DIRECTORIO FRANCISCANO
La oración franciscana

¡FRANCISCO, ENSÉÑANOS A ORAR!
por Francesco Saverio Toppi, OFMCap

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¡Enséñanos a orar! Es la súplica del discípulo al divino Maestro (Lc 11,1), de los primeros frailes al Seráfico Padre (1 Cel 45), y es el ruego insistente que todavía hoy le dirigen a Francisco sus hijos, que buscan afanosamente su respuesta en Capítulos y Consejos plenarios, en congresos y convivencias, cuyo ritmo creciente indica la existencia de un problema y el ansia de resolverlo.

En este clima de búsqueda, se reunió, en diciembre de 1974, la asamblea de Ministros Provinciales de las cuatro Familias Franciscanas de Italia, para reflexionar en común sobre el modo de recobrar el valor de la oración. En aquella ocasión, el A. pronunció una conferencia que, notablemente enriquecida, se publicó en un pequeño volumen, cuya traducción ofrecemos a nuestros lectores.

[Francesco, insegnaci a pregare. Palermo, Ed. Fiamma Serafica, 1975]

INTRODUCCIÓN: APRENDER A ORAR

Problema de siempre, problema que hoy se hace más agudo. En los célebres «Relatos de un peregrino ruso» se describe este problema con el realismo típico de quien sufre y quiere superar una dificultad de todos los días, de todo hombre. La Biblia prescribe que «es preciso orar siempre sin desfallecer» (Lc 18,1), que «se ha de orar en toda ocasión en el Espíritu» (Ef 6,18). Pero el cristiano que se dispone a hacerlo, tropieza inevitablemente con la dificultad de cómo aprender en la práctica a orar. El problema está sobre todo en encontrar un maestro sabio y experimentado. Es el problema que los apóstoles plantean a Jesús cuando le piden que les enseñe a orar (Lc 11,1-4).

El «peregrino ruso» intenta resolver la dificultad leyendo libros y escuchando predicaciones, pero en vano; lo consigue únicamente cuando encuentra a un maestro de espíritu -un «starets»- capaz de comunicarle una experiencia personal de oración.

El maestro que nosotros hemos encontrado y que intentamos seguir es Francisco de Asís, presentado por su primer biógrafo con esta frase lapidaria: «non tam orans, quam totus oratio factus», «no tanto un hombre que ora, cuanto la personificación misma de la oración» (2 Cel 95).

Con rápida pincelada queremos recorrer las líneas fundamentales de su enseñanza y profundizar en ella aplicándola a nuestra situación actual, que refleja problemas comunes a la vida religiosa en la Iglesia.

San Francisco enseña que la oración nace del encuentro personal con el Señor Jesús y que se hace una con el compromiso de conversión al Evangelio, de caridad operativa para con los hermanos. La fuente de donde brota es la palabra de Dios asimilada y vivida; la madre y maestra que lleva de la mano es María; los polos de atracción y las rampas de lanzamiento son la Cruz y la Eucaristía; la meta y fuente de la alegría es la comunión de vida con la Trinidad divina.

Es el contenido exacto de una pedagogía que se repite en las páginas del Concilio Vaticano II: Optatam totius, 8.

Vaya por delante un matiz que hace evidente un aspecto característico, específico de la oración de san Francisco. El «starets» enseña al «peregrino ruso» cómo ha de orar, sugiriéndole que repita indefinidamente, al ritmo de la respiración, la invocación «¡Señor Jesucristo, ten piedad de mí!». San Francisco, en cambio, responde a los hermanos que le piden que les enseñe a orar: «Cuando oréis, decid: Padre nuestro..., y Te adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus demás iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo» (1 Cel 45).

La diversidad de enfoque es de un valor fundamental. Nuestro Santo pone el acento, no en la oración cuyo beneficiario es el hombre, sino en la alabanza del Señor. Francisco se lanza de inmediato a los brazos del Padre y se extiende, luego, a adorar y bendecir al Señor Jesucristo, que con amor infinito colma las esperanzas del hombre.

De este tipo de oración irradia una luz que lleva a reconocer que Dios «es el bien, todo bien, sumo bien» (AlD 3), y que a Él se deben «las alabanzas, la gloria y el honor, y toda bendición» (Cánt 1). Francisco recibe de Dios y reverbera después el fuego de la caridad con que impulsa a sus hermanos a creer en el Amor, a experimentar de manera sapiencial el Amor (cf. 1 Jn 4,16) y a responder al Amor con generosidad y gozo.

Con una vida proyectada por completo a alabar al Padre por medio del Hijo en el Espíritu Santo, la oración de Francisco se transforma en liturgia del cielo. Síntesis y eco de ella es la convincente y férvida invitación que sella el Cántico de las criaturas: «Load y bendecid a mi Señor, dadle gracias y servidle con gran humildad».

1. RECOBRAR EL VALOR DE LA ORACIÓN

Es un problema del que ya se ha tomado conciencia en toda la Iglesia, como urgencia primaria para una auténtica renovación en el Espíritu y para observar el Evangelio de Jesucristo.

Para las Órdenes religiosas significa una seria advertencia la amonestación de Pablo VI: «No olvidéis el testimonio de la historia: la fidelidad a la oración o el abandono de la misma son el paradigma de la vitalidad o de la decadencia de la vida religiosa» (Evangélica testificatio, 42).

Las Familias Franciscanas, estimuladas por tan evidente constatación, se han lanzado a la búsqueda de los medios más adecuados para resolver el problema. Los Hermanos Menores y los Capuchinos lo han afrontado a nivel de Consejo Plenario de la Orden, precedido de una amplia sensibilización de la base; los Hermanos Menores Conventuales lo han tomado como tema de estudio y principio de renovación para el Año Santo.[1]

El P. Constantino Koser, Ministro General de los Hermanos Menores, recogiendo los datos más válidos de nuestra historia y los resultados más seguros de una amplia encuesta realizada en la Orden, define sin más nuestra «forma de vida» como vida-con-Dios, y el dejarse absorber enteramente por Él como la médula de la espiritualidad franciscana (Koser 130).

El Definitorio General de los Capuchinos, al presentar el Documento de Taizé sobre la oración, preparado por el Consejo Plenario de la Orden, no duda en afirmar: «A nadie se le oculta la importancia vital de la oración, ya que se trata nada menos que de la vida o muerte de nuestra Fraternidad. De nada servirá todo lo que se haga por renovar la vida de la Orden según los principios del Vaticano II, el espíritu de san Francisco y los signos de los tiempos, si no nos renovamos a fondo en nuestra vida de oración...» (Taizé, Introd.).

El Santo Padre, en la Carta enviada el 20 de agosto de 1974 al Capítulo General extraordinario de los Capuchinos, advertía autorizadamente: «La verdadera renovación de vuestra muy benemérita Orden debe brotar de su fuente viva y vital, a saber, de la oración, que se expresa en formas diversas. Esto es de todo punto necesario para recobrar la condición contemplativa de vuestra vida y, al propio tiempo, comunicar mayor dinamismo y más amplia eficacia a vuestro apostolado».[2]

Y en el discurso dirigido al mismo Capítulo el día 30 de septiembre de 1974, Pablo VI insistía en lo mismo con estos cálidos acentos: «Permitidnos, en primer lugar, que nuevamente os recordemos la necesidad de conservar y excitar en vosotros aquel espíritu contemplativo que tan claramente brilló en la primera edad de los Franciscanos. Lo cual exige, según el Concilio, que incluso en la promoción de las obras externas ocupe siempre el primer lugar la renovación espiritual (PC 2). De esta fuente brotó en el pasado la fecundidad de vuestra Orden; también de aquí se deberán sacar, en lo sucesivo, nuevas energías con las que vuestra disciplina logre la abundancia deseada de fuerzas. ¿Por ventura, en esto, san Francisco no es para vosotros un ejemplo admirable? Porque para él la oración era un segurísimo puerto; no una oración momentánea, vacía o presuntuosa, sino prolongada, llena de devoción, colmada de humildad; si la comenzaba por la tarde, apenas la terminaba por la mañana; andando, sentado, comiendo o bebiendo, estaba dedicado a la oración (1 Cel 71), de tal suerte que parecía, no tanto un hombre que oraba, cuanto la personificación misma de la oración (2 Cel 95)».[3]

2. CON SAN FRANCISCO AL ENCUENTRO DE CRISTO

Para renovarnos, pues, en el espíritu y en la vida de oración, según las directrices del Concilio (PC 2, 2b), debemos conocer y recobrar el espíritu y la vida de oración de nuestro Santo Fundador y adaptarlos a nuestro tiempo. Debemos acercarnos a él, como los primeros hermanos, y pedirle que nos enseñe a orar, que nos introduzca en el secreto de su espíritu y de su vida de oración (1 Cel 45).

Tal secreto se desvela en la que fue la vuelta decisiva y determinante de su itinerario de conversión: el encuentro con Cristo en el camino de Espoleto, que significó para Francisco algo así como la visión de Damasco para Pablo.[4]

Allí Francisco fue atrapado por Cristo, que se le presentó como «el Señor» por antonomasia y le provocó un vuelco radical de todos sus proyectos.

La conversión de san Francisco tuvo desde luego un desarrollo gradual; pero el punto de partida, que se identificó con el punto de llegada, el medio principal y el fin supremo, fue indiscutiblemente el amor a Cristo.

Jesús arrolló literalmente al joven Francisco, se posesionó de todos sus sentidos, de todas sus fibras, se adueñó de todas las palpitaciones de su corazón en todos los momentos de su vida. La clave de la espiritualidad del Serafín de Asís se encuentra en el célebre testimonio de Celano: «Los hermanos que vivieron en su compañía saben lo muy duradera y continua que era su conversación acerca de Jesús, y cuán agradable y suave, cuán tierna y llena de amor. Su boca hablaba de la abundancia de su corazón, y volcaba al exterior aquel torrente de encendida caridad que lo abrasaba en su interior. Estaba íntimamente unido con Jesús: a Jesús llevaba siempre en el corazón, a Jesús en los labios, a Jesús en los oídos, a Jesús en los ojos, a Jesús en las manos, a Jesús en todos los miembros de su cuerpo» (1 Cel 115).

San Francisco podía afirmar con toda verdad a una con san Pablo: «Ya no vivo yo, vive en mí Cristo» (Gál 2,20). Una vez que se ha encontrado con Él, el Señor, Francisco se despoja de todo para ser pobre como Él; acepta 1a humillación, el desprecio, la convivencia con los marginados, los mendigos, los rechazados por la sociedad, los leprosos..., para ser como Él; macera al hombre viejo, para que viva en él el Hombre nuevo; abraza y besa al leproso, superando la repugnancia irresistible de la naturaleza, porque sabe que abraza y besa a Aquel que se presentó como un leproso por amor a nosotros.

El Concilio afirma que la norma fundamental de la vida religiosa es seguir a Cristo tal como se propone en el Evangelio, y que esta norma debe ser considerada por todos los Institutos como su regla suprema (PC 2a).

San Francisco siguió, imitó, reprodujo al vivo a Jesucristo, y quiso que ésta fuese la norma fundamental y la regla suprema de su Fraternidad: «Esta es la regla y vida de los hermanos... seguir la doctrina y las huellas de nuestro Señor Jesucristo» (1 R 1,1); «La regla y vida de los hermanos menores es ésta: guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo...» (2 R 1,1); «...firmes en la fe católica, guardemos la pobreza y humildad y el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo» (2 R 12,4).

Cuanto se diga sobre la oración sólo puede ser viable dentro de esta perspectiva: un compromiso operativo y coherente de modelarse sobre Cristo, compromiso de conversión continua, radical, transformante, tensa en profundidad hacia la persona viva del Señor Jesús.

Esta indicación es abarcadora de toda solución en el campo de la oración y de la vida juntas. El Documento de Taizé declara a este respecto: «Cristo mismo es nuestra vida, nuestra oración y nuestra operación». Y el mismo n. 7 del Documento subraya la necesidad de vivir a Cristo, amando al Padre y a los hermanos, buscándolo y sirviéndolo en la Iglesia.

Es necesario dejar bien sentado que la oración y la vida constituyen una unidad indivisible, que la una depende de la otra, que la una autentica a la otra. La separación entre oración y vida es principio de crisis de la oración; para resolverla, se precisa unificarlas y unificarlas en Cristo. Una recuperación del valor de la oración que se limitase únicamente a la oración sería, no sólo unilateral, sino además inevitablemente estéril. «La auténtica oración se reconoce por los frutos de vida. "En tanto se ora bien en cuanto se obra bien" (S. Francisco)... El espíritu de oración, vivo de verdad, no puede menos de vitalizar y animar toda la vida concreta de los hermanos» (Taizé 9-10). Pretender recuperar el valor de la oración sin comprometerse seriamente en la conversión de la vida es utópico. Posiblemente, al hecho de evadir tales exigencias se debe la poca incidencia de documentos, Capítulos, etc.

La vida cristiana, la ascesis, hay que plantearla desde la teología paulina del Cuerpo Místico y desde la tensión joánica del permanecer en Cristo, descrita en la alegoría de la vid y los sarmientos. Las virtudes han de ser presentadas, se ha de estimular a adquirirlas, como aspectos de la conformidad con Cristo, movimientos dinámicos hacia la asimilación de Cristo, modos de expresar el amor a Cristo. Precisamente, como las vio y las practicó Francisco de Asís.

3. NECESIDAD DE UN COMPROMISO

Así pues, el valor de la oración puede ser recobrado a condición de que la oración sea estimada como una relación personal con Jesucristo.

San Francisco concibió la oración y la practicó como expresión primaria de su vehemente anhelo de Dios. Después de la visión de Espoleto, que le hizo tan sólo barruntar la identidad del verdadero Señor, volvió a Asís y se consagró a una vida de oración prolongada, intensa, laboriosa, en una gruta solitaria, con el fin de conocer a fondo al Señor que le había llamado y de cumplir fielmente sus órdenes (1 Cel 6).

