DIRECTORIO FRANCISCANO
San Antonio de Padua

RESPUESTA DE SAN ANTONIO A LA VOCACIÓN FRANCISCANA

por Henrique Pinto Rema, o.f.m.

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En la celebración del VIII Centenario del nacimiento de San Antonio de Lisboa (o de Padua, como habitualmente oímos decir y leemos, por guardar esta ciudad sus restos mortales), nos interrogamos por la vida y obra de quien es conocido universalmente por su fama de taumaturgo y amigo de los hombres. En realidad, sin embargo, no pasa de ser un ilustre desconocido para la gran mayoría de sus devotos.

Hay mucha gente sencilla que ni siquiera sabe que Antonio nació en Lisboa y recibió el nombre de Fernando en torno al año 1190, como algunos especialistas habían concluido ya antes de que el 1981 los diversos análisis de los restos mortales del Santo confirmaran la misma conclusión. A su muerte, acaecida el 13 de Junio de 1231 en Arcella, lugar próximo a la ciudad de Padua, el santo y sabio predicador franciscano tenía en torno a los 40 años. Dejó Portugal en otoño de 1220, lo que significa que permaneció en Portugal los tres cuartos de su vida terrena. Vivió en Padua muy poco tiempo, pero sus habitantes y los más representativos de la ciudad se honran honrando al Santo por antonomasia. Padua sólo conoce «Il Santo».

Cuando Fernando Martín (hijo de Martín y de María o Teresa Taveira) nace frente a la catedral de Lisboa, Francisco de Asís todavía no tenía 10 años. Cuando se da cuenta de su vocación para la vida consagrada, Francisco de Asís va a Roma a pedir al Papa Inocencio III que le autorice a él y a sus doce primeros compañeros a vivir de cierta manera el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo. Fernando tiene entonces menos de 20 años, y al sentir idéntica vocación, sólo tiene por delante la opción de ir a llamar a la puerta de un monasterio de Canónigos Regulares de San Agustín, en San Vicente de Fora (extramuros de la Lisboa del siglo XIII), a unos 10 minutos de su casa paterna. Iba ya provisto de 10 años de estudios primarios y secundarios, que incluían las disciplinas del Trivio y del Cuadrivio, realizados en la escuela urbana y catedralicia de Santa María de Lisboa. Hijo de un miles, un burgués bien instalado en la vida, y dotado de una excepcional memoria e inteligencia, como atestiguan las leyendas y lo confirman los Sermones Dominicales et Festivi, Fernando aprovecha las circunstancias del ambiente familiar, social y religioso para afirmarse. La escuela catedralicia y el monasterio de San Vicente constituyen salidas naturales para un niño, un adolescente y un joven del temple de Fernando.

Nuestro héroe posee un alma inquieta y no se acomoda al ritmo de la vida del monasterio de los Canónigos Regulares de Lisboa y, pasados dos años, pide y obtiene licencia para pasar a Santa Cruz de Coimbra. Estamos a fines de 1211. Fernando contaba ya 20 años. Coimbra le ofrece buen ambiente para los estudios superiores, con algunos maestros venidos de Francia y una biblioteca razonablemente surtida. La disciplina religiosa no le agradaría mucho, si nos atenemos a las recriminaciones dirigidas a los «Canónigos» en su Opus Evangeliorum, donde es muy posible que tenga presentes a los canónigos que ha encontrado no sólo en la escuela de la Catedral, sino sobre todo en las referidas «canónicas» de San Vicente y de Santa Cruz.

Sabemos con certeza que fue ordenado sacerdote en Coimbra hacia 1219, todavía Canónigo Regular. Siendo los 30 años la edad normal para la ordenación sacerdotal, según las indagaciones de André Callebaut, Fernando habría nacido entre 1188-1190. Francisco da Gama Caeiro y Antonio Domingo de Sousa Costa, por otra parte, han hallado documentos que admitían excepciones a esa exigencia legal del siglo XIII, especialmente en casos de cura de almas, como sucedía en Santa Cruz. ¿Se habría beneficiado nuestro Santo de esta excepción? ¿A qué edad?... Uniendo estas conclusiones de historiadores y peritos a las de los científicos que en Enero de 1981 procedieron al reconocimiento de los restos mortales del santo, que dieron una media de 39 años y 9 meses, podemos concluir con alguna probabilidad que San Antonio nacería el 1191 ó 1192. Y se habría ordenado sacerdote a los 26, 27 ó 28 años de edad.

