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San Serafín de Montegranario (1540-1604) por Prudencio de Salvatierra, o.f.m. cap. |
. | Una de las páginas más bellas de San Pablo es aquel célebre capítulo XIII de la primera epístola a los fieles de Corinto, en que el Apóstol traza, de mano maestra, vigorosas y rápidas pinceladas sobre la virtud de la caridad. «La caridad escribe es sufrida, es dulce y bienhechora. La caridad no tiene envidia, no obra precipitadamente ni con temeridad, no se ensoberbece, no es ambiciosa, no busca sus intereses, no se irrita, no piensa mal, no se huelga de la injusticia, complácese sí en la verdad. A todo se acomoda, cree todo, todo lo espera y lo soporta todo.» La vida del santo lego capuchino Serafín de Montegranario es ese admirable capítulo hecho carne. Adivinando, sin duda, el Maestro de novicios la virtud que había de sobresalir entre las demás del joven Félix Rapagnano, al vestirle el hábito capuchino le puso por nombre Serafín. ¡Felicísimo acierto! Amor seráfico a Dios y caridad seráfica hacia el prójimo, son los dos ejes de esta vida humilde y escondida. * * * Jerónimo Rapagnano es un pobre albañil de Montegranario, pequeño pueblecito de la Marca de Ancona. Teodora, su mujer, pasa la vida entre los quehaceres domésticos y las frecuentes visitas al templo. La piedad y la honradez de los dos esposos son sus únicas riquezas. Jerónimo y Teodora se afanan en sus duros trabajos para llevar adelante la pesada cruz de la pobreza. Tienen, además, una espina y una flor. La espina es el hijo mayor, Silencio, muy bruto y sin entrañas, un verdadero Barrabás. La flor es Félix, el pequeño, que en la iglesia parece un ángel y en el trabajo una máquina. Félix, el futuro San Serafín, nació en 1540. Su infancia se deslizó entre un drama y un idilio. Huérfano a los pocos años, cayó el joven en manos de su hermano mayor que, como decimos, era un monstruo de ferocidad. El palo, los puntapiés, el hambre, el trabajo brutal, todas las invenciones de un corazón de tigre, venían sobre el pobre muchacho, sin darle punto de reposo. Pero, a escondidas del feroz hermano, vino el idilio a dulcificar las amarguras de Félix. Es un idilio conmovedor, ingenuo, con rasgos de santidad y de pureza. La única persona que habla amistosamente con el joven es una angelical niña que vive en el vecino pueblo de Loro-Piceno. Se llama Ludovica Manucci, y en su rostro y en su alma se asoman los cielos: quince años floridos. Silencio y Félix, llamados por el padre de la niña, han ido a su casa para hacer una obra de albañilería. Silencio es un excelente trabajador, de inteligencia despierta, de fuerzas hercúleas. Félix, débil niño todavía, le va poniendo, al alcance de sus manos, piedras, cal y ladrillos, trae sin cesar grandes cántaros de agua, acerca la plomada y el nivel, retira los escombros. Y el premio de tantas fatigas suele ser un insulto o alguna bofetada de su hermano mayor. Ludovica sabe los malos tratos que Félix tiene que pasar, y una dulcísima compasión nace en su bello espíritu, junto con el deseo de consolar las tristezas del pequeño albañil. La amistad brotó espontánea, con todos sus encantos y con toda su firmeza: eran dos almas parecidas, dos flores semejantes en perfume y en hermosura. Sabedora la niña de la piedad y de las aficiones de su amigo, aprovechaba las ausencias del cruel hermano y consolaba a Félix, entreteniéndole con lecturas devotas de las vidas de los santos. Un día el libro fue el tratado de los novísimos de Dionisio Cartusiano; aquellas verdades tremendas de la muerte, del juicio, de la miseria de la vida, eran escuchadas por el joven con un interés extraordinario. Interrumpió a la lectora y le dijo: «¿Y qué hemos de hacer para salvarnos? Creo que lo mejor para mí será retirarme a un desierto y hacer vida de penitencia.» La niña, con gracioso reproche, contestó: «¿Para qué quieres un desierto? Vete a vivir con los capuchinos, y serás santo.» Félix no había visto capuchinos jamás, ni sabía que existieran. Ludovica le explicó prolijamente la vida y costumbres de los austeros religiosos, adornando su relato con las cosas que decía la gente; y el piadoso muchacho no quiso esperar más. El mismo día se presentó en el convento de Loro-Piceno. El Padre Guardián salió a la puerta