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S. ANTONIO DE PADUA, por Silvestre Larrañaga, O. F. M. |
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Según la tradición constante de la Orden franciscana, San Antonio es el primer Lector de Teología, o lo que es lo mismo, Lector de Sagrada Escritura, ya que en la Edad Media, sobre todo hasta mediados del siglo XIII, no había más que una ciencia teológica: la ciencia de la Sagrada Escritura. Nos agradaría, pues, conocer qué estima hacía nuestro Santo de la Sagrada Escritura; qué estudios había hecho y qué conocimientos poseía sobre los libros santos; cuáles eran sus principios hermenéuticos y criterios de interpretación; cuál era su caudal de ciencias auxiliares de la exégesis; cuáles son, en suma, sus dotes y méritos como escriturista. Grandes son los elogios que han tributado a su doctrina, y en especial a su saber escriturístico, los autores, así antiguos como modernos, según lo afirmaba el papa Pío XII en su Carta Apostólica Exsulta, Lusitania felix [2] del 16 de enero de 1946, con estas palabras: «Los autores contemporáneos del Santo ponderan unánimemente, y con ellos los más recientes, la luz abundante que San Antonio difundió por todas partes, tanto por la actividad docente cuanto por la predicación de la palabra de Dios, y alaban su sabiduría con grandes elogios y ensalzan la virtud de su elocuencia». Y refiriéndose en particular a su ciencia escrturística, añade la misma carta: «Quienquiera que lea con atención los "Sermones" hallará un Antonio exégeta peritísimo en las Sagradas Escrituras y un teólogo eximio al analizar las verdades dogmáticas, un doctor y maestro insigne en el modo de tratar las doctrinas ascéticas y místicas». Quien desee ver confirmadas tales afirmaciones, lea los juicios emitidos por algunos historiadores o editores de las obras del Santo, como Wadding, F. Rafael Maffeo, De la Haye, Antonio María Locatelli o el P. Victorino Facchinetti, y sobre todo lea atentamente y sin prejuicios los «Sermones» auténticos del Santo Doctor, y logrará su intento.[3] Los que no hayan tenido paciencia de examinarlos detenidamente o los juzguen con un espíritu exegético moderno, prescindiendo del ambiente y finalidad con que fueron compuestos, estimen acaso hiperbólicas estas alabanzas, y se pregunten, tal vez, cuándo y cómo pudo adquirir el Santo esa pericia extraordinaria y esa profunda sabiduría de los santos libros, a no ser por una ciencia infusa, puesto que, luego de ordenado de sacerdote, se consagró al apostolado de la predicación y apenas tuvo desde entonces un momento de reposo para dedicarse a los libros. Además vivió en una época en que faltaban al exégeta los conocimientos más elementales de las ciencias auxiliares de la interpretación, como el de las lenguas originales, la historia y la arqueología; y todo el estudio de la Sagrada Escritura se reducía a aprender de memoria algunos textos, hacer sutiles combinaciones de palabras y buscar en todos los hechos y dichos alegorías y simbolismos morales, con soberano desprecio del sentido literal. Quisiéramos responder en este artículo a estos reparos. Para ello daremos primero una mirada al ambiente intelectual de la época en que vivió el Santo, para ver lo que pudo estudiar; después, recogiendo los testimonios de los biógrafos antiguos más autorizados, podremos formarnos una idea más aproximada de la ciencia sagrada que de hecho adquirió, y finalmente, con el examen de sus escritos, trataremos de confirmar e ilustrar algo más esta misma idea, en especial en lo que se refiere a los conocimientos escriturísticos.
I.- LOS ESTUDIOS DE SAN
ANTONIO Lo común y corriente en la vida de un personaje célebre no se anota en su biografía. A lo más se insinúa y se deja entrever de vez en cuando. Tal sucede también en la vida de San Antonio. Los biógrafos antiguos nos dan muy pocos detalles acerca de la formación intelectual del Santo Doctor, de los cursos y programas escolares que siguió, maestros que tuvo, procedimientos y métodos a que se atuvo, etc. De ahí la dificultad de formarnos un concepto exacto de su formación intelectual. Otro escollo, en que fácilmente podemos caer, consiste en juzgar del valor de un sabio de otra edad según los gustos, criterios y progresos del momento actual. Leído con este espíritu, hasta el mismo Sermón de la Montaña podría parecernos cosa vulgar y no hallar en él nada extraordinario. Para obviar estos inconvenientes es necesario resucitar el medio ambiente en que vivió el personaje de quien se trata. A eso va dirigido principalmente este primer apartado. A) PRIMERA EDUCACIÓN De la primera educación del hijo primogénito de doña María y don Martín antes de abrazar la vida monástica en la Orden agustiniana poco nos dicen sus antiguos biógrafos. Con todo, podemos conjeturar cuál sería su instrucción elemental por la que comúnmente recibían los jóvenes de su condición. En efecto, los hijos de las familias nobles o de posición acomodada, como era la de Fernando, solían educarse en las escuelas abaciales o catedralicias, en las que, según los decretos del Concilio Lateranense IV (1215), debía haber al menos un maestro de gramática que diese la instrucción elemental a los jóvenes, especialmente a los que habían de seguir la carrera eclesiástica o abrazar la vida religiosa. Los alumnos aprendían a leer y a escribir la gramática latina y nociones de retórica y de lógica. El estudiante, al salir de estas escuelas (entre los catorce y los dieciséis años) debía estar preparado para hablar correctamente el latín. En estas condiciones debemos suponer también a Fernando cuando hacia el año 1210, a la edad de quince años, entró en el monasterio de los Canónigos Regulares de San Agustín, de San Vicente de Fora, extramuros de Lisboa. B) ESTUDIOS SUPERIORES Durante los dos años que pasó en San Vicente de Fora, entre las prácticas de piedad, el aprendizaje de la Regla, de los usos y costumbres de la vida monástica y las frecuentes visitas de sus amigos y familiares, poco tiempo pudo quedarle libre para dedicarse a los estudios. Con todo, no dejaría de aprender de memoria el salterio, como era costumbre de los monjes de su tiempo. En cambio, cuando se trasladó a la abadía de Santa Cruz, de Coimbra, residencia habitual del Maestro General de los Canónigos Regulares y centro principal de los estudios de la Orden en Portugal, las cosas cambiaron de todo en todo. Durante los ocho o nueve años (del 1212 al 1220) que allí permaneció, aquella alma privilegiada se consagró con todo su ardor juvenil a los ejercicios de piedad y al estudio de la verdadera sabiduría, disponiéndose así a la misión providencial a que Dios le tenía destinado. Los Canónigos Regulares no vivían en sus monasterios separados de todo contacto con el pueblo, sino que debían ocuparse en el apostolado; y para prepararse dignamente al sagrado ministerio, tomaban muy en serio el estudio de las ciencias sagradas, además de prestarse a la instrucción elemental de la niñez. ¿Cuáles eran las ciencias que se estudiaban y el espíritu que las animaba? Nos lo dirá brevemente nuestro Ministro General, Valentín Schaaf, en su Carta circular del 15 de febrero de 1946 can estas palabras: «Enquiridion máximo y principal para los estudios en sagrada teología lo constituían a la sazón los libros de la Sagrada Escritura, pertenecientes a los dos Testamentos, explicados según los principios del obispo de Hipona, conforme se hallan en sus libros De doctrina christiana. Con todo, en plan de interpretar los libros sagrados más segura y plenamente, aquellos teólogos, discípulos de San Agustín, se aplicaban asimismo al estudio de las obras escritas con sabiduría por otros padres y doctores de la Iglesia. Más todavía: manejaban con diligencia producciones de escritores profanos, tratados filosóficos y narraciones históricas de los acontecimientos, no ocultándose a su escrutadora mirada los fenómenos físicos y las demás realidades que constituyen el campo de las ciencias naturales, dilatadísimo objeto de conocimientos que sometían a investigación y a sutiles disputas, según era costumbre entonces». Hagamos un breve comentario o aclaración de estas palabras. a) Teología y Sagrada Escritura