DIRECTORIO FRANCISCANO
San Antonio de Padua

S. ANTONIO DE PADUA, DOCTOR EVANGÉLICO,
Y LOS DEMÁS DOCTORES
DE LA ESCOLÁSTICA FRANCISCANA
[*]

por Carlos Balic, O. F. M.

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Algunos biógrafos antonianos, al citar la opinión de Pablo Sabatier, según la cual la predicación de San Francisco, desprovista del soberbio bagaje del dogma y de la escolástica, se diferencia enormemente de la predicación de San Antonio, se dirigen maravillados esta pregunta: ¿Qué tiene que ver San Antonio con la escolástica? Tal maravilla se refleja clara y neta en la postura que adoptan los estudiosos de asuntos medievales y teológicos en nuestro siglo. El benemérito cardenal Ehrle, en un estudio sobre la escolástica franciscana del siglo XIII, señala una cincuentena de autores, pero entre ellos no figura San Antonio, nombre que se busca inútilmente en la Historia de la teología católica, del ilustre profesor de Mónaco de Baviera, Mons. Martín Grabmann, así como en la historia de la teología del agustino Cayré, y ni más ni menos en los varios manuales de teología, sin excluir el del P. Partenio Minges, que generalmente se inspira en la escolástica franciscana.

Frente a esta ignorancia u omisión, dígase como se quiera, del nombre de Antonio en la historia de la escolástica y de la teología en general, se levanta otra tendencia diametralmente opuesta: según la misma, el Santo de Padua fue no sólo profundo teólogo positivo, gran exégeta, sino también teólogo especulativo, precursor de la escuela franciscana; el eslabón que unió la cadena de la vieja tradición agustiniana a la de la escuela franciscana, etc. Para ofrecer un solo exponente de tal tendencia, he aquí cómo presenta al Santo el P. Agustín Gemelli: «Tiene pensamiento teológico decidido y a veces precursor... Toma del Evangelio y de los Padres la devoción al Sagrado Corazón, y la trasmite a San Buenaventura; la devoción al Nombre de Jesús bajo el sol radiante, y la trasmite a San Bernardino de Siena; la devoción a la Sangre de Cristo, y la trasmite a San Jaime de la Marca; la devoción a Cristo, Rey de la creación y de la redención, y la trasmite a Escoto» (El Franciscanismo, Barcelona 1940, p. 68).

Tememos, pues, un «Non» explícito, que tiende a desconocer la ciencia del Santo, y un «Sic» decidido, que hoy encuentra vigoroso apoyo y sostén en el breve pontificio Exulta Lusitania felix.

El tenor del breve pontificio, en el que se habla de San Antonio como de un «insigne doctor y maestro», impone a los teólogos y medievalistas el examen objetivo de la cuestión del lugar que ocupa el Santo Taumaturgo entre los doctores de la Iglesia en general, entre los teólogos y doctores escolásticos en particular y sobre todo entre los doctores de la escolástica franciscana. Y precisamente para contribuir al estudio de la cuestión se organizaron las semanas científicas antonianas en Roma (28 de abril al 5 de mayo del año 1946) y en Padua (12-19 de mayo del mismo año).

El más conocido, desde siete siglos, de los hijos del Pobrecillo de Asís, el Santo más poderoso delante de los hombres y del Señor, no necesita nuestras apologías, exageradas reconstrucciones e ingeniosas presentaciones. Séame lícito proponer dos cuestiones a las cuales procuraré dar adecuada respuesta:

I. Qué es la escolástica en general y si San Antonio puede ser considerado como doctor escolástico.

II. Cuáles son las notas características de la escolástica franciscana respecto de la escolástica en general y cuál el lugar que compete al Santo de Padua en la misma.

I

Los escritores escolásticos nos han dejado innumerables definiciones, pero, sin embargo, no nos han ofrecido una que considere la escolástica ab intrínseco. Según ellos, «scholasticus» era el profesor o bien cualquiera que poseyese la ciencia enseñada a la sazón en las escuelas. Bien que esta definición etimológica satisfaga poco a los modernos para los cuales precisamente la palabra «escolástica» evoca una especial doctrina distinta de todas las demás, antes que las determinaciones cronológicas y locales que caracterizan tal doctrina, sin embargo, precisa no caer en prejuicios identificando la escolástica ya con la verdad objetiva, ya con la doctrina de un solo hombre, proclamando la tesis propia de un solo doctor como patrimonio común («le patrimoine commun» -«Gemeingut»-) de todos los escritores escolásticos.

La escolástica, que sintetiza en sí y resume toda la ciencia de los árabes, la lógica de Aristóteles, la psicología de Agustín, la mística de Dionisio (Pseudo Areopagita), la ascética de Gregorio, constituye una expresión de las aspiraciones fundamentales de la vida individual y colectiva del medievo. Cuanto más nos esforzamos en restringirla a un solo hombre, a un siglo, a una categoría de hombres, tanto más nos damos cuenta de su repugnancia a tal sujeción y de su tendencia a abarcar innumerables escritores que, unidos y concordes con el dogma, muestran gran variedad de posturas en las cuestiones que la Iglesia dejaba a la libre discusión. La escolástica se nos ofrece con la tendencia de abrazar, no sólo el siglo XIII (después del 1231), llamado la aurea aetas scholasticae, edad de oro de la escolástica, sino también los cinco siglos precedentes, que son como la época introductoria y preparatoria de la escolástica y al fin de la cual vivió San Antonio de Padua.

Se comprende, pues, fácilmente, con cuanta cautela sea necesario proceder al querer determinar las características de la ciencia que abarca tantos siglos, no sólo de la patrística sino también de otros campos del saber. Así como al clasificar, para incluirlos o no entre los doctores escolásticos, a los escritores que florecieron a partir del siglo VIII en adelante. Rechazadas, como fallidas, las tentativas de Wilmann, Taine y Pengoine, para los cuales la escolástica no viene a ser más que la unión del idealismo y realismo por medio de la inmanencia del ser en la realidad de lo sensible; y descartada asimismo, por una parte, la definición de la filosofía escolástica propuesta por el eximio Masnovo, según el cual es la respuesta al problema de la vida y, ni más ni menos, por otra parte, la definición del conocido filósofo de Lovaina Mauricio de Wulf, que la considera como un patrimonio común doctrinal escolástico extractado de un bloque de doctrinas típicas, que determina luego dejándose influenciar por la tendencia de identificar un hombre con la escolástica, dejadas aparte, digo, todas estas teorías, creemos que en la actual situación de la ciencia y de las investigaciones no nos resta más que contentarnos con la definición dada por los mismos escolásticos y tratar de encontrar la nota característica de la escolástica en su método en general, entendido en el sentido más amplio, y en las varias significaciones, tendencias y cometidos de esta ciencia.

Al patrimonio heredado de los Padres la escolástica añade de su cosecha la síntesis, la sistematización, la justificación filosófica, y ésta en fuerza de un método lógico y didáctico que tiende a armonizar todo lo cognoscible.

