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LA LITURGIA DE LAS HORAS DE
LAS CLARISAS |
. | INTRODUCCIÓN Sobre los muros de Jerusalén Los Hermanos Menores y las Hermanas Pobres, extendidos por todo el mundo, no dejan ponerse el sol sobre su alabanza. Unidos entre sí y en la Iglesia. Alabanza que ha de ungir en la «devoción» toda la vida. Las palabras que han motivado este estudio son las que leemos en el capítulo 3 de la Regla de santa Clara. Exhortan al rezo del Oficio divino «según la costumbre de los Hermanos Menores... leyendo sin canto» (RCl 3,1). Se despertó nuestro interés y nos propusimos como meta hallar el sentido, conocer el espíritu y, sobre todo, el significado que tienen hoy para nosotras, las clarisas del postconcilio Vaticano II. Hemos recorrido un camino largo, pues hemos querido comenzar por la liturgia de Israel. Y no nos pena haber partido de tan lejos y pasado, siquiera en síntesis, por las diversas etapas y mutaciones que ha sufrido el rezo de las Horas a través de los siglos. Al principio, la estructura de la Liturgia de las Horas fue muy simple. A partir del siglo VIII comenzó a ampliarse y complicar su forma. Ha sido preciso un profundo estudio para desvelar de nuevo su sentido y estructura original. Esta vuelta a las fuentes, a raíz del Vaticano II, se concreta en la Ordenación General de la Liturgia de las Horas, promulgada el día 2 de febrero de 1971 para acompañar el nuevo breviario. Siendo dóciles a la Iglesia comprobamos, no sin gran sorpresa, que nos hallamos más cerca de la forma y, exactamente, junto al querer de Clara de Asís. No sólo por esta docilidad al «ordo [ordenación] de la Iglesia romana», sino también porque Clara lo mismo que Francisco tuvieron un sentido de verdad que, en su forma pobre y simplificada, en su mentalidad de Evangelio, les sitúa en la sincera vuelta a las fuentes, más que en las estructuras alambicadas y decadentes de su época. Todos, más o menos, hemos vivido unos años que han supuesto, para unos, un gran esfuerzo, para otros, una gran ilusión, en la adaptación a la renovación litúrgica. Sin embargo, los liturgistas comienzan a alertarnos. Dicen que se detecta una especie de cansancio, nuevas rutinas, algo que se ha quedado en lo externo y ha calado poco... Hemos de estar atentas frente a este peligro y estimularnos a atizar cada día el fuego de la verdadera «devoción», a la que incesantemente exhortan Francisco y Clara. La vivencia está en el interior de cada una, pero es bueno recibir estímulos del exterior como pueden ser: recordar el comportamiento modélico respecto a la liturgia de Francisco y Clara, la preparación comunitaria o individual de esos momentos fuertes del día, siquiera sea en las fiestas, la presencia de algún Hermano Menor cuando sea posible, haciendo así sensible la unión espiritual y la propia «forma» familiar. Ahora bien, si logramos caer en ese centro de atracción que es la vivencia del Misterio de Cristo a través de la Liturgia de las Horas, ya queda salvado todo peligro y habremos asimilado en la propia vivencia cuál sea «la forma de los Menores» como está en el pensamiento y en la vida de Francisco y de Clara de Asís. Mientras vivamos en el tiempo la salmodia de las Horas habrá venido a ser como el reloj que marca el ritmo de nuestro vivir para Dios, los tiempos fuertes en que, dejada toda ocupación, se acude a dar «lo debido» a Dios, nuestro culto espiritual. Que «la forma de los Menores» no está tanto en las prescripciones externas cuanto en vivir el espíritu: en unidad con la Iglesia, en comunidad y en «devoción», como el «qorbam» agradable a Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro. I. LA LITURGIA DE LAS HORAS Y SU HISTORIA 1. LITURGIA SINAGOGAL: «SÉDER TEFILLAH» Israel será siempre acreedor a nuestra gratitud no sólo por habernos transmitido la Palabra de Dios a los hombres en la Biblia, sino también por haber guardado en forma de oración la palabra de los hombres a Dios. Aparte de la plegaria que brota del corazón en el secreto y espontáneamente, su oración litúrgica era el Siddur o Séder Tefillah. Al principio se rezaba individualmente, pero, con el tiempo, en coherencia con su sentido de comunidad de Dios, pueblo de Dios, se tornó liturgia colectiva. El lugar, para los residentes en Jerusalén, era el Templo; para los demás, lo era preferentemente la Sinagoga. Allá donde se guardaban los Rollos de la Palabra acompañados día y noche de una luz. a) Etimología Tefillah viene de la raíz verbal «pll» en su forma «hitpallel», que quiere decir «juzgarse a sí mismo». Tefillah es el momento privilegiado del día en que el hombre interrumpe su actividad para observarse a sí mismo, tomar conciencia de su actividad, de sus sentimientos, de sus anhelos en la presencia de Dios. b) Sus tiempos Son tres: oración de la mañana, del mediodía y de la tarde. La mañana es el tiempo del «hesed» que se manifiesta en el regalo de la vida. Toda la naturaleza se despierta vestida por la luz, para alabar al Creador. El hombre, también sensible a este despertar de bondad divina, se vuelve hacia su Dios y dice su oración. El mediodía es un alto en el camino, el juicio sobre la mañana y la orientación de la tarde. La noche, cuando el día declina y nosotros con él perdemos facultades en el cansancio, es el momento de invocar la misericordia divina, para que se proyecte sobre nuestro juicio. c) Tefillah en sustitución de los sacrificios Hay en el Talmud recogida una discusión interesante: «Las Tefillot -dice- vienen a sustituir a los sacrificios...». En la disciplina personal diaria es donde el sacrificio es reemplazado por la oración. «Sacrificio» es igual a «qorbân», y «qorbân» significa «acercarse a Dios». Dios mira el corazón, y el único momento de servir a Dios «con todo el corazón» es el tiempo en que, liberados de todo, nos ponemos en su presencia para orar, totalmente vueltos hacia Él. d) Estructura interna de la Tefillah 1. El hombre considera siempre ante Dios sus necesidades y pide a Dios ayuda para satisfacer esas necesidades de orden material. El judaísmo piensa que sin satisfacer esas necesidades mínimas del hombre en lo material no puede haber sociedad ni religión. 2. Consideración de la obra de Dios en la naturaleza y en la historia. Después del primer paso de petición, el hombre ha de salir de «lo suyo» para abrirse al mundo. Ahí está la naturaleza que nos puede llevar a Dios o nos lo puede velar, si nos domina. Ahí está la historia en su constante devenir como un camino privilegiado para la revelación de Dios, campo de experimentación de la Providencia... pero, sólo para aquellos que saben leerla. El hombre, en este detenerse de la Tefillah, ha de observar su actitud profunda, afirmar o rectificar. Es deseable que la existencia del hombre no sea demasiado trágica ni demasiado feliz para ayudarle a mantener su equilibrio. 3. Unificación de la naturaleza y de la historia en la unidad de Dios. Tanto la naturaleza como la historia se presentan a nosotros en la diversidad, pero, desde lo callado o lo jubiloso de la oración, hay que comprender que todo son manifestaciones del Dios Uno. Nada escapa a su plan, nada ha comenzado fuera de Él. Aquí el orante se abre ya a la contemplación. 4. El hombre, por fin, se dirige a Dios cara a cara, de tú a tú, en segunda persona. Se pone en pie, vuelto hacia Jerusalén, junta los pies..., adhiere su voluntad a la de Dios, ¡canta la alabanza!... y un ligero balanceo del cuerpo hará participar a todos los huesos del gozo de su corazón. e) Conclusión Hemos presentado en síntesis lo que sería el ideal de la oración litúrgica del israelita. Analizamos lo que en la vivencia se da o no, pero en la unidad de la persona. Estos tiempos enunciados serían como el frotamiento que provoca el salto de la chispa. Hay un cuentecillo hasídico que lleva este nombre: «La centella». Refiere que un muchacho aprendió el oficio de herrero. Sentía prisa por dejar de ser «aprendiz» y montó su taller independiente. Todos los instrumentos estaban a punto, intentó trabajar, pero... el duro hierro no se ponía rojo y resistía impasible sus golpes. Acertó a pasar su viejo maestro y le observó; todavía hubo de enseñarle una vez más a hacer saltar la centella. La finalidad de los tiempos indicados en la oración litúrgica de Israel es tocar la presencia de Dios, hacer «saltar la centella», a su luz juzgarse a sí mismo, a su fuego hacerse maleable, rectificar, enderezar... al fin, «santificarse en la presencia del Santo». Que... La luz de Israel vendrá a ser