Hoy día, bajo el nombre genérico de "teología" entran disciplinas muy variadas como la apologética, dogmática, moral, ascética y mística, patrística, pastoral, etc. ¿Sucedía otro tanto en la época de San Antonio? ¿Qué ciencias eran consideradas como ramos de la teología? La respuesta no puede ser más sencilla: no había más que una ciencia, la ciencia de la Sagrada Escritura. Teología, en su amplio sentido, y ciencia de la Sagrada Escritura eran expresiones sinónimas. Llegar al conocimiento más perfecto del sentido de los libros santos, con el subsidio de la tradición, era el fin y objetivo de todos los estudios teológicos. De ahí que estudiar, leer, enseñar «in Sacra Pagina» fuera equivalente a estudiar o enseñar teología; lo mismo que maestro «in Sacra Pagina» se empleaba para designar a los doctores o profesores de teología. Y es que en la Sagrada Escritura, se creía entonces, estaban contenidas explícita o virtualmente todas las verdades reveladas y se encerraba toda la sabiduría. Por lo mismo nada que sea saludable a las almas podemos predicar fuera de lo que nos ofrece la Sagrada Escritura, fecundada por el soplo del Espíritu Santo. Si se pueden y deben estudiar otras ciencias, como la filosofía o las ciencias naturales, ha de hacerse con la vista puesta en la Sagrada Escritura, con el fin de entenderla y exponerla mejor. Siendo esto así, se comprende que el único texto de teología no podía ser otro que la Biblia, y así lo fue al menos hasta que los autores de las Sumas tomaron como base de su enseñanza el libro de las Sentencias. De este amor y estima de los libros santos estaban tan penetrados, y aun al expresar sus propios pensamientos afluía a sus plumas tal copia de textos bíblicos, que sus escritos parecen un mosaico entreverado de citas de la Sagrada Escritura, muchas veces interpretada en sentido espiritual, moral o acomodaticio. Con todo, aunque se puede conceder que los medioevales no eran tan exigentes en cuanto a la crítica textual e histórica, ni poseían en general (había no pocas excepciones) grandes conocimientos filológicos, no es cierto que careciesen de principios hermenéuticos y de una teoría de los sentidos, y, menos aún, que despreciasen el sentido literal. b) Los Santos Padres Comprender el sentido de la Sagrada Escritura: he ahí el objetivo a que tendían todos los estudios teológicos y los esfuerzos de los teólogos. Pero a nadie se le ocurría pensar en la Edad Media que se pudiese definir el sentido de los libros santos con solas las luces naturales de la razón, con el examen privado. Era necesaria la moción de la autoridad la Iglesia, y el sentir de la Iglesia se manifiesta principalmente por los Santos Padres. Por eso todos los cultivadores de las ciencias sagradas de la Alta Edad Media se dedicaron con tanto ahínco al estudio de los Santos Padres, de los que no querían apartarse un punto en la interpretación de la Biblia, y cuyas palabras y sentencias citaban al pie de la letra y las acumulaban junto con las del sagrado texto, como si formaran un todo, como lo atestiguan los Glosarios y las Cadenas. Estas compilaciones de textos patrísticos eran una necesidad del tiempo, ya que las obras originales de los Santos Padres formaban muchos y enormes volúmenes y eran accesibles a muy pocos. Entre los Santos Padres ocupaba el primer puesto San Agustín, así en las cuestiones teológicas como en las escriturísticas. c) Las ciencias profanas De lo que llevamos dicho acerca de la importancia que en la Edad Media se daba a la Sagrada Escritura o Teología podemos deducir el puesto que ocuparían en el programa escolástico las ciencias profanas, como la filosofía, las artes liberales, las ciencias naturales y las lenguas. Su pensamiento en este punto lo resume San Buenaventura cuando dice que la filosofía es sierva de la Teología, a cuyo conocimiento se ordenan todos los demás conocimientos; o un discípulo de Abelardo: «No hay que envejecer en las artes; basta saludarlas desde los umbrales, y de ellas pasar rápidamente a la Sacra Página». Esto no quiere decir que los escolásticos dejasen de estudiar las ciencias seculares, y menos que las despreciasen; con esto sólo indicaban el puesto que ellas deben ocupar en la jerarquía de los conocimientos humanos y cristianos y su subordinación a la Sacra doctrina. Comprendían la conveniencia y aun la necesidad de estudiarlas, para mejor entender el sentido de los libros santos. 1.- La Filosofía, como facultad independiente, no se enseñaba en la alta Edad Media. Como ciencia autónoma fue constituyéndose poco a poco desde el siglo IX en adelante, hasta que al fin en el siglo XIII los grandes escolásticos llegaron a su sistematización. Pero aun antes, una de las disciplinas que con la gramática y la retórica formaban el Trivium, era la Lógica, como complemento de la ciencia del lenguaje. Con el tiempo se fueron traduciendo las obras de los filósofos griegos, algunos de los cuales eran conocidos por las obras de los Santos Padres. 2.- Las ciencias naturales, como la física, química, botánica, zoología, medicina, etc., no eran depreciadas por los contemporáneos de San Antonio, sino que se trataba de adquirirlas en la forma rudimentaria que en aquellos tiempos se podía esperar. 3.- Las lenguas originales. Se ha censurado a la exégesis medioeval de falta de base científica a causa de la absoluta ignorancia de las lenguas originarias de los libros santos. No se puede negar que, en comparación de nuestros tiempos, en la Edad Media era muy escaso y raro el conocimiento del hebreo y sobre todo del griego; pero no tan raro como lo suponen los protestantes. Hubo, en efecto, una gran renovación y florecimiento de los estudios filológicos y exegéticos entre los judíos del siglo X al XII. El gran iniciador de este movimiento fue Saadia, verdadero padre de la filología hebraica. Tradujo la mayor parte del Antiguo Testamento al árabe y comentó muchos libros según el principio de que en la Sagrada Escritura no debía buscarse más que el sentido literal conforme a las leyes del lenguaje y contexto lógico. La semilla arrojada por Saadia no quedó estéril e infecunda: trasplantada al Occidente, primero al suelo hispano y después al de Francia, produjo frutos muy abundantes. 4.- La historia. Finalmente digamos algunas palabras sobre el estudio de la historia. Una de las características de la exégesis moderna es el amor a los estudios históricos y casi predilección por la interpretación de los libros históricos. No sucedía así en la Edad Media. Pero «si el conocimiento de la historia dejó mucho que desear en aquellos estudiosos de férreo temperamento, fue defecto de los tiempos, fue la escasez de medios, no fue mala disposición de ánimo ni vicio de principios» (P. Vaccari). Buena muestra de «esta buena disposición de ánimo», de la estima en que se tenía la historia, es la enorme difusión que adquirió en la Edad Media la Historia Scholastica de Pedro Comestor ( 1178), llamada así porque fue como el manual de los estudios bíblicos en las escuelas, y en la que el autor hace un comentario continuado de los libros históricos de la Biblia desde el Génesis hasta el libro de los Hechos, fundiendo la narración de los diversos libros en forma armónica, discutiéndolos e ilustrándolos con noticias tomadas de fuentes profanas, intercalando sincrónicamente sucesos contemporáneos de la historia profana. No era muy copiosa la biblioteca histórica de que disponían los medioevales: además de los historiadores clásicos latinos (Curcio, Salustio, Tito Livio, Tácito, etc.), Flavio Josefo, Eusebio, San Jerónimo, Orosio, Sulpicio Severo y sobre todo la mencionada Historia Scholastica eran sus principales fuentes de información. Tales eran las principales disciplinas que sin esenciales variaciones se explicaban en todos los centros docentes de alguna importancia en la Edad Media. Tales serían, a no dudarlo, también los estudios a que se consagró San Antonio durante los años que permaneció en Santa Cruz de Coimbra, preparándose al sacerdocio y al apostolado. A falta de noticias detalladas de los historiadores antiguos sobre los estudios de San Antonio, nos ha parecido de absoluta necesidad dar esta ojeada al ambiente y programas escolares de su tiempo. II.- TESTIMONIO DE LOS
