DIRECTORIO FRANCISCANO
SANTORAL FRANCISCANO

18 de mayo

San Félix de Cantalicio (1515-1587)

por Prudencio de Salvatierra, o.f.m. cap.

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La Reforma Capuchina tuvo sus comienzos entre turbulencias y malos presagios. Si Dios no la hubiera sostenido, la nueva Orden habría desaparecido apenas nacida. Primero fueron las audacias e intrigas de Ludovico de Fossombrone; poco más tarde, la clamorosa apostasía de Ochino; finalmente, después de graves aprietos, vino a verse con claridad la Providencia del Señor que no cesaba de velar por su obra.

En estas primeras vacilaciones aparece la figura atractiva de San Félix de Cantalicio, la primera flor de santidad que crecía en los claustros de los nuevos monjes. Flor bellísima, de una blancura inmaculada, de un perfume exquisito, y de una lozanía viva y encantadora, San Félix de Cantalicio tiene la pureza de los lirios y la escondida fragancia de las violetas.

San Félix ha llegado a ser, en nuestra Orden Capuchina, el prototipo de la perfección, sobre todo entre los fervorosos hermanos legos. Miles de religiosos, al vestir el hábito capuchino, han hecho en su interior este propósito que encierra y abarca todo el campo espiritual: «Quiero ser otro San Félix.» Cuando San Serafín de Montegranario, San Conrado de Parzham, los Beatos Crispín de Viterbo y Félix de Nicosia y otros santos legos de nuestra Orden abandonaron el mundo para santificarse, aparecía en la meta de sus aspiraciones, como ejemplar sublime de perfección religiosa, la figura atrayente de San Félix de Cantalicio.

Le imitaban en su oración y en su penitencia, le copiaban en la observancia de los votos, en la devoción a la Virgen, en el fervor eucarístico, en la humildad y en la sencillez de la vida, y hasta en el modo de andar y en sus dichos y máximas. El célebre programa de San Félix: «O César o nada», ha sido repetido miles de veces por los novicios de todos nuestros conventos.

San Félix era el capuchino ideal, y todavía sigue siéndolo para todos aquellos que quieren adquirir una perfección acabada en todas las virtudes que florecen en los claustros. En un sentido amplio y puramente ejemplar, puede afirmarse que el verdadero fundador de los Capuchinos, por su influencia y por su amable atractivo, es San Félix de Cantalicio.

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Había nacido en 1515, en el seno de una familia de cristianos labradores. El apellido de su padre era Santo; el de su madre, Santa. ¡Singular y sugestiva coincidencia!

El pueblecito de Cantalicio está en un rincón encantador al pie de los Apeninos. Allí todo convida a la paz del alma, a la meditación y a la poesía. Sin embargo, los habitantes de ese paraíso eran, en la época del nacimiento de San Félix, ariscos y salvajes. Alguien ha podido decir gráficamente que aquel pueblo, «más que madriguera de conejos, era una cueva de leones.» Sólo la familia de nuestro héroe era una excepción y un ejemplo que todos admiraban, pero que muy pocos deseaban imitar.

La virtud del pequeño Félix fue más poderosa que todas las resistencias, y consiguió que los niños y jóvenes de su edad se dejaran arrastrar por el atractivo de una vida pura que irradiaba por todas partes el esplendor de una inmensa piedad. Los muchachos de Cantalicio veían en Félix un futuro santo, y como a tal le reverenciaban y le seguían.

La infancia y juventud de San Félix se deslizaron apaciblemente, como uno de los innumerables arroyuelos de su tierra, hasta los treinta años, en medio de sus campos, sus bueyes y ovejas y sus aperos de labranza. Pocas letras, mucho trabajo y mucha oración.

Las vidas austeras y extrañas de los antiguos Padres del yermo, sus ejemplos y penitencias, fueron para él pan cotidiano y sabroso que nutrió su alma y le hizo concebir parecidos deseos de santidad.

