DIRECTORIO FRANCISCANO
San Francisco de Asís y la Eucaristía

ENSEÑANZAS EUCARÍSTICAS
EN EL TESTAMENTO DE FRANCISCO DE ASÍS

por Julio Micó, o.f.m.cap.

.

 

El Testamento es uno de los escritos donde mejor se refleja la dimensión espiritual de Francisco. Es como una confesión, un balance de su vida. En él valora y afirma su experiencia evangélica poniendo en guardia, al mismo tiempo, al grupo nacido en torno suyo sobre las malas interpretaciones que hayan podido hacer de los valores fundamentales de la Fraternidad. En él no pretende darnos una sistematización de estos valores -faltan algunos demasiado importantes, como la fraternidad, para ser un elenco completo-, sino simplemente dejar bien sentado cuál era su proyecto y el de los primeros hermanos que se le unieron, con el fin de tomarlo como punto de referencia para la apreciación de la vida de la Fraternidad en el momento de ser redactado. Francisco, como iniciador de un movimiento que ha sido introducido en la organización eclesiástica, se siente responsable ante la Iglesia del cumplimiento de lo prometido a Dios, es decir, la vivencia del Evangelio según la forma expresada en la Regla.

Mientras se lo permitió su salud, realizó este servicio manifestando sus criterios en los Capítulos generales. Ahora, próximo ya a la muerte, los confía a un escrito para que puedan, igualmente, mantener a la Fraternidad fiel a su propósito. [...]

Los distintos fragmentos del Testamento los hemos agrupado en tres capítulos, por creer que es su división lógica, aunque sepamos que el documento lo hace de una tirada, como era habitual en Francisco.

«El Señor me concedió...». Esta primera sección del Testamento es la descripción del progresivo avance de su vocación hasta los orígenes de la Fraternidad. En él abundan los pretéritos, mezclados con algún presente, para indicar la fidelidad de Dios que no solamente se le mostró sino que le sigue acompañando.

Este bloque de recuerdos podría parecer lógico en un hombre que, próximo ya a la muerte, siente nostalgia del pasado y trata de agarrarse a la vida para escapar al fin que siente ya inminente. Pero en el conjunto del escrito no desempeña esta función. El «recuerdo» de su itinerario espiritual es una confesión de que la Fraternidad ha sido obra de Dios, a la que él ha colaborado dentro de sus posibilidades. Por eso, trata de presencializarlo como el último gesto de su fidelidad y el punto de referencia en que la Fraternidad debe mirarse.

Otras veces ha confesado su fragilidad ante el proyecto que el Señor le había concedido, acusándose, especialmente, de no haber guardado la Regla que prometió al Señor ni haber dicho el Oficio como manda la Regla, ya por negligencia o por su enfermedad, ya por ser ignorante y sin cultura (CtaO 38s); ahora proclama su humilde cumplimiento, no por subrayar su propio esfuerzo, sino para resaltar la misericordia de Dios presente en todo su camino. Toda esta narración es un acto de fe en el plan de Dios al que Francisco trata de confiarse, ayudando, al mismo tiempo, a sus hermanos a reconocerlo como tal y secundarlo con todas sus fuerzas.

[...]

Las iglesias y la cruz

«Y el Señor me dio tal fe en las iglesias, que oraba y decía así sencillamente: "Te adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo"» (Test 4-5).

Con este fragmento comienza su profesión de fe en las iglesias, para extenderla después a los sacerdotes, la eucaristía, las Escrituras y los teólogos.

Proclamar la fe en las iglesias nos podrá parecer raro, pero es un gesto que los biógrafos han captado y nos han transmitido con mayor o menor profusión de detalles. No se trata, principalmente, de una fe en el edificio material de las iglesias sino como un símbolo y posibilidad del encuentro con el Señor. La fe del Francisco recién convertido necesita de las iglesias como concretización de la «presencia» del Señor. Una presencia que no es eucarística todavía, como dice Cornet, sino sensorial de Cristo crucificado. Pues la visita al Santísimo era una costumbre aún desconocida, como reconoce el mismo autor.

Sin entrar en la historicidad de la locución del Cristo de San Damián, revela, por lo menos, una preferencia inicial de Francisco hacia la Pasión del Señor. La oración de que se sirve para expresar su fe en las iglesias es del Oficio de la Exaltación de la Santa Cruz que dice: «Te adoramos, Cristo, y te bendecimos porque redimiste al mundo por tu santa cruz».