ANTIGUOS Aunque las primeras leyendas del Santo no nos den todos los detalles que nuestra curiosidad moderna deseara acerca de los maestros que tuvo, de las diversas materias que cursó y de los libros y medios de que disponía para su aprovechamiento en las ciencias, no dejan, con todo, de indicarnos de paso su asiduidad al estudio y sus maravillosos progresos en las ciencias sagradas. Y no podía ser de otra manera, si tenemos en cuenta el medio ambiente en que se encontraba, y las dotes intelectuales y morales de que estaba adornado el joven Fernando. El monasterio de Santa Cruz de Coimbra superaba con mucho al de San Vicente de Lisboa desde el punto de vista intelectual; en cuanto a la parte moral, aunque no parece que todo iba demasiado bien, no faltaban tampoco dechados de perfección a quienes imitar; todavía no se había evaporado el olor de santidad de San Teotonio, que lo había fundado a mediados del siglo XII. El Santo Fundador, sabiendo que en el sacerdote la santidad es inseparable de la ciencia sagrada, había provista al monasterio de una buena biblioteca y había enviado con este fin algunos religiosos a otros monasterios para copiar los escritos de los Santos Padres y otras obras útiles; y las dádivas de los reyes de Portugal, patronos de la abadía, habían permitido que la biblioteca fuese enriqueciéndose de tal modo, que llegó a ser célebre en todo el reino. Era superior del monasterio Dom Juan Cesar, y maestros de teología Dom Raymundo y el Maestro Juan, laureados en París. Imaginémosle al joven Fernando, dotado de aguda inteligencia, de prodigiosa memoria, de corazón puro y ardiente, ávido de saber y de santidad, en medio del silencio de aquel claustro, rodeado de experimentados maestros en las vías de la ciencia y de la perfección, embebido en la lectura de aquellos famosos códices escriturísticos y patrísticos. Ya no le molestan las visitas de sus amigos y familiares como en San Vicente de Fora. Todo invitaba al olvido del mundo, al estudio, a la meditación, a la virtud. ¿Qué progresos no haría, pues, en la ciencia y en la santidad? Extractaremos los preciosos, aunque parcos, datos que nos ofrecen sobre este punto las antiguas leyendas. A) ANTES DE INGRESAR EN LA ORDEN FRANCISCANA La Legenda Prima o Assidua se expresa en esta forma: «Con una aplicación poco común no cesaba un momento de cultivar su ingenio y de ejercitar su espíritu en la meditación; y cuando sus ocupaciones se lo permitían, no dejaba la lectura espiritual ni de día ni de noche. Ya leyendo el texto sagrado, fuente de verdad histórica, trataba de reforzar su fe con el sentido alegórico; ya tomando las palabras de la Escritura en un sentido figurado, buscaba la edificación de sus afectos y costumbres. Ahora escrutando con feliz ansiedad la profundidad de las palabras de Dios, preservaba su inteligencia contra los lazos del error con los testimonios de la Sagrada Escritura; ahora se aplicaba a la indagación y meditación de los dichos de los santos. Lo que había leído, lo confiaba a su tenaz memoria, de suerte que muy prono adquirió tal ciencia de las Letras Sagradas, que todos quedaron maravillados». La Legenda Raimondina abunda en los mismos sentimientos: «El joven religioso, abstrayéndose de las cosas terrenas, se había entregado día y noche a la meditación de las Sagradas Escrituras con aquel ardor y entusiasmo que son propios de las almas elegidas. En efecto, el tiempo que le quedaba libre del servicio divino no lo malgastaba en el ocio, sino en el estudio de las ciencias sagradas. Despreciando los laberintos de la humana sabiduría que hincha y enorgullece, no se contentaba con aprender de memoria el texto sagrado, sino que también quería penetrar los sentidos alegóricos y anagógicos. Encarábase además con las más intrincadas cuestiones, a fin de conocer las reglas para ilustrar la verdad y refutar el error, como estupendamente lo demuestra su doctrina». Continuemos revolviendo las leyendas antiguas, y nos encontraremos con otro dato precioso de un fraile menor que escribía a fines del siglo XIII, Fr. Juan Rigaul: «En este lugar (Monasterio de Santa Cruz) hizo nuestro Santo rápidos progresos en la santidad y perfección religiosas; aquí también, gracias al auxilio de Aquel que no necesita de largo espacio para enseñar su verdad, se armó él de la solidísima doctrina de los Padres, para poder predicar más tarde a los herejes y defender los dogmas de nuestra fe. Y aconteció que aquel Dios, que lo había elegido entre millares y por el cual lo había despreciado todo, le iluminase tan claramente que la memoria podía servirle de códice, y bien pronto se vio lleno del espíritu de la sabiduría». Estos testimonios nos dan alguna idea de las dotes intelectuales y morales de que estaba adornado San Antonio y del objeto predilecto de sus estudios, como también de sus progresos en las ciencias sagradas. a) Cualidades intelectuales y morales 1.- Todos están conformes en afirmar la singular aplicación y asiduidad con que se dedicó San Antonio a los estudios todo el tiempo que le permitían sus deberes religiosos, sin descansar ni de día ni de noche. Uno de los motivos que le pudieron inducir a pedir el permiso de los superiores para trasladarse de San Vicente de Lisboa a Santa Cruz de Coimbra fue, tal vez, la celebridad de que gozaba este monasterio por la organización de sus estudios, por su bien nutrida biblioteca y por sus profesores. Bien sabía que una de las partes esenciales del sacerdote era la ciencia sagrada, y que nadie puede realizar dignamente la misión que se le ha encomendado, si no la posee en grado eminente, como tantas veces repetirá en sus sermones. Por otra parte, no desconocía los escollos de la ociosidad en una edad en que la actividad es una necesidad fisiológica, y, si no se la orienta hacia un elevado ideal, busca su válvula de escape por las más bajas pasiones. Por eso se consagró al estudio de las ciencias sagradas «con aquel entusiasmo y ardor propio de las almas elegidas» (Leg. Raimondina); y como si no le bastasen las horas del día para saciar su sed de saber, también robaba a la noche una buena parte para el mismo fin. 2.- Otras condiciones no menos necesarias que la aplicación para el aprovechamiento nos las insinúan también las leyendas: el espíritu de abstracción de las cosas humanas, la pureza de corazón y el recurso a la oración humilde. Un corazón embebido en negocios y preocupaciones terrenas, un ánimo dominado por la soberbia, por la sensualidad o por cualquiera otra pasión desordenada, no puede ser morada de la verdadera sabiduría. Una inteligencia que se cree suficiente y confía en sus propias fuerzas, nunca escalará las alturas de la sabiduría que mora junto al Altísimo. En cambio, un corazón puro, humilde, desligado de lo terreno, siempre vuelto hacia la luz rutilante que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, en comunicación constante con la fuente indeficiente de la sabiduría, siempre se mueve en una atmósfera de luz, de alegría, de fervor y entusiasmo, y está en las mejores condiciones para hacer los máximos progresos en todas las ciencias. Y tal era San Antonio. 3.- Entre las dotes que más hacen resaltar los historiadores del Santo es una memoria tenacísima, casi prodigiosa: todo cuanto leía se le grababa, de suerte que su memoria era como un códice donde todo quedaba como escrito indeleblemente (Leg. Rigauldina). En aquellos tiempos, en que no abundaban como ahora los libros y los ficheros, la memoria ejercía un papel importantísimo en la educación y adquisición de los conocimientos. De San Buenaventura y de San Agustín se dice lo que después se ha repetido de San Antonio, que, aun cuando hubieran perecido todos los códices de la Sda. Escritura, habrían podido restituirla valiéndose de su memoria. La de S. Antonio era tan extraordinaria, que los que la conocieron, la tuvieron por un don sobrenatural del cielo (Leg. Prima). Este juicio de los contemporáneos viene confirmado por sus escritos. Hay sermón en el que las citas pasan de ciento ochenta, y son muy pocos los que no contengan una cincuentena. Si tenemos en cuenta su casi no interrumpida actividad apostólica, que bien poco espacio y quietud le había de dejar para dedicarse a escribir, y las condiciones del tiempo en que vivió, sin libros impresos de fácil manejo, sin concordancias bíblicas, sin división de la Escritura en versículos, etc., nos inclinamos a creer que sabía de memoria todas los libros santos y podía citar cualquier pasaje cuando y como lo quisiera. 