, escribe con idéntico fervor y casi con las mismas expresiones acerca del respeto «hacia los santísimos nombres del Señor y sus palabras escritas».

El hecho significativo, relatado por sus biógrafos, de que cuando no podía participar en la misa procuraba que se le leyera el texto evangélico del día (cf. LP 87; EP 117), nos revela en qué grado equiparaba la Palabra con el Sacramento, ya que se sentía tan unido a Cristo cuando oía su Palabra que cuando participaba en el Sacrificio Eucarístico. De ello podemos deducir el sentido pleno con que celebraba la Liturgia y cómo extraía alimento para su vida de oración de las fuentes bíblicas y litúrgicas.

b) El Oficio divino

El Oficio divino, llamado con más propiedad «Liturgia de las Horas», es otra expresión importante de la vida litúrgica. San Francisco, que concedía un lugar preferente a la adoración, a la alabanza y a la acción de gracias en su oración, pudo penetrar muy a fondo en la razón teológica de esta Liturgia de las Horas (cf. Sacrosanctum Concilium, 83-84). En su vida y en sus escritos se encuentran algunos textos referentes al Oficio divino. Veamos los que son de mayor interés para nosotros.

En el capítulo 3 de la Regla bulada manda que se rece el Oficio divino según la forma de la Santa Iglesia Romana (cf. también 1 R 3). Su declaración es firme y severa a este propósito en el Testamento, al igual que en la Carta a toda la Orden, donde dice:

«Por tanto, a causa de todas estas cosas, ruego como puedo a fray H., mi señor ministro general, que haga que la Regla sea observada inviolablemente por todos; y que los clérigos recen el oficio con devoción en la presencia de Dios, no atendiendo a la melodía de la voz, sino a la consonancia de la mente, de forma que la voz concuerde con la mente, y la mente concuerde con Dios, para que puedan aplacar a Dios por la pureza del corazón y no recrear los oídos del pueblo con la sensualidad de la voz. Pues yo prometo guardar firmemente estas cosas, así como Dios me dé la gracia para ello; y transmitiré estas cosas a los hermanos que están conmigo para que sean observadas en el oficio y en las demás constituciones regulares. Y a cualesquiera de los hermanos que no quieran observar estas cosas, no los tengo por católicos ni por hermanos míos; tampoco quiero verlos ni hablarles, hasta que hagan penitencia» (CtaO 40-44).

No puede menos de causar extrañeza y estupor el observar cómo san Francisco, tan manso por otra parte, considere y castigue con la mayor severidad la inobservancia de la Regla, la negligencia y arbitrariedad en la celebración del Oficio divino y la misma apostasía de la fe católica. Ciertamente se trataba de un asunto trascendental para él, bien por el valor intrínseco del Oficio divino (cf. 2 Cel 96, donde compara el rezo del Oficio divino con recibir la Eucaristía), ya sea por su propósito de ajustarse estrictamente también en esto a la Iglesia Romana.

Francisco posee también el espíritu de creatividad y de espontaneidad para componer paraliturgias. Así lo constatamos en su Oficio de la Pasión, que abarca todo el misterio de Cristo.

Sería útil analizar aquí este Oficio. Baste recordar que Francisco revela poseer un profundo conocimiento de los salmos, una íntima penetración de los tiempos litúrgicos, expresada por salmos seleccionados y entremezclados, una intuición mística de la presencia y de la voz de Cristo dirigiéndose al Padre en los salmos, una fidelidad perfecta al espíritu litúrgico y eclesial. Es sumamente edificante su testimonio de una íntima fusión de la vida litúrgica con la piedad personal, que se reclaman y enriquecen mutuamente.

Significativa al respecto es también la Regla para los eremitorios, testimonio histórico de la fusión armónica entre la vida fraterna ideal y la vida eremítica, a la vez que síntesis admirable de vida contemplativa y de vida litúrgica, donde el horario cotidiano es señalado y santificado con una auténtica «Liturgia de las Horas».

6. LA ORACIÓN PERSONAL

Este es el punto álgido y determinante de la renovación o decadencia de la vida religiosa (cf. Evangelica testificatio, 42). Como muchas de las cosas antes indicadas sobre el espíritu de oración de Francisco se referían a su oración personal, nos abstendremos de repetirlas y trataremos solamente algunos puntos relacionados con la gracia y el método de oración de nuestro Padre.