Francisco intercala «también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero», añadiendo, además, «Señor Jesús» a la exclamación Cristo. Otro detalle curioso es que a la conjunción inicial «et» (y, también), por ser copulativa, parece que le falta el primer miembro. Tanto es así que algunos manuscritos intercalan un «aquí» para completar el sentido o, como hacen Juan de Espira y S. Buenaventura, suprimen la conjunción.

Efectivamente, el sentido del primer miembro se sobreentiende por recitarse la oración en una iglesia determinada. Francisco, al evocar este hecho, tiene presente la iglesia en que recita tal oración y quisiera extenderla, si ello fuera posible, a todas las iglesias del mundo.

Al evocar la fe en las iglesias parece indicar que su presencia debe ser como un reclamo para la oración y bendición al Señor. Esta fue su costumbre y esto es lo que enseñó a sus frailes en los primeros tiempos. Celano dice en su Vida I que al pedirle los hermanos que les enseñase a rezar, ya que todavía no conocían el Oficio divino, les respondió: «Cuando recéis decid: "Padre nuestro" y "Te adoramos, Cristo..."» (1 Cel 45; cf. LM 4,3).

Los Tres Compañeros y el Anónimo de Perusa cambian un poco el motivo de esta oración, que no aparece como respuesta de Francisco a la petición de los hermanos, sino como costumbre ya adquirida: «Cuando encontraban alguna iglesia o cruz, se inclinaban para orar diciendo devotamente: "Te adoramos..."». A continuación añaden un detalle muy significativo: «Creían, en efecto, encontrar siempre un lugar sagrado allí donde se levantaba una iglesia o una cruz» (TC 37; AP 19).

El gesto de acentuar su fe en las iglesias y la cruz como signo de la presencia del Señor, podía estar motivado por la reacción contra algunos grupos de herejes que despreciaban tales símbolos. La reacción contra los sacerdotes simoníacos o concubinarios había llevado a los más exaltados a despreciarlos, hasta el punto de no querer compartir la iglesia para orar donde se encontrase uno de estos sacerdotes. Francisco, no solamente actuó contra esta exageración con su modo de comportarse, sino que lo inculcó en los demás. En la Carta a todos los fieles les advierte que deben también visitar con frecuencia las iglesias (2CtaF 33).

Iglesia y cruz serán los símbolos que acompañarán la evolución espiritual de Francisco hasta convertirse en la expresión madura de su fe.


Philippe de Champaigne: La Última Cena

Los sacerdotes y la Eucaristía

«Después me dio el Señor y sigue dándome tanta fe en los sacerdotes que viven según la forma de la santa Iglesia romana a causa de su ordenación, que si me persiguieren quiero recurrir a ellos. Y si tuviera tanta sabiduría como Salomón y me encontrase con los pobrecitos sacerdotes de este mundo en las parroquias donde viven, no quiero predicar al margen de su voluntad. Y a estos y a todos los otros quiero temer, amar y honrar como a mis señores. Y no quiero considerarlos pecadores porque veo en ellos al Hijo de Dios y son mis señores. Y por esto lo hago, porque nada veo corporalmente en este mundo del mismo altísimo Hijo de Dios, sino su santísimo cuerpo y santísima sangre que ellos mismos reciben y solamente ellos administran a los demás» (Test 6-10).

Según la lógica asociativa de Francisco, después de afirmar su fe en las iglesias, lo hace con los hombres que sirven en ellas, los sacerdotes. El Santo parece referirse solamente a los que, estando válidamente ordenados, viven según la forma de la Iglesia romana. ¿Qué sacerdotes quedaban, pues, excluidos? Posiblemente los que, apartándose de la ortodoxia, se habían asociado a alguna secta herética. Esta actitud no es extraña en Francisco, pues al referirse a los frailes que no viven católicamente manifiesta una dureza tal que parece impropia del Santo, como más adelante veremos.

Otro problema es si se trata solamente del clero secular o se incluye también al regular. Algunas traducciones lo refieren al secular porque así se lo inspira el sentido de «los pobrecitos sacerdotes de este mundo que viven en las parroquias». Sin embargo, parece ser que los términos «pobrecitos» y «de este mundo» no tienen un contenido social sino moral. No se trata de sacerdotes sin bienes que viven en el mundo, es decir, seculares, sino de pobres sacerdotes pecadores que viven mundanamente.

