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Beato Eduardo Rosaz (1830-1903) Texto de LOsservatore Romano |
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Edoardo Giuseppe Rosaz nació en Susa (Turín, Italia) el 15 de febrero de 1830. Recibió una educación cristiana sólida y genuina. A causa de su frágil salud, sus padres le pusieron un maestro en casa. Cuando tenía diez años, su familia se trasladó a Turín y entonces fue enviado al colegio Gianotti de Saluzzo. Tres años después murió su padre y, al año siguiente, un hermano. A los quince años volvió con su familia a Susa, donde se rodeó de amigos, escogiéndolos entre los jóvenes mejores de la ciudad. Durante las vacaciones instruía a los niños en las verdades religiosas. En 1847 ingresó en el seminario. En 1853 se inscribió en la Tercera Orden de San Francisco, cuyo ideal y espíritu promovió desde ese momento y al que permaneció siempre fiel. Recibió la ordenación sacerdotal el 10 de junio de 1854. Sin preocuparse de trabajos y molestias, buscaba siempre con alegría el bien espiritual y material de los fieles, y colaboraba con celo y desinterés en el cuidado pastoral, cultivando diversas formas de apostolado: se dedicó con entusiasmo a la predicación, a la catequesis, al ministerio de la reconciliación y a las obras sociales. Alimentaba su vida espiritual con la oración, la meditación, la misa, la adoración eucarística, y fomentaba esto mismo en las religiosas por él fundadas, las Franciscanas Misioneras de Susa. En 1874 fue nombrado rector del seminario de Susa, en cuyo cargo tuvo como principio educativo: «firmeza dulce y dulzura firme», «prevención mejor que castigo». El 26 de diciembre de 1877 fue nombrado obispo de Susa; recibió la consagración episcopal el 24 de febrero de 1878 en la catedral. En su nuevo cargo se distinguió por su celo, prudencia pastoral, abnegación y dinamismo misionero: dedicó gran atención al clero, para el que fue un buen pastor; potenció el seminario diocesano y visitó varias veces la diócesis, incluso las parroquias más aisladas. Era amigo íntimo de Don Bosco, a quien vio por última vez en Turín en 1888. Murió la mañana del 3 de mayo de 1903. Fue beatificado por Juan Pablo II el 14 de julio de 1991 en Susa. [Cf. L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 12 de julio de 1991] ******************** De la homilía de Juan Pablo II en la misa de beatificación (14-VII-1991)
En su primera carta pastoral (1878), Mons. Eduardo Rosaz saludaba así a la comunidad diocesana que la divina Providencia le había confiado: «En el nombre del Señor vengo a vosotros (...) y abrazo como esposa a la Iglesia de Susa, que desde los años de mi juventud he seguido con veneración y amor». Y agregaba: «Estoy aquí, en medio de vosotros: recibidme, os lo ruego, con ánimo benévolo. Mi compromiso y mi deseo es hacerme todo a todos, ganarlos a todos para Cristo». Queridos hermanos y hermanas, recorred todos el camino señalado por el beato Rosaz, que hoy la Iglesia nos presenta como modelo para imitar y protector celestial para invocar. Vuestra diócesis, situada a los pies de los Alpes, os permite contemplar la majestuosidad de las montañas, que en su silencio secular expresan el misterio de Dios e invitan a mirar a las alturas. «Sursum corda», ¡arriba los corazones! Nos ayudan a elevar el espíritu hacia los cielos, de los que habla la carta a los Efesios (cf. 1,3). «En Cristo» Dios «nos ha elegido (...) antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia» (Ef 1, 3-4). Todos estamos llamados a la santidad. El apóstol Pablo nos invita a vivir en la fidelidad más diligente al mandato que Dios nos ha confiado. Se trata, ciertamente, de una misión difícil, pero fundamental para nuestra existencia y para la vida de la Iglesia, signo de salvación para la humanidad entera. ¡Qué bien se aplica esta página bíblica al testimonio de Mons. Edoardo Giuseppe Rosaz! Él se sintió un llamado, un evangelizador, un apóstol de Dios, que es amor. Entendió que su misión consistía en cooperar con el plan divino «de hacer que todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ef 1, 10). Y esto mediante la obediencia filial a la voluntad divina y el amor al prójimo. Respondió a las expectativas de sus hermanos, sobre todo de los pobres, con la caridad del corazón de Cristo, sin retórica, de manera concreta, pagando personalmente. Para seguir al Señor se hizo peregrino, mendicante, con el espíritu del