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SAN ANTONIO, DOCTOR
EVANGÉLICO por Luis Arnaldich, o.f.m. |
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Aparte las luces especiales con que le favoreció el Altísimo, los antiguos hagiógrafos están acordes en afirmar que el Santo debe su ciencia, en primer término, a la agudeza de su ingenio, a la prodigiosa memoria de que estaba dotado y a su tenaz aplicación al estudio. Otro de los puntos que debe aquilatarse para juzgar de la ciencia de Antonio es su permanencia durante largos años en el Monasterio de Santa Cruz de Coimbra y sus estudios primarios en la escuela episcopal de Lisboa, de todo lo cual sacaremos la conclusión de que Antonio, al ingresar en la Orden Franciscana, era ya un sabio. Primeros estudios Es notorio que la creación de escuelas elementales gratuitas fue obra de la Iglesia. Teobaldo, obispo de Orleans, promulgó un decreto en el año 797 por el que se instituían escuelas gratuitas en las ciudades y aldeas, que debían regentar sus respectivos párrocos. Asimismo, Carlomagno ordenaba por el mismo tiempo que todos los monasterios y curias episcopales tuvieran a su cargo escuelas y que se fundaran prebendas para subvencionar a los maestros. Con el fin de favorecer a las clases humildes, en muchas de estas escuelas se vestía y alimentaba gratuitamente a los niños pobres y se daban facilidades a aquellos que, ya adultos, manifestaban capacidad y predilección para el estudio. Los Concilios III y IV de Letrán (1179 y 1215) dieron nuevo impulso a las escuelas primarias episcopales, creando la dignidad de Maestrescuela, con prohibición de imponer cuotas pecuniarias a los alumnos. Cuando Antonio vino al mundo, funcionaba en la Iglesia Catedral de Lisboa una escuela episcopal regentada por los canónigos de la misma, y en la cual el Santo debía iniciar sus primeros estudios. La Leyenda Assidua dice llanamente que «sus padres le llevaron a la Iglesia de la Madre de Dios para iniciarlo en las sagradas letras, confiando su educación a los ministros de Cristo». Los alumnos que frecuentaban las escuelas primarias se dividían en tres grupos: el primero lo componían los niños que aprendían a leer y escribir; el segundo los que estudiaban gramática, y los más adelantados formaban el tercero. Los primeros, además del abecedario, tenían que aprender de memoria algunas oraciones, como el Credo y el Padrenuestro, que eran la iniciación para la lectura del Salterio. Los niños del segundo grupo estudiaban en el manual de Donato las reglas gramaticales del latín, a base de preguntas y respuestas, reservándose el estudio racional de la gramática a los discípulos del tercer grupo. Nada dicen los antiguos biógrafos del aprovechamiento de Antonio en sus estudios en este primer período de su vida; pero hacen hincapié en el progreso espiritual del niño diciendo que era de buena índole, de modales y costumbres ejemplares, amante del retiro en su casa, piadoso y caritativo para con los pobres. Estas cualidades de orden religioso y moral favorecían, naturalmente, el estudio y permiten concluir que Antonio hizo también grandes avances en el campo de las letras. ¿Cuándo ingresó Antonio en la escuela episcopal de Lisboa? No es posible precisarlo, pero nos parece una exageración decir que empezó a frecuentar la escuela apenas llegó al uso de razón, ya que por aquel entonces no funcionaban todavía los llamados Jardines de Infancia. Lo más racional es suponer que Antonio empezara sus estudios primarios hacia los ocho años. ¿Cuándo terminó sus estudios elementales? Ordinariamente los alumnos abandonaban la escuela hacia los catorce y dieciséis años, pasando muchas veces directamente, sin otra preparación, al estudio de la filosofía en la Universidad. El P. Abate, apoyándose en la Assidua, distingue dos períodos en la vida de San Antonio anterior a su ingreso en la Orden de los Canónigos Regulares de San Agustín: el período de la niñez hasta los quince años, pasado con tranquilidad de espíritu en la casa paterna. El segundo período, desde los quince a los veinte años, se caracteriza por la vehemencia de las pasiones, por los halagos del mundo y por las seducciones de algunos amigos alegres y mundanos. ¿Cuáles fueron las actividades de Antonio durante este segundo período de su vida en el mundo? Según el P. Abate cultivó las artes liberales, que estaban prohibidas en las escuelas catedralicias y abaciales. En apoyo de su hipótesis aduce dicho Padre el testimonio de la Assidua (3,1-5); pero de este texto, considerado en su contexto, no se puede sacar un argumento convincente en favor del segundo período (de cinco años) de vida de S. Antonio en el mundo; ni es posible hallar en él ningún dato cronológico que nos obligue a diferir su entrada en el convento hasta los veinte años; la juventud lisboeta se hallaba ya en su pleno desarrollo fisiológico y psíquico hacia los 15/17 años de edad. Según el autor del Diálogus, que ilustra el testimonio de la Assidua, Antonio se dedicaba «al estudio de las letras humanas (studiis liberalibus), y cuando llegó a la edad de poder contraer matrimonio (aetate iam nubili), desoyendo los halagos de la juventud y del placer (adolescentiae et voluptatis jura transcendens), abandonó sus estudios humanísticos (spretis litterarum studiis) y entró en la Orden de los Canónigos Regulares de San Agustín». El P. Abate ingenió su hipótesis con el fin de resolver una dificultad cronológica en la vida del Santo. Admitiendo que Antonio fue ordenado sacerdote en Coimbra, y teniendo presente por otra parte la legislación canónica acerca de la edad que se requería a los ordenandos (al menos 30 años), cree que Antonio nació antes del otoño de 1190, de donde deduce que el Santo, en otoño de 1220, contaba con treinta y un años de edad, concediendo una permanencia de once años en el Monasterio de Santa Cruz. ¿Es que en la actualidad estamos capacitados para fijar definitivamente la cronología de los treinta primeros años de la vida de Antonio? ¿No debemos contentarnos todavía con hipótesis más o menos plausibles? La fecha de la ordenación sacerdotal de Antonio en Coimbra no se ha demostrado históricamente; tiene sus probabilidades, pero no es críticamente cierta. El único dato incontrovertible es que Antonio, sacerdote o no, entró en la Orden Franciscana hacia el otoño de 1220. No cabe duda que la hipótesis del P. Abate es ingeniosa y seductora a la vez: con ella se resuelve perfectamente el problema de la ordenación sacerdotal de Antonio en Coimbra cuando contaba treinta años de edad; pero tanto del texto de la Assidua como del Diálogus no se puede deducir nada con certeza en favor del lapso de los cinco años (de los 15 a los 20 de edad) pasados en el siglo en lucha contra las pasiones. La expresión aetate iam nubili, «ya en edad núbil», bien puede entenderse en el contexto del tiempo comprendido entre los 15 y los 17 años de edad, cuando las pasiones se hallan en plena efervescencia. Además, los alumnos que habían terminado los estudios elementales del Trivium, sin otro requisito, podían matricularse en alguna universidad para estudiar artes o bien ingresar en el estudio de la teología. En el supuesto de que Antonio permaneciera en el siglo hasta los veinte años de edad para perfeccionar sus estudios liberales, ¿qué universidad frecuentó? Es falso que todos estos estudios estuvieran prohibidos terminantemente en todas las escuelas episcopales y abaciales, ya que consta que algunos de ellos eran tolerados en muchos monasterios y aun tenidos como obligatorios, como consta por testimonios contemporáneos que se refieren incluso a monasterios portugueses. Esperando nuevas luces sobre esta hipótesis propuesta por el P. Abate, retenemos como probable el hecho de que Antonio ingresó en los Canónigos Regulares de San Agustín aetate iam nubili, es decir, entre los quince y los diecisiete años de edad. Si Antonio hubiera estudiado el programa del Quatrivium por espacio de cinco años consecutivos no hubiera ciertamente escrito de él Tomás Gallo: poco instruido en las disciplinas seculares, parum instructus in disciplinis saecularibus. Ambiente cultural en el Monasterio de Santa Cruz El ingreso de Antonio en el Monasterio no supone una interrupción notable de sus estudios. Acaso se debilitaran un tanto durante su corta permanencia en San Vicente de Fora, pero se reanudaron con toda intensidad