En efecto, bien que los escolásticos hayan heredado de los antiguos apologetas, que escribieron contra toda suerte de herejes (maniqueos, nestorianos, eutiquianos) un capital de verdades apologéticas elaboradas; bien que hayan encontrado la dogmática en los escritos de un Cirilo de Jerusalén, la ascética en los escritos de Gregorio y Crisóstomo, la moral en los del otro Gregorio y todo a la vez en Agustín, según el conocido aforismo: «Diversi diversa Patres sed hic omnia dixit romano eloquio», sin embargo, no encontraron un cuerpo de doctrina, una síntesis, un sistema bien distinto y trabazonado y, desde el punto de vista filosófico, suficientemente ahondado. Y esta tendencia de armonización, este método no sólo lógico, didáctico, sino especialmente de investigación de las verdades de la fe (Fides quaerens intellectum) y de conciliación con las verdades naturales (de ahí las Sumas, Glosas y Comentarios) constituye la nota característica de la escolástica. Y al igual que dos arquitectos, siguiendo planos diversos, llegan a construir con el mismo material, uno la basílica romana y el otro la catedral gótica, así los escolásticos y los santos Padres, con material sustancialmente idéntico, produjeron la teología patrística y la escolástica, distintas entre sí en cuanto la segunda añade a la primera, al decir de Petavio hablando de la fe y la teología, «formam et collegationem».

A más de eso, en el edificio de la ciencia escolástica hay que distinguir bien tres elementos esenciales según el programa escolástico del tiempo: Legere, disputare et praedicare. La lección fue considerada como los cimientos, la disputa como las paredes y la predicación como el techo de la ciencia escolástica: «Lectio autem est quasi fundamentum... disputatio quasi paries est in hoc exercitio et aedificatio... praedicatio vero, cui subserviunt priora, quasi tectum est tegens fideles ab aestu et a turbine vitiorum...» (Petavio). En uno predomina la premura y la construcción de los cimientos, en el otro la de las paredes y en el tercero igualmente la del techo, pero todos a la vez enseñando, disputando, escribiendo, predicando, contribuyen en diverso modo pero eficacísimamente a construir el grandioso edificio de la ciencia escolástica.

Aceptando, pues, la definición del doctor escolástico tal cual nos la formularon los mismos escolásticos, resulta claro que Antonio de Padua puede y debe ser considerado como tal, no ciertamente como de la mitad ni del fin, sino del comienzo del siglo XIII; pero no de la «aurea aetas» (que precisamente se la suele hacer comenzar el mismo año de la muerte del Santo, 1231), sino de la época preparatoria e introductoria a la escolástica.

De hecho, Antonio no sólo enseñaba en las escuelas la ciencia del tiempo y con el método a la sazón en uso, no sólo la poseía en grado bastante elevado, sino que siguiendo el método entonces en boga la comunicaba eficazmente al pueblo cristiano con el apostolado de la palabra viva y la transmitió a la posteridad consignada en sus escritos.

Difícilmente se encontrará entre los escolásticos otro doctor, de quien los contemporáneos hayan exaltado con tanto énfasis la ciencia y predicación como de San Antonio de Padua. En efecto, los escritores del tiempo, ya franciscanos, ya pertenecientes a otras corrientes, consideran a Antonio como al doctor perfecto: le llaman pluma del Espíritu Santo, erudito en toda ciencia, Arca del viejo Testamento y forma del Nuevo, «multa litteratura fundatus», dice Rolando; «Archa Veteris et forma Novi»; le llaman «pater scientiae», «Doctor veritatis», ciencia para confutar las herejías, «malleus haereticorum», martillo de los herejes, para la conversión del pueblo fiel. Alabanzas en verdad eximias que en la segunda mitad del siglo XIII, el célebre teólogo Mateo de Aquasparta, maestro del Sacro Palacio y cardenal después, sintetizó en esta forma: «Fuit autem in doctrina perfectus beatus Antonius quoniam efficaciter praedicabat ubique ut loquens magnis et parvulis veritatis iaculis feriendo. Unde et Gregorius IX in canonizatione sua incepit: "O Doctor optime", et quia lingua sua fuit lingua veritatis, ideo cum totum corpus esset corruptum, lingua non putruit, immo usque hodie incorrupta permanet».

Los contemporáneos narran también que Antonio, después de haber predicado, se retiró a la soledad donde preparaba sus escritos: «Scribere parabat utilia toti populo christiano, scripsitque». Los primitivos biógrafos no nos dicen qué escribió Antonio, sólo hacen mención de sus Sermones, los que un dominico califica de «bonos» y un franciscano de «subtilissimos».

En pocas palabras, cuando Gregorio IX, apenas transcurrido un año de la muerte del Santo, concedió en su honor la misa de los doctores In medio, cuando usó públicamente para él la antífona O Doctor, no despertó maravilla alguna, porque Antonio era saludado, honrado y venerado por todos como un ideal, óptimo maestro y doctor.

Mas hoy, a la distancia de siete siglos, cuando otro Pontífice, cabeza de aquella Iglesia que en la fe, por virtud de la asistencia del Espíritu Santo, es idéntica en todas las generaciones y en todos los siglos, une su voz a la de Gregorio IX y de los doctores y fieles del siglo XIII y de las centurias pasadas, quizá no faltarán teólogos y eruditos que quedarán un tanto maravillados, casi sorprendidos y sin entusiasmo. Al tiempo, pues, que la Iglesia, ente social y sobrenatural, iluminada por el Espíritu de la verdad, abarcando de una mirada todos los siglos, confirma el honor concedido a Antonio en el siglo XIII, es útil y oportuno examinar de dónde procede esta divergencia de criterios entre los teólogos del XIII y los de nuestro tiempo.

No hay duda que la fuente, la causa principal de este desacuerdo estriba en el hecho de que los contemporáneos del Santo tenían ante los ojos su magisterio y sus disputas con los herejes y todo el complejo del apostolado antoniano, mientras que a nosotros no nos ha llegado más que una obra intitulada Sermones dominicales et in sollemnitatibus, la cual no nos ofrece ni el texto de las lecciones antonianas, ni sus disputas, ni su predicación, sino un cúmulo de pensamientos antonianos compilados para utilidad de los ministros de la palabra divina. Sin embargo, no puede negarse que aun en esta obra Antonio revela las dotes de un doctor escolástico: en efecto, manifiesta la tendencia común a la armonía cuando escribe este «opus evangeliorum», mostrando el acuerdo que existe entre el Evangelio, la Epístola y el Introito de la Misa y las lecciones del año litúrgico; en la elocuencia usa el método de los oradores escolásticos con exordio, proposición, invocación, demostración, conclusión, exhortación final y peroración; con frecuencia cita no sólo los Santos Padres, doctores, concilios y toda la Sagrada Escritura, sino que conoce también y cita el libro de las Sentencias de Pedro Lombardo, considerado como un compendio bien distinto y coordinado de la teología del tiempo.