La imagen que tenemos de que los sacerdotes que viven en las parroquias son, normalmente, seculares, puede condicionar también la inteligencia del texto. Pero hay que tener en cuenta que en la Edad Media había ya muchas parroquias regidas por monjes o canónigos regulares. De esto se deduce que la fe de Francisco se extiende a todos los sacerdotes que viven «católicamente», aunque por el contexto se trate, sobre todo, de sacerdotes seculares. Su fe en ellos es tan grande que, aunque lo persigan, quiere recurrir a ellos. ¿De qué persecución y recurso habla aquí?

La aparición de los Mendicantes y su progresiva dedicación ministerial a los fieles podía ser considerada como una intromisión por parte de los sacerdotes encargados de las parroquias. De ahí su actitud de hostilidad, sobre todo en aquellos que vivían mundanamente y veían en los frailes a unos competidores de las limosnas de los fieles. No obstante, esta persecución podía venir también de otros que no fueran los sacerdotes.

Más adelante, al prohibir a los frailes que pidan privilegios a la Curia romana, deja entender que eran perseguidos materialmente -«persecución de sus cuerpos»-, aunque sin decir tampoco por parte de quién. El sentido parece centrarse en los sacerdotes, que aún en el supuesto de que le persigan -las bulas papales muestran que fue más que un supuesto- no quiere obrar por cuenta propia y prescindiendo de ellos, sino que debe recurrir a los mismos en todas sus necesidades, tanto apostólicas como sacramentales. Más aún, aunque fuera más sabio que Salomón, no quiere predicar contra su voluntad, por más pecadores e incultos que sean.

Por desgracia, en tiempos del Santo no era difícil encontrarse con este tipo de sacerdotes. Se habían convertido en el blanco de comedias, versos y cuentos, hasta llegar, incluso, a la calumnia. Las cartas de Inocencio III y sus sermones están llenos de quejas vehementes contra las costumbres escandalosas del clero. Y la impresión que se saca de los cánones conciliares no es más favorable. En casi todos ellos se hace referencia a situaciones concubinarias de clérigos.

Ante estos pobres sacerdotes, Francisco no quiere tomar como pretexto sus pecados para despreciarles, sino que se esfuerza por ver en ellos al Hijo de Dios y así poderles temer, amar y reverenciar, porque son sus señores. El mismo Francisco nos explica su modo de obrar. Actúa así porque son los confeccionadores de la eucaristía, lo único que «ve» corporalmente del altísimo Hijo de Dios, y sus administradores.

La Admonición 26 es un canto exhortativo de reverencia a los clérigos: «Dichoso el siervo que mantiene la fe en los clérigos que viven rectamente según la forma de la Iglesia romana. Y ¡ay de aquellos que los desprecian!; pues, aunque sean pecadores, nadie debe juzgarlos, porque el Señor mismo se reserva para sí solo el juicio sobre ellos. Pues cuanto más grande es el ministerio que tienen del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, que ellos reciben y ellos solos administran a los demás, tanto más grande es el pecado de los que pecan contra ellos que de los que pecan contra todos los demás hombres de este mundo» (Adm 26).

Igualmente, en la Carta a los fieles, dice: Debemos venerar y reverenciar a los clérigos, no tanto por ellos mismos, si son pecadores, sino por el oficio y la administración del santísimo cuerpo y sangre del Señor nuestro Jesucristo, que sacrifican en el altar, reciben y administran a los otros (2CtaF 33).

La primera Regla ofrece también un ejemplo de reverencia a los clérigos al mandar que se les tenga por señores, venerando en el Señor el orden y oficio y administración de ellos (1 R 19,3).

Esta fe que muestra Francisco por los sacerdotes nos puede parecer pragmática, funcional o utilitarista, ya que los reverencia en cuanto posibilitadores de la presencia eucarística. Nosotros actualmente solemos distinguir y separar la persona de su función, sin concederle a una lo propio de la otra. Francisco no lo entendía así; hijo de una sociedad sacral, une la persona con su función hasta tal punto que para salvar una tiene que defender también la otra.

Algunos movimientos religioso-heréticos de su tiempo habían llegado a negar el poder sacerdotal por encarnarlo hombres indignos; de la denuncia de los vicios de los clérigos habían pasado a negar su poder de consagrar. El poder lo daba la virtud, no el orden, por eso los laicos que eran «santos» podían consagrar, cosa que se negaba a los sacerdotes «pecadores». A esta concepción había contribuido incluso el papado, al prohibir la asistencia de los fieles a las misas de los sacerdotes escandalosos. No obstante, los Concilios habían afirmado siempre que el poder de consagrar reside únicamente en los sacerdotes.