al entrar en el célebre Monasterio de Santa Cruz, donde pudo perfeccionarse en las ciencias del Trivium y abordar parte del programa del Quatrivium. A falta de documentación concreta a este respecto, procedemos más bien por conjeturas; pero estamos en trance de poder afirmar que desde el primer momento enderezó sus actividades científicas al estudio de la teología, o de la Sagrada Escritura, con el fin de entenderla y exponerla mejor. «La gramática misma en manos del maestro era a menudo un medio para inculcar los principios de la lógica a los alumnos, los cuales, después de haber aprendido el latín de Donato, pasaban a discutir de la substancia y accidentes, de las formas del ser, y sobre las relaciones de las tres personas gramaticales con la Santísima Trinidad» (O. Kaemmel). Es probable, pues, que Antonio se perfeccionara por algún tiempo en el estudio de las artes liberales en cuanto dicen relación con la teología. La actitud de las órdenes monásticas frente a las artes fue más bien de recelo, aunque, considerando su valor educativo permitieran que se estudiaran de paso y como medio para entender la teología. Jacobo de Vitry permitía a los clérigos seculares ocuparse en su estudio, pero con cautela. El cristiano, dice, tiene bastante con los libros de teología, y por lo mismo, no conviene que los alumnos pierdan demasiado tiempo en las ciencias naturales. Por de pronto debe rechazarse el programa del Quatrivium como pura curiosidad, pudiéndose tolerar el estudio del Trivium siempre y cuando sirviera de preparación a los estudios eclesiásticos. No perdamos de vista que el Monasterio de Santa Cruz de Coimbra, junto con el Monasterio Cisterciense de Alcobaza, era el centro cultural más importante del reino de Portugal. El primer Prior de Santa Cruz, San Teotonio, se propuso convertir su monasterio en escuela de santidad y al mismo tiempo en faro luminoso de la ciencia sagrada, y a este fin trabajó incansablemente por dotar al Monasterio de todas aquellas obras que consideraba indispensables para la formación teológica de sus monjes, lo que pudo llevar a término gracias a la munificencia de su gran amigo y penitente el rey Alfonso Henriques (1185), que más tarde imitó D. Sancho I, el cual, en 1192, ordenó que se entregaran anualmente al Monasterio 400 maravedís de oro para que se pudieran mandar religiosos a las Universidades de Francia, París y Montpellier. De hecho, el impulso científico que dio a su Monasterio S. Teotonio no fue vano ni efímero, puesto que por varios años mantuvo Santa Cruz su prestigio de centro cultural de primer orden, contando entre sus monjes con hombres eminentes en ciencia y virtud que fueron lumbreras de la Iglesia de Portugal, tales como D. Juan, eminente teólogo; D. Pedro Pires, afamado predicador y renombrado profesor de Gramática, Lógica, Medicina y Teología; y D. Raimundo, perito en diversas ciencias, y otros. No puede admitirse la hipótesis de Licitra, por la que siente simpatía el P. Scaramuzzi, de que San Antonio estudiara en la Universidad de París. En este ambiente de cultura de Santa Cruz y bajo la guía de sabios maestros, «con una aplicación poco común no cesaba un momento Antonio de cultivar su ingenio y su espíritu en la meditación; y cuando sus ocupaciones se lo permitían, no dejaba la lectura espiritual ni de día ni de noche. Bien leía el texto sagrado, fuente de verdad histórica, tratando de reforzar su fe con el sentido alegórico; bien tomaba las palabras de la Escritura en un sentido figurado, buscando la edificación de sus afectos y costumbres. Por una parte, escrutando con feliz ansiedad la profundidad de las palabras de Dios, preservaba su inteligencia contra los lazos del error con los testimonios de la Sagrada Escritura; por otra, se aplicaba a la indagación y meditación de los dichos de los Santos. Lo que había leído lo confiaba a su tenaz memoria, de suerte que muy pronto adquirió tal ciencia de las Letras Sagradas, que todos quedaron maravillados» (Assidua 4,3-6). En este mismo sentido Juan Rigauld asegura que «en el Monasterio de Santa Cruz hizo nuestro Santo rápidos progresos en la santidad y perfección religiosa; aquí también, gracias al auxilio de Aquel que no necesita de largo espacio para enseñar la verdad, se armó de la solidísima doctrina de los Padres, para poder predicar más tarde a los herejes y defender los dogmas de nuestra fe. Y aconteció que aquel Dios, que lo había elegido entre millares, y por el cual lo había despreciado todo, le iluminase tan claramente, que la memoria podía servirle de códice, y bien pronto se vio lleno del espíritu de la sabiduría» (Rigaldina). Y la Leyenda Raimundina insiste en explicar a sus lectores el origen de la pasmosa erudición sagrada que todos admiraban en el Santo: «El joven religioso, abstrayéndose de las cosas terrenas, se había entregado día y noche a la meditación de las Sagradas Escrituras con aquel ardor y entusiasmo que son propios de las almas elegidas. En efecto, el tiempo que le quedaba libre del servicio divino no lo malgastaba en el ocio, sino en el estudio de las ciencias sagradas. Despreciando los laberintos de la humana sabiduría que hincha y enorgullece, no se contentaba con aprender de memoria el texto sagrado, sino que también quería penetrar los sentidos alegóricos y anagógicos. Además se encaraba con las más intrincadas cuestiones, a fin de conocer las reglas para ilustrar la verdad y refutar el error, como estupendamente lo demuestra su doctrina». Por su parte, el autor de Benignitas dice que justamente se llama a Antonio «Arca del Testamento» porque de tal manera estaba impuesto en el texto sagrado, que estaba capacitado para dictar de nuevo la Escritura en caso de que perecieran sus códices o se perdiera su texto. Añade que no había texto en la Sagrada Escritura que el Santo no conociera. Como se desprende de lo dicho, los once o los catorce años que permaneció Antonio en el Monasterio de Santa Cruz fueron decisivos para su formación científica en las sagradas letras. Los antiguos biógrafos se complacen en disipar la creencia de que esta ciencia fuese infusa, insistiendo constantemente en sus dotes naturales y en la constancia y ahínco con que se entregaba al estudio. Por otra parte ponen de relieve su aplicación al estudio del texto de la Sagrada Escritura y de las obras de los Santos Padres, dando a entender que su formación científica en Santa Cruz fue exclusivamente eclesiástica. No cabe duda alguna de que así fue en realidad; pero también es cierto que, junto con el estudio del texto sagrado, se perfeccionaba Antonio en los conocimientos de las ciencias naturales en cuanto, según San Buenaventura, todos estos conocimientos están al servicio de la teología. Siguiendo aquel consejo de un discípulo de Abelardo, no envejecía en el estudio de las artes; las saludaba desde los umbrales, para remontarse rápidamente a la Sacra Página. Algunos autores han querido deducir de sus Sermones el conocimiento que tuvo Antonio de los clásicos paganos y de las ciencias naturales. Varias veces cita palabras del Filósofo, con cuyo nombre designa a veces a Aristóteles, otras a Séneca y algún otro. Entre los clásicos latinos aparecen los nombres de Cicerón, Varrón, Lucrecio, Horacio, Terencio, Virgilio y Lucano. ¿Leyó San Antonio directamente las obras de estos autores, o los conoció a través de algunas versiones que circulaban por aquel entonces, o los encontró citados en las obras patrísticas que estudiaba? Nos inclinamos por esto último. También se hallan en los Sermones de S. Antonio innumerables referencias a las ciencias naturales, con alusiones concretas a temas de anatomía y fisiología, zoología, botánica, mineralogía, matemáticas, etc. ¿En qué grado conoció S. Antonio todas estas artes liberales, cuándo y dónde las estudió? De las continuas alusiones que hace Antonio a estos temas de las artes liberales, no se puede inferir que el Santo poseyera de ellas un conocimiento profundo y completo; sus conocimientos en este punto no sobrepasan a los que tenían sobre estas materias otros autores contemporáneos. Las principales fuentes de información de S. Antonio fueron Plinio y C. G. Solino, el cual, hacia la mitad del siglo III, escribió: Collectanea rerum memorabilium, en la primera edición, y en la segunda Polyhistor rerum memorabilium que tuvo grande difusión en la Edad Media. El P. Cantini señaló diversos