fuego, 2. JESÚS Y LA ORACIÓN LITÚRGICA DE SU TIEMPO Cabe preguntar cómo se comportó Jesús con respecto a la Tefillah; pero los Evangelios no nos ofrecen demasiadas noticias. Es natural: su persona transciende todas estas formas. Él vive desde la revelación absoluta de Dios, en Él la oración no podía ser una actividad estructurada, sino simplemente la estructura de su mismo ser humano. No obstante, tenemos noticia de que acudía los sábados a la Sinagoga y, por tanto, participaba en las oraciones (Lc 4,16), estimaba el Templo como «casa de oración» (Mt 21,13). La última Cena está envuelta en un ambiente de oración ritual: los himnos prescritos... (Mt 26,30; Jn 17). Los evangelistas no se han cuidado de legarnos datos al respecto, prescinden del tema para transparentarnos más bien la novedad de la oración de Jesús. 3. LITURGIA DE LA PRIMITIVA COMUNIDAD CRISTIANA El paso del judaísmo al cristianismo se da en el seno mismo del Pueblo de la Antigua Alianza: en Jerusalén. Allá fue «elevado» el Señor y comenzó la atracción de todo hacia sí. Los apóstoles y los primeros discípulos eran judíos; estrictos unos, helenistas otros, pero todos se habían hecho hombres compartiendo las tradiciones judaicas. De algunas de estas costumbres se desprendieron paulatinamente o bien las conservaron infundiendo en ellas el aliento de la novedad del cristianismo. Una costumbre arraigada era la de sus tres tiempos de oración litúrgica en el día. ¿Por qué habían de abandonarla? Sabemos que el apóstol Santiago, obispo de Jerusalén, llamado el Justo, llevaba una vida muy austera; como los nazires no comía carne, ni bebía vino, ni se cortaba el cabello, y acudía asiduamente al Templo para hacer las oraciones prescritas, ocupando un lugar entre los sacerdotes. Del proceder del obispo-apóstol puede deducirse el de la comunidad. Los cristianos nunca se consideraron como una «secta» del judaísmo; por eso no hubo una escisión en los comienzos y siguieron participando en la piedad ritual judía: se reunían en el Templo para la oración litúrgica (Hch 2,42; 3,1s.; 5,20s. 42) y conservaban las formas judías (Hch 21,17-26; Gál 2,11-14). Tenían conciencia de haber alcanzado los tiempos nuevos y se sentían LEGÍTIMOS HEREDEROS del Antiguo Pueblo de la Alianza, que «ya» había alcanzado plenitud en el Mesías. Poco a poco sintieron también que aquellas prácticas no bastaban, y se fue consolidando su vida litúrgica, sin rupturas, como Jesús había prometido: «dando cumplimiento o plenitud» (Mt 5,17). El centro de su liturgia nueva es la «fracción del pan», el «memorial de la muerte del Señor», y desde este centro recibe nuevo espíritu el ritmo de la oración de las Horas. Si se alaba a Yahvé, se hace «por Jesucristo nuestro Señor», el Mediador. A las lecturas y salmos (A.T.), se añaden las que contenían el mensaje de Jesús: los Evangelios y las Cartas de los apóstoles. Sin rupturas, lo decimos una vez más, pasado un tiempo, el cristiano primitivo se halla lejos de la liturgia judía..., la ha trascendido. Pero siempre será bueno mirar hacia atrás para apreciar las raíces del que se ha hecho árbol frondoso para comprenderlo mejor. 4. LAS VÍRGENES DE LA IGLESIA PRIMITIVA Siquiera sea de paso, nos interesamos ahora por el rezo de la Liturgia de las Horas entre las vírgenes de los cuatro siglos primeros de la Iglesia. Lo podemos conocer a través de los escritos de los Padres que, con tanta solicitud, les aconsejaban e instruían. Todos los escritores de los primeros siglos coinciden en señalar las horas del «alba» y de la «puesta del sol», así como la Tercera, la Sexta y la Nona del reloj romano, es decir, la media mañana, el medio día y la media tarde, como tiempos de hacer un alto de oración. En Occidente, Tertuliano, al notar expresamente estos tiempos de oración, diferencia entre los dos primeros: al alba y al atardecer, que obligan a todo cristiano, y los otros tres u Horas menores que son potestativos. San Cipriano dice que son una herencia de la antigua Ley las Horas menores, pero que las dos primeras son las impuestas como recuerdo de la Pasión del Señor. Las Constituciones Apostólicas de Oriente señalan un nuevo tiempo de oración al «canto del gallo»... «que anuncia la llegada del día nuevo para vivirlo en las obras de la luz». Las vírgenes cristianas, que acudían a la Eucaristía y tenían el privilegio de recibir las especies sacramentales en sus manos, y llevar una porción a su casa para comulgar en los días en que no había celebración y tener consigo a su Señor y Esposo, rezaban íntegra la Liturgia de las Horas en sus seis tiempos. Después serían llamadas Horas canónicas y se empezarían a cantar por los monjes y religiosos desde el establecimiento de los primeros monasterios. Los Padres que avalan esta tradición entre las vírgenes son san Atanasio en Oriente y san Jerónimo en Occidente, muy particularmente. Las plegarias del alba y del ocaso se elevaban como himno de adoración y acción de gracias. La novedad del día, que nace para estrenar como un presente esponsal, espacio iluminado para glorificar al Padre en el Mediador. Y el encuentro apacible del atardecer, mezcla de acción de gracias y de añoranza de cielo en la luz que se extingue dejando la estela de lo inestable y limitado que nos rodea aquí abajo. Las dos prolongan la presencia de Cristo como momentos o tiempos fuertes del día. Las Horas menores, trenzadas de salmos, reciben también sus motivaciones neotestamentarias. Tercia: la Hora del Espíritu (Hch 2,16). Sexta evoca la conversión de Cornelio y la visión de san Pedro para acoger a los gentiles (Hch 10,3). Nona es la Hora en que curaron los apóstoles al tullido (Hch 3,1). Ahora bien, para las vírgenes del siglo IV, estas Horas ya habían adquirido una carga mística que les llevaba a la unión afectiva y, si se quiere, más subjetiva con Cristo-Esposo. La hora del amanecer era el momento de acudir a cantar en el gozo de la Resurrección del Señor. A Tercia, el pensamiento se centraba en la Pasión; a esa hora fue preparada la cruz. Sexta es la Hora de la crucifixión, y Nona la de la muerte de Jesús. La oración de la noche evocaría el sepulcro y descenso poderoso al seno de Abraham. Este esquema fijo de tiempos de oración era como el cañamazo que sustentaba su existencia contemplativa y amorosa alrededor del centro: la Eucaristía. Sobre la forma de rezar las Horas menores, la norma para las vírgenes orientales decía: «Recita tantos salmos cuantos perseverando en pie seas capaz. Después de cada uno de ellos, ora un rato y haz una genuflexión presentando a Dios tus pecados y rogándole te perdone. A cada tercer salmo añade el Alleluia».