Ante este peligroso paso, por parte de los herejes, del desprecio de la persona a la negación del poder, Francisco no quiere caer en la misma simpleza y, para salvar el poder, defiende la persona. Su tiempo y su sensibilidad le exigían «visibilizar» los valores, por eso necesita del sacerdote para que le haga presente lo único «corporal» que ve del Señor en este mundo, su cuerpo y sangre.

La «visualización» de los sacramentos es típica en la fe de la Edad Media, sobre todo con relación a la eucaristía. A finales del siglo XII y principios del XIII, se va extendiendo la costumbre de la elevación con el fin de que los fieles puedan adorar la hostia. Este deseo de ver la hostia degeneró en algunas partes hasta el abuso. El que ve la hostia, se decía, no muere de repente ese día, ni puede faltarle lo necesario para vivir, ni hace falta que comulgue, pues tiene el mismo mérito; por lo que algunos se salían de la iglesia para asistir a otras elevaciones. En algunos casos, cuando el sacerdote no levantaba suficientemente la hostia, se oía una voz: «¡Más alto! ¡Levántela más!» E incluso se subían a los bancos.

Sin llegar a tales extremos, esta devoción visualizada se daba también en las personas piadosas. De María de Oignies se narra que, ante la imposibilidad de comulgar diariamente, pedía al sacerdote celebrante que dejara por unos instantes el cáliz vacío sobre el altar, para que a su vista pudiera apagar la sed de recibirlo. En este ambiente aparece la fiesta del Corpus Christi. Y es que para los fieles del siglo XII Cristo solamente estaba «presente» corporalmente en las especies sacramentales. Es una fe eucarística combativa contra la corriente berengariana. Los seguidores de Berengario de Tours habían abusado de las palabras «sacramentum», «figura», «mysterium», «corpus mysticum», que designaban tradicionalmente la eucaristía, para negar la realidad objetiva del cuerpo de Cristo en las especies consagradas. En contraposición, los católicos multiplicaron las fórmulas categóricas «verdadero cuerpo», «verdadera carne», «verdadera sangre»..., adjetivo muy usado por Francisco.

Cuando el Santo habla de «ver» el cuerpo y la sangre del Señor, ¿se refiere a esa mirada que se hace con los ojos o quiere expresar algo más profundo? Esta necesidad de «ver» no deja de ser una paradoja en los últimos años de Francisco en que, debido a la enfermedad, ha quedado ciego. ¿O es precisamente por esto por lo que recurre a la visualización del sacramento, queriendo indicar que su «ver» es más profundo que el que le pudieran ofrecer sus ojos ya ciegos?

Francisco habla de este «ver» no sólo en el Testamento. En la Carta a los clérigos también dice que nada tenemos ni vemos corporalmente en este mundo del mismo Altísimo, sino el cuerpo y la sangre (CtaCle 3). Y en el breviario que usó Francisco, Fr. León escribió que el Santo, cuando no podía oír misa, rezaba con los ojos del espíritu una oración al cuerpo del Señor, de la misma forma que si lo estuviera viendo en la misa.

Para Francisco, la mirada es una parte de la adoración, puesto que en la visibilidad del sacramento se hace visible el Señor invisible y se acerca a nuestra realidad. Esta función de medio que tiene la visualización aparece en la Admonición primera: Todos los que vieron al Señor Jesucristo, según la humanidad, y no vieron y creyeron, según el espíritu y la divinidad, que él es verdadero Hijo de Dios, están condenados; así también todos los que ven el sacramento del cuerpo de Cristo, que es santificado por las palabras del Señor sobre el altar por medio del sacerdote en forma de pan y vino, y no ven y creen, según el espíritu y la divinidad, que sea verdaderamente el santísimo cuerpo y sangre del Señor nuestro Jesucristo, están condenados (Adm 1,9s).

El «ver» es un medio para «creer». Por eso, Francisco compara la humanidad de Cristo, sacramento de su divinidad, con el pan y el vino, sacramento igualmente de Cristo muerto y resucitado. Si la visión no nos lleva a la adoración en la fe, no sirve de nada; más aún, se revuelve contra nosotros y nos condena.

Muestras de reverencia y amor a la Eucaristía

«Y quiero que estos santísimos misterios sean por encima de todo honrados, venerados y colocados en lugares preciosos. Los santísimos nombres y sus palabras escritas, dondequiera que los encuentre en lugares indecorosos, quiero recogerlos y ruego que se recojan y se coloquen en lugar honesto» (Test 11-12).