Pero esta obra antoniana no puede ser más que obra oratoria, obra preeminentemente homilética, exhortativa y por lo mismo moralista. Más que discutir los problemas teológicos y criticar las opiniones de otros, Antonio nos explica esquemáticamente la doctrina conocida y divulgada al principio del siglo XIII.

Ahora bien, aunque en el tiempo anterior al Santo la noción de teología y de teólogo fuera un tanto indecisa, sin embargo, es bien conocido que desde que Abelardo la definió como el sistema científico de la religión, ha quedado definida como ciencia de Dios y de las creaturas en relación con Dios bajo la luz de la revelación; y teólogo generalmente se considera al que elabora esta ciencia y la dispone sistemáticamente, orgánicamente en un cuadro lógico, indagando la verdad a fondo y trabando polémica, cuando se ofrece, en el campo de las opiniones. Así, pues, por el hecho de que esta nota teológica científica en los Sermones de San Antonio es sólo ocasional, incidental y no predominante; porque la exposición no se lleva a cabo con método didáctico, ya que no está destinada a la escuela; porque no se maneja la filosofía en grado eminente para ahondar en las verdades reveladas, no faltan hoy algunos eruditos, los cuales, aun declarando a Antonio eximio predicador, no lo consideran como teólogo escolástico en el sentido técnico de la palabra.

Ciertamente situándonos en el simple punto de vista de los sermones y de la oratoria escolástica en general, no sólo no podría merecer Antonio el nombre de teólogo en el sentido estrictamente preciso y definido de la palabra, sino que lo mismo podría decirse de Santo Tomás, San Buenaventura y San Bernardo y de cualquier otro orador escolástico.

A más de esto, en los teólogos escolásticos no sólo debemos distinguir los teólogos clásicos (Tomás, Escoto, Buenaventura, etc., etc.) de la «aetas aurea», sino también varias clases según el mismo programa escolástico del tiempo: la nota distintiva de Antonio no es la síntesis, ni la crítica, ni la sistematización, ni la especulación; no son ni los Comentarios, ni las Sumas, sino la predicación, el apostolado... Antonio es, sí, un teólogo de su tiempo, pero ante todo, un apóstol, un maestro, un doctor, y en el concepto y definición de Doctor no se incluye necesariamente la noción de organización sistemática y científica, porque son doctores aquellos que constituyen el magisterio doctrinal y son auxiliares del magisterio auténtico, vale decir, aquellos que por escrito, de palabra y con otras manifestaciones, refieren, profesan, explican y defienden la doctrina enseñada por Cristo y conservada en las Escrituras y la Tradición (Scheeben). Uno puede ser doctor, hasta doctor de la Iglesia, eximio y grande doctor escolástico sin ser teólogo en el sentido técnico y estricto que se atribuye hoy a la palabra.

Precisa además considerar que la actitud escéptica de algunos teólogos y medievalistas respecto de San Antonio como doctor y teólogo escolástico proviene de los mencionados prejuicios acerca de la noción de escolástica. Muchos están casi habituados a identificar la escolástica con Tomás, Alberto, Escoto, Buenaventura; y todos los autores en quienes no se encuentren las notas y características que estamos acostumbrados a encontrar en las arquitectónicas Sumas, y en los sutilísimos Comentarios de estos maestros y teólogos clásicos los miran con cierta sonrisa casi de desdén. Y hasta se ha intentado documentar tal postura de escepticismo sobre el Santo de Padua, recurriendo al testimonio de autores contemporáneos, tales como Tomás Gallo y San Buenaventura, quienes afirman que Antonio fue «minus eruditus in saecularibus litteris», y que «litteras nescivit», etc. Tales teólogos y teóricos, excesivamente especulativos para poder considerar las cosas en su perspectiva histórica, olvidan a su vez que, si en el tercer decenio del siglo XIII, Antonio hubiese utilizado a Aristóteles, como hicieron a poco los doctores de la «aetas aurea», si hubiese mezclado al Evangelio aquella dosis de filosofía aristotélica y pagana que según algunos se requiere para constituir en grado eminente el doctor y el teólogo escolástico, en tal caso podríamos saludar hoy a Antonio como doctor, pero ciertamente no hubiera recibido del Sucesor de San Pedro el año 1232 la suma alabanza y los calificativos altamente honoríficos propios de los Doctores de la Iglesia.

Bastará recordar que en 1228, precisamente cuando Antonio se dedicaba a la composición de sus obras, en una carta elegantísima, llena de textos bíblicos interpretados en sentido místico y figurado, Gregorio IX se muestra gravemente preocupado por el peligro que está por correr la pureza y sublimidad de la ciencia teológica a causa del uso desmesurado e imprudente, que comenzaba a hacerse entonces, de las nuevas ciencias filosóficas y naturales, las cuales no quiere él ver utilizadas por los teólogos sino en modo y medida absolutamente subsidiaria, precisamente como hacía Antonio. «Sine fermento mundanae scientiae -escribe el Sucesor de San Pedro- doceatis teologicam veritatem... non adulterantes verbum Dei philosophorum figmentis». Bastará recordar también que en 1231, año de la muerte de Antonio, Gregorio renueva la prohibición de los «libri naturales» decretada por el Concilio Provincial de París en 1210 y por el Cardenal Legado Courçon en 1215, prohibiendo la lectura hasta que no estuvieran purgados. A estas normas directivas de la Santa Sede debían conformarse todos: y así lo hicieron ejemplarmente en primer lugar los dos Ordines studentes, dominico y franciscano. Los dominicos tenían ordenado en las Constituciones de 1228: «In libris gentilibus et philosophorum non studeant... saeculares scientias non addiscant...», excepto aquellos que estaban, y en cuanto lo estaban, dispensados.

Antonio de Padua es, pues, un teólogo, un maestro, un doctor escolástico, pero de la escolástica del comienzo del siglo XIII, cuando apenas comenzaban a conocerse las versiones de los principales escritos de Aristóteles, cuando la Iglesia estaba preocupada por el temor de que los teólogos, infundiendo excesiva agua (filosofía) en el vino (Evangelio), cambiasen el vino en agua, cuando las órdenes mendicantes no poseían todavía ninguna cátedra en las universidades medievales. Antonio es un teólogo, y un doctor, pero con fisonomía muy particular, teólogo de la teología oratoria. El Taumaturgo de Padua (hay que tenerlo presente) no pertenece a los teólogos y doctores clásicos de la escolástica, porque vivió antes de comenzarse, y precisamente esto explica, por lo menos en parte, que Antonio, superado por sus sucesores, palideció y quedó olvidado.

II

Así pues Antonio es un doctor escolástico, también un escolástico franciscano, no tanto porque perteneció a la Orden minoritica, sino sobre todo porque su actividad científica presenta las notas específicas que caracterizan la Escolástica Franciscana.