puntos de contacto entre las obras del Santo y el tratado de Solino, que no dejan lugar a dudas de que Antonio lo utilizó. También señaló la dependencia de Antonio del libro de S. Isidoro de Sevilla: Libri XX etymologiarum, de la Glosa, del Physiologus, de Bestiis et aliis rebus de Hugo de San Víctor y del De natura rerum de Alejandro Nequam. Enrique Salvagnini propuso la hipótesis de que nuestro Santo pudo imponerse en el conocimiento de las ciencias en la escuela de S. Alberto Magno, en Padua; pero lo más lógico es suponer que Antonio se inició en estos estudios durante su permanencia en el Monasterio de Santa Cruz, ya que tales libros se hallaban en todas las bibliotecas abaciales. Otra fuente de información fue sin duda la propia experiencia, porque, de espíritu franciscano, era Antonio amante de la naturaleza, que gustaba de contemplar para descubrir en la obra creada vestigios e imágenes del Creador. El examen atento de los Sermones de S. Antonio revela que el Santo tenía un conocimiento muy vasto de la literatura patrística que adquirió en Santa Cruz de Coimbra, en donde, según el primer biógrafo, se entregaba a la indagación y meditación de los dichos de los Santos Padres, «necesarios a la inteligencia de las Sagradas Escrituras, que el hombre por sí mismo no puede alcanzar, sino por medio de aquellos a quienes Dios se las reveló, es decir, per originalia Sanctorum, como S. Agustín, S. Jerónimo, etc.» (S. Buenaventura). No cabe duda de que en el Monasterio de Santa Cruz se conservaban las obras de los principales Padres de la Iglesia, no faltando allí las obras de San Agustín, S. Jerónimo y San Gregorio Magno; pero es posible que faltaran las de otros Padres menos importantes, que Antonio pudo conocer a través de las colecciones de textos como la Glosa, las Catenae o Tabullae originalium. El P. Cantini, estudiando las fuentes de los Sermones de S. Antonio, ha señalado el número de veces que aparecen citados algunos Padres de la Iglesia. Así S. Agustín se cita expresamente más de 54 veces; S. Gregorio Magno, 48; S. Bernardo, 35; S. Jerónimo, 11; S. Isidoro de Sevilla, 6; S. Ambrosio, 3; Orígenes, 3; S. Beda, 2; S. Juan Damasceno, 1; Casiodoro, 1; Rabano Mauro, 1; Glossa. Pero aparte de estas citaciones explícitas, se hallan en las obras de Antonio innumerables citaciones implícitas, como lo han comprobado los Padres de la Comisión de la edición crítica de las obras del Santo, según los cuales, sólo en un tercio de los Sermones se encuentran más de 400 citaciones implícitas, de las cuales 171 corresponden a S. Jerónimo, 83 a S. Isidoro y 10 a S. Agustín. El estudio de los Santos Padres era considerado como indispensable para la recta interpretación de las Sagradas Escrituras, como expresamente afirmó más tarde San Buenaventura. Los autores desconfiaban de su propio criterio en la interpretación de los Libros Sagrados, imponiéndose la obligación de consultar los estudios bíblicos de los Santos Padres y seguir dócilmente sus exposiciones. «Los Santos Padres hacían ley a todos los exegetas y en todas sus obras de interpretación bíblica. No solamente se explicaba en las escuelas y fuera de ellas el texto sagrado juntamente con el de los Padres, sino que esta alianza entre el texto sagrado y el texto de los Padres aparece en los mismos manuscritos y en los incunables, en los cuales el texto de la Biblia va anotado con innumerables glosas sacadas de los Padres, presentándose a veces tan compenetradas con el sagrado texto, que se hace difícil distinguir entre unos y otros» (H. Felder). A tal grado llegó esta compenetración de la Biblia y de las sentencias de los Padres, que a veces se tomaban por un todo y recibían el apelativo común de Sagrada Escritura. Como hemos dicho, todos los estudios que siguió Antonio en el Monasterio de S. Cruz sólo tenían un fin: adquirir la ciencia de la Sagrada Escritura, ya que toda la sabiduría se incluye en la Sacra Scriptura (R. Bacon). Podían, en verdad, estudiarse otras ciencias, pero su conocimiento «debía ordenarse al conocimiento de la Sagrada Escritura, en la que se encierran y se perfeccionan, y mediante la cual se ordenan a la iluminación divina. De donde toda nuestra ciencia se perfecciona en el conocimiento de la Sagrada Escritura» (S. Buenaventura). San Antonio ha dejado algunas expresiones en sus obras que nos muestra claramente la alta estima en que tenía los estudios bíblicos. «Como el oro ocupa un lugar preeminente entre todos los metales -dice-, así el conocimiento sagrado (sacer intellectus) está por encima de todas las otras ciencias». La ciencia de las Sagradas Escrituras constituye la plenitud de la ciencia, la única que hace al hombre verdaderamente docto, de manera que puede decirse que «litteras nescit qui sacras non novit», no sabe letras quien no conoce las Sagradas. La teología no es otra cosa que la ciencia de las Sagradas Escrituras; ella es aquel cántico de que habla el profeta: Cantate Dómino cánticum novum, cantad al Señor un cántico nuevo. Todas las otras ciencias mundanas, aunque lucrativas, no son más que un cántico viejo, un cántico de Babilonia, áspero, confuso y disonante; solamente la teología, o sea la ciencia de las Sagradas Escrituras, es un cántico nuevo que resuena dulce en los oídos de Dios y renueva las almas (Domingo II d. de Pascua). Todos los antiguos biógrafos nos hablan del profundo amor que sentía S. Antonio hacia los Libros Sagrados y de su constante aplicación a su estudio. Todos sus esfuerzos se encaminaban no sólo a aprender de memoria el texto sagrado, sino que también se esforzaba en desentrañar los sentidos recónditos que había depositado Dios en su Carta a los hombres, siendo su guía inseparable en este estudio el gran Padre de la Iglesia S. Agustín. El Monasterio de Santa Cruz había organizado los estudios eclesiásticos de sus monjes de conformidad al programa vigente en aquellos tiempos. Los discípulos no disponían de otro libro de texto que las Sagradas Escrituras. Según Pedro Cantor, el Maestro in Sacra Página debía ejercer estas tres funciones: leer, disputar y predicar. La lectura es como el fundamento y substrato de todo lo que sigue, por cuanto de la lectura se sacan todas las otras utilidades. La disputa en este ejercicio y edificio es como la pared, porque nada puede entenderse y predicarse fielmente si antes no se ha desmenuzado con los dientes de la disputa. La predicación, a la cual sirven las dos primeras, es como el techo que protege a los fieles del sol y de las tempestades de los vicios (Verbum abbreviatum). Antonio estudiaba la Sagrada Escritura buscando en ella la edificación de sus afanes y costumbres, y en segundo lugar para enseñar su contenido a los fieles «a los cuales únicamente se debe enseñar la voluntad de Dios y la autoridad de las Sagradas Escrituras, y no callar nada de lo que se debe enseñar» (Domingo II d. de Pascua). Para poder comprender todo el conjunto de las Sagradas Escrituras, inspiradas por un mismo Espíritu, era necesario, en primer lugar, aprender perfectamente de memoria el texto sagrado, comparar después unos textos con otros y sacar de allí los diversos sentidos (alegórico, moral y anagógico) además del sentido literal, que se consideraba como la base de los sentidos espirituales. De ahí que, según el primer biógrafo, Antonio leía el texto fuente de verdad histórica, tratando de reforzar este sentido con otros sentidos alegóricos. Que Antonio dominara perfectamente el Antiguo y el Nuevo Testamento aparece evidente con sólo la simple lectura de cualquiera de sus sermones, que parecen un mosaico de textos bíblicos combinados, concordados, encadenados, entrelazados; además de esto, las sentencias propias del Santo tienen todas resabio bíblico, con alusiones continuas a palabras o textos de la Sagrada Escritura. Según el P. Da Fonseca, en el Prólogo de los Sermones Dominicales, que apenas ocupa dos páginas en la edición de Locatelli, se encuentran 17 citas bíblicas tomadas de 12 libros distintos. En la primera homilía, Domingo de Septuagésima, se cuentan hasta 92 citas, tomadas de 18 libros del Antiguo Testamento y de 12 del Nuevo... En el conjunto de los Sermones publicados por Locatelli, ha contado dicho Padre 3.207 citas del A. T. y 1.768 del N. T., con un total de 4.975. Y téngase en cuenta que Locatelli deja de lado las alusiones y los pasajes bíblicos que se repiten en la misma