Con la proclamación de la eucaristía como centro absoluto de su devoción, pasa Francisco, de la fe en los sacerdotes y en el sacramento del cuerpo y sangre del Señor, a la Palabra que santifica el pan y el vino.

El sacramento de la eucaristía es para el Santo, sobre todo en sus últimos años, casi una obsesión. En la mayoría de los escritos epistolares aparece, con mayor o menor extensión, este tema. Por eso resulta raro que en las Reglas no se diga nada sobre este misterio. Solamente en el capítulo 20 de la primera Regla se manda que los frailes, cuando deseen comulgar, contritos y confesos reciban el cuerpo y la sangre del Señor nuestro Jesucristo con gran humildad y veneración (1 R 20,5).

En el Espejo de Perfección, aunque tomándolo con las debidas precauciones críticas, se dice que Francisco profesaba tal reverencia y amor a la eucaristía que quiso se escribiera en la Regla que, en los pueblos o lugares donde morasen los frailes, tuvieran, respecto al misterio, un cuidado y solicitud especial, aconsejando, incluso, a los clérigos y sacerdotes que procurasen conservar la eucaristía en sitios muy limpios y decentes... Y aun cuando esta amonestación no se incluyó en la Regla, por no parecer bien a los Ministros que los frailes la considerasen como un verdadero mandato, no obstante quiso que estos deseos llegaran a conocimiento de todos sus frailes, dejando consignado en su Testamento y en otros escritos este deseo suyo. Más todavía; en cierta ocasión envió a varios frailes con copones para que colocasen en ellos la santa eucaristía, si la encontraban depositada en lugares menos decentes (EP 65; cf. 2 Cel 201).

Para comprender este texto del Testamento hay que tener en cuenta el contexto en el que se escribe. Durante la Edad Media, el Santísimo reservado se usaba solamente para el viático, puesto que no existía la costumbre de comulgar fuera de la misa; por ello, bastaban unas cuantas formas guardadas en un cofre encima del altar. En el siglo XII aparece la costumbre de guardar el Santísimo en una especie de «paloma» suspendida del techo, y en las iglesias rurales descuidadas llegaba hasta pudrirse la cuerda y caer al suelo. En el siglo XIII se guardaba en un armario próximo al altar. Como no se utilizaba sino de tarde en tarde, cuando había algún moribundo, sobre todo en las iglesias pequeñas, cabía la posibilidad de tenerlo de cualquier forma. Los concilios daban normas sobre el modo de conservar y llevar la eucaristía a los enfermos y moribundos. Así, los de York y Westminster, celebrados en 1195 y 1199 respectivamente, ordenan que la santa hostia sea guardada en un «vaso» adecuado y decente.

Igualmente, y con el fin de cortar semejantes abusos, Honorio III escribía en 1219 una carta, «Sane cum olim», diciendo que si en otro tiempo el maná, como prefiguración del cuerpo de Cristo, era colocado dentro de una copa de oro en el arca de la alianza, y guardada ésta en el «sancta sanctorum» con el fin de mantenerla en un lugar limpio y venerable, ahora debemos dolernos y entristecernos porque en muchas provincias los sacerdotes, despreciando las sanciones canónicas e incluso el juicio divino, guardan la sagrada eucaristía sin precaución, tratándola sin la debida limpieza ni devoción... Por eso manda a los sacerdotes que la eucaristía, colocada con honor, sea guardada devota y fielmente en un lugar especial, limpio y cerrado con llave.

La admonición papal de guardar la eucaristía en «lugares especiales» es tomada por Francisco en varios de sus escritos. En la Carta a los clérigos les amonesta para que, considerando la conducta de algunos sacerdotes que abandonan el sacramento en lugares viles, en cualquier lugar donde estuviese el santísimo cuerpo del Señor nuestro Jesucristo abandonado y colocado ilícitamente, sea tomado de allí para ponerlo y guardarlo en otro lugar «precioso» (CtaCle 1-11). Francisco interpreta fielmente el pasaje papal del maná «colocado en copa de oro», en un lugar especial dentro del arca de la alianza cubierta de oro, cuando escribe: en un lugar «precioso». Tanto el copón como el sagrario eran, efectivamente, objetos de elevado precio para una Fraternidad de pobres. Sin embargo, Francisco no sólo permite sino que obliga a realizar esta única excepción por amor al sacramento.