y le preguntó: «Bueno, hijo mío; ¿y tú qué sabes hacer?» Félix contestó con candorosa humildad: «Padre, yo no sé leer ni escribir; no sé más que rezar y amar a Dios.» El religioso vio en las palabras del aspirante un hermoso programa de santidad. Le dio esperanzas y le mandó que volviese a su casa y que, con oraciones y penitencias, madurase sus deseos y su vocación. A los pocos meses le dieron el hábito y comenzó el noviciado en el convento de Jesi. En aquel mismo instante, terminaron para el novicio el drama y el idilio de su infancia y comenzaba la epopeya de la perfección. * * * Fray Serafín empezó a practicar a toda hora lo único que sabía: la oración y el amor de Dios. De día y de noche, se le hallaba junto al sagrario, en altísima contemplación de las verdades divinas, con el rostro encendido, con el alma abrasada en la hoguera perenne del divino amor. Muy pronto, el novicio aprendió otra lección, la penitencia; y después llegó a ser maestro acabado en todas las virtudes. Sus mortificaciones llenarían un capítulo copioso: ayunos continuados, cilicios inventados por él, disciplinas, desprecios y humillaciones. «Cuanto más castigo a mi cuerpo decía tanto más se aprovecha mi alma.» Su superior llegó a asustarse por aquellas austeridades y temió por la salud y por la vida del novicio; le aconsejó más moderación y prudencia. «¡Vaya una cosa! respondió fray Serafín graciosamente. Si yo muero, habrá un pecador menos en el mundo.» Un día le dijo alguien con gesto de repugnancia: «Retírese, fray Serafín; que huele muy mal.» «¡Ah, Santito mío! replicó no sólo huele mal mi cuerpo, sino mucho peor mi alma, por los pecados que yo mismo no puedo sufrir.» No sería justo tomar al pie de la letra esa humilde declaración, pues él mismo confesó a un amigo de confianza que la Virgen María le había dado, como premio a sus penitencias, el verse totalmente libre de tentaciones impuras. A su confesor le aseguró que todos sus progresos en la virtud los debía a la paciencia con que había aceptado siempre las humillaciones de toda clase que el Señor le había mandado. «Me pareció oír una voz que me decía en medio de la tormenta: Si quieres ser santo, recibe alegremente la adversidad. Yo dije fiat, hágase tu voluntad, y al punto encontré una calma perfecta.» En efecto, fray Serafín fue toda la vida una roca imperturbable, un admirable ejemplo de serenidad. Verdaderos diluvios de reproches y de desprecios, dentro y fuera del convento, cayeron sobre él; pero de sus labios no salían más que palabras de agradecimiento y de conformidad. Parecía gozarse en aquellos sufrimientos. «¡Oh, Santito mío! decía sin cesar. Dios te pague este favor que me haces.» En cierta ocasión, el padre Guardián, para probar la humildad y la torpeza de fray Serafín, le señaló en el huerto del convento una pequeña parcela, diciéndole en tono de burla: «Lo que recojas ahí, se repartirá entre los pobres.» Y resultó que aquella partecita de terreno empezó a dar de todo y en gran abundancia: flores para el altar, hortalizas para los pobres, frutas y legumbres. El hermano hortelano que cultivaba el resto del huerto, y que sudaba en continuos trabajos, estaba confuso y desesperado; a fray Serafín rara vez se le vio con la azada en la mano, no se entretenía en siembras ni en riegos, se pasaba el día en oración, y sólo bajaba a su minúsculo huertecillo para recoger los frutos. Y cuanto más sacaba, tanto más rebosante y florido se veía el rincón de fray Serafín. * * * Pero la caridad, como arriba dijimos, fue su virtud predilecta y la que más brillo dio a su santidad, y fue también la que mayores milagros produjo. Severísimo consigo mismo, penitente y mortificado hasta el exceso, se deshacía en ternuras con el prójimo. Si él podía vivir hambriento y pobre, no sufría que nadie tuviera molestias o necesidades. En el convento de Ascoli se guardaba un día la vigilia con el rigor acostumbrado en aquellos tiempos. No era obligación, sino simple devoción de la comunidad. El Superior, aunque enfermo, se propuso observar también aquella mortificación, para evitar el escándalo de sus súbditos. Adivinó fray Serafín los escrúpulos del Padre Guardián, y discurrió una sencilla estratagema para hacerle comer lo necesario. «Padre le dijo yo me considero indigno de comer en el