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SAN ALBERTO CHMIELOWSKI (1845-1916) Textos de L'Osservatore Romano |
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Alberto Chmielowski, en el siglo Adán, nació en Igolomia, cerca de Cracovia (Polonia), el 20 de agosto de 1845, de padres nobles: Adalberto y Josefina Borzyslawska. Creció en un clima de ideales patrióticos, de una profunda fe en Dios y de amor cristiano hacia los pobres. Quedó huérfano muy pronto y sus familiares se hicieron cargo de él y de los demás hermanos, ocupándose de su formación. A los 18 años se matriculó en el Instituto Politécnico de Pulawy. Tomó parte en la insurrección de Polonia en 1863. Cayó prisionero y se le amputó una pierna a causa de una herida. Al fracasar la insurrección, se trasladó al extranjero, huyendo de la represalia zarista. En Gante (Bélgica) inició estudios de ingeniería. Dotado de buenas cualidades artísticas, decidió estudiar pintura en París y en Munich. En 1874, maduro ya como artista, regresó a Polonia, decidido a dedicar «el arte, el talento y sus aspiraciones a la gloria de Dios». Comenzaron así a predominar en sus actividades artísticas los temas religiosos. Uno de los mejores cuadros, el «Ecce Homo», fue el resultado de una experiencia profunda del amor misericordioso de Cristo hacia el hombre, experiencia que llevó a Chmielowski a su transformación espiritual. En 1880 entró en la Compañía de Jesús como hermano lego. Después de seis meses tuvo que dejar el noviciado por su mala salud. Superada una profunda crisis espiritual, comenzó una nueva vida, dedicada totalmente a Dios y a los hermanos. Acercándose a la miseria material y moral de quienes carecen de techo y a los desheredados en los dormitorios públicos de Cracovia, descubrió en la dignidad menospreciada de aquellos pobrecillos el rostro humillado de Cristo, y decidió por amor del Señor renunciar al arte y vivir al lado de los marginados una vida pobre, dedicándoles toda su persona. El 25 de agosto de 1887 vistió el sayal gris y tomó el nombre de hermano Alberto. Pasado un año, pronunció los votos religiosos, iniciando la congregación de los Hermanos de la Orden Tercera de San Francisco, denominados Siervos de los Pobres o Albertinos. En 1891 fundó la rama femenina de la misma congregación (Albertinas) con la finalidad de socorrer a las mujeres necesitadas y a los niños. El hermano Alberto organizó asilos para pobres, casas para mutilados e incurables, envió a las hermanas a trabajar en hospitales militares y lazaretos, fundó comedores públicos para pobres, y asilos y orfanotrofios para niños y jóvenes sin techo. En los asilos para los pobres, los hambrientos recibían pan; los sin techo, alojamiento; los desnudos, vestidos; y los desocupados eran orientados a un trabajo. Todos contaban con su ayuda, sin distinción de religión o nacionalidad. En la medida en que satisfacía las necesidades elementales de los pobres, el hermano Alberto se ocupaba también paternalmente de sus almas, tratando de reavivar en ellos la dignidad humana, ayudándoles a reconciliarse con Dios. Tomaba fuerza del misterio de la Eucaristía y de la Cruz para su acción caritativa. A pesar de su invalidez, viajaba mucho para fundar nuevos asilos en otras ciudades de Polonia y para visitar las casas religiosas. Gracias a su espíritu emprendedor, cuando murió dejó fundadas 21 casas religiosas en las cuales prestaban su trabajo 40 hermanos y 120 religiosos. Murió, de cáncer de estómago, el día de Navidad de 1916 en Cracovia, en el asilo por él fundado, pobre entre los pobres. Antes de su muerte dijo a los hermanos y hermanas, señalando a la Virgen de Czestochowa: «Esta Virgen es vuestra fundadora, recordadlo». Y: «Ante todo, observad la pobreza». Su entera dedicación a Dios mediante el servicio a los más necesitados, su pobreza evangélica a imitación de San Francisco de Asís, su filial confianza en la divina Providencia, su espíritu de oración y su unión con Dios en el trabajo de cada día son la herencia que ha dejado el hermano Alberto a sus hijos e hijas espirituales. Enseñó a todos con el ejemplo de su vida que «es necesario ser buenos como el pan, que está en la mesa, y que cada cual puede tomar para satisfacer el hambre». La herencia espiritual del hermano Alberto pervive en sus congregaciones, que extienden su acción misionera por tierras de Polonia, Italia, Estados Unidos y Argentina. Convencidos de la santidad del hermano Alberto, sus contemporáneos lo definieron como «el hombre más grande de su generación». Considerado el San Francisco polaco del siglo XX, el hermano Alberto fue beatificado en Cracovia el 22 de junio de 1983 por el Papa Juan Pablo II, quien también lo canonizó el 12 de noviembre de 1989 en Roma. * * * * * De la homilía de Juan Pablo II «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón». «Aprended de mí... porque mi yugo es suave y mi carga ligera". «Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí» (Mt 11,29). Meditando en estas palabras la Iglesia contempla hoy a dos personas que, con toda su vida, acogieron esta invitación del Maestro divino: la beata Inés de Bohemia y el beato hermano Alberto Chmielowski de Cracovia. Muchos siglos los separan a ambos: del siglo XIII al siglo XX. Pero los une una particular afinidad espiritual: la herencia de san Francisco de Asís y de santa Clara, así