En la Carta a los Custodios les pide también que supliquen a los clérigos que sobre todas las cosas deben venerar el santísimo cuerpo y sangre del Señor nuestro Jesucristo. Y si en algún lugar el santísimo cuerpo del Señor estuviese colocado muy pobremente, sea puesto y guardado, según lo manda la Iglesia, en un lugar precioso (1CtaCus 4). Esta Carta no estaba dirigida exclusivamente a los frailes, pues en otra dice a los Custodios que «aquella carta que trata del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor se la deis a los obispos y a otros clérigos» (2CtaCus 4).

Francisco es consciente de que su encuentro salvífico con el Señor se realiza de forma especial en el sacramento de la eucaristía, por eso no teme rogar a sus frailes, besándoles los pies y con todo el amor de que es capaz, que muestren toda la reverencia y honor que puedan al santísimo cuerpo y sangre del Señor (CtaO 11).

La fe de Francisco y sus hermanos tiene como centro la devoción a la eucaristía. El Santo no especula sobre el misterio, sino que lo vive y lo expresa en formas sensibles y llanas, anulando, incluso, la miseria con que acompañaba su pobreza, para que el Señor esté en lugares «preciosos».

A través de sus escritos eucarísticos, Francisco había expresado su devoción con profusión de detalles. Ahora, en el Testamento, proclama por última vez, y con una simplicidad y transparencia inigualables, aquello que ha sido su obsesión y su fuerza durante toda su vida.

Los nombres y palabras del Señor

Juntamente con la eucaristía, su reverencia se muestra también hacia los nombres y palabras escritas del Señor. Esta unión de palabra y sacramento no es fortuita sino intencionada.

En la Carta a los clérigos, comienza ya haciendo notar el gran pecado e ignorancia de algunos sobre el santísimo cuerpo del Señor nuestro Jesucristo y sus sagrados nombres y palabras escritas que santifican el cuerpo... Pues nada tenemos ni vemos corporalmente en este mundo del mismo Altísimo sino su cuerpo y sangre, nombres y palabras por las que hemos sido hechos y trasladados de la muerte a la vida (CtaCle 1-3).

Esta misma idea aparece en la Carta I a los Custodios, donde se les pide que rueguen a los frailes venerar sobre todas las cosas el santísimo cuerpo y sangre del Señor y sus santos nombres y palabras escritas que santifican el cuerpo (1CtaCus 2).

¿Qué quiere decir Francisco con estos términos «nombres» y «palabras escritas» del Señor? Las «palabras del Señor escritas» podrían identificarse de un modo general con los textos litúrgicos, es decir, con el leccionario, que contiene la Escritura, y los libros empleados en las funciones litúrgicas. Así lo da a entender la Carta a toda la Orden, cuando dice a los frailes que deben guardar los vasos y los demás objetos que sirven para los oficios y que contienen sus santas palabras (CtaO 34).

El significado del término es variado. En primer lugar están las «palabras» que los clérigos dicen, anuncian y administran (2CtaF 34; Test 13); se trata, al parecer, de la Escritura contenida en los leccionarios y que sirve de base para la predicación.

Hay otro tipo de «palabras», que producen la santificación del pan y del vino. Francisco emplea la palabra «santificación» para indicar la consagración o transubstanciación, término creado por la nueva teología, de la que el Santo no estaba muy al corriente. Así aparece en la Carta a los clérigos: «... las palabras que santifican el cuerpo...» (CtaCle 2); en la Carta a toda la Orden: «... en virtud de las palabras de Cristo se confecciona el sacramento del altar» (CtaO 37); en la Admonición 1: «... el sacramento del cuerpo de Cristo que es santificado por las palabras del Señor sobre el altar» (Adm 1,9).

Existe un tercer grupo de «palabras» que santifican, en sentido ordinario, a los hombres y sus cosas. Así vemos en el mismo Testamento y en la segunda Carta a los Fieles que las palabras producen en nosotros espíritu y vida (Test 13; 2CtaF 3). En la Carta a toda la Orden dice que muchas cosas son santificadas por la palabra de Dios (CtaO 37).

Por último, hay «palabras» por las que se realiza la creación y la redención. En la Carta a los clérigos leemos que por estas palabras somos hechos y trasladados de la muerte a la vida (CtaCle 3). Igualmente, en la segunda Carta a los fieles, les advierte que nadie puede salvarse sino por la sangre y las palabras del Señor (2CtaF 34).