amplificación. Quien quisiera anotar todas las citas bíblicas, explícitas e implícitas, contenidas en las obras de Antonio, tendría necesidad de un volumen igual a los cuatro Evangelios con los Hechos y la Epístola a los Romanos. Los libros sagrados que mayormente se citan son: del A. Testamento: Isaías, 550 veces; Salmos, 475; Job, 326; Génesis, 260. Del Nuevo Testamento: Lucas, 403; Mateo, 355; Juan, 311; Marcos, 59; Apocalipsis, 115; 1 Corintios, 91; Hechos, 84; Romanos, 70. Lo dicho es suficiente para apreciar el origen de la ciencia bíblica de S. Antonio de Padua, y creemos haber respondido satisfactoriamente a la pregunta que al principio de este apartado nos hacíamos: la ciencia de S. Antonio, ¿fue infusa o adquirida? La permanencia en el Monasterio de Santa Cruz de Coimbra debe tenerse en cuenta necesariamente para explicarnos la génesis, la naturaleza y la extensión de la ciencia de S. Antonio. Los once o catorce años pasados entre los Canónigos Regulares de S. Agustín fueron de intensa labor científica hasta el punto que, sin temor a equivocarnos, podemos afirmar que Antonio era ya un sabio cuando ingresó en la Orden Franciscana. Una vez entre los Menores no dispuso del tiempo necesario para reconcentrarse en su interior y dedicarse al estudio tranquilo y sosegado; lo único que hizo fue profundizar cada día más en sus estudios por la experiencia cotidiana de la vida y por la continua reflexión y contemplación de las obras de la naturaleza. Cuando los canónigos del Monasterio de Santa Cruz vieron que Antonio les dejaba, seguramente tendrían la impresión de que el Monasterio perdía un santo y un sabio. En la escuela de San Francisco San Antonio anhelaba una perfección superior a la que profesaban los Canónigos Regulares de San Agustín. Conocedor profundo del santo Evangelio, de espíritu práctico más que especulativo, deseaba seguir a la letra las prescripciones evangélicas, por lo cual, con plena conciencia de sus actos, se dejó envolver por la corriente de vuelta al Evangelio que animaba por aquel entonces al mundo cristiano, y cuyo ideal había Antonio admirado en los religiosos franciscanos que había conocido. Además, ¿no era más evangélico utilizar los profundos conocimientos escriturísticos en provecho de las almas que vivían en las sombras del error por falta de predicadores, que gozar egoísticamente de la verdad? San Antonio es hijo del ambiente de su tiempo en que el celo apostólico, el cuidado pastoral, el fervor del pueblo daban más preferencia en la lectura sagrada a la acción que a la contemplación. Se ha observado que muchos Maestros in Sacra Página fueron celosos obispos y activos reformadores; ellos mismos declaran que si la contemplación en su esencia tiene derechos indiscutibles, la vida que une la contemplación a la acción es mucho más perfecta. Junto a este fervor evangélico que le impelía a obrar, cabe señalar el ambiente apostólico de cruzada que hervía en el pecho de los portugueses, sobre todo después de la victoria de las Navas de Tolosa (1212) y la toma del Castillo de Alcacer (1216). Su condición de religioso no le permitía empuñar las armas contra los moros; pero S. Francisco le presentaba nuevos métodos de cruzada, calcados sobre el espíritu del santo Evangelio. Los auténticos cruzados evangélicos debían presentarse en el combate armados con las buenas obras que edifican y con el fuego de la divina palabra que seduce, no permitiéndoseles llevar ni bastón para el camino ni alforjas para las provisiones. El apóstol de esta cruzada espiritual no necesitaba, según S. Francisco, grande preparación científica; pero, según S. Antonio, debía el apóstol en primer lugar «sentarse junto al yunque que es el estudio y ejercicio de la Sagrada Escritura, ejercitándose en aquellas obras que debe predicar. Después, como otro David que avanza contra el filisteo, debe tomar el bastón, es decir, la Cruz de Cristo para que, apoyándose en él, pueda sobrellevar el trabajo del camino; debe tomar consigo el zurrón, que significa el Nuevo Testamento, en el cual se halla la gracia, y, además, cinco guijarros, que son los libros de Moisés, por los cuales entendemos toda la ciencia del Antiguo Testamento, que el predicador debe tomar del torrente para ayuda de su predicación y ponerlos en el zurrón del Evangelio...» (Domingo I d. de Pentecostés). Para asegurar el éxito de su misión, además de la santidad de vida, contaba Antonio con el conocimiento de las Sagradas Escrituras, pudiendo de esta manera ganar almas para el cielo, empleando las mismas palabras inspiradas por Dios a los hagiógrafos para instrucción de la humanidad. La ciencia bíblica de Antonio se convertiría pronto en instrumento eficaz de evangelización. En el capítulo de Asís de 1221, con profunda humildad se acercó a Fr. Gracián y le pidió que le admitiera en el número de sus frailes «para instruirse en los rudimentos de la doctrina regular. No hizo alarde de los estudios que había cursado, ni mencionó el ministerio eclesiástico que había ejercido, ocultando deliberadamente por amor de Cristo todo su saber, para no conocer ni desear otra cosa que a Cristo Crucificado» (Assidua 7,2-3). ¿Tomó Antonio la decisión de alejarse completamente de la vida activa y dedicarse para siempre a la contemplación? Más bien creemos que, confundido por la santidad de vida de los frailes que había conocido en el Capítulo, sintió la necesidad de ahondar más en la vida contemplativa como preparación previa al apostolado. «Antonio llevó en Montepaolo una vida lo más retirada posible; allí fortificó su espíritu contra las tentaciones de la carne entregándose a la meditación y práctica del amor de Dios; allí pasaba la noche en altísima contemplación... Escondió la sabiduría de que estaba repleto; allí vivió sencillamente en medio de los sencillos, y, bajo la apariencia de un hombrecillo ignorante, supo esconder también la gracia que poseía» (Raimundina). Cuando su espíritu estuvo maduro para el apostolado, se encargó Dios de revelarlo al mundo, valiéndose de una coyuntura providencial. Y la razón de esto la da Rigauld diciendo: «Si el Señor dirigió la lengua de Antonio, fue porque éste había preparado su corazón para recibir la ciencia; si comunicaba a otros sin envidia esta ciencia, era porque la había aprendido sin ficción; había deseado la inteligencia de los libros divinos, y le fue otorgada; había invocado la sabiduría y Dios se la infundió, pues escrito está: la boca del justo expondrá la sabiduría y su lengua explicará el derecho (cf. Sab)». No quiso Dios que aquella lámpara de la ciencia permaneciese por más tiempo debajo del celemín. Predicador y lector Semper contemplationi non est vacandum, «no siempre hay que estar entregados a la contemplación», escribe San Antonio en el Sermón de la Anunciación de la Virgen (n. 4), y los antiguos biógrafos hablan de la necesidad que sentía el Santo de poner sus conocimientos bíblicos a disposición del prójimo. Sonada la hora de su revelación al público, Antonio, «clarín de la Ley Mosaica, eco de los Profetas, voz de los Evangelistas, heraldo del Evangelio, mensajero de las verdades eternas, abrió su boca, llena del espíritu de sabiduría e inteligencia» (Rigaldina). Apoyado en la autoridad de Aquel que lo enviaba, dice la Assidua, supo ejercitarse de tal manera en su predicación, que mereció, por el esplendor de sus gestas evangélicas, el sobrenombre de evangelista... Su lenguaje, sazonado por la gracia divina, causaba no pequeño deleite en los oyentes. Los ancianos admiraban la profundidad de pensamiento y el vigor de la dialéctica del joven predicador. Los sencillos se llenaban de estupefacción viendo cómo erradicaba las causas y ocasiones de pecado, y con qué pericia sembraba el amor a la virtud. Los hombres, en fin, de toda condición, clase y edad, se alegraban de recibir las enseñanzas apropiadas a su vida (9,3; 10,3-5). La predicación antoniana, sin perder el matiz franciscano de la sencillez, no se limitaba a exponer simplemente «los vicios y las virtudes, la pena y la gloria, con brevedad de sermón», como dice San Francisco en la Regla bulada (2 R 9,4), sino que se amoldaba a las necesidades de la época y a las exigencias del público, sobre todo cuando se dirigía a los herejes. San Antonio, sin pretensiones de sabio investigador, cumplió maravillosamente su cometido recorriendo todo el arsenal escriturístico, patrístico y hasta