Por el año 1218 llegaron a Coimbra algunos frailes menores italianos, que se alojaron en el eremitorio de San Antonio de los Olivares, por entonces suburbio de aquella capital del reino. Pobres como eran, comenzaron a frecuentar la portería del famoso monasterio de Santa Cruz a pedir limosna para su subsistencia. El letrado y clérigo Fernando Martín establece contacto con ellos. Crece su interés por su vida sencilla, alegre e itinerante, cuando tiene conocimiento del martirio de cinco frailes en Marrakesh a manos del propio miramamolín Abu-Yaqub. Según parece, estos protomártires de la Orden Franciscana habían estado en Coimbra antes de pasar a Marruecos. En este territorio del norte de África había una colonia portuguesa de cierta importancia, dirigida por el Infante Don Pedro, hijo del segundo Rey de Portugal, Don Sancho I, y hermano del tercer Rey de Portugal, Don Alfonso II. Lo acompañaba, como capellán suyo, el canónigo regular de Santa Cruz de Coimbra Juan Roberto. La reina doña Urraca les había dado medios de subsistencia para el viaje hasta Marruecos y cartas de recomendación para el cuñado. Son también estos dos hombres, el Príncipe y su Capellán, quienes hacen las diligencias para la recogida de los restos mortales de los santos mártires, haciéndolos llegar a Coimbra, donde reposan todavía hoy.

La vocación franciscana de Fernando Martín, que había ido madurando en los coloquios más o menos prolongados con los frailes menores que se acercaban allí desde el eremitorio para pedir limosna, se manifiesta más clara un cierto día en que los toma aparte y les abre su corazón: «Tengo vivo deseo de cambiar esta capilla por vuestro sayal. Pero antes tenéis que prometerme que me enviaréis a tierra de sarracenos». Los buenos frailes quedaron encantados con esta manifestación y luego concertaron el día de la toma del nuevo hábito para dárselo a los dos días. No es la ciencia la que cambia los corazones, sino la santidad y la simplicidad de vida. Dios se sirve de instrumentos mezquinos para revelar sus designios.

Nada más regresar los humildes frailes llenos de alegría al eremitorio, Fernando se va a anunciar al Prior del monasterio, entonces Don Juan César, su resolución de hacerse fraile menor. La licencia fue arrancada con dificultad (vix precibus extorta). Pero lo que interesaba era la licencia, sin la cual no le estaba permitido pasar a nueva Orden. De este modo, en la hora previamente convenida con los frailes de los Olivares, se presentan éstos en Santa Cruz para imponerle el hábito de su religión. En aquel momento deja el nombre de bautismo para asumir el del patrono del eremitorio, Antonio.

En la despedida, uno de sus compañeros canónigos, tal vez antiguo amigo, en tono medio irónico, le habría dicho: «¡Vete, que vas a ser un santo!» El nuevo fraile menor le contesta con voz suave e idéntico tono medio irónico de amigo: «Cuando oigas hablar de mi santidad, alaba a Dios» (Assidua, c. 5).

En aquel tiempo era más fácil que hoy hacer un fraile. Sólo con la bula Cum secundum consilium sapientis, dada en Viterbo el 22 de Septiembre de 1220, se hizo obligatorio el noviciado. Hasta entonces la toma de hábito correspondía a la profesión. Por otra parte, la ceremonia debió ser lo más sencilla posible, a causa del entredicho que había lanzado el Arzobispo de Braga a todo el Reino, impidiendo celebrar la liturgia y cualquier otra función eclesiástica pública.

¿Quién admitió a San Antonio en la Orden?... La Regla no bulada, aprobada por el Capítulo de las Esteras en Mayo de 1221, establece que al «Ministro» compete recibir los candidatos (1 R 2). Pudo ser el «minister loci», o sea, el superior del eremitorio de los Olivares. Por el verano de 1220, cuando sucedieron estas cosas, dada la fluidez jurídica entonces existente en el movimiento minorítico, la admisión a la Orden podría haber sido efectuada simplemente por los frailes limosneros, en el supuesto que estuviera en vigor todavía la costumbre inicial, cuando «cada uno tenía potestad del bienaventurado Francisco para recibir a los que quería», como se lee en el Anónimo de Perusa y en la Leyenda de los Tres Compañeros. ¿No estaría por allí cerca Fray Juan Parente de Carmignano (Florencia), Ministro Provincial de la Provincia Ibérica, para imponer el hábito a tan ilustre personaje?... Es sostenible la hipótesis según la cual Fray Juan Parente habría acudido a Coimbra a recibir las reliquias de los mártires de Marruecos y habría sido él en persona quien habría admitido en la Orden a Antonio. Mera hipótesis de trabajo, sin ninguna confirmación de los historiadores de la época.