En efecto, ésta, preparada e introducida en la primera mitad del siglo XIII, fundada hacia mediados de dicho siglo y definitivamente elaborada y construida hacia el final, no es más que una parte integrante de la escolástica en general. Los doctores franciscanos están de acuerdo con los otros en admitir la distinción entre filosofía y teología y en reconocer que la revelación es a la vez luz y límite irrebasable para la razón y la especulación. Han luchado con los otros contra los enemigos comunes, particularmente contra los averroístas; han enseñado el pluralismo, el espiritualismo, la libertad e inmortalidad del alma, la objetividad del conocimiento humano, etc., etc. Pero, a más de estas doctrinas fundamentales comunes, los franciscanos propugnan no pocas tesis particulares. Y en primer lugar vienen a la mente algunas tesis que comúnmente se atribuyen al gran doctor de la Iglesia San Agustín. De éstas, algunas son genéricas de método, como la filosofía unida, la preferencia de Platón sobre Aristóteles, la afirmación de que la sabiduría no consiste tanto en la ciencia de lo verdadero cuanto de lo bueno; la dependencia del «scire» al «bene vivere». Otras tesis se refieren a la psicología, teodicea, metafísica, gnoseología, como, por ejemplo, la teoría de la iluminación, la identificación del alma con sus facultades, el voluntarismo, la pluralidad de formas, la imposibilidad de la creación ab aeterno, la actualidad positiva de la materia prima. Y cuando hacia la segunda mitad del trescientos, bajo el influjo de Aristóteles, entonces definitivamente introducido en el mundo latino, comenzaba a manifestarse la tendencia a abandonar estas tesis tenidas como tradicionales y agustinianas, los franciscanos proclamaron abiertamente: «Magis credimus Agustino quam Philosopho», «Creemos más a Agustín que al Filósofo».

Mas la escolástica franciscana se distingue no sólo por el hecho de haber luchado para mantener las tesis atribuidas al gran Doctor de Hipona, sino sobre todo por haber transformado la tradicional doctrina agustiniana según el ideal de Francisco de Asís, y por haber ahondado y perfeccionado el contenido de la antigua doctrina teológica, llegando en esta forma a formular tesis de capital importancia, como, por ejemplo, el primado absoluto de Cristo y la Inmaculada Concepción de María, doctrinas famosas que dan una nota muy particular a la escolástica franciscana. Es bien verdadero -escribe el conocido medievalista E. Gilson- que en el seno de una doctrina auténticamente franciscana se esconde el ideal franciscano, como el corazón en el centro del cuerpo que anima. Ideal que el Doctor Seráfico San Buenaventura expresa con las siguientes palabras «Sanctus Pater Franciscus... triplici desiderio flagravit: ut totus posset esse imitator Christi in omni perfectione virtutum; item ut posset adhaerere Deo per assiduae contemplationis sive orationis gustum; item, ut multas posset lucrari Deo et salvare animas»; ideal que ya Tomás de Celano había formulado así: «La suprema aspiración de Francisco, su más vivo deseo y su más elevado propósito, era observar en todo y siempre el santo Evangelio y seguir la doctrina de nuestro Señor Jesucristo y sus pasos con suma atención, con todo cuidado, con todo el anhelo de su mente, con todo el fervor de su corazón» (1 Cel 84).

Todo el movimiento franciscano del siglo XIII es esencialmente evangélico: Francisco quiere vivir «según el Evangelio», «según la forma del Santo Evangelio», «según la perfección del Evangelio» (1 R Pról. 2; 1 R 1,1; 2 R 1,1; 2 R 12,4; Test 14). Por eso los franciscanos de la Primera Orden se llaman «varones evangélicos» (TC 51), y los de la Tercera Orden «hermanos de la penitencia», porque Cristo y los Apóstoles llamaron al Evangelio reino de la penitencia (TC 60; cf. Mt 4,17; Lc 5,32; Hch 2,38). Los franciscanos pueden ser grandes hombres de ciencia, pueden escribir grandiosas Sumas y Comentarios, pero todo esto no puede ser considerado como obra netamente franciscana si en el centro no se halla el ideal esencial del franciscano: el Evangelio, la restauración del Evangelio, Cristo centro del Evangelio, y el deseo de Francisco expresado por S. Buenaventura: «Ganar muchas almas para Dios», y por Inocencio III: «Id con el Señor, hermanos, y, según Él se digne inspiraros, predicad a todos la penitencia» (1 Cel 33).

Así considerada la escolástica franciscana no resulta difícil reconocer que Antonio, aunque no enseñara ninguna de las tesis teológicas y filosóficas que la distinguen del tomismo peripatético, puede y debe ser enumerado entre los típicos doctores franciscanos. De hecho, Antonio es uno de los más insignes, que no sólo con el ejemplo, sino también con la palabra, con la doctrina y con los escritos, ha mostrado a los demás el camino más expedito para realizar el ideal de Francisco: «Multas lucrari animas; Poenitentiam praedicate», ganar muchas almas, predicad la penitencia.

Y ante todo, el propio Antonio revistió la predicación simple y popular de Francisco con el ornato de la ciencia oratoria; luego, como primer Lector de la Orden, ha fundado las cátedras teológicas en las cuales se preparó y elaboró la escolástica franciscana; y finalmente, como primer escritor de la Orden ha probado que no basta con predicar, y enseñar, sino que precisa también escribir para llevar a la práctica el gran ideal soñado por el Padre San Francisco.

Queriendo demostrar que existe un abismo entre la predicación de Francisco y la de Antonio, Pablo Sabatier tomó como términos relativos de parangón la de Jesús y la de San Pablo: «Se ve cuán simple y qué moral era esa primera predicación franciscana. La maleza del dogma y de la escolástica está totalmente ausente. Para comprender la novedad y lo confortante que todo eso fue para las almas hay que estudiar a los discípulos que vinieron después. Con San Antonio de Padua..., que fue el más ilustre, la caída es inmensa; la distancia entre estos dos hombres es tan grande como la que separa a Jesús de San Pablo» (Francisco de Asís, Barcelona 1982, p. 125). Pero así como no existe el pretendido abismo entre Pablo y Jesús, así tampoco entre Antonio y Francisco. Si Francisco es el manantial, Antonio es el río que mana del mismo, de esa fuente del apostolado evangélico franciscano. Vida interior de piedad, inocencia, humildad y pobreza; celo por la salvación de las almas; caridad tan vasta como la miseria y la alegría humanas; amor a la Pasión, a la Cruz de Jesús, amor a María Santísima, amor a la paz, a la tranquilidad, a la libertad; respeto al individuo y amor a todas las criaturas: todo esto que lo encontramos en Francisco lo hallamos asimismo en Antonio.