los escritos de autores paganos para ilustrar la verdad y confundir el error. De ahí su éxito en las luchas contra la herejía en el Sur de Francia, Romaña, Lombardía, que le merecieron el calificativo de «martillo de los herejes» (Benignitas), «pluma del Espíritu Santo» (Assidua), «Arca de Antiguo Testamento y forma del Nuevo» (Assidua), «Padre de la ciencia y doctor de la verdad» (Card. Guido de Monfort). De él dice Mateo de Aquasparta que era «perfecto en la doctrina, porque predicaba eficazmente en todas partes, a grandes y pequeños, hiriéndolos con las saetas de la verdad». La acción de Antonio contra los herejes fue muy eficaz por cuanto poseía un conocimiento extraordinario de la Sagrada Escritura. Sabido es que la controversia con los Cátaros se mantenía en torno a los textos de la Sagrada Escritura, sobre todo del Antiguo Testamento. Como San Antonio sabía de memoria toda la Escritura, de tal manera manejaba los argumentos bíblicos que, según testimonio de la Benignitas, ningún hereje se atrevía a discutir con él y ni siquiera a abrir su boda. El oficio de la predicación estaba íntimamente unido con el estudio de la teología, considerándose como parte integrante del magisterio y como fin propio de toda la ciencia teológica. Propio es del predicador, dice Pedro de Ailly, exponer la teología y la Sagrada Escritura. Así lo entendía S. Antonio, el cual, según testimonio de sus biógrafos, enderezó sus estudios teológicos de Coimbra a la evangelización del pueblo. El predicador, según definición de S. Agustín, era el intérprete y doctor de las divinas Escrituras; de ahí que en tiempos de S. Antonio estos dos términos, predicador y doctor, se considerasen como sinónimos. Vimos ya que el oficio de Maestro in Sacra Página se reducía a leer, disputar y predicar. Algunos sentían predilección por la simple lectura, otros por la disputa, pero los más aventajados, además de la lectura y de la disputa, se entregaban a la predicación considerada como el grado supremo del magisterio teológico. Siendo Antonio insigne doctor y maestro, como dice la Carta Apostólica de Pío XII Exulta, Lusitania felix, nada tiene de extraño que se entregara con preferencia a la predicación, dejando a otros menos preparados el cuidado de la lección y de la disputa en las aulas. Pero la Orden Franciscana se hallaba en sus inicios y no disponía de profesores competentes que instruyeran a los candidatos a la Orden. Los superiores proveyeron esta necesidad rogando a Antonio que alternara sus actividades apostólicas con el trabajo monótono de las aulas, convirtiéndose de este modo, por requerimiento de los frailes de Bolonia y con el beneplácito del Seráfico Padre, en el primer Lector de la Orden Franciscana. Hacia 1223 se hallaba Antonio en la ciudad de Bolonia en calidad de predicador. Los frailes franciscanos que allí moraban pronto se percataron de la santidad de su vida, de sus profundos conocimientos teológicos y de su elocuencia arrebatadora, cualidades éstas que le hacían apto para regentar satisfactoriamente el Estudio solemne teológico que aquellos frailes tenían en proyecto. En efecto, dice la Raimundina, comprobada la grande sabiduría de Antonio, se le rogó que la comunicara desde la cátedra a los frailes y a los extraños; y la leyenda Benignitas añade «que los frailes determinaron nombrar a Antonio, por creerlo el más idóneo de todos, Lector de aquel convento». Ante aquel requerimiento de sus hermanos y empujado por el deseo de enseñar a los frailes, aceptó el encargo, pero quiso contar antes con el beneplácito del Seráfico Padre, medida justa a causa del recelo que sentía éste hacia la ciencia. Los frailes escribieron inmediatamente al Santo Fundador ponderándole, como es justo creer, la importancia de semejante fundación para la Orden y ensalzando la santidad de vida y la ciencia sagrada que resplandecían en el candidato propuesto. San Francisco, que acaso conocía ya la ciencia y santidad de Antonio, contestó con una breve carta manifestando su conformidad en estos términos: «A fray Antonio, mi obispo, el hermano Francisco, salud. Me agrada que enseñes sagrada teología a los hermanos, con tal que, en el estudio de la misma, no apagues el espíritu de oración y devoción, como se contiene en la Regla». Con esta carta, de cuya autenticidad ya no puede dudarse, quedó Antonio constituido primer Lector de la Orden y fundador del Estudio de Bolonia. Si como predicador cosechó Antonio resonantes éxitos, como Lector se granjeó la estima y veneración de todos cuantos frecuentaban sus aulas. Del contenido de una carta de Teodorico, obispo de Bolonia, del 26 de febrero de 1236, se deduce que el Estudio franciscano de Bolonia, fundado por San Antonio, adquirió importancia y prestigio tal en el campo de la ciencia, que el Papa Gregorio IX, atendiendo a las razones del obispo, que alegaba la estrechez del convento de Santa María della Pagliola y el inconveniente de hallarse fuera de la ciudad, le autorizó para proveer otro local más espacioso dentro del recinto de la ciudad. A las clases asistían no solamente los frailes de la Orden, sino también los estudiantes clérigos de la ciudad y otras personas cultas. «Era costumbre general en los maestros de la escolástica escribir sus propias lecciones de clase, que publicaban en forma de Comentarios a la Escritura o a las Sentencias de Pedro Lombardo, según la clase de enseñanza que se daba. Ocurría igualmente, y con harta frecuencia, que los discípulos tomaban a vuelapluma, en las mismas aulas, las lecciones del maestro, lo que daba origen a las distintas «reportaciones» de una misma obra. Ciertamente, no tenemos ningún testimonio explícito de que nuestro santo Doctor haya redactado o que sus discípulos hayan «reportado» sus lecciones, como los tenemos de sus Sermones» (Verdad y Vida, 1946. p. 543). Como en Montpellier, acaso Antonio no escribió en Bolonia sus lecciones, limitándose a utilizar algún comentario bíblico de otro autor que el Santo comentaba y explicaba. Ignoramos cuánto tiempo duró el magisterio de S. Antonio en Bolonia, pero, por exigencias cronológicas, cabe afirmar que no sobrepasó los dos años. La Iglesia, que estaba interesada en reducir a los herejes del Sur de Francia, para lo cual había pedido la cooperación activa de los maestros de París, consideraba a Antonio como a uno de los elementos más aptos para atajar la acción de los herejes Albigenses. Así, pues, Antonio recibió la orden de trasladarse a la Provenza, deteniéndose durante su viaje en Vercelli para predicar allí la Cuaresma, circunstancia que le permitió conocer y tratar en la intimidad al célebre abad de S. Andrés, Tomás Gallo, con el cual mantuvo en adelante estrechos lazos de amistad. Hemos hablado ya anteriormente de las relaciones que mediaron entre ambos doctores, por lo cual omitimos todas las cuestiones sobre el particular. Montpellier era el centro de la ortodoxia y cuartel general de las fuerzas que se disponían a presentar batalla a la herejía. Los dominicos habían fundado allí un Estudio General, y los franciscanos esperaban la llegada de Maestro tan acreditado como S. Antonio para imitar su ejemplo. También Antonio fue el fundador del Estudio de Montpellier, como lo había sido del de Bolonia, y allí, como más tarde en los conventos de Tolosa y de Padua, explicaba sus lecciones a los frailes, discutía con los herejes y predicaba llevado por el celo de la conversión de las almas, por el deseo de instruir a los religiosos y también por contribuir al buen nombre de la Orden, la cual, por aquel tiempo, y a causa de la simplicidad de gran número de sus miembros, era despreciada por muchos. En Montpellier ocurrió el episodio que ya conocemos del novicio que robó al Santo el Salterio glosado, de gran valor, con el que el siervo de Dios enseñaba. De Montpellier Antonio pasó a Tolosa (Toulouse), centro de la herejía Albigense, y, según su costumbre, sostenía discusiones día y noche con los herejes al mismo tiempo que enseñaba teología a los frailes. Vimos que S. Antonio se retiró a Padua los últimos años de su vida. Exhausto por el intenso trabajo que había desplegado en sus breves años de apostolado, y aquejado de una grave dolencia, se disponía a reparar allí sus fuerzas. Pero el celo que le devoraba no le daba punto de reposo, empleando el tiempo en leer, disputar y predicar. Libre por algún tiempo de las tareas de la