La respuesta de Antonio a la vocación franciscana tiene algo fuera de lo normal, es algo singular. Le interesa, en un primer momento, menos el ideal de vida de los frailes menores, que sólo conoce superficialmente, y más el martirio, que entrevé para breve. Dando fe a las leyendas del Santo, él abandona los Canónigos Regulares y entra en la Orden Franciscana con la condición de ser enviado inmediatamente a Marruecos, para obtener allí la palma del martirio a semejanza de los cinco frailes muertos el 16 de Enero de 1220.

Los testimonios externos, ciertamente con su valor y en correspondencia a la versión oficial, han de ser completados por los testimonios internos, que discurren en la obra escrita legada por el Doctor Evangélico. Hay afirmaciones en ella que nos inducen a otros motivos y no sólo al loable deseo de martirio apuntado por las leyendas. Fernando cambia de nombre y quiere salir rápidamente de Coimbra. De esta forma quiere romper con el pasado. No le seduce el ambiente de Coimbra, por lo menos el del monasterio. Por lo que se deduce de lo escrito en el Opus Evangeliorum, todo es más transparente en la sencillez columbina de los frailes menores, que se le antojan como guiados apenas por la regla áurea del Evangelio. Escribe: «Entiéndanlo los religiosos de nuestro tiempo, que añaden cargas a la estructura de su religión con variedad innumerable de instituciones, con los más diversos preceptos y, como los fariseos, se glorían en la apariencia de pureza exterior. Dios, al primer hombre, constituido en tan alto grado, le dio un solo y breve precepto: "No comerás del árbol de la ciencia del bien y del mal". Y a pesar de ser tan sencillo, no lo cumplió. Pero a los hombres de nuestro tiempo, caídos en la desgracia de tanta infelicidad y ya al final de los tiempos, o por ser más exactos, colocados entre el desecho, se imponen muchos y nuevos preceptos y largos reglamentos. ¿Crees que los observarán? Al contrario, se hacen transgresores. Oigan tales sujetos lo que dice el Señor en el Apocalipsis: "No os impongo ninguna otra carga; sólo que mantengáis firmemente hasta mi vuelta lo que ya tenéis": el Evangelio» (Quinto domingo después de Pascua, n.13).

La vida de los frailes menores se guiaba por el Evangelio. La Regla definitiva, aprobada por Honorio III con bula de 29 de Noviembre de 1223, comienza así: «La Regla y vida de los Frailes Menores es ésta: Guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo». A los 10 años de su aprobación oral por Inocencio III, el movimiento de Francisco de Asís conserva una frescura y un ardor contagioso, que deja campo libre a toda forma de creatividad, desde una pobreza liberadora y alegre.

Por el contrario, las viejas instituciones se van cargando de reglamentos en el vano intento de reprimir este o aquel pequeño pecado. En un determinado momento parece que nos van a pedir cuenta hasta del aire que respiramos. Pero el hombre responde a las amenazas con la huida, con las reservas de conciencia. El fariseo imponía a los otros cargas pesadas, imposibles de cumplir, pero él no las tocaba ni siquiera con el dedo: se contentaba con conocerlas.

Al cotejar la historia del monasterio de Santa Cruz en el primer cuarto del siglo XIII, nos vienen motivos sobrantes para que el celoso canónigo regular Fernando Martín quisiera abandonar aquel medio. Francisco da Gama Caeiro cita varios autores y pasajes de los sermones antonianos, para concluir: «San Antonio nos ha transmitido en sus sermones, con la mayor viveza, repetidos testimonios acerca del incumplimiento de las reglas, cuando acusó a casi todos los religiosos de corrupción, soberbia, gula, lujuria, hipocresía, de dar los bienes de los monasterios a los parientes y a otras personas que no quiso individualizar (et aliis personis de quibus non est dicendum per singula), acabando por citar expresamente a los monjes benedictinos y a los canónigos regulares, hablando también de los abades y priores que, lejos de reprimirlas, practicaban las mismas faltas».