4.- Pero no se vaya a creer que toda la ciencia escrturística de San Antonio se reducía a atiborrar la memoria de textos inconexos y mal entendidos para citarlos con ocasión o sin ella. No; poseía una inteligencia suficientemente penetrante, ágil, comprensiva para entender lo que leía, antes de encomendarlo a la memoria y ordenarlo convenientemente para aducirlo en la ocasión oportuna; y sobre todo meditaba «día y noche» y asimilaba lo leído para después aplicarlo a sí mismo y a los demás. b) Materia de sus estudios 1.- Como podía suponerse de un discípulo de San Agustín y de un teólogo de principios del siglo XII, la Sda. Escritura era para San Antonio la primera fuente, el principal objeto y el último fin de su estudio y meditaciones, conforme al unánime testimonio de las antiguas leyendas que hemos citado y del mismo Santo en el Prólogo de sus Sermones. Y no se contentaba con la corteza de la letra, sino que buscaba ese «corazón de las escrituras» de que habla San Agustín, su sentido recóndito, la concordia del Antiguo y del Nuevo Testamento, los tesoros de ciencia y sabiduría que se encierran en cada una de sus sentencias, palabras y acontecimientos. Y tanto leyó, tanto meditó, tan bien se asimiló su doctrina, que Gregorio IX le pudo llamar Arca del Testamento y Armario de las Escrituras (Wadding). 2.- No se contentó el Santo con el estudio de la Sda. Escritura, sino que además leyó e indagó los escritos de los Santos Padres para una más plena y segura inteligencia de la Sda. Escritura. Un espíritu tan aristócrata y ávido de saber puro no podía contentase con el agua turbia de esos riachuelos de las Glosas, que sólo recogían una parte de la doctrina escriturística que nos legaron los siglos patrísticos, dispensándose de recurrir a los oríginales de los Santos Padres, que no habían de faltar en la biblioteca de Santa Cruz de Coimbra. En un Estudio agustiniano, como el de Coimbra, sería incomprensible que no leyese y estudiase las obras de su padre San Agustín, cuando en todas las escuelas de la Edad Media era el maestro predilecto de todos los estudiosos. Lo que podría suponerse a priori, se comprueba con la lectura de sus escritos. En todos ellos se descubre un lector asiduo y conocedor de la doctrina de los Santos Padres, en especial de San Agustín, cuyo nombre aparece citado expresamente más de cincuenta veces y de cuya doctrina y espíritu están empapadas todas sus páginas. En San Agustín debió de aprender esa admirable concordia del Antiguo y del Nuevo Testamento que trata de establecer en sus Sermones Dominicales. De San Agustín se deriva su predilección por las explicaciones alegóricas y simbólicas y por las aplicaciones morales y conclusiones teológicas, de que están llenos sus escritos. De San Agustín aprendió, sobre todo, la norma suprema para la interpretación de la Sagrada Escritura, el móvil único y el fin último de toda ciencia y de toda actividad apostólica: la caridad, el amor de Dios y del prójimo. San Antonio, tanto al predicar como al poner por escrito sus sermones, no se propuso otro fin, como dice en el Prólogo de sus Sermones: «Así, pues, para gloria de Dios, edificación de las almas y consuelo tanto del lector como del oyente, entendiendo debidamente las Sagradas Escrituras...». Pero no fue San Agustín el único Santo Padre que consultó y estudió Antonio; en los Sermones vienen citados otros muchos. 3.- Las ciencias seculares ocupaban, como arriba dijimos, un lugar muy secundario en el programa escolástico de la Edad Media en general, y lo mismo sucedía, aún con más razón, en las escuelas monásticas. Sobre este particular apenas hay más que alguna alusión vaga en la Legenda Raimondina al afirmar que estudió «las más intrincadas cuestiones para conocer las reglas, para ilustrar la verdad y refutar el error». Entre estas «reglas» tal vez deban incluirse, además de las hermenéuticas para deducir y dilucidar el sentido de las Escrituras, también las normas y preceptos que daban los dialécticos para refutar los sofismas del error y propugnar la verdad. De todos modos la lectura de los sermones del Santo demuestra que poseía un espíritu muy observador de la naturaleza y no carecía de ninguno de aquellos conocimientos de la filosofía y ciencias naturales que en aquella época tenían las personas estudiosas y cultas. El conocimiento de los diversos ramos de las ciencias naturales, como la anatomía, la botánica, la zoología y la medicina, que ostentan sus escritos, no parece que se pueda explicar con la simple observación de la naturaleza, sino que supone la lectura y algún estudio, al menos de alguno de aquellos libros lapidarii, bestiarii y de otras enciclopedias de ciencias naturales que eran de uso corriente en su tiempo. 4.- ¿Estudió San Antonio las lenguas originales de los libros santos, el hebreo, el arameo y el griego? Deslumbrados con el aparato de explicaciones etimológicas de palabras, no sólo latinas, sino también griegas y hebreas, que en cada página de sus escritos aparecen, muchos autores antiguos y algún moderno han sostenido que San Antonio conocía y leía corrientemente el hebreo, el siríaco, el arameo y el árabe. Pero, aunque en muchas ciudades de España, y sobre todo en Toledo, centro principal de los estudios filológicos, florecían ya desde el tiempo del Arzobispo Raimundo (1126-1151) los estudios árabes, hebraicos y griegos, y en Portugal tampoco faltarían quienes se dedicasen a semejantes estudios, no hay ningún documento o testimonio que demuestre, ni es probable, que en el Monasterio de Santa Cruz se enseñasen las lenguas antiguas. La explicación más sencilla y probable del hecho es que tomó tales interpretaciones de San Jerónimo, San Agustín, San Isidoro o de algunos de los repertorios de uso común en la Edad Media. No perdió, pues, Antonio el tiempo transcurrido en Santa Cruz de Coimbra. Con su prodigiosa memoria y con su aguda inteligencia, con una voluntad férrea y asiduidad en el estudio, adquirió tal dominio de la Sagrada Escritura, que del arsenal inagotable de su memoria podía sacar, cuando el caso lo requería, el pasaje, la palabra o el ejemplo más oportuno para refutar un error o para defender un dogma. Los textos paralelos, las imágenes y comparaciones bíblicas brotaban con tal copia de su boca o de su pluma, como si toda la Escritura la tuviese ante la vista. Los simbolismos, las alegorías y los sentidos más recónditos le eran tan familiares, que parecía adornado del doble espíritu de sabiduría e inteligencia, y en ellos encontraba tesoros de doctrina dogmática y aplicaciones morales. Adquirió además un vasto y profundo conocimiento de la Patrología, de suerte que de las sentencias y pensamientos de los Padres están cuajados todos sus sermones. En cuanto a las ciencias profanas, aunque no era un especialista en ellas, podía competir con los más doctos de su tiempo, y servirse de ellas para ilustrar las verdades teológicas y morales que exponía al pueblo. No nos debemos, pues, sorprender de la admiración que su saber teológico y escriturístico causó entre los contemporáneos, ni de las alabanzas que le tributan por ello sus biógrafos, si tenemos en cuenta el largo tiempo que transcurrió sobre los libros y la aplicación que puso en el estudio, las dotes intelectuales y morales de que estaba adornado y el programa escolástico, concentrado todo él en la teología y Sda. Escritura, exonerado de tantas asignaturas secundarias como hoy se estudian y que tanto distraen la atención de lo principal. En nueve largos años, sin contar lo que después pudo leer y aprender, consagrados de lleno al estudio de la Sda. Escritura y de los Santos Padres, con una biblioteca bien nutrida a su disposición, con maestros expertos, ¡qué tesoros de ciencia sagrada no pudo y debió de atesorar de hecho un espíritu como el de San Antonio, iluminado por lo demás por las luces de lo alto! B) DESPUÉS