Nos parece que no se ha subrayado suficientemente esta fase, para nosotros importantísima, de la conversión de Francisco. Ciertamente, no se ha puesto bastante de relieve el momento del aprendizaje, de la fatiga, de la lucha, en la oración de san Francisco. Momento que no quedó reducido, ni podía quedarlo, al período inicial de la conversión. Los biógrafos, a pesar de su incorregible tendencia a acentuar los aspectos brillantes de la vida del Santo, dejan escapar algunos elementos que han sido desarrollados y tomados en consideración para conocer de modo realista la oración del Pobrecillo.

Celano habla de una tensión tal en la oración que lo dejaba enervado e irreconocible; refiere una larga lucha contra las distracciones en la oración, presentes incluso en los últimos años de su vida; describe una prueba tremenda que duró varios años (1 Cel 6; 2 Cel 115). Los Tres Compañeros atestiguan que Francisco llegó a una vida de oración incesante «con mucho esfuerzo en la oración y meditación» (cf. LP 77).

La misma búsqueda ansiosa de la soledad está motivada en Francisco, no sólo por una aspiración de su espíritu, sino también por la necesidad de una ascesis viril, empeñada duramente en una oración contemplativa.[5]

El P. Koser observa que no existe una fórmula mágica para resolver las dificultades de la vida con Dios, y previene, sin ambages, que es necesario luchar, caminar, «forcejear para abrirse camino por la puerta estrecha» (Lc 13,24), insistir con santa obstinación ante Dios (Koser 2).

El Documento de Taizé (n. 6) constata que «el itinerario del hombre hacia Dios, sujeto a alternativas felices y adversas... Largo, aventurado y lleno de atractivo es el camino hacia la consecución de la integridad de la madurez humana en la libertad de los hijos de Dios "hasta que Cristo quede formado en nosotros"» (Rom 8,22 ss.; Gál 4,19). También subraya el Documento la necesidad de salir del propio egoísmo para entrar en la corriente de comunión con Dios constituida por la oración.

Ahora bien, hemos de reconocer que fácilmente esquivamos la fatiga de aprender un arte -el arte capital de la oración-, refugiándonos con ligereza en la espontaneidad, en la libertad del espíritu, en el rechazo de los métodos de otro tiempo. Si bien nosotros los franciscanos no tenemos un método estructurado como el de los Jesuitas y el de otros religiosos que han surgido en estos cuatro últimos siglos, tenemos, sin embargo, una escuela que frecuentar, una escuela nuestra bien caracterizada, encabezada por el mismo san Francisco y al que siguen, entre otros, san Buenaventura y san Pedro de Alcántara, por citar sólo algún nombre.

Mientras no nos convenzamos de que la oración, además de ser un don de Dios, es también un arte que se ha de aprender, y no nos empeñemos seriamente en su aprendizaje, permanecerá siempre al vivo el problema de la oración, y la crisis de oración se hará cada vez más pavorosa. El Cardenal Lercaro no dudaba en afirmar que «la primera y más penosa laguna es la falta de una escuela de oración..., que hoy se tiende, con superficialidad e improvisación, a simplificar, pero que, como consecuencia de ello, las almas quedan abandonadas a sí mismas..., se exponen a perderse en el vacío... Un conocimiento de las leyes elementales de la psicología y de la Gracia -advierte el maestro competente- debería dar nuevo impulso al estudio de los métodos o, al menos, crear otros nuevos, más adaptados a nuestra época».[6]

En un libro muy estimulante, publicado recientemente, se lee que, en el verano de 1972, dos mil jóvenes de 38 naciones se reunieron en Fiuggi, por espacio de tres meses, a los pies del gurú Maharishi Mahesh Jogi para aprender el método de la oración trascendental, y que este mismo gurú va a organizar 3.500 centros en todo el mundo, cada uno de los cuales debe formar 1.000 maestros, cuya misión es ayudar a la humanidad a elevarse a pensamientos espirituales, a obrar mejor, a la paz interior y exterior.[7]

Si hay que estar atentos a los signos de los tiempos, ¿por qué no tomar en consideración datos tan significativos como éstos?

¿Quién no sabe que la fuerza de atracción principal de la Comunidad ecuménica de Taizé reside en el clima de oración que se respira en aquel ambiente y que atrae allí a decenas de miles de jóvenes?

¿No es hora ya de preguntarnos por el tipo de oración que hacemos y por las iniciativas al respecto que proponemos al mundo de hoy? ¿Dónde exactamente encontramos nuestra identidad, nuestra identidad de religiosos franciscanos y la testimoniamos con las obras? «El espíritu de oración y la promoción de la oración, sobre todo interior, en el pueblo de Dios, fue carisma peculiar de nuestra fraternidad capuchina ya desde los comienzos. Y la historia demuestra que ello fue siempre germen de genuina renovación» (Taizé 20). Cuanto se dice en este Documento sobre los Capuchinos puede, con ligeras matizaciones, aplicarse también a las otras Familias Franciscanas. Es el carisma del único Seráfico Padre, que siempre se ha transmitido y manifestado en sus hijos más fieles.

Debemos reaccionar y proceder con seriedad en este campo. En el Documento de Taizé, n. 26, encontramos una línea de acción muy concreta y preciosa: «Es urgente formar la conciencia de la necesidad personal de orar. Cada uno de los hermanos, esté donde esté, ha de tomarse el tiempo suficiente cada día para la oración individual, por ejemplo, una hora entera. Esta necesidad vital la experimentan muchos de nuestros hermanos, sobre todo los misioneros».

Habida cuenta de la experiencia de los Santos y con la garantía de una sólida teología espiritual, estimamos que tal indicación es de suma importancia. En el momento que atravesamos, de cambio de una observancia coral a un contexto caracterizado por la responsabilidad y la iniciativa personal, nos parece que no se puede indicar otro medio más eficaz para resolver de raíz el problema de la oración.

Y no sólo de la oración individual, sino también de la comunitaria y litúrgica. «Cuanto más intensa sea la oración individual, dice el mismo Documento, tanto más viva será la participación en la oración comunitaria» (Taizé 31). Y de una auténtica oración mental dependen el espíritu de la verdadera adoración, la unión con Cristo y con los hermanos, la eficacia de la Liturgia.

La formación de la conciencia y la consiguiente fidelidad a la meditación diaria son factores indispensables para responder al primer elemento constitutivo de nuestra espiritualidad. En la formación, y consiguientemente en la admisión de los candidatos a la Orden, es necesario poner como principio ineludible éste, enunciado por el reciente Capítulo General extraordinario de los Capuchinos: «No puede abrazar nuestra vida, ni corresponder a sus exigencias, quien no se aplica a la oración y no se esfuerza por obtener, por encima de toda otra gracia, la gracia de la oración, como enseña san Francisco».[8]

«Debemos estar convencidos -advierte el Ministro General de los Hermanos Menores Conventuales- de que la primacía de la vida de oración y el modo digno de satisfacer esta exigencia fundamental del espíritu deben quedar salvaguardados a toda costa, a todos los fines... Entonces podremos repetir con convicción el dicho del beato Gil: "La oración es el principio, medio y fin de todo bien"».[9]

Sin esperar a mañana, sin forjarnos ilusiones de encontrar situaciones diversas de las actuales, fantaseables como más propicias para una solución; hoy, en las circunstancias en que nos encontramos, debemos afrontar con realismo el problema de la oración. «Estamos convencidos, hermanos -concluye el Documento de Taizé, n. 41-, de que la vida de oración no se ha de renovar con palabras, sino con hechos. Echemos mano, ya desde ahora, sin esperar a más tarde, a esta obra, con ánimo generoso, todos a una, cada hermano y cada fraternidad, en la realidad concreta en que se hallan, "atendiendo que sobre todas las cosas debemos desear tener el Espíritu del Señor y su santa operación, orar siempre a Dios con puro corazón..."» (2 R 10).

Nuestra identidad es la de religiosos, lo que etimológicamente significa hombres ligados a Dios, unidos con Dios, ante todo por medio de la oración.

El punto clave para la solución es dejarnos cautivar por la Persona de Jesús, como la Realidad única que cuenta. El día en que para nosotros, como para san Pablo y para san Francisco, nuestro vivir se identifique con el vivir a Cristo (cf. Flp 1,21), la oración brotará espontánea, vital, operante. La oración consistirá en entretenernos en dulce coloquio con Él, que nos ama y a quien amamos, en mirar y dejarnos mirar, transformar por Él.

Es la oración de Francisco; la que debemos aprender dócilmente, acudiendo confiados a su escuela.

4. LA PALABRA DE DIOS

El Seráfico Padre nos conducirá, ante todo, a conocer a Jesús a través del Evangelio, como condujo a sus primeros compañeros a la iglesita de la Porciúncula para que el Señor les manifestase su voluntad y les desvelase el camino que debían seguir.

La incidencia del Evangelio en la vida de san Francisco es demasiado conocida para que la tratemos de nuevo aquí. Será oportuno, sin embargo, destacar que la oración de nuestro Santo tiene como fuente la meditación del Evangelio y de la Sagrada Escritura, y que esta meditación era penetrante y fructuosa por cuanto iba seguida de la ejecución inmediata de lo leído. Francisco estaba profundamente convencido de que en el Evangelio hablaba Jesús en persona, y, consiguientemente, sin titubeos ni discusiones, traducía a obras cuanto su Señor le mandaba.

Para él, la equivalencia de la Palabra y de la Eucaristía brotaba de la intuición de la presencia de Jesús tanto en la una como en la otra; por esto, cuando no podía participar en la Misa, quería escuchar el evangelio del día (EP 117).

De aquí, su solícita insistencia en recomendar idéntico respeto y culto a las palabras escritas del Señor y a las especies eucarísticas. Es interesante leer a este respecto el Testamento y las Cartas de Francisco a los Clérigos, al Capítulo, a los Custodios.

Él podía atestiguar que había buscado siempre al Señor en las Sagradas Escrituras, y que las había asimilado hasta el punto de poseerlas más que suficientemente para la meditación (2 Cel 105).

Tenemos de ello un testimonio vivo en sus Escritos, rebosantes todos ellos de pensamientos y de citas de la Biblia.

En su Carta a toda la Orden, manifiesta así su actitud hacia la Sagrada Escritura: «Y porque "quien es de Dios escucha las palabras de Dios" (Jn 8,47), nosotros, los que más especialmente estamos dedicados a los Oficios divinos, debemos, no sólo escuchar y hacer lo que dice Dios, sino además cuidar los vasos y los libros litúrgicos, que contienen sus palabras santas, para hacer calar en nosotros la grandeza de nuestro Creador y nuestra sumisión a Él. Por tanto, recomiendo a todos mis hermanos y les urjo en Cristo que veneren las palabras divinas, todo lo que puedan, dondequiera que las encuentren; y si no están bien guardadas o están esparcidas en algún lugar indecoroso, por lo que a ellos toca, que las recojan y guarden, venerando en las palabras al Señor que las pronunció» (CtaO 34-36).

Bien sabía el Pobrecillo que la Palabra de Dios es un medio a través del cual el Señor se hace presente, se comunica personalmente y, en consecuencia, se sentía de inmediato en contacto con Dios y lo adoraba, escuchando y venerando sus palabras. Él advertía casi sensiblemente la presencia y la acción de las Tres Personas Divinas en la Sagrada Escritura, como se deduce de la Carta a todos los Fieles: «Siendo yo siervo de todos, estoy obligado a servir a todos y a administrarles las odoríferas palabras de mi Señor... Por las presente letras y mensajes me he propuesto transmitiros las palabras de nuestro Señor Jesucristo, que es el Verbo del Padre, y las palabras del Espíritu Santo, que son espíritu y vida (Jn 6,33)» (2CtaF 2-3).

El Concilio presenta la convergencia de las Tres Personas Divinas en la Revelación, y recomienda a los religiosos «tener, ante todo, diariamente en las manos, la Sagrada Escritura, a fin de adquirir, por la lectura y meditación de los libros sagrados, la eminente ciencia de Jesucristo (Flp 3,8)».[10]

5. ORACIÓN AFECTIVA

Una asimilación vivida y amada de la Palabra de Dios llevó a nuestro Santo a una oración-conversación amorosa con Dios.

Escribe su primer biógrafo: «Cuando oraba en las selvas y soledades, llenaba los bosques de gemidos, rociaba la tierra con sus lágrimas, se golpeaba el pecho con la mano, y allí, cual si estuviera en lo más secreto del retiro, hablaba frecuentemente en voz alta con su Señor. Allí respondía al juez, allí suplicaba al padre, allí conversaba con el amigo, allí se recreaba con el esposo, el Señor» (2 Cel 95).

Nos encontramos ante la típica oración «afectiva», que será característica de la oración franciscana, y que es puerta abierta a la experiencia íntima de Dios. «Nuestra oración es más bien "afectiva", u oración del corazón, que nos lleva a una experiencia íntima de Dios» (Taizé 17).

Aun dando por descontada la aportación del temperamento de Francisco, no sería justo reducir este género de oración a sentimentalismo, a exuberancia de carácter afectivo, a capacidad creativa de objetivar los impulsos interiores. En nuestro caso se trata de una actitud existencial múltiple de la criatura ante el Creador, del cristiano ante Cristo.

Francisco expresa y traduce, con la índole propia de su genio espiritual, un índice de una gama de relaciones reales y operantes entre el hombre y Dios.

Entremos en el itinerario particular del Pobrecillo de Asís hacia la consecución de la unión plena, transformante, con Cristo Jesús.

«Llenaba los bosques de gemidos, rociaba la tierra con sus lágrimas, se golpeaba el pecho con la mano..., hablaba frecuentemente en alta voz con su Señor. Allí respondía al juez, allí suplicaba al padre...».

6. TEMOR DE DIOS Y COMPUNCIÓN DEL CORAZÓN

La transcendencia, la santidad, la majestad de Dios estaban de tal modo impresas en el alma de Francisco, que suscitaban en él una oración dominada de manera particular por el espíritu de adoración. Dan idea de ello los términos tan frecuentes en su boca y en sus escritos de Altísimo, Omnipotente, Sumo, Justo, Fuerte, Grande, Rey del cielo y de la tierra, Eterno, Santísimo, etc. Algo de esto revela la primera estrofa del Cántico del Hermano Sol, aun estando todo él impregnado de una tierna intimidad con el Padre celestial. Testimonio elocuente de lo mismo es su virtud preferida: la humildad.