Puede suponerse que el predicador apenas consideraba la corrección de las faltas de los religiosos de un modo general; pero también es cierto que no le era posible juzgar desde el púlpito a sus hermanos en religión y que desde él debía condenar sólo los vicios y resaltar las virtudes, señalando el castigo por aquéllos y el premio por éstas, para cumplir de este modo el mandato de su Patriarca franciscano. Ésta puede ser la explicación por la que no individualiza a los que no cumplen la regla. Sin embargo, si nos fijamos bien en el ardor y el detalle impresionantes con que apuntó las irregularidades de los religiosos, incluidos sus antiguos colegas agustinianos, y en la forma en que se excusó de dar señales más pormenorizadas, que ciertamente conocía, difícilmente podemos excluir la idea de que estaba recordando hechos que conocía muy de cerca y que en gran medida debían haber contribuido a su desilusión y consiguiente paso a los franciscanos.

Eran graves las irregularidades que avanzaban por entonces en el monasterio de Santa Cruz de Coimbra, comenzando por el comportamiento escandaloso de su prior, Don Juan César, denunciado en la bula pontificia del 13 de Noviembre de 1221.

Por otro lado, se concedía más valor a cualquier reglamento humano que a la letra del Evangelio, como apostrofa en el sermón del II domingo de Cuaresma, n. 4: «Si algún obispo o prelado de la Iglesia procede contra una decretal de Alejandro o de Inocencio o de otro Papa, inmediatamente es acusado, una vez acusado, se le cita, una vez citado, se le prueba su delito, una vez convicto, es depuesto. Pero si comete algún pecado mortal contra el Evangelio de Jesucristo, que es lo principal que está obligado a guardar, no hay nadie que lo acuse... Por eso, el mismo Jesucristo dice de todos éstos, tanto religiosos como clérigos, (...) en San Lucas: "¡Ay de vosotros, fariseos, que pagáis el diezmo de la menta y del eneldo y de la ruda y de todas las legumbres, y descuidáis la justicia y el amor de Dios...!"».

Fray Antonio de Lisboa abandona Coimbra por otoño de 1220, rumbo a Marruecos, ciertamente con cartas de recomendación de la Corte para el Príncipe Don Pedro, hermano más joven del monarca portugués. Lo acompañaba Fray Felipe de Castilla, como consta por la tradición del siglo XVI, o, con más probabilidad, Fray León de Lisboa, mártir de la fe en Marruecos por el 1227 ó 1232, según hipótesis reciente de Fernando Félix Lópes.

Mientras Fray Berardo, el primero de los cinco mártires franciscanos de Marruecos, utilizó la lengua árabe para predicar a los sarracenos, Fray Antonio, como todo da a entender, se sirvió de intérprete para dirigirse al público local. Un intelectual, un teólogo, tal como aparece en el Opus Evangeliorum, parece haber dejado indiferentes a los «infieles» musulmanes, por lo que se desprende de las breves líneas que las diversas leyendas dedican a su experiencia misionera ad gentes. Leemos en el capítulo 6 de la primera, la Assidua, la más cercana a la realidad de los hechos, redactada para la canonización: «Obtenida licencia, partió en seguida para la tierra de los sarracenos. Pero el Altísimo, que conoce los corazones de los hombres, se opuso a sus proyectos, e hiriéndolo con grave enfermedad, lo mortificó durante todo el invierno. Viendo que no podía cumplir nada de cuanto se había propuesto, se vio obligado a regresar al suelo patrio para al menos recuperar la salud corporal. Sin embargo, cuando la nave se disponía a atracar en España, el ímpetu de los vientos la arrastró a tierras de Sicilia», que la tradición más seguida fijó en Taormina. No lejos de allí, en Mesina, existía un eremitorio de frailes menores, donde Antonio convaleció, para acudir en Mayo de 1221 a Asís. El Capítulo General, llamado de las Esteras, reunió unos 3.000 frailes, que tuvieron que recurrir a improvisados albergues. De ahí el nombre de Capítulo de las Esteras.

El fraile lusitano recibe en Asís como por casualidad su mayor baño de franciscanismo. Había oído hablar de Francisco, había sabido de la gesta de los protomártires de la Orden, había tenido contactos con frailes en su vivir cotidiano en Coimbra y en Mesina; ahora el panorama de Asís es más complejo, más enriquecedor. Comprende ahora lo que es un auténtico fraile menor. Tiene allí el modelo más acabado en la figura sin par de Francisco.