[1] Notemos la alusión a la «oración sálmica» que todavía no se ha rescatado del todo en la práctica. Y también la postura, que coincide con la de san Francisco y las primeras clarisas: en pie. Además del rezo de los salmos, que san Atanasio recomendaba a las vírgenes que los aprendiesen de memoria, están las lecturas. Por eso, a la par que se impone para ellas el rezo de las Horas, los Padres no cesan de exhortarlas al estudio diario de la Sagrada Escritura: «Ama las Sagradas Escrituras y serás amada de la Sabiduría; pon en ellas tu cariño y te servirán de custodia; hónralas y te estrecharán en sus brazos. Ellas sean los dijes para tu pecho y los zarcillos para tus orejas».[2] «Sea tu principal trabajo en todo tiempo la meditación de la Sagrada Escritura. Posee un salterio y aprende los salmos de memoria. Cuando el sol se asome por oriente, vea ya el libro en tus manos».[3] No basta «leer» la Sagrada Escritura en el rezo de las Horas que va jalonando el día. Las vírgenes habían de dedicar cada día un tiempo largo a estudiarla amorosamente. San Jerónimo, en su carta a Leta, traza el orden para este estudio: primero, aprender el salterio de memoria y estudiarlo. Luego, los Proverbios, adquiriendo prudencia y sabiduría en sus sentencias para conducirse y enderezar su vida. En el Eclesiástico debían aprender el desprecio de la vanidad y el sentido de objetividad. En Job, paciencia y fortaleza. Al fin, tomarán los Evangelios para no dejarlos jamás. Pasarán a los Hechos y Epístolas que podrán seguir con fruición. Tomarán después el Heptateuco, Reyes, Crónicas, Esdras, Nehemías, Profetas..., y al fin, en la cumbre, como un regalo de bodas, el Cantar de los Cantares. 5. EL OFICIO DIVINO EN EL MONACATO MEDIEVAL Hasta la primera mitad del siglo VIII los monjes habían rezado el Oficio divino en un equilibrio vital con el trabajo y la contemplación u oración privada. Pero, a partir de la segunda mitad del siglo VIII, este equilibrio se rompe a favor de la liturgia. Se multiplican las oraciones, bendiciones, versículos, responsorios, lecturas históricas y otros textos. Proliferan los himnos, secuencias, tropos y otras composiciones poético-musicales. Uno de los más generosos en estas añadiduras fue san Benito de Aniano. Además de la Misa y Oficio divino, prescribía para sus monjes la «trina oratio» o visita a los altares tres veces al día, que consistía en el rezo de quince salmos graduales antes de Maitines (5 por los vivos, 5 por los difuntos y 5 por los recientemente fallecidos), y otros 5 ó 10 salmos que habían de rezar después de Completas. La mentalidad de la época experimenta una evolución. Al Oficio divino se le concede la máxima importancia, hasta absorber el horario del monje. Se amplía, se complican las ceremonias y ritos. El estudio del latín, que iba dejando de ser lengua viva, viene a ser una ocupación más. Con todo ello la distribución de la vida del monje queda entre el coro, el refectorio y el dormitorio; el trabajo pasa a los siervos asalariados del monasterio. Posteriormente, con los cambios político-sociales, el monacato pasó dificultades, crisis y despojos; pero, entre los siglos X y XII, se advierte la renovación diversificada entre anhelos de radicalismo en las experiencias nuevas y la vuelta a las formas tradicionales forjadas en los siglos anteriores. Se suaviza algo el institucionalismo. La liturgia vuelve a tomar el lugar preferente como dedicación de vida. No experimentan dificultad para ampliar, añadir... Se impone la Misa conventual y, además, series de misas votivas. La lectura de la Regla y del martirologio. A los salmos graduales y penitenciales, que ya se recitaban a diario desde la época carolingia, se añaden los salmos llamados «familiares», «cuaresmales», etc. Al Oficio divino, ya muy prolijo, se añade a diario el rezo del oficio de difuntos. Todo ello daba un total de 138 salmos que el monje debía recitar cada día, sin contar las lecturas, ya muy largas, los versículos, responsorios, himnos, etc. Fuera de la liturgia no quedaban al monje más de dos o tres horas al día que, exceptuando la tarea del copista, no solía emplear en el trabajo. Se llegó a identificar la alabanza dada a Dios con lo fastuoso, y en esta línea se multiplican las solemnidades, se edifican iglesias suntuosas, se procuran muchas esculturas, ricos vasos sagrados y ornamentos. Las fiestas se hacen esplendorosas, con abundante incienso, cantos e iluminación. Y, en medio de todo este afán, la vida del monje, totalmente cogida por la liturgia, cifraba su ideal en un alabar incesante la Majestad de Dios en unión de los coros de los ángeles. Desde esta mentalidad quedaba justificada su interminable salmodia y su abstención del trabajo. Pero, desde la caída del imperio carolingio, no había una situación general estable y, ahora unos pueblos, luego otros, van experimentando la invasión de los normandos, húngaros, árabes... Se había producido un derrumbamiento en todos los aspectos. Los pequeños señores de tierras fragmentadas se hacían la guerra entre sí con demasiada frecuencia y confiscaban los bienes eclesiásticos, les imponían gravámenes... Con todas estas circunstancias adversas que fueron afectando también a la vida monástica, a mediados del siglo XII se hace sensible el cansancio. Sienten el peso de una liturgia demasiado recargada y son víctima de los mismos medios de administración adoptados para conservar sus vastos patrimonios. Al verles perder su vigor, los laicos se vuelven hacia reformas más austeras: Císter, ermitaños; hacia la vida apostólica de los canónigos regulares y, por fin, hacia los religiosos que, sin murallas, viven entre el pueblo y le predican directamente con su palabra y su pobreza. Dejamos, pues, una vida monástica decadente en la que, sin embargo, hay retoños de reforma, con una liturgia espléndida en la forma, pero lejana al pueblo que sólo tiene que admirar. Hemos llegado al tiempo de Francisco de Asís. II. FRANCISCO DE
ASÍS 1. LA POBREZA TRAE DE LA MANO A LA SIMPLICIDAD a) Los Padrenuestros Estamos en los primeros años de la experiencia franciscana, en aquel tiempo irrepetible y lleno de lozanía de Rivo Torto. Dice Celano: «Por aquellos días, los hermanos le rogaron a Francisco que les enseñase a orar, pues, caminando en simplicidad de espíritu, no conocían todavía el oficio eclesiástico. Él les respondió: "Cuando oréis, decid: Padre nuestro y Te adoramos..."» (1 Cel 45). Los hermanos acogían con suma docilidad y entusiasmo todas las directrices que Francisco extraía del Evangelio. Por eso, puede referirnos más adelante Celano una extraordinaria visión que sucedió «mientras, inflamados del fuego del Espíritu Santo, cantaban el Pater noster con voz suplicante, en melodía espiritual, no sólo en las horas establecidas, sino en todo tiempo...» (1 Cel 47). No era extraño en aquella época suplir da Liturgia de las Horas por el rezo del Padrenuestro; pero esta práctica que viene a ser como la prehistoria del rezo del Oficio divino entre los Menores, pronto había de dejar paso a las horas canónicas. b) El breviario Bien pronto Francisco y sus hermanos adoptaron el rezo del Oficio divino que incluía la celebración de la Eucaristía y el rezo de las horas. Viviendo los hermanos totalmente abiertos a la alabanza, cuando «ni la solicitud terrena ni el enojoso cuidado de las cosas les preocupaba» (1 Cel 47), no podían tardar en hacer suya la oración que, como sumo Sacerdote--Mediador, consuma el Señor Jesús en la liturgia del cielo y que, como compromiso de vida, hay miembros de la Iglesia que la rezan diariamente. En la forma de rezar el Oficio divino había gran libertad. Por una parte, los clérigos hacían su Oficio breve. Por otra, los monasterios y los coros de canónigos en las catedrales habían llegado a una celebración muy solemne, en ocasiones fastuosa, pero alejada del pueblo por la complejidad de sus ritos, por la lengua... Para esta forma coral era necesario tener cantorales, volúmenes con o sin notación musical, lo que en