DE INGRESAR EN LA ORDEN FRANCISCANA La carrera teológica de San Antonio, puede decirse, estaba terminada cuando a la edad de veinticinco años salió del monasterio de Santa Cruz de Coimbra para alistarse en la milicia franciscana. Desde que abrazó el nuevo estado de vida, poco tiempo debió quedarle libre para dedicarse de lleno a los libros. Lo único que hizo fue asimilarse bien el espíritu seráfico de pobreza, de humildad, de sencillez, de austeridad y de amor de Dios y del prójimo de la nueva Orden, y adaptar a esta nueva modalidad sus antiguos conocimientos. a) Durante el año que pasó en Monte-Paolo no debió de ver más libros que el salterio, el misal y tal vez alguna Biblia. Su principal ocupación era la oración y la penitencia y las ansias de retiro. No hacía ninguna ostentación de su sabiduría, sino que, como dice Wadding, «aquel hombre lleno de ciencia, vivió como simple entre los simples, y, evitando con humilde corazón toda arrogancia, escondió la luz de la gracia bajo la apariencia de una persona inculta». De tal suerte su humildad supo encubrir el tesoro de sabiduría que poseía, que los frailes le consideraban más apto para fregar los utensilios de cocina, que para explicar los misterios de la Sda. Teología, como añade el mismo Wadding. b) Después que el santo Fundador le dedicó al oficio de lector, tuvo ocasión de ponerse más en contacto y familiaridad con los libros. Pero la biblioteca del convento de Bolonia o de Montpellier no sería, seguramente, tan bien surtida como la de Santa Cruz de Coimbra; y no vamos a suponer que perdiera el tiempo en frecuentes visitas a la biblioteca de la Universidad con el cartapacio bajo el brazo, para consultar un códice raro o confrontar una cita. c) Conviene tocar aquí una cuestión que ha preocupado no poco a los biógrafos del Santo: sus relaciones con el célebre abad de San Andrés de Vercelli, Tomás Gallo. La Chronica XXIV Generalium y la Chronica Fratris Nicolai Glassberger afirman que San Antonio fue el primer franciscano que por orden del Capítulo General y con consentimiento de San Francisco, fue destinado juntamente con Fr. Adam de Marsh al estudio de la teología con el abad Tomás Gallo, y que con él permaneció cinco años recibiendo las lecciones de teología mística del famoso abad. Esta afirmación tal cual suena es evidentemente falsa, como ya lo notó Wadding y se deduce de la cronología de la vida del Santo. Por consiguiente, en lugar de «cinco años» hay que leer «cinco meses», o los «cinco años» en que fue discípulo de Tomás Gallo deben entenderse de visitas en los viajes del Santo entre Francia e Italia. Lo que parece innegable es que Antonio y Tomás se conocieron y estuvieron unidos con vínculos de estrecha y santa amistad, como lo demuestra el elogio que el abad de Vercelli dejó escrito de nuestro Santo y de cuya autenticidad no parece se pueda dudar seriamente. Pero de este elogio no se deduce que Antonio hubiera asistido como escolar a las explicaciones de Tomás Gallo, y menos todavía que San Antonio hubiera enseñado teología dogmática, como afirman algunos autores antiguos, al célebre abad de San Andrés, que había sido ya famoso maestro en la escuela de San Víctor de París. Solamente se pueden suponer relaciones cordiales e intelectuales de estrecha amistad y familiaridad. * * * Con el copioso caudal de ciencia bíblico-teológica y patrística que había atesorado en Santa Cruz de Coimbra, con las meditaciones y luces sobrenaturales de Monte-Paolo, con el baño seráfico que tomó en el estudio de la Regla y comunicación con el espíritu de San Francisco y con las conferencias espirituales que tuvo con el abad de Vercelli, estaba maduro el espíritu de San Antonio para el apostolado y la enseñanza de la ciencia sagrada en la cátedra según la mente de San Francisco. Por eso el Seráfico Fundador, atendiendo a las exigencias del tiempo, la evolución que iba tomando la Orden y la necesidad de un maestro que dirigiera las mentes de sus hijos por el camino de la sabiduría, puso sus ojos en San Antonio para nombrarle Lector de Sagrada Teología. En el espíritu del Seráfico de Asís y de su Orden no se comprende el estudio de la ciencia por la ciencia; con preferencia a la ciencia busca la sabiduría; separar la teoría de la práctica, la acción y el trabajo científico o apostólico de la contemplación o espíritu de oración y devoción, es destruir el espíritu de San Francisco. Por eso, escribe Celano: «Le dolía que se buscara la ciencia con descuido de la virtud, sobre todo si cada uno no permanecía en la vocación a la cual fue llamado desde el principio. Y decía: "Mis hermanos que se dejan llevar de la curiosidad de saber, se encontrarán el día de la retribución con las manos vacías"» (2 Cel 195). Sin embargo, no se vaya a creer por esto que Francisco prohibía a sus seguidores toda clase de estudios: «No decía esto porque le desagradaban los estudios de la Escritura, sino para atajar en todos el afán inútil de aprender y porque quería a todos más buenos por la caridad que pedantes por la curiosidad» (2 Cel 195). Al decir el Celanense que «no le desagradaban los estudios de la Escritura», da a entender que todos los demás estudios le disgustaban; porque no le cabía en la cabeza que sus hijos, despreciadores de las vanidades del mundo y seguidores del Evangelio, pudiesen ocuparse más que en la ciencia de Cristo y Cristo crucificado, la ciencia de la salvación de la propia alma y de la de los prójimos: «Ésta es la que, dejando para los que llevan camino de perderse los rodeos, florituras y juegos de palabras, la ostentación y la petulancia en la interpretación de las leyes, busca no la corteza, sino la médula; no la envoltura, sino el cogollo; no la cantidad, sino la calidad, el bien sumo y estable. (...) Por eso, en las alabanzas a las virtudes que compuso dice así: "¡Salve, reina sabiduría, el Señor te salve con tu hermana la pura santa simplicidad!" (SalVir 1)» (2 Cel 189). Esta sabiduría fue la que trató de adquirir y de hecho adquirió Antonio en la escuela de San Agustín primero y en la de San Francisco después. Tal era la sabiduría que enseñaba en la cátedra y predicaba en el púlpito a doctos e indoctos, a fieles e infieles; ésta es la sabiduría de que están impregnados sus Sermones. III. TESTIMONIO DE LOS ESCRITOS DE SAN ANTONIO De lo que hemos dicho acerca de la orientación de los estudios en la época en que vivió nuestro Santo, del ambiente en que se educó, del espíritu que mamó en San Agustín y en San Francisco y de la misión apostólica a que Dios le tenía destinado, podemos ya deducir cuál sería la idea que se había formado de la Sagrada Escritura y cuál el modo de usar de ella. Veamos ahora lo que sus escritos nos dicen acerca de este punto. La teoría de los sentidos es de mucha trascendencia en la exégesis y exposición de la Sagrada Escritura. Dos grandes exégetas y grandes teólogos, como San Juan Crisóstomo y San Agustín, a pesar de consagrarse ambos con preferencia a un mismo género, al homilético, siguen caminos bien distintos y hacen en sus Homilías o Enarraciones sobre los libros santos muy diferente uso de la Sagrada Escritura. San Agustín, más amante de los sentidos místicos y espirituales, del alegorismo y simbolismo, a imitación de los Alejandrinos, con una teoría más vaga de los sentidos bíblicos, se mueve con más libertad en la exposición del texto sagrado; no se ciñe tanto al sentido literal, o mejor dicho, suponiéndolo, trasciende a otros espirituales y místicos, que trata de descubrir en los más menudos detalles, como los números y las acciones más vulgares de los personajes bíblicos. San Juan Crisóstomo, en cambio, con una teoría de los sentidos mucho más precisa y vecina a la de los modernos, aunque no desprecia -ni mucho menos- las explicaciones morales y prácticas, siempre lo hace asido, por así decirlo, a la letra del texto sagrado, al sentido literal que para él, como para toda la Escuela Antioquena, es lo más esencial y el que ante todo se debe buscar, apoyando después sobre él las aplicaciones morales y las conclusiones teológico-bíblicas. ¿Cuáles eran, pues, los principios hermenéuticos de San Antonio y cómo los puso en práctica? No escribió -al menos no conservamos- ningún