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Beato Salvador Lilli y compañeros, mártires ( 1895) Homilía de Juan Pablo II en su Beatificación (3-X-82) |
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Queridos hermanos y hermanas: 1. Para la Iglesia es motivo de gran alegría la elevación de algunos de sus preclaros hijos al honor de los altares: el Beato Salvador Lilli, de los Hermanos Menores, y la Beata Juana Jugan, fundadora de las Hermanitas de los Pobres. Un italiano, al que se asocian siete cristianos de Turquía Oriental, mártires de la fe, y una francesa. Es significativo que la beatificación del padre Salvador Lilli, misionero franciscano de la Custodia de Tierra Santa y párroco de Mujuk-Deresi, se celebre precisamente hoy, víspera de la fiesta de San Francisco de Asís. En el VII centenario de la muerte del Santo de Asís, el año 1926, mi predecesor Pío XI quiso subrayar el vínculo del Seráfico San Francisco con la tierra de Jesús, beatificando a ocho franciscanos de la Custodia, matados en Damasco en 1860. Hoy, en el VIII centenario del nacimiento de San Francisco, otro hijo suyo, también pastoralmente empeñado en tierras de Oriente, es elevado al honor de los altares junto con otros siete feligreses suyos también mártires. 2. La cronología del Beato Salvador es sencilla, pero rica en hechos que testimonian su gran amor a Dios y a los hermanos; culmina en el martirio con el que coronó una vida de fidelidad a la vocación franciscana y misionera. Conocemos los nombres, las familias y el ambiente de vida de sus siete compañeros mártires: eran humildes ciudadanos y fervorosos cristianos, provenientes de una estirpe que, a través de los siglos, había conservado íntegra su fidelidad a Dios y a la Iglesia, incluso en los momentos difíciles y, a veces, dramáticos. El joven misionero se insertó en medio de aquella gente humilde con una entrega total, realizando en poco tiempo lo que a otros les podría resultar impensable. Fundó tres nuevas aldeas para reagrupar los numerosos núcleos familiares dispersos, a fin de poder protegerlos e instruirlos mejor; procuró la adquisición de un amplio terreno para dar trabajo y pan a quienes no tenían y promovió con tenacidad la formación de los jóvenes. Imprimió un intenso ritmo a la vida religiosa de sus parroquianos, que se sentían atraídos por su ejemplo, por su piedad y por su generosidad; sus preferidos fueron los enfermos, los pobres y los niños. Sabio consejero y diligente promotor de obras sociales, estuvo abierto a todos: católicos, ortodoxos, mahometanos... A todos sabía ofrecer su servicio, sonriendo; por esto era especialmente querido por sus fieles y estimado y respetado por los demás. Cuando arreció el cólera, su apostolado se iluminó de caridad heroica: fue, al mismo tiempo, sacerdote y médico. Sin hacer caso al posible contagio, iba de casa en casa asistiendo moral y materialmente a los enfermos. En esta ocasión, escribía a su hermana, religiosa trinitaria: «Sentía una fuerza tal que ir a los afectados de cólera, socorrerlos, administrarles medicinas, etc., me parecían cosas normales». E indicaba la clara motivación para hacerlo: el sacerdote, lleno de fe en Dios, no teme los peligros y «corre a auxiliar al hermano menesteroso, que tantas veces se encuentra abandonado incluso por las personas más queridas» (Carta a la hermana sor María Pía, religiosa trinitaria, 4 de diciembre de 1890). Cuando surgieron con violencia los síntomas premonitorios de la tempestad que se presentaba amenazadora, los hermanos en religión exhortaron al padre Salvador a que se guareciera en lugar más seguro. Los mismos habitantes de la zona, preocupados por la vida del padre, le insistieron a que se pusiera a salvo. La respuesta del padre Lilli fue serena y decidida: «No puedo abandonar mis ovejas; prefiero morir con ellas si fuera necesario» (Positio super martyrio. Summarium, teste III, ad art. 16, pág. 36); y permaneció en el puesto de misión. El 19 de noviembre de 1895, los militares entraron en la casa parroquial y el comandante lo puso ante la alternativa: o renegar de Cristo o morir. La respuesta del sacerdote fue clara y firme; por ella tuvo ya que soportar una primera explosión de violencia: algunos golpes de bayoneta que le hicieron derramar sangre. Tres días más tarde, el religioso y siete de sus parroquianos fueron sacados por la tropa; les hicieron caminar durante dos horas; los pararon cerca de un torrente y el coronel les propuso por última vez escoger entre la abjuración y la muerte: «Fuera de Cristo, no reconozco a nadie», dijo el padre. No menos noble fue la respuesta de los otros mártires: «Matadnos; nosotros no renegaremos de nuestra religión» (Positio super martyrio. Summarium, teste V, ad art. 8, pág. 53). Mataron primero al Beato Salvador, traspasándolo con las bayonetas de los soldados; inmediatamente después los otros siete corrieron la misma suerte. 3. Este misionero franciscano y sus siete feligreses hablan con elocuencia incisiva al mundo de hoy: son para todos nosotros una llamada saludable a lo esencial del cristianismo. Cuando las circunstancias de la vida nos ponen frente a opciones fundamentales, entre valores terrenos y valores eternos, los ocho Beatos mártires nos enseñan cómo se vive el Evangelio, incluso en circunstancias difíciles. Reconocer a Jesucristo como Maestro y Redentor implica la aceptación plena de todas las consecuencias que se derivan para la vida de tal acto de fe. Honrar a los mártires que hoy elevamos al honor de los altares es imitar su ejemplo de fortaleza y de amor a Cristo. Su testimonio y la gracia que les sostuvo son para nosotros motivo de fuerza y de esperanza: ellos nos aseguran que es posible, ante las dificultades más arduas, seguir la ley de Dios y superar los obstáculos que pueden encontrarse al vivirla y ponerla en práctica. Nuestros Beatos mártires vivieron en primera persona las palabras dirigidas por Jesús a sus discípulos: «A todo el que me confesare delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos» (Mt 10,32). El Beato Salvador y sus compañeros sufrieron la muerte por dar heroico testimonio de Cristo ante el mundo: el Señor ha dado testimonio de ellos ante el Padre con la vida eterna. Que esta lección, junto a la de la caridad heroica de la Beata Juana Jugan, sirva de aliciente a todos los bautizados para vivir la vida cristiana de forma cada vez más coherente, con mayor generosidad en el servicio al Señor, a la Iglesia y al hombre. [LOsservatore Romano, ed. esp., del 10-X-82] |
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