sacerdote y obispo humilde, alegre y confiado en la Providencia. Y en este espíritu, de estilo franciscano y lleno de la sencillez montañesa de los habitantes de Susa, quiso orientar la congregación de las Religiosas Terciarias que fundó, para que en los retiros, en las casas para ancianos y en cualquier parte donde fuese necesario, evangelizaran con el lenguaje de la caridad. Caridad que no es sólo limosna o asistencia esporádica, sino, sobre todo, acogida y servicio, ver a Jesús en el prójimo, y sentirlo hermano y proclamar concretamente el Evangelio de la salvación. [Cf. L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 19 de julio de 1991] ******************** Del discurso de Juan Pablo II a las Franciscanas Misioneras de Susa (14-VII-1991)
Queridas hermanas: 1. Es casi una peregrinación la que quiero realizar junto con vosotras a esta -por llamarla así- «Porciúncula» de vuestra benemérita familia religiosa. En efecto, entre estas paredes, bajo la mirada sonriente de la Inmaculada Madre de Dios, Mons. Rosaz dio vida el 8 de diciembre de 1874 a sus Terciarias Franciscanas, con la toma de hábito de Alfonsa Pasquinelli. Nos encontrarnos aquí hoy para recordar y escuchar. Sí, para escuchar a vuestro amado padre fundador que aún hoy habla a sus hijas, repitiéndoles esas palabras antiguas y siempre actuales que las alientan y sostienen en el camino de la «santa aventura» que han comenzando con el fin de responder a la invitación del Señor: «Es cierto que, si la gracia de la vocación religiosa es gracia extraordinaria, sublime, que une íntimamente el alma a Dios, también es gracia que exige mayor correspondencia (...). La religiosa con sus votos hace a Dios el ofrecimiento más precioso, perfecto e íntegro que pueda hacer: debe vivir únicamente para Dios (...). La religiosa que quiere ser hija de Dios, debe ser perfecta en el amor al prójimo, como es perfecto su Padre que está en los cielos» (Instrucciones para las religiosas, Introducción, 51. 97). Esta es la «gracia de las raíces», de las que debéis alimentaros incesantemente en el silencio y la reflexión: no os canséis de prestar oídos a la voz de Mons. Rosaz; seguid sondeando la profundidad de su corazón para captar el secreto de su vida de entrega y amor; como él, sed valerosas en la escucha de la Iglesia y de los hombres para poder responder a sus llamamientos con esa característica de disponibilidad y alegría, de acogida y misericordia que constituye vuestro signo distintivo de franciscanas: así seréis el ejemplo más elocuente de ese «Evangelio de la caridad» que animó toda la existencia de vuestro fundador. Siguiendo su ejemplo, amad a la Iglesia, amadla con un amor apasionado, fuerte, generoso y fiel; sois conscientes de que también ella os ama y os pide un testimonio ferviente y gratuito, un servicio desinteresado y fiel. Vuestro fundador os sugiere también el secreto del éxito: «Que la oración sea, oh esposas de Jesús, vuestro pan cotidiano, vuestra consolación. Mediante la oración participaréis en la omnipotencia divina (...) porque la oración es la escalera de Jacob, gracias a la cual la tierra se une al cielo y pone al hombre en comunicación directa con el trono de Dios» (Instrucciones para las religiosas, 123). 2. «Lo que se hace en Turín se puede hacer también en Susa». Estas palabras fueron el comienzo de las obras instituidas por el canónigo Rosaz en esta ciudad, en la que florecieron, con la ayuda de la Providencia, iniciativas admirables de catequesis, evangelización, promoción humana y caridad. Vuestro instituto dio aquí sus primeros pasos, que lo llevaron a testimoniar, por los caminos del mundo, la caridad del Corazón de Cristo: pienso en vuestra presencia en Italia, en la asistencia a los ancianos y la educación de los niños y los jóvenes; en Francia y Suiza, junto a los emigrantes; y en Libia y Brasil, al servicio de los enfermos y pobres. Quiero reunir idealmente aquí con vosotras a todas las hijas de Mons. Rosaz esparcidas por el mundo, para saludarlas, bendecirlas y agradecerles, en nombre de la Iglesia, su entrega y servicio. Dirijo un pensamiento particular a las novicias y a las religiosas ancianas y enfermas aquí presentes, quienes nos recuerdan el testimonio de una vida enteramente gastada, con corazón indiviso, en el seguimiento del Maestro Jesús. [Cf. L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 16 de agosto de 1991] |
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