En el Pobrecillo de Asís prevalecía el don del temor de Dios en el sentido bíblico-teológico más puro del término: experiencia infusa de la majestad y de la santidad del Altísimo y Sumo Dios. De aquí, la compunción del corazón, la contrición, viva y declarada hasta el punto que san Buenaventura la presenta como su misión específica en la historia y en la Iglesia (LM Prólogo). La oración del publicano: «¡Dios mío, ten compasión de este pecador!» (Lc 18,13), expresaba una actitud de fondo suya habitual (1 Cel 26). Y el Santo enseñaba y mostraba con el ejemplo «la necesidad, para los que tienden a la perfección, de purificarse cada día con las lágrimas de la contrición» (LM 5,8).

En la puesta en práctica de la renovación de la penitencia evangélica y sacramental, queda revalorizado el espíritu de compunción como factor determinante del retorno a Dios, de la sincera conversión y de la transformación efectiva de la vida.

A nadie se le ocurrirá pensar que el temor de Dios y la compunción del corazón pertenecen al Antiguo Testamento y a la espiritualidad medieval. Francisco, el santo del amor y de la alegría, recuerda con su ejemplo que «el temor de Dios es principio y corona de la Sabiduría» (Sal 111,10; Eclo 1,12-18), y que la compunción del corazón, que brota de la experiencia del amor del Padre, conduce al gozo del banquete festivo preparado por el Señor (Lc 15,11-32).

Sobre el trasfondo, se divisa al Crucificado, al que Francisco comprendió y revivió, incluso en la carne, de un modo singularísimo, hasta el carisma, entonces inaudito, de las Llagas. San Buenaventura subraya que la vocación de Francisco a contemplar a Jesús Crucificado se remonta a los primeros tiempos de su conversión: «Buscaba lugares solitarios, donde más fácilmente podía entregarse al llanto y al fervor de la oración, acompañada de gemidos inenarrables, logrando después de largas e insistentes súplicas ser escuchado benignamente por el Señor. Oraba así cierto día en un lugar solitario, y todo absorto en Dios a impulsos de su ardiente fervor, apareciósele Cristo clavado en la cruz. Con esta visión quedó su alma abrasada en incendios de amor, y tan profundamente se grabó en su corazón la memoria de la Pasión de Cristo que, desde entonces, siempre que recordaba los tormentos del Salvador, le era de todo punto imposible contener las lágrimas y los suspiros, como él mismo lo manifestó después familiarmente al acercarse el fin de su vida. Comprendió con esto que el Señor quería inculcarle, para que lo pusiese en práctica, aquello del Evangelio: "El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga" (Mt 16,24)» (LM 1,5).

Lo que debe hacernos reflexionar, para una recuperación sólida de la oración, es que tal actitud hacia el Crucificado condujo a Francisco, con inmediatez y coherencia concreta, en medio de aquellos que eran imágenes vivientes del Crucificado: los leprosos, los pobres, los mendigos, el desecho de la sociedad. El Doctor Seráfico (LM 1,6), con fina intuición del dinamismo de una oración auténtica y con fidelidad a la historia, hace seguir inmediatamente a las lágrimas por el Crucificado, las pruebas concretas del amor a los pobres, a los mendigos y a los leprosos.

La oración es autenticada por la vida, y la vida es sustentada por la oración.

Si no nos convertimos al Cristo viviente en medio de nosotros y no respondemos con hechos a las exigencias de su Amor amando a los hermanos, ciertamente será vano y estéril todo intento de revalorizar la oración.

7. SABIDURÍA Y GOZO

Jamás repetiremos bastante que todo está en tomar a Jesús como Persona, que nos interpela, nos ama y nos pide ser amado. Es el secreto de san Francisco.

Y esto, no sólo respecto a Jesús crucificado, con la compunción del corazón, sino también a Jesús resucitado, glorioso, en una visión completa del misterio pascual. En el pasaje antes citado de Celano, donde se describe la oración del Santo en los bosques, se lee también: «...Allí conversaba con el amigo, allí se recreaba con el esposo».

Esta discreta alusión evoca un aspecto de la oración que conviene evidenciar en la vida de san Francisco y, de rechazo, también en la nuestra.

Celano concluye el texto en que se refiere a la larga oración de contrición «con temor y temblor en la presencia del Dueño de toda la tierra», informando que Francisco «sintió descender a su corazón una alegría inefable y una dulzura intensísima» (1 Cel 26). Volviendo atrás, a los primeros tiempos de la conversión, reparemos en un episodio, que es destacado como uno de los decisivos, como uno de los momentos determinantes en el vuelco radical de la vida del brillante joven de Asís. Nos referimos al éxtasis inefable experimentado después de un banquete con los amigos. Nos lo narran los Tres Compañeros:

«Cuando después de merendar salieron de la casa, los amigos se formaron delante de él e iban cantando por las calles; y él, con el bastón en la mano como jefe, iba un poco detrás de ellos sin cantar y meditando reflexivamente. Y sucedió que súbitamente lo visitara el Señor, y su corazón quedó tan lleno de dulzura, que ni podía hablar, ni moverse, ni era capaz de sentir ni de percibir nada, fuera de aquella dulcedumbre. Y quedó de tal suerte enajenado de los sentidos, que, como él dijo más tarde, aunque lo hubieran partido en pedazos, no se hubiera podido mover del lugar.

»Como los amigos miraran atrás y le vieran bastante alejado de ellos, se volvieron hasta él; atemorizados, lo contemplaban como hombre cambiado en otro. Uno de ellos le preguntó, diciéndole: "¿En qué pensabas, que no venías con nosotros? ¿Es que piensan, acaso, casarte?". A lo cual respondió vivazmente: "Decís verdad, porque estoy pensando en tomar una esposa tan noble, rica y hermosa como nunca habéis visto otra". Pero ellos lo tomaron a chacota. Él, sin embargo, no lo dijo por sí, sino inspirado por Dios; porque la dicha esposa fue la verdadera religión que abrazó, entre todas la más noble, la más rica y la más hermosa en su pobreza» (TC 7).

Refiriendo el mismo episodio, escribe Celano: «En efecto, la inmaculada esposa de Dios es la verdadera Religión que abrazó, y el tesoro escondido es el reino de los cielos, que tan esforzadamente él buscó» (1 Cel 7). Y añade en otro lugar: «Fue tan grande la dulzura divina de que se vio invadido en aquella hora, que, incapaz de hablar, no acertaba tampoco a moverse del lugar en que estaba. Se enseñoreó de él una afección espiritual que lo arrebataba a las cosas invisibles, por cuya influencia todas las de la tierra las tuvo como de ningún valor, más aún, del todo frívolas. ¡Estupenda dignación en verdad esta de Cristo, quien a los que ponen en práctica cosas pequeñas hace merced de otras muy preciosas...! Son misterios de Dios que Francisco va descubriendo; y, sin saber cómo, es encaminado a la ciencia perfecta» (2Cel 7).

Con un conocimiento elemental del dinamismo de la vida espiritual, se comprende en seguida que Francisco es objeto de la infusión del don de la sabiduría.

Esta sabiduría le hace palpar, le hace experimentar en todas las fibras de su ser que la intimidad con el Señor es un gozo superior a todo gozo; que la unión con Dios en la oración, que el amor de Dios produce una embriaguez capaz de hacer perder de vista toda otra cosa que antes le agradaba y le absorbía. La metáfora nupcial es de origen bíblico: «La quise a la sabiduría y la rondé desde muchacho y la pretendí como esposa, enamorado de su hermosura. Su unión con Dios realza su nobleza, siendo el dueño de todo quien la ama; es confidente del saber divino y selecciona sus obras. Si la riqueza es un bien apetecible en la vida, ¿quién es más rico que la sabiduría, que lo realiza todo?» (Sab 8,1-5).

Celano, igual que los Tres Compañeros, hace entrever, como en filigrana, el éxtasis durante el banquete a la luz de la Sabiduría; la conclusión que se deriva de ello, o sea, la elección de la religión como «esposa inmaculada de Dios», entra en la lógica más obvia de la vida espiritual.

«Y desde aquel momento -continúan los Tres Compañeros-, dejó de adorarse a sí mismo, y poco a poco perdieron su fascinación las cosas que antes había amado. El cambio, con todo, no era total, porque su corazón quedaba todavía apegado a las sugestiones del mundo. Pero desvinculándose cada vez más de la superficialidad, se apasionaba por guardar a Cristo en lo íntimo del corazón; y escondiendo a la mirada de los ilusos la perla evangélica, que anhelaba adquirir al precio de todo cuanto tenía, con frecuencia y casi a diario se sumergía secretamente en la oración» (TC 8).

En este pasaje, los Tres Compañeros dejan traslucir una indicación preciosa: «Se apasionaba por guardar a Cristo en lo íntimo del corazón». Una vez más se pone de relieve el secreto de Francisco: el Señor Jesús en persona, Sabiduría encarnada, Revelación suprema, plenaria, del amor de Dios al hombre, que sacia y hace feliz al hombre.

Para comprender y explicar, no sólo en clave teológica, sino también a nivel psicológico e histórico, el heroísmo de las virtudes de san Francisco, es necesario referirse a esta experiencia carismática, avasalladora -verdadero éxtasis-; es la «sursumactio», matriz de la mística de san Buenaventura.

Cuando Jesús en persona se presenta, se revela, se hace experimentar como bien único, como amor infinito, como gozo pleno, es lógico e irresistible un gesto como el de Francisco: dejarlo todo y seguir a Cristo, zambullirse a cuerpo muerto en Él. Es la lógica de san Pablo: «¡Cualquier cosa la tengo por pérdida al lado de lo grande que es haber conocido personalmente al Mesías Jesús mi Señor!» (Flp 3,8).

8. EL EVANGELIO DE LA GRACIA

Reconozcamos en este punto la iniciativa del Espíritu Santo y la eficiencia determinante de sus dones en el principio mismo de la vida cristiana y no sólo en su vértice. «Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae» (Jn 6,44).

San Francisco, como todo otro santo, como todo simple cristiano que quiere orar y observar el Evangelio, es deudor del Espíritu Santo, ha recibido del Espíritu Santo la capacidad de orar y de amar al Señor.

La oración de san Francisco es inconcebible sin los dones del Espíritu Santo: precisamente, en el florecimiento maravilloso de estos dones es donde se desarrolla y se irradia en la Iglesia.

En esta línea se inserta un fragmento de la Carta a los Fieles, que quita un velo a la intimidad mística de Francisco con la santísima Trinidad: «Y sobre todos ellos y ellas, mientras tales cosas hagan y perseveren hasta el fin, descansará el Espíritu del Señor (Is 11,2) y hará en ellos habitación y morada (cf. Jn 14,23). Y serán hijos del Padre celestial (cf. Mt 5,25), cuyas obras hacen. Y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo (cf. Mt 12,50). Somos esposos cuando el alma fiel se une a Jesucristo por el Espíritu Santo. Somos hermanos cuando cumplimos la voluntad de su Padre que está en el cielo (cf. Mt 12,50). Somos madres cuando lo llevamos en el corazón y en nuestro cuerpo (cf. 1 Cor 6,20) por el amor y la conciencia pura y sincera; lo damos a luz por la operación santa, que debe alumbrar a los otros para ejemplo suyo (cf. Mt 5,16).

»¡Oh, cuán glorioso y santo y grande es tener un Padre en el cielo! ¡Oh, cuán santo, consolador, hermoso y admirable, tener un Esposo! ¡Oh, cuán santo y cuán querido, agradable, humilde, pacífico, dulce y amable y deseable sobre toda cosa, tener un tal Hermano e Hijo, que dio su vida por sus ovejas (cf. Jn 10,15) y oró al Padre por nosotros diciendo: Padre santo, protege a los que me has confiado...» (2CtaF 48-56).

Se advierte aquí la incandescencia de una fe encendida en el ardor de la contemplación y en el heroísmo de una vida toda evangélica. Francisco está completamente prendido, poseído por Cristo Jesús, y canta la alegría de la comunión de vida con la santísima Trinidad, que mora en el fiel bautizado. El punto de encuentro del hombre con Dios es siempre Cristo; y el Espíritu Santo es el vínculo que crea las relaciones vitales, inefables, de hermanos, esposos y madres. La teología de la gracia, incluso en la brillante patrística oriental, no tiene ni puede tener expresiones más atrevidas y más conformes a la Sagrada Escritura que éstas del Serafín de Asís.

San Buenaventura escribirá, algunos decenios más tarde, un delicioso opúsculo: «Las cinco festividades del Niño Jesús», en el que no desarrollará más que uno de los temas de esta experiencia mística de san Francisco, que brota con ímpetu de la Carta a los Fieles en la plenitud rebosante de su contenido, sublime y fundamental a la vez para toda vida cristiana.

Es el Evangelio en su núcleo esencial, y Francisco hace de él su mensaje ardiente, para comunicar a todos los hombres la alegría de su hallazgo, la felicidad de su corazón.

La contemplación y la posesión de un Amor tan inefable hacen estallar un himno de alabanza y de acción de gracias capaz de envolver en su onda embriagadora a todas las criaturas. «Mas a Él, que tanto sufrió por nosotros, que tantos bienes nos dio y nos dará en el futuro, toda criatura que hay en el cielo, en la tierra, en el mar y en los abismos, tribute alabanza, gloria, honor y bendición (cf. Ap 5,13), porque Él es nuestra fuerza y fortaleza, Él que es el solo bueno, el solo altísimo, el solo omnipotente, admirable, glorioso y el solo santo, loable y bendito por infinitos siglos de los siglos. Amén» (2CtaF 61-62).