tratado teológico ni comentario propiamente dicho de ningún libro sagrado, como lo hicieron los grandes escolásticos; y en sus Sermones no encontramos ninguna página, ni una línea siquiera, dedicada a exponer sus teorías bíblicas. No era su espíritu, por lo visto, demasiado inclinado a estas discusiones escolásticas. De ahí que lo poco que podemos decir sobre el particular lo tenemos que deducir de la práctica, del modo como se sirve de la Sagrada Escritura en sus escritos. Y en la práctica, como dice nuestro Ministro General, los Sermones «saben a un agustinianismo acentuado, ya por el método y estilo de interpretar y exponer la Sagrada Escritura, ya por la extensión universal del simbolismo que se acepta, o ya por la primacía que San Antonio, en pos de San Agustín, concede a la caridad sobre todas las virtudes». Expliquemos un poco estos puntos tomando como guía sus escritos. A) EL SENTIDO LITERAL Conforme a la doctrina de San Agustín, San Gregorio, Hugo de San Víctor y todos los grandes escolásticos, San Antonio admitía sin duda alguna el sentido literal como base de todos los demás. La expresión «ad litteram» se lee muchas veces en sus Sermones, a lo que opone a continuación alguna explicación moral, mística o alegórica. Por la expresión ad litteram parece que entendía el Santo el sentido literal, así el propio como el impropio, en oposición al espiritual o típico, como lo entendían ya los escolásticos del siglo XIII, y no solamente el sonido exterior o corteza de las locuciones figuradas, en oposición al sentido o concepto que bajo esta corteza se encierra, como muchas veces lo hacen los Santos Padres después de Orígenes y San Agustín. Aunque San Antonio posee muy copiosa doctrina moral y teológica extraída del sentido literal y como asimilada y hecha carne de su carne y espíritu de su espíritu, en cuanto a los textos escriturísticos que cita, casi siempre prescinde de su interpretación literal, para quedarse con las explicaciones alegóricas o místicas. Ya en el Prólogo de sus Sermones muestra este desvío del sentido literal y la predilección por los espirituales, cuando interpreta el texto de Gn 2,11-12. En las homilías dominicales, en las que tan fácil y sencillo le hubiera sido partir de la exposición del sentido literal del texto del Evangelio o de las Epístolas para luego deducir las enseñanzas dogmáticas o morales, como hace por ejemplo San Juan Crisóstomo, solamente en la división del texto evangélico sigue bastante de cerca el sentido literal, para después distraerse casi completamente del texto y divagar a su gusto. Léanse, v. gr., las explicaciones que da y las aplicaciones que hace de las palabras de Mt 15,21: Saliendo de allí Jesús se retiró hacia la región de Tiro y de Sidón, en el sermón segundo del Segundo Domingo de Cuaresma: concatenando el texto evangélico con otros varios textos bíblicos habla de la insaciabilidad de las pasiones, de la mundanidad de los monjes y religiosos que debiendo haber salido del todo de este mundo y saltar hacia las alturas de la contemplación, van saltando como langostas de feria en feria, etc. Luego arremete contra los prelados de la Iglesia y finalmente habla de las tentaciones con que el demonio aflige a las almas y de las condiciones de una buena confesión. Y así siempre. De tarde en tarde se encuentra alguna explicación literal, más o menos feliz, y las interpretaciones etimológicas, que tanto abundan en los sermones y que a primera vista parecen acusar un sentido filológico muy desarrollado y amor al sentido literal, están muy lejos de pretender tal cosa; como él mismo nos lo insinúa en el Prólogo, no tienen otra finalidad que la de servir de base o preparar las aplicaciones morales. No seamos, empero, demasiado severos en juzgarle de ligero o de pedante por este casi descuido del sentido literal y por este abuso de las etimologías: más que defectos personales son «frutos de la época; como hoy no sería buen predicador aquel que en sus argumentaciones hiciese caso omiso de todas aquellas conclusiones físicas y naturales que son patrimonio de la ciencia moderna, del mismo modo en aquel tiempo hubiera sido reputado despreciable el predicador que de la etimología de una palabra no hubiera sabido aprovecharse en su argumentación; y tanto más, cuanto que tal modo de argumentar, además de estar conforme con la moda del tiempo, era también antiquísimo, lo mismo que el recurrir a las alegorías, en lo cual hay que dispensarle también» (Salvini). El mismo Santo Doctor parece que sentía los inconvenientes del método en uso en su tiempo al excusarse en el Prólogo con estas palabras: «En nuestro tiempo hay lectores u oyentes tan pedantes que si no hallan y oyen palabras altisonantes, rebuscadas y novedosas les causa enojo leerlo o escucharlo». Hay que tener en cuenta además que los Sermones que poseemos no son reflejo exacto, ni mucho menos, de su predicación oral, dirigida casi siempre en lengua vulgar, seguramente sin tantas citas escriturísticas y explicaciones fantásticas de los nombres, con más sencillez y espontaneidad, fervor y unción. Los sermones escritos no son copia de los pronunciados por él, ni destinados a ser aprendidos de memoria y recitados al pie de la letra, sino apuntes, notas y esquemas, una especie de concordancias bíblicas, una mina de material teológico-bíblico, donde los futuros predicadores pudiesen encontrar algo de la doctrina que él predicaba. Si no se detiene más en la exposición del sentido literal, lo hace así, no por ignorancia o por desdén por él, sino porque, considerándolo más conocido de los predicadores para quienes principalmente escribía, creía realizar obra más provechosa exponiendo los morales o espirituales, siguiendo en esto el ejemplo de San Gregorio Magno. B) LOS SENTIDOS ESPIRITUALES Que San Antonio, según la tradición de los Apóstoles y de los Santos Padres y escritores eclesiásticos, los admitiese sin discusión, no necesita de pruebas, ya que lo atestiguan sus formales palabras y consiguiente práctica. Pero ¿cuáles eran los sentidos espirituales que admitía? En los Sermones se leen con frecuencia las expresiones ad litteram, allegorice, allegoria, sermo allegoricus; moralitas, moraliter, sermo moralis; anagoge, anagogice, sermo anagogicus. Parece, pues, a primera vista, que conoce y sigue la teoría del cuádruple sentido escriturístico: alegórico, moral o tropológico y anagógico, además del literal, teoría recientemente introducida en las escuelas, en sustitución de la antigua, que sólo distinguía tres: literal o histórico, alegórico y tropológico. Con todo, el análisis de los sermones alegóricos, morales o anagógicos poca luz nos da para averiguar a cuál de estas teorías, esencialmente distintas entre sí, según el P. Vaccari, se adhiere nuestro Santo. Por lo demás, no parece que sea de mucha monta la cuestión desde el punto de vista oratorio y práctico. Y San Antonio probablemente no veía, y tal vez con razón, una distinción tan marcada y esencial como el P. Vaccari entre ambos sistemas. Lo que en esta cuestión, como en otras tantas, hicieron tal vez los escolásticos del siglo XIII fue deslindar los campos, distinguir las cosas, precisar el sentido de las expresiones algún tanto vagas y fluctuantes, y establecer una teoría clara y neta de los sentidos bíblicos, poniendo como base de todos ellos el literal o histórico, sobre el que se sostengan los demás. Al Doctor Paduano no le interesan gran cosa estas disquisiciones escolásticas; en los Santos Padres, en San Agustín y San Jerónimo particularmente, tenía los elementos necesarios para su objeto: la admisión, además del literal, de los sentidos espirituales o místicos, de los que tanto uso hicieron y tanto partido sacaron en la predicación al pueblo; en ellos encontró también los nombres de allegoria, anagoge, moralitas o tropologia, intellectus mysticus, etc., dados a estos sentidos espirituales; y sirviéndose de estos elementos y nomenclatura, tejió sus sermones alegóricos, morales y anagógicos, sin cuidarse demasiado de establecer una clara distinción entre ellos, atento sólo a la edificación moral. En efecto, leyendo estas diversas especies de sermones encontramos en todos ellos un denominador