predicación, se dedicó al estudio, a la composición de sus sermones y al magisterio, siendo también el primer Lector de la Orden en Padua. El lectorado de Antonio en Padua se insinúa en la Assidua, y la Benignitas, en términos generales, afirma que Antonio en todos los conventos leía, discutía y predicaba; pero Bartolomé de Pisa explícitamente añade que Antonio «fue lector en Tolosa, Bolonia y Padua». Otra prueba del magisterio del Santo Doctor en Padua se basa en el hecho de que Aymón de Faversham, luego Ministro General, fue Lector en Padua hacia los años 1232-35 y en ninguna crónica se dice que fuera él el primer Lector de Padua o el fundador del Estudio solemne de la Orden en aquella ciudad. De ahí se sigue con probabilidad que Antonio fuera también el primer Lector de la Orden en Padua y que recibiera también el encargo de fundar allí el Estudio franciscano. Se confirma lo dicho por el revuelo que causó la muerte del Santo entre profesores y alumnos de la Universidad, corriendo toda la multitud de alumnos a venerar sus reliquias ofreciendo un cirio de extraordinarias dimensiones. El P. Abate cree, con razón, que este entusiasmo de la docta corporación se debe a la atracción que ejercía sobre alumnos y estudiantes la figura intelectual del Santo y a que, como Gregorio de Nápoles en la Sorbona de París, tuviera Antonio sermones especiales a los universitarios. La misma Universidad trabajó decididamente para la rápida canonización del Santo. Hemos tratado rápidamente de la formación intelectual de S. Antonio y de sus actividades científicas y apostólicas en la cátedra y en el púlpito. De lo dicho resulta que Antonio fue eximio maestro y doctor, no de la categoría de algunos doctores de la escolástica de la edad de oro, sino del período preparatorio e introductorio de la misma. No tenemos actualmente ni el texto ni las reportaciones de las lecciones que explicaba en la clase; pero «no es de creer que el que tanta solicitud puso en la redacción de sus Sermones, se presentara en la cátedra escolar desprovisto de todo escrito propio, o que no copilara sus lecciones explicadas como se solía hacer entonces» (Verdad y Vida, 1946. p. 543). Acaso algún día aparezca algún manuscrito antoniano abandonado en el rincón de alguna biblioteca que contenga el texto o las reportaciones de sus lecciones. Puede sospecharse también que Antonio se hubiese valido de algunos comentarios bíblicos de autores célebres comentándolos de viva voz, fiado en el dominio perfecto que tenía de la Sagrada Escritura. El Psalterium glossatum que le servía de pauta en el Estudio de Montpellier, y que cabe identificar con los Sermones in Psalmos de Juan de Abbeville, nos puede dar una idea del método de enseñanza usado por Antonio en sus cursos escolares. Todavía no estaba generalizado el método de los escolásticos posteriores que se servían de las Sentencias de Pedro Lombardo como texto escolar. Creemos que el único texto que el Santo Doctor tenía ante sus ojos era la Sagrada Página, o sea el texto de la Biblia, y en casos particulares, algún comentario sobre algún libro particular de la misma, sobre todo el libro de los Salmos. San Antonio Doctor de la Iglesia Es un hecho que la falta de un tratado científico, didáctico y sistemático, que recogiera el pensamiento bíblico y teológico de su tiempo, ha motivado que, en el correr de los años, se apagara casi por completo en el mundo científico el recuerdo de nuestro eximio doctor y maestro hasta el punto que el nombre de Antonio está ausente de nuestros tratados de historia de la exégesis y del movimiento teológico de los siglos XII y XIII. El olvido ha llegado al extremo de que aun entre el elemento eclesiástico culto de nuestros días ha habido quienes se extrañaran de que la Santa Sede proclamara a S. Antonio Doctor de la Iglesia Universal. En cambio, cuando Gregorio IX, en el día de la canonización del Santo, entonó el O Doctor optime, antífona propia de los Doctores, todos los circunstantes aprobaron sin reserva aquel rasgo del Soberano Pontífice, porque en la mente de todos estaba fresco el recuerdo «de su magisterio y sus disputas con los herejes y todo el complejo del apostolado antoniano, mientras que a nosotros no nos ha llegado más que una obra intitulada: Sermones Dominicales et in solemnitatibus,la cual no nos ofrece ni el texto ni las lecciones, ni sus disputas, ni su predicación, sino un cúmulo de pensamientos antonianos compilados para utilidad de los ministros de la palabra divina» (C. Balic). Conocemos ya los cálidos elogios que los primeros cronistas hacen de la ciencia profundísima del Santo. Ahora nos limitaremos a referir algunos testimonios de autores posteriores para probar que el recuerdo de la ciencia eminente de S. Antonio se conservó vivo a través de muchos siglos. Mateo de Aquasparta, Cardenal de la Iglesia Romana, dice que la lengua de S. Antonio fue lengua de la verdad. En los Sermones editados por Locatelli, y atribuidos a San Buenaventura, se lee: Antonio fue... hijo sapientísimo del bienaventurado Padre Francisco. Tomás de Vercelli, dice: Antonio bebió abundantemente del sentido místico de la teología pura. Más tarde, el Cardenal Odón de Choteuaroux (1273) afirma que Dios llenó a Antonio de espíritu de inteligencia: «Así como el Señor abrió los sentidos a los Apóstoles para que entendieran las Escrituras..., así también por la doctrina del bienaventurado Antonio quiso Dios hacer reverdecer el mundo, y que florecieran de nuevo los que se habían secado». [Y sigue una larga serie de elogios semejantes pronunciados por autores de siglos sucesivos]. Además, tanto en las manifestaciones del culto como en las obras de arte se ha conservado vivo el recuerdo de la ciencia maravillosa del Santo. Entre los testimonios de los Santos, sólo queremos recoger uno de S. Antonino de Florencia, según el cual Antonio tuvo un conocimiento tan profundo de las ciencias místicas que todos cuantos le oyeron quedaron admirados, creyendo que no era posible hubiera otro que lo superara. Si intentáramos ahora recoger los encomios que han hecho los Romanos Pontífices de la ciencia de S. Antonio, tendríamos que empezar por el testimonio de Gregorio IX quien, como hemos visto, después de escuchar un sermón del Santo, lleno de admiración le llamó Arca del Testamento, Armario de las Sagradas Escrituras. Tan profundamente convencido estaba de la ciencia eminente de nuestro Doctor, que no vaciló en entonar el día de la Canonización de Antonio la antífona propia de los doctores: O Doctor optime... Sixto IV, en su Bula Immensa divinae bonitatis, del 12 de marzo de 1472, afirma que Antonio «con su profundo conocimiento de las cosas divinas y con sus fervorosísimos sermones ilustró, adornó y estabilizó nuestra fe ortodoxa y la Iglesia Católica». En términos análogos se expresaba Sixto V en su Letra Apostólica Inmensa divinae sapientiae altitudo, del 14 de enero de 1586. Omitiendo otros testimonios directos de otros Soberanos Pontífices, pasamos a Pío XI, el cual en su Letra Apostólica Antoniana sollemnia, del 1 de marzo de 1931, ensalza la sabiduría de Antonio, y en su discurso inaugural de la Pontificia Accademia delle scienze, el 20 de diciembre de 1931, dice que Antonio fue un verdadero astro en el campo de la ciencia. Finalmente, Pío XII, haciéndose eco de toda la tradición que proclamaba la ciencia eminente de Antonio, y respondiendo a los deseos expresados por escrito de muchos Eminentísimos Cardenales, Arzobispos, Obispos y Universidades Católicas, proclamó solemnemente a San Antonio Doctor de la Iglesia Universal en la Carta Apostólica Exulta, Lusitania felix. Quien nos haya seguido atentamente en las páginas que preceden, donde hemos estudiado rápidamente la personalidad científica del Santo, no extrañará que Antonio haya sido proclamado Doctor de la Iglesia. Según Benedicto XIV, cuya doctrina recuerda Pío XII en su Letra Apostólica Exsulta, Lusitania felix, tres condiciones se requieren para ostentar el título de Doctor de la Iglesia: santidad de vida en grado heroico, doctrina religiosa eminente y declaración del Sumo Pontífice. Ahora bien, nadie duda que Antonio fuera un santo extraordinario, como unánimemente lo atestiguan sus contemporáneos y todos los hagiógrafos primitivos. Como prueba de su santidad quiso Dios obrar por la intercesión del Santo innumerables milagros que aceleraron su inscripción en el Catálogo