Francisco posee un conocimiento sapiencial del misterio de la santísima Trinidad como principio y término de la ascesis cristiana. Lo atestigua una oración que sirve de broche final a la Carta a toda la Orden, escrita al final de su vida, cuando ya estaba enfermo: «Omnipotente, eterno, justo y misericordioso Dios, concédenos a nosotros, que somos míseros, hacer por ti mismo lo que sabemos que Tú quieres, y querer siempre lo que te agrada, a fin de que, interiormente purificados, interiormente iluminados y encendidos por el fuego del Espíritu Santo, podamos seguir las huellas de tu Hijo amado, nuestro Señor Jesucristo, y por sola tu gracia llegar a ti, Altísimo, que, en Trinidad perfecta y Unidad simple, vives y reinas y eres glorificado, Dios omnipotente, por todos los siglos de los siglos. Amén» (CtaO 50-52).

La lectura de esta oración, tan simple y tan completa, tan densa de contenido y tan sobria en la expresión, necesariamente nos pone en trance de reflexionar. En este esquema breve y claro asoman los elementos principales de la teología espiritual con las tres etapas clásicas del camino hacia la perfección cristiana: purificación, iluminación, unión con Dios. Se pide lo esencial: hacer lo que Dios quiere y querer lo que a Él le agrada. Se nos dirige al Padre, tomando apoyo en la acción del Espíritu Santo, para que nos conceda imitar al Hijo y así retornar a Él, realizando su plan de salvación y de santidad.

Una vez más es Cristo Jesús el punto de convergencia y de encuentro entre Dios y el hombre. Y la oración tiene siempre una función de estímulo para el compromiso cristiano, un reflejo en la coherencia de la vida.

9. RESPUESTA AL AMOR

Francisco es el «Seráfico» por antonomasia, porque de un modo singular sintió el Amor de Dios y trató de responderle con todas las fuerzas de su ser. «No podía oír la expresión "amor de Dios" sin experimentar un profundo estremecimiento..., pues inmediatamente vibraba, se conmovía, se inflamaba, como si hasta la fibra más recóndita de su corazón hubiera sido pulsada al sonido de aquellas palabras... Mucho debemos amar, decía, al Amor de Aquel que tanto nos amó» (2 Cel 196).

Es del todo singular la paráfrasis del primer mandamiento que cierra, con un final rebosante de entusiasmo y de alabanza, la Regla primitiva. Invitamos a leerla, a meditarla, reflexionando de modo particular sobre la exigencia, siempre presente, de responder al Amor de Dios con un amor «de obras y de verdad» (1 R 11,6).

A propósito de esto, tal vez no se pueda individuar una categoría más conforme a la realidad histórica, para describir y definir la espiritualidad de san Francisco, que la de «Respuesta al Amor».[11]

Para el Seráfico Pobrecillo, la virtud, todo ejercicio de virtud tiene un sentido único, un motivo único determinante: ¡responder al Amor!

Y Francisco descubre el Amor de Dios, lo contempla, en el misterio de Cristo, en quien «se hizo visible la bondad de Dios y su amor por los hombres» (Tito 3,4).

En Cristo él busca y encuentra sobre todo el amor; a Cristo quiere darle una sincera y operante respuesta de amor.

El tema es cautivador e inagotable. Señalemos sólo a grandes trazos los puntos más destacados de la contemplación del misterio de Cristo en Francisco. Escribe su primer biógrafo: «La suprema aspiración, el deseo más vehemente y el propósito más eficaz de nuestro bienaventurado Francisco era guardar en todo y por todo el santo Evangelio, y seguir e imitar con toda perfección y solícita vigilancia, con todo empeño, con todo el ímpetu de su mente y fervor de su corazón, las huellas y la doctrina de nuestro Señor Jesucristo. Con asidua meditación recordaba sus divinas palabras y con sagaz penetración consideraba sus obras. Pero lo que ocupaba más de continuo su pensamiento, y tanto que apenas podía pensar en otra cosa, era la humildad de la Encarnación y el amor de la Pasión de Cristo» (1 Cel 84).

El pesebre reconstruido en Greccio y las llagas recibidas en el monte Alverna constituyen las expresiones culminantes, emblemáticas del modo cómo san Francisco contempló y revivió estos dos aspectos del misterio de Cristo, estos dos momentos de la benevolencia amorosa de Cristo hacia los hombres.

10. JESÚS EN LA EUCARISTÍA

En verdad, san Francisco podría ser llamado, más que el santo del pesebre o de las llagas, el santo de la Eucaristía. Para testificarlo tenemos sus Escritos, que son ciertamente el exponente más auténtico y genuino de su espíritu. El tema de la Eucaristía, junto al de la Palabra de Dios, es el más acentuado, el más apasionadamente tratado.

Su primer biógrafo declara: «Ardía en fervor, que le penetraba hasta la médula, para con el sacramento del cuerpo del Señor, admirando locamente su cara condescendencia y su condescendiente caridad. Juzgaba notable desprecio no oír cada día, a lo menos, una misa, pudiendo oírla. Comulgaba con frecuencia y con devoción tal, como para infundirla también en los demás. Como tenía en gran reverencia lo que es digno de toda reverencia, ofrecía el sacrificio de todos los miembros, y al recibir al Cordero inmolado inmolaba también el alma en el fuego que le ardía de continuo en el altar del corazón» (2 Cel 201).

Tan elocuente testimonio encuentra confirmación en los Escritos, que manifiestan a cada paso un ardiente celo por la Eucaristía. Bastaría para convencernos de ello leer, por ejemplo, las Cartas dirigidas a los Clérigos y a los Custodios.

San Francisco quiso promover un culto plebiscitario a Jesús Eucaristía, una misión eucarística a nivel mundial.[12] Para Francisco, Cristo Jesús lo es todo; el anhelo más profundo y ardiente de su corazón es vivir, amar, poseer a Jesús; y él sabe bien y cree de veras que puede encontrarlo personalmente presente, operante sobre la tierra, palpitante de amor en la Eucaristía. En el Testamento dejará escrito, como compendio de su pensamiento a este respecto: «Nada del mismo altísimo Hijo de Dios veo corporalmente en este mundo, sino su santísimo Cuerpo y su santísima Sangre» (Test 10).

Él vivió en un tiempo en que el culto eucarístico estaba increíblemente descuidado por los fieles y por los mismos sacerdotes; además, algunos herejes, como los Cátaros y los Albigenses, negaban la presencia real y hacían de las especies eucarísticas el blanco sacrílego de su odio a la fe católica. El Santo afrontó el problema con la conciencia de que el Señor le había confiado una misión, e imprimió a su apostolado el tono predominante de una Cruzada Eucarística de reparación. Son conmovedoras las palabras que escribió en la Carta a los Clérigos: «Consideremos todos los clérigos el gran pecado e ignorancia que tienen algunos sobre el santísimo Cuerpo y Sangre de nuestro Señor Jesucristo... Muchos lo dejan en lugares indecorosos, lo llevan sin respeto, lo reciben indignamente y lo administran a otros sin discreción... ¿No nos mueven a piedad todas estas cosas, cuando el mismo piadoso Señor se pone en nuestras manos y lo tocamos y lo recibimos todos los días por nuestra boca? ¿Ignoramos acaso que hemos de ir a parar a sus manos?» (CtaCle 1, 5, 8 y 9).

El interrogante nos interpela también a nosotros. Estamos asistiendo a la difusión de una mentalidad que, so pretexto de renovación litúrgica, niega la presencia real de Jesús en la Eucaristía fuera de la santa Misa, y rechaza o arruina el culto personal y público al Santísimo Sacramento.

Debemos ser reparadores, como amonesta el Seráfico Padre en la misma Carta: «Así pues, enmendémonos pronta y resueltamente de todas estas cosas y de otras semejantes; y allí donde se encuentre colocado ilícitamente y abandonado el santísimo Cuerpo de nuestro Señor Jesucristo, retírese de aquel lugar y póngase en un lugar precioso y custódiese» (CtaCle 11).

Debemos acoger la Palabra de Cristo, enseñada por la Iglesia, con la fe viva de san Francisco y postrarnos en adoración constante, repitiendo y prolongando la oración que se apresuró a recomendarnos en el Testamento: «Te adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus demás iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo» (Test 5).

A nosotros, hijos suyos, el Seráfico Padre nos confía la misión de predicar el Evangelio de la Eucaristía, que actualiza y aplica la salvación a todos los hombres: «Os ruego más que si de mí se tratara que... supliquéis humildemente a los clérigos que veneren sobre todas las cosas el santísimo Cuerpo y Sangre de nuestro Señor Jesucristo... Y en toda predicación que hagáis amonestad al pueblo sobre la penitencia y sobre la imposibilidad de salvarse nadie sino el que recibe el santísimo Cuerpo y Sangre del Señor (cf. Jn 6,54); y cuando es sacrificado por el sacerdote sobre el altar y cuando es llevado a otra parte, todas las gentes, de rodillas, tributen alabanzas, gloria y honor al Señor Dios vivo y verdadero. Y anunciad y predicad a todas las gentes acerca de la alabanza suya, de suerte que a toda hora y siempre que suenen las campanas, todo el pueblo tribute siempre alabanzas y acción de gracias al Dios omnipotente en toda la tierra» (1CtaCus 2, 6, 7 y 8).

El santo está demasiado convencido, Evangelio en mano, de la necesidad de la Eucaristía para la salvación del hombre, y por ello no duda en encargar a sus hermanos que hagan de ella tema principal de apostolado. La fe viva en la presencia real de Jesús lo arrastra a la adoración, la alabanza, la acción de gracias, y, superando toda barrera, Francisco abraza al universo y quiere envolverlo en este gozoso canto de respuesta al Amor.

En tiempos oscuros para el culto eucarístico, estas palabras marcaron el principio y fueron eficaz profecía de una época nueva. Algunos decenios más tarde, fue instituida la solemnidad del Corpus Domini, con las procesiones festivas del Santísimo Sacramento; sucediéronse en los siglos posteriores las Cuarenta Horas, la Adoración perpetua, los Congresos Eucarísticos a todos los niveles, y pareció cumplirse el ardiente voto del Serafín de Asís: «Todo el pueblo tribute alabanzas y acción de gracias al Dios omnipotente en toda la tierra».

El Vaticano II ha resumido la historia y la teología al presentar el sacrificio eucarístico como «fuente y cima de toda la vida cristiana» (LG 11): «Los demás sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, a Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de vida, que da la vida a los hombres por medio del Espíritu Santo» (PO 5).

11. EL MISTERIO DE CRISTO SOBRE EL ALTAR

San Francisco contempla en la Eucaristía el misterio de Cristo, actualizado en un movimiento dinámico, operativo y vinculante para la Iglesia. Predomina en él, sin duda, la mirada a la celebración del Sacrificio Eucarístico, del que brotan exigencias concretas para la vida. En sus Escritos se destaca bastante cuán natural, inmediata y espontánea le fuese la referencia de la Eucaristía a la vida de Cristo, a la Pasión, que se renueva sobre el altar, y a la Resurrección gloriosa, presente, aunque velada por el misterio.

En la primera Admonición leemos: «Mirad: cada día se humilla (Flp 2,8), como cuando desde el trono real (Sab 18, 15) vino al seno de la Virgen; cada día viene a nosotros vestido de humildad; cada día desciende del seno del Padre al altar, a las manos del sacerdote... Y así el Señor está siempre con sus fieles, como dice Él mismo: Mirad que yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo (Mt 28,20)» (Adm 1,16-18.22).

Para san Francisco, la Eucaristía es, con toda verdad, el Hijo de Dios en medio de los hombres, el Emmanuel-Dios con nosotros. No necesita razonar ni demostrar; él contempla, con la simplicidad de su fe, el prolongarse de la Encarnación sobre el altar y lo describe en términos de una transparencia cristalina. Al leer tales palabras del Pobrecillo, en la escucha silenciosa interior de estos pensamientos, casi parece estar mecidos por las melodías pastoriles del tiempo navideño, se advierte el ritmo de una contemplación modulada sobre una dulce onda musical que funde tierra y cielo en armonía inefable. Hay un algo que evoca la embriaguez indescriptible de la Navidad en Greccio.

El éxtasis seráfico se cierne entre el misterio del Pesebre y el «Hoy del Altar», en aquel triple expresivo «cada día», que fija la atención en una presencia real, siempre nueva, actual, sorprendente. Y desemboca en el candor de una visión, cargada de maravilla y de gozosa certeza: «así el Señor está siempre con sus fieles, como dice Él mismo: Mirad que yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo».

Por la Pasión, que se renueva en el sacrificio eucarístico, el Estigmatizado del Alverna hace saltar chispas de su corazón, que apenas centellean, pero que captadas son capaces de transformar a quien las retiene y se las mete dentro.

En la Carta a toda la Orden, dirigiéndose a los sacerdotes, les recomienda encarecidamente y de forma conmovedora que celebren «con reverencia el verdadero sacrificio del santísimo Cuerpo y Sangre de nuestro Señor Jesucristo... Si alguno hiciere de otro modo, se convierte en Judas traidor y se hace reo del Cuerpo y Sangre del Señor (cf. 1 Cor 11,27)». Y continúa: «Recordad, hermanos míos sacerdotes, lo que está escrito respecto a la ley de Moisés, cuyos transgresores, aun en las cosas materiales, morían sin remisión alguna por sentencia del Señor (cf. Heb 10,28). ¿Cuánto mayores y más terribles castigos merecerá padecer el que hollare al Hijo de Dios y profanare la Sangre del Testamento, en la cual ha sido santificado, e hiciere afrenta al espíritu de la gracia? (Heb 10,29). El hombre, en efecto, desprecia, profana y pisotea al Cordero de Dios cuando, como dice el Apóstol, sin apreciar (1 Cor 11,29) ni discernir el santo pan de Cristo respecto de los otros manjares o cosas, o lo come siendo indigno, o también, si fuese digno, lo come vana e indignamente, cuando el Señor dice por el profeta: Maldito el hombre que hace las obras de Dios con engaño (cf. Jer 48,10). Y condena a los sacerdotes que no quieren grabar esto de veras sobre su corazón, diciendo: Maldeciré vuestras bendiciones (Mal 2,2)» (CtaO 14.17-20).