refectorio con mis hermanos; mis pecados me avergüenzan y me quitan el apetito. Si Vuestra Reverencia me acompaña, creo que podré comer con más libertad.» El Superior no tuvo más remedio que acceder a tan humilde petición, y mientras él comía dos bocados, fray Serafín, con una deliciosa y santa malicia, probaba un pedacito que simulaba no poder tragar si el Guardián no le animaba con su ejemplo. Jamás se vio en nuestro santo el más leve indicio de rencor, de malquerencia o de ira. A su mismo hermano Silencio, que tanto le había maltratado en los días de la infancia, le prodigó exquisitos cuidados cuando le vio maltrecho por haber caído de un andamio, y con su bendición le sanó instantáneamente de todas sus heridas. El Cardenal Bandini, legado pontificio en las Marcas, cayó un día del caballo y quedó medio muerto. Fray Serafín, obligado por obediencia a bendecir al herido, tocóle la pierna con el crucifijo y le hizo levantarse y continuar el viaje sin ninguna molestia. Durante cerca de cuarenta años, fray Serafín tuvo que padecer las más humillantes contrariedades: un día, el Superior le llamaba necio, inútil, perezoso; otro día, la gente se burlaba de él en la calle; a veces, sus mismos hermanos se reían sarcásticamente y tomaban a mal hasta sus mismas virtudes. El pobre Serafín, siempre sonriente, contestaba a las injurias con bondades y beneficios, y hasta daba las gracias a los que le molestaban: «Muy bien, muy bien. Tú me conoces mejor que nadie. Así hay que tratar a los pecadores como yo. Dios te lo pague, Santito mío, Dios te lo pague.» A un malvado que le dio un tremendo golpe en la cabeza dejándole sin sentido, le dijo fray Serafín al volver en sí: «¡Ah, Santito, Santito! Dios te bendiga.» Con mucha razón, un panegirista de nuestro santo le llama «mártir de la paciencia.» * * * Fray Serafín, aunque no vale para nada por su torpeza de manos, será codiciado y solicitado por todos los superiores, y le querrán tener en todos los conventos, como ejemplar de admirable virtud. Por eso, el santo pasará un año en una comunidad, seis meses en otra, recorriendo todas las casas, edificando a todos los religiosos. Fray Serafín es la joya de la provincia de las Marcas, y, por decirlo de alguna manera, la Regla de San Francisco en carne mortal. Los padres predicadores le llevan de compañero, porque saben que donde va fray Serafín, el sermón sale más elocuente y más provechoso. Las oraciones del hermano lego acurrucado junto al altar, dan fuerza expresiva y penetrante a las palabras que suenan en el púlpito. Fray Serafín no tiene ningún oficio fijo, porque en todos deja mucho que desear, aunque su voluntad es excelente y su caridad un prodigio. Si le ponen de portero, tienen que quitarle inmediatamente: todo se le olvida, hasta los encargos más delicados; pero la gente que viene a la portería asegura que no hay otro más caritativo que él, ni más solícito y amable con los pobres. Cuando hace de cocinero, es un martirio para la comunidad: un día se olvida de echar la sal a la olla, otro día carga la mano, y cada plato resulta un salero; pero él todo lo arregla con su buen humor y con su humildad, y los religiosos prefieren los condimentos desabridos de fray Serafín a las ricas salsas de otros cocineros más peritos. El cargo que mejor le cuadra es el de limosnero, y seguramente no habrá nadie que le aventaje en ese oficio. Los mendigos se hacen encontradizos con fray Serafín cuando vuelve con sus alforjas bien provistas; y antes de decirle una palabra de petición, ya tienen en sus manos un pan tierno o un puñado de legumbres. En las casas de los bienhechores, a cambio de la limosna, deja el pobre capuchino la paz y la alegría, reparte medallas de la Virgen, y los enfermos sanan milagrosamente con cualquier regalillo del buen hermano. El santo limosnero no sabe leer ni escribir, y no se cuida de aprenderlo, según el consejo que daba San Francisco. Pero los predicadores sacan de su conversación ideas originales y profundas, como de una mina riquísima; los teólogos acuden al lego analfabeto para resolver dudas sutiles o para entender pasajes nebulosos de la Sagrada Escritura. «Dígame, fray Serafín le preguntaba un predicador, ¿cómo se traduce y cómo se explica aquel texto de David: ¿Tú, Señor, salvarás a los hombres y a los