de los Santos. Asimismo estaba dotado de una ciencia religiosa eminente, que se hizo proverbial entre sus contemporáneos, que conocían su formación intelectual, su magisterio en las aulas y su maravilloso apostolado de la predicación. El Papa Gregorio IX, que había tenido ocasión de oírlo, no vaciló en entonar en su honor la antífona propia de los Doctores el día mismo de su canonización, declarándolo implícitamente con este acto Doctor de la Iglesia Universal. Así lo entendió la Orden Franciscana que, con la Diócesis de Padua y los reinos de Portugal y de Brasil, celebró en su honor la Misa: In medio Ecclesiae (la de los Doctores), aún después de la reforma del Misal en 1570 por obra de Pío V. Como rectamente hacía observar un teólogo encargado por la Sagrada Congregación de Ritos de examinar los escritos del Santo, la declaración del doctorado universal de San Antonio equivale simplemente a confirmar y extender a toda la Iglesia el honor que le otorgó ya la Santa Sede, en la persona de Gregorio IX, el día de su canonización. Y no se pretenda restar méritos a nuestro Doctor o rebajarlo al ponerle en parangón con otros Doctores de la Iglesia, queriendo juzgar a todos desde un punto de vista único. Si nos fijamos en la extensión de sus obras escritas, profundidad de doctrina y precisión en la terminología teológica que emplea, no podemos poner a Antonio en el mismo plano de los grandes Doctores de la Iglesia (S. Agustín, S. Buenaventura, Santo Tomás, etc.); pero puede figurar dignamente al lado de los Doctores que podríamos llamar de segundo orden (S. Bernardo, S. Pedro Crisólogo, S. Pedro Canisio, etc.), tanto por la extensión de sus obras escritas como por la solidez de la doctrina y la elocuencia con que la propone. Cada uno de los Doctores de la Iglesia tiene una nota distintiva y predominante: en uno resplandece la santidad, en otro la doctrina, en un tercero la especulación fría de las verdades; en San Antonio la nota predominante es la predicación evangélica, la teología kerigmática. «San Antonio de Padua era y es Doctor de la Iglesia, pero Doctor Evangélico, esto es, un doctor cuya doctrina guarda siempre estrecha relación con la Sagrada Escritura, un doctor con un auditorio preferentemente humilde, cuyo título sólo es la fe en Cristo, un doctor que catequiza, esto es, que hace resonar con su palabra el oído y por lo mismo la mente y el corazón de los fieles. Es además Doctor Evangélico porque tiende a formar a sus oyentes en la vida práctica, en las costumbres...» (B. Costa). En confirmación de todo cuanto vamos diciendo y como final de este apartado queremos reproducir el siguiente párrafo del P. Balic: «La nota distintiva de Antonio no es la síntesis, ni la crítica, ni la sistematización, ni la especulación; no son ni los Comentarios, ni las Sumas, sino la predicación, el apostolado... Antonio es, sí, un teólogo de su tiempo, pero, ante todo, un apóstol, un maestro, un doctor, y en el concepto y definición de Doctor no se incluye necesariamente la noción de organización sistemática y científica, porque son doctores aquellos que constituyen el magisterio doctrinal y son auxiliares del magisterio auténtico, vale decir, aquellos que por escrito, de palabra y con otras manifestaciones, refieren, profesan, explican y defienden la doctrina enseñada por Cristo y conservada en las Escrituras y Tradición» (Verdad y Vida, 1946, p. 592). [Luis Arnaldich, o.f.m., San Antonio, Doctor Evangélico. Barcelona, Editorial Seráfica, 1958, pp. 81-111.- Téngase en cuenta que en esta versión informática hemos suprimido el amplio aparato de notas que lleva el original impreso] Carta Apostólica del Papa Pío XII San Antonio de Padua, Doctor de la Iglesia Alégrate, feliz Lusitania; salta de júbilo, Padua dichosa; pues engendrasteis para la tierra y para el cielo a un varón, que bien puede compararse con un astro rutilante, ya que brillando, no sólo por la santidad de su vida y gloriosa fama de sus milagros, sino también por el esplendor que por todas partes derrama su celestial doctrina, alumbró, y aún sigue alumbrando, al mundo entero con una luz fulgentísima. Nacido en Lisboa, ciudad principal de Lusitania, de padres cristianos e ilustres por su alcurnia, muchas e indudables señales dieron a entender, ya casi desde la aurora de su vida, que Dios todopoderoso había sembrado en su corazón abundantes semillas de inocencia y sabiduría. Era todavía un adolescente cuando vistió el hábito humilde de los Canónigos Regulares de San Agustín, entre los cuales durante once años se esforzó, con la mayor diligencia, por enriquecer su alma con las virtudes religiosas y colmar su espíritu con los tesoros de las doctrinas celestiales. Elevado, después, a la dignidad sacerdotal por gracia divina, suspiraba por un modo de vida más perfecto, cuando los cinco compañeros Protomártires Franciscanos tiñeron con su sangre, en las santas misiones de Marruecos, los rosados albores de la Orden Seráfica. Y Antonio, lleno de alegría por el triunfo tan glorioso de la fe cristiana, se inflamó de vivísimos deseos de martirio y se embarcó lleno de gozo rumbo a Marruecos, alcanzando felizmente las lejanas playas africanas. Poco después, afectado de una grave enfermedad, se vio forzado a reembarcar de vuelta a su patria. La fortísima tempestad, que embraveció el mar y sacudió la nave por uno y otro lado con la fuerza del viento y las olas desatadas, lo lanzó finalmente, por voluntad de Dios, a las costas de Italia. Allí era un desconocido para todos y él mismo a nadie conocía, por lo que pensó encaminar sus pasos a la ciudad de Asís, donde entonces se iban a reunir muchos frailes y maestros de su Orden. Llegado allí tuvo la dicha de conocer al Padre san Francisco, cuya dulce presencia le colmó el alma de tanta suavidad, que lo enardeció con el soplo ardentísimo del espíritu seráfico. Al extenderse por todas partes la fama de la sabiduría celestial de Antonio y conocedor de ella el Seráfico Patriarca, quiso encomendarle el cargo de enseñar a los frailes, con aquellas palabras suavísimas que le escribió: «Fray Francisco a Fray Antonio, mi obispo: salud. Me agrada que enseñes sagrada teología a los frailes, con tal que, en su estudio, no apagues el espíritu de oración y devoción, como se contiene en la Regla». Y Antonio cumplió fielmente el oficio de su magisterio, siendo constituido como el primer Lector de la Orden. Enseñó en la ciudad de Bolonia, que era entonces sede principal de estudios; después enseñó en Toulouse y, por último, en Montpellier, ambas ciudades famosísimas por sus estudios. Antonio enseñó a los frailes y cosechó frutos abundantes sin menoscabar el espíritu de oración, como el Seráfico Patriarca le había encomendado, antes bien el Santo de Padua instruyó a sus alumnos no sólo con el magisterio de la palabra sino también con el ejemplo de su vida santísima, cultivando y defendiendo el cándido lirio de la pureza. Dios le manifestó con frecuencia cuánto era estimado por el Cordero inmaculado, Jesucristo. Muchas veces, estando Antonio en su celda silenciosa dedicado a la oración, levantados dulcemente los ojos y el corazón al cielo, de repente se le aparecía el mismo Jesús, como niño pequeño, envuelto en una luz de radiantes fulgores, y echándose al cuello del joven franciscano le abrazaba y colmaba de tiernas caricias infantiles al Santo que, extasiado y convertido de hombre en ángel, «se apacentaba entre lirios» (Cant 2,16) en compañía de los ángeles y del Cordero. Los autores contemporáneos del Santo ponderan unánimemente, y con ellos los más recientes, la luz abundante que san Antonio difundió por todas partes, tanto por la actividad docente cuanto por la predicación de la palabra de Dios, y alaban su sabiduría con grandes elogios y ensalzan la virtud de su elocuencia. Quienquiera que lea con atención sus «Sermones» hallará un Antonio exégeta peritísimo en las Sagradas Escrituras y un teólogo eximio al analizar las verdades dogmáticas, un doctor y maestro insigne en el modo de tratar las doctrinas ascéticas y místicas. Todas estas cosas pueden servir de no pequeño auxilio, sobre todo a los predicadores del Evangelio, si las consideran como tesoro del arte divino de la elocuencia, pues forman una especie de reserva abundantísima de la que especialmente los oradores sagrados pueden extraer, sin agotarla, argumentos vigorosos para defender la verdad, impugnar