A los doce años, le hallamos en Città Ducale, al servicio de un noble y cristiano caballero llamado Marco Tulio Pichi: Félix lleva al pastoreo las ovejas de su patrón, y empieza una vida de anacoreta y de contemplativo. Le basta una afilada navaja para hacerse un pequeño templo en la corteza de un árbol: con dos cortes profundos sabe dibujar una tosca cruz; y es fácil seguir los pasos del pastorcillo siguiendo la ruta marcada por las innumerables cruces de las encinas. Enfrente de alguna de ellas estará el joven arrodillado y en oración, dándose a veces golpes en el pecho con una piedra, llorando los pecados propios y ajenos, como otro San Jerónimo. Sus compañeros le miran de lejos, escondidos entre los matorrales del bosque, y no se atreven a interrumpir las oraciones de su amigo que parece un serafín bajado del cielo.

Todos saben que Félix habla poco, que es enemigo de murmuraciones y de juegos; pero saben también que siempre anda contento y que su alegría es reflejo de la bondad de su alma.

Oye misa todos los días, con admirable compostura, sacrificando cualquiera ocupación para dedicarse a sus rezos matinales. Come poco y mal; pero aun le parece demasiado; y los días que preceden a las fiestas de la Virgen sabe ejercitar la mortificación dando unos mordiscos menos a los mendrugos que suele llevar en el zurrón.

En el alma de Félix iba naciendo la firme convicción de que Dios le llamaba a una vida más perfecta y retirada; pero no acaba de decidirse ante los apremiantes llamados de la gracia.

* * *

En Città Ducale había un convento de capuchinos de reciente fundación, pero de mucha fama de santidad. Félix visitaba con frecuencia aquel pobre monasterio medio ruinoso y desvencijado, apartado de la ciudad, verdadero palacio de la pobreza, del silencio y de la oración. ¿Quiénes eran aquellos extraños frailes de barbas copiosas y pies desnudos, que se veían en los corredores o en la iglesia, que hablaban poco y rezaban mucho? ¿Y por qué, entre tanta aspereza y rigor, andaban siempre alegres y risueños, con caras de Pascua?

Al joven pastor le gustaban aquellos religiosos de hábito descolorido y remendado; encontraba una celestial poesía en aquel conventito que parecía una choza; y se quedaba extasiado ante una imagen de la Virgen que había en el huerto de los frailes, y que siempre tenía flores frescas a su alrededor.

Félix, si Dios quiere, será capuchino; pero, ¿cuándo y cómo conocerá la voluntad de lo alto?

Un suceso extraordinario le hizo conocer al fin, con absoluta claridad, la voz del Señor que no quería más dilaciones ni más titubeos. Cuentan las crónicas que un día estaba el fornido joven arando el campo de su patrón con una yunta de bueyes. Parece que Félix iba distraído y ensimismado; tal vez, como era su costumbre, totalmente absorto en la oración. De súbito se espantan los animales, dan un fuerte empellón al joven, y cae éste al suelo con tan mala suerte que el arado pasa sobre su cuerpo. Nos figuramos al pobre Félix, asustado y tembloroso, cubrirse los ojos con las manos, ante el horror de la trágica aventura. Los bueyes se detuvieron después de una carrera desordenada; Félix se levantó, y con asombro pudo constatar que el arado no le habla producido el más somero rasguño.

Desde ese momento comenzó la nueva vida. Consideró la milagrosa escapada como un aviso del cielo que le quería para mayores empresas; y al llegar a casa dijo resueltamente a su amo: «Me voy a un convento.»

Y en efecto; a los pocos momentos llamaba a la puerta de los frailes y pedía humildemente el hábito capuchino. El guardián del convento, después de comprobar el verdadero espíritu del candidato, le mandó a Roma, en donde brillaba con luz intensa el P. Bernardino de Asti, el formidable organizador de la naciente Reforma, y una de las más eminentes lumbreras de aquella época agitada.

Félix, antes de partir para Roma, quiso cumplir los deberes de la caridad y de la cortesía con sus parientes, y fue a su pueblo para despedirse definitivamente de todos. Lágrimas y reproches. El joven, de corazón sensible, sintió flaquear sus fuerzas; pero se sobrepuso al instante y emprendió el viaje gritando: «Adiós, adiós; ya no me veréis sino vestido de capuchino.»