aquellos tiempos suponía toda una fortuna. Era indispensable también esa cualidad de la vida monástica y canonical: la «estabilidad». Francisco, por su sencillez, por pobreza, por devoción, por su vida itinerante, no aspiró a adoptar la forma monástica en esto como en tantas otras cosas. La pobreza traía de la mano otro estilo. El primer paso fue: «El Oficio lo decíamos los clérigos al modo de los otros clérigos, y los laicos decían Padrenuestros» (Test 1,8). Era una forma abreviada que se avenía más a sus posibilidades y vida itinerante, haciendo posible incluso la recitación de memoria. Hasta aquel momento, según la costumbre local. A partir del Concilio Lateranense IV (1215), la Iglesia romana estableció para todos los clérigos el rezo del «breviario» u oficio abreviado reunido en un solo libro. Los que no se atenían al rito romano siguieron necesitando varios y costosos cantorales. Esto aclara de otra parte, la recomendación de Francisco de no tener «más libros que los necesarios». La Regla no bulada precisa: «Por eso, todos los hermanos, clérigos y laicos, cumplan con el Oficio divino las alabanzas y las oraciones según deben. Los clérigos cumplan con el Oficio y digan por los vivos y por los difuntos lo que es costumbre entre los clérigos» (1 R 3,3-4). Aquí algunos manuscritos añaden «de la Iglesia romana», pero falta en otros y no se ha incluido en la edición crítica. La Regla bulada se expresa al respecto con nueva redacción: «Los clérigos cumplan con el Oficio divino según la ordenación de la santa Iglesia romana, a excepción del salterio, desde que puedan tener breviarios» (2 R 3,1-2). Resumiendo, vemos que entre los Menores existe como una prehistoria del Oficio divino en la práctica comunitaria de los Padrenuestros. Luego, adoptan el rezo de las Horas canónicas, abiertos a las costumbres de los diversos lugares, pero al modo de los clérigos. Por fin, se hace la unidad en la Orden y con la Iglesia en el rezo definitivo del breviario «al modo de la Iglesia romana», es decir, según su ordo. c) ¿Canto, salmodia o rezo? Hasta aquí la liturgia comunitaria del Oficio divino suponía el canto coral solemne. Es algo inherente a la «estabilidad» monástica o canonical, que habitualmente se reúne en el mismo coro, donde todo está preparado. Los Menores no pensaron en hacer del Oficio divino un rezo privado, individual; pero sí fue originalidad el haber iniciado su recitación comunitaria no coral. Su vida apostólica, peregrinante, no podía quedar vinculada a un lugar. El templo, el coro franciscano era la fraternidad reunida en el nombre del Señor, lo mismo cuando salmodia en su humilde coro que cuando reza en un claro del bosque o por los caminos. Conocemos por fray León la costumbre de Francisco de rezar diariamente el breviario en unión de sus compañeros, y, cuando estaba enfermo, lo escuchaba con gusto. «Y, aunque soy simple y enfermo, quiero, sin embargo, tener siempre un clérigo que me recite el Oficio como se contiene en la Regla» (Test 29). En favor del canto hay una frase, aunque vaga, del mismo Francisco: «... que los clérigos digan el oficio con devoción en la presencia de Dios, no poniendo su atención en la melodía de la voz, sino en la consonancia del alma, de manera que la voz sintonice con el alma, y el alma sintonice con Dios» (CtaO 41). Después de Francisco, los testimonios no son muy abundantes, pero sí suficientes en favor del canto entre los Menores; así lo estima Kajetan Esser, cuya autoridad es digna de todo crédito. En Asís cantaban las Vísperas de la fiesta de san Francisco ante Hugolino, elevado a la cátedra de Pedro con el nombre de Gregorio IX; y notan que al llegar a la tercera antífona: «El santo había elegido a éste por padre...», que alude al mismo Papa allí presente; él se sonrió.[5] Celano nos habla de la devoción de Francisco por los ángeles y su preferencia por el coro y la salmodia: «Y porque en el coro se salmodia en presencia de los ángeles, quería que todos cuantos hermanos pudieran se reunieran en el coro y salmodiaran allí con devoción» (2 Cel 197). ¿Este escrito es realmente eco de las recomendaciones de Francisco? ¿No podría tratarse de una ampliación parenética del mismo Celano? No hay paralelo en la Vida I, y la Vida II siempre nos pone en guardia en este sentido. Contamos también con un testimonio muy antiguo, el de Tomás de Eccleston en su Crónica de los primeros tiempos de los Menores en Inglaterra (núm. 24 y 27). Afirma que los Menores solemnizaban las fiestas con cantos y celebraban vigilias que a veces duraban toda la noche, aunque no se reuniesen más de cuatro a seis hermanos. Aquí ciertamente se constata un hecho, aunque también nos conste la tendencia del cronista a institucionalizar en vistas a alcanzar una presencia más relevante en la sociedad y en la Iglesia, con la consiguiente estima de la solemnización de la liturgia. La indicación de santa Clara: «... según la costumbre de los Hermanos Menores... leyendo sin canto» (RCl 3,7), vuelve a acentuar el interrogante, sabiendo cuán asimilada estaba Clara al espíritu de Francisco. De cuantos testimonios hemos podido seguir, hemos de concluir que al hablar de «según la costumbre de los Hermanos Menores», no podemos entrar en disyuntivas: coral o no coral; salmodia o rezo; con canto o sin canto... Seguramente sólo se puede acertar en la conjunción de estos elementos en la adaptabilidad y libertad de los hijos de Dios. Unas veces en coro, cantado o rezado, otras veces fuera del coro, pero, ¡eso sí!, los hermanos juntos. Que su unión es su coro, la devoción su canto. 2. LA NOVEDAD FRANCISCANA a) Unidad en la Orden y con la Iglesia Francisco hizo del breviario uno de los elementos primordiales de unidad en la Orden. Llama la atención el que en una época en que se dejaba gran libertad respecto a la forma de rezar el Oficio divino, él diese un precepto precisando el uso del breviario. Conocemos, de otra parte, la fidelidad de Francisco a la Iglesia. Si el rezo oficial entre los clérigos era el breviario, él quiere que toda la Orden se atenga a lo dispuesto por la cabeza visible de este cuerpo místico que es la Iglesia. Hoy como entonces es feliz y esclarecedora esta precisión: «... según el ordo de la Iglesia romana». No caben dudas, la fidelidad hoy, hoy que tenemos una Ordenación General de la Liturgia de las Horas, promulgada el 2 de febrero de 1971, es seguir dócilmente las indicaciones de la Iglesia con toda alegría y esmero. Tal importancia daba Francisco a la regularidad en rezar el Oficio según el ordo de la Iglesia romana, que el apartarse del mismo lo estimaba de modo equiparable a la herejía: «Y a los que se descubra que no cumplen con el Oficio según la Regla y quieren variarlo de otro modo, o que no son católicos, todos los hermanos, sea donde sea, estén obligados por obediencia, dondequiera que hallen a uno de éstos, a presentarlo al custodio...» (Test 31-33). Había ciertamente movimientos heréticos, como los cátaros, que no aceptaban el Oficio divino. Y es que así como la herejía rompe la unidad en la Iglesia, el apartarse en la forma de rezar rompe la unidad entre los hermanos que han de aspirar a vivir como «un solo corazón y un alma sola». «Yo, pues, prometo guardar firmemente estas cosas, según la gracia que el Señor me dé para ello; y se las confiaré a los hermanos que están conmigo, para que las guarden en cuanto al Oficio y demás disposiciones regulares. Pero a los hermanos que no quieran guardar estas cosas, no los tengo por católicos ni por hermanos míos; tampoco quiero verlos ni hablarles hasta que se arrepientan» (CtaO 43-44). He aquí bien claro el pensamiento de Francisco; él, que habitualmente se muestra tan humilde, manso y comprensivo, es en este punto tan severo. Y es que ve infidelidad por lo que el Oficio divino es en sí, por no ajustarse al ordo de la Iglesia y por la separación que ello comporta del grupo comunitario de los hermanos. En un texto de Celano, que habla de cómo Francisco rezaba el Oficio, se entrevé la comparación entre éste y la Eucaristía. b) Comunidad Ninguna acción litúrgica nació en la Iglesia como oración privada o individual. La Eucaristía y esos rayos santificadores del día, que desde ella lo envuelven en la Liturgia de las Horas, es un acto de la comunidad reunida en torno a la presencia del Cristo resucitado. «Por tanto, el ejemplo y el mandato de Cristo a los apóstoles de orar siempre e insistentemente no ha de tomarse como simple norma legal, ya que pertenece a la esencia íntima de la Iglesia, la cual, al ser una comunidad, debe manifestar su propia naturaleza comunitaria incluso cuando ora».