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BEATO ANTONIO LUCCI (1682-1752) Textos de L'Osservatore Romano |
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Antonio (en el siglo, Angelo Nicola Lucci) nació en Agnone, diócesis de Trivento (Molise, Italia), el 2 de agosto de 1682, en una familia de vida cristiana ejemplar. Siendo todavía muy joven entró en la Orden de los Franciscanos Menores Conventuales; emitió los votos religiosos en el año 1698; completados los estudios humanísticos y filosóficos, inició la teología, que continuó en Asís, junto a la tumba de San Francisco, animado siempre del vivo deseo de perfección religiosa. Recibió la ordenación sacerdotal el 17 de noviembre de 1705. Completó los estudios académicos con notables resultados científicos y espirituales, hasta conseguir el doctorado en teología. Enseñó teología en los Estudios Generales de San Lorenzo en Nápoles y de San Buenaventura en Roma, transmitiendo la riqueza de su sabiduría a los alumnos, los cuales admiraban su sólida doctrina y su ejemplo de vida religiosa; al mismo tiempo ejerció con celo los demás ministerios sacerdotales, entre ellos la predicación: era solicitado para el ministerio de la predicación y lo buscaban también los pobres, a los que no negaba nada. A la caridad para con los hermanos unía un intenso amor a Dios, a la Virgen y a los Santos franciscanos; era siempre asiduo a la Liturgia de las Horas y devotísimo en la celebración de la Eucaristía; practicaba la Regla con meticulosa diligencia, asimilando los consejos evangélicos como alimento para su fe y la vida de perfección. Elegido ministro provincial, promovió la fidelidad a la vocación franciscana, a la formación espiritual y cultural. Regente y rector del Colegio de San Buenaventura en Roma, fue consultor de varios dicasterios de la Curia Romana; el estudio, la oración, la predicación y la formación de los alumnos fueron los pilares de su vida. Benedicto XIII, que conocía sus dotes de sabiduría y bondad, lo nombró obispo de Bovino (Foggia) el 7 de febrero de 1729, de cuya sede tomó posesión un mes más tarde. Se dedicó a la formación del clero; su constante preocupación fueron las visitas pastorales. Padre y Pastor de la diócesis, Mons. Lucci se entregó a la búsqueda de la salvación y el bien de todos, especialmente de los más pobres, mediante el ministerio y la promoción humana, la pastoral sacramental y la caridad abundante en el ejercicio de su autoridad episcopal. Murió santamente en Bovino el 24 de julio de 1752. Rápidamente se difundió su fama de santidad, y se inició el proceso de canonización. El papa Juan Pablo II lo beatificó el 18 de junio de 1989 y estableció que su fiesta se celebre el 25 de julio. ******************** De la
homilía de Juan Pablo II «Como un grano de mostaza que... es más pequeña que cualquier semilla..., pero una vez sembrada, crece» (Mc 4,31): la parábola evangélica refleja de modo elocuente la vida del obispo Antonio Lucci. De humilde hermano franciscano, entregado a la oración como contemplativo, estudioso de teología y maestro de las verdades de fe entre los hermanos de la Orden de los frailes menores conventuales, educador y experto en ascética, Antonio fue pronto elegido para cargos importantes de su comunidad. A continuación, mi predecesor el papa Benedicto XIII lo eligió como teólogo para dos Sínodos, como consultor del Santo Oficio y, finalmente, como obispo de Bovino. En esta ciudad su celo se desarrolló como «cedro magnífico» (Ez 17,23), con iniciativas de una caridad sin confines. Ante todo la caridad espiritual, para llevar al clero a una vida religiosa y pastoral adecuada a las exigencias del orden sagrado y del ministerio; luego, la caridad social y material, para la defensa de los derechos de la gente pobre, sometida a la tierra, y para la tutela de los débiles, víctimas de atropellos. Por esto se hizo catequista de su clero y de su gente, anunció el Evangelio con la límpida simplicidad del franciscano, preparó él mismo a los niños para los sacramentos de la iniciación cristiana; pero se dedicó, además, a su cultura elemental, instituyendo escuelas gratuitas, preocupado incluso de vestirlos y de ofrecerles instrumentos de trabajo. Por ello llegó a privarse íntegramente de los bienes de la mesa episcopal, con el deseo de dar una respuesta concreta a las apremiantes e inagotables exigencias de la caridad en un ambiente de miseria endémica. Como un árbol crecido, también él extendió las ramas de sus iniciativas de caridad para ofrecer refugio y alivio a los necesitados. [Cf. L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 18 y del 25 de junio de 1989] |
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