Era el año 1544 cuando Fray Félix empezó el noviciado, después de pasar unos meses de prueba en el convento de Antícoli de Campania.

Nuestro joven, que jamás conoció el desaliento, tuvo que pasar terribles pruebas y estorbos que parecían inventados por el mismo Lucifer para impedir su vocación. Una fiebre pertinaz y un decaimiento de todas sus energías postraron al novicio en el duro jergón de su celda, y obligaron a sus superiores a mandarle al convento de Monte San Juan Campano, lugar elevado y alegre, donde corría un aire saludable.

Fray Félix comprendió muy pronto que su enfermedad era más bien una tentación solapada, y se propuso vencerla rápidamente. Un día se levantó del lecho y declaró al Padre Guardián que «ya no tenía nada.»

En efecto, comenzó a trabajar valientemente, ayunando al mismo tiempo tanto y más que los otros, levantándose a los maitines de medianoche, y madrugando para ir el primero a la oración. La enfermedad huyó de su cuerpo completamente derrotada, y ya no volvió a visitar a Fray Félix hasta sus últimos días.

El animoso novicio debió de leer en alguna parte esta frase que se le quedó profundamente grabada en la memoria: «O César o nada»; y desde entonces, cada vez que sentía los embates de una tentación, cobraba nuevos ánimos repitiendo estas palabras favoritas.

Después de la profesión solemne, fue mandado al convento de Tívoli, donde vivió tres años dando pruebas de un espíritu admirable de piedad y de penitencia, y haciéndose querer de todos por su afable caridad. De Tívoli, pasó a Roma, destinado a ser el limosnero de la comunidad, oficio penoso y difícil, que exige de los que lo practican una dosis no pequeña de humildad, de sacrificio y otras muchas virtudes.

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Aquí comienza la verdadera vida de nuestro gran santo. Limosnero del convento de Roma, viósele todos los días, durante más de treinta y nueve años, recorrer la ciudad con sus alforjas al hombro, y como él decía, «con los ojos en la tierra, las manos en la manga y el corazón en el cielo.»

Apenas Fray Félix entró por la puerta del noviciado, puede decirse que para él se acabó el mundo, que se le murieron los parientes, que no hubo para su alma más anhelos que servir al Señor.

Con ese único pensar, explícanse fácilmente sus continuas y nunca interrumpidas oraciones, sus penitencias que ponen pavor al que las lee, su pobreza que muchos llamarían exagerada, su castidad deliciosa y sin mácula, su humildad profundísima, su vivir en el cielo aunque todavía pisaba la tierra.

El genial pincel de Murillo nos ha dejado un lienzo de San Félix, que sintetiza admirablemente toda esa vida de oración y trabajo. Aparece el humilde lego capuchino de rodillas, recibiendo de manos de la Virgen Madre al Niño Jesús. Es una escena encantadora: Fray Félix está radiante de felicidad, y se dispone a estrechar contra su pecho al divino Niño que comienza a jugar con las blanquísimas barbas de su viejo amigo. En el suelo, cerca del santo, se ven las alforjas, el símbolo de su vida de limosnero.

A veces iba el humilde fraile pidiendo el pan para sus hermanos por entre apretadas muchedumbres. Para abrirse paso en medio de aquel gentío, le bastaba el donaire de su saludo: «Deo gratias... ¡Paso al jumento de los Capuchinos!»

Durante cerca de cuarenta años vio el pueblo de Roma pasar todos los días por sus calles al pequeño Fray Félix, recogiendo en sus alforjas los mendrugos de pan y los manojillos de verduras que la caridad de los romanos le entregaba para el convento. Eso era lo único que pedía, y jamás admitió un solo maravedí. Un día iba pidiendo limosna, como de costumbre, cuando sintió de repente un cansancio abrumador y un peso incomportable en sus espaldas. Detúvose para respirar un poco, y revisó atentamente el contenido de sus alforjas: en el fondo de una de ellas divisó algo que le pareció la sonrisa burlona del demonio: una monedilla de plata que alguna mano caritativa había dejado descuidadamente. –«Este es el peso maldito que no me deja caminar»– pensó fray Félix; y sacudiendo las alforjas, dejó caer en el suelo la moneda, y huyó de allí con toda su carga de pan, ágil como un muchacho.