[6] Francisco tenía este sentido de comunidad y con su actitud personal, así como con sus exhortaciones, manifiesta esta tensión en medio de una vida itinerante. Tal vez la forma ideal que une armónicamente la fraternidad, la vida litúrgica y la contemplación, la tenemos en la Regla para los eremitorios. Su horario no menciona otra cosa que las «horas», como si el reloj fuese la liturgia, como si la vida eremítica franciscana fuese una liturgia continuada. Se trataba de una vida silenciosa y solitaria, para dedicarse a la oración contemplativa... Hemos visto en la soledad del Monte Subasio, a 800 metros de altura, sembradas por el bosque de encinas, las grutas de Francisco, Bernardo, Silvestre, Rufino, Maseo y de otros compañeros de la primera hora. Pues bien, a las Horas, habían de reunirse para orar juntos, para celebrar comunitariamente la liturgia, «lo debido a Dios», «según deben» (1 R 3,3). c) Devoción En Israel y en la Iglesia primitiva hemos visto que la «devoción» es lo mismo que «ofrenda» o «disposición a la ofrenda-qorbam». El hombre devoto presenta la ofrenda que expresa o significa su sacrificio. Nosotros hemos recibido este vocablo bastante contaminado y, por tanto, descargado de su verdadero contenido, empequeñecido; pero, en los tiempos de Francisco, no era así, sino que era profundamente expresivo. «Así, pues, encarecidamente pido, como puedo, al hermano H., mi señor ministro general, que haga que la Regla sea inviolablemente guardada por todos; y que los clérigos digan el Oficio con devoción en la presencia de Dios, no poniendo su atención en la melodía de la voz, sino en la consonancia del alma, de manera que la voz sintonice con el alma, y el alma sintonice con Dios, para que puedan hacer propicio a Dios por la pureza del corazón y no busquen halagar los oídos del pueblo por la sensualidad de la voz» (CtaO 40-42). Francisco quiere que los hermanos recen el breviario «con devoción», que trabajen «con devoción», de suerte que «no apaguen el espíritu de la santa oración y devoción» (2 R 5,1-2), y que, por encima de todo, se empeñen en «tener el espíritu del Señor y su santa operación» (2 R 10,8-9). Es la oblación personal en fidelidad a la voluntad de Dios. Es un morir a sí mismo y a todas las cosas para vivir integrado en ese ritornello de la alabanza en la paz de quien pertenece totalmente a Dios. El P. Toppi, tras un breve análisis del Oficio de la Pasión, escribe: «Baste recordar que Francisco revela poseer un profundo conocimiento de los salmos, una íntima penetración de los tiempos litúrgicos..., una intuición mística de la presencia y de la voz de Cristo dirigiéndose al Padre en los salmos, una fidelidad perfecta al espíritu litúrgico y eclesial. Es sumamente edificante su testimonio de una íntima fusión de la vida litúrgica con la piedad personal, que se reclaman y enriquecen mutuamente.[7] Las palabras que acabamos de citar hacen una síntesis riquísima. En efecto, anclado en el Evangelio, Francisco vivía a Cristo y sus misterios. Toda su manera de ser como criatura nueva renacida en Cristo, se halla en perfecta sintonía con la liturgia, y no entendía otra forma de celebrarla sino «con devoción», ofrendando su vida toda en unión de su Señor. No era, pues, una añadidura que cumplir, algo que en momentos resulte inoportuno, eso jamás; sino la respiración de sus anhelos más íntimos. «Celebrar el culto del Señor en espíritu y en verdad, para Francisco, como para la Iglesia, es participar el Misterio de Cristo actualizado en la liturgia, y esto a través del Officium, prolongado en la crucifixión de nuestra carne con sus pasiones y apetencias» (Gál 5,25).[8] He aquí el alcance de la liturgia celebrada «con devoción» como fuerza integradora de toda la vida. He aquí «lo debido a Dios». d) Posturas y forma externa Según Celano, Francisco, a pesar de sus enfermedades y dolencias, «decía las horas siempre de pie, la cabeza descubierta, la vista recogida y sin languideces» (2 Cel 96). «Francisco rompe, por tanto, en la forma externa de rezar las horas, con la antigua tradición monástica según la cual se acostumbraba salmodiar con la cabeza cubierta con la capucha y sentados en las llamadas "misericordias". La única actitud externa que le parecía digna a la hora de presentarse ante Dios, cuya presencia vivía, era la de permanecer con la cabeza descubierta ante su majestad. Su fe en el Dios vivo, que crecía con su "vida de penitencia", le hacía adoptar la actitud exterior debida, incluso durante sus correrías apostólicas».[9] «En el rezo de las horas canónicas era temeroso de Dios a par de devoto», dice de Francisco su biógrafo (2 Cel 96). Atinada afirmación esta de Celano pues realmente que a la raíz y como corona de la fidelidad de Francisco podemos poner la piedad y el temor de Dios. Conscientemente hablamos de dones del Espíritu Santo. Pero esta dedicación fidelísima, como hemos visto repetidamente, no se entendía en la familia franciscana del mismo modo que entre los monjes contemporáneos. La pobreza había traído del brazo a la simplicidad. Al principio, los bellos cantos, las espléndidas ceremonias y ritos, les resultaban extraños. Francisco dejó una impronta en la piedad católica de su tiempo. El Oficio sale del coro monacal o catedralicio para arder por los caminos del mundo trenzado en todas las formas de vida. Su coro ya no lo es necesariamente el de la iglesia, sino la comunidad reunida. Una flexibilidad nueva, la adaptabilidad en la libertad de los hijos de Dios. El hecho de que no cantasen el Oficio divino no parece tampoco que fuese una determinación precisa, una opción determinada de hacerlo así, sino más bien lo impuesto por el realismo de su pobreza. Sabemos que hubo tiempo en que todo su equipo litúrgico para rezar lo constituía un ejemplar del Nuevo Testamento. Ciertamente entendían la liturgia como «lo debido a Dios», pero nunca como un ídolo. Recordemos aquel rasgo precioso, casi diríamos carismático, cuando ante la mujer en extrema necesidad, que había dejado a sus dos hijos que marcharan entre los Menores, Francisco no duda en darle la única biblia que tenían. A falta de breviarios, esta biblia constituía todo su medio de rezar los salmos, de hacer las lecturas, etc. Sin embargo, Francisco no vacila, aun a riesgo de que la fraternidad no podrá rezar el oficio completo en unos cuantos días. Y da la explicación: «... agradará más a Dios el don que la lectura» (2 Cel 91). e) Conclusión Al hablar de Jesús y la oración litúrgica de su tiempo, hemos afirmado que «La persona de Jesús trasciende todas las formas. Él vive desde la revelación absoluta de Dios, en Él la oración no podía ser una actividad estructurada sino, simplemente, la estructura de su mismo ser humano». A lo largo del trabajo vemos que tal vez algo parecido se puede decir de Francisco, tan identificado con su Señor. En un aspecto tan entrañable para él como era la recitación de las horas canónicas, Francisco dejó a un lado las estructuras abigarradas de su época. El Espíritu le había calado tan hondo que podía vivirlas en simplicidad, en adaptabilidad y libertad de espíritu, como la estructura misma de su vida que retorna a Dios asimilada a los misterios de Cristo, hasta reproducirlos en su carne hecha «qorbam» aceptable a Dios. Hemos intentado discernir cuál sea «el modo o costumbre de los Menores» y hemos podido destacar aspectos, enumerar cualidades. Reconocemos que ello es nada más una pista montaña arriba. Para acabar de conocerlo habría que explorar hasta las rocas de La Verna y más allá..., donde Francisco consumó «lo debido a Dios» en Cristo Jesús, Señor nuestro. III. CLARA DE ASÍS Y