Veamos cómo enseñaba a orar a sus hermanos, a quienes enviaba por el mundo y, al mismo tiempo, quería que fueran eremitas:

«En el nombre del Señor, id de dos en dos en compostura y, sobre todo, en silencio, orando al Señor en vuestros corazones desde la mañana hasta después de tercia. Evitad las palabras ociosas o inútiles, pues, aunque vayáis de camino, vuestro comportamiento debe ser tan digno como cuando estáis en el eremitorio o en la celda. Pues dondequiera que estemos o a dondequiera que vayamos, llevamos nuestra celda con nosotros; nuestra celda, en efecto, es el hermano cuerpo, y nuestra alma es el ermitaño, que habita en ella para orar a Dios y para meditar. Si nuestra alma no goza de la quietud y soledad en su celda, de poco le sirve al religioso habitar en una celda fabricada por mano del hombre» (LP 108; EP 65).

Francisco se revela aquí como maestro, enseñándonos el modo de compaginar el espíritu de oración y la misma oración con la vida itinerante por el mundo. Para ello se apoyaba, sin duda, en su experiencia personal, que le hacía percibir la inhabitación de Dios Uno y Trino en la celda de su cuerpo. Ya vimos un maravilloso texto de Francisco al respecto, cuando hablábamos del espíritu de oración. Y en el capítulo 17 de la Regla no bulada escribe:

«Mas en la santa caridad que es Dios, ruego a todos los hermanos, tanto los ministros como los otros, que, removido todo impedimento y pospuesta toda preocupación y solicitud, del mejor modo que puedan, hagan servir, amar, honrar y adorar al Señor Dios con corazón limpio y mente pura, que es lo que él busca sobre todas las cosas; y hagámosle siempre allí habitación y morada a aquel que es Señor Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo» (1 R 17,26-27).

Y en la Carta a todos los Fieles dice:

«Y sobre todos ellos y ellas, mientras hagan tales cosas y perseveren hasta el fin, descansará el espíritu del Señor y hará en ellos habitación y morada. Y serán hijos del Padre celestial, cuyas obras hacen. Y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo» (2CtaF 48-50).

Está pues claro que, en la mente de Francisco, el secreto de la oración personal reside en la inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma por medio de la gracia. En esto radica la esencia de la vida cristiana. Francisco enseña que esta vida con Dios, en comunión de vida con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, constituye la vida de oración auténtica y continua, íntima y operante, la razón misma de la vida y gracia suprema para el religioso, que «basa su consagración en la consagración del bautismo y la debe expresar más plenamente» (Perfectae caritatis, 5).

Imbuido de esta conciencia, según dice san Buenaventura, san Francisco

«Afirmaba rotundamente que el religioso debe desear, por encima de todas las cosas, la gracia de la oración; y, convencido de que sin la oración nadie puede progresar en el servicio divino, exhortaba a los hermanos, con todos los medios posibles, a que se dedicaran a su ejercicio. Y en cuanto a él se refiere, cabe decir que ora caminase o estuviese sentado, lo mismo en casa que afuera, ya trabajase o descansase, de tal modo estaba entregado a la oración, que parecía consagrar a la misma no sólo su corazón y su cuerpo, sino hasta toda su actividad y todo su tiempo» (LM 10,1).

Francisco llegó a esta oración continua y absorbente -sin olvidar lo que dijimos al principio acerca de la moción del Espíritu Santo- a través de la Sagrada Escritura, mediante la consideración de la presencia de Dios en su alma y en todas las criaturas, y todo ello «a fuerza de mucha oración y meditación» (LP 106). No hay que olvidarlo, Francisco fue constante y tenaz en la «tarea de la oración y meditación». Bien es verdad que ya desde el principio los dones del Espíritu Santo le confirieron la gracia de la oración pasiva; con todo, esto no fue una cosa permanente, ni podía serlo, como es ley común en la teología espiritual. Su primer biógrafo hace alusión a esta lucha cuando, hablando de la prolongada oración que hacía poco después de su conversión en la cueva cercana a Asís, concluye con estas palabras: «cuando salía fuera, donde su compañero, se encontraba tan agotado por el esfuerzo, que uno era el que entraba y parecía otro el que salía» (1 Cel 6; cf. 2 Cel 37). Puede afirmarse, sin género de dudas, que Francisco sufrió lo que los místicos denominan la noche de los sentidos y del espíritu.

