DIRECTORIO FRANCISCANO
SANTORAL FRANCISCANO

6 de octubre

Beata María Ana Mogas Fontcuberta (1827-1886)
Un carisma al servicio de la caridad

por M. Mercedes Jiménez, fmmdp

.

El 3 de julio de 1886, la beata María Ana Mogas y Fontcuberta, abandonaba este mundo dejando a sus hijas, como testamento, lo que había sido lema y programa de su vida: «Amaos como yo os he amado, y sufríos como yo os he sufrido. Caridad, caridad verdadera. Amor y sacrificio».

Nacida en Corró de Vall (Barcelona), con una infancia normal en un hogar bien constituido que se rompe con la prematura muerte de sus padres; tutelada por su madrina, buena cristiana y señora de la alta sociedad catalana, va fraguando en su adolescencia y consolidando en su juventud unos principios que harán de ella, en la vida consagrada, una réplica acabada de la imitación de Cristo en la faceta, tan queridamente suya, del amor.

Asumió las palabras de Jesús: «Amaos como yo os he amado». Las vivió en las duras dificultades que sembraron su camino, no sólo perdonando injurias, sino enterrándolas en el olvido más profundo. Estuvo siempre dispuesta y pronta a restañar evangélicamente –por aquello de «que si sabes que tu hermano tiene algo contra ti...»– lo que en lo humano pudieran atribuirle sin que en ella hubiera intención de molestia para nadie.

La dimensión de la caridad en su espiritualidad no puede, en modo alguno, reducirse a hechos concretos y puntuales destacados en su biografía, sino que fue una constante permanente, una actitud de vida nacida del enamoramiento de Cristo.

La misión ejercida, la vivió como un encuentro con él, en la fe de la Iglesia y bajo los signos del hermano. La pobreza de estos signos fue un estímulo para su caridad. Toda la actividad fundacional de María Ana Mogas, todos sus servicios al hombre, tienen la marca imborrable del amor, de un amor desinteresado, de un amor que da todo sin esperar nada y todas sus relaciones comunitario-fraternas están bajo la luminosidad de una caridad delicada, que disimula los defectos ajenos, que se anticipa a necesidades todavía no manifestadas, que avisa y corrige con persuasión, cuando esta virtud teologal está amenazada por cualquier amago que pueda lesionarla, y crea relaciones fluidas, fraternas, presididas por la sinceridad y la verdad en las que las personas se encontraban bien y ansiaban relacionarse con ella.

Si nos preguntamos en qué fuentes bebió y se nutrió María Ana de una espiritualidad que llevaba arraigada en lo más íntimo de su ser y que tenía esas expresiones no ocasionales sino como una constante en todas sus acciones y reacciones, la respuesta puede darse así: María Ana fue mujer de su tiempo, asumió y vivió la espiritualidad de su siglo con toda la intensidad de su temperamento afectivo, entusiasta y fogoso.

El siglo XIX, con todas sus convulsiones políticas, con todos sus errores, fue el siglo del redescubrimiento de la persona de Cristo, el siglo de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, de la renovación de la piedad eucarística, el siglo de grandes manifestaciones marianas. Fue un siglo marcado por una fina espiritualidad cristológica y, se puede decir con toda verdad, influenciado por la santidad de Papas como Pío IX, que abarca la etapa más fecunda en la vida de María Ana, y de León XIII en sus últimos años. No es de extrañar que una mujer de profunda fidelidad a la Iglesia, de fina y delicada sensibilidad, sintonizara con la espiritualidad ambiental de su siglo.

Afirmamos con los datos que tenemos de ella: oraciones, escritos y testimonios, que el Evangelio caló tan hondamente en su ser, que llegó al profundo conocimiento de Cristo, al que se «sabía» de memoria, por cuyo seguimiento e imitación dejó una vida cómoda y prometedora de cuanto en lo humano se puede ofrecer. La Palabra evangélica, las actitudes de Jesús hicieron de ella una orante activa, revivía en su oración los misterios más profundos y reproducía en su vida lo que oraba y meditaba. De aquí, sus arrobamientos en el ejercicio del Vía crucis, que llamaban la atención de quienes la acompañaban y transformaban sus vidas; sus largas horas de oración ante el Sagrario en actitud de adoración, abstraída a todo su entorno –como fue comprobado por más de un testigo fidedigno–, las vigilias de oración en la noche cuando todos la creían descansando en su aposento: «Y se pasaba en la capilla hasta altas horas de la madrugada como, después de su muerte, manifestó su confesor».