común, dominante: el elemento moral y práctico. Sin embargo, alguna diferencia se nota entre sus sermones alegóricos, y los morales: en los primeros suele considerar las virtudes o excelencias de una persona como vaticinadas en algún texto de la Sagrada Escritura, y en los morales, estas mismas u otras virtudes, en cuanto han de ser practicadas por los fieles en general. Aunque admite el sentido literal, todas las preferencias de San Antonio están por los espirituales y místicos. Por una interpretación literal se encuentran mil espirituales en sus escritos. Este método no es del gusto de los modernos; pero sí lo era de los contemporáneos de Antonio, y nadie, y menos todavía un orador popular, puede sustraerse al influjo de la moda, sin exponerse al descrédito de su palabra. «Queda, por tanto, asentado que si Antonio abusó en sus lecciones de este género (alegórico), no le hubiera sido posible evitar tal abuso sin incurrir entre sus contemporáneos en un defecto que hubiera desvalorizado sus lecciones y su predicación, con lo que, en definitiva, hubiera perjudicado el aprovechamiento espiritual de los oyentes» (Salvini). C) MULTIPLICIDAD DE SENTIDOS Entre los defensores de la polisemía o multiplicidad de sentidos literales de la Sagrada Escritura coloca el P. Assouad, OFM, a San Antonio de Padua, y esta vez, al parecer, con fundamento. Bastaría que adujéramos algunos ejemplos típicos. Si, pues, nos atenemos a las varias significaciones que el Santo atribuye a una misma sentencia de la Sagrada Escritura, tendremos que concluir que, con su gran maestro San Agustín, admitía la pluralidad de los sentidos literales. D) ACOMODACIÓN Y APLICACIONES PRÁCTICAS Aunque es muy probable que San Antonio, con muchos padres y escritores antiguos, admitiese la polisemía, sin embargo, de las varias interpretaciones y aplicaciones que él hace de un mismo texto no se puede deducir con certeza que en teoría fuera partidario de la multiplicidad de sentidos. La acomodación, en efecto, de la que el mismo San Pablo parece que hizo uso, fue siempre muy usada en la Liturgia de la Iglesia como entre los Santos Padres, en especial por los de la Escuela Alejandrina y los Latinos, con San Ambrosio, San Jerónimo, San Agustín y San Bernardo. Es que creían, y creían bien, que las palabras de la Sagrada Escritura, aun vaciadas de su propio contenido, comunicaban a las verdades que en estos moldes sagrados se vertieran, cierto espíritu y unción del todo divinos, como el frasco, donde por mucho tiempo se ha encerrado un ungüento precioso comunica su perfume a los licores que, después de vaciado aquél, se vierten en él; creían que nuestras pobres ideas, revestidas del lenguaje de las Escrituras, adquieren cierto realce y virtud del todo sobrenaturales. Todos los que, olvidándose un poco de las reglas de interpretación aprendidas en las aulas o en los libros y despojándose del espíritu científico moderno, hayan leído las obras de San Agustín, San Gregorio, San Bernardo o San Buenaventura, han sentido esa unción especial, ese atractivo sobrenatural de las palabras inspiradas, de que están mezclados y engalanados sus escritos. Y en esto a nadie cede San Antonio. Apenas hay en sus Sermones una sentencia en cuyo apoyo, o mejor dicho, para cuya exposición e ilustración, no venga una cita escriturística. Es maravilloso el dominio que muestra sobre todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, y la maestría y habilidad con que los maneja todos, y adapta a las ideas, que quiere exponer, las palabras de la Sagrada Escritura. Las citas van concatenándose, muchas veces solamente por una asociación externa, sin aparente ligazón lógica; una palabra se enlaza con otra formando como una cadena interminable, por asociación, al parecer, material. En el sermón de San Esteban, por ejemplo, alrededor de la palabra lucerna va engarzando un rosario de textos escriturísticos donde aparece la misma palabra lucerna. Y lo más admirable y lo que demuestra extraordinaria agudeza de ingenio en el Santo es que todos esos textos, tan dispares, los va interpretando de suerte que todos ellos los hace converger hacia un solo punto, hacia la idea o la virtud que quiere hacer resaltar. Muchas veces con palabras de la Escritura libremente interpretadas o acomodadas ilustra bellísimamente las ideas que quiere exponer al pueblo. Como buen predicador y conocedor de la psicología popular sabe también servirse de los símiles y leyendas populares para hacer grabar mejor sus enseñanzas. Sin embargo, no todo son moralitates subtiles, acomodaciones y divagaciones. Sabe también probar robustamente los dogmas con textos escriturísticos. Para todos los dogmas que quiere exponer tiene pronto el texto escriturístico correspondiente. Hay en sus sermones aplicaciones morales y ascético-místicas calcadas en el sentido más profundo de los libros santos, dignas de un San Juan Crisóstomo o de un San Agustín, en sus momentos más inspirados. Véase entre otros el comentario que hace en el sermón segundo del Domingo III de Cuaresma a las palabras de Lc 11,27: Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron: «Dichoso es aquel que tiene todo lo que quiere y no quiere nada malo. Dichoso es aquel a quien todo le sucede según sus deseos. Dichoso, pues, el vientre de la Virgen gloriosa, que mereció llevar por nueve meses al que es todo bien, el sumo bien, felicidad de los ángeles y reconciliación de los pecadores... Dichoso, por consiguiente, el vientre de la Virgen gloriosa, de la cual dice san Agustín en el libro De natura et gratia: "Cuando se trata de pecados, exceptúo a la Santísima Virgen, de la cual, para honra del Señor, no quiero absolutamente se haga cuestión alguna. De hecho, sabemos que a ella le fue conferida más gracia para vencer el pecado bajo todos los aspectos, porque mereció concebir y dar a luz a aquel que ciertamente no tuvo pecado alguno...". Por consiguiente, aquella Virgen gloriosa fue de antemano llena de gracia singular, para que tuviese como fruto de su vientre al mismo que tuvo desde el principio como Señor del universo. Dichoso el vientre del cual, en honor de su Madre, dice el Hijo en los Cantares (7,4): Tu vientre, montón de trigo rodeado de azucenas. El vientre de la Virgen gloriosa fue como un montón de trigo: montón porque en él fueron reunidas todas las prerrogativas de los méritos y premios...; de trigo, porque en él, como en el granero, por diligencia del verdadero José, se guardó el trigo para que no pereciese de hambre todo Egipto. El trigo, llamado así por guardarlo en el granero cuando está purísimo o porque se muele y tritura su grano, blanco por dentro y rojizo por fuera, significa Jesucristo. Escondido durante nueve meses en el granero del santísimo vientre de la Virgen gloriosa; en el molino de la cruz triturado por nosotros; blanco por la inocencia de su vida, enrojecido por el derramamiento de su sangre... Verdaderamente dichoso el que te llevó a ti, Dios e Hijo de Dios, Señor de los ángeles, creador del cielo y de la tierra, redentor del mundo. La Hija fue portadora del Padre, la Virgen, pobrecita, llevó al Hijo... ¡Oh terrenales hijos de Adán..., impregnados de fe, compungidos en el espíritu, postrados por tierra, adorad el trono ebúrneo del verdadero Salomón, grande y elevado, el trono de nuestro Isaías, diciendo: Dichoso el vientre que te llevó». No es menos ajustada a la mente de Jesucristo y menos bella la paráfrasis que hace en el Domingo V después de Pascua a las palabras de San Juan (1 Jn 2,1-2): Tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el justo. Él es víctima de propiciación -es decir-, de aplacamiento, por nuestros pecados: «Y por esta razón lo ofrecemos diariamente en el sacramento del altar a Dios Padre para que perdone nuestros pecados. Procedemos, pues, como la madre que tiene un hijo pequeñito. Cuando su marido airado la quiere golpear, ella, estrechando a la criatura en sus brazos, la pone delante del airado marido diciendo: ¡Golpea a éste, azota a éste! La criatura llorando se compadece de la madre, y el padre, cuyas entrañas se conmovieron con las lágrimas del hijo a quien ama entrañablemente, perdona a su mujer gracias al hijo. De la misma manera a Dios Padre, airado