En su boca se veía siempre una oración para Dios, una palabra de caridad para todos y una burla para los asaltos de Luzbel.

Si alguien se atrevía a insultarle, fray Félix agradecía las injurias con una inclinación de cabeza y replicaba risueño: «Que Dios te haga un santo»; con lo que el culpable quedaba desarmado y conmovido.

En los días de mucho frío, cuando los demás religiosos se acercaban al fuego, fray Félix huía de allí para no caer en el pecado fácil de la murmuración, y solía decir a su cuerpo aterido: «Lejos, lejos del fuego, hermano asno; porque San Pedro, estando junto a una hoguera, negó a su Maestro.»

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En las calles de Roma, fray Félix parecía el abuelo de todos los niños de la ciudad. Sus grandes y mejores amigos fueron los rapazuelos vagabundos. Ver al santo viejo y acudir a él un tropel de chiquillos vocingleros era todo uno. Entonces fray Félix estaba en sus glorias, y no podía disimular su felicidad. Dejaba que unos le dieran tirones en el hábito, que otros hurgasen en las alforjas; y no faltaban atrevidos que jugasen con sus barbas o con su capucha y se reían de él con bulliciosas carcajadas. El humilde viejo, entre burlas y donaires, aprovechaba la ocasión para enseñarles el catecismo, para darles consejos de moral y de religión, y les hacía prometer obediencia a sus padres, la misa del domingo, rezos a la Virgen, y todo cuanto quería, porque su palabra era irresistible. También solía darles su poquito de reprensión y de queja que siempre eran recibidas sin protestar por aquella turba de diablejos.

La alegría característica de fray Félix se hermanaba con un exquisito oído musical y una agradable voz de barítono; y sabía e inventaba toda clase de coplas religiosas que los niños de la calle eran los primeros en aprender; canciones que, en fuerza de ser repetidas por los barrios a todo pulmón, se convertían prontamente en la música de moda de toda la ciudad.

Dentro del convento sabía unir, por modo maravilloso, la alegría con el silencio, el trabajo con la oración. Su compañero fray Domingo atestiguó que «Félix era avaro en sus palabras, pero lo poco que decía era siempre bueno.» Un día entró en la celda de un fraile enfermo, a quien los médicos habían desahuciado. Fray Félix, con voces de simpático reproche, le dijo: «Vamos, perezoso, levántate; lo que a ti te conviene es un poco de ejercicio y el aire puro del huerto.» El enfermo se levantó completamente sano.

Los niños y los pobres fueron durante toda la vida de San Félix, el campo predilecto de su fecundo apostolado. Pero tampoco faltaron los grandes y poderosos. El Cardenal San Carlos Borromeo, sapientísimo Obispo de Milán, llegó un día hasta la misma celda del lego capuchino, solicitando de él algunos consejos para la reforma de su clero diocesano. No se arredró San Félix en tan arduo trance; cerró un momento los ojos, como consultando el caso con Dios, y dirigiéndose luego al Cardenal le dijo: «Eminencia, que los curas recen devotamente el oficio divino. No hay nada más eficaz que la oración para la reforma del espíritu.»

Al Cardenal de la Orden franciscana, Montalto, días antes de ser elegido para el Sumo Pontificado con el nombre de Sixto V, le dijo fray Félix muy valiente: «Cuando seas Papa, pórtate como tal para gloria de Dios y bien de la Iglesia; porque si no, sería mejor que te quedaras de simple fraile.»