Todas estas facetas que se descubren en las «palabras» empleadas por Francisco denotan que se mueve dentro del campo teológico-sacramental agustiniano, muy distinto del escolástico que se caracteriza por su precisión de términos y contenidos.

Por lo que se refiere a los «nombres», podría creerse que se trata de un sinónimo de «palabras», por el hecho de que Francisco usa muchas veces del doblete, como por ejemplo: Regla y vida, vicios y pecados, ministro y siervo, etc. La finalidad del doblete es poder expresar su rica experiencia religiosa con un vocabulario pobre; de ahí que los dos términos empleados no sean sinónimos, sino dos formas diferentes de manifestar distintas facetas de una misma realidad. Según su creencia popular, Francisco está convencido de la presencia dinámica del Altísimo en las palabras sagradas y en los libros santos. Durante toda la Edad Media se admitía corrientemente la creencia de que los nombres, aunque de origen humano, tienen su norma en la naturaleza de las cosas. El nombre no expresaría tanto la forma cuanto la esencia.

Los «nombres divinos» son distintos de las «palabras del Señor». Expresan otro aspecto de la misma realidad: la presencia divina que se manifiesta en el empleo de las palabras de Cristo o de los nombres de Dios. Francisco no percibe la presencia del Señor solamente en la eucaristía, sino que la extiende a las «palabras escritas» y a los «nombres santísimos». Un detalle curioso es el paralelismo existente entre cuerpo-sangre y nombres-palabras. Cuando desaparece un término, se omite también en el otro doblete.

La reverencia por los «nombres y palabras del Señor» le lleva a preocuparse, y a preocupar a los demás, para que, al encontrarlas en lugares «indecorosos», las recojan y las pongan en un lugar honesto. En la Carta a toda la Orden se evidencia el descuido con que eran tratados en muchas iglesias los libros litúrgicos (CtaO 36; CtaCle 12; CtaCus 5). El Concilio de York, en 1195, subraya que en algunas iglesias existen ejemplares del canon de la misa que resultan ya ilegibles por el desgaste del tiempo. En otras, incluso están escritos con faltas de ortografía.

El descuido era evidente, y así lo reconoce Francisco al recordar el poco cuidado con que eran tratados estos libros sagrados por algunos clérigos, hasta el punto de correr el peligro de pisarlos (CtaCle 6).

Los lugares «indecorosos», o «ilícitos» como dice el original, a que hace referencia el Testamento son aquellos que, por su indignidad, van en contra de las normas emanadas de la Curia romana en relación con la eucaristía. Los Concilios y la Curia romana, secundando la campaña por dignificar el trato hacia la eucaristía que había iniciado el Papa, dictaron normas concretas sobre la conservación de los objetos litúrgicos. Abandonarlos en lugares poco decentes era desatender las normas papales, de ahí su «ilicitud».

Los lugares donde deben ser guardadas la eucaristía y las palabras del Señor escritas no son calificados de igual modo por Francisco. La guarda de los escritos debe hacerse en lugares «honestos», mientras que la eucaristía se debe colocar en lugares «preciosos». Más o menos como en nuestros días, que guardamos el Santísimo en el sagrario y los libros litúrgicos en la sacristía.

Los biógrafos se hacen eco de esta devoción del Santo, aunque limitándola solamente a los nombres divinos. Celano, en su Vida I, nos dice que Francisco se llenaba de santa alegría cuando pronunciaba el nombre de Dios. Por eso, dondequiera que encontraba algún escrito, sagrado o profano, estuviera en el camino, por casa o en tierra, lo recogía con gran reverencia y lo guardaba en algún lugar sagrado o, al menos, decoroso, no fuera que se encontrase el nombre del Señor o algo que le hiciera referencia. Al preguntarle por qué recogía los escritos en los que no estaba el nombre de Dios, respondía que allí estaban las letras de que se componía dicho nombre glorioso (1 Cel 82).

S. Buenaventura, en su Leyenda Mayor, refiere esta misma devoción, pero relacionada con los frailes: cuando en la liturgia tenía que pronunciar el nombre del Señor, parecía que se lamiera los labios por la dulzura y suavidad. Quería que se honorase el nombre del Señor, no solamente en el pensamiento, sino también cuando se oyese o encontrase escrito. Por eso persuadió a los hermanos para que recogiesen todos los trozos de papel escrito y los guardasen en lugares decorosos, para evitar que el sagrado nombre corriese el peligro de ser pisado. Cuando leía u oía el nombre de Dios o de Jesús, lleno de una alegría interior, aparecía transformado externamente (LM 10,6).