Es verdaderamente impresionante cómo habla san Francisco de las faltas contra la Eucaristía. No distinguir el pan consagrado, comerlo indignamente o también sin provecho, equivale a la traición de Judas e incluso a la profanación de la Sangre de la Alianza, al desprecio del Cordero de Dios y al ultraje al Espíritu Santo. Llama la atención cómo aplica pasajes bíblicos y amenazas divinas, no sólo por culpas graves contra la Eucaristía, sino también por atenciones no prestadas, descuidos y apatías hacia tan gran Misterio. Esto es ciertamente porque entrevé ahí la renovación de los sufrimientos de la Pasión.

San Francisco contempla casi en una mirada única el sacrificio del altar y el del Calvario, con una transición tan rápida, que apenas se percibe. En la Carta a los Fieles enlaza la institución de la Eucaristía con el relato de la Pasión, concluyendo con un amargo llanto por aquellos que rechazan la salvación ganada en la Cruz, no recibiendo la Eucaristía o recibiéndola mal. En el Testamento recomienda aquella oración que va dirigida a la vez a Cristo Crucificado y Eucarístico.[13]

Para san Francisco, la Pasión no se relega al pasado, sino que se sitúa, se repite hoy en el hombre que peca. Calcando un pensamiento de la Carta a los Hebreos (6,6), apostrofa así a aquél que peca: «Los demonios no lo crucificaron, sino tú con ellos lo crucificaste y aún lo crucificas deleitándote en los vicios y pecados» (Adm 5). Si, pues, Francisco llora por el Crucificado, es porque lo ve crucificado hoy en el hombre y por esto quiere andar por todo el mundo a llamar a los hombres a la penitencia, llorando la Pasión del Señor. Es un pensamiento que se repite en sus Escritos: 1 R 21, Cartas a los Clérigos, a los Fieles, a los Custodios.

Aquí está subyacente la teología paulina del Cuerpo Místico, con la intuición de la esencia del Sacrificio eucarístico.

La Pasión de Cristo se renueva en la humanidad pecadora y se proyecta sobre el altar en la celebración eucarística, que «proclama la muerte del Señor, hasta que Él venga» (1 Cor 11,26). El cristiano participa de veras en la Eucaristía en la medida en que con su compromiso evangélico lleva a término la obra de la redención, «completando en su carne mortal lo que falta a las penalidades del Mesías por su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1,24).

Para recibir fructuosamente el Cuerpo y la Sangre del Señor, será indispensable, consiguientemente, eliminar el pecado, el amor propio, y hacer espacio al Espíritu Santo. En esta línea bíblica y teológica, escribe Francisco en su primera Admonición: «De donde, el Espíritu del Señor, que mora en sus fieles, es quien recibe el santísimo Cuerpo y Sangre del Señor. Todos los demás, que carecen del mismo Espíritu y se atreven a recibir al Señor, comen y beben su propia sentencia (1 Cor 11,29)».[14]

El Espíritu Santo, principio y término de la Eucaristía, exige y crea una vida nueva, dando en la Eucaristía una participación efectiva en la vida de Cristo Resucitado.

Pablo VI ha señalado a Francisco de Asís como el santo que supo realizar la síntesis entre la Pasión y la Resurrección, entre la espiritualidad de la Cruz y la teología de la Gloria.[15]

En la Carta a toda la Orden, después de referirse a la Pasión, escribe Francisco: «Escuchad, hermanos míos... si se venera el sepulcro donde reposó el cuerpo de Cristo algún tiempo, ¡cuán santo, justo y digno ha de ser quien toma en sus manos, come con la boca y el corazón, y da a los otros para que lo coman, al que ya no ha de morir, sino que ha de ser eternamente vencedor y glorificado, a quien los ángeles desean contemplar! ...Que todo hombre tiemble, que todo el mundo se estremezca y que el cielo salte de gozo cuando Cristo, el Hijo de Dios vivo, está sobre el altar en las manos del sacerdote. ¡Oh admirable grandeza y estupenda condescendencia! ¡Oh sublime humildad! ¡Oh humilde sublimidad!: ¡Que el Señor del universo, Dios e Hijo de Dios, se humille hasta el punto de esconderse, para nuestra salvación, bajo la modesta apariencia del pan!» (CtaO 21-22 y 26-27).

Es evidente que nuestro Santo contempla en la Hostia al Señor Resucitado, glorioso a la diestra del Padre, centro del paraíso, soberano del universo. Rebosante de entusiasmo, invita a todas las criaturas del cielo y de la tierra a exultar, a gozar de la embriaguez de espíritu en la presencia del Viviente, del mismo Señor Jesús, que constituye la felicidad de los bienaventurados. En éxtasis de amor, exclama el Serafín de Asís: ¡Jesús está aquí! ¡Jesús, el paraíso de todos los corazones! ¡Jesús nos ama hasta el extremo de dársenos personalmente en comida y bebida! Consiguientemente, con lógica lineal, atenazante, concluye: «Considerad, hermanos, la humildad de Dios y derramad ante Él vuestro corazón (Sal 61,9); humillaos también vosotros y seréis ensalzados por Él (Sant 4,10; 1 Pe 5,6). No os reservéis, pues, nada de vosotros para vosotros mismos, a fin de que os reciba enteramente quien enteramente se os entrega» (CtaO 28-29).

Una vez más la oración se enlaza con la vida; banco de prueba y sello distintivo de la adoración «en espíritu y verdad», tan cara al Pobrecillo, es un comportamiento moral adecuado, un reproducir al vivo, con fidelidad y coherencia, la actitud interior de Cristo Jesús. El Documento de Taizé (n. 39) resume esta concepción de la oración franciscana cuando dice: «La señal de que nuestro culto eucarístico es auténtico la tenemos en el esfuerzo por vivir a Cristo y por servirlo en los hermanos, en los pobres y en los enfermos».

12. UNA SOLA MISA

En la Carta a toda la Orden leemos: «Amonesto y ruego, pues, en el Señor que en los lugares donde viven los hermanos, se celebre sólo una misa al día, según el rito de la santa Iglesia. Mas si se encontraren allí varios sacerdotes, que, por amor de caridad, cada uno quede contento asistiendo a la celebración del otro; porque el Señor Jesucristo sacia a los que son dignos, tanto presentes como ausentes. Él, aunque al parecer lo contemplemos en distintos lugares, permanece, sin embargo, indivisible y no sufre detrimento alguno; sino que, uno en todas partes, obra como le place juntamente con Dios Padre y el Espíritu Santo Paráclito por los siglos de los siglos. Amen» (CtaO 30-33).

Sorprendente en verdad que un lenguaje tan simple y límpido haya dado cabida a interpretaciones varias, extrañas al texto, aun por parte de maestros eximios.[16] El pensamiento de san Francisco es transparente y busca resolver un caso concreto con un criterio digno de su temperamento espiritual. El número de sacerdotes aumentaba sensiblemente en la Orden (la Carta a toda la Orden parece dirigida de modo particular a los sacerdotes), la celebración cotidiana privada de la Misa se difundía a escala cada vez más vasta (había incluso abusos graves en esta materia),[17] los Hermanos Menores, siguiendo el ejemplo del Seráfico Padre, se mostraban deseosos de la Eucaristía (consiguieron para ello, en 1224, el privilegio del altar portátil);[18] ahora el santo Fundador debe resolver el caso práctico de muchos sacerdotes que quieren celebrar teniendo sólo una iglesita, sin poder recurrir a la concelebración, entonces caída ya en desuso. Aun en su encendido ardor por la Eucaristía, Francisco no se deja desbordar por un panliturgismo ritualista, sino que permanece firme, anclado en las instancias fundamentales de la oración y en la primacía de las virtudes evangélicas de la humildad y de la caridad. Lo que cuenta por encima de todo es la unión íntima, afectiva con Jesucristo, que produce sus frutos de gracia, incluso al margen de una celebración litúrgica; el poder del sacerdocio de Cristo ejerce su eficacia en cualquier parte, también sobre los ausentes; su mediación no está circunscrita por un rito ni limitada a quien participa en él.

La medida receptiva de la gracia de la Eucaristía viene dada sólo por la fe y por el amor que se expresan en la humildad, en el preferir a los demás antes que a uno mismo, en el renunciar incluso a una alegría espiritual, para complacer a los hermanos.

Esta es la actitud de fondo con que hemos de ir a la concelebración, hoy restablecida en la Iglesia y floreciente en todas partes. San Francisco remite a lo esencial, a las disposiciones preliminares indispensables, a los compromisos evangélicos concretos.

Sólo así la Eucaristía es centro, fuente y cumbre de la vida fraterna. A este respecto dice el Documento de Taizé (n. 37): «El Sacrificio eucarístico, en el cual el mismo Cristo celebra con su Cuerpo, que es la Iglesia, el misterio pascual, ha de ser verdadero banquete de amor y vínculo de unidad. Ha de llegar a ser más y más el centro vital de toda la vida de los hermanos. Es muy de recomendar la liturgia eucarística en común, sobre todo concelebrada, como fuente y cumbre de nuestra vida fraterna...».

13. MARÍA JUNTO A CRISTO

En esta misma línea bíblica y existencial se sitúa la Virgen María en la oración y en la vida de san Francisco.

Los testimonios de los biógrafos a este respecto son muy elocuentes. Escribe Celano: «Profesaba un indecible amor a la Madre de Jesús, porque nos había dado por hermano al Señor de la majestad. La obsequiaba con peculiares alabanzas, le dirigía ruegos, le ofrecía sus afectos tanto y de tal manera cual no puede expresar lengua humana. Pero lo que más nos alegra es que la constituyó abogado de la Orden y que cobijó bajo sus alas a los hijos que tenía que abandonar, para que ella los abrigase y auxiliase hasta el fin del mundo» (2 Cel 198).

Francisco atribuía a María la inspiración de vivir según el Evangelio. «Por intercesión de Aquella que había concebido al Verbo lleno de gracia y de verdad, logró concebir también él y engendrar el espíritu de la verdad evangélica... En la iglesita de Santa María de los Ángeles, al pie del altar, oraba Francisco con gemidos a la Virgen Madre de Dios..., y no fueron vanas aquellas humildes e insistentes plegarias... Aquí, en efecto, en su humildad, dio comienzo, aquí fue progresando de virtud en virtud, aquí alcanzó felizmente la cima de la perfección evangélica» (LM 2,8 y 3,1).

La perfección evangélica se identificaba para Francisco con la pobreza, y él la abrazó, porque la vio siempre unida en la Madre y en el Hijo (2 Cel 200).

Francisco enuncia con toda sencillez su propósito en estos términos, cuando escribe a Clara y a sus hermanas de San Damián: «Yo, hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza del altísimo Señor nuestro Jesucristo y de su santísima Madre, y perseverar en ella hasta el fin» (UltVol).

Francisco amaba y honraba a María sobre todo imitando su pobreza. Hay un episodio en su vida que podría constituir hoy una indicación válida y preciosa. A su vicario, Pedro Catáneo, que le pedía que se tomasen parte de los bienes de los novicios para hacer frente a las crecientes necesidades de los muchos hermanos que se encontraban de paso en Santa María de los Ángeles, no dudó en decirle el Santo: «Cuando de otra manera no puedas atender a los hermanos necesitados, despoja el altar de la Virgen y quítale sus adornos. Créeme, a la Virgen le será más grato que se observe el Evangelio de su Hijo despojando el altar, que dejar vestido el altar, pero despreciando a su Hijo. Dios cuidará de que haya quien restituya a su Madre lo que nos ha prestado a nosotros».[19]

La fidelidad del Pobrecillo al Evangelio hunde sus raíces en la oración y en el ímpetu de su amor hacia Cristo y su Madre. El amor lo impulsa a hacerse semejante a la Persona amada.

En el códice 338 de Asís, donde se reproduce el Saludo a las virtudes, el título viene presentado bajo esta significativa rúbrica: «Virtudes con que fue adornada la santa Virgen y debe serlo el alma santa».

Y el Saludo a la bienaventurada Virgen María, que sigue inmediatamente, concluye así: «Dios te salve, Madre suya, y a todas vosotras las santas virtudes, que, por la gracia e iluminación del Espíritu Santo, sois infundidas en los corazones de los fieles, para que de infieles los hagáis fieles a Dios».

San Francisco manifiesta claramente que en María ve a la persona que encarna las virtudes hasta casi identificarse con ellas. María es la síntesis armoniosa de la sabiduría y de la simplicidad, de la pobreza y de la humildad, de la caridad y de la obediencia. El Pobrecillo saluda a estas virtudes como «señoras y reinas», porque resplandecen en la «Señora y Reina del universo», como si fueran sus manifestaciones en la historia. Con una única mirada, con un único anhelo, se dirige a María y a las virtudes y les ruega que vengan a habitar en las almas, a fin de transformarlas con la gracia del Espíritu Santo.

El Concilio cierra el decreto sobre la renovación de la vida religiosa indicando el mismo camino (PC 25). En el Documento de Taizé (n. 15) se declara: «Sigamos y veneremos a la Virgen María, asociada a la pobreza y a la pasión de Cristo. Nunca separemos a la Madre del Hijo. Ella es la senda abierta que conduce a la consecución del espíritu de Cristo pobre y crucificado». Se refleja aquí, en síntesis, la postura de san Francisco respecto a la Madre de Dios.

El amor de san Francisco a la Virgen se hace uno con el compromiso de vida evangélica, pasa a través de Cristo y llega, finalmente, a la santísima Trinidad, donde María tiene su propia morada, el origen y la meta de su ser, tipo y ejemplar para todo cristiano.

Lo dicho se pone muy bien de relieve en las dos sublimes y densas oraciones marianas que se conservan de nuestro Santo: en el Saludo a bienaventurada Virgen María y en la Antífona del Oficio de la Pasión del Señor.

En la primera, ella es «la elegida por el Padre santísimo del cielo, a la cual consagró con su santísimo y amado Hijo y con el Espíritu Santo Paráclito, en ella estuvo y está toda la plenitud de la gracia y todo bien».

En la Antífona del Oficio de la Pasión, María es contemplada como «Hija y esclava del altísimo y sumo Rey el Padre del cielo, Madre del santísimo Señor nuestro Jesucristo, Esposa del Espíritu Santo...».