Antonio afirma con Francisco que los predicadores franciscanos deben considerarse heraldos del Gran Rey, enviados a la reforma de la vida cristiana; opina que la predicación franciscana debe ser moral, penitencial; que para comunicar el Evangelio, Cristo, a las almas, precisa primero llevarlo en sí mismo; que la vida interior, vida de unión con Dios, es condición indispensable y preliminar para el apostolado. Francisco dice: «Tantum valet scientia quantum operatur», «Tanto sabe el hombre cuanto obra; y tanto sabe orar un religioso, cuanto practica» (LP 105), y Antonio escribe: «La predicación del Evangelio es una pluma: como la pluma traza sobre el pergamino las letras, así la predicación debe escribir en el corazón de quien escucha la fe y buenas costumbres» (Dom II post Pascha). Francisco amaba en tal forma la Pasión de Jesús, que siempre llevaba a «Jesús en el corazón, Jesús en los labios, Jesús en los oídos, Jesús en los ojos, Jesús en las manos, Jesús presente siempre en todos sus miembros» (1 Cel 115); y Antonio escribe: que el predicador, como el peregrino, debe apoyarse sobre el bastón, que es la santa Cruz, la memoria constante de la pasión de Jesús (Dom. I post Pent.). Francisco, según leemos en el Espejo de Perfección, en toda creatura veía un reflejo de la bondad de Dios, por quien amaba las criaturas con singular y afectuoso cariño (EP 113), y de lo creado se remontaba al Creador, y del Creador descendía a lo creado. Ahora bien, este mismo amor y el mismo procedimiento hallamos también en San Antonio.

Todo, pues, es idéntico; sólo que Antonio a la predicación popular franciscana da el ropaje de la ciencia, une lo que enseñaba el arte forense del tiempo. Francisco es hombre evangélico, Antonio Doctor evangélico; Francisco predicador, Antonio el maestro de la predicación franciscana.

En efecto, la predicación antoniana está bien organizada con tema, prólogo, consonante, división del Evangelio en cláusulas y desarrollo relativo. Encontramos argumentación lógica, analítica, adornada con citaciones escriturísticas y patrísticas y con alusiones a las ciencias profanas; encontramos parangones y otras figuras retóricas, en una palabra, cuanto facilita la comunicación del pensamiento y la dilucidación del sentido.

Pero Antonio, uno de los predicadores verdaderamente doctos de la Orden Franciscana, no se contentó con sólo echar mano de la mencionada predicación del Evangelio. Quiso enseñar tal método a los otros, en primer lugar desde las cátedras fundadas por él y luego con sus escritos. Pero antes de comenzar a escribir y enseñar pidió permiso, y lo obtuvo, al santo fundador, quien con su genial intuición vio en Antonio un ejemplo del modo como un franciscano puede ser docto y al mismo tiempo fiel a su ideal: siendo un santo, otro Cristo.

De hecho, la Orden Franciscana llevaba ya un decenio de vida sin una cátedra teológica, sin enseñanza de la ciencia divina, cuando he aquí que Francisco, en carta dirigida a Antonio, en la que le llama «obispo», es decir, doctor suyo y de sus frailes, declara que estaría contento si Antonio tomase el cargo de enseñar a los religiosos la sagrada teología (CtaAnt). Antonio pone manos a la obra, y es el primer Lector, «Primus enim in ordine doctoris scholastici exercuit officium» (Leg. Benignitas), de una gloriosa e ininterrumpida cadena de lectores y profesores franciscanos, los cuales públicamente enseñaban no sólo a los frailes, sino también a otros. En la biografía anónima se lee de Antonio: «Doctrinam scholasticam inductus patribus et aliis publice impendendam». La Orden Franciscana asume al lado de la Dominicana el puesto honorífico de Orden «studens»; y ambas órdenes estudiantes, como atestiguan Tomás de Aquino, Buenaventura, Rogerio Bacón, resolvieron así el problema escolar, que tanto había preocupado a la Iglesia Católica, y del que hablan el tercero y el cuarto Concilio Lateranense.

En las Constituciones Generales de los dominicos del año 1228 se lee que en cada convento junto al prior debe haber un lector. Tal ordenación falta en la legislación franciscana de la primera mitad del trescientos. Pero por lo que refiere, por ejemplo, Salimbene sobre la Provincia de Bolonia y Eccleston sobre la de Inglaterra, resulta claramente que de hecho también en la Orden Franciscana muchísimos conventos tenían un lector: un estudio teológico.

Y así la fuente de la enseñanza de Antonio se transformó bien presto en río, diseminando, por todas las partes del mundo, lectores, es decir, profesores franciscanos, los cuales formaban, educaban a los misioneros, predicadores, apóstoles. En tal modo, aunque el decreto del Concilio Lateranense de 1215 De magistris scholasticis no hiciera referencia directa a los dominicos y franciscanos, en realidad ambas Órdenes, teniendo en cada convento de los principales centros un lector, realizaron plenamente los deseos de aquel decreto. Así que Santo Tomás, el gran Doctor Angélico, podía escribir poco después: «Cum etiam propter litteratorum inopiam nec adhuc per saeculares potuerit observari statutum lateranensis Concilii, ut in singulis ecclesiis metropolitanis essent aliqui, qui theologiam docerent, quod tamen per religiosos, Dei gratia, cernimus multo latius impletum quam etiam fuerit statutum». Y Rogerio Bacón en 1271 escribía: «Hay doctores por todas partes, particularmente en teología; los hay en toda ciudad, castillo y lugar. Esto sucede desde cuarenta años acá, y se debe en su mayor parte a las dos órdenes estudiantes».

Pero Antonio no fue sólo el primero de estos profesores de sagrada teología, que ayudaran eficazmente a la Iglesia en la primera mitad del siglo XIII a resolver el grave problema del clero, a formar a los párrocos, predicadores y misioneros, sino que fue el primero también de aquellos escritores que formaron y elaboraron sermonarios y varios escritos teológicos en los que se encierra el pensamiento de la escolástica franciscana. En el intervalo que corre entre 1209 y 1231, y que constituye los dos primeros decenios de la existencia de la Orden, la literatura teológica franciscana es bastante pobre. Al lado de los opúsculos del Seráfico Patriarca, tenemos la Vida primera de San Francisco compuesta por Tomás de Celano, algunas máximas de Fr. Gil, algunos escritos de Fr. León y la carta de Fr. Elías sobre la muerte del Santo Fundador. Y, que sepamos, es todo.

Ahora bien, si los Sermones de San Antonio que indudablemente se deben a él, y que en la edición de Locatelli en 4.º ocupan casi mil páginas (cuantitativamente, pues, no son inferiores a los escritos de San Bernardo ni de San Pedro Crisólogo); si, digo, estos escritos los confrontamos con la literatura franciscana del tiempo, podemos verdaderamente afirmar que Antonio es el primer gran escritor de la Orden. Si después los parangonamos con los otros innumerables escritos del siglo XIII, podemos fácilmente constatar que en toda esta literatura teológica franciscana se halla en diversos modos y con diversos métodos reafirmado, probado e ilustrado científicamente el mismo ideal, el ideal franciscano que Antonio, primero de todos, ha corroborado y consolidado firmemente. Francisco de Asís al morir en 1226 no dejó a sus hijos ninguna suma teológica, ni un comentario sobre Pedro Lombardo o Aristóteles, ni sermones escritos según el método escolástico.