los errores, refutar las herejías y hacer retornar al camino recto los corazones de los hombres extraviados. Mas como Antonio se sirvió con frecuencia de los textos y sentencias tomadas del Evangelio, con toda justicia y derecho merece ser llamado «Doctor Evangélico». Efectivamente, de sus escritos no pocos Doctores y Teólogos, Predicadores de la palabra de Dios bebieron, como de una fuente perenne de agua viva, y ampliamente beben aún hoy, precisamente porque consideran a san Antonio un maestro y le tienen por Doctor de la Santa Madre Iglesia. Los mismos Romanos Pontífices son los primeros que se han adelantado a pronunciar tal juicio y con su propio ejemplo. En efecto, Sixto IV, en su Carta Apostólica Immensa, el 12 de marzo de 1472, escribe: «El bienaventurado Antonio de Padua como estrella en lo alto del firmamento difundió el fulgor de su luz esplendidísima, pues él es quien ilustró, adornó y consolidó nuestra fe ortodoxa y la Iglesia católica con las extensísimas prerrogativas de sus méritos y virtudes, con su profunda sabiduría y doctrina de las cosas divinas y su predicación fervorosísima». Igualmente Sixto V, en su Carta Apostólica, sellada con su sello de plomo el 14 de enero de 1586, escribió: «El Bienaventurado Antonio de Lisboa fue un varón de eximia santidad..., e imbuido, además, de la sabiduría divina». Y nuestro inmediato Predecesor, el Papa Pío XI, de feliz memoria, en su Epístola Apostólica Antoniana sollemnia, publicada el 1 de marzo de 1931 con ocasión del séptimo centenario de la muerte dichosa del bienaventurado Antonio, dirigida al Excmo. P. Elías dalla Costa, Obispo entonces de Padua y en la actualidad Cardenal Arzobispo de Florencia, celebraba la sabiduría divina de la que tan abundantemente estuvo adornado este gran apóstol franciscano y con la cual se dedicó a restaurar la santidad e integridad del Evangelio. De dicha Epístola de nuestro Predecesor reproducimos estas valiosísimas palabras: «El taumaturgo de Padua llenó de luz con su sabiduría cristiana e impregnó con el suave perfume de sus virtudes la turbulenta sociedad de su tiempo, completamente infectada por sus costumbres envilecidas... Sobre todo en Italia se hizo famoso el vigor de sus tareas apostólicas, pues aquí llevó adelante tan abrumadoras fatigas. Pero también en muchas provincias de Francia, porque Antonio sin hacer distinción alguna de nación o linaje abarcaba a todos con su dedicación activa, a sus paisanos portugueses, africanos, italianos, franceses, a cuantos percibía estaban necesitados de la verdad católica. En cuanto a los herejes, Albigenses, Cátaros y Patarenos, que pululaban casi por todas partes e intentaban entonces apagar la luz de la verdadera fe en los corazones de los fieles creyentes, con tanto esfuerzo y éxito los combatió que mereció ser llamado «martillo de los herejes». No podemos omitir aquí, por la magnitud de su peso y su importancia, el grandioso elogio que tributó al Santo de Padua el Papa Gregorio IX después de oír predicar a Antonio y comprobar su admirable comportamiento vital, llamándole «Arca del Testamento» y «Archivo de las Sagradas Escrituras». Es igualmente digno de ser recordado que en el mismo día 30 de mayo de 1232, en el que el taumaturgo paduano fue inscrito en el catálogo de los Santos, casi once meses después de su dichosa muerte, al final del solemne rito pontifical de su Canonización, el mismo Papa Gregorio entonó con su propia voz la antífona propia de los Doctores de la Iglesia: «¡O Doctor optime, Ecclesiae Sanctae lumen, beate Antoni, divinae legis amator, deprecare pro nobis Filium Dei!» («¡Oh doctor admirable, luz de la Iglesia santa, bienaventurado Antonio, fiel cumplidor de la ley divina, ruega por nosotros al Hijo de Dios!»). De ahí resultó que desde los primeros tiempos se comenzara a tributar el culto propio de la liturgia de los Santos Doctores de la Iglesia al bienaventurado Antonio, incluyendo, en su honor, la misa de los Doctores en el Misal «según la costumbre de la Curia Romana». Esta Misa, aun después de la corrección del Calendario ordenada por el Papa Pío V en 1570, nunca ha cesado de celebrarse hasta nuestros días en el seno de las distintas Familias Franciscanas y entre ambos cleros de las Diócesis de Padua, de Portugal y de Brasil. Como consecuencia de todo lo que llevamos enumerado, poco después de haber proclamado los honores de Antonio entre los santos del cielo, comenzaron a pintar y esculpir imágenes y a proponerlas a la veneración de la piedad de los fieles cristianos en las que aparece figurado el gran Apóstol Franciscano con un libro abierto en una de las manos, o cerca, símbolo de su sabiduría y doctrina, y en la otra una llama, símbolo del ardor de su fe. Nada tiene, por tanto, de extraño que muchos, y no sólo de la Orden Seráfica, que ya en sus Capítulos generales muchas veces manifestó sus deseos, sino también muchas personas ilustres de toda clase y condición no hayan dudado en manifestar estos vivos anhelos, de que fuera confirmado y extendido a la Iglesia universal, el culto de Doctor tributado secularmente al Santo Taumaturgo de Padua. Tales deseos, intensificados en grado sumo con motivo del séptimo centenario de la muerte y canonización del bienaventurado Antonio, la Orden de los Frailes Menores los reiteró con peticiones y súplicas ardientes, primero a nuestro Predecesor, de feliz memoria, Pío XI, y después a Nosotros mismos, para que tuviéramos a bien colocar oficialmente a Antonio en el número de los Santos Doctores de la Iglesia. Como, además, tales deseos habían sido avalados y aumentados por las peticiones y súplicas de los Padres Cardenales de la Santa Iglesia Romana y de muchísimos Arzobispos, Obispos y Prelados de las Órdenes y Congregaciones Religiosas y de otras muchas ilustres personas, tanto del clero como del pueblo fiel y de las Universidades, Institutos y Asociaciones, Nos juzgamos oportuno encargar a la Sagrada Congregación Romana de Ritos el examen de un asunto de tanta importancia, para conocer su voto. Esta Sagrada Congregación, obedeciendo nuestro mandato con la diligencia que le caracteriza, eligió un grupo de personas adecuadas para examinar cuidadosamente el caso. Una vez solicitados de la Comisión, obtenidos por separado, y a continuación dados a conocer por la imprenta, sus votos y pareceres, sólo faltaba interrogar a los miembros que presiden la Sagrada Congregación si juzgaban que podía procederse a la declaración de San Antonio de Padua como Doctor de la Iglesia Universal, una vez cumplidos los tres requisitos que desde el Papa Benedicto XIV, Predecesor nuestro de feliz memoria, suelen exigirse: insigne santidad de vida, doctrina celestial eminente, y la declaración del Sumo Pontífice. En la sesión Ordinaria celebrada en el Vaticano el día 12 de junio de 1945, los Eminentísimos Señores Cardenales, encargados de la Sagrada Congregación de Ritos, dieron su consentimiento una vez hecha la debida relación de la causa por nuestro amado hijo Rafael Carlos, Cardenal Presbítero de la Santa Romana Iglesia, Secretario de la Sagrada Congregación Consistorial y relator de esta causa, oído también el parecer de nuestro amado hijo Salvador Natucci, Promotor general de la Fe. Estando así las cosas, Nos, secundando gustosamente los anhelos y peticiones de la Orden Franciscana y de los demás solicitantes antes citados, a tenor de las presentes Letras, con nuestro conocimiento cierto y madura deliberación y la plena potestad apostólica, constituimos y declaramos a San Antonio de Padua, Confesor, Doctor de la Iglesia Universal, sin que haya obstáculo ninguno en las Constituciones y Ordenaciones Apostólicas y otros restantes documentos que pudieran aducirse en su contra. Estas disposiciones establecemos y promulgamos, decretando que las presentes Letras permanezcan siempre firmes, válidas y eficaces, que alcancen y surtan sus efectos plenos y enteros y así han de ser juzgadas y definidas legítimamente; y que desde ahora resulte invalidado y nulo todo lo que de alguna manera pudiera atentar, a sabiendas o por ignorancia, de parte de quienquiera o de cualquier autoridad, contra tales disposiciones. Dada en Roma, en San Pedro, bajo el anillo del Pescador, el día 16 de Enero, fiesta de los Protomártires Franciscanos, del año 1946, séptimo de nuestro Pontificado. El Papa Pío XII. |
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