EL OFICIO DIVINO 1. POR CAMINOS SEMEJANTES A LOS DE LOS MENORES Son escasos los textos que mencionan expresamente el Oficio divino de las Hermanas Pobres. Tal vez sea debido a que lo consideraban tan engarzado a su forma de vida, tan sin problemas, que ni se les ocurrió. Las fuentes hablan más bien de oración en términos generales, que tanto pueden referirse a la oración litúrgica como a la personal individual. Sin embargo, aunque los textos sean escasos y con frecuencia imprecisos, lo que hemos estudiado en el apartado anterior proyecta una luz que nos facilita valorarlos y leer entre líneas. Entre los textos clarianos referentes al Oficio divino, pueden verse: RCl 3,1-7; Proceso 2,9; 4,4; 7,9; 10,3; 14,2; LCl 19, 20 y 30. a) Los Padrenuestros En su Regla, escribe santa Clara que las hermanas han de rezar el Oficio divino «desde que tengan breviarios», según la interpretación que nos parece aceptable del texto latino «ex quo habere poterunt breviaria» (RCl 3,1). Este «desde» ( ex quo) nos hace sospechar que también para ellas, como para los Hermanos Menores, hubo un tiempo de Padrenuestros, rezados o cantados, a las horas canónicas, por no tener libros. La Regla de Clara prevé que esta situación pueda darse para algunas hermanas aun después de tener breviarios. Por otra parte, las hermanas que no sabían leer siempre seguirían rezando los Padrenuestros. «Y las que por alguna causa razonable no pudieren alguna vez rezar las horas leyendo, recen los Padrenuestros, como las otras hermanas. Mas las que no saben leer digan... Padrenuestros...» (RCl 3,2-3). b) Breviario «Las hermanas que saben leer recen el Oficio divino según la costumbre de los Hermanos Menores, desde que puedan tener breviarios...» (RCl 3,1). Entre el abanico de posibilidades que se les pudieran ofrecer, dice expresamente: el «breviario». Aunque no lo hubiera mencionado, cae de su peso que aquellas «damas pobres», tan entrañables para Francisco y sus hermanos, no podían dejar de entrar en aquella unidad con los Menores y con la Iglesia que tanto y tan celosamente procuró Francisco. Del tiempo de santa Clara se conservan dos breviarios: uno en San Damián, otro en la Biblioteca Municipal de Meaux que perteneció, en el siglo XIII, a las clarisas de Reims. 2. SEGÚN EL MODO DE LOS MEMORES, LEYENDO SIN CANTO La Regla de santa Clara dice: «Las hermanas que saben leer recen el Oficio divino según la costumbre de los Hermanos Menores..., leyendo sin canto» (RCl 3,1). Hallar el espíritu de esta exhortación es lo que nos ha movido a emprender este trabajo. Hemos destacado aspectos que caracterizan «el modo o costumbre» de los Menores; sin embargo, en ninguna parte hemos encontrado precepto que expresamente les prohibiese el canto. Es evidente que al principio se las verían y desearían para tener siquiera un breviario, lo que nos ha hecho pensar que el no cantar era más una consecuencia de la situación real de pobreza (los cantorales eran costosísimos) que una opción decidida de hacerlo así. Prueba de ello es que pronto se abren paso los testimonios a favor del canto y las nuevas composiciones para celebrar sus fiestas propias. No incluimos, por tanto, la anotación «leyendo sin canto» en el modo o costumbre de los Menores, sino que vemos en la Regla de Clara como dos exhortaciones diferentes. a) Leyendo sin canto Por los testimonios de los Menores que hemos podido seguir, vemos que nunca soñaron en reproducir las liturgias de los monasterios o coros catedralicios; pero tampoco tenían una prohibición expresa de salmodiar y cantar. Debían ser muchos los días del año en que los hermanos rezaban, y esto no era obstáculo para que al llegar una fiesta expresasen su gozo con melodías bellas. La misma santa Clara, por especial favor del cielo, disfrutó desde su lecho los solemnes maitines de la Navidad: «... súbitamente comenzó a oír el órgano y responsorios y todo el oficio de los hermanos de la iglesia de San Francisco» (Proceso 3,30; cf. 7,9). Los hermanos se comportaban con libertad y adaptabilidad; tal vez, también les tiraba el gusto y mentalidad de su época. Las palabras de la Santa son claras y precisas: «leyendo sin canto». Estudiosos franciscanos nos prueban que entre las Hermanas Pobres también entraron muy pronto las sencillas melodías populares. Transcribimos, por su interés al respecto, la información que nos transmite el P. Dhont: «En la biblioteca municipal de Meaux se encontró un breviario usado en el siglo XIII por las clarisas de Reims... En este breviario, que fue redactado enteramente entre 1230 y 1260, no se excluye el canto. Los himnos tienen su notación musical, así como todo el Oficio de santa Isabel de Hungría, canonizada en 1235 y titular de la iglesia conventual desde 1237... El canto de los himnos es gregoriano; el del Oficio de santa Isabel se entronca con la música de los trovadores. "El Oficio de santa Isabel es sumamente interesante; sin ningún género de dudas, su música fue compuesta al mismo tiempo o casi al tiempo que el poema. Los formularios musicales son nítidos, pero por desgracia la anotación musical es menos clara... El Oficio de Meaux es muy parecido a las melodías de los trovadores...". El monasterio de Reims, fundado en 1220 por María de Braye, quiso permanecer, según afirma la tradición, bajo la obediencia de Clara. María de Braye se consideraba sólo su vicaria. Así las cosas, ¿se puede pensar que religiosas tan unidas a la abadesa de San Damián actuaban en contra de su voluntad cuando cantaban el Oficio?».[10] En este, como en otros temas semejantes, si nos limitamos a hurgar en el pasado no conseguiremos más que reunir datos contradictorios. De entrada ya podemos afirmar que las Hermanas se conducían también con la libertad de los hijos de Dios. Ahora bien, la respuesta clara para hoy nos viene de la exhortación primera en la Regla de Clara: «según la costumbre de los Hermanos Menores». Y la primera condición o elemento integrante de esa costumbre o forma de los Menores era: «según el ordo de la Iglesia romana». Estimamos que por aquí nos ha de venir la luz. ¿Qué dice la Iglesia hoy? La Ordenación General de la Liturgia de las Horas, en su número 103, dice: «Los salmos no son lecturas ni preces compuestas en prosa, sino composiciones poéticas de alabanza. Por lo tanto, aunque posiblemente hayan sido proclamados alguna vez en forma de lectura, sin embargo, atendiendo a su género literario, con acierto se les llama en hebreo Tehillim, es decir, "cánticos de alabanza", y en griego Psalmoi, es decir, "cánticos que han de ser entonados al son del salterio". En verdad, todos los salmos están dotados de cierto carácter musical que determina el modo adecuado de recitarlos. Por lo tanto, aunque los salmos se reciten sin canto, e incluso de modo individual y silencioso, convendrá que se atienda a su índole musical: ciertamente ofrecen un texto a la consideración de la mente, pero