Y he aquí que el mismo año 1226, en el que moría Francisco, Antonio de Padua delineaba su obra, los llamados Sermones dominicales et in sollemnitatibus, en forma por completo original, encuadrada en el año litúrgico; pocos años después Alejandro de Halés escribía la primera Suma teológica, concebida no ya con método oratorio, sino verdaderamente lógico y científico; Tomás de York componía la primera Suma filosófica y Bartolomeo Ánglico la primera enciclopedia del medievo. Siguieron los Comentarios e Itinerarios de S. Buenaventura y los escritos de innumerables autores más. Pero todas estas obras las vemos inspiradas en aquel mismo ideal franciscano al que Antonio de Padua había tratado de dar una vestidura doctrinal teológica; ideal por el que el Santo de Padua fundaba cátedras, las primeras cátedras teológicas, y componía los primeros escritos teológicos de la Orden. Encontramos los ascetas que aman a Cristo, los apóstoles que inflaman a las almas, los místicos que aman a Dios, los misioneros y predicadores que quieren reformar las costumbres y la ciencia según el Santo Evangelio de Jesucristo. Todos estos grandes teólogos, que cubrieron el edificio científico con el techo de la predicación (algunos murieron en el púlpito predicando el Evangelio), todos subordinaron la ciencia al ideal franciscano: observar el Evangelio, llevar almas a Cristo, centro del Evangelio. Buenaventura, el primer fundador de la escolástica franciscana y segundo fundador de la Orden, reduce todas las ciencias a la teología, y considera el ideal franciscano, ya ilustrado por Antonio como la misión esencial y principal de todas las ciencias: «Ut in omnibus aedificetur fides, honorificetur Deus, componantur mores, hauriantur consolationes» (De reductione artium ad theologiam).

Poco después el Doctor admirable, Rogerio Bacón, en sus varios escritos «Opus maius», «Opus minus», «Opus tertium», «Compendium philosophiae», demuestra conocer las ciencias naturales: matemáticas, prospectiva, óptica, geografía, astronomía, alquimia, filología. Bacón fabrica los instrumentos ópticos y los perfecciona: todo este trabajo se dirige a la misma finalidad por la que Antonio escribía sus Sermones: para ayudar a los misioneros, predicadores, a los que se dedican a convertir a los herejes y conducir los hombres al santo Evangelio. Para la misma finalidad Raimundo Lulio escribió cerca de 120 obras en las cuales filosofía, teología, apologética y mística se dan la mano y armonizan con la poética y la pedagogía. Realiza todo esto para convertir a los mahometanos y destruir el averroísmo, para llevar a cabo el ideal de Francisco «ganar muchas almas», enseñado para ello eficazmente por un discípulo de Francisco, llamado por antonomasia el Santo. En una antigua imagen de Lulio se le representa con la aureola de la santidad y tomando la cruz. Y de su boca salen estas palabras: «O Bonitas». Raimundo lleva pintado en la bandera un hombre muerto, porque Jesús murió en la cruz por nosotros y sus discípulos deben seguir su ejemplo. Y éste es precisamente el estandarte de Francisco, que en su cuerpo traía las llagas de Jesús: «... y llevar a cuestas a diario la santa cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Adm 5,8); este fue el estandarte de Antonio, quien dice que el misionero, el predicador, el heraldo del Gran Rey, ha de apoyarse siempre en su bastón, y este bastón que ha de dar al predicador fuerzas, consuelo, éxito, no puede ser otro que la Cruz de Cristo.

Entre Antonio de Padua y la escolástica franciscana existe una íntima relación; el mismo espíritu que da la nota característica a la obra de Antonio distingue también las obras del Doctor Seráfico, del Irrefragable, del Doctor Sutil. La finalidad última que se propuso Antonio en la composición de su obra es esencialmente la misma que anima a los demás escritores. Y así como Antonio para realizar su cometido se sirvió de la ciencia de su tiempo, la época preparatoria e introductoria a la escolástica, así los demás siguen el método en boga en el tiempo en que viven.

El Santo Padre Pío XII, en el venerado breve Exulta Lusitania felix, tiene una expresión particularmente significativa, al decir que Antonio podría ser llamado Doctor Evangélico. En realidad, si se considera toda la innovación franciscana basada sobre el puro y genuino retorno al Evangelio y a la vida evangélica, si se consideran los Sermones de San Antonio que en el uso extraordinario de la Sagrada Escritura están pletóricos, rebosantes por todas partes del espíritu, palabras y hechos del Evangelio, no se halla calificativo que mejor distinga a S. Antonio y caracterice sus relaciones con la escolástica franciscana que el que le ha sido autoritativamente concedido de Doctor Evangélico. El Doctor Evangélico (llamado ya por Gregorio IX Arca del Testamento y Armario de la Sagrada Escritura), con su Opus Evangeliorum (Dom. IV post Epiph.), inició la literatura teológica de la escuela franciscana, que el Doctor Seráfico fundó después con los magistrales comentarios sobre las Sentencias y perfeccionó luego el Doctor Sutil.

Entre S. Antonio de Padua y los otros doctores de la escolástica franciscana existe una relación, relación, diría, de causa a efecto, en cuanto que Antonio ejerció un influjo no indiferente, por cuanto se mostró el prototipo, el dechado de aquel apostolado perfecto en el que concurren celo, doctrina y santidad. Y precisamente por eso, la pintura contemporánea lo representa con un libro y una llama. Y la escolástica franciscana se ha desarrollado, en la labor especulativa, caldeada por esa llama, que es la de San Francisco, admirablemente interpretada por Antonio.

En estos últimos años se ha afirmado varias veces que Antonio no fue citado nunca por los grandes doctores. Que no ejerció influjo alguno sobre la posteridad, etc. Pero estos mismos críticos que se maravillan de eso, conocen bien, por otra parte, que todos los biógrafos y panegiristas del siglo XIII ciñen la frente del santo con una aureola particular: la de la predicación. Saben que Antonio fue reconocido como el predicador ideal. Ahora bien, los escritos del Santo, su magisterio, lecciones, disputas, todo esto a la vez está comprendido bajo un solo concepto: predicación, es decir, doctrina perfecta. En efecto, quien habla del techo de un edificio implícitamente menciona las tejas y arquitrabes.

A más de los trece códices de los Sermones antonianos conservados en las bibliotecas de Italia, Austria, Alemania y Francia, las once ediciones de los Sermones, desde el año 1520 en adelante, en forma que vienen a ser dos ediciones por siglo, atestiguan claramente que los escritos del Santo fueron divulgados, usados, utilizados. Y este testimonio adquiere todavía más valor cuando se recuerda que algunas obras de Santo Tomás de Aquino y de Duns Escoto, no han sido conservadas más que en dos o al máximo cuatro códices, que la célebre obra de S. Buenaventura Collationes in Hexaemeron se nos ha transmitido sólo en diez códices, y que centenares y centenares de obras de tantos ilustres maestros, teólogos y filósofos del medievo quedaron sin ninguna transcripción, o si ésta se llevó a cabo, no ha dejado la más insignificante huella.