El contacto permanente con Cristo que ha hecho declarar a quienes vivieron con ella que «estaba siempre arrullada por la presencia divina», dio a su persona esa dimensión espiritual marcada por el amor al Corazón de Cristo –expresión acabada del amor– de forma que sus actuaciones, su servicio, sus gestos de perdón –aun en casos difíciles de comprender–, no tenían otra razón de ser que el amor; un amor de caridad heroico, un amor a Dios en el hombre.

El cristocentrismo de María Ana, polarizado en el Corazón de Cristo, aparece –como una constante– en sus escritos personales, en formas oracionales y en breves y sencillas jaculatorias; aflora en sus cartas con expresiones pletóricas de sentido amor: «El amor del Sagrado Corazón de Jesús arda en nuestros corazones y nos inflame en caridad» (Carta del 21-05-80); «Les pido por amor de nuestro Señor Jesucristo que me digan en qué las he ofendido: yo estoy pronta a ponerme en camino para postrarme a los pies de todas...» (Carta del 03-05-84); «Las quiere en el Sagrado Corazón» (Carta del 13-03-83).

Es que para nuestra Beata el Corazón de Jesús es un lugar de encuentro, un lugar de perdón en el que tienen respuesta las más encontradas actitudes; es la espiritualidad del amor que ha de ser vivido hasta sus últimas consecuencias.

Prima también en su espiritualidad cristocéntrica la espiritualidad franciscana de contemplación, adoración del Dios hecho hombre; por eso, la exquisita preparación del Adviento para celebrar con gozo el nacimiento de Jesús y contemplarlo, cual inocente corderillo, en los brazos de María. Como referencia importante cito la austeridad cuaresmal, la intensificación de la mortificación y de los tiempos de oración para la celebración de los misterios de la Redención y, después, de la alegría pascual; dice un testigo: «...todo era contento en Dios».

La primacía que en su espiritualidad ha ocupado el misterio de Cristo ha facilitado lo que ha constituido otro polo de la misma; su gran amor a la santísima Virgen. Desde su infancia y juventud sintió especial predilección por María, que se fue acentuando con las frecuentes visitas a la basílica de Santa María del Mar y se consolidó plenamente cuando, consagrada en la vida religiosa, su instituto tiene como titular a María, Madre del Divino Pastor.

La Virgen, bajo la advocación de la Divina Pastora, es para María Ana la Suprema Abadesa. Todos los testigos coinciden en afirmar que su devoción a María «no era sensiblera, sino muy honda y contagiosa».

En la escuela de Jesús y de María aprendió a ser humilde de verdad, a ser sincera, a ser consumada pedagoga del espíritu, a ejercitar el amor de caridad –pues dicen sus testigos «que deba hasta de lo que necesitaba»–, a darse sin esperar nada y a hacer felices en la fraternidad del amor a sus hermanas. Aprendió también el «Amor y el sacrificio», lema y ejercicio de su vida, convencida de que el amor no es auténtico si no lleva el sello del sacrificio, porque amar, amar a todos, sin distinción –excepto a los más necesitados de cualquier carencia, de los que no pueden corresponder–, requiere una elevada dosis de sacrificio, de vencimiento y de renuncia. Aprendió a sufrir amando y los mayores obstáculos se convirtieron en sus mejores medios apostólicos. Su silencio fue, ante el sufrimiento, como de corazón enamorado.

Vivió amando, transformó el sacrificio en gozo de darse con el quehacer cotidiano y los detalles de cada día, afrontó con normalidad las circunstancias dolorosas extraordinarias, transformó la vida en constante servicio de amor y caridad; no pidió garantías ni hizo cálculos humanos en su entrega. Escuchó la voz del Señor para hacer siempre su voluntad y, al morir nos dijo: «Amaos».

«Hijas mías: amaos como yo os he amado, sufríos como yo os he sufrido. Caridad, caridad verdadera. Amor y sacrificio». Habían sido la gran verdad de su vida y ahora eran legado testamentario que cerraban sus labios. Era el 3 de julio de 1886.

M. Mercedes Jiménez, FMMDP, Vicepostuladora,
La madre María Ana Mogas, un carisma al servicio de la caridad
,
en L'Osservatore Romano, ed. esp., del 11-X-96.

.