jumentos? ¿A qué clase de jumentos se refiere el real profeta?» El ignorante fray Serafín le contestó: «Esos jumentos que Dios ha de salvar, son los pecadores que, como dice el mismo profeta, se degradan con el pecado hasta hacerse semejantes a las bestias. Vuestra Reverencia ya sabrá que Isaías llama perros a los pecadores, Jeremías les dice caballos, Oseas les compara a los leopardos, Ezequiel les apellida escorpiones, y San Juan Bautista no dudaba en llamarles víboras ponzoñosas. En fin, el mismo Jesucristo les echa en cara sus felonías, y dice que son astutos y malvados como los zorros. Pero la misericordia de Dios es tan grande, que salvará a todas estas bestias si se arrepienten de sus culpas.» El predicador tuvo que confesar, después de escuchar a fray Serafín, que jamás había encontrado tan buena explicación en los sapientísimos infolios de su biblioteca. Este buen hermano, a pesar de su ignorancia terrena, tiene muy pronto el ingenio para las cosas celestiales; y si le tiran un poco la lengua, hablará mejor que Salomón. A veces dice máximas o símiles y comparaciones que merecerían estar en algún capítulo de la Biblia. * * * Dícese que fray Serafín jamás cometió voluntariamente un pecado venial. A una señora que le aconsejaba decir una mentirilla para excusarse le contestó: «Señora, ¿le parece pequeña esa falta? Pues yo le aseguro que no la cometería por todo el oro del mundo.» A las señoras y jóvenes les aconsejaba modestia en sus vestidos, asegurándoles que la Virgen Santísima niega su bendición a los que ofenden al pudor. Era devotísimo de la Madre de Dios, y no contento con su amor, procuraba con todas sus fuerzas que los demás se contagiaran con su devoción. Y siendo tardo de palabra e ignorante, cuando hablaba de la Virgen se le soltaba la lengua en frases poéticas de alabanza y de cariño. Cuentan sus biógrafos que varias veces mereció ver a la Reina de los cielos en toda su gloria y majestad. En el santuario de Loreto estuvo catorce horas arrodillado ante el altar de la Virgen, encendido y absorto en sabrosa oración. Sus éxtasis eran frecuentes, y después de ellos, su sonrisa tenía un dejo celestial y su rostro aparecía tan ardiente e iluminado como si hubiera salido de un horno. Vio muchas veces los cielos abiertos, y reconoció a varios compañeros distintos en la gloria del paraíso. Delante de Jesús Sacramentado, era un verdadero serafín: no se cansaba de asistir o de ayudar al santo sacrificio de la misa, mirando al sacerdote como si fuera el mismo Jesucristo. Se cuenta que cuando moría algún ministro del Señor en la ciudad, fray Serafín, dejando todos sus trabajos, iba a la casa del difunto y le besaba devotamente las manos. Llegó a sus oídos que en Ascoli había un sacerdote leproso; nuestro santo, movido por su ardiente caridad, fue inmediatamente a visitarle, asistió a su misa, vio las horribles llagas, y se quedó después en fervorosa oración. Pronto conoció que Dios le otorgaba la gracia que pedía; pero la humildad del santo se alarmó con la promesa del milagro, y para ocultarlo, fue a la sacristía con un manojillo de hierbas y las pasó por las manos del sacerdote, diciéndole con gracejo: «No hay nada como esto para sanar esta enfermedad. Es un secreto de la medicina moderna que muy pocos conocemos.» El prodigio de la curación instantánea quedó escondido bajo el velo de la humildad. * * * Era famoso en todas parte el hábito pobre de fray Serafín: él mismo lo hacía a su gusto. Parecía un muestrario de los pedazos más viejos que los demás desechaban; en toda su vida no gastó más que un hábito, el primero que le dieron. Podemos figurarnos el aspecto que presentaría, según iban pasando los años... Las burlas que aquel hábito le ocasionaba eran para él más preciosas que todos los elogios que buscan los elegantes del mundo; fray Serafín no hubiera cambiado su sayal por el manto de oro de ningún emperador. Pero un día debió pasar por la prueba más temida. El Padre Superior, para conocer su espíritu de obediencia, le mandó que se pusiera un hábito nuevo, hecho expresamente para él, y que saliera por toda la ciudad de Ascoli a pedir la limosna, como lo hacía todos los días. La gente se quedó boquiabierta ante aquella inusitada elegancia del buen limosnero que, con los ojos bajos, confuso y