Antonio de Padua, muerto en 1231, declarado santo un año después con el culto de los doctores de la Iglesia, no podía dejar de ejercer un cierto influjo en sus hermanos de religión, que todos los años celebran el 13 de junio la misa In medio Ecclesiae en su honor, que leían en sus biografías que fue eximio en toda ciencia, que fue un verdadero doctor escolástico, que escribió preciosos sermones. No podía dejar de ejercer influjo sobre aquellos que por la fiesta litúrgica y por las biografías del Santo veían claro cómo un fraile menor puede ser ideal hijo de San Francisco y a la vez docto hombre de ciencia. Y más todavía, que leían en el pensamiento de Antonio que para realizar el ideal franciscano, para restablecer la observancia del Evangelio, es necesaria la ciencia.

Pero quizá no satisfaga a todos mi modo de enjuiciar las cosas. En efecto, al paso que el influjo ejercido por Antonio sobre la escuela franciscana, la relación de causa a efecto a la que he aludido, está limitado, a mi ver, al desarrollo general de los estudios en la Orden, a la organización del ideal de la predicación franciscana, para otros, como hemos visto, se extiende al contenido, a las tesis particulares, al total de la doctrina escolástica franciscana.

Si los doctos teólogos, exégetas, medievalistas, historiadores que nos hablan de la doctrina antoniana pueden probar que Antonio representa verdaderamente el eslabón que une la antigua tradición de la doctrina agustiniana y la escolástica, no sólo en el sentido de que Antonio fue el primer profesor, el primer escritor de la Orden, el primer organizador científico del ideal franciscano, sino también porque ha formulado las teorías, las tesis características franciscanas, nos alegraremos de este resultado. Pero hasta en el caso contrario, Antonio de Padua no pierde su primado, su significativa posición.

En todo caso sería más conforme a la gloria del misma Santo, por serlo más con la verdad por la que vivió y escribió, no intentar sacar a toda costa de sus escritos respuesta a los problemas, cuyas formas no podía conocer.

Y ya que he aludido a la mariología antoniana, séame lícito decir dos palabras sobre problema tan discutido, es decir, sobre la postura de Antonio acerca de la Concepción Inmaculada.

Aunque estamos ciertos de que Antonio no se planteó la cuestión de si María fue a no preservada del pecado original, en el mismo primer instante de su Concepción; aunque sabemos que al principio del siglo XIII ningún teólogo del continente enseñó este gran privilegio; no obstante que sea resabido que Pedro Lombardo y Bernardo, de quienes Antonio de Padua toma las citas, niegan explícitamente la prerrogativa mariana y su pensamiento ejercía un influjo predominante, y, finalmente, aunque no se encuentre antes del final del siglo XV ningún autor que cite a Antonio obre la Inmaculada; no obstante todo esto, digo, existe una corriente, que cada día se acentúa, según la cual Antonio de Padua no sólo no negó la Inmaculada Concepción (tesis que puede defenderse) sino que, aun antes que el problema fuera propuesto y ventilado en la «aurea aetas» de la Escolástica, alcanzó ya claramente y enseñó el privilegio mariano, y que el mismo Escoto heredó de él esta doctrina.

Mas el modo con que se intenta probar este aserto se revela contrario a todo buen método científico. Se comienza con el texto que se halla en el sermón In dominicam tertiam Quadragessimae: «Excepta sancta Virgine María, de qua propter honorem Domini nullam prorsus, cum de peccatis agitur, haberi volo quaestionem...», «Cuando se trata de pecados, exceptuada la Santísima Virgen, de la cual, para honra del Señor, no quiero absolutamente se haga cuestión alguna...», texto que el Santo cita tomándolo de Pedro Lombardo. Ahora bien, es claro que este argumento no prueba nada, porque muchos doctores escolásticos que explícitamente negaban el privilegio mariano usan el mismo texto. Es verdad que Duns Escoto se sirve de las mismas palabras de S. Agustín como base de su razonamiento, pero sin afirmar con todo que el texto agustiniano implique necesariamente tal doctrina. Más todavía, el Doctor Sutil afirma que las palabras de S. Agustín se pueden explicar en el sentido de la exención de la Madre de Dios de los pecados actuales y del mismo pecado original. Duns Escoto no pretende en este caso ser un comentador histórico; no le interesa tanto lo que el gran Doctor de la Iglesia haya podido pensar sobre la Inmaculada cuanto ver si el principio establecido por él, objetivamente considerado e ilustrado, implique la idea de la preservación de María, no sólo del pecado actual sino también del original.

Para poder, pues, afirmar que Antonio de Padua antes de Escoto ha visto, razonando sobre el texto agustiniano, el gran privilegio mariano, no basta simplemente constatar que aplica el texto donde no se habla ni de María ni de sus privilegios; no basta probar que las palabras agustinianas implican lógicamente la conclusión de que María fue exenta no sólo del pecado actual sino también del original, sino que precisa probar que el Doctor Evangélico haya visto en estas palabras lo que no alcanzaron a ver ni Agustín, ni Pedro Lombardo, ni Bernardo antes que él, ni después de él Alejandro de Halés, ni Buenaventura, ni Tomás de Aquino, ni tantos otros grandes doctores escolásticos. Ahora bien, para probar eso no basta ciertamente reunir los textos de Antonio incidentalmente esparcidos donde se habla de la Purificación o Anunciación de María o donde se explica el texto evangélico del año litúrgico. En tales textos se dice que María fue «immunis a peccatis», que fue «candida innocentia», «quae nullius concupiscentiae ferro unquam fuit incisa», y también que el Padre celestial vistió a Jesús de la blanca túnica «id est, carne ab omni labe peccati munda, a Virgine Immaculata assumpta», etc. Es necesario ante todo distinguir netamente de si estos textos, considerados objetivamente en sí mismos, según nuestro modo de ver, según nuestra terminología, contienen la preservación de María del pecado original; de la cuestión de si Antonio de Padua, alabando la pureza de María, ensalzando la inocencia de la carne que era la de Cristo, ha extendido esta pureza, esta inocencia al primer instante de la infusión del alma en el cuerpo, o bien la ha limitado a la santificación en el útero, como hicieron Alejandro, Bernardo, Buenaventura, los cuales pudieron también afirmar que María fue inmune del pecado, que fue purísima, que dio a Cristo la carne inmaculada e inocente, bien que enseñaron que estuvo sujeta a la culpa original.

No sería ahora oportuno intentar la solución de este problema. Mi cometido se cifra sencillamente en llamar la atención sobre un peligro que amenaza: el de deformar el pensamiento del Santo, presentar al Taumaturgo de Padua bajo una luz falsa, colocarlo entre los autores clásicos, entre los que vivieron al final de la época clásica de la escolástica, olvidando que el Santo vivió antes de tal época; el peligro de contarlo entre los doctores primarios de la escolástica franciscana, mientras de hecho ocupa el puesto de iniciador, el primer lugar, cronológicamente, pero no doctrinalmente: primero en la teología oratoria, pero secundario en la Escolástica franciscana, en el sentido técnico de la palabra.