con nosotros por nuestros pecados, le ofrecemos su Hijo Jesucristo por la alianza de nuestra reconciliación en el Sacramento del altar, a fin de que, si no por atención a nosotros, al menos por Jesús, su Hijo amado, aleje los castigos que justamente merecemos, y acordándose de sus lágrimas, de sus trabajos y de su Pasión, nos perdone!». No puedo dejar de transcribir otra elevación mística, digna de San Agustín o de San Bernardo, sobre las palabras: Ten siempre a Dios en el corazón (Tob 4,6): «¡Oh palabra más dulce que la miel y que el panal... Ten siempre a Dios en el corazón! ¡Oh corazón, más dichoso que todo bienaventurado, más feliz que cualquier feliz, tú que tienes a Dios en ti! ¿Qué te falta? ¿Qué más puedes tener? Lo tienes todo, porque tienes al que lo hizo todo, que te llena Él solo, sin el cual todo lo que existe es nada. Ten, pues, siempre a Dios en tu corazón... ¡Oh posesión que todo lo posee! ¡Dichoso el que te posee, feliz el que te tiene! Oh Dios, ¿qué puedo yo dar para poseerte? ¿No piensas que, si lo doy todo, podré tenerte? ¿Y por qué precio te puedo conseguir? Eres más alto que los cielos y más hondo que el abismo del infierno; más largo que la tierra y más ancho que el mar... ¿Qué debo, pues, darte para poseerte? Dáteme, dice, a ti mismo y yo te me daré a ti. Dame el corazón y me tendrás en el corazón. Quédate con todas tus cosas. Dame solamente el corazón» (Dom. XV Pent.). * * * Hay, pues, de todo en la escriturística de San Antonio: dominio sorprendente y citas numerosísimas de todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, con profundas huellas, en cuanto a la interpretación, de su educación agustiniana y franciscana; adherencias del medio ambiente y resabios de la moda de su tiempo; uso y abuso de las explicaciones etimológicas; exégesis literal y explicaciones alegóricas; acomodaciones espirituales, moralidades sutiles, juegos de palabras, ágiles acrobacias mentales y atinadas aplicaciones ascético-morales fundadas en el sentido íntimo de los textos sagrados. Atento únicamente a la práctica, al aprovechamiento espiritual del pueblo, no se cuida de la teoría; no abre nuevos surcos en la exégesis; se aprovecha del acervo común de la doctrina sacra de sus predecesores. Preñada la memoria de textos y sentencias de la Sagrada Escritura y el espíritu de su médula más nutritiva, apenas acierta a expresar sus ideas si no es por medio de las palabras inspiradas. Todo lo encuentra en los libros sagrados: el espíritu y la materia, las ideas y el ropaje; la doctrina teológica, apologética, pastoral, moral, ascética y mística. En sus amenos vergeles descubrió ubérrimos, pulquérrimos y sabrosísimos frutos y fue recorriéndolos con avidez, para después distribuirlos con mano liberal a las almas. Su profundo saber escriturístico causó admiración a los contemporáneos, que lo ensalzaron hasta las nubes, y continúa entusiasmando a los modernos que sin prejuicios y con cariño le han estudiado, como Mons. Vicente Grasser, obispo de Brescia y padre del Concilio Vaticano I, para el cual los Sermones de San Antonio encierran el meollo de los comentarios de todos los demás intérpretes, y Locatelli, editor de las obras del Santo, para quien la ciencia escriturística de Antonio es tan firme y profunda, que bien puede compararse con la ciencia de los santos más doctos. CONCLUSIÓN Si para todos los medioevales la Sagrada Escritura era el alfa y omega de sus estudios, en especial se puede afirmar esto de San Antonio, para quien la Sagrada Escritura es toda ella oro purísimo en que no hay ningún desperdicio. Del sentido literal y de los espirituales, de las explicaciones alegórico-simbólicas y de la acomodación, de las palabras y de los acontecimientos: de todo saca partido para su causa, que es la causa de Dios y de la Iglesia. En cada personaje o hecho histórico, en cada palabra o sentencia de los libros santos, en cada explicación etimológica; en las costumbres o instintos de los hombres o de los animales, en los elementos materiales o en las funciones fisiológicas; en los astros, en los metales, en las piedras preciosas, en las flores, en las leyendas históricas o mitológicas: en todo descubre con ojo avizor un simbolismo moral, una enseñanza práctica que exponer al pueblo. Hasta los números y cada una de las letras por separado, de que constan algunas palabras, como Jesu, Pax, tienen su significación recóndita. No hay ni una sola palabra, ni una sola tilde que no haya sido escrita para nuestra instrucción (Rm 15,4), y que no sea útil para enseñar, para argüir, para corregir o educar, en la justicia (2 Tim 3,16). En la Sagrada Escritura todo hablaba a Antonio de Dios, de Jesucristo y de su obra reparadora. En su lectura se había empapado desde joven; de su doctrina, sentencias y palabras están empapados sus escritos. En la alacena de su prodigiosa memoria estaban ordenadamente colocados todos los libros, todos los capítulos, sentencias y palabras del Antiguo y del Nuevo Testamento, desde el Génesis hasta el Apocalipsis: era verdaderamente el Arca del Testamento y Armario de las Sagradas Escrituras. Educado en la escuela de San Agustín, cuyo espíritu místico y amante de Dios y de la naturaleza tan admirablemente concordaba con el del Serafín de Asís, en cuanto al aprecio y modo de concebir la Sagrada Escritura y la teología como ciencia práctica y en cuanto al fin del estudio, de la predicación y de toda actividad humana, fue el hombre providencialmente destinado por Dios para echar los primeros fundamentos de la Escuela Franciscana, que había de tener su coronamiento perfecto en San Buenaventura, el Beato Juan Duns Escoto y San Bernardino de Siena. Y en ese hombre, a quien ya celebraba la fama por su profundo saber, por su sincera humildad y santidad, puso Francisco sus ojos inspirados para hacer de él el primer Maestro y educador de las jóvenes falanges franciscanas, a fin de que infundiese a la naciente escuela su propio espíritu y le imprimiese su peculiar sello y carácter, el sello de la franciscanidad y el carácter de seraficidad, de predominio de la voluntad sobre la inteligencia, de la práctica sobre la teoría, del afecto sobre la especulación pura, de la sapientia-sabiduría sobre la scientia-ciencia, que había de conservar siempre en el transcurso de los siglos. A este fin le dirigió el Fundador aquella suavísima carta: «A fray Antonio, mi obispo, el hermano Francisco, salud. Me agrada que enseñes sagrada teología a los hermanos, con tal que, en el estudio de la misma, no apagues el espíritu de oración y devoción, como se contiene en la Regla». Por ella quedaba Antonio investido oficialmente del oficio de enseñar la teología, conforme al espíritu del Seráfico Fundador, a los jóvenes que se preparaban para la predicación dogmática, según lo exigían las circunstancias de la época y la evolución de la Orden. Y Antonio desempeñó el oficio que se le encomendara a satisfacción de su Seráfico Padre, cuyo espíritu exultaría, sin duda, de júbilo al contemplar a su carísimo hijo y obispo coronado por fin por el Vicario de Cristo en la tierra con la aureola de Doctor Evangélico, y en el cielo sentado en el coro de los sabios que enseñaron la justicia a las multitudes, brillando con esplendor de cielo, rodeado de otros soles no menos refulgentes que siguieron sus huellas. NOTAS: [1] Nota del R.- En esta edición informatizada suprimimos casi todas las notas que lleva el original impreso, y condensamos considerablemente el texto. [2] Pío XII, Litterae apostolicae «Exsulta, Lusitania felix», texto latino en Acta Ordinis Fratrum Minorum 65 (1946) 16-19. [3] Nota del R.- En cuanto a los escritos de San Antonio, ahora podemos recomendar la edición bilingüe de sus Sermones dominicales y festivos, en dos gruesos volúmenes, publicados en 1995 y 1996 por la Editorial Espigas, Instituto Teológico de Murcia. Ha cuidado la edición Victorio Terradillos Ortega. La traducción es de Teodoro H. Martín-Lunas. La Introducción, que supera el centenar de páginas, es de Rafael Sanz Valdivieso. [Condensado de Silvestre Larrañaga, OFM, San Antonio, Maestro "in Sacra Pagina", en Verdad y Vida 4 (1946) 615-667]. |
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