Digna de destacarse es la rúbrica añadida a esta oración: «Adviértase que la susodicha antífona se dice a todas las horas; y sirve de antífona, capítulo, himno, versículo y oración; y lo mismo a maitines y demás horas. Ninguna otra cosa decía en ellas más que esta antífona con sus salmos».

Es fácil deducir de ello que Francisco demoraba en esta oración y que la consideraba comprensiva de todos los elementos de la Liturgia de las Horas. María lo conducía fácilmente a la comunión de vida con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, hasta el punto de que le bastaba como tema del salmo (antífona), como pasaje de la Escritura (capítulo y maitines), como canto de alabanza (himno), como reflexión personal sobre un pensamiento escogido de la Escritura (versículo), como síntesis de la oración en la celebración de la Liturgia de las Horas (oración).

María, en sus relaciones de Hija con el Padre, de Madre con el Hijo, de Esposa con el Espíritu Santo, es el prototipo de la Iglesia, «Pueblo reunido en la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (LG 4 y 63); y lo es, a la vez, de la vida contemplativa y de la mística esencial que, a su vez, expresa «la plenitud de la presencia de la Iglesia» (Ad Gentes 18).

En esta contemplación de María en el seno de la Santísima Trinidad, Francisco condensaba su oración eclesial y su experiencia inefable de amor a las Tres Divinas Personas. Creemos no estar lejos de la verdad al individuar aquí uno de los elementos determinantes de su introducción en la vida contemplativa.

Un experto y agudo teólogo ha escrito recientemente: «Es admirable que, tanto en Oriente como en Occidente, la oración que prepara el alma para la vida contemplativa sea siempre una oración dirigida a la Virgen. Es como si la Virgen nos tomase de la mano, nos acompañase, nos introdujese en el misterio de Dios».[20]

San Francisco es una prueba tangible de esta acción de María en la oración. María lo tomó y lo llevó de la mano, en su iglesita de la Porciúncula, desde el comienzo de su conversión hasta la muerte, hasta la posesión beatífica del Dios Uno y Trino.

En la antífona mariana queda todavía otra particularidad que destacar: María es llamada aquí, quizá por primera vez en la historia, Esposa del Espíritu Santo.[21] Debe tener un significado profundo y original este apelativo, dado que Francisco alude a él en otro lugar, rompiendo con una cierta tradición. En efecto, mientras habitualmente a las vírgenes consagradas se las llama «esposas de Cristo», Francisco, al escribir a Clara y a sus Hermanas la «Forma de vida», les dice que «se han desposado con el Espíritu Santo».

El motivo hay que buscarlo, sin más, en la experiencia personal intensa de los dones del Espíritu Santo y en la primacía del amor, operante en su vida interior y en su familia espiritual. María, morada y esposa del Espíritu Santo, se le presenta a Francisco como figura ideal y maestra.

De aquí, el origen de su familia religiosa como «Fraternidad», cuyo Ministro General es el Espíritu Santo: «Ante Dios -decía Francisco- no hay acepción de personas, y el Espíritu Santo, Ministro General de la Religión, desciende por igual sobre el pobre y sencillo, como sobre el rico y sabio» (2 Cel 193); de aquí, su insistencia en que sus hermanos estuviesen unidos, se amasen mutuamente como hijos de una misma madre, permaneciesen juntos en el vivir según el Evangelio y en el orar. Véase lo que narra Celano (2 Cel 191-193), y la oración de Jesús por la unidad de sus discípulos, que san Francisco transcribe en el cap. 22 de la primera Regla (1 R 22).

14. ORACIÓN COMUNITARIA

La oración comunitaria debe ser eco y expresión de la verdadera vida fraterna. El Documento de Taizé (n. 14) dice: «Hemos de orar como Hermanos Menores. Somos verdaderos Hermanos Menores cuando nos reunimos en el nombre Cristo, en mutua caridad, de forma que el Señor esté realmente en medio de nosotros» (Mt 18,20).

El Concilio enseña: «Y es así como, por la caridad de Dios que por el Espíritu Santo se ha derramado en los corazones (Rom 5,5), la comunidad congregada como verdadera familia en el nombre del Señor goza de su presencia» (PC 15).

Es preciso redescubrir y hacer operante esta presencia de Jesús en la comunidad religiosa, como fundamento de la vida fraterna y elemento constitutivo de la oración comunitaria. Es preciso, para ello, estar unidos en el nombre del Señor, o sea, buscar juntos su Reino, la verdad, el bien común, el amor recíproco. Sólo en este clima se desarrolla una verdadera oración comunitaria.

La crisis que se advierte en este campo tiene como raíz la falta de atmósfera sobrenatural; para remediarlo, no valdrán leyes y documentos, Capítulos e intentos de cambiar formas y horarios.

Sólo hace falta traer de nuevo a «Jesús en medio de los suyos, unidos en su nombre» y vivirlo. Es el carisma particularmente desarrollado por la «Obra de María», que tiene su matriz histórica y espiritual en la Fraternidad franciscana.

Es ya tiempo, quizá, de aprender algo de los movimientos religiosos contemporáneos, que renuevan y realizan hoy nuestro ideal.[22] No considerarse autosuficientes y hacerse discípulos del Espíritu Santo, que obra y se comunica en los signos de los tiempos, es pobreza de espíritu. Ser capaces de aprender y de asimilar el bien, dondequiera que se encuentre, es índice de juventud.

Si san Francisco es un don del Espíritu Santo a la Iglesia, ¿por qué no buscarlo también en la Iglesia de hoy, que crece hasta el punto de provocar una crisis de crecimiento? Es un hecho constatado que diversos movimientos religiosos contemporáneos revelan aspectos característicos del franciscanismo y constituyen una prueba de su actualidad.

La presencia de «Jesús en medio de los suyos», como elemento primordial de la comunidad cristiana, la vida evangélica de pobreza junto a los pobres y marginados, la fraternidad universal y el espíritu de servicio humilde, son valores franciscanos que hoy son redescubiertos y vividos por institutos religiosos nuevos. Estos no sufren crisis de vocaciones y numerosos jóvenes acuden a ellos con ardiente entusiasmo.

Este fenómeno nos plantea un interrogante ineludible sobre el que debemos reflexionar.

Debemos retornar a san Francisco, a su ardor apasionado por Cristo Jesús, a quien hemos de amar e imitar y seguir con las obras.

La Madre Teresa de Calcuta ha compuesto, para sus Misioneras de la Caridad, la oración «Irradiar a Cristo», que expresa su vida humilde y fraterna en medio de los pobres. San Francisco prescribe a los hermanos que van entre sarracenos, como primer medio de apostolado, «que no muevan altercados ni disputas, sino que estén sujetos a toda humana criatura por Dios (1 Pe 2,13), y confiesen que son cristianos» (1 R 16,6).

Es el clima de la última Cena y de la Eucaristía, el espíritu del lavatorio de los pies y de la oración sacerdotal de Jesús, temas éstos tan entrañables para el Seráfico Padre, que quiso escuchar de nuevo su relato y reproducir alguno de ellos antes de morir (2 Cel 217).

Realizar este clima es crear el ambiente propicio al gozo y a la alabanza de Dios.

15. LITURGIA DE LAS HORAS

El Concilio contempla así, en admirable síntesis, el misterio de Cristo: «El sumo Sacerdote de la nueva y eterna Alianza, Cristo Jesús, al tomar la naturaleza humana, introdujo en este exilio terrestre aquel himno que se canta perpetuamente en las moradas celestes. Él mismo une a Sí la comunidad entera de los hombres y la asocia consigo al canto de este divino himno de alabanza. Porque esta función sacerdotal se prolonga a través de su Iglesia, que sin cesar alaba al Señor e intercede por la salvación de todo el mundo, no sólo celebrando la Eucaristía, sino también de otras maneras, principalmente recitando el Oficio divino» (SC 83).

San Francisco asumió plenamente esta misión suprema de glorificar al Padre e hizo de ella la pasión predominante de su vida y de su acción apostólica. Prueba de ello es su celo ardiente por la celebración de la Liturgia de las Horas. Para él, recitar «el Oficio Divino según el orden de la santa Iglesia Romana» se identificaba casi con la observancia de la Regla y con la profesión de fe católica: de aquí, una dureza insólita, una intransigencia sin más para con aquellos que se sustraían a su rezo o se tomaban la libertad de cambiar su forma, como puede verse en su Testamento y en la Carta a toda la Orden. ¿Cuál era el motivo de semejante proceder?

Aun teniendo en cuenta una interpretación histórica fundada del rechazo de algunos hermanos a decir el Oficio,[23] no se podrá nunca explicar la drástica reacción del manso Pobrecillo, si no es por el hecho de que él se siente tocado en lo más vivo, en el punto neurálgico de su espíritu. Para él, la razón primera y única de toda existencia creada es «la alabanza de la gloria de Dios», que es la razón misma de ser de Cristo y de la Iglesia (Ef 1,3-17).

Ahora bien, reconociendo en el Oficio divino el instrumento privilegiado para responder a esta razón de ser, Francisco no puede sino querer a toda costa su fiel celebración. Volcado por entero a Cristo Jesús y a su Cuerpo Místico, la Iglesia, quiere encarnar la función sacerdotal de alabanza al Padre y de oración por los hermanos.

Al margen de esta razón de ser, san Francisco no puede absolutamente concebir ni aceptar una vida religiosa. Así se explica su comportamiento riguroso contra los reacios y los contestatarios.

A cuantos hoy, con superficialidad, se sustraen a la celebración de la Liturgia de las Horas, habrá que hacerles ver sobre todo esta convicción profunda de nuestro Santo, habrá que recordarles que se existe exclusivamente en función de la gloria de Dios y que dar gloria a Dios coincide con el realizarse a sí mismos y procurarse la única verdadera felicidad.

Es cuanto enseña Francisco de Asís en el capítulo conclusivo de la Regla no bulada, como veremos a continuación.[24]

16. CÁNTICO DE ALABANZA Y DE AMOR

«Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios, Padre santo y justo, Señor Rey de cielo y tierra, te damos gracias por ti mismo, pues por tu santa voluntad, y por medio de tu único Hijo con el Espíritu Santo, creaste todas las cosas espirituales y corporales, y a nosotros, hechos a tu imagen y semejanza, nos colocaste en el paraíso. Y nosotros caímos por nuestra culpa. Y te damos gracias porque, al igual que nos creaste por tu Hijo, así, por tu santo amor con que nos amaste (Jn 17,26), quisiste que Él, verdadero Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen beatísima santa María, y quisiste que nosotros, cautivos, fuéramos redimidos por su cruz y sangre y muerte. Y te damos gracias porque este mismo Hijo tuyo ha de venir en la gloria de su majestad a arrojar al fuego eterno a los malditos, que no hicieron penitencia y no te conocieron a ti, y a decir a todos los que te conocieron y adoraron y te sirvieron en penitencia: "Venid, benditos de mi Padre, recibid el reino que os está preparado desde el origen del mundo" (Mt 25,34). Y porque todos nosotros, míseros y pecadores, no somos dignos de nombrarte, imploramos suplicantes que nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo amado, en quien has hallado complacencia (Mt 17,5), te dé gracias de todo junto con el Espíritu Santo Paráclito, como a ti y a Él os agrada, Él, que te basta siempre para todo y por quien tantas cosas nos has hecho. Aleluya» (1 R 23,1-5).

Es un canto estupendo por la inspiración bíblica, por las dimensiones cósmicas, por su intuición mística más elevada. Se le ha definido «el Credo de san Francisco»; un Credo que no es un elenco árido de artículos de fe, sino un himno de alabanza y de acción de gracias por la creación, la Encarnación, la Redención y la consumación final de la historia de la salvación.

El Serafín de Asís se cierne sobre las alas de la contemplación y vuela, como si estuviese ya en posesión de la bienaventuranza celestial, hasta el centro de la Liturgia Intratrinitaria, prototipo de toda liturgia: ¡al Hijo y al Espíritu Paráclito, para que tributen alabanza, acción de gracias y amor al Padre!

En el anhelo incontenible de arrastrar consigo a todas las criaturas del cielo y de la tierra -hay que leer entero todo el largo capítulo-, en la invitación a todas las categorías de la Iglesia celeste y peregrina a alabar, a dar gracias, a amar al Padre, Francisco aplaca el celo que lo devora, apropiándose y ofreciendo la mediación sacerdotal de Cristo y el gemido inenarrable del Espíritu Santo.

El Santo, «todo seráfico en ardor», tiene una experiencia íntima, embriagadora, de la comunión de vida con Dios Uno y Trino; quiere comunicarla, tiene necesidad de comunicarla a todos los hombres, y se abandona a la fogosidad del Espíritu con un ímpetu de torrente en plenitud:

«Amemos todos con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con toda la fuerza y poder, con todo el entendimiento, con todas las energías, con todo el empeño, con todo el afecto, con todas las entrañas, con todos los quereres y voluntades, al Señor Dios... Ninguna otra cosa, pues, deseemos, ninguna otra cosa queramos, ninguna otra cosa nos agrade y deleite, sino el Creador y nuestro Redentor y Salvador, el solo Dios verdadero; quien es pleno bien, todo bien, entero bien, verdadero y sumo bien. Que nada, pues, impida, nada separe, nada adultere; nosotros todos, dondequiera, en todo lugar, a toda hora y en todo tiempo, todos los días y continuamente, creamos verdadera y humildemente y tengamos en el corazón y amemos, honremos, adoremos, sirvamos, alabemos y bendigamos, glorifiquemos y sobreexaltemos, engrandezcamos y demos gracias al altísimo y sumo Dios eterno, trinidad y unidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas y salvador de todos los que en él creen y esperan y lo aman, que sin principio y sin fin es inmutable, invisible, inenarrable, inefable incomprensible, inescrutable, bendito, loable, glorioso, sobreexaltado, sublime, excelso, suave, amable, deleitable y sobre todas las cosas todo deseable por los siglos. Amen» (1 R 23,8-11).

Cualquier comentario menoscabaría un texto tan expresivo. San Francisco arde en amor de Dios y quiere que todos se dejen invadir por este fuego beatificante.

Las chispas que lo encienden son: la asimilación de la Palabra de Dios y la vida en comunión con la santísima Trinidad.