La devoción por los «escritos» podría entenderse como una admiración del hombre sin letras, tal como se confiesa Francisco, hacia la cultura. De hecho, como afirma Celano, cuando hacía escribir algún mensaje, no permitía que se borrase ninguna letra, aunque estuviera equivocada (1 Cel 82). De esto tenemos constancia en uno de los autógrafos del Santo, las Alabanzas a Dios escritas para Fr. León, donde, al corregir la palabra «caridad» por el término «amor», no la tacha sino que la pone encima (AlD 6). No obstante, su actitud va mucho más allá de este respeto por la cultura. Es la fe confiada en la palabra de Dios, por la que se nos manifiesta el misterio de su voluntad amorosa y salvadora. El culto que profesa Francisco a la Palabra no es una especie de «bibliolatría» ingenua, sino la apertura reverente ante aquello que percibe como la cristalización en lenguaje del proyecto salvador de Dios sobre los hombres; por eso, la escucha y medita, la reverencia y pide que sea guardada en lugares adecuados.

Los teólogos y los que nos administran las palabras divinas

«Y a todos los teólogos y a los que nos administran las santísimas palabras divinas, debemos honrar y venerar, puesto que nos administran espíritu y vida» (Test 13).

De la reverencia a la palabra se pasa a la reverencia a los que la estudian, enseñan y proclaman: los teólogos y clérigos mayores.

«Teólogo» era aquel que enseñaba las sagradas Escrituras y la práctica necesaria para la cura de almas a los aspirantes al sacerdocio, bien en las escuelas catedralicias o en los estudios generales. El Concilio Lateranense IV extendió este cargo a todas las iglesias mayores.

La reverencia que tiene Francisco a los teólogos no es tanto por ser hombres de ciencia cuanto por la relación que tienen con la Escritura. De ahí que no se pueda deducir de este particular el problema de Francisco y su admiración por la ciencia. Por otro lado, el que considere a los teólogos no quiere decir que admita su función como medio ordinario de apostolado en su Fraternidad. De la evolución que ha debido presenciar Francisco acepta muchas cosas que, tal vez, no estuvieran en su proyecto personal, y un caso de estos es el de los estudios. Ante la voluntad decidida, por parte de la Curia y los Ministros, de estructurar una Fraternidad en que se imponen los estudios necesariamente, Francisco no se rebela, pero relativiza la eficacia de la ciencia, procurando que no destruya el aspecto minorítico de su forma de vida.

Ante el hecho de la aparición de los estudios en la Fraternidad, trata de hacerle frente buscándole una solución. En la Admonición 7, nos revela cuál es su actitud ante la ciencia: Están muertos por la letra los religiosos que no quieren seguir el espíritu de la Escritura sino que prefieren saber solamente las palabras e interpretarlas a los demás. Y están vivificados por el espíritu de la Escritura los que todo lo que saben, en vez de retenerlo orgullosamente como una adquisición personal, lo devuelven al Señor Dios con la palabra y el ejemplo (Adm 7,1-4).

La sabiduría de que habla en la Admonición 27 y en el Saludo a las Virtudes no puede ser tomada por ciencia; se trata de una virtud espiritual en sentido bíblico. Por eso no podemos, creo yo, montar una apología franciscana sobre la ciencia a partir de este respeto del Santo hacia los teólogos. Francisco, es cierto, admite que sus frailes enseñen teología, como lo muestra la Carta enviada a S. Antonio, pero su condición no debe ser más ventajosa que la de los simples trabajadores manuales, según se desprende de su paralelo con el capítulo de la Regla dedicado al trabajo (CtaAnt 2; 2 R 5,2). Esta permisión no justifica el deseo de encontrar en Francisco al promotor de los estudios en la Orden, pues su voluntad disuasiva para con los frailes que no tienen estudios de que los emprendan, como aparece en la Regla (2 R 10,8), demuestra todo lo contrario.

La voluntad de Francisco, por tanto, de que reverenciemos a los teólogos y sacerdotes, no es por su calidad de hombres de ciencia, sino por ser los que nos administran la palabra que es espíritu y vida, la cual realiza en el altar el misterio del cuerpo y sangre del Señor.


Julio Micó, O.F.M.Cap., Reflexiones sobre el Testamento de San Francisco, en Selecciones de Franciscanismo, vol. X, núm. 28 (1981) 3-22.

.