Este mismo Papa tuvo siempre mucha amistad con nuestro santo, y gustaba de encontrarle en la calle para saludarle afectuosamente. Si fray Félix andaba en sus trabajos de limosnero, el Sumo Pontífice le pedía un poco del pan que había recogido, y luego lo comía en su palacio con indecible devoción. Un día estaba escogiendo fray Félix el mejor panecillo de sus alforjas para dárselo al Papa, y éste le dijo: «No haga distinción, hermanito; déme lo primero que salga.» Lo primero que salió fue un mendrugo que parecía un carbón por lo negro y por lo duro; y el santo limosnero no pudiendo reprimir una sonrisa de ingenuidad, lo puso en las manos del Pontífice, añadiendo: «Tenga paciencia, Santo Padre; también vuestra Santidad ha sido fraile.»

La caridad de fray Félix no conocía límites ni distinciones. De su pobre limosna solía repartir entre los pobres todo lo que la obediencia le permitía, y hasta los pajarillos del aire y los perros de la calle participaban con frecuencia del tesoro de sus alforjas.

Hubo en 1580 una fuerte epidemia en Roma. Fray Félix pidió a Dios que le librara del azote, para poder dedicarse en cuerpo y alma al cuidado de los enfermos. Su oración fue escuchada, y el santo anduvo muchos días visitando las casas y los hospitales, socorriendo a los más necesitados, inventando consuelos y remedios con la ingeniosa caridad de una madre; y cuando los cuidados materiales no bastaban, la oración de fray Félix suplía con el milagro la ineficacia de las medicinas.

* * *

La vida religiosa era para nuestro santo la idea central de su espíritu, y consiguió una perfección ejemplar en el cumplimiento de los tres votos monásticos: obediente, sin vacilaciones ni resistencias; pobre, hasta los límites del más absoluto desprendimiento; casto, con la inocencia del que no ha conocido derrotas ni sabe lo que es la malicia de la pasión.

Otro de los rasgos netamente franciscanos de San Félix era su respeto al sacerdote; rasgo que mil fervorosos hermanos legos copiarán solícitos, como un homenaje a la dignidad más sublime de la tierra.

Hay una palabra en lenguaje místico, que el mundo frívolo no acabará jamás de comprender: la santa simplicidad. Esta virtud que con frecuencia encontramos en las almas virtuosas, no es, como algunos piensan, la tontería mística, la pobreza de inteligencia o la nulidad de valer espiritual. La simplicidad de los santos es sinónima del candor e ingenuidad de las almas perfectas, para las cuales el mundo y todas sus vanidades «son como si no fueran»; la opinión de los hombres no cuenta para nada en las miras de los que practican esta altísima virtud; los desprecios y las burlas, lejos de ser aborrecibles, son fuente de ganancias y de méritos. Es la sublime simplicidad que hacía exclamar a San Pablo: «Nos stulti propter Christum»: «Somos juzgados como estúpidos por causa de Cristo.» (1 Cor 4,10).

Uno de los ejemplares más acabados de esta santa simplicidad es nuestro San Félix. Para él nada valían los honores, nada las riquezas, nada la sabiduría mundana; por lo contrario, hay en su alma una especie de hambre nunca saciada de ultrajes, privaciones y dolores. Así se explica aquel buscar en todas partes y ocasiones la humillación, aquella vida como de mendigo, llevando la clásica pobreza capuchina a límites insospechados, y aquella maravillosa «ciencia de la cruz» que él resumía tan poéticamente en unas frases que se han hecho famosas: «Toda mi ciencia está encerrada en un librito de seis letras: cinco rojas, las llagas de Cristo; y una blanca, la Virgen Inmaculada.» Así compendiaba San Félix la divina sabiduría de su espíritu.

Es célebre en la historia de nuestro santo la profunda y entrañable amistad que tuvo con el gran San Felipe Neri, fundador del Oratorio. No olvidemos lo que acabamos de decir acerca de la divina simplicidad de los santos, para comprender mejor los hechos que, a este propósito, vamos a narrar.

Los dos santos amigos habían penetrado profundamente en la doctrina del desprecio de sí mismos, anhelaban con ardor sufrir injurias y vejámenes por Cristo para ganar los tesoros riquísimos de la humildad. Y se ayudaban mutuamente en estas ganancias. Si se permite la frase, podríamos decir que «tenían el negocio a medias.»