17. CREATIVIDAD Y ESPONTANEIDAD

El Pobrecillo de Asís es el santo de la simplicidad y de la libertad de espíritu. Su Regla es el Evangelio, su guía es el Espíritu del Señor. El abandono confiado a la operación del Espíritu Santo y la docilidad a la Palabra de Cristo enriquecen su oración con una singular creatividad y espontaneidad.

Su vida está constelada de expresiones maravillosas de oración creadora y espontánea; baste pensar en los dos encantadores relatos de la perfecta alegría y de la meditación dialogada sobre la humildad (Florecillas, caps. 8 y 9). Partiendo de circunstancias humildes y difíciles, Francisco hace brotar celebraciones estupendas de la gracia de la Cruz y de la gloria de Dios.

Estas composiciones poéticas no hacen sino expresar el espíritu que aletea en los Escritos auténticos y en las oraciones personales del Santo, que indicaremos a grandes rasgos.

Tenemos el así llamado Oficio de la Pasión, que más bien debería llamarse Oficio de Cristo, por cuanto abarca todo su misterio, de Adviento a Pentecostés, en el ciclo completo del año litúrgico. Requeriría un estudio aparte. Lo señalamos aquí como testimonio de una capacidad nada común de adaptar los textos bíblicos y litúrgicos a una oración personal, contemplativa, y de percibir con intuición profunda la presencia y los sentimientos mismos de Cristo en los salmos.

Tenemos las Alabanzas del Dios altísimo, escritas al dorso del papel de la bendición dada a fray León, cuyo precioso autógrafo conservamos todavía. Es un espléndido «Te Deum», brotado del corazón del Santo sobre el Alverna, en el clima extático de la impresión de las Llagas. En ellas se contempla y se alaba al Señor en la inagotable riqueza de sus atributos y en la relación de amor con las criaturas.

Tenemos Las Alabanzas que se han de decir en todas las Horas: una armoniosa antología de versículos bíblicos con una oración final típica de san Francisco, que insiste siempre, en pobreza de espíritu, en que se reconozca que todo bien proviene de Dios y a Dios debe ser restituido, como himno de alabanza y de acción de gracias. Es un admirable «Sanctus», que en la tierra se hace eco de la Liturgia del cielo.

En esta oración, que abría y concluía la Liturgia de las Horas, se halla insertada una paráfrasis de la oración dominical: Exposición o Paráfrasis del Padre Nuestro. Se puede poner alguna reserva a su autenticidad, sobre todo por el esquema teológico tan bien articulado en el desarrollo del texto evangélico. Pero si no fue san Francisco quien la compuso, es cierto, con todo, que la recitaba con las Alabanzas que se han de decir en todas las Horas. Hay que recordar su predilección por el Padre Nuestro, del que asimiló el espíritu y del que hizo el tema principal de su enseñanza a los hermanos sobre la oración (cf. 1 Cel 45).

Es la oración enseñada por Jesús y nuestro Santo no podía menos que preferirla como la oración por antonomasia, que le ofrecía un contacto inmediato con el pensamiento, las palabras, los sentimientos del Señor.

La oración concebida como arrebato de amor hacia la Persona adorable de Cristo Jesús: ésta es la fuente genuina de la creatividad y de la espontaneidad. No la improvisación descuidada, ni la manía de hacer cosas nuevas, sino la tensión dinámica y operante hacia Aquel que sintetiza en sí la ley y la libertad, constituye el manantial y la sustancia de una oración tan personal y rica como la de Francisco.

En la Carta a toda la Orden, Francisco confiesa ante sus hermanos que no observó la Regla, «ni dije el Oficio como ordena la Regla, sea por negligencia, con motivo de mi enfermedad, o porque soy ignorante e inculto», e inmediatamente después recomienda al Ministro General que haga observar inviolablemente la Regla y, asimismo, recitar el Oficio para «agradar a Dios», evitando el gusto de cierta coreografía monástica de aquel tiempo. Si se lee entre líneas, la resultante es un equilibrio entre la fidelidad a la ley y la libertad de espíritu, entre la firme voluntad de decir e imponer el Oficio y la insistencia no menos firme en cuidar sobre todo «que reciten el Oficio con devoción en la presencia de Dios, no poniendo el esmero en la melodía de la voz, sino en la adhesión del espíritu, de suerte que, armonizando las palabras con el espíritu y el espíritu con Dios, puedan, por la pureza de su corazón, agradar a Dios y no halagar los oídos de la gente con la dulzura de su canto» (CtaO 39-42). El relieve dado a la observancia espiritual, al deber de agradar a Dios, deja espacio más que suficiente a la espontaneidad y a la creatividad.

Francisco encuentra en Cristo Jesús personificadas la Palabra y la Liturgia con un amor pronto a darse y encarnarse en el hombre. Profundamente consciente de tamaño don, el Pobrecillo decía que recitando el Oficio «tomaba a Dios como auténtico alimento». Según Celano, Francisco «rezaba las Horas canónicas con no menos respeto que devoción... Y solía decir: -Si el cuerpo toma con tanta calma su alimento..., ¿con cuánta paz y tranquilidad no deberá el alma tomar su alimento que es su Dios?» (2 Cel 96).

No se puede, tal vez, ir más allá en la identificación de la Eucaristía y de la Palabra de Dios, presente en la Liturgia de las Horas. El Serafín de Asís no se cansa en sus Escritos de recomendar un culto paralelo hacia la Sagrada Escritura y hacia el Cuerpo y la Sangre del Señor, anticipándose a la enseñanza del Vaticano II (Dei Verbum 21) sobre el único Pan de vida, la Palabra hecha Carne: Cristo Jesús. Para tener una visión más amplia del pensamiento de san Francisco, véanse su Testamento, la primera Admonición, las Cartas a los Clérigos, a los Fieles, a toda la Orden, y a los Custodios.

18. EL CÁNTICO DE LAS CRIATURAS

La mirada concentrada en Cristo, a quien con san Pablo intuye presente «todo en todas las cosas» (Col 3,11), al que admira y ama en la piedra y en la luz, en las flores y en los pájaros, en los gusanillos del camino y en los hombres (2 Cel 165-177; EP 113-120), es la raíz y origen del Cántico de las Criaturas: traducción personal, espontánea, creativa del Cántico bíblico de los tres jóvenes en el horno (Dan 3,52-90).

Transformado en Cristo, Francisco hace suya propia la visión evangélica de las criaturas, obras de las manos del Padre, hijas todas de su Amor y, por tanto, «hermanas, hermanos» del hombre, a quien han sido dadas. El Cántico se desenvuelve con ágil frescura, sintetizando y vivificando el texto vétero-testamentario con el espíritu nuevo del Hijo, encarnado e introducido en lo creado como levadura. Las criaturas no son llamadas, como en rápida revista militar, a presentarse ante Dios y a alabarlo, como en el libro de Daniel, sino que son contempladas con un candor de poesía en sus propiedades particulares. La alabanza del Señor brota, de manera existencial, de las cualidades mismas de las criaturas, que al unísono con Francisco cantan en actitud cósmica de fraternidad universal al Padre común. Se perfila aquí, en germen, la actual teología de las realidades terrestres, novedad sorprendente para aquel tiempo y, como tal, advertida y acogida con entusiasmo. Francisco se muestra consciente de que «compone un nuevo cántico de alabanzas de las criaturas al Señor», para consuelo y edificación de todos (cf. EP 100).

La misma visión, que se extiende hasta el misterio pascual, amplía la alabanza del Señor al sufrimiento, a la caridad que perdona, a «nuestra hermana la muerte corporal». Es el canto que estalla después de una noche de sufrimientos insoportables y en el contexto de un recrudecimiento de las discordias entre el Obispo y el Podestà de Asís. El Santo canta al Señor su himno de perfecta alegría, manda a sus hermanos a cantarlo ante el Obispo y el Podestà como Evangelio de paz, y de las notas irresistibles del amor florece el prodigio de la reconciliación (cf. EP 100-101).

¿Seremos también nosotros capaces de cantar esta «nueva alabanza de las criaturas», traduciéndola a términos modernos, envolviendo en la alabanza divina la civilización tecnológica y la pasión de nuestra época atormentada?

Parece que los tiempos están maduros, a juzgar por el fervor creativo de nueva música popular-religiosa, y que los hombres tienen motivos especiales para esperarlo de los seguidores del Juglar de Dios.

Es la idea que Francisco tiene de sus hermanos: «¿Qué otra cosa son, en efecto, los siervos de Dios sino juglares suyos que deben levantar los corazones de los hombres y conducirlos a la alegría espiritual?» (2 Cel 100).

En el Documento de Taizé (n. 18) leemos: «Al contemplar a Dios, sumo Bien, de quien procede todo bien, ha de brotar de nuestros corazones la adoración, la acción de gracias, la admiración y la alabanza. Llenos de gozo pascual, viendo a Cristo en todas las criaturas, vayamos por el mundo entonando alabanzas e invitando a los hombres a alabar al Padre, hechos testigos de su amor en nuestra vida fraterna, en la oración y en el apostolado».[25]

19. CASAS DE RETIRO Y DE ORACIÓN

El Concilio señala, entre las tareas más urgentes de hoy, «la necesidad de conservar en los hombres las facultades de la contemplación y de la admiración, que llevan a la sabiduría» (GS 56). Contemplar y admirar, he aquí dos facultades particulares desarrolladas en Francisco, sublime niño y poeta de Dios, que enseña aún hoy cómo armonizar el trabajo y la oración, el vivir en medio del mundo y el recogerse en Dios.

Eco de esta síntesis es la pequeña Regla para los eremitorios que, por su simplicidad y candor, equilibrio y apertura, es, tal vez, única en la historia y en la legislación de las Ordenes religiosas.

Verdadero tesoro escondido en el campo de la espiritualidad franciscana, este breve documento exhala todavía la fragancia encantadora de la primavera seráfica, de aquella al menos que floreció en torno a Francisco y a sus fidelísimos, a quienes gustaba llamar «Caballeros de la Mesa redonda». Esta Regla atestigua, entre otras cosas, la armonía posible entre trabajo y silencio, vida eremítica y vida comunitaria, oración contemplativa y oración litúrgica, con un horario regulado por una puntual «Liturgia de las Horas», en un ritmo de disciplina montado sobre una obediencia evangélica de amor.

Aun sin ceder a idealizaciones románticas, generalizando un contexto que no estuvo exento de sombras, no se puede menos que permanecer admirados a contemplar un cuadro de vida religiosa, que emerge de allí y que sabe a algo casi de fábula o paradisíaco. En los bosques de Fontecolombo y en los parajes quebrados de Montecasale parece que se ven todavía aquellos hermanos legendarios, los maravillosos hermanos de las Florecillas, que se alternan en el trabajo y en la oración, con una simplicidad y con una alegría que sabe a cielo.

Son pocos, no pueden ser más de tres o cuatro, a fin de que les sea posible reconstruir mejor el ambiente familiar de Betania, donde Jesús encontraba acogida e intimidad dulce y reparadora. Marta y María, las figuras clásicas de la vida activa y de la contemplativa no están aquí en contraste, sino en armoniosa sintonía: una en función de la otra, se integran y se alternan según acuerdo previo y constante, operado por el Espíritu de amor.

Delicioso de modo inefable es aquel apelativo tierno de «madres», dado a los hermanos ocupados en el servicio de la casa. En la Regla definitiva se encuentra este pensamiento, que es una auténtica alhaja de teología espiritual: «Y dondequiera que residan y den unos con otros los hermanos, compórtense mutuamente con familiaridad entre sí. Y exponga confiadamente el uno al otro su necesidad, porque si la madre nutre y ama a su hijo carnal, ¿con cuánto mayor esmero debe cada uno amar y nutrir a su hermano espiritual?» (2 R 6,7-8).

Francisco aquí ordena sin más un amor más perfecto que el materno. Y tiene razón, en la lógica lineal de su visión de fe. Para él, el verdadero Ministro General de la Fraternidad es el Espíritu Santo, que tiene como misión suya propia formar uno solo, de los varios miembros del Cuerpo Místico de Cristo (1 Cor 12,13). Por tanto, al ser en el Espíritu el hermano una sola cosa con el «hermano espiritual», más de cuanto lo sea en la carne la madre respecto al propio hijo, el amor debe ser más intenso, debe ser tal que sea capaz de integrar a las diversas personas con las diversas tareas en la armonía de la unidad.

Que esto no fue un mero ideal soñado, sino una realidad vivida, se deduce, de entre otras cosas, de una relación del primer biógrafo de san Francisco: «Un devoto clérigo español tuvo en cierta ocasión la dicha de ver al Siervo de Dios y de entretenerse con él hablando sobre la conducta de sus religiosos en España. Entre otras noticias le refirió ésta que alegró mucho a Francisco: -Tus hermanos viven en nuestra tierra en un eremitorio pobre, y tienen concertado de la siguiente forma su método de vida: que una mitad cuide de las cosas de la casa y que la otra mitad se dedique a la contemplación; cada semana se turnan de oficio, de suerte que los contemplativos se convierten en activos y los activos en contemplativos» (2 Cel 178). Acerca de las sombras que pronto harían aparición en un cuadro tan luminoso, puede verse lo que dice el mismo Celano inmediatamente después (2 Cel 179).

Hoy se está poniendo al rojo vivo el problema de las casas de retiro y de oración. Por todas partes se reconoce su importancia para una renovación de la vida religiosa. Así puede constatarse en las Constituciones de los Hermanos Menores, arts. 28-31; en las de los Capuchinos, 42; en el I Consejo Plenario de los Capuchinos en Quito; en el Documento de Taizé, n. 25; etc.

Es necesario que sea operante la convicción de que la vitalidad de la Orden depende del reflorecimiento de la vida de oración, y de que «todas las cosas temporales deben servir al espíritu de la santa oración y devoción» (2 R 5).

Es necesario que se nos forme para una genuina vida contemplativa, como la expresión más pura del ideal franciscano, hoy más actual que nunca.[26]

La contemplación en los caminos del mundo de los movimientos espirituales contemporáneos es el hallazgo de uno de los valores de nuestra historia.