avergonzado, iba de puerta en puerta con las alforjas viejas y con el hábito nuevo. Y el Padre Guardián se convenció de que fray Serafín estaba más contento y hasta más hermoso con su sayal remendado. * * * A Fray Serafín no le faltaban tampoco ciertas vislumbres de poesía y de sensibilidad. Amaba a los insectos y los protegía como su Seráfico Patriarca. Escuchaba embelesado los trinos de los pajarillos en la arboleda del convento, y solía decir a los frailes: «¡Qué bien rezan estas criaturas! ¡Con qué fervor alaban a su Creador! ¡Y cómo nos debemos avergonzar de nuestra tibieza!» Una vez, estando con un padre predicador junto a un lago famoso por su abundante pesca, el padre manifestó a Fray Serafín el deseo de llevar algunos pececitos para comerlos en el convento. El siervo de Dios se inclinó hacia el agua y empezó a gritar: «Venid, criaturas de Dios, venid a mí.» Fue lindo espectáculo aquel: una turba de peces grandes y pequeños, saltando y dando volteretas en el agua, se acercó rápidamente a Fray Serafín. El santo introducía la mano y sacaba los más hermosos, y se los metía en las mangas del hábito. El padre predicador apenas podía creer lo que estaba presenciando, y se relamía los labios ante la idea del próximo banquete. Pero Fray Serafín comenzó a decir: «¿No ve, Padre, qué obedientes son estos animalitos? ¿Y no sería un crimen matarlos y comerlos? Ea, criaturas de Dios, volved a vuestro elemento y bendecid a vuestro Creador.» Los peces iban cayendo de las mangas y desaparecían rápidamente en el lago. El padre predicador no tuvo más remedio que alabar al Señor por haber dado tanta virtud al humilde Fray Serafín. Cuentan también las crónicas que yendo el santo por un camino, se lanzaron sobre él varios mastines feroces; bastó una palabra y un gesto de bendición que les hizo devotamente, para que los animales cayeran a sus pies y lamieran sus viejas sandalias. * * * Toda la vida de Fray Serafín es así, candorosa y llena de prodigios hasta el postrer suspiro. Dios le reveló la hora de la muerte con clara precisión, y él lo decía a todos alegremente: «Hermanos míos, estoy de viaje, me voy pronto al paraíso.» A los sesenta y cuatro años, no es un anciano decrépito, pero está agotado por las penitencias y por el duro trabajar. Desde lejos se oye su fatigosa respiración y el penoso arrastrar de sus pies. Pero cada día está más alegre y parlanchín, y a todos los que le preguntan por su salud, les dice: «Muy bien; pronto me voy al cielo.» Esa es la gran noticia que da a sus hermanos y amigos, añadiendo: «Desde que tomé el hábito capuchino, deseé ir cuanto antes al paraíso; pero me parece que entonces no era digno de entrar allá, y por eso me dieron con la puerta en las narices. Me despidieron para que hiciera penitencia de mis pecados.» A principios de octubre, un ataque de angina le postró en el lecho por varios días. Los religiosos le quisieron engañar piadosamente asegurándole que aquello no era nada. «No, no repetía el enfermo; es la muerte que me llama.» Sin embargo, pudo levantarse un día, ayudó al santo sacrificio, comulgó con su acostumbrado fervor, tomó sus alforjas y se fue a pedir limosna por la ciudad. Al regresar al convento, venía pálido y tiritando. «Es el frío de la muerte» dijo; y se acostó disponiéndose a morir. Nadie creyó en la gravedad del mal. El superior no quiso darle los últimos sacramentos, juzgando que el aspecto del enfermo iba mejorando por instantes; pero Fray Serafín decía a todos con voces de súplica: «Dadme a mi Dios, traedme a mi Jesús. Antes de la noche voy a morir.» Hubo que ceder a sus instancias. Recibió de rodillas el sagrado viático, con transportes de encendida piedad, y poco después se durmió en el Señor. Era el día doce de octubre de 1604. Los milagros que le habían acompañado durante la vida, no le abandonaron en la tumba. Su caridad inagotable siguió dispensando los dones de Dios en favor de los pobres, de los enfermos, de los afligidos y de los pecadores. La fama de sus virtudes y el rumor de sus prodigios llevaron a Fray Serafín al honor supremo de los altares. Prudencio de Salvatierra, OFMCap, San Serafín de Montegranario, en Idem, Las grandes figuras capuchinas. Madrid, Ed. Studium, 1957, 2.ª ed.; pp. 35-48. |
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