tienden sobre todo a mover los corazones de quienes los recitan y los escuchan, e incluso de quienes los tocan con "arpas y cítaras"». El verbo «leer» cae fuera de nuestro caso. Quedan dos posibilidades: salmodia y canto, entendiendo por salmodia un recitado pausado que reproduce la musicalidad del salmo al seguir el ritmo de acentos que informa la poesía hebrea. Mientras en la vida monástica y canonical la norma es que todo sea cantado, para la Hermana Pobre lo es una correcta salmodia realizada «con alegría de espíritu y dulzura amorosa, tal como conviene a la poesía y al canto sagrado y, sobre todo, a la libertad de los hijos de Dios» ( Ibid. núm. 104), lo cual no impide que se cante, siempre que no suponga una excesiva preocupación. Ese canto habría de ceder a la salmodia desde el momento que la atención fuese más al cuidado de ejecutar las melodías que al sentido, y la intención más a complacer los oídos de los que escuchan que a agradar a Dios. Tal es la exhortación de Francisco antes citada (CtaO 41). Este nos parece el sentido de la exhortación de Clara «leyendo sin canto», tal como hoy la podemos cumplir. Una especie de alerta para no ligarse a formas que «superen la capacidad de la comunidad», en unos casos, causando agobio; en otros, tensiones... Porque uno es el ideal de lo monástico y otro el de los Menores. b) Clara y el modo o costumbre de los Menores Unidad El primer elemento que hace del Oficio divino un signo de unidad entre los Menores, estuvo presente desde la primera hora en las Hermanas Pobres. A pesar de no participar en la vida itinerante de los Hermanos, adoptaron como ellos el breviario. Clara había conocido y participado algún tiempo el rezo coral de las benedictinas. La permanencia en un lugar fijo, San Damián, le hubiese permitido ir poco a poco organizando su coro. Sin embargo, la decisión es clara: deja a un lado la solemnidad monástica para adherirse a la novedad franciscana: en unidad, entre ellas, con los Menores y con la Iglesia. Comunidad Este elemento es inherente a una vida conventual. Habitualmente la fraternidad se reunía en su pobrísimo coro de tablas oscuras... Tan sólo en la parte frontal pueden bajarse unas pocas tablas que servirían de asiento. Es evidente que allí se prevé una sola postura: «de pie», para el rezo comunitario. Como Francisco, Clara amaba el rezo del breviario en comunidad y nos han quedado testimonios de su prontitud: «Dijo también la testigo que la Madre santa Clara era muy asidua en la oración día y noche y que sobre la media noche despertaba a las hermanas cuidadosamente, con ciertos signos, para alabar a Dios. Encendía las lámparas de la iglesia y muchas veces tocaba la campana para maitines» (Proceso 2,9; cf. 4,4; 7,9; 10,3). «Tenía de costumbre, a la hora de maitines llegar antes que las jovencitas, a las cuales, despertándolas por medio de señas, silenciosamente llamaba a los rezos... No había sitio para la tibieza, no lo había para la desidia en el claustro, donde un impulso constante aguijoneaba la flojera para orar y servir al Señor» (LCl 20; cf. Proceso 7,3; BulCan 12). Devoción «Cuando retornaba con júbilo de la santa oración, traía del fuego del altar del Señor palabras ardientes que encendían también los corazones de las hermanas. Advertían con admiración que de su rostro emanaba una cierta dulzura y el semblante aparecía más radiante que de ordinario (LCl 20; cf. Proceso 1,9; 6,3-4; 3,3). «Cuando volvía de la oración, su rostro parecía más claro y más bello que el sol, y sus palabras trascendían una dulzura indecible, al extremo de que toda su vida parecía celestial por completo» (Proceso 4,4). San Damián se había convertido en un lugar privilegiado de oración, porque «allí el Señor le dio muchas compañeras para el amor y el culto asiduo de su nombre» (BulCan 7; cf. Ibíd. 12). Y la alabanza que cada día, como cántico nuevo, se creaba por el renovado amor en el pobrísimo coro, trascendía a sus vidas, ungiéndolas enteramente en la «devoción». ¡Cuántos heroísmos, que para siempre nos han ocultado los siglos, serían prolongación de aquellas liturgias! Notemos ahora dos aspectos de la devoción de Clara: -La necesidad de alargar la oración litúrgica en el recogimiento silencioso de la oración personal. «... después de completas, quedaba largo tiempo en oración... Cerca de la media noche, de modo semejante, se levantaba a 1a oración mientras estuvo sana... Y también hacía oración especialmente a la hora de sexta...» (Proceso 10,3; LCl 19). ¡Cuál sería la impresión, la fuerza que imprimía en su alma la Palabra de Dios en la salmodia, en las lecturas...! Tanto como ella gozaba y gustaba de escuchar la Palabra (cf. Proceso 10,8). ¡Cuál sería la brisa del aura tenue que traía la presencia del Resucitado, en la liturgia, a su experiencia mística..., o el fuego, o el viento impetuoso del Espíritu y su santa operación, que la hacía permanecer quieta, en oración, en contemplación! Clara, como Francisco, había descubierto el misterio de comulgar en la Palabra de Dios, además de comulgarle en la Eucaristía, y la intensidad de esta fe en la presencia del Señor Resucitado, Mediador en la Liturgia de las Horas ante el Padre, les hacía quedar sumergidos en adoración, rostro en tierra, en la luminosa alegría de la acción de gracias. -La liturgia y la participación en el misterio de Cristo en kénosis. Clara recoge la piadosa herencia de las vírgenes cristianas de los primeros siglos: «Sexta y nona son las horas del día en que con mayor compunción se emociona de ordinario, queriendo inmolarse con el Señor inmolado» (LCl 30). Recibe las Horas menores vinculadas al recuerdo de la Pasión, como hemos visto que enseñaron los santos Padres a las vírgenes del siglo IV. Esto encuadra perfectamente con su constante contemplación y encuentro amoroso con la sagrada Humanidad del Cristo, su Señor y Esposo, en cruz. ¿Es posible vislumbrar cuán enamorada estaba Clara de su Señor crucificado? Pues cada día, desde la Hora de tercia, recordaba la historia de la cruz y se aplicaba a «tomarla» y reproducir en ella el «conmorir» y el «conresucitar». Las Horas canónicas marcaban el ritmo de su morir a sí misma y de su vivir para Dios. «Además, para alimentar la mente sin intermisión en las delicias del Crucificado, meditaba muy a menudo la oración de las cinco llagas del Señor. Aprendió el Oficio de la Cruz, tal como lo había compuesto el amador de la cruz, Francisco, y, con similar afecto, lo recitó a menudo» (LCl 30). Si vemos a Clara viviendo la mística de las vírgenes cristianas, también es cierto que muy de cerca la comparte y aprecia palpitante en el mismo Francisco. He aquí algunas pruebas de la inserción de la liturgia en la vida de Clara. Tampoco para ella el rezo de las Horas era un precepto que cumplir, un añadido piadoso. No, era una exigencia amorosa que sustentaba su vivir en Cristo, que se continuaba como necesidad vital en la oración personal individual, que irradiaba en sus relaciones sobre los demás como una transparencia de cielo, que florecía en su abnegación, en su humildad, en su alegría, en su fervor para vivir inmolada con su Señor inmolado. Lo que decimos de Clara también se podría decir, en diferentes grados, según el don recibido, de casi todas y cada una de aquellas dichosas hermanas que, viviendo con ella, la amaron y experimentaron el estímulo de su fervor. Celebrar la Liturgia de las Horas era participar en el misterio de Cristo, entrar en Él, identificarse con Él, dejarse purificar por su Palabra, ungir por su presencia... Y hacer de la vida toda una ofrenda agradable a Dios. Diremos finalmente que la Regla de santa Clara, que sigue a la de Francisco, nos habla del Oficio divino en un contexto de penitencia y vida sacramental (RCl 3). Así es, sin duda, porque lo considera como aspectos diversos de un mismo culto espiritual. Si la fidelidad a Clara y a la Iglesia nos piden el estudio cuidadoso de la Ordenación General de la Liturgia de las Horas, los puntos siguientes nos invitan también a confrontar su pensamiento con la constitución apostólica « Poenitemini» de Pablo VI, que tiene presentes las condiciones de la vida actual con respecto al ayuno, y también el ritual de la Penitencia, que tan perezosos y remisos se muestran todavía a emplearlo en toda su riqueza muchos ministros. 