En cierta ocasión se encontraron los dos en una plaza muy concurrida y animada. Fray Félix, al momento, se hincó de rodillas para recibir la bendición de su santo amigo. Un grupo de curiosos comenzó a sonreír al ver al capuchino postrado en medio de la calle. Pero luego las sonrisas se trocaron en burlas y carcajadas cuando vieron que Felipe Neri se arrodillaba también enfrente del humilde lego pidiéndole la misma gracia. Y comenzó entonces la más regocijada y desconcertante disputa sobre quién era el más indigno de bendecir al otro. Un abrazo terminó la curiosísima contienda. Las burlas de los transeúntes no hicieron mella en los dos santos: precisamente, eso era lo que buscaban.

Otro día topáronse los dos en una calle. San Felipe, que conocía muy bien el valor de fray Félix y su deseo de desprecios, se quitó rápidamente su enorme sombrero negro y se lo encasquetó a su amigo hasta las orejas, diciéndole al mismo tiempo: «Vete a dar una vueltecita por la ciudad.» Fray Félix, ni corto ni perezoso, siguió su camino tranquilamente, provocando a su paso, con tan grotesca indumentaria, una clamorosa explosión de regocijo. Al volver a donde le esperaba San Felipe, le dijo mirándole con ingenua picardía: «En pago de lo que me has hecho ganar con tu hermoso sombrero, te mando que bebas un trago de vino de esta botella, aquí, delante de todos.» San Felipe tomó la botella que le ofrecía su amigo..., y se ganó tan buena cosecha de burlas como fray Félix.

Los saludos que ambos solían dirigirse al encontrarse no eran muy conformes a la moda de ningún tiempo y a la buena cortesía mundana; pero para ellos era cuanto había que pedir. Habían conversado muchas veces de la inefable dicha de los mártires que pueden ofrecer a Dios tan elocuentes pruebas de fe y de amor. «Yo –decía fray Félix– sería el hombre más dichoso de la tierra, si pudiera morir quemado por el amor de Cristo. «Pues yo –le respondía Felipe– pido todos los días al Señor que me conceda ser ahorcado en su nombre.»

De estas conversaciones y deseos nacieron aquellos saludos que mutuamente se dedicaban: «Buenos días fray Félix. ¡Ojalá te quemen por amor de tu Dios!» –«Salud, Felipe. ¡Ojalá te apaleen y te descuarticen en el nombre de Cristo!»

Un día iba San Felipe Neri por la ciudad, caballero en una vieja mula. De repente se encuentra con su santo amigo y le dice: «¿Qué te parece, fray Félix? ¿Has visto nunca más excelente jinete?» Y el santo limosnero, para hacerle rabiar un poco, le contestó: «Me parece, me parece que lo que estoy viendo es... un burro a caballo.» –«¡Me la ganaste!»– contestó San Felipe, siguiendo su camino. Y fray Félix le gritó riéndose con todas sus ganas: «Paciencia, Padre; ¡y buen viaje!»

¡Extrañas ocurrencias de los enamorados de la Cruz!

Los dos santos amigos, lejos de escandalizar a las gentes sencillas con aquellas palabras de fingido desprecio, llegaron a ser los personajes más populares y venerados de la ciudad; y las mismas bromas que con tanto ingenio solían hacerse, se repetían con admiración en todas partes, como lecciones prácticas de espíritu evangélico.

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La devoción de fray Félix a la Virgen María es uno de los aspectos más notables y delicados de su figura espiritual, y lleva en sí la explicación de aquella inalterable alegría que da a nuestro primer santo capuchino una aureola de simpatía y un excepcional atractivo.

Cuando salía del convento, empezaba a rezar el rosario, y sólo lo interrumpía momentáneamente para saludar o para pedir la limosna. Al encontrar en la calla alguna de las muchas imágenes de María que había por toda la ciudad, se le iban los ojos hacia su Reina, la saludaba cariñosamente y le solía decir: «Querida Madre, os recomiendo que os acordéis del pobre fray Félix; yo deseo amaros como buen hijo; pero vos, como buena Madre, no apartéis de mí vuestra mano piadosa, porque soy como los niños pequeños que no pueden dar un paso sin la ayuda de su madre.»