El Doctor Seráfico refiere de san Francisco: «Había aprendido a repartir tan bien el tiempo de la vida concedido para merecer, que parte de él lo empleaba en provecho de sus prójimos, y lo restante lo ocupaba en los dulces y tranquilos ocios de la más elevada contemplación. De aquí que después de haberse ocupado en procurar la salvación de los demás, según lo exigían las circunstancias de los lugares y tiempos, abandonaba el inquieto tumulto de las turbas y se retiraba a lo más recóndito de la soledad y a los sitios más tranquilos para vacar más libremente a Dios y sacudir el polvo, que por ventura pudiera haberse pegado a su alma en el trato y conversación con los hombres» (LM 13,1).

Fruto de la experiencia vivida era la exhortación a los hermanos que enviaba por el mundo: «Id en el nombre del Señor, hermanos míos. Id de dos en dos, caminando humilde y modestamente, con religioso silencio desde el amanecer hasta después de la hora de Tercia, orando muy de corazón al Señor. Procurad que no salgan de vuestros labios palabras vanas y ociosas. Aunque estéis de camino, cuidad de que vuestro comportamiento sea tan moderado y prudente, como si estuvierais en un eremitorio o recogidos en vuestra celda. Porque debéis saber que cualquier sitio donde nos encontremos o por cualquier camino que vayamos, siempre llevamos con nosotros una verdadera celda, que es nuestro hermano cuerpo, en cuyo interior mora como un ermitaño nuestra alma, para orar al Señor y meditar en Él. Por donde, si el alma no permanece en la quietud y soledad de esta su celda, poco ayudará al religioso morar en una celda material» (EP 65; LP 80b).

Con estas palabras san Francisco subraya la necesidad del silencio y del recogimiento, incluso en medio del mundo, como clima indispensable para la oración, para contemplar a Dios que habita en nuestros corazones.

Nosotros, por desgracia, somos hoy alérgicos a esta llamada; una avalancha de ruidos y de... sofismas nos envuelve de manera pavorosa. Al constatar semejante situación, el P. Koser (n. 73) ha dado un toque de alarma: «Para salvar al hombre y su vida con Dios, es necesario romper con la moderna fobia al silencio, a la soledad y al recogimiento».

Y para acabar con esta fobia fatal, no hay más que un solo camino que emprender, camino que es al mismo tiempo meta que alcanzar: volvernos cada vez más conscientes de la presencia de Jesús dentro de nosotros y en torno a nosotros, y vivir esta realidad.

Vivir a Jesús es el Evangelio, la realidad sorprendente de la gracia, que hace pregustar la alegría del cielo en la oración.

20. ¡FRANCISCO, ENSÉÑANOS A ORAR!

Esta es la sabiduría del Seráfico Padre. Debemos presentarnos a él, como sus primeros hermanos, y pedirle que nos la comunique, enseñándonos a orar.

Él nos responderá con las palabras, llenas de cálido afecto, que escribió al Capítulo de los hermanos: «Escuchad, hijos del Señor y hermanos míos, y entended mis palabras (Hch 2,14). Inclinad el oído de vuestro corazón (Is 55,3) y obedeced a la voz del Hijo de Dios. Guardad de todo corazón sus mandamientos y cumplid perfectamente sus deseos. Dadle gracias, porque Él es bueno (Sal 135,1), y engrandecedle con vuestras obras (Tob 13,6), pues os envió por todo el mundo para que de palabra y de obra deis testimonio de su Palabra y hagáis saber a todos que sólo Él es omnipotente (Tob 13,4). Perseverad en la disciplina y en la santa obediencia (Heb 12,7), y cumplid con sincera y firme decisión cuanto le prometisteis. El Señor Dios se ofrece a nosotros como a hijos (Heb 12,7)» (CtaO 5-11).

Francisco no conoce otra sabiduría que el amor de Jesucristo; para él, orar es vivir, seguir, dar gracias y alabar a Jesucristo, que nos ama y que se nos ofrece en la Cruz y en la Eucaristía.

Como a los primeros hermanos, Francisco nos dice que adoremos y bendigamos al santísimo Señor Jesucristo Crucificado y Sacramentado en todas las iglesias del mundo (Test; 1 Cel 45), y nos desea «la salvación en Aquel que nos redimió y nos purificó con su preciosísima Sangre; al cual, en cuanto escuchéis su nombre, habéis de adorar con temor y reverencia, postrados en tierra; a Él, el Señor Jesucristo, cuyo nombre es Hijo del Altísimo, que es bendito por los siglos» (CtaO 3-4).

Jesús nos conduce al Padre, y Francisco no se cansa de recomendarnos: «Amemos a Dios y adorémosle con corazón y espíritu puros, porque esto es lo que sobre todo desea cuando dice: -Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad (Jn 4,23). Por lo tanto, todos los que le adoran, deben adorarle en espíritu y en verdad. Y digámosle alabanzas y oraciones día y noche, diciendo: Padre nuestro que estás en los cielos (Mt 6,9), porque hemos de orar siempre y no desfallecer (Lc 18,1) » (2CtaF 19-21).

Y para terminar, resumiendo e indicando la esencia de la vida cristiana y de la oración en Cristo Jesús, camino al Padre y a la comunión con la Trinidad que mora en el alma, oigamos lo que escribe Francisco: «Atengámonos, pues, a las palabras, vida y doctrina de Aquel que se dignó rogar por nosotros a su Padre y manifestarnos su nombre... En la santa caridad, que es Dios (1 Jn 4,16), ruego a todos los hermanos, tanto a los ministros como a los otros, que, removido todo impedimento y pospuesta toda preocupación y solicitud, como mejor puedan, sirvan, amen, honren y adoren al Señor Dios, y háganlo con limpio corazón y la mente pura, que es lo que Él busca por encima de todo; y hagamos siempre en ellos habitación y morada a Aquel que es el Señor Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo» (1 R 22,41 y 25-27).

N O T A S:

[1] Respecto al Consejo Plenario de la Orden de Hermanos Menores sobre la oración, véase el precioso libro de C. Koser: Vida con Dios en el mundo de hoy, Sevilla 1971. En 1972 lo reeditó la Provincia Franciscana de Colombia. Por razón de brevedad, lo citaremos: Koser, y a continuación el número correspondiente.

Respecto al Consejo Plenario de la Orden Capuchina sobre la oración, celebrado en Taizé del 18 de febrero al 9 de marzo de 1973, véase su Documento en Selecciones de Franciscanismo n. 7 (1974) 63-69. Lo citaremos: Taizé, y a continuación el número del texto.

Respecto a los Conventuales, véase: Commentarium OFMConv 71 (1974) 229-240, donde se publica una Carta del Ministro General, con indicaciones bibliográficas al final.

[2] Cf. el texto en Selecciones de Franciscanismo n. 8 (1974) 121.

[3] Cf. el texto en Selecciones de Franciscanismo n. 9 (1974) 341.

[4] Cf. Leyenda de los Tres Compañeros 5-6. L. Casutt: La herencia de un gran corazón, Barcelona, Ed. Seráfica, 1962, pp. 28 ss, narra este suceso dándole una interpretación aguda en clave psicológica y espiritual.

[5] Cf. O. Schmucki: Francisco, juglar y liturgo de Dios, en Selecciones de Franciscanismo n. 8 (1974) 134-165; El secreto de la soledad, ibid. pp. 166-169; El programa contemplativo de la primitiva familia franciscana, ibid. pp. 170-173; La meditación franciscana, en Selecciones de Franciscanismo n. 7 (1974) 41-50.

[6] G. Lercaro: Metodi di orazione mentale, Milán, 1969, 332 s.

[7] W. Buehlmann: La terza Chiesa alle porte, Ed. Paoline, 1974, 270 s.

[8] Cf. Analecta OFMCap 90 (1974) 327, donde se cita LM 10,1.

[9] Commentarium OFMConv 71 (1974) 239.

[10] Cf. Dei Verbum 2, 8 y 25; Perfectae Caritatis 6.

[11] Cf. K. Esser - E. Grau: Antwort der Liebe, Werl/Westf. 1967; trad.: Respuesta al amor, Santiago de Chile, 1981.

[12] Cf. H. Felder: Los ideales de S. Francisco de Asís, Buenos Aires, 1948, p. 75. K. Esser: Temi spirituali, 1967, pp. 252 s, considera parcial este pensamiento de Felder, haciendo notar que S. Francisco habría tenido más bien presente el Sacrificio Eucarístico que el Sacramento realizado. Tanto lo uno como lo otro puede ser verdadero, como reconoce el mismo Esser poco antes, p. 251 s. San Francisco, en efecto, vivió en el período de transición entre la actitud que ponía el acento en el Sacrificio, propia del primer milenio cristiano, y la que lo ponía en el culto del Sacramento, a partir del comienzo del segundo milenio. Nuestro Santo es pionero entusiasta y singular de este culto, como revelan sobradamente sus Escritos. Resulta de ello una síntesis, actual y necesaria hoy más que nunca: la Eucaristía como Sacrificio a celebrar y como Sacramento a adorar.

[13] La oración recomendada en el Testamento es la misma que enseñó a los hermanos (cf. 1 Cel 45). Leyendo atentamente este texto, aparece bastante claro que la oración está dirigida al mismo tiempo a Jesús Eucarístico y Crucificado. De otra suerte no se explicarían las palabras: «y en toda, tus demás iglesias que hay en el mundo entero», añadidas no sin motivo a un versículo de la liturgia de la Cruz, y la nota histórica del primer biógrafo: «Por esto, en cualquier lugar donde hubiese una iglesia, aunque no llegasen a entrar en ella y si sólo la divisasen en lontananza, poníanse en su dirección, se postraban en el suelo, e inclinados profundamente adoraban al Dios todopoderoso diciendo: "Te adoramos, oh Cristo, también en todas tus iglesias...", según les había enseñado el santo Padre. Y lo que no es menos digno de admiración es que practicaban esto dondequiera que veían una cruz o sólo su señal, ya en tierra, ya en alguna pared, ya en los árboles, ya en los cercados de los caminos». Por otra parte, parece que en tiempos de san Francisco, el Santísimo Sacramento estaba indicado con una cruz, así como hoy se le indica con una lámpara.

[14] Cf. sobre toda esta temática: O. Schmucki: El anuncio del misterio eucarístico en san Francisco, ejemplo para la piedad y predicación eucarísticas de sus hijos, en Selecciones de Franciscanismo n. 17 (1977) 188-199.

[15] Cf. Analecta OFMCap 81 (1965) 90.

[16] Cf. H. Felder: Los ideales de S. Francisco, p. 62, nota 3, y K. Esser: Temi spirituali, 258-260, donde se afirma que esta prescripción habría sido motivada por el deseo de evitar que disminuyese, con la práctica frecuente, la reverencia al SS. Sacramento. Pero la realidad histórica parece muy diversa. Aun cuando falten documentos directos, se puede, no obstante, sostener que S. Francisco fue más bien favorable a una frecuencia más asidua de la Eucaristía. Celano asegura que «reputaba un grave desprecio no oír, por lo menos cada día, si era posible, una Misa, y que comulgaba con mucha frecuencia...» (2 Cel 201). El mismo Esser, o. c., p. 268, explica la elección hecha por el Seráfico Padre de ir a Francia, por ser un país muy devoto de la Eucaristía. Cf. 2 Cel 201, con una hipótesis bastante atendible y documentable: le habría llegado noticia de que en aquel país se deseaba ardientemente y en parte se practicaba incluso la comunión diaria.

[17] Cf. Esser, o. c., p. 254, donde se refiere el abuso de celebrar varias misas al día por afán de dinero o por complacer a personajes de alta posición. Este contexto estuvo presente en la recomendación de S. Francisco a los sacerdotes de celebrar «con reverencia el verdadero sacrificio del santísimo Cuerpo y Sangre de nuestro Señor Jesucristo» (cf. CtaO 14); pero no fue éste el motivo por el que S. Francisco estableció la norma de una sola Misa para cada lugar, como piensan algunos y también, en el pasado, las Constituciones de los Capuchinos. El texto y el espíritu de S. Francisco permiten individuar en la norma sólo la razón teológica de la unidad del Sacrificio y de su eficacia, medida por las disposiciones de humildad y caridad de los participantes.

[18] Cf. H. Felder, o. c., p. 402, donde se cita la Bula Quia populorum tumultus (BF I, 20, n. 17), del 3-XII-1224, en la que el papa Honorio III concede a los Hermanos Menores el privilegio de celebrar la Misa en sus lugares y oratorios, sobre un altar portátil.

[19] 2 Cel 67. Estamos en la línea del Evangelio y de los Padres de la Iglesia. Algo semejante ha intentado emprender el primer Consejo Plenario de los Capuchinos, celebrado en Quito, en octubre de 1971. Cf. Selecciones de Franciscanismo n. 4 (1973) 18-20.

[20] Divo Barsotti: María nel Mistero di Cristo, Milán, 1974, p. 20.

[21] K. Esser: Temi spirituali, p. 317s.

[22] Cf. Analecta OFMCap 81 (1965) 91, donde el P. Clementino de Vlissingen, Ministro General de los Capuchinos, en su carta sobre la renovación de la legislación de la Orden, señala con admiración, como inspirados en S. Francisco e intérpretes hoy de su carisma: los Hermanitos de Jesús del P. Foucauld, los Focolarinos, la Comunidad ecuménica de Taizé.

[23] Según K. Esser: Temi spirituali, p. 171 s, el rechazo habría sido motivado por el error de los herejes del tiempo, que no aceptaban el Antiguo Testamento.

[24] Cf. sobre esta temática K. Esser: Orar en comunión con la Iglesia, en Selecciones de Franciscanismo n. 7 (1974) 57-62.

[25] Sobre el Cántico de las Criaturas o del Hermano Sol, cf. el número doble 13-14 (1976) de Selecciones de Franciscanismo dedicado íntegramente a este escrito de S. Francisco.

[26] Cf. O. Schmucki: La oración, elemento esencial de la formación a la vida franciscano-capuchina, en Selecciones de Franciscanismo n. 12 (1975) 315-328.

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. VII, núm. 19 (1978) 21-59].

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