Leemos, es verdad, con cierta sonrisa las afirmaciones antonianas sobre etimologías, sobre medicina y en general sobre las ciencias profanas de la época. Pero quién sabe qué sonrisa desdeñosa provocarán a su vez de parte de la ciencia de mañana nuestras subjetivas interpretaciones del pensamiento antoniano como también del pensamiento tomista y escotista. El medievo fue capaz de asimilar por diez siglos las ideas políticas, científicas y artísticas de la antigüedad y de dar cuerpo a un nuevo edificio científico. En el siglo moderno observamos la incapacidad de una tal asimilación: los teólogos y filósofos cristianos declararon querer ser comentadores del pensamiento medieval, y en realidad, con frecuencia, no son ni comentadores históricos ni comentadores teológicos o filosóficos.

Acercándome al final de estas breves y simples observaciones sobre el Doctor Evangélico y sobre los otros Doctorees de la Escolástica en general y de la franciscana en particular, evoco espontáneamente a la memoria los pensamientos que de modo improviso cruzaron mi mente en el solemne momento en que el Cardenal Salotti, ínclito protector de los Menores, al consignar a la Orden, en un acto solemne, el decreto original Exulta Lusitania felix, dijo que, entre tantos actos de la Congregación de Ritos firmados por S. S. Pío XII, éste le parecía de los más significativos.

Sí, el acto con que el Papa Pío XII confirma la voz salida de la boca de Gregorio IX es dinámico, acto con el que no sólo demuestra que entre las diversas disputas y controversias de los teólogos y de las escuelas, la Iglesia es madre común de todas las escuelas católicas, de todas las Ordenes religiosas y sabe remunerar ya a uno ya a otro; acto que prueba no sólo que la Iglesia es siempre idéntica a sí misma, sino también que esta Iglesia, ilustrada y asistida por el Espíritu Santo, produce de su seno nova et vetera, se levanta como aurora sobre el horizonte y en las diversas circunstancias, en los diversos tiempos, da a los fieles, a los teólogos, saludables advertencias, gloriosos ejemplos a seguir. Hasta el año 1567, después del acto de Bonifacio VIII, se veneraban como Doctores de la Iglesia latina a Agustín, Jerónimo, Ambrosio y Gregorio Magno y de la Iglesia griega asimismo otros cuatro, pero ningún doctor había sido declarado tal por la Iglesia. Así los editores de las obras de Santo Tomás en 1660 podían poner por título: «Sancti Tomae Aquinatis... quinto doctoris Ecclesiae opera omnia». Mas poco después se añadió otro príncipe de la escolástica: Buenaventura. Luego, mientras en todo el siglo XVII no hubo ninguna declaración de doctor, en el siglo XVIII a los diez doctores vinieron a unirse cuatro más, y en el siglo XIX otros nueve y en estos últimos años han sido declarados no menos de siete doctores nuevos. Entre este número de 29 doctores honrados hasta ahora por la Iglesia se cuentan dos benedictinos de la rama principal, dos dominicos, dos franciscanos y dos jesuitas.

Ciertamente, la Iglesia de Dios no es tan pobre que cuente sólo veintinueve doctores, ni aquellas Ordenes religiosas, que en el siglo XIII construyeron la Escolástica y después la desarrollaron espléndidamente, no son tan escasas que entre sus numerosos y gloriosos hijos sólo dos merezcan ser honrados con el título de doctor de la Iglesia. Por ello hemos recogido con la más íntima satisfacción del alma la noticia de que la insigne Orden de Predicadores activa la causa de Pedro de Tarantasia, contemporáneo de Santo Tomás; los Capuchinos, la de S. Lorenzo de Brindis, y que los Franciscanos tienen intención, con el apoyo de las tres ramas, de activar la causa de S. Bernardino y de Escoto.

No se sabe cuál será el éxito de estas y otras causas. Pero ciertamente la Iglesia, madre común, procediendo con el método seguido hasta ahora en adjudicar el título de doctor, no lo hará apoyándose en criterios unilaterales y juicios de teólogos particulares. Sabe la Iglesia que al igual que los diversos senderos de las localidades de la provincia conducen a la ciudad, así las diferentes escuelas católicas, con diversos caminos y métodos, convergen y conducen a la misma y única verdad católica. Conoce que así como las diversas líneas y rayos que parten de los varios puntos de la periferia del círculo se dirigen y encuentran después todas en el centro, así las escuelas católicas se unen todas en la única y sola verdad. Sabe que todos los doctores no son iguales: en uno resplandece la santidad insigne, en otro brilla la doctrina, en uno resplandece la especulación, en otro la predicación, éste es excelente en la dogmática, aquél en la mística, etc. Pero la Esposa de Cristo sabe perfectamente que precisamente esta hermosa variedad da aquel especial tono al magnífico coro de doctores que cantan el himno al Verbo Encarnado, a la Virgen Santísima, a Dios que es amor por esencia, según la definición escriturística: Deus caritas est.

En el coro maravilloso y variado de los doctores de la Iglesia brillan con luz característica entre tantos santos y doctos franciscanos el discípulo y el sucesor de Francisco de Asís, el doctor seráfico y el doctor evangélico. En el siglo XVI, Sixto V declaró a San Buenaventura doctor de la Iglesia para restaurar la Escolástica en el sentido técnico de la palabra, la filosofía cristiana, la unión entre la especulación y la mística. Hoy, cuatro siglos después, Pío XII, que va consagrando los cuidados más asiduos al ministerio de la palabra divina, declarando doctor de la Iglesia al Santo de Padua, insigne apóstol y célebre predicador, da un ejemplo vivo particularmente a los predicadores, a los misioneros, señalándoles el modo cómo deben organizar su predicación si quieren que sea eficaz; invita a los propagadores de la así llamada teología kerigmática a no separar la teología del corazón de la mente sino a unirlas y fundirlas, como hizo Antonio; y de modo particular invita a los hijos del Pobrecillo de Asís a gloriarse del padre de su escuela, siguiendo el aviso del Apóstol: «Aunque hayáis tenido diez mil pedagogos en Cristo, no habéis tenido muchos padres» (1 Cor 4,14), incitándoles al propio tiempo a dar a su ciencia un carácter cada vez más práctico, evangélico; a renovar aquel movimiento felizmente iniciado por los Apóstoles, por medio del cual, Antonio junto con Francisco, reformó las costumbres de la época, llamando y reconduciendo a la sociedad extraviada por tantos males y tantas herejías a la pura y práctica observancia de las normas salvadoras del Evangelio de Cristo.

[*] En esta versión informatizada, suprimimos el amplio y erudito aparato de notas que lleva el texto original impreso. En cuanto a los escritos de San Antonio, ahora podemos recomendar la edición bilingüe de sus Sermones dominicales y festivos, en dos gruesos volúmenes, publicados en 1995 y 1996 por la Editorial Espigas, Instituto Teológico de Murcia. Ha cuidado la edición Victorio Terradillos Ortega. La traducción es de Teodoro H. Martín-Lunas. La Introducción, que supera el centenar de páginas, es de Rafael Sanz Valdivieso].

[Carlos Balic, OFM, San Antonio de Padua, Doctor Evangélico, y los demás Doctores de la Escolástica Franciscana, en Verdad y Vida 4 (1946) 583-613].

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