El retiro de la soledad, a donde constantemente se dirigió el Poverello como a un profundo respiro de su corazón, se basa, entre otras cosas, en esta dura ascesis para la oración y la contemplación personal.

Francisco, con su ejemplo y su magisterio, nos ayuda a profundizar y a vivir la oración dominical, nos muestra el camino para la oración mental, nos descubre cuáles son los puntos básicos en la oración: la adoración, la alabanza, la acción de gracias y la compunción, la humillación y el llanto ante el Señor crucificado (cf. LM 4,3 y 5,8). Nos enseña a leer la Sagrada Escritura meditada con espíritu de oración, la contemplación sapiencial del Creador en las criaturas, nos instruye en la oración afectiva, característica de la espiritualidad franciscana y método constante de nuestra tradición, que conduce a la oración de simplicidad, de quietud y a la misma contemplación infusa, punto culminante del itinerario espiritual franciscano y, en particular, capuchino.

Tal es el origen de nuestra fraternidad, tal es nuestra misión específica dentro de la Iglesia, como lo indicó Pablo VI en la Alocución dirigida al Capítulo general especial de los Capuchinos el 21 de octubre de 1968.

7. UNIDAD ENTRE LA VIDA DE ORACIÓN
Y LA VIDA APOSTÓLICA

Por este camino de la oración personal, y solamente por él, llegaremos a la vida apostólica, vocación propia y completa de los hermanos menores. No es ya tiempo de restablecer oposición, ni de entablar polémicas entre la vida de oración y la vida activa. El Vaticano II lo excluye explícitamente y nos manda volver a la unidad de la vida apostólica, que viene a ser la síntesis de la oración y de la acción (cf. Perfectae caritatis, 5 y 8).

Con todo, en la práctica permanece el problema de cómo armonizar la oración y la acción, problema ya advertido por Francisco y que él solucionó con su propósito primordial y supremo de imitar a Cristo (cf. LM 12,1).

Siguiendo, pues, el ejemplo de Cristo, Francisco combinó al mismo tiempo la oración continua con el ardor apostólico, haciendo que se reanimaran mutuamente. Revestir, imitar, vivir a Cristo equivale para Francisco a dedicarse sin descanso a la contemplación y a entregar su vida por los hermanos. Esto es lo que nos enseña Francisco. Y el Vaticano II nos dice:

«Por tanto, los presbíteros conseguirán la unidad de su vida uniéndose a Cristo en el conocimiento de la voluntad del Padre y en el don de sí mismos por el rebaño que les ha sido confiado... Pero esto no puede lograrse si los sacerdotes mismos no penetran, por la oración, cada vez más íntimamente en el misterio de Cristo» (Presbyterorum Ordinis, 14).

Al Concilio le ha parecido necesario hacer esta afirmación. También a san Francisco le pareció necesario hacerla y se ha de encomendar muy encarecidamente a los hermanos su puesta en práctica, vivificando el ministerio apostólico con el espíritu de oración. A este propósito se podrían aducir muchos testimonios. Así puede consultarse 1 Cel 91; 2 Cel 163-164; LM 7,1 y 9,4; TC 55... Nosotros nos limitaremos a recordar el conocido testimonio de Celano sobre la intimidad de Francisco con Jesús:

«Bien lo saben cuantos hermanos convivieron con él: qué a diario, qué de continuo traía en sus labios la conversación sobre Jesús; qué dulce y suave era su diálogo; qué coloquio más tierno y amoroso mantenía. De la abundancia del corazón hablaba su boca, y la fuente de amor iluminado que llenaba todas sus entrañas, bullendo saltaba fuera. ¡Qué intimidades las suyas con Jesús! Jesús en el corazón, Jesús en los labios, Jesús en los oídos, Jesús en los ojos, Jesús en las manos, Jesús presente siempre en todos sus miembros» (1 Cel 115).

Estupendo cántico, expresión fiel del espíritu de san Francisco y modelo de auténtica vida apostólica, que deberíamos entonar en todo momento y en todas partes, con corazón sincero y ánimo alegre. ¡Este es nuestro ideal a realizar!

[Cf. Selecciones de Franciscanismo, vol. III, núm. 7 (1974) 24-34]

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