Tales experiencias fueron como su postulantado. Fray Graciano, el Provincial de Romaña-Emilia, al recibirlo en su provincia para celebrar la misa a media docena de frailes legos del eremitorio de Montepaolo, por altos designios de Dios le ofrece la oportunidad de «aprender allí los rudimentos de la formación espiritual» (Assidua, c. 7), o sea, de realizar allí un noviciado, no canónico, de algo más de un año: de Junio de 1221 al 24 de Septiembre de 1222 (con gran probabilidad), cuando se reveló en las ordenaciones de Forlí, a unos 8 Km de Montepaolo, efectuadas en las témporas de Septiembre, cuando los frailes se dirigían al Capítulo Provincial, celebrado entonces por la fiesta de San Miguel (29 de Septiembre). Si aceptamos la descripción que hace la Assidua, la vida de eremita y de anacoreta transcurrida en Montepaolo no le fue nada fácil. A una gran mortificación corporal unía profundísima contemplación.

El retiro de Montepaolo completó la experiencia de fraile menor de Antonio. Por sendas torcidas, el Señor muestra a Antonio lo que pretende de él. Su respuesta es generosa. El sueño de martirio y de misionero ad gentes desemboca en una realidad algo diferente: Antonio se transforma en el más famoso abanderado del Evangelio en tierras del norte de Italia y del sur de Francia por espacio de nueve años, al tiempo que enseña teología, por voluntad expresa del fundador, en Bolonia, Montpellier, Toulouse y, probablemente, también en Padua, escribe una obra que lo eleva a la rara galería de los Doctores de la iglesia, funda el convento de Brive, todavía hoy templo de peregrinación, y ejerce las funciones de Guardián en Puy-en-Valay, de Custodio de Limoges, y de Ministro Provincial en Romaña-Emilia. Un hombre de enormes capacidades, un fenómeno que se proyecta a través de los siglos hasta nuestros días.

La respuesta de Antonio de Lisboa a su vocación franciscana, si bien parece haber pasado un tanto desatendida en su comienzo, no hay duda que fue generosa y abierta en lo que juzgaba que eran los designios de Dios al respecto. Ésta se consolidó en la magna asamblea de Asís durante el Capítulo de las Esteras en Mayo de 1221, maduró plenamente en el eremitorio de Montepaolo y se manifestó con todo su vigor sobre todo en los cargos ejercidos en la Orden y también en los Sermones Dominicales (en los que se incluyen cuatro Sermones Marianos), llamados por el autor Opus Evangeliorum, que redactó a petición de sus hermanos en religión, y en los Sermones Festivos, que dejó incompletos al sobrevenirle entretanto la muerte, redactados a petición del Cardenal Rainaldo da Iena, Obispo de Ostia.

Para concluir, será de interés ofrecer una ligera ojeada por la obra escrita del Doctor Evangélico. Si nunca cita en ella explícitamente a los Frailes Menores ni a San Francisco de Asís, no cabe duda que a ellos se refiere en el Prólogo General, cuando afirma que escribe «obligado por los ruegos y la caridad de los hermanos», y en el Epílogo, al dirigirse a los «hermanos carísimos» y al utilizar la primera persona: «Yo, el menor de todos vosotros, vuestro hermano y siervo (...), compuse, como supe, esta obra de los Evangelios dentro del esquema del año litúrgico (...). Y todo lo que en este volumen fuere hallado digno de enmienda y de corrección, lo dejo a la lima de la discreción de los sabios de la Orden para ponerlo claro y corregirlo».

Cuando habla de simplicidad y mansedumbre columbinas (IV domingo de Pascua n. 16; XIX domingo de Pentecostés, nn. 1 y 12), San Antonio puede tener en la mente el ordo columbinus, con que se designaba a la Orden de Frailes Menores en los tiempos primitivos por motivo del color de ceniza de su hábito; al referirse a la Congregatio poenitentium (III domingo de Pentecostés, n. 4 et passim), nos sugiere a los «Penitentes de Asís»; y al citar populus poenitentium (IX domingo de Pentecostés, n. 15), tal vez quiera sugerir la Orden Franciscana Seglar.

Si no podemos afirmar apodícticamente dependencias literarias entre San Francisco y San Antonio, hay no obstante un vocabulario común y unas posiciones doctrinales de uno y otro que al menos no dejan de sorprendernos. En la Admonición 19 de San Francisco leemos: «Cuanto vale el hombre delante de Dios, tanto vale en sí y no más». San Antonio trae este pensamiento al pie de la letra en el penúltimo sermón que nos legó, el de la Natividad de San Juan Bautista, n. 4, redactado muy poco antes de su muerte. San Buenaventura, en la Leyenda Mayor (LM 6,1), atribuye el pensamiento al padre San Francisco; lo mismo hace el Autor de la Imitación de Cristo (III, 50, 8). San Antonio ni cita a San Francisco ni es citado por estas dos autoridades.