como la cercanía de las naciones de donde provienen: Bohemia y Polonia. Hoy los une la común canonización... La beata Inés de Bohemia, a pesar de haber vivido en un período tan lejano del nuestro, sigue siendo también hoy un resplandeciente ejemplo de fe cristiana y de caridad heroica, que invita a la reflexión y a la imitación. Y está también el hermano Alberto: es un personaje que ha dejado una huella profunda en la historia de Cracovia y del pueblo polaco, así como en la historia de la salvación. Es necesario «dar el alma»: éste parece haber sido el hilo conductor de la vida de Adán Chmielowski desde los años de su juventud. A sus 17 años, siendo estudiante de la escuela de agricultura, participó en la lucha insurreccional por librar a su patria del yugo extranjero, y en esa lucha sufrió la mutilación de una pierna. Buscó el significado de su vocación a través de la actividad artística, dejando obras que aún hoy impresionan por una particular capacidad expresiva. Mientras se dedicaba cada vez más intensamente a la pintura, Cristo le hizo escuchar la llamada para otra vocación y lo invitó a seguir buscando cada vez más: «Aprende de mí, que soy manso y humilde de corazón... Aprende». Adán Chmielowski fue discípulo dispuesto a acoger cualquier llamada de su Maestro y Señor. De esta llamada decisiva, que marcó su camino hacia la santidad en Cristo, habla el texto de la primera lectura de la liturgia de la canonización que estamos celebrando hoy, tomado del profeta Isaías: «... desatar los lazos de maldad, deshacer las coyundas del yugo, dar la libertad a los quebrantados, y arrancar todo yugo» (Is 58,6). Ésta es la teología de la liberación mesiánica, que contiene la que hoy estamos acostumbrados a definir «opción por los pobres»: «partir al hambriento tu pan, y a los pobres sin hogar recibir en casa. Que cuando veas a un desnudo le cubras, y de tu semejante no te apartes» (Is 58,7). Precisamente esto hizo el hermano Alberto. En este incansable y heroico servicio en favor de los abandonados y de los desheredados encontró finalmente su camino. Encontró a Cristo. Tomó sobre sí su yugo y su carga; y no fue solamente «alguien que hacía caridad», sino que se hizo hermano de aquellos a quienes servía. Su hermano. El «hermano gris», como solían llamarle. Otros han seguido su ejemplo: los «hermanos grises» y las «hermanas grises». [Cf. L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 12 y del 19 de noviembre de 1989] * * * * * El Santo
Fray Alberto Me pregunto a veces qué papel ha desempeñado en mi vocación la figura del Santo Fray Alberto. Adam Chmielowski --éste era su nombre-- no era sacerdote. Todos en Polonia saben quién fue. En el período de mi interés por el teatro rapsódico y por el arte, la figura de este hombre valiente, que había tomado parte en la «insurrección de enero» (1863) perdiendo una pierna durante los combates, tenía para mí una atracción espiritual particular. Como es sabido, Fray Alberto era pintor: había realizado sus estudios en Munich. El patrimonio artístico que dejó muestra que tenía un gran talento. Sin embargo, en un cierto momento de su vida este hombre rompe con el arte porque comprende que Dios le llama a tareas más importantes. Conociendo el ambiente de los pobres de Cracovia, cuyo lugar de encuentro era el dormitorio público, llamado también «lugar de la calefacción», en la calle Krakowska, Adam Chmielowski decide convertirse en uno de ellos, no como el limosnero que llega desde fuera para distribuir dones, sino como uno que se da a sí mismo para servir a los desheredados. Este fascinante ejemplo de sacrificio suscita muchos seguidores. Alrededor de Fray Alberto se reúnen hombres y mujeres. Nacen así dos Congregaciones, que se dedican a los más pobres. Todo esto sucedió en los comienzos de nuestro siglo, en el período anterior a la primera guerra mundial. Fray Alberto no pudo ver el momento en el que Polonia conquistó su independencia. Murió en Navidad de 1916. Sin embargo, su obra sobrevivió, convirtiéndose en expresión de las tradiciones polacas de radicalismo evangélico, siguiendo las huellas de San Francisco de Asís y de San Juan de la Cruz. En la historia de la espiritualidad polaca, Fray Alberto ocupa un lugar especial. Para mí, su figura fue determinante, porque encontré en él un particular apoyo espiritual y un ejemplo en mi alejamiento del arte, de la literatura y del teatro, por la elección radical de la vocación al sacerdocio. Una de las alegrías más grandes que he tenido como Papa ha sido la de elevar al honor de los altares a este pobrecito de Cracovia con hábito gris, primero con la beatificación en Blonie Krakowskie durante el viaje a Polonia del año 1983, y después con la canonización en Roma, en el mes de noviembre del memorable año 1989. Muchos autores de la literatura polaca han inmortalizado la figura de Fray Alberto. Entre las diversas obras artísticas, novelas y dramas, es digna de ser mencionada la monografía que le dedicó el P. Konstanty Michalski. También yo, siendo joven sacerdote, en la época en que era coadjutor en la iglesia de San Florián de Cracovia, le dediqué una obra dramática llamada El Hermano de nuestro Dios, saldando así la gran deuda de gratitud que había contraído con él. Juan Pablo II, Don y misterio. Madrid, BAC, 1996, pp. 45-46. |
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