3. UNA HERENCIA PRECIOSA San Francisco empleó durante muchos años un breviario que él mismo había procurado para fray Ángel y fray León. Ya enfermo, cuando sus ojos casi ciegos no soportaban la luz, escuchaba con devoción la lectura que de este mismo libro le hacían los hermanos. Cuando no podía asistir a la Eucaristía, escuchaba el evangelio del día y comulgaba así con la Palabra de su Señor, lo adoraba con los ojos de la fe y, luego, besaba el evangelio. Este libro constituía un verdadero tesoro, tal vez la joya más preciosa que quedó de san Francisco. En el folio 40 hay una corrección manuscrita. En una de las oraciones feriales por el papa, puede leerse, modificada por letra de fray León: «Oremus pro Abbatissa nostra. Omnipotens sempiterne Deus, miserere famulae tuae Abbatissae nostrae...». La oración por el papa se ha transformado en una oración por la abadesa de San Damián. Es una prueba, no sólo de la alta estima en que tenían a sus Hermanas Pobres, sino también de la unidad. Mutuamente se tenían presentes, pues concurrían en la presencia de Dios como un solo corazón y una alma sola. Pensamos que nunca debiera faltar en nuestras liturgias una mención expresa de las Hermanos Menores, ni en la de ellos la plegaria por las Hermanas Pobres. Va delante el ejemplo de Francisco y de los primeros hermanos. Entre los años 1253 y 1260, en que fue abadesa Benedicta después de la muerte de santa Clara, el hermano León puso una nota en el breviario y le buscó un relicario tejido de amor y fidelidad por los siglos. Dice así la nota: «El bienaventurado Francisco adquirió este breviario para sus compañeros los hermanos Ángel y León, y quiso servirse de él para decir el Oficio divino cuando gozaba de buena salud, como se contiene en la Regla. Y, cuando estaba enfermo y no podía recitar el Oficio, quería, al menos, escucharlo. Y así lo vino haciendo mientras vivió. »También hizo escribir este evangeliario. Y el día que no podía oír misa, por motivo de enfermedad o por cualquier otro notorio impedimento, se hacía leer el evangelio que aquel mismo día se leía en la iglesia durante la misa. Mantuvo esta práctica hasta su muerte. Pues solía decir: "Cuando no oigo misa, adoro el cuerpo de Cristo con los ojos de la mente en la oración, como lo adoro cuando lo veo en la misa". Y, una vez oído o leído el evangelio, el bienaventurado Francisco besaba siempre el evangelio con grandísima reverencia hacia el Señor. »Por este motivo, nosotros, hermano Ángel y hermano León, suplicamos encarecidamente a la señora Benedicta, abadesa de las damas pobres del monasterio de Santa Clara, y a todas las abadesas del mismo monasterio que lo sean en el futuro, que, en recuerdo y veneración del santo Padre, conserven siempre en e1 monasterio de santa Clara este libro, en el que tantas veces leyó el mencionado Padre».[11] El Monasterio de Hermanas Pobres de Asís, bendito por los restos de Clara, el monasterio vivo y fecundo en sus hijas, sigue siendo el relicario de esta preciosa herencia, símbolo de unidad, compromiso de fidelidad en la vivencia del misterio de Cristo. Hermanas Pobres y Hermanos Menores, como un solo corazón y un alma sola. 4. CONCLUSIÓN Al seguir los testimonios referentes a Clara, no hemos obtenido nueva doctrina. Simplemente hemos apreciado «vivido» lo antes hallado como novedad franciscana. Ella no se detuvo a elaborar prescripciones, vivió y dejó impresa su huella indeleble, como Francisco. Para Clara, la Liturgia de las Horas enmarcaba su culto a Dios. Esta experiencia supera todas las normas y por eso se limitó a escribir que las Hermanas Pobres habían de rezar «según la costumbre de los Hermanos Menores», lo que suponía para ella el ejemplo de Francisco y de sus hermanos. En San Damián dejó su huella de prontitud, de aquel alargar en oración personal contemplativa la liturgia, de aquella necesidad fervorosa de prolongarla en la vida diaria sin reservas, como un sacrificio de holocausto agradable a Dios en el Hijo. Y, tal vez, porque había vivido por algún tiempo la preocupación de una liturgia monacal solemne en sus ritos, en sus cantos, donde puede darse la discriminación entre las buenas cantoras y la masa, donde la estética puede ser una tentación... Tal vez, por eso, quiso defender la primacía de la devoción, procurando la simplificación, la quietud de una única postura, la total atención a la presencia mística del Señor, y añadió de su parte: «leyendo sin canto». Palabras que en su expresión actualizada sonarían: «salmodiando». Hoy, como entonces, hemos de atenernos al «ordo de la Iglesia romana», y ese ordo nos advierte hoy que los himnos son composiciones para ser cantadas, siendo una contradicción el leerlos; que los cánticos son eso: «cánticos». Tenemos que cantar y salmodiar. La sabiduría estará en elegir las melodías que no exceden la capacidad de la comunidad, que favorecen la primacía de la devoción. Sería vana una liturgia bella que no tocase ese centro de eternidad que la eleva al cielo y destila el suave ungüento de la devoción. Para Francisco y para Clara el breviario fue el diario de su caminar hacia Dios. La herencia preciosa para las clarisas de Asís es el libro que tantas veces besó Francisco con veneración. La herencia preciosa para todas las clarisas es «la forma o costumbre de los Hermanos Menores» tal como la vivió Clara, como alianza fraternal, como forma donde el rito, la postura, el canto, todo, está al servicio del primado de la «devoción», donde, en fin, la simplificación es camino de contemplación. N O T A S: [1] S. Atanasio: De Virginitate, lib. III, c. IV, núm. 26; PG 28, 276. [2] S. Atanasio: De Virginitate, lib. III, c. IV, núm. 12; PG 28, 265. [3] S. Atanasio: Epistola 130, núm. 20; PG 22, 1.124. [4] Entre los textos franciscanos referentes al Oficio divino pueden verse: 1 R 3; 2 R 3; REr 3-6; Test 18. 29-31; CtaO 39-43; OfP; 1 Cel 47; 2 Cel 96 y 168; LP 119; LM 4,3; 8,9-10; 10,6; LP 56 y 120. Sobre esta temática cf. K. Esser: Orar en comunión con la Iglesia, en Selecciones de Franciscanismo núm. 7 (1974) 57-62; O. Schmucki: La oración litúrgica según el ejemplo y la enseñanza de S. Francisco, en Selecciones de Franciscanismo núm. 24 (1979) 485-496. [5] K. Esser: La Orden franciscana, orígenes e ideales. Aránzazu 1976, pág. 174ss. [6] Ordenación General de la Liturgia de las Horas, núm. 9. [7] F. J. Toppi: Espíritu y vida de oración de nuestro Padre S. Francisco, en Selecciones de Franciscanismo núm. 7 (1974) 31. [8] J. Garrido: La forma de vida franciscana. Aránzazu 1975, pág. 166. [9] K. Esser: Orar en comunión con la Iglesia, en Selecciones de Franciscanismo núm. 7 (1974) 58. [10] R.-Ch. Dhont: Clara de Asís. Su proyecto de vida evangélica. Valencia, Ed. Asís, 1979, págs. 191-192. El P. Dhont intercala en su texto una nota, puntualizando: «Información facilitada al P. Desbonnets por la Srta. Corbin, profesora de música en la Sorbona». [11] San Francisco de Asís. Escritos. Biografías. Documentos de la época. Madrid, BAC, 19987, pág. 974. [Selecciones de Franciscanismo, vol. X, núm 28 (1981) 103-125]. |
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