En la Regla no bulada, de 1221, capítulo XX, y en la obra de San Antonio, I domingo de Cuaresma, n. 6, se recomienda la confesión a laicos en la falta de sacerdote, mientras que en las Sentencias de Pedro Lombardo es obligatoria.

Los dos primeros santos de la Orden Seráfica, Francisco y Antonio, están de acuerdo en la definición de Dios: Todo bien, sumo bien, total bien...

Francisco de Asís es por antonomasia el Poverello, a pesar de que había nacido en cuna de oro. Antonio de Lisboa, otro hijo de burgués adinerado, denuncia los excesos de la riqueza, proponiendo como remedio la pobreza evangélica, la simplicidad, la minoridad, la humildad, la penitencia, la libertad, lo que redunda todo en felicidad y alegría. Escribe: «Grandes riquezas son la pobreza alegre y que cada uno se contente con lo que tiene» (XVI domingo de Pentecostés, n. 5).

Cualquier buen fraile menor se sentirá bien definido en esta afirmación del Doctor Evangélico: «Los hijos de Israel (...) significan los penitentes y pobres de espíritu, iluminados por el esplendor de la humildad» (I domingo de la Octava de Navidad, n. 4). Unas líneas más adelante da el dulce nombre de madre a la penitencia, de hermana a la pobreza, y de hermano al espíritu de humildad. ¡Soror Paupertas!

La vocación franciscana de Antonio se transparenta en numerosos pasajes de los Sermones, ya realzando virtudes tan queridas al fundador de la Orden de los Menores, como llevando a la cima las grandes líneas de la teología inspirada por la vida y la acción del autor del primer pesebre en Greccio y del llagado de la Verna, y por quien dedicó su Orden a la Madre de Dios en Santa María de los Ángeles. El Cristocentrismo, basado sobre todo en Dios Niño y en la Pasión, y las prerrogativas de la Virgen María, que desembocarán en los dogmas de la Inmaculada Concepción en 1854 y de la Asunción en 1950, constituyen otros tantos pilares de la doctrina expuesta por el Doctor Evangélico. Si su pensamiento teológico-moral es agustiniano, no obstante su verdadero y único padre espiritual es Francisco de Asís. «Se puede afirmar tranquilamente que Antonio fue el primero en transferir al plano de la investigación teológica y, por consiguiente, en intelectualizar el altísimo ideal tan visible y luminosamente encarnado en Francisco» (L. Frasson).

Dios es quien dirige la historia dentro de los condicionantes de la libertad humana. La humanidad se enriquece cuando topa de frente con alguien que se deja seducir por Dios, como el profeta Jeremías (Jr 20,7), o alcanzar por Cristo (Fil 4,12), como el apóstol San Pablo.

También Antonio de Lisboa prueba ser un hombre dócil a las inspiraciones de la gracia. No se queda en la casa paterna, al escuchar la llamada del Señor a vuelos más altos... y se refugia en San Vicente de Fora. Advirtiendo allí que la cercanía le impide concretar plenamente el sueño de vida perfecta, entiende que es Dios quien lo manda para más lejos... y cambia Lisboa por Coimbra. Inquietudes profundas se le manifiestan cuando fortuitos contactos con los frailes menores lo llevan a la conclusión de que los Canónigos Regulares no son su camino... y se va para la misión de Marruecos. El fracaso y la enfermedad le demuestran que el Señor no lo quiere en la misión ad gentes... y de regreso a la patria una tempestad lo conduce a Italia. En el Capítulo General de Asís de 1221 comprende y acepta su vocación de fraile menor, pero la providencia lo coloca en Montepaolo, donde madura en ella durante un noviciado de más de un año. La revelación de Forlí, en las témporas de Septiembre de 1222, le ofrece la dimensión plena de su vocación dentro de la Orden de Frailes Menores: ser un enamorado de Dios, de Jesucristo y de su Madre María Santísima, y transmitir ese enamoramiento al pueblo hambriento del pan de la palabra evangélica. Sabio y santo, Antonio distribuye generosamente las riquezas con que la naturaleza y la gracia le habían dotado para bien de sus hermanos los hombres, a los cuales, por los medios más diversos, les revela el destino eterno y la manera para poder llegar a él.


[Henrique Pinto Rema, O.F.M., Respuesta de San Antonio a la vocación franciscana,
en AA.VV., Para conocer a San Antonio de Padua. XXXIII Semana de Confres. Madrid 1995, págs. 11-20]

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