Un día, el célebre predicador capuchino Alfonso Lobo fue a la iglesia del convento para observar lo que hacía fray Félix, de cuya santidad deseaba cerciorarse. El santo hermano estaba arrodillado ante el altar mayor, rodeado de una claridad celestial, extático, pronunciando palabras temblorosas, a manera de débiles quejidos. De súbito, los resplandores misteriosos se hicieron más intensos, y el Padre Lobo pudo ver, con pasmo de sus ojos, que aparecía la Virgen Santísima, y que, acercándose a fray Félix, le entregaba el divino Niño para que lo acariciara.

Esa es la escena que inmortalizó Murillo.

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Así, en una atmósfera de silencio y humildad, envuelto en trabajos y fervores, el bueno de fray Félix fue haciéndose viejo, al mismo tiempo que su alma tocaba los lindes de la perfección.

Un día se preparaba a emprender sus acostumbrados trabajos, cuando notó que su férrea energía le abandonaba. «El pobre jumento ya no caminará más», exclamó proféticamente. En efecto, era el último capítulo de una vida larga y hermosa.

No perdió el enfermo su inalterable buen humor. La muerte parecía para él la más interesante aventura, una regalada esperanza, detrás de la cual no hay más que triunfos y dichas. Era el corredor que llegaba victorioso a la meta. «Bonum certamen certavi, fidem servavi.»: «He peleado en buena batalla, he guardado mi fe

Eran los días en que se celebraba en el convento de Roma el Capítulo General de la Orden. Aquellos venerables religiosos, que habían llegado de todas las provincias capuchinas, pudieron ser testigos de la santa muerte de fray Félix. La estrecha y pobre celdilla no podía contener a todos los que deseaban escuchar las postreras palabras de aquel anciano que agonizaba envuelto en transportes de amor divino. Uno de los padres, el célebre predicador Matías Bellintani de Saló, orador elegante y literato galano, se acercó al santo moribundo y le preguntó: «¿Me conoces, fray Félix?» El enfermo abrió los ojos y contestó sonriendo: «Te conozco, te conozco, mayo florido.» A veces, los ojos del moribundo se clavaban largo rato en el cielo y su rostro se iluminaba de felicidad. Los frailes le preguntaban qué era lo que veía, y fray Félix contestó una vez: «Veo a mi Señora rodeada de ángeles que vienen a llevar mi alma al paraíso.»

Pasó cantando las últimas fatigas de la enfermedad, y en una de sus canciones originales voló a los cielos.

«Amor mio, Gesù, Gesù, il mio cor deh! prendi tu, nè ridarmelo mai più».

«Jesús, Jesús, amor mío. Róbame el corazón y no me lo devuelvas ya.»

* * *

Un cronista de nuestra Orden, nos ha dejado este prolijo retrato de San Félix: «Fue bajo de cuerpo, pero grueso decentemente, y robusto. La frente espaciosa y arrugada, las narices abiertas, la cabeza algo grande, los ojos vivos y de color que tiraba a negro; la boca no afeminada, sino grave y viril; el rostro alegre, y lleno de arrugas; la barba no larga, sino inculta y espesa; la voz apacible y sonora; el lenguaje de tal calidad, que aunque rústico, por ser simple y humilde, convertía en hermosa la rusticidad.»

«En divulgándose su muerte por Roma, acudieron al convento de los Capuchinos cuantos Príncipes y caballeros ilustres había en ella...; entraron en su celda; saqueáronla, tomando de lo que encontraron allí, que fue una manta rota, las tablas que le servían de cama, el colchón y sábana que tenía por la enfermedad, una mesilla, unas alforjas, y unas sandalias. Finalmente, era tanta la devoción y el concepto de la santidad del varón bendito, que aun barrieron la celda, y el polvo y basura se llevaron para reliquias.»

Prudencio de Salvatierra, OFMCap, San Félix de Cantalicio, en Las grandes figuras capuchinas. Madrid, Ed. Studium, 1957, 2.ª ed.; pp. 17-33.

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